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Guillermo David
Sarmiento abría su manual del exterminio étnico –Conflicto y armonías de las razas
en América- con la pregunta: “¿Quiénes éramos cuando nos llamamos americanos, y
quiénes somos cuando argentinos nos llamamos?” Aún en su sintaxis amañada,
formulada en vísperas de la masacre fundacional del Estado moderno que fue la
llamada Conquista del Desierto que acabó con el encierro, destrucción, y
expropiación territorial de las naciones originarias, la cuestión señalada ameritaba la
interrogación por el ser actual de los argentinos a la vez que suponía –y proponía- un
borramiento del pecado de origen.
La consolidación del Estado nacional, producido el ingreso de la masa inmigratoria
que modificó para siempre el mapa vital de las ciudades, requería la construcción
imaginaria de la nueva entidad colectiva a la cual subsumirla, una imagen englobante
que comprendiera las diferencias. Si Sarmiento dejaba en la sombra aquel pasado
indiano y presentaba como problema y solución la asunción de la civilización de
matrizado europeo occidental que vendría a suturar la herida de origen, Lugones,
más sutil, y, hay que reconocerlo, mucho más audaz, daba en la cuerda simbólica
adecuada. Menudo dilema era el que se le planteaba. Porque hacer del gaucho, como
fue su intención, la figura híbrida que condensa las múltiples dimensiones históricas y
sociales que confluyeron en la construcción de la identidad nacional, tras una historia
de las disputas sangrientas de las guerras civiles que atravesaron el siglo hasta
arribar al ‘80, suponía asumir el riesgo de invertir el diagnóstico sarmientino. El
elogio indirecto de la barbarie –aunque presuntamente derrotada, parejamente
acechante en sus trasmutaciones: ya él mismo había abjurado suficientemente de la
“democracia guaranga y niveladora” del yrigoyenismo con alardes aristocráticos
como para condescender a una de sus formulaciones- que ciertamente cabía en su
lectura del Martín Fierro, desmentía el ansia civilizatoria de la cual se proponía a sí
mismo como adalid mayor. Pues no hay que olvidar que Lugones acentuará cada vez
más, con las décadas, su autofiguración como brújula y faro, su deseo de regir el
destino de la nación con su palabra y acción levantadas. Ya sea como inspector de
escuelas, como escriba del régimen o apólogo del gobernante de turno, ya como
poeta que propone un nuevo lenguaje, que funda en el verbo la inflexión argentina
del modernismo americano con sus ínfulas autonómicas (lo cual hasta lo llevaría al
intento de escritura de un diccionario de la lengua usual), esgrimió cada gesto con
ademán fundacional autosuficiente, del todo conciente de su potestad. Incluso,
siguiendo a Ruskin, auscultará la arquitectura autóctona en busca de las piedras
liminares de la nación: Las misiones jesuíticas harán, en su imaginario, junto a su
verbo poético y su indagación del canto épico nacional, el núcleo de la nación futura.
Pero había que definir un sujeto que lo soporte y encarne. Y allí estaba el Martín
Fierro a la mano. Grave decisión la de fundar la subjetividad nacional en la figura del
gaucho, por la contravención del ya para entonces incuestionable esquema
sarmientino, a cuya indeseada consecuencia –el “aluvión zoológico” de italianos y
españoles que venían a desgarrar la “pureza” criolla del tejido social- se le sumaba
otro dilema no menor: qué hacer con la Iglesia, con la abominada herencia cristiana.
Lugones sorteará ambos bretes con gracia en una operación de lo más curiosa, que
fundamenta El Payador. Pues si el gaucho es el emblema del hombre argentino, lo
resuelve diciendo que corresponde a una figura social ya desaparecida, barrida por la
civilización: preparaba Don Segundo Sombra. Y por el otro lado, sostenía que el
gaucho era heredero del centauro arábigo, imbuido de un panteísmo animista, que
descreía de las instituciones y, en general, de los valores. Con lo cual eludía en un
solo movimiento dos milenios de imaginario cristiano bien asentados.
Devenía así, en ese como en tantos otros sentidos, el inventor del núcleo de la
literatura argentina en la medida en que colocó en el centro del sistema literario
al Martín Fierro, hasta ese momento considerado apenas como una mera obra de
raigambre popular más. Al construir en su texto al gaucho como figura nacional,
como modelo platónico, encarnación de una esencia que perviviría transmutada en
las sucesivas generaciones de argentinos dando la horma de nuestro ser en el mundo,
alentaba la respuesta al largo debate sobre la identidad nacional que atravesaría el
siglo. Y que hoy, aún pese a la crítica que ha merecido su esencialismo y no pocas de
sus posiciones y visiones que de él derivan (mencionemos por caso su racismo de cuño
aristocrático, su hispanismo subrepticio, su vocación autoritaria, entre otras) del
todo tributarias de la época, resultan de una pertinencia no superada.
Aquellas dos vertientes de su propuesta del gaucho mitológico como entidad que
conjuga la diversidad nacional serán recogidas, con lenguaje filosófico, por Carlos
Astrada en 1948: El mito gaucho opera en el conjunto de textos que formulan el
problema de la identidad colectiva, con el peronismo como telón de fondo, como una
actualización del dilema lugoniano. Se propone en su texto una descripción del tipo
antropológico argentino, con sus estilos y caracteres propios que lo distinguen
claramente; su cosmovisión panteísta y telúrica, que diseña en términos de una
teología popular, su pertenencia al mito de la estirpe, en relación al cual construye
su gracia o su desdicha en el devenir histórico, etc. aparecían diseñados en el Martín
Fierro. De aquellos rasgos deriva incluso una filosofía política, a la que Astrada
llama gauchocracia comunitaria, cercana a la Comunidad Organizada justicialista –y,
por supuesto, ya distante de las ínfulas fascistas de Lugones-, mas dotada de una
cierta reserva hacia el Estado y sus detentadores, y una impronta más fuertemente
societalista e igualitaria, que hace de la mezcla, de la hibridación social –ya no
racial-, la argamasa de la emancipación futura. Lo que le permitirá reformular en
clave revolucionaria marxista el mito cuando los años sesenta lean la saga de Fierro y
sus hijos con ánimo redentor.
Aquella posibilidad será también claramente percibida como el problema mayor de la
herencia decimonónica por Martínez Estada, que el mismo año ‘48 entregará
en Muerte y Transfiguración de Martín Fierro su intento de conjura del epos nacional
en el texto al que ve como propiciador de un Facundo redimido, y por tanto
merecedor de un nuevo Sarmiento –él mismo. Ya desde comienzos de la Década
Infame la sombra terrible del centauro pampero se le había aparecido como
premonición del mal: irredimible, la Argentina peroniana que corroboraba aquellos
terrores lo empujaba a irse, a combatir al monstruo con su verba engastada de
alegorismos morales desde algún refugio resistente. La existencia desdichada de este
hombre que hubo de recluirse en su ostracismo electivo de Bahía Blanca se vería
puntuada por el drama de la enfermedad: Martínez Estrada tenía un problema de piel
con el peronismo. Su cura sería verbal: disparará ensayos desde el vértigo horizontal
del lecho como quien recita un ensalmo piadoso a manera de ofrenda.
La estrategia empleada en Muerte y transfiguración será curiosa: contra toda
evidencia, el radiógrafo infatuado trataría de sacar de los manoseos de la historia al
poema devenido epopeya nacional. Para ello necesitó no sólo aislar el texto de sus
filiaciones e incidencias más obvias sino –y sobre todo– menoscabar sus figuras
centrales. Urdió entonces una estratagema extraordinaria: les confirió un animismo
extremo a los personajes, quienes según él ingresan en la trama para dislocar sus
cimientos, liberados de la tiranía del autor. Pues para sorpresa de cualquier lector
del poema Martínez Estrada sostiene que Cruz es el personaje primario, alter ego de
Hernández, que con su irrupción en el texto anula la voz de Fierro, su “anti él”. El
encuentro con Cruz mata a Fierro, le quita su empresa de insurrección; el rebelde ha
sido desarmado para siempre por el traidor advenedizo, sostiene. Obsérvese que si le
aplicamos a esta construcción el tipo de lectura alegórica martinezestradista, el
sargento Cruz, un militar de rango menor que se pasa de bando y plegándose al
destino del perseguido decide cambiar de pelaje, transformarse en su otro, remite en
1948 de un modo inmediato a Perón, “el jefe de sus propios enemigos”, como lo
llamaría León Rozitchner. De modo que por esa cuerda la verdad del Martín
Fierro exhumada por un sagaz psicoanálisis silvestre es siempre moral y reside en un
más allá del texto.
Para Martínez Estrada su anomalía radical propició en manos de los críticos un
equívoco fundamental, que comporta la muerte del libro de Hernández. Puesto que
no sería la continuidad del lenguaje rural sino su revolución, ni la construcción
heroica de un modelo de hombre argentino sino una dramática denuncia de la
“máquina de daños” –el estado de la cosa social–, fallido por la integración de
Hernández al sistema político, lo que transfiguró su destino lector. Era claro que el
nítido afán clausurante de su intento por el que pretendía hundir la construcción
mítica caería en el más rotundo de los fracasos. Pero es su misma operación, por
increíble, casi diríamos delirante, la que labró su legibilidad ulterior. Para él, la
triste tragedia inevitable de la encarnación del mito en una fuerza histórica bastarda
habría de resolverse de algún modo. Pero no dirá cuál. Esa será la falencia y la virtud
del libro. La época no veía con buenos ojos las vastas alegorías políticas, género de
lectura póstuma si los hay. A Martínez Estrada poco le importó. Durante toda su vida
lo había aquejado, no sin gozo, el síndrome de Casandra, la pitonisa condenada a
predecir la verdad y ser desoída. Desapercibidas, sus admoniciones caían
irremediablemente en saco roto. Sólo le restaba tras cada exhortación flamígera el
tardío e inútil consuelo de la corroboración ulterior, cuando ya no importaba.
La carencia de un sujeto histórico que asumiera la resolución de la negatividad de
la Ida, aunque más no fuera, como en Astrada, con la apelación al comunitarismo de
la Vuelta de Martín Fierro, es la falla interna del libro. Mas al igual que sucede en
el Facundo, parece ser su condición de pervivencia, de la transmutación de lecturas
que abre. Y es que este hombre atribulado no podía hallar un correctivo a sus
diagnósticos a riesgo de volverse contra sí mismo más allá de lo que la veleidad del
ensayista puede tolerar. Pues aún por entonces resultaba impensable su adscripción a
las huestes radicalizadas que vendrían. Será preciso el huracán de la Revolución
Cubana para que condescendiera a dar con una fuente de redención social acorde a
sus anhelos. Al igual que su Qué es esto, proferido en el ’56, más dramáticamente
atravesado por este dilema, Muerte y transfiguración careció de encarnadura política
posible. Esa es la clave de su pertinencia crítica ulterior.
Paradójicamente (él, que tanto gustaba de la paradoja como figura retórica, y que
indagó en sus variaciones tomándola como ocasión privilegiada de conocimiento),
atrapado en la red de lo que critica, contribuyó a consolidar la vitalidad del mito
gaucho con su libro, pese a su declarada intención de devolverlo al parnaso vacío de
las rebeliones derrotadas. Puesto que el mito forjado por Hernández y canonizado
por Lugones vive en la totalidad de sus versiones; en la suma de sus desplazamientos
va modulándose y deviniendo fuerza actual. En repetirse pero a la vez en no
permanecer siempre igual a sí mismo estriba la garantía de su permanencia, su
eficacia simbólica. Esa es la venganza del propio texto hernandiano y el motivo de la
vivacidad del magnífico despropósito de Martínez Estrada que, pese a sí mismo,
prosigue aquella estela. Muerte y transfiguración fue su Facundo. Nadie lo notó.
Por su parte, y en una cuerda similar, Borges advertirá el riesgo de asomarse a esa
bestia del imaginario colectivo, pero no dejará de caer en la tentación de invocar su
sombra en sus propias ficciones: será su veta populista, poblada de orilleros, gauchos
malos, justicieros y arbitrarios, cíclicamente retornante, su modo de proseguir aquel
impulso épico alumbrado por Lugones. El suyo es también un relato del honor. Pero,
retráctil ante su deriva política, preñada de peronismo, pondrá esa afición en
términos de puja entre sus dos linajes: Inglaterra y las pampas. Y cuando no le rinda
la distinción, proseguirá camino hacia la parodia inclemente: La fiesta del
monstruo. De allí surgirán las vanguardias estéticas setentistas que actualizarán el
mito: Osvaldo Lamborghini con su gauchesca paródica conducirá al abordaje tardío y
parcializado de Josefina Ludmer, que, sin embargo, no percibe más que
superficialmente el problema de la catarsis política que implica la deriva del texto
en el país.
Macedonio Fernández resumió el dilema abierto por Lugones en un chiste con aires
de zen criollo: Los gauchos son un invento de los estancieros para entretener a los
caballos. Aquella creación ficcional de un estanciero federal, que fue el gaucho
Martín Fierro, proclamada su extinción como figura histórica en la escena oligárquica
para poder devenir figura simbólica, emblema que anuda naturaleza y cultura, daría
con la suerte de todo mito: sus transmutaciones, sus encarnaciones históricas
sucesivas, aún cifran el destino patrio.
Bibliografía.
Astrada, Carlos: El mito gaucho. Fondo Nacional de las Artes. Bs. As., 2006.
Borges, Jorge Luis: Lugones. Bs. As., Pleamar, 1965.
Borges, Jorge Luis – Guerrero, Margarita: Martín Fierro. Bs. As., Columba, 1953.
López, María Pía: Lugones: entre la aventura y la cruzada. Bs. As., Colihue, 2004.
Lugones, Leopoldo: El Payador. Ediciones Centurión. Bs. As., 1961.
Martínez Estrada, Ezequiel: Muerte y transfiguración de Martín Fierro. Bs. As.,
CEAL,. 1983