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COLECCIÓN
t^Mcrra Firme
44
Primera edición, 1948
(Publicada en México)
Muerte y Transfiguración
de Martín Fierro " n
T-*
Ensayo de interpretación de la
vida argentina
Tomo II
LA FRONTERA
EL PAISAJE
ESCENARIO Y ELENCO
Desierto, es que toma uno de los dos rumbos abiertos ante él,
indiferentes, equidistantes: Algún día hemos de llegar, Des¬
pués sabremos adonde (2207-8), es una definición. Se decide
al azar, no por razones, sino por hacerle el juego al propito
destino. El destino del fronterizo era ése: el de la moneda que
se tira a cara o cruz. Martín Fierro lo expone con toda cla¬
ridad: quiere salir de ese infierno. Y a ese infierno volverá
diciendo que, uno por otro, prefiere el de la frontera. En su
ánimo el albur de vivir entre los indios es preferible, porque
es el albur puro, con la ventaja de que hasta allá no llega el
gobierno. Del otro lado, del de la civilización, ya sabe qué
puede esperar. No se le ocurre salvarse de los “males regionales
de la frontera” internándose en los pueblos: al contrario. Pre¬
fiere lo que no conoce, guiándose por indicios y referencias.
Ese mundo, esa tierra de nadie, no es descrita en el Poema.
Queda descrita por implicación. No era una franja de tierra;
era una zona movediza, que según los eventos de la contienda
se replegaba o distendía, internándose hasta los grandes núcleos
de población o hasta las regiones del Cuero. El problema del
lugar en el que serían confinados los indios, la demarcación de
sus fronteras hacia las tierras pobladas por el blanco, era fun¬
damental. Les pertenecía la tierra árida: de ahí que se deno¬
minara Desierto el área que ocupaban las tribus. Este aspecto
lo trata Hernández muy en general, como paisaje apenas alu¬
dido. En Mansilla, no obstante, ocupa capítulos de relieve, como
que ésa era, precisamente, la misión que Sarmiento le enco¬
mendó ante el cacique Mariano Rosas y sus confederados. Her^
nández no tiene ningún interés en fijar esa frontera. Es una
marca que estabilizan los fortines, pero que el ganado hace
andar. Una cuerda vibrante. Allí se confundían, además, indi¬
viduos de una y otra zona; tanto el habitante natural —el gau¬
cho de esos pagos— como el habitante circunstancial: el militar,
el pulpero. Hay en esa población dos habitantes que van adap¬
tándose al medio, aclimatándose: el soldado de profesión y el
comerciante, su asociado. Estos seres pertenecen por intereses
corporativos a la civilización; pero actúan como enemigos de
los unos y de los otros. Sus intereses no son de frontera, sino
de país civilizado, y sus pautas vitales son de tierra salvaje. Son
allí, en la frontera, en el fortín, el juzgado o la comisaría, entes
1S LA FRONTERA
LA TIERRA
Y aconsejaba:
LAS ESTANCIAS
hasta fines del siglo pasado se conocía solamente por estancias a los esta¬
blecimientos rurales dedicados a la cría extensiva de ganado con no menos
de una legua cuadrada de tierra, y estanzuelas a las más reducidas. Tam¬
poco se aplicaba la denominación a campos arrendados para invernada,
tambo o agricultura. Se entendía por chacra una propiedad inferior en
cuadras a la estanzuela, aunque no tuviese cultivos, y quintas a los
terrenos dedicados a huertas, como también a las fincas de veraneo. Ac¬
tualmente es difícil deducir lo que se estima por estancia, desde que se
viene adulterando el significado tanto como el creciente empeño de
llamar gaucho a todo peón de campo que anda a caballo; pero, a pesar
de la vertiginosa desaparición de la estancia auténtica por la parcelación
de las tierras, queda por un milagro mereciendo el título real, aunque
en muy reducida escala comparada con su gigantesco origen, la más anti¬
gua de la provincia: “El Rincón de Noario”. Fué fundada el 6 de junio
de 1636 con el nombre de “Rincón de Todos los Santos” por el general
don Francisco Velázquez, que vende a Juan del Pozo y Silva la merced
de doscientas leguas, el 27 de mayo de 1665, en el precio total de tres¬
cientos pesos corrientes en monedas de ocho reales... Otra... “Negrete”,
ubicada en Ranchos... Whitfield y Sheridan en 1825 edificaron en Ne¬
grete el primer edificio señorial de esta provincia, estableciendo grandes
bosques artificiales y la cabaña ovina más importante.
natural, construii una pequeña casa. Don Antonio dirigió los trabajos,
y en menos de dos meses su mujer e hija ocupaban los cuatro ranchos
que componían su población. Apenas instalados en ellos les dieron una
mano de blanqueo con cal de Córdoba por dentro y por fuera, que les
agració la fisonomía. Doña Luisa cosió un cielo raso, que una vez colo¬
cado impidió al aire tomarse la libertad de introducirse por entre las
pajas y colaise dentro de la casa... Don Antonio plantó algunos paraísos
al frente del puesto que miraba al sol... Un peón que los acompañaba
delineó con su lazo varios cuadros en el fonde la casa... y María
plantó en ellos semillas y cabezas de flores. A la derecha del estableci¬
miento, doña Luisa hizo sembrar varias clases de legumbres y don Antonio
unas cuantas libras de semilla de alfalfa, destinada para el moro que
montaba su bella María... A pocas cuadras de la lomada sobre la cual
estaba edificada la casa construyeron el corral de las ovejas, que debían
dar de comer a don Antonio con el producto de sus espesos y blancos
vellones. La familia de Páez pasaba sus días consagrada al trabajo, sin
ajitarse por otro mundo que el que ella veía encerrado dentro de los
mojones que separaban su puesto de la vecindad.
LA COCINA
de sus intereses. Cuanto sean mejor tratados han de ser ellos más celosos
en el cuidado de los intereses del establecimiento. Después de esto, permí¬
tasenos decir algunas palabras respecto de esta pieza tan importante en
la vida de nuestras campañas. La reunión en la cocina tiene para el
hombre de campo un atractivo irresistible; tiene encantos que sólo él
comprende. Allí, alrededor del fuego, mientras se prepara la cena y
circula el sabroso mate, ellos se comunican alegremente las novedades del
día, se refieren con mutua cordialidad todas sus observaciones: cuanto han
visto en el campo, los animales que han encontrado, los episodios del
trabajo, las ocurrencias más minuciosas, y cuanto forma el movimiento de
la vida diaria... Allí son las ocurrencias originales, los equívocos inge¬
niosos, los juegos de palabras llenos de sutileza e intención. Allí aparecen
las relaciones de sucesos pasados, la historia de las campañas hechas, sus
andanzas y sus peligros, las novedades que han presenciado u oído; las
hazañas de otros y las suyas propias, las empresas acometidas, los peligros
corridos, los medios ingeniosos rápidamente empleados para salvarse de
ellos; y todo esto en una conversación animada, llena de colorido, de
comparaciones originales, de juicios y comentarios chispeantes. Todo el
mundo es escuela. £1 fogón es alegre por excelencia. El fuego disipa
las tristezas. Ver la llama distrae infinitamente... Ver ondear la llama,
seguir los varios caprichos de su giro, es tan entretenido como ver correr
el agua... ¡Cuánto se oye en una cocinal Hasta hace algunos años iban
a parar [a ella] cuantos objetos raros se hallaban o descubrían en el
campo, como fósiles, petrificaciones, etc. En el sur de esta misma provin¬
cia hemos encontrado algunas vértebras de ballena sirviendo de asiento
en una cocina_ En el partido de Arrecifes vimos unos huesos que
parecían de mastodonte, extraídos de un zanjón seco, inmediato al río,
en un paraje próximo al pueblo y que formaban parte del mueblaje de
la cocina. En el Estado Oriental vimos también asientos de hueso de
megaterio (tibias y fémures) que fueron más tarde recogidos por un médico
francés, y de la cocina de la estancia pasaron honrosamente a la sección
paleontológica de un museo de París. En la provincia de Santa Fe vimos
cómodamente sentados dos soldados de Juan Pablo López en el cráneo de
un respetable paquidermo antediluviano que tenía cada muela del tamaño
del puño de un hombre.
EL CORRAL
LA PULPERIA
TIERRAS Y GANADOS
Esos puntos de unión de las dos formaciones geológicas son la alhaja del
desierto. Criaderos de un lado, invernadas de otro. A la derecha el piso
duro, el pasto vigoroso, que da estatura a la hacienda, solidez a los huesos,
peso y sabor a la carne; a la izquierda, el terreno blando, los pastos tier¬
nos, todo lo que constituye campos de engorde: en el centro, agua abundante.
Los campos son inmejorables. ¡Qué riquezas inmensas posee, sin saberlo,
la República Argentina!... Ya en Nueva Roma empiezan ciertos arbustos
aislados. Desde allá se aumentan en ciertas localidades, aumentando tam¬
bién su tamaño; piquillines, molle, mimosas.
brados por los virreyes, las indiadas permanecían en paz, y entraban y salían
los indios al interior de las provincias, a trabajar como peones en algunas
estancias, a vender mantas, lazos, charqui, botas de potro, sal, y los famosos
caballos pampas, que eran tan estimados en aquellos tiempos por su lige¬
reza, buena rienda, seguridad para correr en el campo y su incansable
resistencia. Era preocupación común entonces y aceptada como una verdad
que estaba fuera de toda duda, que los indios poseían un secreto con el
cual le hacían reventar la hiel al caballo, y los que se salvaban en la ope¬
ración eran infatigables para correr. Así los caballos pampas eran estimados
como de primera clase. Lo curioso de esta preocupación es que, como dice
muy seriamente un agrónomo antiguo, igual cosa practicaban algunas tribus
árabes con sus caballos, para que tuvieran mayor resistencia y ligereza.
Las relaciones con los indios y este frecuente comercio, se mantuvieron sin
alteraciones durante los primeros veinte años de este siglo. Hasta entonces
eran frecuentes las expediciones a Salinas Grandes, y vamos a decir algo
sobre el modo como se preparaban y llevaban a cabo. Se anunciaba una
expedición para la estación conveniente, generalmente a la entrada del
verano, y se fijaba el punto de reunión de los que quisieran tomar parte
en ella, el cual era por lo común el paraje denominado Cruz del Eje,
situado al sud del Bragado, como seis leguas para afuera. Allí se juntaban
con sus carretas, sus caballos, sus animales y sus peones, todos los vecinos
de la provincia que deseaban tomar parte en la expedición; reuniéndose
generalmente de trescientas a cuatrocientas carretas, que se ponían en viaje
llegada la época señalada. Para protegerse recíprocamente de toda traición
o ataque de los indios, marchaban formando varias divisiones; en un orden
que en el tecnicismo militar se llaman líneas paralelas, y hasta hace veinti¬
cinco o treinta años existían las huellas profundas, algunas existen todavía,
que indicaban la dirección y el orden de marcha de las carretas; no faltando
tampoco alguno que otro vecino antiguo que había alcanzado a formar
parte de esas expediciones. En la noche, la expedición acampaba tomando
todas las precauciones, formando con las carretas buenos cuadros, que po¬
nían a los expedicionarios a cubierto de toda sorpresa. Esas expediciones
eran siempre protegidas por el Gobierno, que las hacía acompañar con una
pequeña fuerza militar. Cada una de las carretas que formaba la cabeza de
cada columna llevaba acomodado en el pértigo un pequeño cañoncito, con el
que hacían sus disparos en el desierto, causando no poco terror a los salvajes
que se aproximaban a la expedición y presenciaban esa prueba del poder
irresistible de los cristianos. Es de allí, de ese antecedente, de donde han
conservado los indios de la pampa la costumbre de llamar a la artillería
“carreta quebrau”. Ellos conocieron los cañones en carreta.
La sal en las Salinas adonde iban las expediciones está en piedras, en
grandes capas sólidas que se levantan por medio de palancas, se rompían
y se cargaban con ellas las carretas, que volvían de la expedición a los
cuatro o cinco meses generalmente. Aquella sal presenta un color azul
antes de pisarse, le llaman sal de piedra, pero después de molida es de
una perfecta blancura. Esas expediciones cesaron totalmente en 1820.
Después de una paz de muchos años y de relaciones amistosas y frecuentes,
en que los indios entraban y salían de la provincia sin ser hostilizados, y
los cristianos penetraban en el desierto sin sufrir tampoco hostilidad alguna.
48 LA FRONTERA
en 1819 tuvieron lugar los primeros actos de enemistad con los indios.
En 18^0 el fuego de las discordias civiles, que ardían en todo el país, pene¬
tró también hasta el desierto, y se sublevaron todas las indiadas, azuzadas
por las ambiciones de un caudillo. La guerra dió principio con una grande
invasión, penetrando los indios hasta el pueblo de Salto. Todas las fami¬
lias del pueblo e inmediaciones se refugiaron en la Iglesia, y de allí las
sacaron los indios, llevándolas cautivas al desierto. Esa guerra sangrienta
ha seguido con muy breves intervalos durante sesenta años, es decir, hasta
hoy, en que la bandera nacional ha ido a flamear en los extremos australes
de la República, libre ya para siempre de ese enemigo feroz, con que ha
lidiado más de medio siglo.
El sur de las pampas es habitado por indios sin morada fija, que cambian
de lugar cuando el pasto es comido por el ganado. El norte de las pampas
y las demás provincias del Río de la Plata son abatidas por pocos indi¬
viduos errantes y pocos grupitos de gentes que viven juntos solamente
porque nacieron juntos. Su historia es realmente curiosísima.
Y añade el misionero:
Cuando los indios salen a cazar, durante cuarenta o cincuenta días dura
la caza, no quedan más que las mujeres y los ancianos en los toldos. Los
mismos niños de 9 ó 10 años suelen acompañar a sus padres, para ayudarlos
y aprender a cazar.
hacia el Brasil, que entran también a hacer corambre sin ningún orden
que se observe...
Esta parte de América que es sobre la que más pesa el deber de llenar los
vacíos estómagos de las muchedumbres de Europa, debe apacentar ciento
cuarenta y cuatro millones de cabezas de ganado; y como la Europa tiene
poco menos del doble de habitantes, vése que le toca a cada uno media res
sobrada. Si algo quedare, eso será para los pocos bípedos que estaremos
encargados de apacentarlos.
Durante mi breve estada en Buenos Aires, vivía en una casa de las afueras,
situada frente al cementerio inglés y muy cerca del matadero. Este lugar
era de cuatro o cinco acres, y completamente desplayado; en un extremo
había un gran corral de palo a pique, dividido en muchos bretes cada uno;
con su tranquera correspondiente. Los bretes estaban siempre llenos de
ganado para la matanza. Varias veces tuve ocasión de cabalgar por estas
playas, y era curioso ver sus diferentes aspectos. Si pasaba de día o de
tarde no se veía ser humano; el ganado con el barro al garrón y sin nada
que comer, estaba parado al sol, en ocasiones mugiéndose o más bien bra¬
mándose. Todo el suelo estaba cubierto de grandes gaviotas blancas, algu¬
nas picoteando, famélicas, los manchones de sangre que rodeaban, mientras
otras se paraban en la punta de los dedos y aleteaban a guisa de aperitivo.
Cada manchón señalaba el sitio donde algún novillo había muerto; era todo
lo que restaba de su historia, y los lechones y gaviotas los consumían rápi¬
damente. Por la mañana temprano no se veía sangre; numerosos caballos
con lazos atados al recado estaban parados en grupos, al parecer dormidos;
los matarifes se sentaban o acostaban en el suelo, junto a los postes del
corral, y fumaban cigarros; mientras el ganado, sin metáfora, esperaba
que sonase la última hora de su existencia; pues así que tocaba el reloj
de la Recoleta, todos los hombres saltaban a caballo, las tranqueras de
todos los bretes se abrían, y en muy pocos segundos se producía una escena
de confusión aparente, imposible de describir. Cada uno traía un novillo
chúcaro en la punta del lazo; algunos de estos animales huían de los caba¬
llos y otros atropellaban; muchos bramaban, algunos eran desjarretados y
corrían con los muñones; otros eran degollados y desollados, mientras en
ocasiones alguno cortaba el lazo. A menudo el caballo rodaba y caía sobre
el jinete y el novillo intentaba recobrar su libertad, hasta que jinetes en
toda la furia lo pialaban y volteaban de manera que, al parecer, podía
quebrar todos los huesos del cuerpo. Estuve más de una vez en medio
de esta escena salvaje y algunas veces, realmente, me vi obligado a salvar
galopando mi vida, sin saber con exactitud adónde ir, pues con frecuencia
me encontraba entre Scyla y Caribdis.
Las puertas de las casas, los cofres, los canastos, los sacos, las cestas, son he¬
chas de cuero crudo con pelo, y aun los cercos de los jardines y los techos
están cubiertos con cueros: los odres para el transporte de los líquidos, los
yoles, las árganas para el de las sustancias, la tipa, el noque para guardar¬
las y moverlas, las petacas para asientos y cofres, los arreos del caballo, los
arneses para el tiro, el lazo, las riendas tejidas, para todo el cuero de vaca
ha sustituido en América, donde abundan los ganados, a la madera, al hie¬
rro, a la mimbrería y aun los materiales de las techumbres, y como basta
para manejarlo en sus múltiples aplicaciones el uso del cuchillo, puede de¬
cirse que arruinó todas las artes a que suplía, como se ve en la confección
de las monturas, en que se perdió hasta la forma de la silla española o
árabe que traían los conquistadores... En América marca de tal manera
una época la introducción del caballo, que puede decirse que suprime dos
siglos de servidumbre para el indígena, lo eleva sobre la raza conquistado¬
ra, aun en las ciudades, hasta que el ferrocarril y el telégrafo devuelvan a
la civilización del hierro su preponderancia.
cascos. Nuestra tropa de caballos, azuzada por nuestros gritos, muy pronto
llegó al campamento, y los salvajes, sobresaltados, corrían en todas direc¬
ciones tratando de escapar, y caían bajo nuestras balas o eran lanceados o
acuchillados. Un deseo único ardía en nuestros corazones y estallaba en
nuestros labios. Matar, matar, matar. Nunca se viera igual matanza, y los
pájaros, los zorros y los peludos sin duda debieron engordar con tanta car¬
ne de infieles como les dejamos aquel día.
me muestra la voluntad
Ñuño: con que una espada resisto.
Los indios se ocupan de éstos (los caballos) a propósito de todo. Para ellos
los caballos son lo que para nuestros comerciantes el precio de los fondos
públicos. Tener muchos y buenos caballos es como entre nosotros tener
muchas y buenas fincas. La importancia de un indio se mide por el núme¬
ro y la calidad de sus caballadas. Así, cuando quieren dar la medida de lo
que un indio vale, de lo que representa y significa, no empiezan por de¬
cir: tiene tantos y cuantos rodeos de vacas, tantas o cuantas manadas de
yeguas, tantas o cuantas majadas de ovejas y cabras, sino: tiene tantas tro¬
pillas de oscuros, de overos, de bayos, de tordillos, de gateados, de alaza¬
nes, de cebrunos; y, resumiendo, pueden cabalgar tantos o cuantos indios.
Lo que quiere decir que, en caso de malón, podrá poner en armas muchos,
y que si el malón es coronado por la victoria, tendrá participación en el
botín según el número de animales que haya suministrado, según veremos
en el caso de platicar sobre la constitución social, militar y gubernativa
de estas tribus.
66 LA FRONTERA
Los caballos indios se consideran los mejores de la llanura, por ser más
ricos los pastos del sur; los indios también los cuidan más que los gauchos;
nunca montan en yeguas que se reservan completamente para cría y alimen¬
to, del que suministran la mejor provisión posible a sus dueños salvajes,
pues galopan junto con los soldados en todos los malones; y de este modo
los indios siempre pueden sorprender a los cristianos por la rapidez de sus
marchas y no sufrir hambre.
Los gauchos que también cabalgan lindamente, todos declaran ser imposi¬
ble seguir al indio, pues sus caballos son superiores a los de los cristianos,
y también tienen tal modo de apurarlos con alaridos y un movimiento es¬
pecial del cuerpo, que aun si cambiaran caballo, los indios los batirían.
Ya veremos cómo los mismos caballos que nos roban a nosotros, pues ellos
no tienen crías, ni razas especiales, sometidos a un régimen peculiar y se-
68 LA FRONTERA
dadero modelo del caballo del indio. Cuando en una tropilla vean un ani¬
mal membrudo, agachado, tristón, charcón, cabezón, con la cruz alta, el pes¬
cuezo estirado, el encuentro ancho, el pecho desarrollado y el aire parti¬
cularmente zonzo y adormecido, digan con confianza: éste es un caballo in¬
dio. Y si son un poco baqueanos en los asuntos fronterizos y que tengan
amistad con el dueño de la tropilla, agreguen en el acto, para que no se
adelante nadie: ése es mi caballo de marcha. Si consiguen montarlo encon¬
trarán un animal medio lerdo, de buen andar, torpe al freno del lado del
lazo, bien enseñado de la boca del lado de montar, nada a propósito por
cierto para jinetear y que poco honor les haría para pasear en una ciudad;
pero que en un paseíto de doscientas leguas no mermará ni un instante y
que al principio como al fin, no se presentará ni más ni menos zonzo, ni
más ni menos pesado, ni más ni menos agachado, resignado y valiente que
en el momento que se montó.
EL AMIGO OLVIDADO
LOS RANCHOS
tierra y embarradas las coyunturas, sin blanquear y los más sin puertas ni
ventanas, sino cuando mucho un cuero. Los muebles son por lo común un
barril para el agua, un cuerno para bebería y un asador de palo; cuando
mucho agregan una olla, una mesita y un banquito, sin manteles y nada
más, pareciendo imposible que viva el hombre con tan pocos utensilios y
comodidades, pues aun faltan camas, no obstante la abundancia de lana-
Por supuesto que las mujeres van descalzas, puercas y andrajosas, a seme¬
janza en todo a sus padres y maridos, sin coser ni hilar nada. Lo común
es dormir toda la familia en el propio cuarto... Sus asquerosas habitacio¬
nes están siempre rodeadas de huesos y carne podrida, porque desperdician
cuadruplicado de lo que aprovechan... Sus vicios capitales son una inclina¬
ción a maltratar animales...; repugnan toda ocupación que no se haga a
caballo y corriendo, jugar a los naipes, embriagarse y robar...
cerca de una negra vieja y el que admira las bellezas más lindas de la Crea¬
ción, puede muy modestamente poner la cabeza a pocas pulgadas del ído¬
lo adorado. Sin embargo, nada hay que ayude a la elección, a no ser los
pies y tobillos descalzos del entero grupo de dormidos, pues sus cabezas y
cuerpos están cubiertos y disfrazados por el cuero y ponchos que los ta¬
pan. En invierno la gente duerme dentro del rancho y el espectáculo es
muy original. Tan pronto como la cena del pasajero está lista, se trae aden¬
tro el gran asador de hierro en que se ha preparado la carne y se clava en
el suelo: el gaucho luego brinda al huésped un cráneo de caballo, y él y
varios de la familia en asientos semejantes rodean el asador del que sacan
con sus largos cuchillos bocados muy grandes. El rancho se alumbra con
luz muy débil, emitida por sebo vacuno y se calienta con carbón de leña;
en las paredes del rancho cuelgan de huesos clavados dos o tres frenos o
espuelas, y varios lazos y boleadoras; en el suelo hay muchos montones
oscuros que nunca se distinguen con claridad. Al sentarme sobre éstos,
cuando estaba fatigado, con frecuencia he oído el agudo chillido de un
chicuelo debajo de mí, y a veces he sido dulcemente interrogado por una
joven: ‘¿Qué quería?” y otras veces ha saltado un perro enorme. Estaba
una vez calentándome las manos en el fogón, sentado en una calavera de
caballo, mirando el techo negro, entregándome a mis fantaseos e imaginán¬
dome estar completamente solo, cuando sentí alguna cosa que me tocaba,
y vi dos negritos desnudos repantigándose junto al fogón en actitud de sa¬
pos; se habían arrastrado de abajo de algún poncho y después encontré que
otras muchas personas, así como gallinas cluecas estaban también en el
rancho. Durmiendo en los ranchos, el gallo frecuentemente ha saltado so¬
bre mi espalda para cantar por la mañana. Sin embargo, luego que apun¬
ta el día todo el mundo se levanta.
Las escasas chozas que encontré (en 1925) eran muy pobres y los morado¬
res de tez oscura, señal de la acentuada presencia de sangre india. Es un
misterio para mí cómo pueden vivir con tan pocas cabras. Niños desnudos
jugaban al aire libre en la arena, y esqueletos vivientes de perros husmea¬
ban en busca de algún hueso entre los desperdicios. Recorrimos grandes
distancias sin pasar frente a una choza ni encontrar un ser viviente, excep¬
ción hecha de los cuises y alguna víbora que se alejaba, probablemente asus¬
tada por el pesado pisoteo de los cascos de los caballos. Yo solía ver algún
lagarto de brillante color, que nos miraba como preguntándose qué hacía¬
mos allí. Es extraño, pero abundan los zorros en esas regiones, y todavía
me pregunto de qué viven, como no sea de la caza de lagartos o de las pe¬
queñas cotorritas verdosas que vuelan en bandadas. Las pocas habitaciones
que se encuentran bastante alejadas entre sí, son muy primitivas, y esto mis¬
mo se aplica a la gente que vive en ellas. Cerca de la choza hay común¬
mente un charco lleno de agua sucia y amarillenta con un fuerte sabor a
sal. A fin de evitar que los animales beban más de la ración que les per¬
mita subsistir, se apilan ramas cortadas alrededor de este único abrevade¬
ro, formando una barrera impenetrable, y los corrales se construyen de la
misma manera. La gente obtiene el agua para sí del mismo pozo, pero a
veces el líquido es filtrado con un trapo.
EL TERRITORIO 81
Quien haya estudiado en nuestras campañas la forma del rancho que habi¬
tan nuestros paisanos, y aun alrededor de nuestras ciudades como Santiago
(de Chile) y otras los huangalies de los suburbios, habrá podido compren¬
der el abismo que separa a sus moradores de toda idea, de todo instinto y
todo medio civilizador. El huangalí nuestro es la toldería de la tribu sal¬
vaje fijada en torno de las ciudades españolas, encerrando para ellas la mis¬
ma amenaza de depredación y de violencia que aquellas movibles que se
clavan temporariamente en nuestras fronteras.
82 LA FRONTERA
LOS TOLDOS
Las habitaciones de estos indios son chozas o tiendas llamadas toldos. Los
toldos se forman con cueros de potro cosidos unos a otros con hilos de ten¬
dones; el toldo se compone de dos partes o piezas y cada una está formada
por seis u ocho cuerpos. Para levantar el toldo, las mujeres se encargan de
clavar los horcones en el suelo con travesarlos de maderas o cañas, y por
encima extienden los cueros. A veces dejan una abertura en el techo para
que salga el humo y por ella se cuelan el frío y la lluvia cuando hace mal
tiempo. Suelen dividir el toldo, interiormente, en dos compartimientos, se¬
gún el número de mujeres que lo habitan: la división consiste en un cuero
de yegua suspendido del techo. Las camas se componen de dos o tres cue¬
ros de ovejas y los cobertores o llycas son pieles de otros animales: estas pie¬
les, untadas siempre con grasa de potro, tienen un olor insoportable. El
aspecto exterior de los toldos es feísimo y el interior sucio y repugnante,
porque sus moradores arrojan los desperdicios de la comida por doquiera,
quedando éstos a veces sobre las camas y ropas en estado de putrefacción.
En suma: viven un género de vida abominable, difícil de describir. Las ca¬
bañas se levantan en grupos de tres, seis u ocho, donde viven los caciques
y sus guardias. De ordinario, las tolderías están en las márgenes de los ríos
y arroyos: en las cercanías se hallan las haciendas y campos de pastoreo.
Y en otro lugar:
LOS FORTINES
Los campos que ocupa y que lo rodean (Sierra de Currumalán) son exce¬
lentes: al oeste corre la célebre zanja, que se extiende a la izquierda hasta
Bahía Blanca. He visto la zanja, la he tocado con mis propias manos y me
he convencido hasta la evidencia de la justicia con que fué censurada su
construcción, y de cómo se ha despilfarrado el dinero en obra tan ineficaz
como inútil. La zanja no existe; de tal no tiene sino un nombre impropio.
Es una excavación de dos varas de ancho por una profundidad que no es
mayor de una cuarta. Juzgue usted por esto cuán grande sería el obstáculo
a las invasiones de los indios con esa famosa invención, que no dejó de
costar buenos miles de pesos... Unos pocos indios con su lanza pueden en
menos de un cuarto de hora derribar una gran parte de ese parapeto, para
entrar y salir libremente con el arreo arrebatado en nuestras poblaciones
fronterizas. Le repito a usted que la segunda edición de la muralla china
fué una invención ridicula, costosa e ineficaz en todo punto.
Este Fortín (Rivadavia) es el más miserable de los que llevo hasta ahora
conocidos, y me atrevo a asegurar que en tal sentido ninguno lo supera
de todos los que existen en la vastísima línea de fronteras. Ni siquiera tie¬
ne una choza miserable que dé albergue y proteja contra el viento, la llu¬
via, el frío o los crueles calores del verano, a los dos infelices soldados que
le guardan, perdidos allí, en medio del desierto, como centinelas avanza¬
dos de una civilización que olvida sus sacrificios, hasta el punto de no pa¬
garles corrientemente sus sueldos y no levantarles ni una ramada donde
puedan guarecerse. Más todavía: que ni siquiera premia sus afanes prove¬
yéndoles de los alimentos indispensables para no morirse de hambre. “¿Por
qué tienen ustedes acjuí esta cantidad de perros?’’, preguntóles al ver una
jauría de perros flacos que por allí andaban. “Ellos nos conservan la vida,
señor. Hay veces que nos faltan las raciones y entonces comemos los anima¬
les que estos perros nos ayudan a cazar”. Desgraciadamente, esta escena de
dolor la he visto repetida en muchos de los demás fortines por donde he
pasado, y duele contemplar el abandono en que se deja a esos valientes sol¬
dados, que todo lo sufren con santa resignación, y cuyo carácter es tal que
convierten sus penas en objeto de sus propias alegrías.
La tradición lo tiene (al fortín), en efecto, como asiento de todas las la¬
cerias y amarguras del soldado. Los hechos históricos no la desmienten.
Testigo de mayor excepción, el coronel Barros tuvo que soportar, en 1809,
la vida de los fortines y poco después escribía: “Siendo yo jefe de la fron¬
tera del sur de Buenos Aires, hace tres años, la guarnición contaba de unos
pocos gauchos desnudos, mal armados, cumplidos en triple tiempo de su
obligación y absolutamente impagos. Los pocos oficiales que quedaban eran
acreedores a los haberes de veinticuatro meses. En esa situación se presen¬
ta el comisario pagador y todos olvidan las miserias pasadas... Pero el co¬
misario les llevaba un cruel desengaño: el gobierno había resuelto dejar lo
atrasado para pagarlo en mejores días y el comisario les llevaba el valor
de los dos últimos meses devengados. La tropa bajó la cabeza y guardó si¬
lencio. Los oficiales me manifestaron la imposibilidad de continuar en ser¬
vicio” (Frontera, 69).
Y continúa Tiscornia:
90 LA FRONTERA
No era cuestión de un día o dos sin comer: de un mes o dos sin sueldo:
de estaciones sin vestuario: de fatiga excesiva por un tiempo limitado. Era
una “vida” de tarea de día y de noche: una “vida” de fatiga, de mala co¬
mida, de vestuario de invierno en verano y de verano en invierno por dos
o tres años; y en cuanto al pago de haberes ni se pensaba en ello, pues no
se efectuaba, puede decirse, nunca. Y como la costumbre hace ley, esas "pe¬
queñas” privaciones no se notaban. Era un estado natural fisiológico: un
brusco cambio favorable, tal vez hubiera sido hasta pernicioso.
Parece esto demasiado para ser cierto; sin embargo, el glorioso veterano,
guiado por su estoicismo de soldado e intenso afecto a la patria de su adop¬
ción, se queda corto todavía en relación a la realidad. Como el proveedor
no entregaba los suministros en el tiempo y cantidad que eran necesarios,
las tropas debían asegurar por sí mismas la obtención de las subsistencias
para personal y ganado, al mismo tiempo que construían o refeccionaban
sus alojamientos y los dotaban con las consiguientes obras de defensa pasi¬
va. De ahí que la tropa, en los fortines mayores, estuviera regularmente di¬
vidida en “cortadores de material”, agricultores para cultivar cereales y fo¬
rrajes, “albañiles”, “obreros constructores” de viviendas, depósitos, corra¬
les, potreros, etc., piquetes para el pastoreo del ganado y patrullas de enla¬
ce con los fortines menores; mientras que en éstos, donde los recursos de
aprovisionamiento llegaban con mayor dificultad o, como dice el general
Fortheringham, “no llegaban”, se organizaban sistemáticamente partidas de
caza con la tropa veterana, al efecto de proveer de carne al puesto y con¬
seguir cueros y plumas con cuyo valor se adquiría yerba y tabaco.
empleamos dos días en recoger el ganado y los caballos que pasaban de diez
mil, dispersos en todas direcciones, y luego, con nuestro botín, emprendi¬
mos el regreso y llegamos al Azul hacia fines de agosto. Al día siguiente la
fuerza fué dividida en los varios contingentes de que se componía y cada
uno de ellos hubo de ir a casa del coronel para recibir su paga. El contin¬
gente de Cliascomús fue el último que hubo de presentarse. Cada uno de
nosotros — siempre es el viejo Nicandro quien habla — recibió dos meses
de sueldo. Después de eso el coronel Barboza nos dió las gracias por nues¬
tros servicios, nos ordenó entregar las armas en el Fuerte y regresar a nues¬
tros distritos, cada cual a su casa. “Hemos pasado algunas noches frías en
el desierto, vecino Nicandro”, me dijo Valerio sonriente; "pero no nos ha
ido tan mal comiendo carne de caballo cruda; y ahora para mejorarnos nos
han dado dinero...” Pero los demás que salían del Fuerte se quejaban en
alta voz del modo como se los trataba. Valerio les reconvino diciéndoles
que se portaran como hombres y le dijeran al coronel que no estaban con¬
tentos y que si no querían hacer eso, callasen. “Vamos, Valerio, ¿quiere us¬
ted hablar por nosotros?”, le dijeron. Valerio consintió. Todos tomaron
sus armas y se dirigieron con él a casa del coronel. Barboza escuchó aten¬
tamente lo que se le decía y contestó que la exigencia era justa. Dijo que
los prisioneros y el ganado habían sido puestos a cargo de un oficial nom¬
brado por las autoridades para ser vendidos en pública subasta dentro de
pocos días. Pidió que volvieran al Fuerte y entregaran sus armas, y que le
dejaran a Valerio para que le ayudara a preparar la petición formal de la
parte que les correspondía en el botín. Nos retiramos dando vivas al coro¬
nel. Apenas hubimos entregado las armas en el Fuerte, cuando se nos or¬
denó perentoriamente que ensilláramos nuestros caballos y que nos alejára¬
mos. Emprendí la marcha con los demás, pero al ver que Valerio no llega¬
ba, me volví al Fuerte en su busca. He aquí lo que había sucedido: Al ha¬
llarse solo en poder de Barboza, éste le había hecho quitar sus armas, or¬
denándoles a sus hombres que lo sacaran al patio y lo desollaran vivo. Los
hombres vacilaban en cumplir una orden tan cruel, y esto le dió tiempo
de hablar a Valerio: “Coronel, dijo, la tarea que usted les impone a estos
infelices es muy dura, y cuando me hayan desollado mi piel de nada le
servirá a usted ni a ellos. Mándeles usted que me lanceen o que me corten
el pescuezo y yo aplaudiré la clemencia de usted”. “Ni te desollarán ni
morirás, contestó el coronel, porque admiro tu valor. Sáquenlo, mucha¬
chos; ténganlo entre estacas y denle doscientos azotes. Luego arrójenlo al
camino para que se sepa que su conducta de rebelde ha sido castigada”.
La orden obedecida, Valerio fué arrojado en mitad del camino. Un buho¬
nero vecino lo vió allí tendido, insensible e inmóvil. Los caranchos carni¬
ceros revoloteaban sobre él atraídos por su cuerpo desnudo y ensangren¬
tado. Aquel buen hombre lo recogió y cuidaba de él cuando yo regresé.
Lo encontré tendido boca abajo sobre un montón de mantas, atormentado
por dolores horribles; pasó una noche de terribles sufrimientos; al ama¬
necer insistió en emprender viaje inmediatamente para Chascomús.
Los malos y siempre más malos ejemplos de la casi totalidad de los cris¬
tianos que viven en las inmediaciones de los indios destruyen, por una par¬
te, lo que por otra intentan los misioneros establecer con sus instrucciones
LAS TRIBUS
López, para llevarlos a la guerra, jamás tocó otros resortes que el de exci¬
tar las propensiones al robo, al asesinato y a la violencia; desde que fal¬
laba donde ejercerlas, venían contra Santa Fe.
el auxilio que prestaban los indios a los caudillos imponía las terribles prác¬
ticas de la guerra. Por ese tiempo, persona verídica asegura haber visto la
escolta de López tres días después de su encuentro o sorpresa dada a los
porteños, con testeras de orejas humanas cortadas a los muertos; y delante
del pretal, con cascabeles y otros odiosos trofeos humanos.
LAS LEVAS
A los daños que importa ese proceder, hay que añadir las levas de solda¬
dos que se hacen para el servicio militar. Cuantas veces el gobierno necesita
de auxilios de esa naturaleza, sus oficiales visitan los establecimientos de
campo y hacen marchar a quien se les antoja, para incorporarlo al ejército.
Es así como se deseca la verdadera fuente de la industria nacional, y el
dueño del más próspero establecimiento puede ver de un momento a otro
paralizados sus trabajos por la llegada de un comandante que se presente
exigiendo hombres y caballos. Lo mismo ocurre en cuanto respecta al
ganado para la manutención de las tropas, y esta es una de las menores
exacciones que deben soportarse. Dicho bárbaro tributo no podrá ser abo¬
lido muy pronto: provoca, como es natural, las quejas de todos los habi¬
tantes, así naturales como extranjeros, y no sólo es tiránico y destructor
104 LA FRONTERA
de la industria nacional, sino que las levas se llevan a cabo con diferencias
injustas; el poder del comandante es de tal manera arbitrario, que está en
su mano eximir a quien le place, y así quedan salvos sus amigos sin pres¬
tar servicio alguno, mientras otros soportan pesadas cargas militares. El ge¬
neral Rosas no estaba enterado de esas injusticias; cuando se le han inter¬
puesto quejas bien fundadas, invariablemente ha reprimido los abusos; pero
lo común y más prudente es guardar silencio, antes de atraerse la malque¬
rencia de las autoridades de campaña y de la hueste de subalternos. El sis¬
tema es funesto, sin duda, porque la tranquilidad y el bienestar de los
ciudadanos, quedan así librados a la irresponsabilidad de cualquier em¬
pleado inferior.
excusase por medio de la fuga u ocultación, será castigado, una vez apre¬
hendido, con el mismo servicio de fronteras por triple término...
Soy uno de tantos emigrados. A principios del año 1865, hallándome sin
trabajo en el puerto de Burdeos, oí las proposiciones de un contratista de
enganchados que operaba por cuenta y orden del comadante don Hilario
Ascasubi... Nos metieron en una rudimentaria fortaleza de quince metros
de diámetro, sin más resguardo que el terraplén y el foso, ni otros mue¬
bles que nuestros aperos. Había allí, además del rancho y el jagüel sin
brocal ni roldana, un corralito para guardar de noche los caballos, un palo
108 LA FRONTERA
Oigan lo que les voy a decir: Hace muchísimos años que los gringos
desembarcaron en Buenos Aires. Entonces los indios vivían por ahí, donde
sale el sol, a la orilla de un río muy grande; eran puros hombres los
gringos que vinieron, y no traían mujeres; los indios eran muy zonzos,
no sabían andar a caballo, porque en esta tierra no había caballos. Los
gringos trajeron la primera yegua y el primer caballo; trajeron vacas, tra¬
jeron ovejas. ¿Qué están creyendo ustedes? Ya ven cómo no saben nada.
—“No es cierto —gritaron algunos— lo que está diciendo ése” (Una
excursión, cap. liv).
Grande es la idea de poblar el desierto, pero hay que ver si los medios
corresponden a la idea. Llamar inmigración simplemente no es el medio
de mejorar la situación, sino de empeorarla... Los buques de allende el
océano vienen frecuentemente cargados de inmigrantes, que buscan en
nuestras playas la realidad de esas promesas seductoras que entrevén en
el nombre de nuestro magestuoso río. ¿Ha mejorado en algo nuestra con¬
dición, esa inmigración que llega periódicamente? Hemos dicho ya que
la inmigración puede ser un elemento de progreso, y puede serlo de
atraso... El inmigrante que desembarca en nuestras capitales se encuentra
frente del desierto, sin medios de trabajar porque la campaña amenazada
aleja los capitales, la ciudad le ofrece la susistencia y trata de amoldarse
a una vida las más veces inútil y ociosa... El ejercicio de los lustra¬
botas, de los vendedores de números de lotería, ramos tan explotados hoy,
¿en qué favorecen al engrandecimiento comercial de la sociedad? Sirven
más bien a la relajación de las buenas costumbres, ofreciendo un ejemplo
pernicioso y un espectáculo inmoral. La inmigración sin capital y sin tra¬
bajo es un elemento de desorden, de desquicio y de atraso... Mientras
persistan los sistemas viciosos que nos hemos dado, mientras subsista el
desequilibrio entre la población y la riqueza; mientras no se abra un
ancho campo a la avidez de las especulaciones individuales, la inmigración
que afluye a nuestras playas se encontrará sin dirección y sin rumbo;
será una inmigración extraña siempre a nuestra suerte, egoísta e inesta¬
ble. . . Entre nosotros, la tierra está aglomerada en pocos propietarios, pero
existe una vasta porción de ella que no está poblada, porque nuestros
gobiernos han opuesto obstáculos a su población, con la esperanza de hallar
en ella el medio de crear recursos extraordinarios para las situaciones di¬
fíciles (número del 9 de septiembre de 1869).
La cría científica de los ganados de raza fina y el cultivo del suelo, cui¬
dadosamente cercado, han creado la verdadera industria pastoril. Caballeri¬
zas y establos reemplazan el antiguo corral. Desde la vecina estación de
ferrocarril, el propietario enriquecido llega en carruaje a la estancia; la
antigua habitación rústica se ha convertido en una verdadera residencia
de campo, algunas veces en un castillo con parques y jardines. Estancias
hay, a unas cien leguas de Buenos Aires, que pudimos conocer como cam¬
pos abiertos a las tribus indias, donde hoy los carruajes con tiro inglés
recorren la llanura, y en cuyas mansiones lujosas se come en traje de
etiqueta. Los criadores europeos han relegado al gaucho hasta las grandes
heredades de antiguo estilo. Se ha cumplido la ley fatal: de fuera ven¬
drá... Y el hijo de la pampa se ha refugiado en lo que de la pampa
queda, por el lejano sur. Es allí donde se le encuentra aún, pero des¬
orientado y empobrecido al contacto de la civilización invasora, cuando no
ha logrado refundirse en el grupo urbano.
LAS DESERCIONES
... aquellos nuestros compatriotas familiarizados con ellos, por huir del
castigo de sus delitos sirven de guía unas veces, y otras de verdaderos con¬
ductores, a los cuales no sólo protegen los indios sino que a viva fuerza
defienden sus personas si algunas veces perseguidos se acogen a sus toldos,
como repetidamente se ha visto, y yo lo he experimentado.
en los cuerpos del ejército cada año es, por eso, asombroso... Una de las
causas que motivaban la deserción de los guardias nacionales que prestan
su servicio en la frontera era la poca puntualidad con que se hacía su
relevo, lo que tuvo ocasión de presenciar el infrascrito cuando se licenció,
en la frontera, el contingente de junio del año próximo pasado, cuya
mayor parte de individuos había estado doble tiempo que aquél por que
fueron mandados.
Los soldados decían ser ciudadanos, lo cual los eximía de formar con la
tiopa. Actuaban con libertad; se iban sin pedir licencia por ocho o
quince días. Un cuarto de la tropa estaba ausente hasta a veinte leguas.
Robaban y saqueaban.
Su mismo hermano Juan José mandó atarle los brazos. Forman un cerco
de lanceros y se ordena la ejecución a lanza. En la primera arremetida
Catriel consigue romper sus ligaduras. Acribillado a lanzazos, los apos¬
trofa... Sus últimos momentos, sus últimas palabras, sus últimos gestos,
fueron gestos, imprecaciones de odio, gritos de dolor contra la cobardía
que en su forma más deprimente y brutal le cortaba la vida a él, que
tantas veces había conducido a sus indios verdugos y traidores al triunfo
y a la victoria a la sombra de la bandera nacional. Juan José Catriel,
que había mandado aquella ejecución tan salvaje como horripilante, en¬
sañándose en el cuerpo caliente aún de su propio hermano, se tira al
suelo blandiendo en la mano derecha un filoso puñal cabo de plata. Con
admirable serenidad y sangre fría (al fin sangre de salvaje), con impavidez
asombrosa, lo toma por el pelo y de un solo tajo le corta la cabeza.
El viejo coronel Baigorria, que ha vivido veintidós años con ellos [los
indios]..., me decía que solo él con unos cuantos indios había podido
librarse del sometimiento, porque tenía la certidumbre de que él, pros¬
cripto por la tiranía, hubiera muerto en el acto de presentarse, y esta
creencia le daba aliento para vivir errante de bosque en bosque, alimen¬
tándose con raíces.
Manuel Baigorria, alias Baigorrita, tiene treinta y dos años. Se llama así
porque su padrino de bautismo fué el gaucho puntano de ese nombre,
que en tiempos del cacique Pichun, de quien era muy amigo, vivió en
Tierra Adentro.
Los indios emprenden la retirada sin ser molestados por fuerzas del go¬
bierno. Aparece el comandante Juan Saa. Painé y Baigorria combaten a
sable, lanza, bola y facón. Por el campo rodaban indios y cristianos abra¬
zados, prendidos de las mechas, mutilados a puñaladas. [Esto ocurre en
Laguna Amarilla.] En lo más recio del entrevero, el coronel Baigorria y
el comandante Saa se reconocen. Se desafían a batirse cuerpo a cuerpo.
Ambos se separan de sus filas. Los dos son bravos. Se arremeten a sable,
se tiran golpes a fondo. Breves minutos dura esta lucha singular. Saa,
más ágil o más diestro que Baigorria, le ha partido la cara de un feroz
hachazo. El coronel cae como electrizado. Su adversario, que lo cree muer¬
to, se retira. Y los gauchos de Trenel, que han visto rodar a su jefe,
lo rodean y lo sacan del campo. A pesar de lo dolorosa y de lo grave
de su herida, Baigorria no pierde el sentido. Ayudado por los suyos
monta a caballo y sale de aquel infierno abrazado al pescuezo de su corcel.
LAS MILICIAS
GUERRAS Y MALONES
No hay guerra civil que no invoque entre sus motivos justificando la disipa¬
ción de la fortuna pública que hace el gobierno dueño del poder. No hay
una sola que no derroche el dinero público en nombre del ahorro y de la
economía.
LOS HABITANTES: LAS LUCHAS CONTRA EL INDIO 127
Y en El crimen de la guerra:
No llegaremos sin duda a predecir que tal día determinado un jefe suble¬
vará sus tropas; pero se podrá establecer con bastante aproximación en qué
momento y por qué motivo hayan de aumentar en ciertas regiones las pro¬
babilidades de desórdenes sangrientos.
Cuando se piensa que durante medio siglo, y aún más, las provincias han
peleado dentro de sí mismas, unas contra otras, varias contra el gobierno
dicho nacional, como en batallas de ciegos, siempre con más muertos que
heridos..., se admira uno de que, a pesar de los “proceres”, viva aún el
país y que éste se haya hecho estado y “nación”, en la que haya espíritu
nacional”...
la guerra civil o semi-civil, que hoy existe en Sud América erigida en ins¬
titución permanente y en manera normal de existir, es la antítesis y el re¬
verso de la guerra de su independencia y de su revolución contra España.
Sin disputa, esas escenas son horribles. Pero cuánto más horrible es el he¬
cho cierto de que se asesina a sangre fría a todas las mujeres indias que
parecen tener más de veinte años de edad. Cuando protesté en nombre de
la humanidad, me respondieron: “Sin embargo, ¿qué hemos de hacer? ¡Tie¬
nen tantos hijos esas salvajes!” Aquí todos están convencidos de que ésa
es la más santa de las guerras, porque va dirigida contra los salvajes. ¿Quién
podría creer que se cometan tantas atrocidades en un país cristiano y civi¬
lizado? Se perdona a los niños, los cuales se venden o se dan para hacerlos
criados domésticos o más bien esclavos, aunque sólo por el tiempo que sus
poseedores puedan persuadirlos de que son esclavos. Pero creo, en último
caso, que los tratan bastante bien.
Santa Fe es una pequeña ciudad, tranquila, limpia y donde reina buen or¬
den. El gobernador López, soldado raso en tiempo de la revolución, lleva
diecisiete años en el poder. Esa estabilidad proviene de sus costumbres des¬
póticas, pues hasta ahora parece adaptarse mejor a estos países la tiranía
que el republicanismo. El gobernador López tiene una ocupación favori-
LOS HABITANTES: LAS LUQHAS CONTRA EL INDIO 131
ta: cazar indios. Hace algún tiempo mató a cuarenta y ocho y vendió sus
hijos como esclavos, a razón de veinte pesos por cabeza.
Para gente habituada a las pasiones frías de Inglaterra, sería imposible des¬
cribir el odio salvaje, inveterado, furioso, que existe entre gauchos e in¬
dios. Los últimos invaden por el extático placer de asesinar cristianos, y
en las luchas que tienen lugar entre ellos, es desconocida la misericordia.
Antes de darme exacta cuenta de estos sentimientos, iba galopando con un
gaucho de lindísima apostura, que había peleado con los indios. Se me
ocurrió preguntarle muy sencillamente cuántos prisioneros habían toma¬
do. El hombre contestó con un aspecto que nunca olvidaré; apretó los
dientes, abrió los labios y luego, haciendo un movimiento de serrucho con
los dedos sobre la garganta desnuda, que duró medio minuto, inclinándo¬
se hacia mí con sus espuelas que golpeaban el costado del caballo, me dijo
con voz profunda y ahogada: “se matan todos”.
Tanto que declamamos sobre nuestra sabiduría; tanto que leemos y estu¬
diamos, ¿para qué? Para despreciar a un pobre indio, llamándole bárba¬
ro, salvaje; para pedir su exterminio, porque su sangre, su raza, sus instin¬
tos, sus aptitudes no son susceptibles de asimilarse con nuestra civilización
empírica, que se dice humanitaria, recta y justiciera, aunque hace morir
a hierro al que a hierro mata, y se ensangrienta por cuestión de amor pro¬
pio, de avaricia, de engrandecimiento, de orgullo, que para todo nos pre¬
senta en nombre del derecho el filo de una espada; en una palabra, que
mantiene la pena del talión, porque si yo mato me matan; que en definí-
132 LA FRONTERA
tiva io que más respeta es la fuerza, desde que cualquier Breno de las ba¬
tallas o del dinero es capaz de hacer inclinar de su lado la balanza de la
justicia.
No hace mucho que algunos indios invasores comieron en una fonda del
Río Cuarto, y ayer no más llegaban hasta el Saladillo, a seis leguas de la
ciudad de Rosario, que es la segunda en importancia, comercio y población
de la República. A San Luis lo han despoblado casi completamente. So¬
bre los fortines que el siglo pasado constituían la línea de frontera, pasan
aún los indios como avalancha, para llevar el incendio, la desolación y la
muerte a los moradores de la campaña. A doce y quince leguas del Rosa¬
rio existen pampas desiertas, dilatadas llanuras, donde la propiedad rural
está amenazada constantemente de ser arrebatada por los salvajes... Pida¬
mos a los pueblos gobiernos justos y progresistas y dejará de ahogarnos el
desierto, que por todas partes nos circunda como barrera impenetrable a
la civilización y al comercio. No hace mucho que se ha negado por el Con¬
greso, al Sr. Crozadt y al Sr. Fillol, algunas leguas de territorio desierto en
Patagones, donde prometían formar colonias agrícolas. Esta es la continua¬
ción del sistema colonial.
La influencia del clima, sus hábitos de vida, eran tan poderosos que traba¬
jaron su ser físico de tal manera, que era notable cuánto se diferenciaba
del hombre europeo. El uso del caballo y la vida de los campos fueron cau-
LOS HABITANTES: EL GAUCHO 143
sas tan grandes, que hasta habían alterado la forma de su cuerpo y la na¬
turaleza misma de sus ideas de una manera absoluta... Su cuerpo era por
consiguiente muy ágil. Sus miembros demostraban, por su esbeltez y deli¬
cadeza, que de una generación en otra se habían criado sueltos de las tareas
abrumadoras y serviles de la agricultura o de la industria.
Transportados a este medio los andaluces conservaron sin mezclas sus pe¬
culiaridades, su fogosidad, su hiperbolismo, su alegría comunicativa, sus
rasgos prominentes; su amor a la mujer y al caballo, la independencia y ese
perfume de gitanismo...
La vida aislada en las soledades sin fin les dió su razón y su linaje: torná¬
ronse melancólicos y resignados, modificando su carácter, que ganó en se¬
riedad lo que perdió en brillantez. Y así, el descendiente de andaluz a la
larga se convirtió en el “gaucho argentino”.
son todos muy hombres de a caballo y a pie, porque sin calceta ni zapatos
los crían; que son como unos robles, diestros con sus garrotes, lindos arca¬
buceros por cabo, ingeniosos y osados en la guerra y aun en la paz.
LA PALABRA “GAUCHO”
xvi y lo paseó triunfante por los ámbitos de tres virreinatos. A fines del
siglo pasado, el apelativo gauderio era de uso corriente en estas provincias;
figura en gran número de documentos privados y también oficiales... Lo
encontramos en el Diario de Alvear, y lo propio ocurre en los de otros co¬
misarios o funcionarios, como Doblas. Remontándonos algunos años, da¬
mos con una copiosa pintura del tipo en el Lazarillo de ciegos caminantes,
impreso en 1773, pero cuyo autor se refiere al gobierno de la Rosa en
Montevideo, por el año 65. El gauderio es el vagabundo agreste de la cam¬
paña oriental. “Muchas veces se juntan de éstos cuatro o cinco (a quienes
con grandísima propiedad llaman gauderios), con pretexto de ir al campo
a divertirse, no llevando más que el lazo, bolas y un cuchillo. Se convie¬
ne para comer la picana de una baca o un novillo... otras veces matan una
baca por comerle la lengua o el mata hambre”, etc. No se remonta, pues,
más allá de mediados del siglo pasado la “literatura” histórica del gaude¬
rio. En ningún documento anterior a 1750 he hallado esta designación:
no las traen el P. Lozano ni otros escritores misioneros de la región, mu¬
cho menos los de esta banda del Río de la Plata, como los PP. Cardiel,
Quiroga o Falkner.
la palabra gaucho nunca fué escrita ni conocida en España sino por tras¬
lado americano. No se debería, pues, buscar en otra parte, sino aquí mis¬
mo, su etimología, si el resultado valiera el trabajo de la investigación.
MESTIZAJES
En las Indias es cosa honrosa para aquellas gentes el darles sus hijas en
matrimonio, huyendo de hacerlo con los criollos cuyas faltas de familia (ca¬
si común en todas) y defectos de proceder son públicos entre ellos.
Forzosamente tienen que ser tan intrincados todos los asuntos o problemas
argentinos de orden material y moral; la Sociología de semejante mestiza,
singular aglomeración, en sus exigencias económicas actuales y en sus pro¬
yecciones venideras.
Nada había que estuviese más lejos de la mente o del recuerdo de los gau¬
chos argentinos, que la idea de que ellos fuesen españoles, o de que lo hu¬
biesen sido alguna vez. Su acento era diferentísimo; su idioma completa¬
mente recortado en otra forma, aunque con los mismos elementos; sus acep¬
ciones exóticas y bastante numerosas para hacerse incomprensibles de un
hombre de España que no estuviese habituado a interpretarlas. Y sobre
todo, lo que lo separaba de sus orígenes europeos era el caballo y la vida
libre de los campos. Estas dos causas habían sido tan poderosas que habían
alterado las formas de su cuerpo y la naturaleza misma de sus ideas.
EL GAUCHO EN LA INDEPENDENCIA
Una milicia constituida sobre el pie de montura, lazo y bolas de los gau¬
chos o gauderios (así se llama a los hombres de campo), por la ligereza de
estas armas... y, finalmente, por su mayor alcance, nos hace presumir, po¬
dría sacar alguna ventaja sobre el sable de la caballería europea.
Por otra parte, la vida militar, llevada sin tregua desde los primeros días
del siglo, había alejado de las faenas rústicas los brazos viriles, y la tierra
abandonada por tanto tiempo no daba a aquella enorme masa de población
ambulante el alimento necesario para la subsistencia; y de tal manera,
perdidos los hábitos de trabajo, sus hordas se dedicaban al saqueo de la
propiedad ajena, de aquellas gentes sosegadas que habían heredado la
fortuna de sus mayores y que sólo se ocupaban de conservarla. Pero, per¬
dido el respeto de la propiedad, se pierde también el del hogar que
ella sustenta y anima con sus frutos; lo que al principio fue un tributo
forzoso para la guerra de la emancipación, fue luego el objeto de las
devastaciones famélicas de la soldadesca enfurecida; y, por último, los
hogares y las personas cayeron sin piedad al golpe del sable y de la lanza
tristemente memorables. Sus jefes no tenían los medios materiales ni
legales de alimentar el cuerpo ni las pasiones de sus secuaces, y su sistema
de ganar su afecto y su adhesión no era otro que lanzarlos al exterminio
y al pillaje (J. V. González, La tradición nacional, II).
EL GAUCHO FRONTERIZO
Hace diez años que ese elemento de atraso y desorden revestía aún su
corteza salvaje virginal; el frote de otras necesidades, de otro orden de
cosas, va poco a poco desgastando ese tipo que parecía perpetuarse, por
desgracia, en las generaciones venideras. (Cita de R. Lehmann-Nitsche,
Santos Vega.)
Vestían los gauchos de aquel tiempo una chaqueta corta, larga muy poco
más de la mitad de la espina dorsal, con cuello y solapas, blanca camisa,
corbata o pañuelo a guisa de ella, chaleco muy abierto y prendido con
dos botones casi sobre el esternón, dejando ver los caprichosos buches de
la camisa entre él y el ceñidor. Un pantalón hasta la rodilla, muy pa
recido al de los andaluces, con un entorchado a la altura del bolsillo y
abotonado con cuatro ojales sobre la rodilla, destacaba un calzoncillo de
hilo o de lienzo hasta el suelo, flecado y bordado de tablas. Usaba botas
de potro con sus correspondientes espuelas, cuchillo o navaja de cinto,
su largo poncho o manteo que generalmente doblaba sobre el brazo y no
abandonaba el rebenque, objeto indispensable para los que están habi¬
tuados a vivir sobre el caballo. Su sombrero era muy parecido al de
nuestros días, más alto, más cónico hacia la punta y con el ala más
corta y estrecha. Como los actuales, usaba recado, bolas y lazo.
con estas palabras, muy justas sobre las fuerzas inertes — ho¬
rizontales — de la campaña:
TRABAJOS DE LA MUJER
Los hábitos de las mujeres son muy curiosos; las grandes llanuras que las
rodean no les dan motivo para caminar. Rara vez montan a caballo y sus
vidas son ciertamente muy indolentes.
Todos los trabajos cargaban de las pobres mujeres, así en lavarles las ropas
como en curarlos, hacerles de comer lo poco que tenían, limpiarlos, hacer
centinela, rondar los fuegos, armar las ballestas, cuando algunas veces los
indios venían a dar guerra.
188 LA FRONTERA
Pero las mujeres, lejos de ser un embarazo en las campañas, eran por lo
contrario el auxiliar más poderoso para el mantenimiento, disciplina y ser¬
vicio de la montonera. Sirven en los ejércitos para hacer de comer a los
soldados, repararles sus vestidos, cargar las provisiones y equipos, guardar las
caballadas durante el combate y aumentar la línea o fingir reservas, cuando
es necesario. Su inteligencia, su sufrimiento y su adhesión sirven para man¬
tener fiel al soldado que no puede desertar o no quiere teniendo en el
campo todo lo que ama... Fructuoso Rivera no dejaba jamás a las mu¬
jeres de los soldados atrás; era el padrino de todos los nacidos y el com¬
padre de todos sus jefes y soldados. Las mujeres vestían uniformes más
completos que el de los hombres, por cuanto servían de almacén, de depó¬
sito para transportarlos. El general Lavalle, que estuvo alojado ocho días en
la estancia del doctor Vélez, tenía ciento veintiséis mujeres con su regi¬
miento, todas con morriones de penacho rojo, altos como se usaban en¬
tonces, y tan completamente equipadas, que formaban a la izquierda del
regimiento con la mayor compostura y seriedad. La cocina, el lavado eran
sus funciones en el campamento. En la batalla cuidaban de los que caían
LOS HABITANTES: EL GAUCHO 189
Eran jóvenes que hacía un año sólo veían a esa mujer de tropa, tan buena,
tan útil, tan servicial y abnegada, verdadera providencia del soldado; pero
que, como una Friné al revés, bastábale mostrarse para defenderse: figura
apenas femenina, sólo matizada en esos campamentos por la aparición fan¬
tástica de aquellas negras brasileras que parecían arpías tropicales, cubier¬
tas de cintas y plumas y vestidas de cien colores chillones, marcando su
paso con una estela perfumada, y dejando una sensación de chucho o de
horrible pesadilla. Para esos jóvenes una correntina joven, entre amarilla
y rosada, color de durazno maduro, fresca y limpia con su cara de luna
llena, ojos negros, una boquita roja que al sonreírse mostraba un puñado
de mazamorra, sus largas trenzas cuidadosamente peinadas, sus senos duros
puntiagudos, insolentes, de donde colgaba como de una percha la camisa
blanca y limpia, único adorno de su busto rollizo y flexible, su pollerita
sencilla y corta que mostraba pies gorditos y chicos como sus manos... y
esos soldados fascinados corrían a poner a los pies de la diosa todo lo que
poseían... cuando recibían por toda respuesta... ‘‘Sin esperanza, che,
andate”.
Las damas contrataron secretamente unos veinte hombres del pueblo, que
reunieron con todo sigilo en la noche del 17 de agosto; y doña Eulalia los
condujo en persona al asalto de la Casa de Gobierno, donde encontró la
guardia dormida a pierna suelta. La animosa dama sometió a los soldados
sin disparar un tiro, organizó la defensa de la Casa de Gobierno aumen¬
tando su tropa con vecinos que hizo sacar de las camas donde reposaban;
y dispuso la captura del gobernador, que no pudo ser habido, pues antes
de amanecer había huido de Tucumán.
ESCLAVOS
Esta corrupción moral, la bajeza de los ideales, los sentimientos falsos, los
vicios, la decadencia de todos estos elementos tan íntimamente ligados re¬
percute en la familia explotadora, que es el jefe, el punto céntrico y do¬
minante de la pequeña agrupación. No se vive impunemente rodeado de
siervos y miserables. Los conceptos sobre la vida, la moral, el deber, que
inculca la servidumbre parasitaria al niño, con ese método decisivo de
ejemplo, forzosamente imitado, serán los motivos de la voluntad del adulto,
las fuerzas ocultas que gobernarán su conducta.
Eso no podía llevarse a cabo de una sola vez... Había que dar tiempo al
arribo de inmigrantes extranjeros que reemplazaran a los negros en el
trabajo. A ese efecto se dispuso que los esclavos casados debían continuar
sirviendo a sus patrones por diez años, al cabo de cuyo tiempo quedarían
libres, ellos y los hijos nacidos antes de 1814. Los hijos nacidos durante
esos diez años... estaban obligados a servir, las mujeres hasta cumplir
dieciocho años y los varones hasta los veinte. Transcurrido ese plazo que¬
daban también libres, y con ello se cumplía la total emancipación... Co¬
rridos los diez primeros años, los esclavos casados y los mayores de sus hijos,
declarados libres, abandonaron a sus amos. Esto ya importó un trastorno
muy grande en la esfera del trabajo. Con esos hombres se iban los brazos
bien ejercitados y los artesanos: carpinteros, cerrajeros, fabricantes de ca¬
rretas, albañiles, tejedores, etc. Se iban también los labradores, porque los
negros desempeñaban los trabajos de agricultura. Entretanto la inmigración
no llegaba. Las guerras civiles lo impedían y, por otra parte, las corrientes
inmigratorias de Europa se sentían atraídas hacia los Estados Unidos de
América del Norte... Quedaba, como dijimos, en las provincias, la segun¬
da serie de esclavos para liberar, es decir, los nacidos de 1814 a 1824. El
término fijado para la emancipación se cumplió a su vez y la manumisión
de todos los esclavos... resultó casi impracticable... No podían ocultársele
[a Urquiza] las dificultades que ofrecía la manumisión de los esclavos res¬
tantes y se propuso dar un corte definitivo a la cuestión, perjudicando
gravemente a los propietarios. Fué así que ordenó la reunión de todos los
esclavos en el Cabildo, haciendo entregar a cada uno su acta de liberación,
con un pasaporte que les permitía embarcarse de inmediato en cualquiera
de los navios anclados en el puerto de Santa Fe...; se dió el caso de algún
estanciero en cuyas chacras trabajaban hasta cien esclavos, que se encontró
solo y abandonado por sus peones de un momento a otro. En pocas sema¬
nas los ganados invadieron los sembrados y arrasaron las plantaciones. Los
propietarios entonces abandonaron las estancias y campos cercanos a la
ciudad, y los indios se aprovecharon para dar buena cuenta de todo. Huelga
decir que los esclavos viejos, cojos o inválidos, no pensaron en acogerse a
la libertad que les brindaba el general Urquiza. Permanecieron junto a sus
amos y fueron amparados y cuidados por ellos hasta la muerte, como lo
hemos visto con nuestros propios ojos en casa de algunas familias amigas...
Esta esclava abandonó a su ama dejándole dos hijos muy pequeños, un
varón y una mujer... Hubo otros esclavos que dejaron a sus amos y vol¬
vieron atormentados por los remordimientos algún tiempo después; entre
esos arrepentidos se contaban las mujeres que reaparecieron en casa de sus
antiguos dueños al cabo de cinco o seis años, con tres o cuatro rapaces a
la rastra, pidiendo ser reintegradas en la familia y protestando que las
habían abandonado sus maridos.
LA REALIDAD J
REALISMO Y VERISMO
mos que sólo hay una manera digna de vivir, de ser, que es “la
otra” — cualquiera —; porque suponemos que los criminales,
las mujeres perversas, los niños tarados, los infames, los trai¬
dores, los falsarios, no existen cuando no se los menciona. To¬
davía estamos en ese estadio de creencias en que la palabra crea
la cosa, el nombre evoca al muerto, el término exacto de la en¬
fermedad la inocula. No es literalmente cierto; es peor: es sub¬
consciente, simbólicamente cierto. Nuestra literatura es, de fic¬
ción o de naturalidad, falsamente agradable. En la misma re¬
gla están las obras “maliciosamente” desagradables, porque ya
se sabe que no son verdaderas. Así ocurre en todas las demás
actividades de la cultura; diré: del espíritu. Los opositores de
un gobierno, son ese mismo gobierno disidente. Las razones que
tienen para estar en contra son las mismas que podrían tener
para estar en favor. A ningún gobernante que tenga alguna pers¬
picacia —y todos la tienen— lo ponen en cuidado las críticas de
sus adversarios: carecen de eficacia porque responden a la mis¬
ma concepción arbitraria, personal, circunstancial, de la reali¬
dad. Faltando la conciencia cierta, positiva, de la realidad, cual¬
quier cosa es más lógica que una teoría. ¿Cómo puede haber
realismo en literatura si no hemos creado una realidad? Una
realidad existe cuando está organizada, ordenada no sólo den¬
tro de un territorio y de un siglo, sino dentro de un sistema
de valores. El Martín Fierro y el Facundo están ordenados den¬
tro de una realidad que expresa valores, y son reales no por lo
que copian como copia, sino por lo que extraen de la realidad
para que sirva a una reconstrucción amplia, total, de la rea¬
lidad. De no ser así, serían también cuadros eventuales, rinco¬
nes fotografiados sin su panorama que les da sentido. La rea¬
lidad es el panorama, no las cosas que hay dentro de él. De es¬
to se han ocupado casi todos los viajeros que, sin propósito de
servir a cualquier diplomacia, han dicho con sinceridad lo que
vieron, lo que comprendieron. Ninguno de ellos ha dejado lec¬
ción sin provecho. Pero, en lo que ahora me interesa, nadie ha
ido tan al fondo de la verdad como Azorín. Precisamente en su
obra sobre el Martín Fierro (Vida de Hernández) nos dice que
le sorprende, como su rasgo característico, que la literatura ar¬
gentina esté desvinculada de la realidad. Y esa observación se
la inspira, por una parte, la literatura que conoce, y por otra,
202 LA FRONTERA
HISTORICIDAD
CIUDAD Y CAMPO
LO SOCIAL EN LA SOCIEDAD
aquel que sostienen los que son contrarios a ellos. Para mu¬
chos se confunden ambas posiciones, y la defensa de lo gauches¬
co se identifica con la política. Si además aceptan la literatura
correspondiente, es por extensión. Otros gustan de los poemas
gauchescos, simpatizan con el gaucho, pero sienten aversión
a lo democrático y popular. Los hay, también, enemigos de
la democracia, del gaucho y del país entero. O que conciben
un país arreglado a sus gustos, de donde eliminan cuanto no
coincide con la naturaleza de sus pasiones o, si se quiere, de
sus ideas.
Esta confusión es característica de nuestro caos intelectual,
resultado de la ordenación precaria y caprichosa de la vida
nacional. El país ha sido como una chacra mal administrada,
pero con buena tierra y copiosas lluvias. La filosofía natural
que extrajo el habitante, chacarero o legislador, o ambas cosas,
tiene la virtud de que su abandono, el desorden y la torpeza
nunca alcanzan a malograr las cosechas.
Unos quieren que las cosas sigan ¡3or sus propias fuerzas
inertes, vegetando; otros quieren imprimirles la dirección de
sus deseos; otros piensan que lo más sencillo y práctico es pro¬
ponerse la imitación de algún sistema que a su parecer sea
adaptable con economía de esfuerzo a nuestra índole y forma
de vivir. Por ejemplo, el fascismo.
La crítica literaria es como la crítica política: se basa, más
que en ios valores intrínsecos de las obras y en la idiosincrasia
del país, en los gustos personales o en el concepto que se tiene
de las cosas. No hubo crítica literaria de los poemas gauches¬
cos que no acusara, ab initio, la posición del autor. Así los
historiadores juzgaron el caudillaje, los gauchos, conforme a
su preferencia por una u otra doctrina política. Se considera
al gaucho como correligionario o como enemigo, y de ahí se
juzga de su papel en la historia; proceres, héroes y estadistas
son juzgados con el mismo criterio. Pero es que, en el fondo,
proceres y estadistas han procedido en función de móviles de
esa misma clase. Tomaron, para su acción e ideal, una posi¬
ción como la que toman sus jueces. Todo está dentro de una
configuración, de un receptáculo que da forma a cuanto se
genera en su interior. ¿Será la forma del país?
214 LA FRONTERA
/ POLITICA DE PERSONAS
LO SOCIAL EN EL AUTOR
En las luchas civiles la peor parte ha sido para ellos; y durante la paz
armada en que los caudillos han mantenido a la República, el campa¬
mento y los fortines los han alejado de la vida laboriosa y de los sagrados
vínculos del hogar, relajando la constitución de la familia y bastardeando
las generaciones; convirtiéndolos en nómadas habitantes de nuestras inmen¬
sas praderas, cuando no esfán sujetos al yugo del servicio, que es un lote
en el repartimiento de los bienes de la libertad por cuya conquista tantos
años han pugnado;
En verdad, estamos muy lejos de ser una democracia, de gozar del beneficio
práctico de nuestras instituciones, muy liberales en la letra pero sin efecto
en la vida social...; Martin Fierro encierra estas grandes verdades políticas
arrancadas natural y lógicamente de nuestra vida ordinaria: falta de edu¬
cación, pésima organización judicial y militar, deficiencia en la política
rural y, sobre todo, profundo resentimiento en el pueblo de la campaña
contra las clases urbanas, por abuso de fortuna, de autoridad o de ilus¬
tración.
Pero ese gaucho debe ser ciudadano y no paria; debe tener deberes y
también derechos, y su cultura debe mejorar su condición. Las garantías
de la ley deben alcanzar hasta él; debe hacérsele partícipe de las ventajas
que el progreso conquista diariamente; su rancho no debe hallarse situado
más allá del dominio y del límite de la Escuela.
No estoy del todo conforme con su filosofía social, que deja en el fondo
del alma una precipitada amargura sin el correctivo de la solidaridad
social. Mejor es reconciliar los antagonismos por el amor y por la nece¬
sidad de vivir juntos y unidos, que hacer fermentar los odios, que tienen
su causa, más que en las intenciones de los hombres, en las imperfec¬
ciones de nuestro modo de ser social y político.
POLITICA Y POLITICOS
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Hay en la predica periodística y 'panfletaria de Hernández
una base de razón que se relaciona con su honradez personal.
Sus ideales son los de otros hombres eminentes en la vida pú¬
blica, no más concretos ni de mayor alcance" que en aquéllos.
Siendo un hombre de ideas conservadoras, enunciaba a veces,
sin mayor convicción, por una necesidad de combate, opiniones
extremas,^sm que respondiesen a una concepción de la justicia
o del bienestar general diferentes de los que aceptaban sus
adversarios. Nuestra política gira siempre en torno de ideas
conservadoras aunque se patrocinen osadas innovaciones. Tene¬
mos una clave en el sentido democrático que se ha dado a las
campañas de los caudillos, prototipos a su vez del absolutismo.
Todo político argentino tiene compromisos tácitos con las es¬
tructuras rígidas de, estabilidad del sistema político, y sus ideas
revolucionarias no calan a lo hondo sino que se limitan a vio¬
lentas agitaciones de la periferia.
También para Hernández la política es un ideal de ban¬
dería. Posee una hermosa cualidad humana que detesta la in¬
justicia y la opresión, como sobresale en el Martín Fierro, sin
que alcance a organizar una concepción verdaderamente revo¬
lucionaria. Sus severas palabras de condenación a Rosas son las
mismas de todos los políticos, inclusive de los que anterior¬
mente medraron bajo la tiranía. Los caudillos son para él los
representantes del sistema federal y los únicos que han que¬
rido, contra el egoísmo centralista de Buenos Aires, un trato
de equidad para todas las provincias. Es la razón que lo lleva
a combatir junto a Urquiza, cuando Mitre desea imponer la
hegemonía de Buenos Aires, y junto a López Jordán cuando
Urquiza pacta con sus viejos adversarios. Y, sin embargo, en
la Legislatura ha de defender la capitalización de Buenos Aires.
Esta solución a un pleito fundamental de toda la historia ar¬
gentina hace que esté en pugna nuevamente con Mitre y Sar¬
miento, quienes en compañía de Alberdi se oponen a esa me¬
dida, contra sus antiguas opiniones. Hernández es ahora el ne-
’ gador de sus propias doctrinas.
Queda en sus folletos sobre “El Chacho” y Las dos políticas
226 LA FRONTERA
El 6 de octubre, escribe:
Rivadavia, Dorrego, Rosas y Mitre han sido sus instrumentos. ¡Política sin
entrañas! ¡Política fría y egoísta como un cálculo, tenebrosa y encarnizada
como una deuda, yo te maldigo!
EL ORBE HISTÓRICO 227
todos estos modos de moral de cada una de las provincias tienen que
venir a un centro común, trayendo cada uno la manifestación de su es¬
pecialidad, para ser impulsados y desenvueltos en provecho general bajo la
iniciativa fecunda, vigorosa y activa del hijo de Buenos Aires... Desde hoy
en adelante las generaciones argentinas pueden escribir en su bandera
EL ORBE HISTÓRICO 231
este programa: “No más caudillos de pluma ni de espada; sobre los dere¬
chos imprescriptibles del pueblo argentino, no hay hombre ni voluntad
superior: desde hoy en adelante, en la Argentina debe imperar la ley,
justa para todos, severa para todos.”
LA REDENCION
MILITARES Y CAUDILLOS
Los militares jefes de las ciudades, siendo con poquísimas excepciones hom¬
bres de raza blanca, muchos de clase principal, y casi todos soldados de
línea educados en guerras extranjeras y regulares, han hecho una grande
economía de sangre humana, por la calidad de las tropas casi siempre de
línea que mandaban, o por la cultura de las milicias, de ordinario los arte¬
sanos de las ciudades, como lo fueron los de Mendoza, Córdoba, San Juan,
Catamarca, Tucumán. Se observó siempre en Buenos Aires, San Juan, Cór¬
doba, que las milicias de campaña servían mal a los gobiernos regulares,
mientras que al primer llamado ocurrían al campo de los caudillos. Las
tablas de sangre de las montoneras son terribles y comprenden muchos mi¬
llares de su propia estirpe, extinguidos en veinte años de amotinamiento.
Ahora que se sabe que los estragos de la guerra no tanto se hacen sentir a
causa de las bajas operadas por el plomo y el hierro sino por la intemperie
que engendra las enfermedades, se comprenderá qué cantidad enorme de
montoneros ha sido silenciosamente suprimida en aquellas terribles campañas
en que la noche es el mejor tiempo de operar y las fatigas del caballo agotan
el sufrimiento.
Y, en el Facundo:
La lucha fratricida adquirió una ferocidad que caracterizó a toda una época.
En ella no se daba cuartel al vencido y el darle muerte se consideraba un^
obligación ineludible, una actitud patriótica. El degüello llegó a ser un
procedimiento habitual y hasta un arte, en el que se ejercitaban bandas
de forajidos que seguían a las montoneras en los campos de batalla.
Pero este elemento decisivo en los días de entusiasmo por la revolución debía
traer amarguras sin cuento en el futuro, una vez entregadas las masas a sí
mismas, fanatizadas por los caudillos, a quienes miraban y amaban como sus
dueños, y en quienes veían sus protectores contra la soberbia del hombre de
las ciudades, sin distinguir al compatriota, al conciudadano del español que
aborrecía por tradición; y he ahí la causa de la malísima influencia que los
gauchos y sus caudillos ejercieron en nuestra evolución institucional, y de
los años tenebrosos que han legado a nuestra historia. Ellos llenan con sus
hordas sin freno y sus ambiciones sangrientas el sombrío escenario que co¬
mienza en 1820 y termina en 1852, y que prolonga aún su lumbre siniestra
sobre algunas provincias hasta 1869.
Buenos Aires es, a la vez, el centro más civilizado y la metrópoli del poder
opresor; por consiguiente, sobre ella recaían las antipatías de los atrasados
y los odios de los oprimidos. Es éste uno de los surcos más profundos que
hemos encontrado en el camino de los sucesos que vamos estudiando. Aque¬
llos hombres que, como queda indicado, se encontraban en un grado de
civilización inferior, fueron llamados a la escena por la revolución de la
Independencia. Al llamarlos sirviéndose hasta de los idiomas indígenas para
ser por todos oída y por todos coadyuvada, como lo fué, los levantó desde
la abyección en que su aislamiento, su atraso moral y las jerarquías coloniales
los habían mantenido; les puso las armas en la mano en nombre de la in¬
dependencia y de los derechos colectivos e individuales del hombre; y los
llevó a los campos de batalla, en los que se impone la igualdad humana por
la igualdad del sacrificio y por la igualdad de la muerte. Entonces, cuando
ellos, peleando y muriendo, se reconocieron realmente hombres, idénticos a
los otros hombres que los habían menospreciado; cuando vieron por sí mis¬
mos que en esa arena sangrienta era la fuerza bruta, la fuerza numérica la
que prevalecía y decidía; y, por último, cuando sintiéndose vigorosos, ágiles,
valientes y con menos necesidades para hacer la guerra que los hombres
de las ciudades, se contaron y se encontraron bastantes para no resignarse a
ajenas voluntades, y para imponer las suyas en aquellos días de conflicto
y de peligro, la revolución, que los había sacado del aislamiento y de la
oscuridad, se hizo también, esencialmente, revolución social.
LOS CAUDILLOS
los caudillos fueron hijos del egoísmo de Buenos Aires..., que vinieron
cuando Buenos Aires quiso retener el gobierno central de la Nación, y
distribuir gobernadores a las provincias, [porque] Buenos Aires había con¬
vertido en una propiedad suya la capital y el tesoro de la República.
Recuerden las provincias que la política de los caudillos les dió durante
ocho años libertad, orden, progreso, y que las instituciones, las obras mate¬
riales, las empresas útiles de que hoy se engríe la República son la obra de
los caudillos.
LOS PULPEROS
Cuando vencida con exceso la contrata consintió el jefe en dejarme salir del
fortín —dice Cocoliche—, toda mi fortuna consistía en un crédito contra el
fisco por haberes atrasados, que cedí con enorme descuento al pulpero de la
guarnición próxima. Comenzó entonces para mí el ejercicio de esos oficios
desastrosos a que tiene necesidad de entregarse un extranjero cuando es po¬
bre y desconocido y carece de preparación y habla mal el idioma. Conocí a
fondo la vida de los boliches de campaña, y su clientela habitual bromista,
pesada, peligrosa, pero conveniente en suma, pues los gauchos solían pagar
la cuenta en estado de ebriedad, y por mucho que se burlaran del dueño
del negocio, mayores eran las jugarretas que éste les hacía, atrincherado
tras su reja, con las sumas llenas de errores y la balanza falsa y las bebidas
adulteradas. Reuníanse allí los peones de las cercanías a tomar brebajes, a
jugar al truco o a la taba, y cruzar cuchilladas con cualquier pretexto,
usando de la caña como refrescante. De tarde en tarde algún guitarrero
amenizaba la reunión cantando con voz acarnerada y temblorosa coplas mo¬
nótonas. Aquellos hombres teníanse por muy altivos y me fastidiaban con
sus burlas; pero luego a ellos el comandante de frontera o el juez los metía
en el cepo, les daba de rebencazos o les quitaba la mujer, y con toda su
altivez se aguantaban lo mismo. Por otra parte, créame usted que a las
criollitas no les disgustaban los gringos para maridos. Durante siglos los
hijos del país se habían sucedido sobre la pampa sin aportarle mejoras:
siempre la misma desidia y el mismo abandono de padres a hijos, de hijos
a nietos, incapaces de adaptarse a las condiciones de trabajo metódico
requeridas por la agricultura. Sábese de los gauchos cómo pasaban las
horas muertas en la pulpería y eran especialistas en bromas y dicharachos;
se reconocen sus aptitudes de jinetes y su increíble resistencia para soportar
el hambre, la sed, el frío, las lluvias y los solazos; pero jamás se ha pre¬
tendido que fueran buenos labradores, justamente lo que necesitaba enton
ces el país y lo que sigue necesitando.
LA CONQUISTA
Si la historia no se hubiese escrito hasta hoy con excesivo respeto ante los
hechos consumados y exagerada admiración por los llamados hombres de
acción, quizá la humanidad se encontraría en un grado superior de derecho,
civilización y cultura (Jacobo Wassermann, en Cristóbal Colón, el Quijote
del Océano).
Bien sé que muchas cosas de las que escribiere parecerán a algunos livianas
y menudas para historia, comparadas a las grandes que de España se hallan
escritas: guerras largas de varios sucesos, temas y desolaciones de ciudades
populosas, reyes vencidos y presos, discordias entre padres e hijos, hermanos
y hermanas, suegros y yernos, desposeídos restituidos, y otra vez desposeídos,
muertos a hierro; acabados linajes, mudadas sucesiones de reinos: libre y ex¬
tendido campo, y ancha salida para escritores. Yo escogí camino más estrecho,
trabajoso, estéril y sin gloria, pero provechoso y de fructo para los que ade¬
lante vinieren: comienzos bajos, rebelión de salteadores, junta de esclavos,
tumulto de villanos, competencias, odios, ambiciones y pretensiones; dilación
de provisiones, falta de dinero, inconvenientes o no creídos o tenidos en
poco... Veráse una guerra al parecer tenida en poco y librada dentro en
casa, mas fuera estimada y de gran coyuntura; que en cuanto duró tuvo
atentos, y no sin esperanza, los ánimos de príncipes amigos y enemigos...
En fin, pelearse cada día con enemigos, frío, calor, hambre, falta de muni¬
ciones, de aparejos en todas partes; daños nuevos, muertes a la continua;
hasta que vimos a los enemigos, nación belicosa, entera, armada y confiada
en el sitio, en el favor de los bárbaros y turcos, vencida, vendida, sacada de
su tierra, y desposeída de sus casas y bienes; presos y atados hombres y
mujeres; niños captivos vendidos en almoneda o llevados a habitar a tierras
lejos de la suya; captiverio y trasmigración no menor que las que de otras
gentes se leen por las historias.
Dos de esos indios han venido al campamento, donde han sido bien recibi¬
dos, agasajados con regalitos, y han vuelto a decir al que los capitanea, que
debe venir a sacar pasaporte del jefe del Ejército y que puede aquí vender
sus tejidos, que les serán comprados mejor que en Patagones. Tal es el estado
actual de las relaciones con Sayhueque, sumamente amistosas. Renque-Curá
pertenece a esa ilustre dinastía de los Curá, que han sacado el apellido em¬
blema de su poder y que quiere decir Piedra, una piedra en grosera forma de
busto, que era el talismán de la familia, y que ha quedado, según creo, ente¬
rrado, perdido o quebrado, del lado de Salinas Grandes. Hermano del famoso
Calfucurá, y tío de Namuncurá, es indio viejo, que no se ha metido nunca
en invasiones, y hace poco ha rehusado a su sobrino toda clase de auxilios, no
queriendo comprometerse por él. Los demás caciques de la región andina
están, poco más, poco menos, en las mismas condiciones, aficionados a la paz,
algo labradores y con visos de transformarse pronto, según parece, en indios
mansos... Para acabar con esos restos de lo que fueron poderosas tribus, la¬
drones audaces, enjambres de lanzas, amenaza perpetua para la civilización,
no se necesita ya otra táctica que la que los cazadores de alto tono, allá, en
el mundo viejo, emplean contra el jabalí; ¿qué digo contra el jabalí?, contra
el ciervo, porque a ciervo disparador y jadeante se ha reducido el indio. Es
preciso tener presentes todas las picardías anteriores de esos desgraciados
para no tenerles lástima. El capitán Daza ha capturado un grupo de unos
268 LA FRONTERA
Con Rosas cayó el tirano, pero no la tiranía, que vive constituida y organi¬
zada en el estado tradicional de los intereses económicos de que fué produc¬
to el mismo Rosas. Todos los que le sucedan en el gobierno serán tiranos
a su vez, mientras dure la tiranía que vive constituida en el orden de cosas
geográfico, económico y social de los países del Plata. El tirano cambia de
nombre, de traje, de apariencias, de lenguaje, pero será el mismo, como
poder violento y arbitrario, porque será omnipotente. El tirano es fruto y
producto de la tiranía, no vice-versa. Un cambio violento puede modificarla,
alterar las condiciones externas y accidentales, pero no destruirla radicalmen¬
te. La tiranía como la libertad vive en el medio de que es producto el ti¬
rano y el libertador. Dado el estado de cosas en que vive constituida y orga¬
nizada la tiranía, es decir, la fuerza que arrastra hombres, cosas y socie¬
dad, el gobierno no podrá dejar de ser tirano, aunque se llame republicano,
aunque quiera ser liberal. Las cosas en que reside y consiste la fuerza que
todo lo arrastra y gobierna en el orden social, son las cosas económicas, es
decir, los intereses que satisfacen las necesidades de la vida —y son en primer
lugar la vida misma del hombre, la seguridad de su persona, y en seguida
el alimento, el vestido, la habitación, cuyos bienes constituyen en conjunto
la propiedad o la riqueza—, Y como la raíz primera de la riqueza está en
el suelo, y la naturaleza y forma del suelo determina el giro y forma de
trabajo del hombre, que la produce con lo que produce el suelo, la consti¬
tución geográfica del país es la primera y más fundamental de las leyes
fundamentales, de su orden económico y social. Esto sucede en el Río de la
Plata, y eso sucede en todas partes. Ese orden o distribución y condición
material de los intereses económicos, es decir, de los intereses que hacen
vivir al país, al pueblo y al individuo, son los que producen, determinan y
constituyen el gobierno del país y la política o conducta de ese gobierno.
La ley escrita que no es la expresión de la ley natural que gobierna el
orden y curso de los intereses, no es ley ni gobierna cosa alguna. El go¬
bierno que no es órgano, instrumento y expresión del gobierno natural,
que vive en el arreglo, curso y poder de los intereses que hacen vivir a la
sociedad y a sus miembros, no es gobierno ni es otra cosa que un simulacro
de gobierno. Cuando la tiranía vive en las cosas, es decir, en las leyes na¬
turales que arrastran a las cosas, el gobierno parece a veces liberal porque
sólo es nominal. La tiranía constituida en el orden y estado de cosas eco¬
nómicos, tiene de curioso que es ejercida por un tirano invisible y oculto,
cuyo poder consiste en que es el único que representa y obedece al poder
real, efectivo e irresistible del poder de los intereses, que hacen vivir a la
sociedad y a sus miembros.
LOS PACTOS /
Sin duda, esto era tan cierto del indio como del blanco;
pero no fija la posición de uno y otro con equidad. Los blan¬
cos no solamente desconocían los pactos, sino que al firmarlos
de antemano los tenían por invalidados, puesto que en prin¬
cipio no encontraban legal, ni decoroso, entrar en arreglos
sobre un pie de paridad con el salvaje. Roca repetirá por
última vez que es ignominioso el tributo en hacienda que se
les debía presentar anualmente en compensación de las tierras
y ganados que se les quitaban. Hernández explica así aquel
género de relaciones (en la Instrucción del estanciero, IV):
Durante los primeros años del presente siglo, en virtud de los tratados ce¬
lebrados por los virreyes, las indiadas permanecían en paz, y entraban y
salían los indios del interior de la provincia, a trabajar como peones en al-
algunas estancias, a vender mantas, lazos, charqui, botas de potro, sal, y
los famosos caballos pampas...
El plan del general Rosas consiste en matar a todos los rezagados, empujar
en seguida a todas las tribus hacia un punto central y luego atacarlas allí
durante el estío con ayuda de los chilenos. Esta operación debe repetirse tres
años seguidos... Para impedir que los indios crucen el Río Negro, al sur
del cual estarían sanos y salvos en medio de vastas soledades desconocidas, el
general Rosas ha hecho un tratado con los tehuelches, en virtud del cual
EL ORBE HISTÓRICO 273
paga cierta suma por cada indio a quien maten si intenta pasar el sur del
río, bajo pena de ser exterminados ellos mismos si así no lo hicieran.
Y si esto no fuere bastante, podría contarse como auxilio con una parte
de la tribu de Mariano Rosas, lo cual sería materia del nuevo tratado
que se hiciera. Para cierto género de servicio que usted conoce perfecta¬
mente, la Guardia Nacional, en caso de ser deficiente la tropa de línea,
podría ser sustituida con ventaja por doscientos indios movilizados y que
serían relevados por otros, en las épocas convenidas.
Cumpliéndosenos con las ofertas del Sr. ministro de la Guerra Dn. Adolfo
Alsina, en donde existen tres notas que acreditan se nos dejan los campos
libres tales son Carhué, Guaminí y los de Chipilafquen y Puhan y que
solamente se tomarán los del Sauce hasta el Tordillo para la línea de
frontera de la Nación y de la Provincia de Buenos Aires y en esta con¬
formidad quedamos atendidos y sólo falta que el Gobierno Nacional dis¬
ponga hordenar se nos pasen los racionamientos a cada uno de los caciques
principales de esta tribu y a continuación los demás caciques.
Todo era fasil, hoi para nosotros todas son dificultades, nos prometieron
arados, Buelles y canillas y hace tres meses que estamos aquí y no nos
dan esto que esta en el tratado asi es que nos encontramos en la Estación
de Sembrar pero sin poder sembrar para nada nuestras familias con los
Cuchillos hemos haugereado la tierra y sembrado unas pocas semillas de
sapallo y poquito mais esto no alcansa para nada porheso mando mis
chasques al Presidente para que nos aucilie con unas Bacas que le pedimos
para mandar buscar nuestras familias y la demás gentes esas bacas las
mandaremos para que sevengan manteniendo hasta que lleguen aquí...
LAS INJUSTICIAS
Este es el prototipo del Juez que treinta años más tarde vol¬
vemos a encontrar en el Martin Fierro. Actúa como agente
electoral en los partidos, para asegurar el triunfo de las listas
oficiales. Dice el Protagonista: A mí el Juez me tomó entre
ojos En la última votación— Me le había hecho el remolón Y no
me arrimé ese día; Y él dijo que yo servia A los de la exposición
[oposición] (343-8); Y aprovechó la ocasión Como quiso el Juez
de Paz... Se presentó, y hay no más Hizo una arriada en
montón (309-12). Picardía refiere un caso análogo: Me puso
mal con el Juez; Hasta que al fin una vez Me agarró en las
elecciones (II, 3340-2). Y cuenta después cómo declinaba toda
responsabilidad en el comandante, cuando madres y esposas iban
a pedirle el regreso de los hombres llevados al fortín.
280 LA FRONTERA
EL PODER
EL DESTIERRO
acostaba; para él, la cama era un mueble inútil, lo mismo que el catre
o el recado usado como lecho. Se sentaba en un sillón de respaldo alto;
aflojaba las botas de potro tirándolas hacia adelante; estiraba las piernas
y, recostando la cabeza en el respaldo, dormía así plácidamente pocas horas,
porque era un gran madrugador. Al despuntar el alba, Bramajo estaba ya
en el campo con sus perros. De extraño carácter, ora sociable y expansivo,
ora reconcentrado y huraño, en los momentos de buen humor resultaba en
su lenguaje criollo pintoresco muy interesante y ameno, y se escuchaban
con placer los cuentos de su juventud. Usaba muchos de los dichos que
Hernández le atribuye, aplicándolos a las referencias que hacía de su vida
pasada;... falleció en su casa de Dolores, rodeado de su esposa e hijas.
Tiscornia comenta:
En Hidalgo (Diálogos):
LA EDAD DE ORO
Debía ser necesariamente una guerra a muerte la de los blancos con los
indios, ya que la lucha no solamente fué contra las tribus salvajes de los
que defendían su feudo contra los que le robaban su herencia, sino contra
la Naturaleza; porque desde el momento en que el hombre empieza a
cultivar la tierra, a introducir el ganado y a matar los animales salvajes
que necesitan para alimentarse —y el hombre civilizado debe hacer todo
esto, porque lo cree necesario para subsistir— está en antagonismo con la
Naturaleza... [El pensamiento del colono] está fijo en los tres premios
gloriosos que lo empujan: aventura, fama y oro. Estas magníficas manzanas
son, tal vez, tan apetecibles en el hogar como lejos de él, y su recolección
ofrece idénticas dificultades; pero el joven entusiasta, mirándolas a lo largo
de su imaginario telescopio, las ve colgando de las ramas más bajas, allende
el océano, y supone que sólo es necesario atravesarlo para agarrarlas.
POBREZA
miseria deriva del tributo que pagan con sus vidas al mundo
en que viven. Los personajes consideran que esos males no
son ocasionados por los ladrones, de uno u otro tipo, sino que
detrás de ellos hay otra fila de depredadores, detrás de ésta
otra, cada vez más elevada y poderosa, como si los recursos de
apelación por esta clase de calamidades estuvieran absolutamente
vedados, a lo largo de infinitas jerarquías como en La muralla
china o en El castillo, de Kafka. Quiénes sostienen al juez, al
comandante, al comisario, no se sabe ni se averigua; pero deben
de ser otros comandantes, jueces y comisarios más influyentes,
a su vez amparados por otros de mayor influencia. El despojo
baja de las alturas, derramándose por una ladera hasta el fondo,
estamos en uno de los planos más bajos, allí donde se consuma
ese despojo impune en el cuerpo y en la familia del campesino.
Es una organización de la que forman parte el jugador, el
oficial de policía, el juez de paz, el alcalde, el despensero, el
coronel, el bolichero, todos los que ejercen algún poder nativo
o delegado en los fortines, que son los pueblos.
Si existen ciudades donde la vida esté más acomodada o
asentada, no se dice. Serán pueblos, pequeñas poblaciones de
pocas casas, los ranchos. El fortín es el centro más poblado.
Por eso cuando aparecen muchas personas que se congregan
para un fin determinado, no imaginamos de dónde puedan
salir. Nada se dice de las grandes ciudades como Buenos Aires,
Córdoba, Salta, Paraná. Solamente, por un equívoco, la ciudad
de Santa Fe. Y cuando Martín Fierro menciona el pueblo en
que con su moro ganó mucha plata, Ayacucho, se refiere a una
aldehuela recién fundada por decreto, que no tendría a la
sazón más de algunas decenas de habitantes. Mucho más des¬
vaídas en lo incierto, “las últimas poblaciones”. Se vive bajo
amenazas implacables. Nunca se piensa en reclamar por la in¬
justicia, como si de antemano se supiera que esa reclamación
es estéril; y la única vez que el Protagonista lo intenta, por sus
sueldos atrasados, tiempo después viene a recibir uno de los
más crueles y afrentosos castigos.
Se trata, pues, del despojo elemental, el que consiste en
arrebatarle al pobre la ropa con que se viste, el pan que come,
las pilchas, el caballo, lo que ha ganado a fuerza de sacrificios
o por ardides en el juego. En fin, el despojo a la miseria, la
LOS TEMAS 325
Nosotros nada podemos hacer, y según veo seremos una cosa muy accesoria
en los triunfos de ustedes; estamos en la mayor miseria, y nada tenemos
de lo que necesitamos para movernos; es un prodigio cómo se conserva esta
fuerza que pasa meses sin recibir más socorros que un peso; su comida es
carne flaca y maíz rosa; cuido de que siquiera estén vestidos; pero no por
eso tienen las prendas necesarias; el invierno lo han pasado con pantalones
de brin, y los más sin un miserable poncho; no hablemos, pues, de necesi¬
dades porque a esto, como a sufrimientos en ello, no hay quién nos gane.
LAS CAUTIVAS
hubo captivos cuasi dos mil personas; saliéronse los moros, y entre ellos el
capitán llamado Corcuz de Dalias, para caer después en las manos de los
332 EL MUNDO DE MARTIN FIERRO
nuestros cerca de Vera, y morir en Adra sacados los ojos, con un cencerro
al cuello, entregado a los muchachos, por los daños que siendo corsario había
hecho en aquella costa... El comisario, hallando alguna contradicción,
compró tres esclavas, una de las cuales se ofreció a descubrille gran cantidad
de ropas y dineros (libros segundo y tercero).
Sin disputa, esas escenas son horribles. Pero cuánto más horrible es el hecho
cierto que se asesina a sangre fría a todas las mujeres indias que parecen
tener inás de veinte años de edad. Cuando protesté en nombre de la
humanidad, me respondieron: Sin embargo, ¿qué hacer? “¡Tienen tantos
LOS TEMAS 335
hijos esas salvajes!” Entre las jóvenes hechas prisioneras en el mismo en¬
cuentro, estaban dos bonitas españolas, que fueron robadas cuando eran
muy niñas por los indios y no sabían hablar más idioma que el de sus
raptores... Debían venir de Salta..., más de mil seiscientos kilómetros
distante.
Matan todos los hombres, viejas y niños, y se llevan consigo las jóvenes
que tienen la suerte de agradar a su fantasía, junto con los caballos y el
ganado de los corrales, y dejan los ranchos incendiados.
Creo que fué en una expedición contra los indios, como la nuestra de hoy,
cuando se encontró con una india que llevaba unos caballos. Se había
separado de su marido por alguna casualidad, y regresaba a los toldos.
Podría haber escapado, pues montaba un buen caballo, un overo con las
orejas partidas, y el cartílago de la nariz dividido para darle mayor respi¬
ración... Cuando mi amigo la hizo presa, no opuso ella resistencia ni trató
336 EL “MUNDO” DE MARTÍN FIERRO
Todos los prisioneros que se hagan y todos los millares de caballos que
consigamos recobrar, se venderán en subasta y lo que se saque se repartirá
entre ustedes. [Comenta Nicandro]: Sólo matamos a los hombres y pocos
se escaparon. A las chinas con sus chicos las hicimos presas.
Cuando los indios atacaron al convoy en el cual viajaba, sólo mataron a los
hombres, cautivando, a la vez, a las mujeres y a los niños. Al repartirse
ellos el botín, le arrancaron de los brazos al niñito, que en ese largo y
fatigoso trayecto por el desierto, con la perspectiva de una cruel esclavitud,
le había servido de consuelo, y se lo llevaron a un lugar distante, y desde
ese momento lo perdió enteramente de vista. La compró un indio que
podía pagar una hermosa cautiva blanca, y luego la hizo su mujer. Pero
Marta, una cristiana, la esposa de un hombre al que amaba demasiado
bien, este terrible destino que le sobreviniera fué insoportable. También
estaba loca de pena por la pérdida de su hijito, y dejando una noche
338 EL “MUNDO” DE MARTÍN FIERRO
indios, sino, lo que es peor aún, el odio y las intrigas de las cautivas que
les han precedido, el odio y las intrigas de las mujeres del dueño de casa,
el odio y las intrigas de las chinas sirvientas y agregadas. Los celos y
la envidia, todo cuanto hiela y enardece el corazón a la vez, se conjura
contra las desgraciadas. Mientras dura el temor de que la recién llegada
conquiste el amor o el favor del indio, la persecución no cesa. Las mujeres
son siempre implacables con las mujeres. Frecuentemente sucede que los
indios, condoliéndose de las cautivas nuevas, las protegen contra las antiguas
y las chinas. Pero no se hace sin empeorar la situación, a no ser que las
tomen por concubinas. Una cautiva, a quien yo le averiguaba su vida,
preguntándole cómo le iba, me contestó: “Antes, cuando el indio me
quería, me iba muy mal, porque las demás mujeres y las chinas me
mortificaban mucho; en el monte me agarraban entre todas y me pegaban.
Ahora, ya que el indio no me quiere, me va muy bien; todas son amigas
mías”. Agregaré que cuando el indio se cansa, y tiene necesidad, o se le
antoja, la vende o la regala a quien quiere. Sucediendo esto, la cautiva
entra en un nuevo período de sufrimientos, hasta que el tiempo o la
muerte ponen término a sus males.
El indio [Ramón] era entendido en todo. Sus corrales eran grandes y bien
hechos, sus sementeras vastas, sus ganados mansos como ninguno. Es fama
que Ramón ama mucho a los cristianos; lo cierto es que en su tribu
es donde hay más. Una de sus mujeres, en la que tiene tres hijos, es nada
menos que doña Fermina Zárate, de la Villa de La Carlota. La cautivaron
siendo joven, tendría veinte años: ahora ya es vieja. ¡Allí estaba la pobre!
Delante de ella, Ramón me dijo: “La señora es muy buena, me ha acom¬
pañado muchos años, y yo le estoy muy agradecido, por eso le he dicho
ya que puede salir cuando quiera, volverse a su tierra donde está su
familia”. Doña Fermina le miró con una expresión indefinible, con una
mezcla de cariño y de horror, de un modo que sólo una mujer observadora
y penetrante habría podido comprender, y contestó: “Señor, Ramón es
buen hombre. ¡Ojalá todos fueron como él! Menos sufrirían las cautivas.
Yo, ¡para qué me he de quejar! Dios sabrá lo que ha hecho”. Y esto
diciendo, se echó a llorar sin recatarse. Ramón dijo: “Es muy buena la
señora”. Se levantó, salió y me dejó solo con ella. Doña Fermina Zárate
no tiene nada de notable en su fisonomía. Es un tipo de mujer como
hay muchas, aunque su frente y sus ojos revelan cierta conformidad paciente
con los decretos providenciales. Está menos vieja de lo que ella se cree.
“¿Y por qué no se viene usted conmigo, señora?”, la dije. "¡Ah, señor!,
me contestó con amargura, ¿y qué voy a hacer yo entre los cristianos?”
“Para reunirse con su familia. Yo la conozco. Está en La Carlota. Todos
se acueidan de usted con gran cariño y la lloran mucho”. "¿Y mis hijos,
señor?” “Sus hijos...” “Ramón me deja salir a mí, por que realmente no
es mal hombre, a mí al menos me ha tratado bien, después que fui madre.
P?ro mis hijos, mis hijos no quiere que los lleve... Además, señor, ¿qué
LOS TEMAS 343
vicia sería la mía entre los cristianos, después de tantos años que falto
de mi pueblo? Yo era joven y buena moza cuando me cautivaron. Y
ahora ya ve, estoy vieja. Parezco cristiana porque Ramón me permite
vestirme como ellas, pero vivo como india; y, francamente, me parece
que soy más india que cristiana, aunque creo en Dios, como que todos
los días le encomiendo mis hijos y mi familia”.
LOS MALONES
Allí vierais subir y bajar tantas lanzas, pasar y romper tanta adarga, tanta
loriga quebrarse y perder las mallas, tantos pendones blancos salir enro¬
jecidos de sangre, tantos hermosos caballos sin jinete. Los moros invocan
a Mahoma y los cristianos a Santiago. En poco trecho yacían por el campo
no menos de mil trescientos moros... Los de Mío Cid se entregan después
a saquear el campamento, recogiendo escudos, armas y abundantes riquezas.
Juntaron hasta quinientos diez caballos de los moriscos y grande es su
alegría cuando advierten que sus bajas no pasan de quince. No saben ya
ni dónde poner tanto oro y plata. Enriquecidos están con el botín.
9
344 EL “MUNDO” DE MARTÍN FIERRO
que suceder, los hombres son lanceados por los indios con lanzas de
dieciocho pies de largo, y luego que caen los desnudan, pues los indios,
que son muy aficionados a incautarse de la ropa de los cristianos, cuidan
de no deteriorarla con sangre.
Estos actos estaban sujetos a método y regla, como todos los que, por
repetirse con frecuencia, adquieren el carácter de normales. Cuando se
llegaba al campamento se separaban en un depósito común todos los
objetos de lujo o finos tomados en tiendas y almacenes, pues el azúcar,
la yerba, papel, tabaco, paños, lencería, bastarían apenas para las tropas.
Otro tanto se hacía con las mujeres, apartando lo que era realmente
chusma de las que por su fisonomía, edad, posición social inspiraban
mayor interés. Entre éstas debían encontrarse algunas bellezas, que si no
son tan abundantes en las campañas, tampoco abundan en los campamentos
los Aquiles que hagan valer sus derechos a la preferencia. A estos jefes
correspondía, a falta de sueldo, una porción del botín, de aquella parte
separada de la masa general de provisiones, sin proveeduría, escogiendo
lo que pudiese halagar el gusto o la fantasía de su parte carnal del botín.
Mayor sería el número del ejército del Sur, más vigorosa su organización,
y más decisivas hubieran sido sus operaciones, si dos sublevaciones suce¬
sivas de divisiones compuestas de contingentes de milicias no le hubieran
privado de estos refuerzos, reunidos a costa de inmensos trabajos y
346 EL “MUNDO” DE MARTÍN FIERRO
Las palabras del general Mitre en el Senado de 1855 y las del Mensaje
de 1856, demostraban desgraciadamente que los indios tenían soldados
y Buenos Aires no.
Referir los cuadros de sangre y las ruinas que los indios produjeron desde
1862 a 1868 sería materia de un libro voluminoso, apropiado para acón
gojar corazones.
MALON BLANCO
Hace veinticinco años el gran cacique aún podía llegar al pueblo mon¬
tado en su caballo, haciendo resonar la plata de su apero y agitando la
lanza, para exigir por medio de amenazas se le pagase tributo anual de
ganado, hojas de cuchillo, añil y cochinilla. Pero ahora el espíritu del
indio se ha doblegado, habiendo decaído también en número como en
coraje. Durante la última década su sangre regó abundantemente algunos
lugares del Desierto; sin embargo, dentro de algún tiempo la vieja ven¬
detta se habrá olvidado, porque el indio ya no existirá más.
LOS TEMAS 351
¿Dónde va? ¿De dónde viene? ¿Por qué grita, corre, vuela,
¿De qué su gozo proviene? clavando al bruto la espuela
sin mirar alrededor?
LAS PELEAS
asesinar y luego huir. Siempre está prófugo y reaparece con sus armas y su
sangre... Mata y desaparece nuevamente.
[Los querandíes] han sido alrededor de tres mil hombres formados con
sus mujeres e hijos y nos han traído pescados y carne para comer. Tam¬
bién estas mujeres tienen un pequeño paño de algodón delante de sus
partes. En cuanto a estos susodichos querandís no tienen un paradero
propio en el país; vagan por la tierra al igual que aquí, en los países
alemanes, los gitanos. Cuando estos indios querandís se van tierra adentro
360 EL “MUNDO” DE MARTÍN FIERRO
Los indios que ambulan por esta región son de fisonomía regular, si bien
llevan las orejas horadadas y de ellas cuelgan pesados aros de metal, pin¬
tándose el rostro con colores diversos. Algunos se cubren enteramente la
faz con una capa de pintura negra, dejando libres las orejas y la garganta;
y otros se pintan una franja de dos dedos de ancho que va de oreja a oreja
por sobre la nariz y los ojos. Algunos se dan color en las mejillas solamente
o en la nariz. Muchos se pintan las cejas en forma de bigotes; muy pocos
el cuello y los párpados. En suma, cada uno se arregla como le place y de
acuerdo a su fantasía, tanto los hombres como las mujeres. La costumbre
de llevar aros en las orejas y de pintarse el rostro es más común entre
los indios pampas, que adquieren el color entre los pehuelches y guiliches.
Los colores predilectos son: el negro, el rojo, el azul y el blanco; este último
lo emplean únicamente para dar contorno a los otros colores. El negro lo
obtienen de una piedra peculiar que nombran “yama”, la que frotan
con otra piedra hasta que produce un polvo muy fino; le agregan luego
un poco de sebo de oveja y resulta así un pigmento muy brillanto, suave
y untuoso. El color rojo lo extraen de una piedra llamada “cobo”; el azul,
de otra que denominan “codiu”, y el blanco de la piedra “palán” y el
amarillo en forma semejante.
Los indios auxiliares [de las tropas] fueron revistados en cierta ocasión
por el gobernador de Santa Fe y presentaban un aspecto impresionante.
Hubiérase dicho las hordas de los confines de Asia que invadieron Europa
en los primeros siglos de nuestra Era. Allí no se veían sino bonetes hechos
con cabezas de tigres y de lobos, largas cabelleras flotantes, lanzas muy
largas, capotes fabricados con pieles de animales salvajes, boleadoras y lazos.
Los caballos, flacos, pequeños, de crines enmarañadas, eran prontos y dó¬
ciles. La apariencia siniestra de los indios, sus ojos de un negro azabache,
sus rostros lampiños y semiocultos entre mechones de cabellos negros y
cerdosos, la extrema soltura de las actitudes, el sello intenso de barbarie
que ostentaban estos hijos del desierto, formaban un cuadro de imborrable
impresión.
Estaban vestidas [las indias] con lo más nuevo y rico que tenían. El pilquen
era de paño encarnado bastante fino; los collares y cinturones, las pulseras
de pies y manos, de cuentas, los grandes aros en forma triangular y alfiler
de pecho redondo, de plata maciza labrada. La manta era, contra la
costumbre, de pañuelo escocés de lana. Se habían pintado los labios y las
uñas de las manos con carmín; se habían puesto muchos lunarcitos negros
en las mejillas y sombreado los párpados inferiores y las pestañas. Estaban
muy bonitas. La mujer de Epumer, sobre todo, me recordaba cierta dama
elegantísima de Buenos Aires, que no quiero nombrar (capítulo LVII).
La familia del Cacique [Ramón] constaba de cinco concubinas, de
distintas edades, una cristiana y cuatro indias; de siete hijos varones y
de tres hijas mujeres, dos de ellas púberes ya. Estas últimas y la concubina
que hacía cabeza, se habían vestido de gala para recibirme. No hay indio
ranquel más rico que Ramón, como que es estanciero, labrador y platero.
Su familia gasta lujo. Ostentaban hermoso prendedores de pecho, zarcillos,
pulseras y collares, todo de plata maciza y pura, hecho a martillo y cince¬
lado por Ramón; mantas, fajas y pilquenes de ricos tejidos pampas. Las
dos hijas mayores se llamaban Comeñé, la primera, que quiere decir "ojos
lindos”, de come, lindo, y de fíé, ojos; Pichicaiun la segunda, que quiere
decir “boca chica”, de pichicai, chico, y de un, boca. Se habían pintado
con carmín los labios, las mejillas y las uñas de las manos; se habían
sombreado los párpados y puesto muchos lunarcitos negros (capítulo LXVI).
Esa mañana, en cuanto salió el sol, se habían ido a la costa de la
laguna, se habían dado un corto baño, y recatándose un tanto de nosotros,
se habían pintado las mejillas y el labio inferior con carmín que les llevan
los chilenos, vendiéndoselo a precio de oro. María, la cuñada de Villareal,
más coqueta que su hermana casada, se había puesto lunarcitos negros,
adorno muy favorito de las chinas. Para el efecto, hacen una especie de
tinta con un barro que sacan de la orilla de ciertas lagunas, barro de
color plomizo, bastante compacto, como para cortarlo en panes y secarlo
así al sol, o dándole la forma de un bollo. (Idem). ,
i.* \
humedecían con saliva, se pintaban unas a las otras, con carmín en polvo,
los labios y los pómulos, se sombreaban los párpados y se ponían lunarcitos
negros con el barro consabido; se ponían zarcillos, brazaletes, collares, se
ceñían el cuerpo bien con una ancha faja de vivos colores y por ultimo
se miraban en espejitos redondos de plomo de dos tapas de unos que todo
el mundo habrá visto en nuestros almacenes.
no come si no tiene con qué. Está visto que las instituciones humanas
son el resultado de las necesidades y de las costumbres, y que la gran
sabiduría de los legisladores consiste en no perderlo de vista al modelar
las leyes (capítulo XLIX).
No nos admiremos de las costumbres de los indios. He de repetir
hasta el cansancio, que nuestra civilización no tiene el derecho de ser
tan orgullosa. En Santiago del Estero, donde lengua y costumbres tienen
un sabor primitivo, los pobres hacen lo mismo que los indios. El que
quiere verlo no tiene más que tomar la mensajería del Norte y dar un
paseo por aquella provincia argentina. Y en la sierra de Córdoba hacen
igual cosa. Está más cerca y la excursión sería más pintoresca (capí¬
tulo XLIV).
PARLAMENTOS
pampa nos entramos, Cayendo por fin del viage A unos toldos
de salvajes, Los pruneros que encontramos. La desgracia nos
seguía, Llegamos en mal momento— Estaban en parlamento
Tratando de una invasión, Y el indio en tal ocasión Recela
hasta de su aliento. Se armó un tremendo alboroto Cuando
nos vieron llegar; No podíamos aplacar Tan peligroso hervi¬
dero; Nos tomaron por bomberos Y nos quisieron lanciar. Nos
quitaron los caballos A los muy pocos minutos; Estaban irre¬
solutos, Quién sabe qué pretendían, Por los ojos nos metían
Las lanzas aquellos brutos. Y déle en su lengüeteo Hacer gestos
y cabriolas; Uno desató las bolas Y se nos vino en seguida;
Ya no créiamos con vida Salvar ni por carambola. Vino al
fin el lenguaraz Como a trairnos el perdón; Nos dijo: “La
salvación Se la deben a un cacique. Me manda que les esplique
Que se trata de un malón. Les ha dicho a los demás Que
ustedes queden cautivos Por si cain algunos vivos. En poder
de los cristianos, Rescatar a sus hermanos Con estos dos
fugitivos”. Volvieron al parlamento A tratar de sus alianzas,
O tal vez de las matanzas, Y conforme les detallo— Hicieron
cerco a caballo Recostándose en las lanzas. Dentra al centro
un indio viejo Y allí lengüetiar se larga. Quién sabe qué les
encarga, Pero toda la riunión Lo escuchó con atención Lo
menos tres horas largas. Pegó al fin tres alaridos Y ya prin¬
cipia otra danza; Para mostrar su pujanza Y dar pruebas de
ginete Dió riendas rayando el flete Y revoliando la lanza.
Recorre luego la fila. Frente a cada indio se para. Lo ame¬
naza cara a cara Y en su juria aquel maldito Acompaña con
su grito El cimbrar de la tacuara. Se vuelve aquello un incen¬
dio Más feo que la mesma guerra— Entre una nube de tierra
Se hizo allí una mescolanza De potros, indios y lanzas, Con
alaridos que aterran. Parece un baile de fieras, Sigiín yo me
imagino— Era inmenso el remolino, Las voces aterradoras—
Hasta que al fin de dos horas Se aplacó aquel torbellino. De
noche formaban cerco Y en el centro nos ponían— Para mos¬
trar que querían Quitarnos toda esperanza Ocho o diez
filas de lanzas Alrededor nos hacían. Allí estaban vigilantes
Cuidándonos a porfía, Cuando roncar “Huincá” gritaba cual¬
quiera, Y toda la fila entera “Huincá”— “Huincá”, repetía.
Pero el indio es dormilón Y tiene un sueño profundo— Es
MISCELÁNEA 365
Terminados los saludos, que eran seis razones, las que fueron convertidas
en sesenta de una parte y otra, llegó el turno de los abrazos y apretones
de manos. Esta vez no hubo más alteración en el ceremonial que toques
de corneta. Di unos ciento y tantos abrazos y apretos de mano; y cuando
ya no me quedaba costilla ni nervio en la muñeca que no me doliera,
comenzaron los alaridos de regocijo y los vivas, atronando los aires. Todo
el mundo, excepto mi gente, se desparramó gritando, escaramuceando,
rayando los caballos, ostentando el mérito de éstos y su destreza. Aquello
era una verdadera fiesta, una fantasía a lo árabe.
VIRUELA Y EMBRUJO
LTna fiebre, en 1830, mató setenta mil indios en California, y una malaria
en Oregón y Columbia, ese mismo año, asoló las tribus de la región
y exterminó prácticamente a los indios que hablaban las lenguas de la
familia Chinook (Angel Rosenblat, Población indígena de América).
Quise aprovechar este viaje para visitar a los indios que forman junto
al Fuerte General Paz dos tribus principales, y una tercera, de menor
importancia. En la época en que las visité, la viruela hacía horribles
estragos en la última tribu, mientras que había habido tan sólo algunos
casos aislados en la de Tripalao, y la de Manuel Grande había quedado
inmune. En mi gira quise, sobre todo, visitar los toldos donde había en¬
fermos, con el fin de bautizar, por lo menos a los niños, si me era posible.
El médico de la guarnición, que conocí por coincidencia la misma noche
de mi llegada al fuerte, aceptó acompañarme. Es imposible ver nada
más horrible, ni más lamentable. A lo largo de nuestro camino encontra¬
mos, aquí y acullá, cadáveres de personas de toda edad, envueltos tan
sólo en un cuero, y arrojados como osamentas en medio de los matorrales.
Algunos toldos estaban completamente vacíos: todos sus moradores habían
muerto, mientras en algunos otros no habían quedado sino una o dos
personas, escapadas como por milagro de la enfermedad y de la muerte,
pero que morían de hambre, no recibiendo la ración de carne que cada
día les era debida.
MISCELANEA 369
En Guaminí hay unos treinta indios de los tomados en las últimas expe¬
diciones, y catorce de ellos, atacados de viruelas, se asisten en el Lazareto
donde se les prodiga la asistencia esmerada que es compatible con la
exigüidad de sus recursos. Pertenecen estos indios a los capitanejos Painé
y Huincá, que también están allí prisioneros y que, aunque tratados
con las consideraciones debidas a su real estirpe y a su elevada jerarquía,
no ocultan la pena que les causa el verse privados de libertad, de esa
libertad que los hacía dueños, hasta hace poco, de una inmensa pampa
que se extendía hasta lo que es hoy la segunda línea de fronteras. En¬
cerrados en un mutismo que nada quebranta, diéronme “la callada por
respuesta’’, cuando les dirigí la palabra en el tono más afectuoso que
me fué posible.
DANZA
Había otras danzas y más antiguas que eran totalmente dionisíacas. Las
tribus del norte de México bailaban echando espuma por la boca, junto
al altar. Las danzas de los hechiceros de California requerían una actitud
cataléptica. Los Maidu acostumbraban sostener torneos en los que era
vencedor el que bailaba más que los otros; esto es, el que no sucumbía
a las sugestiones hipnóticas de la danza. En la costa noroeste se con¬
sidera todo el ceremonial de invierno como adecuado para domesticar al
hombre enfurecido y poseído por los espíritus. Los iniciados desempeña¬
ban un papel con el frenesí que de ellos se espera .Bailan como hechi¬
ceros siberianos, trabados por cuatro cuerdas tendidas en las cuatro direc¬
ciones de modo que se pueda comprobar si se dañan a sí mismos o a otros.
Ningún indicio de esto hay en las ocasiones danzantes de los Zuñi. La
danza, como su poesía ritual, es una compulsión monótona de fuerzas
naturales por la reiteración. El incansable batir de sus pies reúne la
niebla en el cielo y la acumula en las apiladas nubes de lluvia... Este
empeño dicta la forma y el espíritu de las danzas de los Pueblo. Nada
hay de salvaje en ella. Lo que les da eficiencia es la fuerza acumulativa
del ritmo, la perfección de cuarenta hombres que se mueven como uno.
Nadie ha descrito más precisamente esta cualidad de la danza de los
Pueblo que D. H. Lawrence: “Todos los hombres cantan al unísono,
mientras se mueven con suavidad, con pesados pasos de ave que son el
conjunto de la danza, con los cuerpos inclinados un poco hacia adelante,
los hombros y las cabezas abandonadas y pesadas; fuertes los pies, aun¬
que suaves; los hombres pisotean la danza hacia el centro de la tierra.
Los tambores recogen el golpe de la pulsación cardíaca y durante horas
y horas se prosigue así” (Mañanas en México).
ARMAS
COMIDA Y BEBIDA
Y en otra visita:
Estaba a dos pasos del toldo de Villarreal; puse el oído; oí hablar con¬
fusamente en araucano; miré en esa dirección y vi el espectáculo más
repugnante. Un candil de grasa de potro, hecho en un hoyo, ardía en
el suelo; un tufo rojizo era toda la luz que despedía. Bajo la enramada
del toldo, la chusma viciosa y corrompida, saboreaba con irritante desen¬
freno los restos aguardentosos de una saturnal que había empezado al
amanecer. Hombres y mujeres, jóvenes y viejos, todos estaban mezclados
y revueltos unos con otros; desgreñados los cerdudos - cabellos, rotas las
sucias camisas, sueltos los grasicntos pilquenes; medio vestidos los unos,
desnudos los otros; sin pudor las hembras, sin vergüenza los machos,
echando blanca babaza éstos, vomitando aquéllas; sucias y pintadas las
caras, chispeantes de lubricidad los ojos de los que aún no habían per-
MISCELÁNEA 379
ESTRATAGEMAS
EL HOGAR
Hoy, como hace cien años, tiene la provincia, por la mala distribución
de la propiedad, el problema de millares de habitantes sin hogar y sin
trabajo, el robo por hambre, la depresión física y la prostitución con¬
siguiente en la masa desvalida.
Tomaba [el gaucho] una mujer de su clase, libre como él, sumisa y
buena, sin cuidarse mucho de las formas con que se unía a ella. Plan¬
taba una choza en la rinconada de un arroyo, cerca del agua para
evitarse el trabajo de acarrearla; y como los prebostes de la Hermandad
solían tener la ocurrencia de atravesar los campos con cincuenta o se¬
senta blandengues, ahorcando expeditivamente bandoleros, el gaucho tenía
buen cuidado de levantar esa choza bajo la cubierta de un bosque, en
sendas o vados que le eran conocidos, para evitar que lo encontrasen
desprevenido, porque la justicia del rey no era muy solícita en distinguir
a los inocentes de los vagos...
Cuando la niña ha llegado a ser mujer, celebran una fiesta que se llama
huecú-recd. Esta consiste en que la heroína es cubierta con una manta
y así pasa una noche entera en el toldo, sin ver la luz. Al día siguiente
se reúnen los parientes. Clavan un ángulo de sus lanzas en cuyo vértice
interno se coloca la muchacha, velada siempre como la noche anterior,
y entre dos caballos, uno roano que representa al sol y otro blanco que
representa a la luna. Primero pasan los muchachos por el lado exterior
del ángulo haciendo contorsiones y visajes, y van a colocarse tras la
heroína. Esta saca el caballo roano y lo pasea por el mismo trayecto que
lo han hecho los chiquilines. Vuelta a su puesto vienen los parientes.
Van metiendo una algarabía infernal y entonando cantos religiosos y
384 EL “MUNDO” DE MARTÍN FIERRO
este caso hay que pagar mucho más que en el otro. Si la mujer huye
después y se refugia en el toldo paterno, la entregan o no. Si no la
entregan los padres, en uso de su derecho, el marido pierde lo que
pagó...
Un indio puede casarse con dos o tres mujeres; generalmente no tiene
más que una, porque casarse es negocio serio: cuesta mucha plata. Hay
que tener muchos amigos que presten las prendas que deben darse en
el primer caso, y en el segundo las prendas y el auxilio de la fuerza...
Sólo los caciques y capitanejos tienen más de una mujer... La más
antigua es la que regentea el toldo; las demás tienen que obedecerle,
aunque hay siempre una favorita que se sustrae a su dominio. Las
viudas representan un gran papel entre los indios, cuando son hermosas.
Son tan libres como las solteras en un sentido; en otro más, porque
nadie puede obligarlas a casarse, ni robarlas. De manera que las tales
viudas, lo mismo entre los indios que entre los cristianos, son las cria¬
turas felices del mundo.
EL AMOR
' LA FAMILIA
que los amigos, valedores y criados [de Irala] tuvieron licencia para que
fuesen por pueblos y lugares de indios y les tomasen las mujeres y las
hijas y las hamacas y otras cosas que tenían.
LA PATERNIDAD
LOS HIJOS
Mire mis cachorros: son seis en total, mujeres y varones, en buena salud,
tan sucios como les place, tan felices como es de largo el día. En fin,
míreme: John Carrickfergus —o más bien Don Juan, porque ningún
indígena ha podido pronunciar mi nombre—, temido, respetado, amado:
un hombre sobre quien su vecino puede contar cuando tiene necesidad
de un golpe de mano, un hombre que no trepida en plantarle una bala
al cuervo, al gato rnontés o al asesino que pasa por su camino. Y ahora
usted lo sabe todo. “¡Extraordinaria historia!, pero imagino que usted
enseñará algo a sus hijos” "¿Yo? Nada, nada de eso!”, respondió mi
interlocutor con énfasis. En el viejo país no se piensa sino en los libros,
en la propiedad, en los afeites; lo que es bueno para el alma, el cerebro,
el estómago, hace desgraciados a los muchachos. La libertad para todos,
he ahí mi dogma. La suciedad para los niños es la salud y la felicidad.
LA ORFANDAD
En este tiempo se hizo cierta armada contra moros, entre los cuales fué
mi padre... Mi viuda madre, como sin marido y sin abrigo se viese,
determinó arrimarse a los buenos para ser uno dellos... Ella y un
hombre moreno, de aquellos que las bestias curaban, vinieron en cono¬
cimiento. ..
O en el Buscón:
LA VIUDEZ
EL PAYADOR
Y en la Introducción:
Y en el Prólogo a la Vuelta:
LA PAYADA
en un trozo que difiere por completo del resto del Poema por
su tono poético convencional. Puede ser visto como una de¬
mostración de dos formas de cantar en cosas de fundamento,
una de las cuales representa el Autor. No obstante, la observa¬
ción de Arturo Costa Alvarez es justa, al decir: “En este episo¬
dio de la payada es donde más evidente se hace que todo el
seudopoema épico nacional es una simple escena de ventrilo¬
quia’’ (en Nuestro preceptismo literario). Y es injusta en cuan¬
to prescinde de reconocer que la payada es una forma típica de
nuestra poesía popular y que se realizaba siempre por dos can¬
tores de renombre ante numeroso auditorio. Constituía, pues,
un espectáculo que congregaba a muchas personas de diferentes
lugares. Históricamente, corresponde esa forma decadente a una
clase muy antigua de competencias poéticas, corrientes aún en
la Edad Media: los quolibet, las tensones y otras especies po¬
lémicas; pero sus orígenes son muy anteriores; se remontan a
los Idilios de Teócrito y a las Eglogas de Virgilio, y pueden en¬
contrársele antecedentes en la Comedia tal como Aristófanes
la estructuró, en el agón, que era una disputa cantada que fina¬
lizaba en riña. María Rosa Lida ha señalado un antecedente
más directo a la payada del Poema en la comedia La doncella
Teodor, de Lope (en El cuento popular en la literatura his¬
panoamericana), forma difundida en otros países, particular¬
mente en Venezuela.
El compromiso del Autor, considerada la realización artísti¬
ca de esa pieza, es no menos grande que el de Martín Fierro,
pues ha de quedar demostrado no sólo que la fama del cantor
es legítima, sino que el Poeta podía cumplir a su vez la prueba
con holgura. Las inmensas dificultades que supera Hernández
debieron de exigirle un esfuerzo supremo, y en alguna medida
lo denuncia la circunstancia de que la composición está urdida
con distintos trozos, de distinta factura y sabiamente acoplados,
perceptibles en un examen somero. En general, la factura mé¬
trica es, en las sextetas, la misma del Poema; y, sin embargo,
existen irregularidades que permiten suponer una composición
intermitente y hasta de distintas épocas. Por ejemplo, el em¬
pleo del romance, dividido en estrofas artificiales de seis ver¬
sos (4079-84 y 4109-14), o las cuartetas de las respuestas de
Martín Fierro (4307-14, 4335-42 y 4349-60). Estas réplicas se
LA VIDA 431
Valentín; Teodoro:
Ya que usté es tan entendido
Bueno, amigo, digamé,
y goza de tanta fama,
ya que a cencía hemos venido,
quiero amigo que me diga
¿por qué la luna se corre
¿Cuántos giievos pone un tero?
por enmedio de las nubes?
Teodoro:
Ya que usté se empeña tanto
Valentín:
que conteste a su pregunta,
le diré: no pone el tero, ¿Por qué el sol alumbra el día
sino dos la terutera. y a la noche las estrellas?
Y contésteme usté a mí, Retruque, pues aparcero,
ya que viene con historias, ya que tan alto hemos ido
¿por qué los chajaces vuelan ¿cuántas serán las estrellas
y no nadan los flamencos?
que aura dan luz a la tierra?
Valentín;
¿Porqué los patos se bañan
Teodoro:
y las perdices se esconden?
Serán tantas cuantas sean
¿Por qué cavan los peludos
y disparan los ñanduces? todas las que haiga en el cielo,
¿Por qué corren los venados y baraje usté, compadre,
y» se orinan los zorrinos? que se me viene rengueando,
¿Por qué los zorros acechan ¿a dónde estarán los güesos
y las víboras se arrastran? de todos los que murieron?
a) LIBROS
Acevedo, J. B.: “¿Con Martín Fierro o con Don Quijote?” (Rev. H-Ameri-
cana, VI).
Ambal, C. E.: “El Martin Fierro y la poesía tradicional” (1925).
Alonso Criado, Emilio: “¿Cuál es el valor del Martín Fierro?” (1913).
Arrieta, Rafael Alberto: “En el centenario del autor de Martin Fierro” (1934).
Auclaire, Marcelle: “El poema épico de José Hernández” (1925).
Azeves, Héctor Angel: “El tío Lucas del Diablo Mundo y el viejo Vizcacha”
(1942).
Azorín: “Cervantes y Hernández (1938).
Barbieri, Vicente: “Picardía, el Lazarillo criollo” (1942).
456 BIBLIOGRAFÍA
tórico (1940).
458 BIBLIOGRAFÍA
gaucho (1935).
Lehmann-Nitsche, R.: Santos Vega; Adivinanzas rioplatenses.
Lenemé, Carlos: El paisano.
Leturque, H.: Au pays des gauchos.
López, Vicente F.: El gaucho argentino.
Lynch, Ventura R.: Cancionero bonaerense.
Machado, J. E.: El gaucho y el llanero.
Monlá Figueroa: El gaucho argentino.
Matti, Carlos Horacio: Semblanzas de argentinos (1939).
Morales, Ernesto: El sentimiento popular en la literatura argentina (1926);
Lírica popular rioplatense (1927); Espronceda y los poetas argentinos
(1942).
Menéndez y Pelayo, Marcelino: Antología de la poesía hispano-americana.
Muñiz, Rórnulo: Los indios pampas (1931).
Onís, Federico de: Antología de la poesía española e hispanoamericana. (1937).
Oyuela, Calixto: Antología de la poesía hispanoamericana.
Oviedo, Jesús J.: La literatura gauchesca dentro de la literatura argentina
(1934).
Pi, Winfredo: Antología gauchesca (1917).
Pinto, Luis C.: El gaucho y sus detractores (1943).
Quesada, Ernesto: El criollismo en la literatura argentina (1902).
Quirós, Carlos Bernaldo de: Dimensión y legitimidad de lo gauchesco (1943).
Rivarola, Enrique: Narraciones populares recogidas por Santos Vega.
Rohde, Jorge Max: Las ideas estéticas en la literatura argentina.
Rojas, Ricardo: Historia de la literatura argentina (1924).
Sarobe, Gral. José M?: Las caballerías gauchas.
Sbari, José M;-1: Monografía sobre los refranes, adagios y proverbios caste¬
llanos.
Scarone, Arturo: El gaucho (1922).
Segovia, Francisco D.: Del pasado entrerriano (1941).
Torterolo, Leonardo Miguel: El gaucho.
Vossler, Karl: La vida espiritual en Sud-América (1935).
Wernicke, Edmundo: Ciencia, experiencia y ambiente rural (1937).
Zeballos, Estanislao: Descripción amena de la República Argentina; Can¬
cionero popular (1905).
BIBLIOGRAFÍA 459
d) TRADUCCIONES
I
INDICE DE OBRAS Y PERIÓDICOS
MENCIONADOS EN EL TEXTO
427. Cuento de un overo, II, 160. de Julio de 1916, Buenos Aires, II,
Días de ocio en la Patagonia, II, 381.
10, III, 321, 350, 411. El ombu, I, mitiva, I, 314.
139, 452; II, 60, 90, 190, 336. El Lida, M. R.: El cuento popular en la
niño diablo (cuento), II, 160, 336. literatura hispanoamericana, II, 430
La tierra purpúrea, I, 288, 351; López, V. F.: Historia de la Repúbli¬
11, 36, 160, 177, 187, 218, 320, 402, ca Argentina, I, 351, 365; II, 72,
418, 427. Marta Riquelme (cuento), 78, 103, 121, 142, 381.
II, 336, 337. Nature in Dowland, II, Lozano Padre: Historia de la con¬
10. Un naturalista en el Plata, I, quista del Rio de la Plata, II, 54.
225; II, 10, 43. Una cierva en Rich- Lugones: El imperio jesuítico, I, 424,
mond Park, II, 37, 63, 69, 75, 85; 436; II, 278. El payador, I, 9, 422,
375. 423, 424, 430, 431, 436; II, 158, 227,
Hugo: La leyenda de los siglos, I, 272, 284, 318, 344, 383, 405, La
388. guerra gaucha, I, 424, 436. Poemas
Hurtado de Mendoza: Guerra de solariegos, II, 143. Roca, I, 424, II,
Granada, I, 243; II, 262, 263, 331, 52, 116. Sarmiento, I, 423; II, 99.
343. Vida del lazarillo de Tormes Lupo, R.: La conquista del desierto,
(?), II, 304, 379, 421. II, 86, 87, 88, 274, 369.
Lussich, J.: El matrero Luciano San¬
Iriarte, T.: Memorias, I, 334. tos, I, 123. Los tres gauchos orien¬
Ingenieros, J.: Evolución de las ideas tales, I, 123, 182, 199, 220, 239, 245,
argentinas, II, 149. 274, 282, 289, 371; II, 119, 125, 295,
300, 310, 317, 327, 379, 401.
Kafka: El castillo, II, 324. La madri¬ 310, 317, 377.
guera, I, 404. La muralla china, II, Lynch, Bv.: Cancionero bonaerense,
324, 409. Una colonia penitencia¬ II, 149, 150, 155, 169, 383, 406, 424,
ria, I, 404. 431. El cancionero rioplatense, II,
Kahler, E.: Historia universal del 432.
hombre, II, 123. Lynch Ben.: Romance de un gau¬
Kelsen, J.: La paz por medio del de¬ cho, I, 139.
recho, II, 283. Lévy-Bruhl, L.: La mentalidad pri-
Kroeber, A.: Antropología General, I, Magariños Cervantes, A.: Celiar, II,
408, II, 75, 372. 317.
Maligne, A. A.: Historia militar ar¬
Lamas, A.: Rivadavia, II, 238, 243. gentina, II, 126, 127.
Lassala: Lucia Miranda, II, 333. Manrique, J.: Coplas, II, 408.
Lastarria: Colonias orientales del Río Mansilla, L. V.: En vísperas, II, 151.
Paraguay o de la Plata, 1805, II, Una excursión a los indios ranque-
168. les, I, 43; 11,16, 41, 42, 65, 67, 73,
Lavardén, M.: La inclusa, II, 339. Si¬ 81, 84, 100, 109, 116, 131, 134, 317,
ripa, II, 333, 339, 343. 341, 359, 362, 366, 372, 377, 378, 384,
Leguizamón, M.: De cepa criolla, I, 391.
233; II, 199. Manzoni, A.: Los novios, II, 12.
Leumann, C. A.: El poeta creador, I, Mármol, J., Amalia, I, 298, 334, 361,
145, 206, 208, 210, 432, 450. Ar¬ 452; II, 190, 200, 224, 396, 401.
tículos en El Diario, I, 13, 34, 45. Martínez Estrada, E.: La cabeza de
La Prensa, I, 14. Goliath, II, 228. Radiografía de la
Lestrade, E. F.: art. de La Prensa, 9 Pampa, II, 151, 322.
INDICE DE OBRAS Y PERIÓDICOS 465
Scheler, M.: El saber y la cultura, I, Vega, Lope de: El Isidro, II, 261, 290,
402. 299, 300, 301, 303, 310. El remedio
Schmidl, U.: Derrotero y viajes, I, 190, en la desdicha, II, 64, 334. La don¬
II, 359. Viajes, II, 95. cella Teodor, II, 430.
Segovia, E.: Artículo en Nosotros, II, Vélez, F. M.: Ante la posteridad, I,
10. 30; II, 41, 87, 90, 116.
Senet, R.: La psicología gauchesca en Victorica, B.: Urquiza y Mitre, I, 23.
el Martin Fierro, I, 78; II, 308, 396. Virgilio: Eglogas, II, 430.
Shakespeare: Hamlet, I, 331. Vignati, M. A.: (prólogo a Vocabula¬
Sommariva, L. M.: Historia de las rio rioplatense, de Muñiz), II, 149.
intervenciones federales, I, 23; II,
106, 126, 214, 246, 250. Wassermann, J.: Cristóbal Colón, el
Soria, M.: Fechas catamarquenas, II, Quijote del Océano, II, 262.
189. Weidlé, W.: Ensayo sobre el destino
actual de las letras y las artes, I,
Teócrito;' Idilios, I, 394; II, 430.
345.
Terán, B.: El nacimiento de la Amé¬ Whitehead: Modos de pensamiento,
rica española, II, 381.
I, 312.
Tiscornia, E. F.: Discurso, I, 10, 16,
Wilde, J. A.: Buenos Aires, desde se¬
79, 111, 424, 450; II, 308, 317. La
tenta años atrás, II, 181.
lengua de Martín Fierro, I, 147,
Williams Alzaga, O.: Evolución his¬
282; II, 30, 89, 196, 203.
tórica de la explotación del ganado
Tschiffely, A. F.: Mancha y gato, II,
vacuno en Buenos Aires, II, 55.
80.
TOMO I
Parte Primera
EL POEMA
pág.
Las Personas
b) Los personajes:
Martín Fierro .
Martín Fierro en la Ida y en la Vuelta. 79
Cruz . 84
Comparación entre las vidas de Martín Fierro y de Cruz .. 90
La amistad de Martín Fierro y Cruz. 93
Vizcacha . 94
El Hijo Mayor. 99
Picardía y el Hijo Segundo . 101
La última de las grandes figuras . 103
Los personajes secundarios. 105
Personajes inadvertidos .-. 109
Nombres . 110
La estrofa . 113
Las estrofas irregulares 121
468 INDICE GENERAL
PÁG.
La organización de la sexteta. 123
Conjeturas sobre anomalías en las estrofas. 125
Interpolación de estrofas. 129
La rima. 131
El verso. 136
El romance . 138
La fonología y la ortografía. 139
La sintaxis . 147
Neologismos y barbarismos . 148
Las Estructuras
PAG.
Del habla folklórica . 253
Inmigración del habla, oral y escrita. 255
De la bastardía oral . 256
Del habla de cada cual . 258
Del habla de la sensibilidad . 260
El lenguaje como realidad .. 263
De los innovadores . 268
Pobreza del habla . 269
La esgrima del habla . 272
Lo Gauchesco
Las Esencias
Parte Segunda
LOS VALORES
PÁG.
Filosofía . 398
Los refranes. 405
Vizcacha, filósofo moralista. 410
Las “mejores” ediciones y las primeras críticas. 414
La crítica . 423
La crítica vira en redondo. 434
Hernández contra sí mismo . 438
Crítica a la autocrítica . 447
TOMO 11
Parte Primera
LA FRONTERA
a) El territorio
El paisaje . 9
Escenario y elenco . 15
La tierra . 19
Las estancias . 29
La cocina . 35
El corral . 37
La pulpería . 39
Tierras y ganados. 40
Un importante personaje histórico: la vaca. 53
Otro protagonista de nuestra historia: el caballo. 62
El amigo olvidado . 71
Los ranchos . 74
Los toldos . 82
Los fortines . 84
PÁG.
d) El orbe histórico
La realidad. 196
Realismo y verismo . 200
Historicidad . 202
Ciudad y campo . 207
Lo social en la sociedad. 210
Gaucho democracia y sentido de la historia. 212
Política de personas . 214
Lo social en el Autor. 218
Política y políticos . 225
“Las dos políticas” . 228
La redención . 233
Militares y caudillos. 236
Los caudillos . 244
Los pulperos . 253
La conquista . 259
El indio conjugado con lo inferior. 265
La conquista del desierto . 268
Los pactos . 271
Las injusticias . 278
472 INDICE GENERAL
PÁG.
El poder . 288
El destierro . 290
Parte Segunda
a) Los temas
Los temas . 295
Conexión temática del Martin Fierro con otras obras .... 298
La edad de oro . 320
Pobreza . 323
Las cautivas . 330
Los malones. 343
Malón blanco . 349
Comparación de los malones en La Cautiva, Santos Vega
y Martín Fierro. 351
Las peleas. 355
b) Miscelánea
Psicología y costumbres del indio. 359
Parlamentos . 363
Viruela y Embrujo . 365
Danza . 372
Armas . 375
Comida y bebida. 376
Estratagemas . 379
c) La Vida
El hogar . 381
El amor . 394
La familia . 399
“La región de las madres” . 407
La paternidad . 412
Los hijos. 417
La orfandad. 420
La viudez . 423
El payador . 424
La payada . 429
INDICE GENERAL 473
PÁG.
Observaciones sobre la payada. 436
Epílogo . 439
Bibliografía
a) Libros . 455
b) Monografías, ensayos, estudios, artículos . 455
c) Obras relacionadas con el Martin Fierro . 457
d) Traducciones . 459
INDICE de obras y periódicos mencionados en el texto . . 461
220032
DATE DUE / DATE DE RETOUR
O 1164 0126921