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Dossier de textos para Lengua y Literatura – 3º – Escuela n.

º 3186 “Alberto Monti” - Profesora:


Sofía Dolzani – 2020
Unidad II.La ciudad vista: imaginarios urbanos en la literatura.

Unidad II. Parte I

LA CIUDAD VISTA: IMAGINARIOS URBANOS EN LA


LITERATURA

Xul Solar (1939) de la serie Ciudad Lagui. Buenos Aires: Museo Xul Solar.

El espacio como punto de vista: modos de ver la ciudad.


Espacios y tiempos: imaginarios urbanos.
Progreso y desencanto. Ruinas y huellas de la ciudad. La ciudad como archivo.
Espacios y cuerpos. Islas urbanas: periferias, barrios y villas. La distribución de los
espacios y de los cuerpos.

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Unidad II.La ciudad vista: imaginarios urbanos en la literatura.

ÍNDICE

Imaginarios urbanos
“Paseas por Florida” de Silvia Molloy ………………………………………. p. 3
Facundo (fragmento) de Domingo Faustino Sarmiento ……………………... p. 10
Literatura y ciudad de Beatriz Sarlo ………………………………………… p. 11
Conflicto y mezcla (fragmento) de Beatriz Sarlo……………………………. p. 14

Centros. La Buenos Aires de los años años ‘30


Aguafuertes porteñas (selección) de Roberto Arlt:…………………………... p. 18
“El placer de vagabundear” …………………………………………... p. 18
“El espíritu de la calle Corrientes no cambiará con el ensanche” ……. p. 20
“Molinos de vientos en Flores”……………………………………….. p. 22
“Taller de composturas de muñecas”………………………………….. p. 24
“Silla en la vereda”……………………………………………………. p. 26
“Otra mirada sobre las Aguafuertes porteñas de Roberto Arlt” ……………… p.29

Estaciones. Progreso y desencanto. Ruinas y huellas de la ciudad.


Aguafuertes fluviales (selección) de Roberto Arlt……………………………. p. 32
“La ciudad de corrientes”………………………………………………p. 32
“El expreso Shangai correntino”……………………………………….p. 35
“Retiro. La estación” de Marcelo Cohen…………………………………….. p. 38
“Diario del 22 de noviembre del 2000” de María Carman……………………p. 45
“El Salmón” de Fabián Casas …………………………………………………...… p. 51
Partitura de Beatriz Sarlo……………………………………………………. p.67

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IMAGINARIOS URBANOS: ESPACIOS Y TIEMPOS

CUENTO

Paseás por Florida de Silvia Molloy

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ENSAYO

Facundo (fragmento) de Domingo Faustino Sarmiento

Las ciudades argentinas tienen la fisonomía regular de casi todas las


ciudades americanas: sus calles en ángulos rectos, su población diseminada
en una ancha superficie, si se exceptúa Córdoba, que, edificada en corto y
limitado recinto, tiene todas las apariencias de una ciudad europea, a que
dan mayor realce la multitud de torres y cúpulas de sus numerosos y
magníficos templos. La ciudad es el centro de la civilización argentina
española europea; allí están los talleres de las artes, las tiendas de comercio,
las escuelas y los colegios, los juzgados, todo lo que caracteriza, en fin, a los
pueblos cultos.
La elegancia en los modales, las comodidades del lujo, los vestidos
europeos, el frac y el levita tienen allí su teatro y su lugar conveniente. No
sin objeto hago esta enumeración trivial. La ciudad capital de las provincias
pastoras existe algunas veces ella sola, sin ciudades menores, y no falta
alguna en que el terreno inculto llegue hasta ligarse con las calles. El
desierto circunda a más o menos distancia, las cerca, las oprime; la
naturaleza salvaje las reduce a unos estrechos oasis de civilización
enclavados en un llano inculto de centenares de millas cuadradas, apenas
interrumpidos por una villa de consideración. Buenos Aires y Córdoba son
las que mayor número de villas han podido echar sobre la campaña, como
otros tantos focos de civilización y de intereses municipales; ya esto es un
hecho notable.
El hombre de la ciudad viste de traje europeo, vive de la vida civilizada tal
como la conocemos en todas partes; allí están las leyes, las ideas de
progreso, los medios de instrucción, alguna organización municipal, el
gobierno regular, etcétera. Saliendo del recinto de la ciudad todo cambia de
aspecto: el hombre de campo lleva otro traje, que llamaré americano por ser
común a todos los pueblos; sus hábitos de vida son diversos, sus necesidades
peculiares y limitadas; parecen dos sociedades distintas, dos pueblos
extraños uno del otros. Aún hay más: el hombre de la campaña, lejos de
aspirar a semejarse al de la ciudad, rechaza con desdén su lujo y sus
modales, y el vestido del ciudadano, el frac, la silla, la capa, ningún signo
europeo puede presentarse impunemente en la campaña. Todo lo que hay de
civilizado en la ciudad está bloqueado allí, proscrito afuera, y el que osara
mostrarse con levita, por ejemplo, y montando en silla inglesa, atraería sobre
sí burlas y las agresiones brutales de los campesinos.

Sarmiento, Domingo Faustino (1845) Facundo (fragmento). Buenos Aires: Terramar


Ediciones, 2010.

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CRÍTICA

Literatura y ciudad de Beatriz Sarlo

En las primeras décadas de este siglo, la imaginación urbana diseñó distintas


ciudades: "las orillas" de Borges, lugar indefinido entre la llanura y las últimas casas, a las
que se llega desde la ciudad, todavía horadada por baldíos y patios; la ciudad ultrafuturista
de Arlt, construida en la mezcla social, estilística y moral, donde la ficción descubre una
modernidad que todavía no existe del todo materialmente; las postales y las instantáneas
Kodak de Girondo, donde la superficie de la ciudad se desarticula en bruscas
iluminaciones y signos taquigráficos.
Pero vayamos hacia atrás. En el siglo XIX, la literatura argentina se acercó a la ciudad
desde lo que todavía no era ciudad. Los románticos imaginaron una ciudad donde apenas
había un rancherío, un par de iglesias y un cabildo: Buenos Aires, aldea mínima. Lo otro
era el desierto, que rodeaba a la ciudad no como paisaje encantador o sublime sino como
amenaza anticultural que era necesario exorcizar. El romanticismo francés, las lenguas
extranjeras, los libros de filosofía política fueron instrumentos del corte que, a partir de
entonces, se instaló en la cultura argentina.
La ciudad ha sido no sólo un tema político, como puede leerse en varios capítulos de
Facundo o en Argirópolis, no sólo un escenario donde los intelectuales descubrieron la
mezcla que define a la cultura argentina, sino también un espacio imaginario que la
literatura desea, inventa y ocupa. La ciudad organiza debates históricos, utopías sociales,
sueños irrealizables, paisajes del arte. La ciudad es el teatro por excelencia del intelectual,
y tanto los escritores como su público son actores urbanos.
Cuando escribe Facundo, Sarmiento no conoce Buenos Aires; tampoco conoce
Córdoba, ni Tucumán. Escribe de lo que no ha visto jamás: escribe con los libros sobre la
mesa, a partir de testimonios de viajeros y de lo que ha oído decir; se acerca a la ciudad
desde afuera, desde ciudades extranjeras o imaginadas. Para Sarmiento, ciudad y cultura,
ciudad y república, ciudad e instituciones son sinónimos trabados por una inseparable
relación formal y conceptual. Cree que en la ciudad está la virtud y que la ciudad es el
motor expansivo de la civilización. La extensión rural es despótica, el agrupamiento
urbano incuba a la república. Sarmiento, con un gesto voluntarista de creación imaginaria
de la sociedad por venir, profetiza una ciudad y una cultura a las que sólo después de
medio siglo se aproxima Buenos Aires.
En paralelo a Sarmiento, la literatura gauchesca expone su opinión diferente: de la
ciudad llega el mal que altera los ritmos naturales de una sociedad más orgánica. La
ciudad se contrapone al tiempo utópico de la edad de oro (que evoca Martín Fierro y luego
será recuperado por Güiraldes en Don Segundo Sombra) y a la extensión pampeana donde
el gaucho padece la injusticia que la ciudad ha instalado en el campo. Aunque primitiva, la
sociedad campesina es integrada; en cambio, la ciudad incita el torbellino de la explosión
individualista, mercantil, materialista, en una palabra, de todo lo que es interesante para la
literatura moderna.

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La literatura de Buenos Aires no se libra fácilmente de estas marcas fundadoras. El


imaginario urbano es hegemónico en la cultura rioplatense de este siglo. Incluso los
escritores en quienes predomina el tema rural como contenido explícito, se alinean
respecto de ese poderoso centro de irradiación simbólica que suscita las pasiones propicias
para la ficción: la corrupción que desde la ciudad se derrama sobre el campo
escandalizando su moral y perturbando las subjetividades; el deseo de ciudad que pierde a
las mujeres de los pueblitos ínfimos; la ciudad perversa que encuentra en el campo una
extensión de su codicia y de sus impulsos; el escritor escéptico o desilusionado que se
refugia en la utopía rural a la que llega con las estéticas modernas; el heredero de una
tradición que descubre en el campo las huellas de valores y saberes perdidos.
La ciudad no es el contenido de una obra, sino su posibilidad conceptual. Todos los
desvíos rurales de la literatura rioplatense de este siglo son producidos por la ciudad y
desde ella: se sale de la ciudad a escribir sobre el campo. La literatura visita el campo,
pero vive en la ciudad. La excepción es el regionalismo, que no pertenece ni a la ciudad ni
al campo, y no puede ser explicado espacial sino temporalmente. El regionalismo nombra
lo que desaparece (las costumbres, el folk campesino, las virtudes tradicionales) con un
lenguaje literario que ya no se usa en la ciudad. Borges hace el movimiento precisamente
inverso: imagina la ciudad del pasado con el lenguaje de una literatura futura.
No hay (casi) realismo mágico en la literatura rioplatense, porque la potencia
imaginaria de la ciudad obturó definitivamente el impulso mítico campesino. Cerrado el
ciclo de la gauchesca, la lengua de la literatura es lengua urbana. No me refiero a la lengua
de los personajes, sino a la lengua del narrador. Los personajes, en verdad, pueden hablar
cualquier lengua; quien no habla cualquier lengua es el narrador (la prueba máxima y casi
descabellada de esto es el narrador gaucho y, al mismo tiempo, simbolista de Don
Segundo Sombra). Por las razones que sean (pero que son bastante claras), la lengua de la
ficción rioplatense es la lengua de las ciudades. Para decirlo sencillamente: el narrador es
un pueblero que, si elige trabajar sobre el horizonte estético de las lenguas rurales, no
puede evitar que, en esa elección, la ciudad deje su marca. En este siglo, la gente de
campo, cuando escribe, mira el espejo de la lengua urbana.
La ciudad, entonces, es condición de la literatura. También de la literatura sobre el
campo. Las razones podrían buscarse en la historia de este país pero también en la historia
de la literatura moderna en Occidente. Otra contraposición fundamental de la cultura
argentina (que, podría decirse, la recorre de punta a punta), es la que opone el espacio
nacional al espacio europeo. Y, para los escritores argentinos, Europa es la ciudad.
El campo es tema, pero (excepto en la gauchesca) la forma de la literatura presupone a
la ciudad: el escritor entrenado, el público que la ciudad construye, la industria cultural.
Las diferentes poéticas (incluso las poéticas criollistas del siglo XX) son urbanas. Los
mitos también lo son: el campo como lugar del origen nacional es un mito urbano. El
gaucho, como arquetipo nacional, es una ocurrencia de Ricardo Rojas y Leopoldo
Lugones quienes, en el Centenario, toman la perfecta invención de José Hernández,
cuando la ciudad propone a los intelectuales el enigma de lo que será este país y los

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intelectuales deciden responderlo armando una hipótesis cultural cuyo fundamento sería la
poesía gauchesca.
Por otro lado, las utopías rurales no son literatura de campesinos sino de ciudadanos,
que encuentran en el campo un motivo de ensoñación o una comunidad de valores que en
la ciudad moderna se astilló para siempre. En el límite, visto desde la ciudad, el campo es
lo exótico nacional: en el campo, la literatura encuentra lo diferente, un territorio casi
extranjero, aventurero e incluso heroico, al alcance de la mano. O un espacio de mitos
culturales, donde se pueden inventar tradiciones sobre la base de un bricolage de
elementos separados de su origen campesino. El campo es a la vez el pasado inmediato y
lo radicalmente Otro de la ciudad: por lo tanto, un espacio bien preparado para el
exotismo.
La ciudad es un lugar de producción formal y mitológica: la cultura de masas, la
política, la moda, el chisme, los rumores, las pasiones y las astucias de la ciudad son
materia de la literatura. La ficción rioplatense habla estas lenguas. Cuando la literatura
visita el campo, lo hace con un saber urbano que le permite encontrar allí la égloga, la
leyenda, el 'buen salvaje', o la ocasión de parodia que corta el relato urbano apoderándose
de las voces rurales. La ciudad produce los géneros y el trabajo sobre los géneros (incluso
sobre los géneros de origen rural). Por eso, podría decirse que la ciudad le da una forma a
la literatura.
El deseo de la ciudad es más fuerte, en la tradición argentina, que las utopías rurales.
En este sentido, los escritores del primer tercio del siglo XX se inscriben mejor en el
paradigma de Sarmiento que en el de José Hernández. Las únicas excepciones son Ricardo
Güiraldes, un ruralista cosmopolita (aunque la fórmula parezca contradictoria) y Borges,
que inventó las imágenes de un Buenos Aires que estaba desapareciendo definitivamente y
volvió a leer el pasado rural de la Argentina. La literatura de Borges, en los años veinte,
surge en este espacio de la imaginación. Como Xul Solar, piensa que Buenos Aires
necesita formas estéticas y fuertes mitos culturales. Pero, a diferencia de Xul Solar o de
Roberto Arlt, traza primero un recorrido por el siglo XIX y por la ciudad criolla: Borges
viaja.

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Xul Solar (1939) de la serie Ciudad Lagui.

Xul Solar (1939) Ciudad Lagui.

Conflicto y mezcla de Beatriz Sarlo


Buenos Aires había crecido de manera espectacular en las dos primeras décadas del
siglo y la impronta material de este crecimiento era visible en los años veinte. Lo que
escandalizaba a los nacionalistas en 1910, fue signo optimista u ominoso para los
intelectuales de las décadas siguientes. Todavía en 1936, la inmigración europea alcanzaba
el 36,1 por ciento del total de la población de las grandes ciudades argentinas.
Desde una perspectiva global, los inmigrantes eran más jóvenes, más visibles, sus
mujeres tenían más hijos y estos extranjeros o argentinos de primera generación eran
responsables del 75 por ciento del crecimiento poblacional. Ellos accedieron masivamente

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a la escuela primaria y comenzaron una larga jornada de ascenso, marcada por fracasos y
desencantos profundos pero también por espectaculares incorporaciones a las capas
medias y a la intelectualidad.
En los cruces culturales de la gran ciudad moderna (modelo al cual Buenos Aires busca
aproximarse en las primeras décadas de este siglo) todos los encuentros y préstamos
parecen posibles. El principio de heterogeneidad marca la cultura. El carácter socialmente
abierto del espacio urbano vuelve lo diferente extremadamente visible; allí se construyen y
reconstruyen de modo incesante los límites entre lo privado y lo público; allí el cruce
social pone las condiciones de la mezcla y produce la ilusión o la posibilidad real de
ascensos y descensos vertiginosos; allí los políticos piensan cómo asignar el lugar de los
pobres y el lugar de los ricos. Y si el camino rápido hacia la fortuna promete en la ciudad
una utopía de ascenso, la posibilidad del anonimato la convierte, como lo señaló Walter
Benjamin, en el paisaje preferido del paseante, del solitario (que vive su soledad entre los
hombres), del buscón erótico que se electriza bajo la mirada de una desconocida; el vicio y
la ruptura de los límites morales establecidos son celebrados como la gloria o el estigma
de la ciudad.
Todos invaden el espacio público, todos consideran a la calle como el lugar común,
donde la oferta se multiplica y, al mismo tiempo se diferencia, pero siempre se muestra
ante el deseo que ya no reconoce los límites de las jerarquías. El paseante observa los
cambios con la mirada anónima de quien ya no será reconocido porque la ciudad ha dejado
de ser un espacio de relaciones inmediatas. Se pierde en sus pliegues, buscando lo que ya
ha desaparecido para siempre o adivinando, en la construcción material del presente, los
perfiles del futuro. En sus desvíos por los barrios y por el centro, el paseante atraviesa una
ciudad que ya ha sido definida en su configuración material, aunque todavía está horadada
por baldíos, extensiones desiertas y "calles sin vereda de enfrente".
Entre los años veinte y los treinta, los cables eléctricos y las líneas de teléfono, las
antenas de radio y los trolleys de los tranvías tejen su red aérea. Los habitantes de Buenos
Aires viven a una velocidad desconocida hasta entonces: el transporte eléctrico, la ilusión
de inmediatez de las comunicaciones a distancia. La tecnología es una maquinaria
novedosa; ella produce nuevas experiencias espaciales y temporales: utopías futuristas
vinculadas con la velocidad de los transportes, la iluminación que corta los ritmos de la
naturaleza, los grandes recintos cerrados que son otras formas de la calle, del mercado y
del ágora. Se multiplican los espacios simbólicos donde se producen intercambios y
emergen los conflictos (disputa estética, enfrentamiento político, mezcla de lenguas
provocada por la inmigración o los desplazamientos poblacionales). Se vive en el gran
teatro de una cultura compleja. Este nuevo tipo de formación se manifiesta, también, en el
cruce de discursos y prácticas: la calle es el lugar, entre otros, donde diferentes grupos
sociales realizan sus batallas de ocupación simbólica. La arquitectura, el urbanismo y la
pintura rechazan, corrigen e imaginan una ciudad nueva.
El pintor Xul Solar, (2) amigo de Borges y compañero de los vanguardistas porteños de
la década del veinte, deconstruye el espacio plástico, volviéndolo abstracto, tecnológico,
geométrico, ocupado por los símbolos de una ficción mágico-científica. Los aviadores

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dibujados por Xul flotan en planos donde se mezclan banderas e insignias: íconos
extremadamente elaborados que pueden leerse como la suma de modernización técnica y
diversidad nacional de las que Buenos Aires se convierte en soporte. Tres motivos se
repiten en la pintura de Xul: seres fantásticos, arquitecturas y banderas. Criaturas de
miembros heteróclitos (fragmentos de dragones, de hombres y de pájaros), compuestas
con grafismos que evocan el imaginario de la ciencia ficción, responden a una mezcla
original de íconos técnicos (diseños mecánicos, hélices, espirales, rectángulos, engranajes)
y fragmentos de cuerpos humanos presentados según una estética al mismo tiempo
vanguardista y primitiva. Estas criaturas poético-tecnológicas funden las temporalidades
diferentes de una era mítica y un presente modernista. Los paisajes de Xul citan elementos
naturales y formas geométricas, signos astrológicos, símbolos religiosos y místicos
arcaicos, fantásticas máquinas voladoras, ciudades aéreas, transatlánticos y bestias aladas.
La mezcla de lo viejo y lo muy nuevo (que es un rasgo de la vanguardia europea:
Kandinsky) evoca una de las preguntas que perseguía la cultura argentina del período:
¿qué hacer con el pasado en la construcción del futuro?

La ciudad de Arlt, a diferencia de la ciudad de Borges, responde a un ideal futurista.


Frente al mercado inmigratorio de las calles de algunos barrios, junto a la miseria de las
casas de renta y el hacinamiento pestilente de los conventillos, se alzan rascacielos (más
altos y más numerosos de los que Buenos Aires tenía en ese momento) iluminados por la
intermitencia antinatural de las luces de neón. El paisaje urbano se deforma en la
velocidad del transporte, y los trenes pasan a ser escenarios privilegiados de la ficción: el
paseante de Arlt es, muchas veces y obsesivamente, un pasajero. Estas visiones no son un
registro de la ciudad verdaderamente existente: son lo que Buenos Aires ofrece al ojo que
quiere verla proyectada hacia el futuro; pero también son piezas de un puzzle compuesto
con los nuevos modos de presentar a la metrópolis en el cine. La Buenos Aires de Arlt
tiene la inquietante cualidad sombría de los films expresionistas y de sus affiches.

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Ideologías políticas, estéticas y culturales se enfrentan en este debate que tiene a


Buenos Aires como escenario y, con frecuencia, como protagonista. La ciudad moderna es
un espacio privilegiado donde las formas concretas y simbólicas de una cultura en proceso
de cambio se organizaron en la malla densa de una sociedad estratificada. Los clivajes
sociales se reprodujeron (muchas veces distorsionados) en el campo intelectual y
estuvieron presentes en los conflictos institucionales y estéticos. Los intelectuales se
movieron en el espacio de la cultura como si los enfrentamientos que allí se producían
fueran capítulos importantes de un proceso en el que, de algún modo, se jugara el futuro.
Frente a la heterogeneidad hubo reacciones diferentes: la defensa de una elite del espíritu
que se convirtiera en instrumento de purificación o, por lo menos, de denuncia del carácter
artificioso y viciado de la sociedad argentina; el recurso a mitos del pasado que apoyaran
una línea del presente, lo que implicó la reinvención del pasado y la discusión de la
herencia; el reconocimiento del presente como diverso y la apuesta a que era posible,
sobre esa diversidad, construir una cultura.
Afectados por el cambio, inmersos en una ciudad que ya no era la de su infancia,
obligados a reconocer la presencia de hombres y mujeres que, al ser diferentes, fracturaban
una unidad originaria imaginada, sintiéndose distintos, en otros casos, a las elites letradas
de origen hispano-criollo, los intelectuales de Buenos Aires intentaron responder, de
manera figurada o rectamente, a un interrogante que organizaba el orden del día: ¿cómo
imponer (o cómo aniquilar) la diferencia de saberes, de lenguas y de prácticas? ¿cómo
construir una hegemonía para el proceso en el que todos participaban, con los conflictos y
las vacilaciones de una sociedad en transformación? La literatura da forma a estas
preguntas, en un período de incertidumbres que obligaban a leer de manera distinta el
legado del siglo XIX. Pero la cultura de Buenos Aires estaba, de todos modos, impulsada
definitivamente por el vendaval de lo nuevo, aunque muchos intelectuales lamentaran la
dirección o la naturaleza de los cambios. Por eso, la modernidad fue un escenario donde
también anclaron fantasías de restauración y sentimientos nostálgicos.

Sarlo, Beatriz (2015) “Literatura y ciudad” “Conflicto y mezcla” (fragmento). Borges, un


escritor de las orillas. Buenos Aires: Siglo XXI Editores.

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LA BUENOS AIRES DE LOS AÑOS ‘30

AGUAFUERTES PORTEÑAS de Roberto Arlt

El placer de vagabundear

Comienzo por declarar que creo que para vagabundear se necesitan


excepcionales condiciones de soñador. Ya lo dijo el ilustre Macedonio
Fernández: “No toda es vigilia la de los ojos abiertos”. Digo esto porque hay
vagos, y vagos. Entendámonos. Entre el “crosta” de botines destartalados,
pelambre mugrientosa y enjundia con más grasa que un carro de matarife, y
el vagabundo bien vestido, soñador y escéptico, hay más distancia que entre
la Luna y la Tierra. Salvo que ese vagabundo se llame Máximo Gorki, o Jack
London, o Richepin.
Ante todo, para vagar hay que estar por completo despojado de prejuicios
y luego ser un poquitín escéptico, escéptico como esos perros que tienen la
mirada de hambre y que cuando los llaman menean la cola, pero en vez de
acercarse, se alejan, poniendo entre su cuerpo y la humanidad, una
respetable distancia.
Claro está que nuestra ciudad no es de las más apropiadas para el
atorrantismo sentimental, pero ¡qué se le va a hacer! Para un ciego, de esos
ciegos que tienen las orejas y los ojos bien abiertos inútilmente, nada hay
para ver en Buenos Aires, pero, en cambio, ¡qué grandes, qué llenas de
novedades están las calles de la ciudad para un soñador irónico y un poco
despierto! ¡Cuántos dramas escondidos en las siniestras casas de
departamentos! ¡Cuántas historias crueles en los semblantes de ciertas
mujeres que pasan! ¡Cuánta canallada en otras caras! Porque hay
semblantes que son como el mapa del infierno humano. Ojos que parecen
pozos. Miradas que hacen pensar en las lluvias de fuego bíblico. Tontos que
son un poema de imbecilidad. Granujas que merecerían una estatua por
buscavidas. Asaltantes que meditan sus trapacerías detrás del cristal turbio,
siempre turbio, de una lechería.
El profeta, ante este espectáculo, se indigna. El sociólogo construye
indigestas teorías. El papanatas no ve nada y el vagabundo se regocija.
Entendámonos. Se regocija ante la diversidad de tipos humanos. Sobre cada
uno se puede construir un mundo. Los que llevan escritos en la frente lo que
piensan, como aquellos que son más cerrados que adoquines, muestran su
pequeño secreto... el secreto que los mueve a través de la vida como
fantoches.
A veces lo inesperado es un hombre que piensa matarse y que lo más
gentilmente posible ofrece su suicidio como un espectáculo admirable y en el
cual el precio de la entrada es el terror y el compromiso en la comisaría
seccional. Otras veces lo inesperado es una señora dándose de cachetadas
con su vecina, mientras un coro de mocosos se prende de las polleras de las

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furias y el zapatero de la mitad de cuadra asoma la cabeza a la puerta de su


covacha para no perder el plato.
Los extraordinarios encuentros de la calle. Las cosas que se ven. Las
palabras que se escuchan. Las tragedias que se llegan a conocer. Y de
pronto, la calle, la calle lisa y que parecía destinada a ser una arteria de
tráfico con veredas para los hombres y calzada para las bestias y los carros,
se convierte en un escaparate, mejor dicho, en un escenario grotesco y
espantoso donde, como en los cartones de Goya, los endemoniados, los
ahorcados, los embrujados, los enloquecidos, danzan su zarabanda infernal.
Porque, en realidad, ¿qué fue Goya, sino un pintor de las calles de España?
Goya, como pintor de tres aristócratas zampatortas, no interesa. Pero Goya,
como animador de la canalla de Moncloa, de las brujas de Sierra Divieso, de
los bigardos monstruosos, es un genio. Y un genio que da miedo.
Y todo eso lo vio vagabundeando por las calles. La ciudad desaparece.
Parece mentira, pero la ciudad desaparece para convertirse en un emporio
infernal. Las tiendas, los letreros luminosos, las casas quintas, todas esas
apariencias bonitas y regaladoras de los sentidos, se desvanecen para dejar
flotando en el aire agriado las nervaduras del dolor universal. Y del
espectador se ahuyenta el afán de viajar. Más aún: he llegado a la conclusión
de que aquel que no encuentra todo el universo encerrado en las calles de su
ciudad, no encontrará una calle original en ninguna de las ciudades del
mundo. Y no las encontrará, porque el ciego en Buenos Aires es ciego en
Madrid o Calcuta...
Recuerdo perfectamente que los manuales escolares pintan a los señores o
caballeritos que callejean como futuros perdularios, pero yo he aprendido
que la escuela más útil para el entendimiento es la escuela de la calle,
escuela agria, que deja en el paladar un placer agridulce y que enseña todo
aquello que los libros no dicen jamás. Porque, desgraciadamente, los libros
los escriben los poetas o los tontos.
Sin embargo, aún pasará mucho tiempo antes de que la gente se dé cuenta
de la utilidad de darse unos baños de multitud y de callejeo. Pero el día que
lo aprendan serán más sabios, y más perfectos y más indulgentes, sobre
todo. Sí, indulgentes. Porque más de una vez he pensado que la magnífica
indulgencia que ha hecho eterno a Jesús, derivaba de su continua vida en la
calle. Y de su comunión con los hombres buenos y malos, y con las mujeres
honestas y también con las que no lo eran.

Publicado en El Mundo, 1928.

Arlt, Roberto (1928) “El placer de vagabundear”. Diario El mundo. Aguafuertes y cuentos.
Santa Fe: Ministerio de Educación de la provincia, 2018.

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Dossier de textos para Lengua y Literatura – 3º – Escuela n.º 3186 “Alberto Monti” - Profesora:
Sofía Dolzani – 2020
Unidad II.La ciudad vista: imaginarios urbanos en la literatura.

El espíritu de la calle Corrientes no cambiará con el ensanche

Es inútil, no es con un ensanche con el que se cambia o puede cambiar el


espíritu de una calle. A menos que la gente crea que las calles no tienen
espíritu, personalidad, idiosincrasia. Y para demostrarlo, vamos a recurrir a
la calle Corrientes.
La calle Corrientes tiene una serie de aspectos a los más opuestos y que
no se justifica en una calle.
Así, desde Río de Janeiro a Medrano, ofrece su primer aspecto. Es la calle
de las queserías, los depósitos de cafeína y las fábricas de molinos. Es
curiosísimo. En un trecho de diez cuadras se cuentan numerosas fábricas de
aparatos de viento. ¿Qué es lo que ha conducido a los industriales a
instalarse allí? ¡Vaya a saberlo! Después vienen las fundiciones de bronce,
también en abundancia alarmante.
De Medrano a Pueyrredón la calle ya pierde personalidad. Se disuelve
esta en los innumerables comercios que la ornamentan con sus entoldados.
Se convierte en una calle vulgar, sin características. Es el triunfo de la
pobrería, del comercio al por menor, cuidado por la esposa, la abuela o la
suegra, mientras el hombre trota calles buscándose la vida.
De Pueyrredón a Callao ocurre el milagro. La calle se transfigura. Se
manifiesta con toda su personalidad. La pone de relieve.
En este tramo triunfa el comercio de paños y tejidos. Son turcos o
israelitas. Parece un trozo del ghetto. Es la apoteosis de Israel, de Israel con
toda su actividad exótica. Allí se encuentra el teatro judío. El café judío. El
restaurante judío. La sinagoga. La asociación de Joikin. El Banco israelita.
Allí, en un espacio de doce o quince cuadras el judío ha levantado su vida
auténtica. No es la vida de la calle Talcahuano o Libertad, con su ropavejero
y sastre como único comerciante. No. Israel ofrece a la vida todo su
comercio abigarrado y fantasioso. Comerciantes de telas, perfumistas,
electricistas, lustradores de botas, cooperativas, un mundo ruso-hebraico se
mueve en esta vena de las que las arterias subyacentes son desahogos y
viviendas.
El turco domina poco allí. Su sede son ciertas calles laterales, y más en la
proximidad de Córdoba y Viamonte que en la Corrientes. La verdadera
calle Corrientes comienza para nosotros en Callao y termina en Esmeralda.
Es el cogollo porteño, el corazón de la urbe. La verdadera calle. La calle en
la que sueñan los porteños que se encuentran en las provincias. La calle que
arranca un suspiro en los desterrados de la ciudad. La calle que se quiere,
que se quiere de verdad. La calle que es linda de recorrer de punta a punta
porque es calle de vagancia, de atorrantismo, de olvido, de alegría, de placer.
La calle que con su nombre hace lindo el comienzo de ese tango:

Corrientes... tres, cuatro, ocho.

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Unidad II.La ciudad vista: imaginarios urbanos en la literatura.

Y es inútil que traten de reformarla. Que traten de adecentarla. Calle


porteña de todo corazón, está impregnada tan profundamente de ese espíritu
«nuestro», que aunque le ponen las casas hasta los cimientos y le echen
creolina hasta la napa de agua, la calle seguirá siendo la misma... la receta
donde es bonita la vagancia y donde hasta el más inofensivo infeliz se da
aires de perdonavidas y de calavera jubilado.
Y este pedazo es lindo, porque parece decirle al resto de la ciudad, seria y
grave:
—Se me importa un pepino de la seriedad. Aquí la vida es otra.
Y lo cierto que allí la vida es otra. Es otra específicamente. La gente
cambia de pelaje mental en cuanto pasa de una calle muerta, a esta donde
todo chilla su insolencia, desde el lustrabotas que os ofrece un «quinto»
hasta la manicura que en la puerta de una barbería conversa con un cómico,
con uno de esos cómicos cuyas fláccidas mejillas tienen un reflejo azulado y
que se creen genios en desgracia, sin ser desgraciados por ello.
Linda y brava la calle.
Entre edificios viejos que la estrechaban, se exhiben las fachadas de los
edificios de departamentos nuevos. Edificios que dejaron de ser nuevos en
cuanto fueron puestos en alquiler, porque los invadieron bataclanas y
exactrices y autores, y gente que nada tienen que ver con los autores y que
sin embargo son amigos de los autores, y cómicos, cómicos de todas las
catuduras, y cómicas, y damas que nada tienen que hacer con Talma ni con
la comedia, ni con la tragedia, como no sea la tragedia que pasan a la hora
del plato de lentejas.
Y qué decir de sus «orquestas típicas», orquestas malandrines que hacen
ruidos endiablados en los «fuelles», y de sus restaurantes, con congrios al
hielo y pulpos vivos en las vitrinas y lebratos para enloquecer a los
hambrientos, y sus cafés, cafés donde siempre los pesquisas detienen a
alguien, «alguien» que según el mozo, es «persona muy bien de familia».
Calle de la galantería organizada, de los desocupados con plata, de los
soñadores, de los que tienen una «condicional» y se cuidan como la madre
cuida al niño, este pedazo de la calle Corrientes es el cogollo de la ciudad, el
alma de ella.
Es inútil que la decoren mueblerías y tiendas. Es inútil que la seriedad
trate de imponerse a su alegría profunda y multicolor. Es inútil. Por cada
edificio que tiran abajo, por cada flamante rascacielo que levantan, hay una
garganta femenina que canta en voz baja:

Corrientes... tres, cuatro, ocho...


segundo piso ascensor...

Esta es el alma de la calle Corrientes. Y no la cambiarán ni los ediles ni


los constructores. Para eso tendrían que borrar de todos los recuerdos, la
nostalgia de:

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Unidad II.La ciudad vista: imaginarios urbanos en la literatura.

Corrientes... tres, cuatro, ocho...


segundo piso ascensor…

Arlt, Roberto (1933) “El espíritu de la calle Corrientes no cambiará con el ensanche”.
Aguafuertes porteñas. Lectulandia, pdf.

Molino de vientos en Flores

Hoy, callejeando por Flores, entre dos chalets de estilo colonial, tras de
una tapia, en un terreno profundo, erizado de cinacinas, he visto un molino
de viento desmochado.
Uno de esos molinos de viento antiguos, de recia armazón de hierro
oxidada profundamente. Algunas paletas torcidas colgaban del engranaje
negro, allá arriba, como la cabeza de un decapitado; y me quedé pensando
tristemente en qué bonito debía de haber sido todo eso hace algunos años,
cuando el agua de uso se recogía del pozo. ¡Cuántos han pasado desde
entonces!
Flores, el Flores de las quintas, de las enormes quintas solariegas, va
desapareciendo día tras día. Los únicos aljibes que se ven son de
camouflage, y se les advierte en el patio de chalecitos que ocupan el espacio
de un pañuelo. Así vive la gente hoy día.
¡Qué lindo, qué espacioso que era Flores antes! Por todas partes se
erguían los molinos de viento. Las casas no eran casas, sino casonas. Aún
quedan algunas por la calle Beltrán o por Bacacay o por Ramón Falcón.
Pocas, muy pocas, pero todavía quedan. En las fincas había cocheras y en los
patios, enormes patios cubiertos de glicina, chirriaba la cadena del balde al
bajar al pozo. Las rejas eran de hierro macizo, y los postes de quebracho. Me
acuerdo de la quinta de los Naón. Me acuerdo del último Naón, un mocito
compadre y muy bueno, que siempre iba a caballo. ¿Qué se ha hecho del
hombre y del caballo? ¿Y de la quinta? Sí; de la quinta me acuerdo
perfectamente. Era enorme, llena de paraísos, y por un costado tocaba a la
calle Avellaneda y por el otro a Méndez de Andes. Actualmente allí son todas
casas de departamentos, o «casitas ideales para novios».
¿Y la manzana situada entre Yerbal, Bacacay, Bogotá y Beltrán?
Aquello era un bosque de eucaliptos. Como parajes de Ramos Mejía;
aunque también Ramos Mejía se está infectando de modernismo.
La tierra entonces no valía nada. Y si valía, el dinero carecía de
importancia. La gente disponía para sus caballos del espacio que hoy compra
una compañia para fabricar un barrio de casas baratas. La prueba está en
Rivadavia entre Caballito y Donato Álvarez. Aún se ven enormes restos de
quintas. Casas que están como implorando en su bella vejez que no las tiren
abajo.
En Rivadavia y Donato Álvarez, a unos veinte metros antes de llegar a esta
última, existe aún un ceibo gigantesco. Contra su tronco se apoyan las

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puertas y contramarcos de un corralón de materiales usados. En la misma


esquina, y enfrente, puede verse un grupo de casas antiquísimas en adobe,
que cortan irregularmente la vereda. Frente a estas hay edificios de tres
pisos, y desde uno de esos caserones salen a gritos joviales de varios vascos
lecheros que juegan a la pelota en una cancha.
En aquellos tiempos todo el mundo se conocía. Las librerías. ¡Es de reírse!
En todas las vidrieras se veían los cuadernillos de versos del gaucho
Hormiga Negra y de los hermanos Barrientos. Las tres librerías importantes
de esa época eran las de los hermanos Pellerano, «La Linterna», y la de don
Ángel Pariente. El resto eran boliches ignominiosos, mezcla de juguetería,
salón de lustrado, zapatería, tienda y qué sé yo cuántas cosas más.
El primer cinematógrafo se llamaba «El Palacio de la Alegría». Allí me
enamoré por vez primera, a los nueve años de edad, y como un loco, de Lidia
Borelli. En el terreno de las caballerizas de Basualdo, se instaló entonces el
primer circo que fue a Flores.
El único café concurrido era «Las Violetas», de don Jorge Dufau. Félix
Visillae y Julio Díaz eran los genios de la parroquia, para entonces. La gente
era tan sencilla que se creía que los socialistas se comían crudos a los niños,
y ser poeta —«pueta» se decía— era como ser hoy gran chambelán de
Alfonso XIII o algo por el estilo.
Las calles tenían otros nombres. Ramón Falcón se llamaba entonces
Unión.
Donato Álvarez, Bella Vista.
A diez cuadras de Rivadavia comenzaba la pampa.
La gente vivía otra vida más interesante que la actual. Quiero decir con
ello que eran menos egoístas, menos cínicos, menos implacables. Justo o
equivocado, se tenía de la vida y de sus desdoblamientos un criterio más
ilusorio, más romántico. Se creía en el amor. Las muchachas lloraban
cantando La loca del Bequeló. La tuberculosis era una enfermedad espantosa
y casi desconocida. Recuerdo que cuando yo tenía siete años, en mi casa
solía hablarse de una tuberculosa que vivía a siete cuadras de allí, con el
mismo misterio y la misma compasión con que hoy se comentaría un
extraordinario caso de enfermedad interplanetaria.
Se creía en la existencia del amor. Las muchachas usaban magníficas
trenzas, y ni por sueño se hubieran pintado los labios. Y todo tenía entonces
un sabor muy agreste, y más noble, más inocente. Se creía que los suicidas
iban al infierno.
Quedan pocas casas antiguas por Rivadavia, en Flores. Entre Lautaro y
Membrillar se pueden contar cinco edificios. Pintados de rojo, celeste o
amarillo. En Lautaro se distinguía, hasta hace un año, un mirador de vidrios
multicolores completamente rotos. Al lado estaba un molino rojo, un
sentimental molino rojo tapizado de hiedra. Un pino dejaba mecer su cúpula
en los aires los días de viento.
Ya no están más ni el molino ni el mirador ni el pino. Todo se lo llevó el
tiempo.

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Unidad II.La ciudad vista: imaginarios urbanos en la literatura.

En el lugar de la altura esa, se distingue la puerta de un cuchitril de una


sirvienta. El edificio tiene tres pisos de altura.
¡También la gente está como para romanticismo! Allí, la vara de tierra
cuesta cien pesos. Antes costaba cinco y se vivía más feliz. Pero nos queda el
orgullo de haber progresado, eso sí, pero la felicidad no existe. Se la llevó el
diablo.

Arlt, Roberto (1933) “Molino de vientos en Flores”. Aguafuertes porteñas. Lectulandia, pdf.

Taller de compostura de muñecas

Hay oficios vagos, remotos, incomprensibles. Trabajos que no se conciben


y que, sin embargo, existen y dan honra y provecho a quienes los ejercen.
Una de estas menestralías es la de componedor de muñecas. Porque yo no
sabía que las muñecas se compusieran. Creía que una vez rotas se tiraban o
se regalaban, pero jamás me imaginé que hubiera cristianos que se
dedicaran a tan levantada tarea.
Esta mañana pasando por la calle Talcahuano, tras del polvoriento vidrio
de una ventana, lúgubre y color de sebo, vi colgada de un alambre y por el
pulso, una muñeca. Tenía pelo de barba de choclo, y ojos bizcos. Tan
siniestra era la catadura de la tal muñeca que me detuve un instante a
contemplarla.
Y me detuve a contemplarla, porque allí, situada tras del vidrio, y colgada
de esa mala manera, parecía la muestra de algún ladrón de niños o de una
comadrona. Y lo primero que se me ocurrió fue que esa endiablada muñeca,
polvorienta y descolorida, bien podía servir de tema para un poema de Rega
Molina o para una fantasía coja de Nicolás Olivari o Raúl González Tuñón.
Pero más detenido aún, por el atractivo que el ambiguo pelele ejercía sobre
mi imaginación, llegué a levantar la vista, y entonces leí en el frente del
ventanal, este letrero: «Se perfeccionan muñecas. Precios módicos».
Estaba en presencia de uno de los oficios más raros que se puedan ejercer
en nuestra ciudad.
Tras de los vidrios se movían unos hombres polvorientos también, y con
más cara de fantasmas que de seres humanos, y rellenaban con aserrín
piernas de muñeca o estudiaban oblicuamente el vértice pupilar de un
pelele.
Indudablemente aquella era la casa de las bagatelas, y esos señores unos
tíos raros, cuyo trabajo tenía más parecido con la brujería que con los
menesteres de un oficio.
Entre los codazos de las porteras, que iban a la compra, y los empujones
de los transeúntes, me alejé pero estaba visto que no debía perder el tema,
porque al llegar a la calle Uruguay, en otra vidriera más destartalada que la
de Talcahuano, vi otro pelele ahorcado, y abajo el consabido letrero: «Se
componen muñecas».

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Me quedé como quien ve visiones, y entonces llegué a darme cuenta de


que el oficio de componedor de muñecas no era un mito, ni un pretexto de
trabajar, sino que debía ser un oficio lucrativo, ya que dos comercios
semejantes prosperaban a tan poca distancia uno de otro.
Y entonces me pregunto: ¿qué gente será la que hace componer muñecas,
y por qué, en vez de gastar la compostura, no comprar otras nuevas? Porque
ustedes convendrán conmigo, que eso de hacer refeccionar una muñeca no
es cosa que se le ocurra a uno todos los días. Y sin embargo, existen; sí,
existen esas personas que hacen componer muñecas.
Son los que le agriaron la infancia a los pequeños. Los eternos
conservadores.
¿Quién no recuerda haber entrado a una sala, a una de esas salas de las
casas en donde la miseria empieza en el comedor?
Son recibimientos que parecen cambalaches. Marcos dorados, retratos de
toda una generación, diplomas por los muros, chafalonía sobre la mesita;
rulos de pelos de algún ser querido y finado, en los medallones; y sentada en
una poltrona, rodeada de moñitos, la muñeca, una muñeca grande como una
nena de un año, una de esas muñecas que dicen papá y mamá y que cierran
los ojos, y que sólo les falta andar para ser el perfecto homúnculos.
Es la muñeca que le regalaron a una de las niñas de la casa. Se la
regalaron en tiempos de prosperidad, en tiempos de Ñauquín.
Y como la muñeca esa tan linda y costaba sus buenos pesos, la nena nunca
pudo jugar con ella.
Vistieron a la muñeca de lujo, la encintaron como una infanta, o como un
perro faldero, y la colocaron en el sillón, para admiración de las visitas.
Ahora bien; pasados los años, la compostura de una muñeca responde a un
sentimiento de tacañería o de sentimentalismo.
Porque yo no concibo que una muñeca se haga componer. No hay objeto.
Si se rompe, se tira, y si no que cumpla sus funciones de juguete hasta que
los que se divierten con ella la tiren un buen día para regocijo de los gatos
caseros.
Sin embargo, la gente no debe pensar así, ya que existen talleres de
composturas.
El sentimentalismo me parece una razón pobre.
Sin embargo, no sé por qué, se me figura que la gente que hace componer
muñecas debe ser antipática. Y avara. Con esa avaricia sentimental de las
solteronas, que no se resuelven a tirar un objeto antiguo por estas dos
razones:
1 o Porque costó «sus buenos pesos».
2 o Porque les recuerda sus viejos tiempos, quiero decir, sus tiempos de
juventud.
Ahora si el lector me pregunta, ¿cómo con tal lujo de precauciones y de
sentimiento conservador, las muñecas se rompen?; le diré: El único
culpable es el gato. El gato que un día se harta de ver el monigote intacto y a
zarpazos lo tira de su trono churrigueresco. O la sirvienta: la sirvienta que se

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va de la casa por una discusión que ha tenido y desfoga su rabia a


plumerazos en el cráneo de la loza engrudada de la muñeca.
Y los talleres de refección de muñecas, viven de estos dos sentimientos.

Arlt, Roberto (1933) “Taller de compostura de muñecas”. Aguafuertes porteñas. Lectulandia, pdf.

Silla en la vereda

Llegaron las noches de las sillas en la vereda; de las familias estancadas


en las puertas de sus casas; llegaron, las noches del amor sentimental de
«buenas noches, vecina», el político e insinuante «¿cómo le va, don
Pascual?». Y don Pascual sonríe y se atusa los baffi, que bien sabe por qué el
mocito le pregunta cómo le va. Llegaron las noches...
Yo no sé qué tienen estos barrios porteños tan tristes en el día bajo el sol,
y tan lindos cuando la luna los recorre oblicuamente. Yo no sé qué tienen;
que reos o inteligentes, vagos o activos, todos queremos este barrio con su
jardín (sitio para la futura sala) y sus pebetas siempre iguales y siempre
distintas, y sus viejos, siempre iguales y siempre distintos también.
Encanto mafioso, dulzura mistonga, ilusión baratieri, ¡qué sé yo qué tienen
todos estos barrios!; estos barrios porteños, largos, todos cortados con la
misma tijera, todos semejantes con sus casitas atorrantas, sus jardines con la
palmera al centro y unos yuyos semiflorecidos que aroman como si la noche
reventara por ellos el apasionamiento que encierran las almas de la ciudad;
almas que sólo saben el ritmo del tango y del «te quiero». Fulería poética,
eso y algo más.
Algunos purretes que pelotean en el centro de la calle; media docena de
vagos en la esquina; una vieja cabrera en una puerta; una menor que soslaya
la esquina, donde está la media docena de vagos; tres propietarios que
gambetean cifras en diálogo estadístico frente al boliche de la esquina; un
piano que larga un vals antiguo; un perro que, atacado repentinamente de
epilepsia, circula, se extermina a tarascones una colonia de pulgas que tiene
junto a las vértebras de la cola; una pareja en la ventana oscura de una sala:
las hermanas en la puerta y el hermano complementando la media docena de
vagos que turrean en la esquina. Esto es todo y nada más. Fulería poética,
encanto misho, el estudio de Bach o de Beethoven junto a un tango de
Filiberto o de Mattos Rodríguez.
Esto es el barrio porteño, barrio profundamente nuestro; barrio que todos,
reos o inteligentes, llevamos metido en el tuétano como una brujería de
encanto que no muere, que no morirá jamás.
Y junto a una puerta, una silla. Silla donde reposa la vieja, silla donde
reposa el «jovie». Silla simbólica, silla que se corre treinta centímetros más
hacia un costado cuando llega una visita que merece consideración, mientras
que la madre o el padre dice:
—Nena; traete otra silla.

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Silla cordial de la puerta de calle, de la vereda; silla de amistad, silla


donde se consolida un prestigio de urbanidad ciudadana; silla que se le
ofrece al «propietario de al lado»; silla que se ofrece al «joven» que es
candidato para ennoviar; silla que la «nena» sonriendo y con modales de
dueña de casa ofrece, para demostrar que es muy señorita; silla donde la
noche del verano se estanca en una voluptuosa «linuya», en una charla
agradable, mientras «estrila la d’enfrente» o murmura «la de la esquina».
Silla donde se eterniza el cansancio del verano; silla que hace rueda con
otras; silla que obliga al transeúnte a bajar a la calle, mientras que la señora
exclama:
«¡Pero, hija!, ocupás toda la vereda».
Bajo un techo de estrellas, diez de la noche, la silla del barrio porteño
afirma una modalidad ciudadana.
En el respiro de las fatigas, soportadas durante el día, es la trampa donde
muchos quieren caer; silla engrupidora, atrapadora, sirena de nuestros
barrios.
Porque si usted pasaba, pasaba para verla, nada más; pero se detuvo.
¿Quién no se para a saludar? ¿Cómo ser tan descortés? Y se queda un rato
charlando. ¿Qué mal hay en hablar? Y, de pronto, le ofrecen una silla. Usted
dice: «No, no se molesten». Pero ¿qué?, ya fue volando la «nena» a traerle la
silla. Y una vez la silla allí, usted se sienta y sigue charlando.
Silla engrupidora, silla atrapadora.
Usted se sentó y siguió charlando. ¿Y sabe, amigo, dónde terminan a veces
esas conversaciones? En el Registro Civil.
Tenga cuidado con esa silla. Es agarradora, fina. Usted se sienta, y se está
bien sentado, sobre todo si al lado se tiene una pebeta. ¡Y usted que pasaba
para saludar!
Tenga cuidado. Por ahí se empieza.
Está, después, la otra silla, silla conventillera, silla de «jovies» tanos y
galaicos; silla esterillada de paja gruesa, silla donde hacen filosofía barata
exbarrenderos y peones municipales, todos en mangas de camiseta, todos
cachimbo en boca. La luna para arriba sobre los testuces rapados. Un
bandoneón rezonga broncas carcelarias en algún patio.
En un quicio de puerta, puerta encalada como la de un convento, él y ella.
Él, del Escuadrón de Seguridad; ella planchadora o percalera.
Los «jovies», funcionarios públicos del carro, la pala y el escobillón, dan la
lata sobre «eregoyenisme». Algún mozo matrero reflexiona en un umbral.
Alguna criollaza gorda, piensa amarguras. Y este es otro pedazo del barrio
nuestro. Esté sonando Cuando llora la milonga o la Patética, importa poco.
Los corazones son los mismos, las pasiones las mismas, los odios los mismos,
las esperanzas las mismas.
¡Pero tenga cuidado con la silla, socio! Importa poco que sea de Viena o
que esté esterillada con paja brava del Delta: los corazones son los mismos…

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CRÍTICA PERIODÍSTICA

16 de septiembre de 2019

Otra mirada sobre las Aguafuertes porteñas


de Roberto Arlt
Por Mario Goloboff

Heredero no siempre involuntario del español Mariano José de Larra, y de nuestros Fray
Mocho y Roberto J. Payró, Roberto Arlt traza un cuadro de costumbres, de trabajos, de hábitos, de
defectos y de psicologías que convierte sus textos en testimonios imprescindibles para quien
quiera adentrarse en la Buenos Aires que tuvimos hacia los 30-40, la ciudad que precedió (hoy
enigmática y desconocidamente) al peronismo.
Ellos no sólo representan las pinceladas de un impecable dibujo ciudadano; son, también (y no
es poco), el generoso borrador de sus grandes obras: allí están, en ciernes, los tipos, las cataduras,
los conflictos, y hasta los delirios y los fantasmas de uno de los escritores más importantes del
siglo XX. Allí están los pibes, los trabajos de la adolescencia y los pequeños malandrines de El
juguete rabioso (una de las primeras novelas de la ciudad en América latina), allí los alucinados

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de la gran obra Los siete locos - Los lanzallamas, los raros y deformes de los cuentos de El
jorobadito, las mujeres, los dobles, las fantasías y las audacias de sus novedosas piezas teatrales
(Saverio el cruel, El fabricante de fantasmas, La isla desierta, y tantas otras).
Entrado el año ’28, Roberto Arlt abandonó el mítico diario Crítica, donde había trabajado
fundamentalmente como cronista policial, e ingresó al diario El Mundo, por iniciativa de su
director, don Alberto Gerchunoff. Comenzó ahí una prolífica y enriquecedora tarea que cumpliría
con el entusiasmo y la energía literaria que siempre lo impulsaron, y durante varios años (años
que constituyen una verdadera bisagra en la historia argentina) publicó unas mil quinientas
estampas de la ciudad que tanto lo conmovía. Con un humor agudo y muchas veces ácido,
hiriente, examinó los caracteres ciudadanos, los radiografió, los desnudó; fue componiendo un
fresco de idiosincrasias, picardías, maldades y bondades populares, donde cada uno hablaba su
lenguaje, y la ciudad, poco a poco, pero tenaz y abarcadoramente, se extrovertía y se reconocia.
Por las “Aguafuertes” de Arlt se pasea la mirada descriptiva (“Molinos de viento en Flores”,
“Amor en el Parque Rivadavia”, “El espíritu de la calle Corrientes no cambiará con el ensanche”),
la nota costumbrista (“Taller de compostura de muñecas”, “Los tomadores de sol en el Botánico”,
“Persianas metálicas y chapas de doctor”), la crítica social (“Aristocracia de barrio”, “Padres
negreros”, “Hospital Rawson”, “Por fin un hospital limpio”) y, como no podía ser menos en
alguien para quien la literatura fue su pasión y su sino, la reflexión lingüística y literaria (“El
origen de algunas palabras de nuestro léxico popular”, “El idioma de los argentinos”, “La
inutilidad de los libros”, “Hacen falta libros baratos”). Y hasta sobre las dificultades, dolores e
insatisfacciones de escribir: hay también un “Aguafuerte” enteramente dedicada a contabilizar lo
que él ha hecho en un año al frente de su columna periodística, y que por ello lleva el sugestivo
título “¡Con ésta van 365!”, donde entre otras cosas dice: “Un año. 365 notas, o sea 156 metros de
columna, lo cual equivale a 255.500 palabras. Es decir, que si estos 156 metros fueran de casimir,
yo podría tener trajes para toda la vida, y si esas 255.500 palabras fueran 255.500 ladrillos, yo
podría hacerme construir un palacio tan vasto y suntuoso como el de Alvear...”. Es el Arlt que
siempre está apurado; que corre, ansioso, porque debe escribir más, porque ya está escribiendo
otra cosa, y debe decirnos, anunciarnos que lo hace. En algunos de sus comentarios a los textos de
ficción, en algunas de sus “Aguafuertes”, lo vemos bajo este aspecto verdaderamente llamativo.
“El porvenir es triunfalmente nuestro (escribe, por ejemplo, en las que abren Los lanzallamas).
Nos lo hemos ganado con sudor de tinta y rechinar de dientes, frente a la Underwood, que
golpeamos con manos fatigadas, hora tras hora, hora tras hora. A veces se le caía a uno la cabeza
de fatiga, pero... mientras escribo estas líneas, pienso en mi próxima novela”. Y en la “Nota”,
escrita al finalizarla, informa: “Dada la prisa con que fue terminada esta novela, pues cuatro mil
líneas fueron escritas entre fines de septiembre y el 22 de octubre (y la novela consta de 10.300
líneas...”. Hay también una normal jactancia, a lo Arlt, de todo lo que lee, en la cita permanente de
autores argentinos y extranjeros. Un puntilloso análisis (Daniel C. Scroggins) ha registrado en las
Aguafuertes menciones a 28 escritores franceses, 4 rusos, 20 españoles, 10 ingleses, 5 italianos, 7
estadounidenses, 13 hispanoamericanos no argentinos, 45 argentinos, más algunos portugueses,
alemanes y orientales.

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Por otra parte, no fue menos voraz como lector. Es cierto que más de una vez él mismo
coqueteó con la imagen del impromptu de la genialidad y de su falta de formación escolar. Pero
no es menos cierto que, contradictoriamente, en su obra hay precisas y documentadas referencias
librescas, cuando no declaraciones expresas como la siguiente: “Yo he leído muchas novelas. He
empezado a leerlas a los doce años: tengo veinte y ocho. Así que hace diez y seis que leo a un
término medio de cincuenta libros al año, lo cual significa seiscientas novelas” (“El cementerio
del estómago”, “Aguafuerte” del 29 de Enero de 1929).
Es verdad que esos cómputos y ese detallismo surgen porque Arlt conoce bien el mercado, y
porque es consciente del carácter también mercantil de lo que él produce, así como de ciertas
leyes que rigen todo ese universo. Es por ello que, cubriendo buena parte de su ideología literaria,
el precio, el pago, el trabajo, el costo y la ganancia, y todas las relaciones crematísticas, surcan su
obra. Al respecto, afirmaba bien el conocido crítico italiano Antonio Melis: “Ninguno testimonia
mejor que Roberto Arlt la irrupción de esta temática económica. En su alucinado mundo
narrativo, la acción del dinero corroe todos los valores. En sus cuentos y en sus novelas
encontramos una concentración de los términos relativos a la esfera económica que no tiene
parangón”.
Siendo un fundador de la novela urbana en el Río de la Plata, y el audaz defensor de una
lengua literaria sin solemnidades ni acartonamientos, encuentra al “squenum” en Donato Alvarez
y Rivadavia, en Boedo, en Triunvirato y Canning; al “fiacún” desde la Boca a Núñez; al “turco
que juega y sueña” en Junín y Sarmiento o en Cuenca y Gaona, y al que “se tira a muerto” en
cualquier “feca” de Flores o en “Ambos Mundos”, allí donde están alrededor de la misma mesa,
“jugando a los naipes o al dominó, volteando dados o una moneda”, el negro Cipriano,
Guillermito el Ladrón, Uña de Oro, el Relojero y el Pibe Repollo. ¿Existe? ¿Existió, en algún
lugar y en algún tiempo, esa ciudad? O, acaso, caminada una y otra vez por todos los barrios, es
más que nada la nostalgia de un espacio celeste donde Erdosain, el Astrólogo, el Rufián
Melancólico e Hipólita juegan su farsa contra un orden social y un orden moral, lanzándoles
dolorosas llamas de renovación…
Goloboff, Mariano (2019) “Otra mirada sobre las Aguafuertes Porteñas de Roberto Arlt”.
Página/12. 16 de septiembre de 2019.

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Unidad II.La ciudad vista: imaginarios urbanos en la literatura.

ESTACIONES. PROGRESO Y DESENCANTO. RUINAS Y HUELLAS


DE LA CIUDAD

AGUAFUERTES FLUVIALES de Roberto Arlt

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Unidad II.La ciudad vista: imaginarios urbanos en la literatura.

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Unidad II.La ciudad vista: imaginarios urbanos en la literatura.

CUENTO

Retiro. La estación de Marcelo Cohen

De vez en cuando, para plasmarse en una entidad manejable, uno se pone


a fijar los resbaladizos contenidos de la conciencia en listas de máximas. Lo
que resulta son unos breviarios que hacen de mojones, capital de experiencia
e instrumental ético para seguir avanzando por la senda única de la vida. El
encargado de formularlos es el Locutor Interior que todos tenemos
implantado en la cabeza. Hace unos días, por ejemplo, mi Locutor Interior,
seguramente motivado por el Bicentenario de la Patria, vertía sus últimos
corolarios sobre la identidad, la independencia, la pertenencia, esas
cuestiones:
No hay ninguna afirmación de independencia que me libre de estar
constituido por los otros. Soy una figura pasajera surgida de un montón de
circunstancias, un nodo en una trama de relaciones que se tejió
espontáneamente, y que tal vez mis decisiones ayudaron a modelar.
Y también decía cosas como: Lo más difícil de practicar y lo más urgente
de aprender es la paridad. Frente al otro, uno casi siempre se coloca por
arriba o por debajo. Estamos poseídos por la pauta de la carrera, todos, y en
raros instantes nos volvemos reales.
No hay realidad sin participación, agregaba yo.
Correcto. En todo caso no incorrecto, como pretensión. Y musical. Salvo
que de repente, cuando uno se dispone a paladear un fruto de años de
meditación, un ser querido le hace un reclamo más o menos inaceptable, o
un pedido de aclaraciones, y el diálogo entre pares deriva en una batalla
ruin. Como alegorías apolilladas, entran en escena Arrogancia, Sarcasmo, e
Insinuación Venenosa.
Una día sucede esto; uno ofende a un ser querido, y encima se olvida de
prever la réplica:
¿Pero vos quién te crees que sos?
Otra vez. Otra vez. He sentido el dardo de esta intimación en varias etapas
de la vida. En la mente la frase se inscribe con los dos signos enfáticos, de
pregunta y de admiración, y es hiriente y oprobiosa. Se descalabran el ser
cívico, el ético y los demás.
Porque, seriamente si es posible, ¿quién me creo que soy?
Así uno caen en la espesa retórica de la identidad, para la cual, como se
sabe, hay no pocos antídotos terminantes. Tomemos el de Bataille, por
ejemplo: “Yo no soy, tú no eres, en los vastos flujos de las cosas, más que un
punto de parada favorable a un resurgir.”
Bien. Pero esa tarde en concreto, ¿quién cuerno me creía yo que era?
Disculparme con el ser querido era tan insuficiente y tan poco
tranquilizador como ofrecer una satisfacción. El raudo paseo por las
variantes de la mística y el nihilismo se resolvía en unas dramáticas ganas de

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Unidad II.La ciudad vista: imaginarios urbanos en la literatura.

estallar. ¡BUM! Terminar con la carga de ser consecuente, con las


causalidades inventadas, con la necesidad de certidumbre. Reventar la
cáscara de la persona. Hacerme añicos de mí y que en el aire libre la vida de
la acción encaminada y productiva, del dominio y la rigidez, delatara su
condición esclava, las ataduras del miedo, su falta de inteligencia.
El asunto se ponía peligroso. El gas de los enigmas se recalentaba.
Como otras veces en mi vida fui a aquietar la cabeza a Retiro, el santuario
de la vida en tránsito.
Y ahora los verbos de esta historia cambian de tiempo.
Acá estoy, en un vendaval de presente.
Entre las opulentas torres de grandes hoteles y consorcios globales, las
grúas del puerto como saurios descarnados, las horas canónicas del trabajo,
los magnolios de la plaza San Martín y el amasijo cubista de la villa 31,
asediadas por el jadeo de camiones y colectivos que atacan al ritmo de los
semáforos, por el periódico derrame de peregrinos, se alzan las tres
estaciones de ferrocarril de Retiro. Los 21 metros de cedro canadiense del
totem kwakiutis --águila, león marino, nutria, ballena, castor, pájaro y
hombre— las protegen de los malos conjuros; el lánguido gong de la Torre de
los Ingleses escande el tiempo. Mirando de frente a las fachadas, las tres
estaciones se suceden de menor a mayor.
Primero la terminal del ferrocarril San Martín, con su tejado de chapa
acanalada y su vestíbulo somero. Contra una pared lateral, algo oculto pero
bruñido hasta lo cegador, está el busto de nuestro prócer supremo. Cerca de
él, sentadas en el suelo contra el tabique trasero de un puesto de pochoclo
llamado Quick Soft, entre remolinos de migas y hojas de diarios, cinco
mujeres despatarradas chismorrean sobre hijos y vecinos mientras clasifican
montones de monedas; parecen una alegoría de la inmemorial obsesión de la
cultura porteña por el cambio.
Saliendo por la puerta lateral del oeste, a ochenta metros por la calle
atestada, familias rodeadas de bultos y sentadas en cajones se encorvan a la
entrada del ferrocarril Belgrano. El edificio es una suntuosa sobriedad de
mármol y hierro forjado, con columnas esbeltas, con una luz de mescalina
que entra por los vidrios del techo y envuelve los humos azules de
hamburguesa y carbón de asar tortillas.
Ciclistas de a pie empujan sus rodados rumbo a los andenes sorteando
viandantes aturdidos. El ring de un celular sobresalta la cola del negocio de
lotería. Una mujer rompe un boleto y los fragmentos caen como mariposas.
El pulso en el vestíbulo es denodado y contenido; pero en la calle, entre las
terminales, el mundo de las necesidades y las persuasiones chisporrotea sin
fracturas ni desmayo.
Cabinas telefónicas. Grandes rebajas en bolsos, mochilas, botecitos y
piscinas inflables. Cosmos de chucherías o prótesis salvadoras en tiendas
formales, cabinas desvencijadas o mesas de caballete a la intemperie.
Socorro instantáneo: linternas, enchufes, imanes, pinzas, destornilladores;
luego harinas, aceites y granos, outlet de falsas zapatillas Addidas y

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Unidad II.La ciudad vista: imaginarios urbanos en la literatura.

genuinas zapatillas Mark Barrin, guiños de muñequitas, neones para


peceras, suministros electrónicos (celulares, mouses, motherboards,
monitores, baterías), y al lado, disputándose el espacio vital de la tentación,
amplia gama de gorras para dama o caballero y más amplia de anteojos de
sol. Alivio para el afligido en la farmacia del Doctor Ahorro. Chance de
vestirse de pies a cabeza: remeras, vaqueros, polleras, pantalones de frisa,
algodón o poplín, chombas, buzos de polar, prendas infantiles, sandalias,
alpargatas, botines, escarpines, y por añadidura corpiños, bombachas,
combinaciones, calzoncillos. En una esquina, policromía vegetal en un vivero
en miniatura: verdes de bambú, culebrilla y helecho se codean con claveles
rojos, fresias glaucas, nardos rosados, crisantemos, alhelíes, naturales unos,
otros de plástico, entre los cuales pícaros ositos de fibra parpadean a los
transeuntes de caras bálticas, guaraníes, yorubas, caucásicas,
manchurianas, aymaras, de caras semíticas y mediterráneas y caras de
bisnieto de esloveno jaspeadas de rasgos ranqueles. Muchos curiosean,
algunos compran, demasiados no tienen tiempo.
Patovicas, vampiresas de hombros de ópalo, atletas de tórax avieso,
enconadas pizpiretas de rimmel incólume, lisiados, viejos claros de
aceptación y tecnoprimitivos con ipod y camiseta de fútbol, el bolso laboral
terciado a la espalda, pululan entre pirámides de chipá, bolsitas de
garrapiñada caliente, choripán, devedés de Crepúsculo y Transformers,
cedés piratas de Arjona y Beyoncé, Damas Gratis y Bersuit, termos,
jaboneras, cuadernos para escolares, y casi todos, se paran, para aviarse de
la refacción portátil o el capricho delicioso –Biznike, Fanta, Jorgelín, barra de
cereales, Oreos o nacho sabor gruyere—, en alguno de los omnipresentes
maxiquioscos. De este planetario de la humildad mercantil, la gran
celebración son los nombres de los comercios. Sabores Ojos azules.
Camperas Stay with me. Sánguches La Martina. Cigarrería San Diego.
Quesos y fiambres La Gran Vía. Panadería Juanito. Panqueques y panchos
Discapanch, local atendido por personas discapacitadas. Helados New
Cream. Un himno que este mundo de tres manzanas canta al planeta entero
que él mismo contiene.
A todo esto uno ha llegado a una ancha entrada para peatones y coches,
sortea los taxis, y cruzando uno de los umbrales, después de rodear el óvalo
de las boleterías, se encuentra en la majestuosa estación principal, en un
espacio indeciso entre un quiosco de prensa con una desaforada exposición
de revistas porno y las mejores pero algo deslucidas fotos de Linda Thoren o
Jessyca Jaymes, la escalera que baja al subterráneo y el extremo oriental sel
edificio, donde el pasaje a los baños públicos linda con un rutilante plotter de
platos especiales del bar Fincadella: una vaporosa tortilla de papas, un pez
de hojalata con verduras humeantes, un bife de chorizo con hoyuelos
húmedos, todos tan suculentos que el apetito no sabría decidirse, llegado el
caso. Desde acá al extremo oeste de la nave central hay más de cien metros
de largo, treinta de ancho y veinticinco de altura para la liturgia del tránsito.

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Esto es la estación del Ferrocarril Mitre, cuyos trenes llevan al norte del
cinturón urbano de Buenos Aires y la boca del delta del Paraná. Nunca
remozada totalmente, vive como una venerable copia de las soberbias
estaciones europeas del siglo diecinueve, cuando el ferrocarril encabezaba la
marcha de la historia hacia delante y prometía reducir las naciones a
juguetes trascendentes. En este rincón de Latinoamérica, como se sabe, la
marcha adelante es penosa; dado el desinterés de consorcios y gobernantes
por los viajeros, vías, estaciones y sobre todo vagones son hoy envases
móviles de roña, paliza física e imprevistos humillantes. En la crueldad
cotidiana del transporte culmina la división de clases.
Sin embargo en Argentina la sociedad guarda un resabio de la vocación de
los viejos inmigrantes por mezclarse, llegado el caso reunirse, cierto que
pasajeramente, y la estación Mitre es uno de los templos de esa porfía. El
techo es alto y enarcado, con molduras y tragaluces de paneles pequeños.
Lamparas cuya luz se hace verde en las baldosas cuelgan de cadenas negras,
a distancias regulares, dejando el centro del aire para el reloj, rey de las
estaciones.
Pedazos disociados de mi biografía se aglomeran cada vez que vengo a
este lugar, para dispersarse alegremente no bien me voy. Estuve aquí de
chico con mis padres, esperando el tren que nos llevaba a picnics junto al
río. De adolescente, cuando el sábado al amanecer robaba tiempo para
escaparme a remar entre las islas de San Fernando. De joven, camino a una
reunión política en Victoria o la casa de una novia en Florida. He tomado
aquí el tren, sólo para ver la estación, cada vez que venía desde mi vida en
España a ver a mi madre. Paso ahora todas las veces que puedo, y en mi
cabeza se desata sola la alabanza de la vida astillada. Se diría que las
peripecias del consumo capitalista empobrecido, la mezcla de olores, la
plétora de sobras y de mugre, los estertores del pop de purpurina no la han
estropeado; al contrario, en la estación Mitre olores de vainillina, orégano,
grasa vacuna, mostaza, sudor, pata, extractos, colonias y aromatizadores,
café y maíz tostado, ruidos, musiquitas, objetos en venta y ciudadanos son un
continuo con el lenguaje que procura representarlos. Aquí va la gente: el
mayorista de ropa regateando por teléfono, la vendedoras de regalos que
taconea mordisqueando una medialuna, la doméstica experta en borrar del
ojo interior el recuerdo de los baños que ha limpiado, el agitador de
banderitas para estacionamiento, espías, libreros, estilistas, acompañantes
terapéuticas, asistentes de reparto de soda, intermediarios futbolísticos,
telefonistas de call center, lavaplatos, responsables de relaciones públicas,
proctólogos, juristas, mantenedores de redes informáticas, masajistas,
plomeros, importadoras de telas para tapicería, asesoras de diputados,
barrenderos, cocineras, pequeños fabricantes de cerveza artesanal,
ajedrecistas, alergólogas.
Bien, hay que parar. Es difícil decidir dónde. Este es el consabido castigo
del narrador, la obligada mutilación del mundo infinito, especialmente duro
acá porque, para que Retiro surta efecto, hay que prodigarse en nombrar

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todo lo posible. En seguida, aunque de todas maneras tarde, uno comprende


que ha prejuzgado, que le ha infligido a cada individuo una definición que lo
cristaliza, cuando en realidad todos siguen pasando, son nada más que
pasajeros, y aquí la multitud que la gestión mercantil del deseo condena a
ser masa se pulveriza en criaturas; cuando aquí el tránsito se manifiesta
como condición originaria del ser, y a la vez como elegía a esa condición.
Pero lo mejor es que no pasan de ida y vuelta sobre una sola dirección, sino
en todos los sentidos, ofreciendo al que se cruza la frente, el perfil de lleno o
sus tres cuartos, un hombro u otro, la espalda y hasta un poco de trasero si
el pantalón es de tiro muy corto, el pecho erguido o cóncavo, la marca de
vacuna en el brazo. En cuanto a los andenes, dejémoslos de lado: ahí todo se
encarrila cuando el pasajero sube al tren, camino a uno cualquiera de
muchos suburbios, o cuando baja y pone rumbo directo a su cometido. Pero
en el hall central de la estación hay un paréntesis de desorden. Y en un
costado del hall yo me he meto en el bar Vickin II. No voy a preguntarme
ahora dónde estará el Vickin I. Este, casi todo de vidrio, ofrece vista
panorámica.
Enfrente tengo el cartel principal del quiosco Pancho Beat. Sobre la tripa
sintética de una inmensa salchicha bratwurst amarillean unas tenias que
tardo en reconocer como papas fritas. A los lados del quiosco veo una chica
con pelo rasta ordenando una mochila, un viejo acalorado gesticulando
cerveza en mano, veloces señores trajeados camino al andén, señoras
tirando de valijas, y a todo esto se superponen, reflejados en el vidrio del bar,
una pareja de jóvenes, él con uniforme de marino, ella toda crucifijos y ropa
negra, dos muchachas que se acarician las manos entre copas de vino
blanco, un caballero inmóvil cuya tintura de pelo gotea, otro de canas
prematuras que lee la revista Lucha Armada, el mozo, el cajero y cuatro
amigos de edad, como cuatro puntos cardinales del compuesto sociorracial,
en tertulia que en este momento trata los méritos de Barbara Streissand, y el
murmullo de las conversaciones se funde con los ruidos de la estación,
pasos, toses, motores, bocinas, y el ensamble es la banda sonora de una
nube de imágenes desunidas, pero al fin sucumbe a la violencia soterrada de
otro ruido. Es un ruido que viene de mi cráneo.
Es el zumbido del mundo ordenado. ¿Por qué no paro? Seguiría dando
rienda a la voracidad de describir si no fuera porque el que escuche esto
querrá una conclusión, un asomo de sentido. Pero la descripción es el placer,
el deber y la condena del relato. Es el sueño de alcanzar una forma que no
traicione la realidad, cuando, por desgracia, la compulsión del hombre a
ordenar las cosas y clasificarlas es irreferenable. Sin embargo aquí en Retiro
la realidad tiende a la revuelta; veo los detalles pero también el fondo único
previo a las diferenciaciones. Nunca paramos de ordenar las cosas y los
seres, de decir Este así y Aquel es asá; pero ese mundo ordenado no es el
verdadero orden del mundo. El orden del mundo, el que el mundo tiene por
cuenta propia, es ajeno a los nombres. Acá en Retiro aflora, si uno quiere

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percibirlo: es intensidad; absorbe, abrasa, y aunque el momento en que lo


percibimos dura poquísimo, a la larga es imborrable.
Nada de esto es seguro. Podría ser una quimera o una extravagancia.
Más cierto parece que el mundo ordenado (por nosotros) es la fuente y la
partitura de este ruido que me está sonando en el cráneo y tapa el sonido
inefable de la realidad. En el mundo ordenado puedo entenderme con otros,
pero difícilmente me encuentre verdaderamente con alguien. Una que otra
vez, como ahora desde el Vickin II, vislumbro el orden del mundo y casi
alcanzo a escucharlo.
He aquí por qué vengo a Retiro. Vengo a confirmar que somos muchos.
Es incontrastable. Somos muchos y estamos unos con otros. La frase no es
mía; viene de Of Being Numerous un poema de George Oppen. Acerca de ser
numerosos. Siempre me pareció que ese título dice dos cosas: una, que
vivimos con los demás, que el hecho de estar en un lugar y con otros es
nuestra única esencia palmaria; pero también que una buena manera de
asimilarlo es considerarse no una personalidad sino una asamblea de
personalidades, a veces muy encrespada, con discrepancias, disidencias,
enfrentamientos tibios o sañudos. Lo peor es cuando alguna facción entera
abandona la sala.
Pausa en la estación. ¿Qué es este entusiasmo? Suele sucederme acá. Es
como si me estuvieran a punto de darme algo que nunca he tenido y me
conviniera recibirlo sin preguntar quién lo da. Una sensación de
hospitalidad, de vinculación, de que la habitual aspiración de otra vida
quiere resolverse en el saludo a esta, la que tenemos.
Al ratito la pausa se cierra. Abruptamente. Y, como siempre, lo más
importante se me escapó. Allá se aleja, eso que parecía una revelación, y en
su lugar, como hermosos impedimentos, reaparecen el blablá. La vida así, tal
como se nos da, la vida a la durante toda la vida uno procura asentir, está
parcelada por las palabras, que por otra parte son lo único que tenemos para
acercarnos. En esa tautología vivimos. La confirmación de que somos
apariencias, incluso ilusiones consolidadas por la vida en común, no
desmiente que nos situamos unos frente a otros cada uno con su incorregible
aparato de discernimiento. Aquí está la estación Retiro, al otro lado y dentro
del vidrio del bar Vickin II, y en mi cabeza lo que yo debería llamar el-
Retiro-en-mí. La verdad, nada me permite reconocer al santo detrás de esa
cara de hipopótamo ni al apropiador de bebés en esas manos de tallador de
diamantes. Pero no por eso estoy condenado a sospechar.
Ninguna revelación. Ya conozco el reto. Es de orden político. Se dice que
las comunidades auténticas, donde el hombre no es lobo para el hombre, no
surgen primariamente de sentimientos de interés mutuo, sino de la relación
viva y recíproca de todos los miembros con un centro viviente, lo que avalará
que todos estén en relación viva y recíproca entre sí. No me convence del
todo este enfoque. Seguimos viendo cómo la relación con un centro viviente
tiende a convertir ese centro en fundamento, cómo el fundamento se plasma
en la obligación de mantenerlo, alimentarlo y hacerlo crecer, cómo se vuelve

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mito, esencia colectiva, porvenir, historia, esfuerzo de consumación, guerra


contra los que quieren otras consumaciones. No. Una comunidad auténtica
se basa en la asimilación de que los hombres se juntan porque les falta algo,
básicamente una sustancia, porque se mueren en siete o nueve décadas,
porque la presencia del otro modera el miedo al final. Una comunidad
genuina sólo puede sustentarse en el asentimiento al hecho puro de que no
podemos ser sino con otros, que existen el nacimiento y la herencia, que por
lo tanto aislarse es una imposibilidad medular, y de que el resto, proyectos y
destinos comunes, es máquina retórica.
Termina la revelación. Vuelve el tosco mundo de las necesidades.
Las ocho de la noche. Acá el trajín no ha decaído tanto.
Es hora de un epílogo.
¿Y entonces? ¿Quién te crees que sos? La pregunta me ha estrellado
contra la realidad del desorden, incluida su gloria. De la realidad del
desorden intenta ocuparse la literatura que importa, o sea la literatura. Si un
narrador titubea frente a la política no es porque él esté libre de violencia,
sino por aversión a los conceptos, a la razón conceptual con que el político
normaliza la violencia, a la simplificación y las pretensiones totalizadoras.
Cuando quiere acercarse a un amigo abrumado, le cuenta qué le pasó a él o
a un personaje de novela en una situación parecida. O lo inventa. Y no es
cuestión de escritores: difícilmente haya participación sin relatos.
De modo que necesitamos argumentos. Necesitamos condiciones y
protocolos para propiciar la invención, la extensión y el desarrollo del
argumento. Más todavía, necesitamos evadirnos. Esto que forjan los relatos a
mano no es la realidad. Hay que soldar la tramposa grieta entre
razonamiento e imaginación. No creo que en la literatura haya pocos temas,
como amor, muerte, poder, hubris, fortuna, etc. Aquí estoy en Retiro. Si uno
se atiende a los saltos y desvíos de cualquier historia personal, a la
ampliación constante del horizonte de conocimientos y actitudes, a la danza
de las apariencias y sus relaciones, sobre todo a las relaciones, de las
relaciones ve nacer objetos nuevos y la gama de acontecimientos se
ensancha. Velocidad-y- catástrofe, por ejemplo, no empezó a ser un tema
hasta que en el siglo XIX aparecieron los trenes.
Ahora entiendo algo mejor por qué vengo a Retiro, y por qué este rodeo.
Necesitamos argumentos capaces de fundir el incidente súbito, el episodio
ajeno, el detalle de lo real en dispersión y la fractura del momento como
impulso de una nueva dirección que no estaba prevista cuando se empezaba
a contar. Prendas de intercambio, respuestas a la tribulación, la curiosidad o
la duda del que acaba de contar algo y, con suerte, cada uno umbral de un
relato más. Y despreocupémonos si no son formativos y parecen poco
formales. Basta esperar unas horas para que el fárrago primordial de la
estación se defina en una silueta.
Después se descompone; más tarde las palabras la conformarán otra vez.
Esto no cesa. Amorfo es sólo algo cuya forma todavía no concebimos.

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Cohen, Marcelo (2010) “Retiro. La estación”. Buenos Aires. La ciudad


como plano. Buenos Aires: La Bestia Equilátera, 2016.

CUENTO

Diario del 22 de noviembre de 2000 de María Carman

8.48 El tren blanco sale de José León Suárez rumbo a Retiro, la estación
terminal de Buenos Aires.
No acepta pasajeros.
Solo lleva a los cirujas y sus carros, para quienes se han dispuesto cuatro
vagones sin asientos.
19.11 Sentada sobre la arena de la plaza de la estación Belgrano R, escucho
la bocina arcaica del tren blanco, atestado de carros como si se trasladara a
alguna batalla.
La imagen se confunde con los balbuceos de mi hijo que tampoco entiendo.
19.13 Ya pasó el temblor, aunque mi hijo sigue saludando al vacío. Se abren
las barreras y pasan los autos como si nada hubiese sucedido, y las vías no
trajesen un mundo continuo de otro lado.
21.30 Belgrano R es un barrio aristócrata, alegre: en estas noches de verano,
las familias de clase media cenan los platos europeos de los restaurantes que
dan sobre la plaza. A media cuadra de ahí la estación de tren congrega a los
comensales de la basura. Son familias enteras, también, o pedazos de ellas:
mujeres con bebitos, hombres solos, adolescentes, un ejército descansando.
La noche es la frontera en la que los pobres se adueñan de los barrios
prósperos. Los carros son más de cincuenta, apilados corno ataúdes. Tienen
dos neumáticos, una estructura de hierro con manijas y unas bolsas blancas
que se prenden con ganchos.
—Vos siempre ponés la carreta mal. Dale correte la gente tiene que pasar!
—Él también me estaba haciendo lugar
—Correte para allá loco estás zarpado vos eh!
Adentro se guarda aquello que alguna vez costó dinero y hoy todavía puede
reportar algo: diarios, escobas, un triciclo, una lámpara.

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—Viniendo solo los domingo junto trescientos kilos


—Yo enseguida lo cago a puteadas o le meto una patada en el orto; no quiere
saber nada de juntar hierros.
Los cirujas revientan la R de Belgrano Residencial. Extraños alquimistas.
Antes de la medianoche, ¿la basura se transformará en oro? O quizá solo en
unas monedas para volver a rastrillar, al día siguiente, lo que la ciudad
desprecia.
21.40 Miro desde el andén desierto de enfrente a los nómadas del
desperdicio; las vías en el medio me protegen de mis propios sentimientos de
fascinación.
21.55 Cruzo la frontera. Voy atravesando olores y caras a medida que avanzo
por el andén atestado. Rozo a la señora inclinada sobre la bolsa-almohada de
basura y también a los chiquitos que se acuestan arriba de las ruedas, como
si el carro fuese una prolongación del cuerpo o fuera a explotar, a
desaparecer. Creo que en cualquier momento caigo sobre el agujero de las
vías. Siento a este andén como la parte visible, pública, de mi propia basura.
Los carros huelen mal. Las bolsas llenas de cosas ocultas cobran vida, como
la panza de una embarazada. Unas mujeres husmean la parte alta de una
bolsa y encuentran un vibrador blanco, eléctrico, un pene con un cablecito:
se lo llevan a la boca, ríen, lo enrollan y luego reparten el botín de unas
galletitas.
—No la merca te hace mierda la nariz
—A esta no la traigo más (la madre resopla con la hija que se porta mal)
—Y la asistente social de la escuela me dijo que mande a la nena porque....
22.05 En Belgrano R se bifurcan las vías: hacia la derecha van a Olivos; y a
la izquierda van a Suárez, el destino de los cirujas. A mí también se me
abren varios mundos en Belgrano R. Aquí tomaba el tren con mi primer
novio para acompañarlo a jugar al golf; aquí vengo a los treinta años con mis
hijos a la prolija plaza de la estación. Y ahora es la basura por la noche y el
temor al contagio, a que la claridad no vuelva. Apostada en un idéntico lugar,
como un pintor impresionista del siglo xrx, sigo el régimen de la luz: las
personas introducen distintas temporalidades.
22.10 Varios policías con chaleco antibalas y ametralladoras bajan del tren
especial, ventanillas de metal bajas, la trompa sobre la boletería. Mientras se
llevan la recaudación, ninguno de los cirujas les quita los ojos de encima.
Hay un aire cargado de metralletas hasta que los canas suben al tren ya en

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movimiento con un paquetito amarillo, apuntando las armas hacia donde


están ellos.
22.20 Cada vez llega más gente a la estación. Los chicos arrastran carros
que los doblan de tamaño. Una nena se cuelga de las ruedas y se trepa como
si fuese un caballo; otros adornan la carreta con bolsitas, transformándola en
un árbol de Navidad.
—Má vamos!
—No esperá que vengan tus hermanos. Ahora viene el otro en el que vienen
los chicos. Sea la hora que vengan yo subo...
—Má... si no vienen en este subimos?
— Venís o te sentás al lado mío o te doy un cachetazo
Viene el tren a Suárez, pero nadie sube ni se muestra animado. Algunos se
acuestan sobre el piso y toman agua, mate, fuman, miran la nada. Un nenito
hojea un libro enorme con desgano, otros juegan con el enrejado o con
piedritas.
—El próximo es nuestro
—No tené’ agua flaco?
—Agua quiere doña? (se adelanta el flaco, le acerca una botella y charlan)
23.11 La gente que espera el último tren a Olivos se arracima alrededor de
la boletería y el kiosco de revistas, único sector del andén techado, con luz y
música funcional. Yo también viajo a Olivos pero hoy me quedo con los
cirujas. Aunque mi basura sea inútil y ni siquiera se recicle. La vida se vuelve
interesante cuando uno se pierde el último tren a casa.
23.40 Llega el tren blanco. Los cirujas a bordo duplican la bocina con
silbidos lejanos para que sus parientes los identifiquen a distancia. El lugar
de encuentro no es la estación, como yo pensaba, sino el tren mismo.
—Ahí viene el tren blanco! Vamo’ vamo’
—Vení Jorge dejala a ella. Ahora le voy a decir a mamá que no viene más con
nosotros
— Vení que así estamos más cerca del tren. Dale boludo eh!
—Má dijo que suba
Gritan, silban, ríen, se mezclan con hombres y mujeres que vuelven del
centro con caras de cansancio, carteras y portafolios. Un cartón queda
atrapado en la puerta, hasta que alguno lo libera y el tren arranca. Saludan
triunfantes a los que quedan abajo, esperando al resto de la familia que
vendrá más tarde. Un nenito desde adentro, con medio cuerpo afuera, hace
fuck you para indicar que ahí está el furgón.

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—Sí entró
—No puede subir!
—Dale empújalo más
(toca la bocina el locomotorero)
—Ehhh para eh! Hijo de puta
(a un chico le cuesta subir un enorme carro)
—Eh boludo tenés que pasear ratas no sabés pasear cosas como esta
(otra vez bocina)
—Pará negro pará!
Las ruedas de los carros, que deambulan por los caminos zigzagueantes de
la basura, suben a las ruedas del tren, cuyo recorrido es monótono.
—(a mí) Estás sacando fotos para un diario, no? (alguien me toca el brazo y
siento miedo)
—Dale que entra! (van metiendo más carros en el furgón) Aguantá... listo
— (intento subir y me detienen) Este tren no lleva pasajeros
—Erica lapodés traer
—Vos subime a la nena. Y ahí hay una monedita
— Te dije que no jugués con eso Marcelo, no la asustés Marcelo
—Vamo’? Eh ya está? Listo vamo’
—Que vigila ortiba, ese guarda hijo de puta.
Los policías miran, pero no intervienen. La disparidad numérica es
ostensible. Los cirujas deciden cuándo arranca el tren. No sacan boletos y
nadie se los pide. Ellos son los dueños de los trenes nocturnos a Suárez y
especialmente de esta ballena blanca, esta Moby Dick del cuarto mundo
rellenada con basura.
Qué envidia esa basura paseando muy oronda cuando yo no logro sacar la
mía; la admiro yendo en los carros desnuda, fresca, suelta de cuerpo.
23.48 Pasa un tren de carga, esos que todavía llevan cosas útiles, larguísimo,
hermoso con la noche y que hace temblar el piso. A mí me tiembla el piso. La
basura c’est moi. Ya no importa llegar a casa.
23.50 Un nene de tres consuela a su hermanito de uno diciéndole que la
madre ya va a llegar, lo alza y juega a zamarrearlo en el precipicio del andén.
El cuerpo del más chiquito oscila entre el hueco y el borde bajo la luz de la
locomotora que se acerca. No puedo dejar de estremecerme al imaginar la
cara de mi hijo en el más pequeño, mi hijito durmiendo ahora entre sábanas
limpias.

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23.58 No pude irme hasta que no pasó el último tren a Suárez, casi a
medianoche, justo antes de transformarse en una carreta con calabazas.
00.05 Uno saca la bolsita que no quiere de su cabeza. Hace un nudo. Quizá
añade pimienta para que no la desgarren los gatos. La bolsita se aleja en el
camión, pero el malestar persiste.
Ir a remover la bolsa de basura de los recuerdos... rasgar un poco el fondo
aunque todo esté podrido adentro y rescatar lo que se pueda, aquello que
seguimos soñando y nos persigue desde chicos por culpa de la infancia que
despierta cada noche a pesar de que uno cerró la bolsita y la dejó en la
vereda, lejos, para que la recoja el basurero.
¿Qué pasa con los recuerdos sepultados? Vuelven; si uno no se zambulle en
la mierda vuelven. Y no es cuestión de aniquilar los recuerdos sino de
acompasar las pesadillas a la vida, incorporar el mal olor y los gusanos y
saberse uno también gusano. Es como el tipo de Belgrano R que tira la
revista Caras y un ciruja que él no ve —las clases sociales se rozan sin
mirarse, mediados por moneditas o basura— rompe la bolsa y junta el
glamour de esos papeles con otros que luego volverán al tipo de la Caras y a
mí, que pensamos que nos habíamos sacado la mierda de encima, vueltos
papel higiénico para limpiarnos el culo, luego de tortuosos periplos en tren a
la provincia donde los hermanitos viajan solos, uno le muerde la cola al otro
y cada quien se cuida a sí mismo de no caer.
Post scriptum, 28 de noviembre: pi-ojos
... se alimentan de sangre, inyectan su saliva irritante y depositan su materia
fecal sobre la piel... prospecto del piojicida Nopucid
Hay unos espías tan cerca y tan lejos. Los puedo tocar pero son inabordables
y no les puedo dar muerte. Tampoco puedo putearlos y que me escuchen.
Son sordos, mudos, estúpidos. . . pero ahora son videntes. Unos animalitos
anidan en las raíces de mis pestañas y sus bocas chupan de mí. Apenas me
dejan mirar el mundo: ellos lo descubren desde la orilla de mis globos
oculares. No quieren ser ciegos: quieren dejarme ciega a mí.
Cada día los más grandes echan miles de huevos. Nacen; luego caminan y
flotan. Los siento apretarse en el bosquecito de mis pestañas buscando calor.
¿Cómo volaron sin alas hasta mí? Con su taladrito me roban colores, formas
y se transforman en la única memoria posible. Ven todo excepto a mí, como
yo no los veo a ellos.

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Empiezo a odiar este mundo que se vuelve borroso. Cuando todavía puedo
hacerlo, miro con envidia los ojos limpios y bondadosos de los demás. Nadie
sabe la basura que oculto debajo del párpado.
Ya no estoy sola. Crío monstruitos. Perdí la intimidad con mis pensamientos.
Perturban mi sueño con sus viajes de un extremo a otro, sus fiestas o
murmullos. Hay algo en esto de mirar el mundo juntos, como desiguales
siameses, que me hace despreciar cuanto veo; yo les presto mi don
maravilloso y ellos a cambio me inyectan su avaricia.
Logran su fin: no puedo pensar más que en ellos armando su colonia, criando
a sus hijos, una hermosa familia bajo la persianita del párpado.
No soporto sus rush hours. Una nubecita tapa lo de afuera, si ese afuera
existe todavía. Quisiera armarles las condiciones propicias de humedad en
las cejas, el pubis, las axilas... pero ellos no quieren quedarse sin ese cine de
la vida que les proveen mis ojos.
¿Por qué no puedo tener piojos en la nuca o detrás de las orejas como
cualquier hijo de vecino? Probé ponerme rímel y también me adoran.
Pensé que escribiendo quizá se iban. Pero el tren pasa, se lleva a los cirujas y
sus carros y ellos me dejan lo único que les sobra: sus cirujas al cuadrado,
sus cajitas chinas.
“¿Vos querés conocernos? ¿Querés un verdadero comercio. , un intercambio
de regalos? Tomá los pi para un trabajo de campo intensivo. Viví lo que
nosotros vivimos: sentí que la sangre se seca y duele cuando se va, que en
nosotros es el hambre y en vos solo unas decenas de emisarios, nuestras
mínimas palomitas de la paz.”
Y el pi-ojo ama la vida, hace el amor y no la guerra y se reproduce ad
infinitum como el Pi griego: trescomacatorcedieciseis.

Carman, María (2010) “Diario del 22 de noviembre del 2000”. Buenos


Aires. La ciudad como plano. Buenos Aires: La Bestia Equilátera, 2016.

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POESÍA
El Salmón de Fabián Casas

Para el nenito pelado

La desesperación es la tristeza que nace de una cosa futura o


pasada con respecto a la cual no hay más razón de dudar.

Spinoza, Etica, libro 3, XV, definiciones

Me pregunto

Definitivamente este es mi rostro de hoy.


Ojeras marcadas, pelo desparejo;
los labios hinchados. Nada más.
Me pregunto, porque puedo hacerlo,
cómo será tu rostro de hoy;
mientras tu corazón late al revés,
hace ya cuatro años
bajo la tierra.

Sin llaves y a oscuras

Era uno de esos días en que todo sale bien.


Había limpiado la casa y escrito
dos o tres poemas que me gustaban.
No pedía más.

Entonces salí al pasillo para tirar la basura


y detrás de mí, por una correntada,
la puerta se cerró.
Quedé sin llaves y a oscuras
sintiendo las voces de mis vecinos
a través de sus puertas.
Es transitorio, me dije;
pero así también podría ser la muerte:

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un pasillo oscuro,
una puerta cerrada con la llave adentro
la basura en la mano.

Una oportunidad

Caminás con las manos en los bolsillos,


por la rambla, rodeando el mar.
Te acordás de otro tiempo, aquí mismo,
estabas enfermo de la cabeza
y no podías sostenerte de pie,
con elegancia. Sin embargo,
pudiste salir.
Hubo una oportunidad en aquella época.
Ahora mirás el mar, pero no decís nada.
Ya se han dicho muchas cosas
sobre ese montón de agua.

Me detengo frente a la barrera

Me detengo frente a la barrera.


Es una noche clara y la luna se refleja
en los rieles. Apago las luces del auto.
Está bien, pienso, es bueno que nos demos un tiempo.
Pero no comprendo nuestra relación;
no sirvo para eso. ¿Acaso serviría de algo?
Tu padre está enfermo y mi madre está muerta;
pero igual podría ir y tirarme encima tuyo
como todas estas noches. Eso es lo que sé.
Ahora la tierra vibra y un tren oscuro
lleva gente desconocida como nosotros.

Alarma

Durante la noche
suena la alarma de una fábrica
cercana a mi casa.
Mientras fumo,
me pregunto si será un error,
un robo
o algo exclusivo.

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Poema social

Aprovechando el sol en este invierno crudo,


los obreros de la fábrica, en su hora de descanso,
formaron una hilera de cascos amarillos
en la vereda de enfrente.
Si no fuera por el rubio, que se rasca la cabeza,
parecerían una fila de lápices
del mismo color.

A mitad de la noche

Me levanto a mitad de la noche con mucha sed.


Mi viejo duerme, mis hermanos duermen.
Estoy desnudo en el medio del patio
y tengo la sensación de que las cosas no me reconocen.
Parece que detrás de mí nada hubiese concluido.
Pero estoy otra vez en el lugar donde nací.
El viaje del Salmón
en una época dura.
Pienso esto y abro la heladera:
un poco de luz desde las cosas
que se mantienen frías.

El moscardón

Un pequeño kamikaze
golpea la ventana tratando de entrar.
Posiblemente el frío matinal
lo despertó de la juerga calurosa
de la noche -nosotros mismos
tuvimos que cerrar las ventanas
y correr a taparnos por el temporal-
y ahora (un poco más punk
que el albatros de Baudelaire)
renuncia, aturdido,
a su inasible elegancia.

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Unidad II.La ciudad vista: imaginarios urbanos en la literatura.

Improvisados

Estamos abrazados en una cama improvisada en el piso.


Tus ojos están cerrados; pero no sé si dormís.
Este es tu cuarto de soltera,
un lugar agradable, neutral.
Por la ventana suben los ruidos
de un día que empieza a moverse.
La ropa permanece arrugada, a un costado
ignorando la farsa de dar y recibir.

Una oscuridad esencial

Hay una oscuridad esencial en esta calle.


Un único farol ilumina el contorno
y árboles domesticados, altísimos,
producen una música de acuerdo al viento.
Miro a mi perro,
una conciencia a ras del piso
que hurga y mea en la tierra
y pienso en mí, hundido
en el lenguaje, sin oportunidad,
sosteniendo una correa que denota
lo que fue necesario para estar unidos.

Después de largo viaje


Me siento en el balcón a mirar la noche.
Mi madre me decía que no valía la pena
estar abatido.
Movete, hacé algo, me gritaba.
Pero yo nunca fui muy dotado para ser feliz.
Mi madre y yo éramos diferentes
y jamás llegamos a comprendernos.
Sin embargo, hay algo que quisiera contar:
a veces, cuando la extraño mucho,
abro el ropero donde están sus vestidos
y como si llegara a un lugar
después de largo viaje
me meto adentro.
Parece absurdo: pero a oscuras y con ese olor
tengo la certeza de que nada nos separa.

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Bruno

Las plantas reverdecen


soportando la violencia del verano.
Tomás la regadera, el torso al desnudo
en el sol; tus ojos que se fijan
en un cielo límpido
y el viaje que termina.

Todo está como lo dejaste:


el barco en una mañana brumosa,
un hotel frío instalado en otro idioma
y esta casa, donde posaste el radio
de tu imaginación, y crecí en él.

Un plástico transparente

Abrí la puerta y te estabas bañando.


Los vidrios empañados, el ruido del agua
detrás de las cortinas,
las cosas esenciales instaladas
fuera de la razón.
Me llamaste, acercaste la cara
y nos besamos a través del plástico
transparente: fue un instante.
Las parejas y las revistas literarias
duran casi siempre dos números.
Sin embargo, de a poco,
le fuimos ganado terreno al río:
días interminables en los que el caos
tomaba tu forma para envolverme mejor.

Paisaje

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En las noches de calor


alguien invisible parece
cortarse las uñas
bajo el cono de luz.

El tac-tac insistente
de los bichitos verdes
que al merodear la lámpara
golpean el armazón del velador.

Comics

Durante mi luna de miel


con la droga
Caronte me llevaba de paseo
en un taxi fino y rojo.
Yo nunca bajaba las ventanas
ni permitía que me pidieran dinero
en los semáforos.
Después, todo pasó.
De ese tiempo me queda
un beso frío en el hígado
y cierta arqueología
en la paranoia.

Hacia afuera
Pienso en toda la gente
que a esta hora mira televisión.
Una lluvia finísima
cae en la calle
y emerge desde el suelo
un silencio precario.
De la ventana hacia afuera
los límites de mi lenguaje
crearon un mundo
que ya no me interesa.
El pavimento mojado
refleja las luces de los autos:
rojos, verdes y amarillos
moviéndose.

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No estoy en bata comiendo naranjas al sol

Por la mañana
miro mi cara
en el espejo del baño.
Hasta hace un rato,
resucitada,
mi madre atravesaba un campo
con su bata roja.
Pero ahora estoy despierto:
finalmente, todo es natural.
Abro la canilla
y me inclino para lavarme.
Siento el ruido del agua
contra el vientre de la pileta
-pelos muertos
en el mármol blanco-.

La partitura

Puestos con ropas,


golosinas, cámaras fotográficas,
zapatos baratos, anteojos de sol, etc.
Y más: personas esperando colectivos
que parten hacia lugares determinados;
trenes repletos que fuera de horario
ya no pueden representar el progreso.
El cielo, cubierto de humo,
vale menos que la tierra.
Es definitivo,
acá la naturaleza bajó los brazos
o está firmemente domesticada en los canteros.

El calor

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Unidad II.La ciudad vista: imaginarios urbanos en la literatura.

A través de la ventana
una luz blanca, intensa,
se posa sobre la mesa de madera.
Leo a Robert Lowell en inglés
y comparo las versiones de Girri.
De a ratos, levanto la vista
hacia los edificios grises
con ropas colgadas en sus balcones
y ventanas a medio abrir
-como una cigarra en el calor
el torno de una obra
y la letanía de los martillazos
que se expanden en la inmovilidad
del verano-.
De Lowell, nada quiero decir;
pero de Girri... ¡ah Caronte,
tardarás en comprender
al pasajero que te llevas!

Música

Mi tía concilia el sueño a los ochenta años


escuchando viejas canciones en su radio portátil.
En su pieza, en lo oscuro,
el éter se ha transformado en algo vital.
Supongo que estas cosas pasan
y me pasarán también a mí.
Sobre el final de la vida
la única música que existe
está fuera de nosotros.

Una canción que no recordás

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Unidad II.La ciudad vista: imaginarios urbanos en la literatura.

Acelerás despacio,
el aire en la cara te reconforta.
A tu derecha, una heladera de coca cola
ilumina la estación de servicio.
Un colectivo, amarillo,
cruza lentamente la calle.
En la radio, los Beatles
cantan una canción que no recordás;
una cucaracha flotaba en el café
cuando vaciaste la cafetera.
Doblás y tomás por una calle oscura,
el empedrado te sacude un poco
y el ruido liso que te acompañaba
es ahora un leve repiqueteo.
¿Qué es lo que hace
que una vida funcione y avance?
Alguien, unos metros delante tuyo,
hace señas para que te detengas.

Mientras me lavo la cara


Darío, parado, grita y gesticula.
Bajo una frazada marrón
Daniel se ríe y habla de sus novias.
Están borrachos y los que gritan en la cocina,
como diputados, también.
Mi vieja, resucitada,
golpea las ventanas, pidiendo entrar.

Al amanecer, bajo una claridad despiadada;


cigarrillos, libros desperdigados,
platos con comida.
Camino, despacio, hasta el baño;
sé que la desgracia está sobre nosotros,
no ahora, tampoco el año próximo,
todavía somos jóvenes, pero eso
se pierde enseguida.
No tenemos nada, pienso,
mientras me lavo la cara,
ni un oficio, ni una herencia,
ni una casa de sólida piedra.

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Desierto

Manejé durante la noche


hasta agotar la nafta.
Apagué las luces del auto,
cerré las puertas
y caminé sin rumbo
fuera de la ciudad.
Pasé cuarenta días
en el desierto
tentado por el diablo.
Volví,
no me siento ni bien ni mal
y esto debe tomarse
al pie de la letra.

Pogo
To Julia, in memoriam

Señor,
le escribo para decirle
que he vuelto, esta mañana,
a leer sus versos.
Mi sed está saciada
y me siento iluminado.
No sé cómo pude
negarlo tres veces,
practicar la escritura automática
y unirme a la crueldad
de la multitud.

La esgrima tonta de los días


se había apoderado de mí.
Perdóneme, recíbame.

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Tras cabalgar días enteros


Tras cabalgar días enteros
nos pusimos a un tiro de piedra de la ciudad.
Estaba donde pensábamos.
No se habían equivocado los oráculos
ni los mapas. Luminosa, en la noche,
se veía desde el alto campamento.
"Ven aquí -me dijo Atila-, mañana
conducirás la columna que iniciará
la invasión" (la traducción es mía).
Después se marchó.
Bebimos y bailamos como era costumbre,
y nos retiramos a dormir
en carpas improvisadas.

Todos los poetas son mortales

Como un homenaje a la tautología,


Wilcock muere de un infarto
mientras lee un libro sobre el corazón,
Montale se queda dormido y Eliot,
muy débil, se colorea la cara
y negocia con Dios.
Pero, ¿cómo?
¿El viejo Wally escribía poesía?

Esperando que la aspirina

Esperando que la aspirina empiece a trabajar,


que acomode los cuartos, que revuelva el café
y que traiga a mi madre, fresca
a esta tarde de agosto
hojeo revistas estúpidas, escucho discos viejos
me pregunto en qué momento
los dinosaurios sintieron
que algo andaba mal.

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Aunt

La ciudad aluvional
a la que llegan viejos de todas partes,
olor a pelo quemado, aparatos
para respirar.
¡La música del ocaso
en discos compactos y cassettes!

"Cuando eras chico


yo te sacaba desnudo a pasear".

Ahora presenciamos el triunfo del tiempo,


subimos escaleras de mármol
y ya no estamos seguros de ser el centro del mundo
sino inquilinos de un barrio periférico:
"tengo miedo, no quiero dormir acá".

El doctor aparece, impasible


su pelo negro brilloso peinado hacia atrás,
masticando chicle y tomándote el pulso.
La vida, a veces, tiene un humor de mierda.
Y dice: "podrías salir un momento
que voy a revisarla".

Cuatro paredes, un botiquín


y tu cuerpo presocrático sobre la camilla
se cierran tras la hoja de la puerta.

Tratando de sepultar

Tratando de sepultar la narración de nuestros padres


se va la adolescencia.
Después pagamos para que la recopilen
y nos digan que podemos ser mejores.
¿Por qué sueño con perros?
¿Por qué me aburren las tardes
y no puedo hablar con mis amigos?
Mientras tanto, la mujer cocina
y el marido se masturba en el baño.
La dicha se engendra
en el corazón de lo trivial
y a veces alguien muere,
a oscuras, en un cine.

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Pound´s station

Cuerpos elevados
por el lento mecanismo
de la escalera del subte.
Abrigos, guantes y bufandas;
rostros duros que no parecen venir
de la confortable luz de los vagones
sino del círculo donde Ugolino come.

Despertarte

Despertarte a mitad de la noche


y ver en el otro lado de tu cama
a tu mujer llorando
es una experiencia importante.
Quiere decir, entre otras cosas,
que mientras paseabas por los cuartos
iluminados de tu cerebro
algo se estaba gestando cerca tuyo.
Un error con el cual mantenés
una particular relación de intimidad.
Porque aunque no firmemos nada,
ni corramos apurados bajo la lluvia de arroz
pensamos que es para toda la vida
y así seguimos.
Botes, que durante la noche,
quedan amarrados al muelle,
golpeándose entre sí,
según el viento.

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Dossier de textos para Lengua y Literatura – 3º – Escuela n.º 3186 “Alberto Monti” - Profesora:
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Cancha Rayada
Caminamos, con mi viejo, por la playa de estacionamiento.
Es un día de calor sofocante
y en el asfalto recalentado
vemos la sombra de un pájaro negro
que vuela en círculos,
como satélite de nuestra desgracia.
Una multitud victoriosa, a nuestras espaldas,
ruge todavía en la cancha.
Acabamos de perder el campeonato.
La cabina del auto es un horno a leña;
los asientos queman y el sol que pega
en el vidrio, enceguece.
Pero no importa, como dos bonzos
dispuestos a inmolarse,
nos sentamos y enciendo el motor:
Fabián Casas y su padre
van en coche al muere.

Henry V arenga a sus soldados


Canta, oh Diosa,
aquella larga marcha
que nos dejó un tendal de muertos
en la periferia de la compasión y el coraje.
Soldados amargos y duros caían en el barro
y eran heraldos negros los días y las noches.
Canta entonces cuando nuestro señor,
montado en su corcel -con ropas de días
que no quiso cambiar, por un extraño augurio-
pronunció estas aladas palabras:
"Señores,
ha llegado la hora de demostrar cuánto valemos.
A quien no tenga ánimos para esta lucha,
se lo deje marchar: no queremos caer
en compañía de cobardes.
Que se queden los valientes,
-galgos que tiran de la correa
ansiosos por el combate-
los que serán ejemplo
para hombres de sangre más vulgar.
Todos, en nuestra patria, envidiarán
no haber estado aquí.
¿Por qué, entonces, habría de temer al enemigo?

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Ni el azar, ni el cansancio podrán con nosotros


¡Hijos de los vientos!

Y una vez concluidas tan hermosas palabras,


un estallido de júbilo sacudió al bosque
y nos juramos acabar con 21 años
de estéril escolástica. Quedó escrito:
"Presos de un furor demencial
los hombres de Henry V
entraron a la Pequeña Chicago
y arrasaron con todo".

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Dossier de textos para Lengua y Literatura – 3º – Escuela n.º 3186 “Alberto Monti” - Profesora:
Sofía Dolzani – 2020
Unidad II.La ciudad vista: imaginarios urbanos en la literatura.

Pogo
Sentados los cuatro, frente a platos calientes,
necesitamos avanzar. ¿ Es esto
lo que quería decir?
El balcón, a tus espaldas
da sobre un corazón de manzana
donde la luna ilumina techos y cables.
Sacudida por el viento,
la ropa colgada produce aplausos secos
para nadie.

¡Los pensamientos brotan de mi cabeza


como el sudor!

Bajo el cálido cono de luz,


el brillo de los cubiertos
y el tintinear de vasos y botellas
cometimos la estupidez
de recurrir al mito para ordenar el mundo.

"Lo único que podemos hacer


-dice él- es superar a nuestros padres".
Y yo digo "Sí, sí" y mastico
un pedazo de carne seca.

Nos ponemos tensos. ¿Y ella?


Devorada por el perro de la maternidad
ya no puede articular palabra.
Deberíamos irnos, pero no podemos.

Pienso en la rutina de los parques,


los besos, los paseos al aire libre,
la oscuridad del cuarto
en el que mis viejos se convirtieron en hermanos.

Los días se apilaron entre algodones


como pastillas en un frasco.
¿Nos van a venir a visitar más seguido?
¿La pasaron bien? ¿No te molestó
que te dijera esas cosas?
"No", digo. El violín finísimo
de un mosquito orbita mi cabeza.
¿Cómo pudo escapar del invierno?
¿Cómo podremos alguna vez
escapar de este cuadro?

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Sofía Dolzani – 2020
Unidad II.La ciudad vista: imaginarios urbanos en la literatura.

Distribuimos nuestro tiempo


entre el miedo a la muerte y el miedo
a los demás; la gramática
incomprensible de una reunión de amigos.

Pongámonos los sacos,


saludémonos, deseémonos suerte
y salgamos a la calle
Bajo el abrigo confortable de la psicología.

Casas, Fabián (1996) “El Salmón”. Horla City y otros. Toda la poesía
1990-2010. Buenos Aires: Emecé, 2010.

CRÍTICA

La partitura de Beatriz Sarlo

Escribe Fabián Casas:

Puestos con ropas,


golosinas , cámaras fotográficas,
zapatos baratos, anteojos de sol, etc.
y mas: personas esperando colectivos
que parten vacíos a lugares determinados;
trenes repletos que fuera de horario
ya no pueden representar el progreso.
El cielo, cubierto de humo,
vale menos que la tierra.
Es definitivo,
acála naturaleza bajó los brazos
o esta firmemente domesticada en los canteros.

Trenes y naturaleza: ya no son lo que fueron hace medio siglo. La tecnología


del transporte tenia su monumento en las grandes estaciones como Retiro ,
con sus bases de hierro y sus b6vedas de vidrio, o en el majestuoso edificio
Beaux Arts de Constitución. Hoy, esos templos consagrados a una nueva
forma de desplazarse por el espacio persisten como prueba de una
degradaci6n material, estética y técnica. Lugares para pobres, donde se
exhiben las "golosinas" destinadas al mercado de pobres. La naturaleza, que
un moderado paisajismo urbano pensó que podía quedar incorporada como
fragmento , como respiradero y paseo en la ciudad, la naturaleza citada en
las grandes plazas que enfrentan a la estación de trenes, no fue capaz de

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Unidad II.La ciudad vista: imaginarios urbanos en la literatura.

resistir bajo el humo ni fue capaz de prosperar en el trazado de jardines


destrozados por la basura. De lo que fue una idea de ciudad, quizás nunca
del todo posible, queda muy poco: el transporte de los pobres, que no
respeta las reglas que una vez se impusieron; "fuera de horario" los trenes
no son el progreso. Toda decadencia es irónica respecto de las pretensiones,
los deseos, las ambiciones de quienes estuvieron antes.

Sarlo, Beatriz (2005) “La partitura”. La ciudad vista. Buenos Aires: Siglo
Veintiuno Editores.

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