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Hoy no es mi peor secreto, pero en una época vaya si lo fue.

Me crié en la casa de mi abuela materna. Como mis viejos laburaban mucho, pasaba
má s tiempo con ella que con mis padres. Era una casa chorizo y en el fondo había
un patio muy grande, de tierra, con muchos á rboles. Y en el fondo del fondo, un
tero, que fue a parar ahí no sé có mo, en la época en que mi abuelo aú n vivía. Los
dominios del tero comenzaban en una pileta circular de losa, mediana, con agua
que mi abuela se encargaba de llevar cada tanto y que en invierno se congelaba. Y
cerca de allí, Perico (jamá s entendí por qué tenía nombre de loro), siempre con
cara de pocos amigos y mostrando unos espolones colorados que se veían cuando
levantaba las alas, en señ al de amenaza. Mi abuela cada tanto iba y lo llamaba por
su nombre y le dejaba comida. Me parecía una relació n distante y respetuosa.
Un día, a mis ocho añ os, por ahí, me enseñ aron a hacer una gomera con una
horqueta que saqué de uno de los á rboles del fondo y un pedazo de goma que me
dio un amigo. Y para probar su funcionamiento se me ocurrió tirarle al tero. Un
revoleo de plumas me indicó que había acertado, y eso que estaba muy lejos.
A los pocos días pude ver la magnitud del acierto: el tero tenía un ojo de un color
rojo que jamá s olvidaré, y cuando mi abuela lo llamaba, se acercaba a la casa a
comer de su mano. Murió a los pocos días.

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