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ALEJANDRO CASONA a) Obras

Alejandro Rodríguez Álvarez, verdadero nombre La sirena varada, Madrid, 1934.


de Alejandro Casona, nació en 1903 en Besullo Otra vez el diablo, Madrid, 1935.
(Asturias). Estudió Filosofía y letras y se graduó en Nuestra Natacha, Madrid, 1936.
la Escuela superior de magisterio, ejerciendo como Prohibido suicidarse en primavera, México, 1937.
maestro rural en el Valle de Arán. Director del Romance en tres noches, Caracas, 1938.
«Teatro del Pueblo», que formaba parte de las Sinfonía inacabada, Montevideo, 1940.
Misiones Pedagógicas de la segunda República Las tres perfectas casadas, Buenos Aires, 1941.
española, obtendría en 1933 el Premio Lope de La dama del alba, Buenos Aires, 1944.
Vega de Teatro por su obra La sirena, varada, y el La barca sin pescador, Buenos Aires, 1945.
Premio Nacional de Literatura por Flor de Leyendas. La molinera de Arcos, Buenos Aires, 1947.
Exilado en 1937, se afincaría en Buenos Aires dos Los árboles mueren de pie, Buenos Aires, 1949.
años más tarde. A su regreso a España (1962), dio a La llave en el desván, Buenos Aires, 1951.
las tablas una nueva pieza teatral, de carácter Siete gritos en el mar, Buenos Aires, 1952.
histórico, El caballero de las espuelas de oro, donde La tercera palabra, Buenos Aires, 1953.
aprovecha el personaje de Quevedo para exponer Corona de amor y muerte, Buenos Aires, 1955.
sus ideas sobre España. Murió en 1965. La casa de los siete balcones, Buenos Aires, 1957.

BIBLIOGRAFÍA DE ALEJANDRO CASONA* Ambulante, de cuya dirección se hizo cargo en


1931 Casona, y que forman el Retablo jovial: Sancho
*
La fecha es la de su estreno, en la ciudad citada. Panza en la ínsula; Entremés del mancebo que casó con
Para completar su bibliografía teatral habría que mujer brava; Farsa del cornudo apaleado; Fabula del
citar adaptaciones como Carta de una desconocida, secreto bien guardado; Farsa y justicia del corregidor;
refundiciones del teatro español (El anzuelo de además de piezas infantiles como El lindo don Cato
Fenisa, Peribáñez, de Lope de Vega; El burlador de y ¡A Belén, pastores! Por último, hay que citar la
Sevilla, de Tirso; La Celestina, de Rojas; El sueño de pieza Marie Curie, escrita en colaboración con
una noche de verano, de Shakespeare, y las piezas Francisco Madrid (La Habana, 1940).
cortas escritas para el Teatro del Pueblo o
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Tres diamantes y una mujer, Buenos Aires, 1961. «Introducción» a la edición de Los árboles mueren de
El caballero de las espuelas de oro, Madrid, 1964. pie, New York, 1961.
b) Estudios H. LEIGHTON, «Alejandro Casona and the
significance of Dreams», en Híspania, XLIV, 1962,
J. RODRÍGUEZ RICHART, Vida y teatro de Alejandro pp, 697-703.
Casona, Oviedo, 1963. Mauro ARMIÑO, «Prólogo» a la edición de La
Esperanza Gurza, La realidad calidoscópica de Dama del Alba, La Sirena Varada, Nuestra Natacha,
Alejandro Casona, Oviedo, 1968. Madrid, 1982.
Federico Carlos SAINZ DE ROBLES, «Prólogo» a Mauro ARMIÑO, «Prólogo» a la edición de £05
Obras completas, de Alejandro Casona, Madrid, árboles mueren de pie, Madrid, 1983.
1954. Mauro ARMIÑO, «Prólogo» a la edición de La
José A. BALSEIRO y J. Riis OWRE, «Introducción» a la Barca sin pescador, Siete gritos en el mar, Madrid,
edición de La barca, sin pescador, New York, 1960. 1983.
Juan RODRÍGUEZ CASTELLANOS,
EL PADRE DE LA OTRA ALICIA
PROHIBIDO SUICIDARSE EN PRIMAVERA
COMEDIA EN TRES ACTOS
Estrenada en el Teatro Arbeu, de México, el 12 de junio
de 1937, por la Compañía Josefina Díaz-Manuel
PERSONAJES: Collado.
CHOLE
ALICIA
LA DAMA TRISTE
CORA YAKO
FERNANDO
JUAN
DOCTOR RODA ACTO PRIMERO
HANS
EL AMANTE IMAGINARIO En el Hogar del Suicida, sanatorio de almas del

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doctor Ariel. Vestíbulo como de hotel de montaña,
recordando esos paradores de turismo construidos DOCTOR.—Desengaños de amor, 8. Pelagra, 2.
sobre ruinas de antiguos monasterios y Vidas sin rumbo, 4. Catástrofe económica...
artísticamente remozados por un gusto nuevo. cocaína... ¿No tenemos ningún caso nuevo?
Todo es aquí extraño, sugeridor y confortable: el HANS.—El joven que llegó anoche. Está paseando
mobiliario, la plástica, el trazado de las arquerías, por el parque de los sauces, hablando a solas.
la disposición indirecta de las luces acristaladas. En DOCTOR.—¿Diagnóstico?
las paredes, bien visibles, óleos de suicidas HANS.—Dudoso. Problema de amor. Parece de
famosos reproduciendo las escenas de su muerte: esos curiosos de la muerte que tienen miedo
Sócrates, Cleopatra, Séneca, Larra. Sobre un arco, cuando la ven de cerca.
tallados en piedra, los versos de Santa Teresa: DOCTOR.—¿Ha hablado usted con él?
«Ven, Muerte, tan escondida —que no te sienta HANS.—Yo sí, pero no me ha contestado. Sólo
venir— porque el placer de morir —no me vuelva quiere estar solo.
a dar la vida. DOCTOR.—¿ Decidido ?
Amplia verja al fondo, sobre un claro jardín de HANS.—No creo: muy pálido, temblándole las
sauces y rosales. El jardín tiene un lago, visible en manos. Al dejarle en el jardín he roto detrás de él
parte, un fondo lejano de cielo azul y montañas una rama seca, y se volvió sobresaltado, con cara
jóvenes nevadas. En ángulo, a la derecha, arranca de espanto.
una galería oscura, en arco, con pesada puerta de DOCTOR.—Miedo nervioso. Muy bien; entonces
herrajes, practicable; sobre el dintel, una hay peligro todavía. ¿Su ficha?
inscripción que dice: «Galería del Silencio». En HANS.—Aquí está.
frente, otra semejante, pero clara y sin puertas:
«Jardín de la Meditación». DOCTOR (Leyendo).—«Sin nombre. Empleado de
En escena, el Doctor Roda y Hans, su ayudante, banca. Veinticinco años. Sueldo, doscientas
con bata de enfermero. El primero, de aspecto pesetas. Desengaño de amor. Tiene un libro de
inteligente y bondadoso; el segundo, de rostro y poemas inédito». Ah, un romántico; no creo que
palabra mortalmente serios. El doctor, al lado de sea peligroso. De todos modos vigílelo sin que él se
una mesa volante de trabajo, revisa sus ficheros. dé cuenta. Y avise a los violines: que toquen algo
de Chopin en el bosque al caer la tarde. Eso le hará

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bien. ¿Ha vuelto a ver a la señora del pabellón DOCTOR.—Señora...
verde? DAMA.—He seguido sus consejos con la mejor
HANS.—¿La Dama Triste? Está en el jardín de voluntad: he llorado toda la mañana, me he
Werther. sentado bajo un sauce mirando fijamente el agua...
DOCTOR.—¿Vigilada? Y nada. Cada vez me siento más cobarde.
HANS.—¿Para qué? La he venido observando HANS (Animándola).—¿Ha visto usted nuestro
estos días; ha visitado todas nuestras instalaciones: muestrario último de venenos?
el lago de los ahogados, el bosque de suspensiones, DAMA.—Sí, los colores son preciosos, pero el
la sala de gas perfumado... Todo le parece sabor debe ser horrible.
excelente en principio, pero no acaba de decidirse HANS.—Puede añadirle un poco de menta,
por nada. Sólo le gusta llorar. espliego...
DOCTOR.—Déjala. El llanto es tan saludable como DAMA.—No sé... El lago también me gustaría,
el sudor, y más poético. Hay que aplicarlo siempre pero está tan frío. No sé, no sé qué hacer... ¿Qué
que sea posible como la medicina antigua aplicaba pensará usted de mí, doctor?
la sangría. DOCTOR.—Por Dios, señora; le aseguro que no
HANS.—Pero es que igual le ocurre al profesor de tenemos prisa alguna.
Filosofía. Ya se ha tirado tres veces al lago, y las DAMA.—Gracias. ¡ Ah, morir es hermoso, pero
tres veces ha vuelto a salir nadando. Perdóneme el matarse!... Dígame, doctor: al pasar por el jardín he
doctor, pero creo que ninguno de nuestros sentido un mareo extraño. Esas plantas, ¿no
huéspedes hasta ahora tiene el propósito serio de estarán envenenadas?
morir. Temo que estamos fracasando. DOCTOR.—No; todavía no hemos descubierto la
DOCTOR.—Paciencia, Hans, nada se debe manera de envenenar un perfume.
atropellar. La Casa del Suicida está basada en un DAMA.—Lástima, ¡sería tan bonito! ¿Por qué no lo
absoluto respeto a sus acogidos, y en el culto ensayan ustedes?
filosófico y estético de la muerte. Esperemos. DOCTOR.—Es difícil.
HANS.—Esperemos (Señalando con un gesto). La DAMA.—Inténtelo. Yo tampoco tengo prisa:
Dama Triste. (La Dama Triste llega al jardín de la puedo esperar.
meditación.) DOCTOR.—Siendo así, lo ensayaremos.
DAMA.—Perdóneme, doctor... DAMA.—Gracias, doctor, es usted muy amable

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conmigo. (Transición.) Perdón... (Va a salir por la Galería del
Silencio.)
(Va a salir. Se detiene a ver entrar al Amante DOCTOR.—Un momento. Si no se ha decidido
Imaginario. Es un joven de aspecto romántico y aún... esa Galería no debe atravesarse más que en
enfermizo. Vive ensimismado. Suena detrás de él una la hora decisiva. Al jardín de la Meditación, por
campana, y se vuelve sobresaltado. Se recobra. Saluda aquí.
turbado.) AMANTE.—Gracias.
DOCTOR.—¿Necesita alguna cosa? ¿Libro, licores,
AMANTE.—Buenos días... música...?
DOCTOR.—¿Ha elegido usted ya su... AMANTE.—Nada, gracias... (Sale. Saluda a la Dama
procedimiento? Triste con una inclinación de cabeza.)
AMANTE.—No, todavía no. Pensaba. DAMA.—¿Otro desesperado? ¡Qué pena, tan
HANS (Ofreciendo la. mercancía como en un bazar).— joven...! ¿Algún desengaño de amor?
Tenemos un sauce especial para enamorados, un
lago de leyenda... Si le gustan los clásicos, DOCTOR.—Así parece.
podemos ofrecerle el ramo de rosas con áspid, DAMA.—¡Pero si es un niño! De todos modos,
modelo Cleopatra, el baño tibio, la cicuta dichoso él. ¡Si yo tuviera al menos una historia de
socrática... amor para recordarla! (Sale.)
AMANTE.—¿Para qué tanto? Cuando la vida pesa HANS.—Y así todos. Mucho llanto, mucha tristeza
basta con un árbol cualquiera. poética; pero matar no se mata ninguno.
HANS (Apresurándose a tomar nota en su cuaderno). DOCTOR.—Esperemos, Hans.
—Ah, muy bien. «Suspensión». Perfectamente. HANS (Sin gran ilusión).—Esperemos. ¿Alguna
¿Número de cuello? orden para hoy?
AMANTE.—Treinta y siete, largo. DOCTOR.—Sí, hágame el favor de revisar la
HANS.—Treinta y siete. ¿Tiene preferencia por instalación eléctrica. La última vez que el profesor
algún árbol? de Filosofía se tiró al agua no funcionaron los
AMANTE (En una reacción brusca).—¡Oh, cállese, timbres de alarma.
no puedo oírle! Tiene usted la frialdad de un
funcionario. Es odioso oír hablar así de la Muerte. (Sale Hans. El Doctor se dispone a tomar unas notas. Se

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oye de pronto un grito de mujer. Por la Galería del ALICIA.—¿Por qué hacen ustedes esto? Esos
Silencio sale corriendo Alicia; una muchacha, apenas árboles extraños, con cuerdas colgadas, esa música
mujer, de dulce aspecto. Viste con una sencillez humilde invisible, esa Galería negra que da vueltas y
y limpia. Viene espantada, como huyendo de un peligro vueltas... ¡Es horrible!
inmediato.) DOCTOR.—No lo crea. Está usted dominada por
un miedo pueril. Pero le aseguro que nada de eso
es verdad. ¿Quiere usted volver conmigo?
ALICIA.—¡No! ¡Volver, no! Quiero salir de aquí.
DOCTOR.—Nadie la detiene. No sé quién es usted,
ni por dónde ha entrado, ni por qué ha venido
aquí; pero no importa. Ahí está el parque;
bordeando el lago saldrá a la carretera; al otro lado
ALICIA Y EL DOCTOR de las montañas se ve, lejos, la ciudad. Es usted
libre.
ALICIA.—¡No! ¡No quiero morir..., no quiero ALICIA (Con una amargura infinita).—La ciudad...
morir!... (Al ver al Doctor, que acude a ella.) ¡Paso! La ciudad otra vez... (Se deja caer llorando en un
¡Déjeme salir de aquí! asiento. El Doctor la contempla, conmovido. Pausa.)
DOCTOR.—Calma, muchacha. ¿Adonde va DOCTOR.—¿Por qué ha venido aquí? ¿Sabe usted
usted? dónde está?
ALICIA.—No sé: ¡al aire libre!..., ¡a la vida otra ALICIA.—Sí, fue un momento de desesperación.
vez!... ¡Déjeme! (Volviéndose sobresaltada.) ¿Quién Había oído hablar de una Casa de Suicidas, y no
anda ahí? podía más. El hambre..., la soledad...
DOCTOR.—Nadie. DOCTOR.—¿Ha vivido siempre sola?
ALICIA.—He visto una sombra. La he oído reír... ALICIA.—Siempre. Nunca he conocido amigos, ni
DOCTOR.—Vamos, vamos, alucinaciones. hermanos, ni amor.
ALICIA (Empieza a sentirse aliviada. Se pasa una DOCTOR.—¿Trabajaba usted?
mano por la frente).—¿Quién es usted? ALICIA.—Más de lo que podía resistir. ¡Y en tantas
DOCTOR.—El doctor Roda, director de la Casa. cosas! Primero fui enfermera; pero no servía: les
Tranquilícese. tomaba demasiado cariño a mis enfermos, ponía

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toda mi alma en ellos. Y era tan amargo después casa de modas. Nunca había sabido hasta entonces
verlos morir... o verles curar, y marchar, también lo triste que es después dormir en una casa fría,
para siempre. desnuda de cien vestidos, y con los dedos llenos de
DOCTOR.—¿No volvió a ver a ninguno? recuerdos de pieles.
ALICIA.—A ninguno. La salud es demasiado DOCTOR.—Espero que no sea la envidia del lujo
egoísta. Sólo uno me escribió una vez, pero ¡desde lo que ha causado su desesperación.
tan lejos! Había ido al Canadá, a cortar árboles ALICIA.—Oh, no. Nunca le he pedido demasiado
para hacerse una casa... y meterse dentro con otra a la vida. ¡Pero es que la vida no ha querido darme
mujer. nada! Al hambre se la vence; ya la he vencido otras
DOCTOR.—¿Qué fue lo que la decidió a venir veces. Pero... ¿y la soledad? ¿Sabe usted por qué he
aquí? venido aquí?
ALICIA.—Fue anoche. No podía más. Estaba sin DOCTOR.—Eso es lo que no acabo de comprender.
trabajo hacía quince días. Tenía hambre: un ALICIA.—Es natural; en un momento de
hambre dolo-rosa y sucia; un hambre tan cruel que desesperación, una se mata en cualquier parte.
me producía vómitos. En una calle oscura me Pero yo, que he vivido siempre sola, ¡no quería
asaltó un hombre; me dijo una grosería atroz morir sola también! ¿Lo entiende ahora? Pensé que
enseñándome una moneda... Y era tan brutal en este refugio encontraría otros desdichados
aquello que yo rompí a reír como una loca, hasta dispuestos a morir, y que alguno me tendería su
que caí sin fuerzas sobre el asfalto, llorando de mano... Y llegué a soñar como una felicidad con
asco, de vergüenza, de hambre, insultada... esta locura de morir abrazada a alguien; de entrar
DOCTOR.—Comprendo. al fin en una vida nueva por un compañero de
ALICIA.—No, no lo comprende usted. Aquí, entre viaje. Es una idea ridícula, ¿verdad?
los árboles y las montañas, no pueden DOCTOR (Interesado).—De ninguna manera.
comprenderse esas cosas. El hambre y la soledad ¿Trató usted de buscar a ese compañero?
verdaderos sólo existen en la ciudad. ¡Allí sí que se ALICIA.—¿Para qué? Cuando llegué aquí ya no
siente uno solo entre millones de seres indiferentes sentía más que el miedo. Me perdí por esas
y de ventanas iluminadas! ¡Allí sí que se sabe lo galerías, me pareció ver una sombra extraña que
que es el hambre, delante de los escaparates y los me buscaba... y eché a correr, gritando, hacia la luz.
restaurantes de lujo!... Yo he sido modelo en una Fue como una llamada de toda mi sangre. Entonces

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comprendí mi tremenda equivocación; venía
huyendo de la soledad... y la muerte es la soledad
absoluta. (Estalla fuera una alegre risa de mujer. Entra corriendo
DOCTOR.—Magnífico, muchacha. Su juventud la Chole: una juventud impetuosa y sana. Asomada a la
ha salvado. Usted ya no me necesita, pero acaso yo verja, llama con el grito jubiloso de los montañeros.)
la necesite a usted. Dígame, ¿tiene mucho interés
en volver a esa ciudad donde nadie la espera? CHOLE.—¡Ohoh! (Abre la verja de par en par. Penetra
ALICIA.—¿Adonde voy a ir? en escena. Mira agradablemente sorprendida en torno, y
DOCTOR.—¿Querría usted quedarse en esta vuelve a llamar hacia el exterior.) ¡Ohoh! (Contesta
casa? fuera, la voz de Fernando.)
ALICIA (Con miedo aún).—¡Aquí! VOZ.—¡Ohoh!
DOCTOR.—No tenga miedo. Aparentemente esto
no es más que un extravagante Club de Suicidas. (Entra Fernando, joven también, alegre y decidido como
Pero, en el fondo, intenta ser un sanatorio. Usted, ella. Traje de viaje, equipaje de mano, cámara fotográfica
que sólo le pide a la vida una mano amiga y un en bandolera.)
rincón caliente, tiene mucho que enseñar aquí a
otros que tienen la fortuna y el amor, y se creen FERNANDO Y CHOLE. Después, la DAMA TRISTE
desgraciados. Ayúdenos usted a salvarlos.
ALICIA.—Pero, ¿qué puedo yo hacer? FERNANDO.—¿Tierra firme?
DOCTOR.—Usted ha curado heridos; sea aquí CHOLE.—¡Y qué tierra! Montañas con sol y nieve,
nuestra enfermera de almas. Ya hablaremos. Por lo un lago, un hotel confortable, ¡y nosotros! Mira qué
tanto, olvide su desesperación de anoche. Mi mesa nombres tan bonitos: «Galería del Silencio»...
está siempre dispuesta. ¿Quiere aceptar también «Jardín de la Meditación»... Y en el parque, ¿has
mi mano de amigo? visto? «Sauce de los enamorados», con cuerdas
ALICIA (Estrechándola conmovida).—Gracias... colgadas... para los columpios. Dame las gracias
DOCTOR.—Por aquí. Y no pierda su fe. No le pida ahora mismo, Fernando.
nunca nada a la vida. Espere... y algún día la vida FERNANDO.—Gracias, Chole... ¡Qué aspecto
le dará una sorpresa maravillosa. (Sale con ella. La extraño tiene todo esto!
escena sola un momento.) CHOLE.—¡Encantador!

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FERNANDO.—Encantador, pero extraño. nuestro amor en cualquier rincón tranquilo y
Seguramente uno de esos paradores de turismo feliz... Aquí lo tienes.
para ingleses y enamorados. FERNANDO.—Decididamente, ¿nos quedamos
CHOLE.—Lo que nos hacía falta. ¡Ay, qué aquí?
vacaciones, Fernando! ¿Ves? Siempre debías CHOLE.—¿Dónde mejor? Además, no podríamos
dejarme conducir a mí. Te vuelves de espaldas a seguir aunque quisiéramos. ¡Si todo ha sido
los mapas, te metes por las carreteras por donde no providencial en este viaje! Tomé esta carretera
va nadie, cierras los ojos en los cruces apretando el porque no figura en la guía; justo al llegar se nos
acelerador... y siempre sales a algún sitio acabó la gasolina. Y en cuanto nos apeamos saltó
inesperado y maravilloso. La primera vez que me una alondra a la derecha. ¡Buen augurio!
dejaste el volante descubrimos así unas ruinas FERNANDO.—Así sea. Pero ¿es qué no hay nadie
góticas, ¿te acuerdas? La segunda... en este hotel? (Llamando a gritos hacia un lado.)
FERNANDO.—La segunda nos fuimos contra un ¡Ohoh! (Pausa.)
castaño de Indias. CHOLE (Hacia el otro).—¡Ohoh! (Pausa.)
CHOLE.—Pero no se destrozó más que el coche. FERNANDO.—Nadie.
¿Y aquella cabaña de pescadores donde nos CHOLE.—Mejor. ¡La montaña y nosotros! ¿Qué
recogieron? ¿Y aquella herida, tan bonita, que te más nos hace falta? (Solemne.) En nombre de
hiciste en el hombro? España, tomamos posesión de esta isla desierta.
¡Qué bien te sentaba aquel gesto triste, Fernando! ¡Hurra, capitán!
No te lo había visto nunca. ¿Dónde fue? FERNANDO.—¡Hurra timonel!
FERNANDO.—En una costa: el Cantábrico..., el CHOLE (Abriendo los brazos).—¿Cómo llamaremos
Báltico... Ya no me acuerdo. a este rincón feliz?
CHOLE.—Yo tampoco; pero era un mar auténtico; FERNANDO.—¿Cómo se llaman todos los
sin bañistas, sin casino. ¡Con unos hombres rubios rincones de la tierra donde estemos tú y yo?
y grandes, que cantaban a coro! Y ahora, ¿qué me CHOLE.—¡El paraíso!
dices ahora? ¿He sido un buen timonel? FERNANDO.—El paraíso... (Se besan riendo,
FERNANDO.—; Magnífico! dichosos de amor y juventud. Entra la Dama Triste. Los
CHOLE.—Me dijiste: tenemos una semana de contempla con una ternura llena de lástima. Fernando
vacaciones en el periódico; vámonos a guarecer se aparta al verla.) ¡La serpiente!

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DAMA.—Pobres... ¿Ustedes también? porque el placer de morir— no me vuelva a dar la
FERNANDO.—Señora... vida». Santa Teresa. (Pausa. Se miran
DAMA.—¡Qué pena! Tan jóvenes, con toda una desconcertados.)
vida por delante y queriéndose así... Novios, FERNANDO.—¡A que nos hemos metido en un
¿verdad?... ¡Qué pena, Señor, qué pena!... (Cruza la convento!
escena y sale). CHOLE.—¡Un convento! No digas... El claustro de
FERNANDO.—¿Por qué le dará pena a esa señora mirtos, con un surtidor, las filas de hábitos blancos
que seamos tan jóvenes? por las galerías, los maitines... ¡Sería magnífico!
CHOLE.—No lo habrá sido nunca. ¿Has visto qué FERNANDO.—Para el turismo. Pero no me parece
aire melancólico? lo más indicado para dos novios en vacaciones.
FERNANDO.—Enferma del hígado, seguro. Lo CHOLE.—Dos novios, dos novios... Dicho así,
siento por ti, Chole: me habías prometido llevarme parecemos dos novios como los demás. ¡Y no! (Con
al paraíso, pero creo que me has metido en un fuego.) ¡Los novios! ¡Los únicos! ¿Quién se ha
balneario. querido en el mundo antes que nosotros?
CHOLE (Que se ha quedado mirando los cuadros, FERNANDO.—¡Nadie!
extrañada).—Pues tampoco es un balneario. CHOLE.—¿Quién se atreverá a quererse
FERNANDO.—¿ No ? después? FERNANDO.—¡Nadie!
CHOLE.—Mira... CHOLE (Abriendo nuevamente los brazos).—
FERNANDO (Leyendo las inscripciones de los cuadros ¡Capitán!
que ella señala).—«Sócrates. Siglo quinto de Grecia. FERNANDO.—¡Timonel!
Cicuta»... «Séneca. Siglo primero de Roma.
Sangría»... (Rompiendo el abrazo, pasa Hans por el arco del jardín.
Va tocando una campanilla. Se asoma a escena y grita.)
CHOLE.—«Larra. Siglo romántico de España.
Pistola»... HANS.—Sala de la cicuta... ¡libre!
FERNANDO (Comenzando a inquietarse.)—Huy,
huy, huy... (Sigue con su campanilla. Pausa. Chole y femando se
CHOLE.—¿Y aquí? Sobre el arco: (Lee.) «Ven, miran inmóviles.)
Muerte, tan escondida —que no te sienta venir

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CHOLE (Aterrada).—¿Ha dicho sala de la periodista; especializado en reportajes
cicuta? sensacionales.
FERNANDO.—Huy, huy, huy... (Toma un libro DOCTOR.—Mucho gusto.
sobre la mesa del Doctor.) ¡Demonio! FERNANDO.—Gracias. Chole, mi compañera, mi
CHOLE.—¿Qué? novia, mi ninfa Egeria y mi estrella polar. La pareja
FERNANDO.—¡Este libro!... «El suicidio más feliz de la tierra.
considerado como una de las Bellas Artes». (Suelta DOCTOR.—Enhorabuena. Doctor Roda, director
el libro.) Me parece, Chole, que no te vuelvo a dejar de la Casa. Pero... si son ustedes una pareja feliz,
el volante. ¿qué diablos vienen a hacer aquí? ¿Han llegado
CHOLE (Disponiéndose a huir).—¿Dónde pusiste el ustedes voluntariamente?
maletín? CHOLE.—Hemos llegado fatalmente. Conducía
FERNANDO.—¡Eh, alto! ¡Huir, no! Somos yo.
periodistas. Chole. Cuando un periodista se DOCTOR.—¿Y saben ustedes dónde están?
tropieza con algo sensacional, no retrocede aunque FERNANDO.—Todavía no, pero lo sabremos en
lo que tenga delante sea un rinoceronte. Antes seguida. Es nuestra profesión.
morir. Deja ese maletín. DOCTOR.—Será si yo no me opongo.
FERNANDO.—Inútil oponerse. Somos periodistas:
(Entra el Doctor. Va hacia su mesa. Se detiene al si nos echa usted por la puerta, volveremos por la
verlos.) ventana. Disfrazados de jardineros, de inspectores
de teléfonos, de vendedores de frutas, nos tendría
FERNANDO, CHOLE Y EL DOCTOR usted aquí irremediablemente. No hay nada que
hacer, doctor.
DOCTOR.—¿Les atienden a ustedes? CHOLE (Avanzando hacia él).—Nosotros no
CHOLE.—No, gracias. Sólo entramos a dar un retrocedemos aunque tengamos delante un
vistazo. Muy interesante, muy interesante... rinoceronte... ¡Oh, perdón!...
Fernando... FERNANDO.—¿Su respuesta?
FERNANDO.—¡Chole!... Calma. (Ella se rehace. DOCTOR (Los mira entre severo y sonriente).—¿Me
Deja el maletín. Avanza heroicamente.) Desconocido perdonarían ustedes si les advierto que como todos
señor, permítame que me presente, Fernando Zara, los seres felices... y como todos los periodistas, son

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ustedes un poco impertinentes? CHOLE.—Ninguna.
FERNANDO.—Perdonado. Pero compréndanos, DOCTOR.—¿Problemas espirituales?
doctor: el sensacionalismo es de cultivo muy difícil. FERNANDO.—No existen.
El mundo produce cada vez menos cosas DOCTOR.—¿Amor?
interesantes, y el público, en cambio, tiene cada vez CHOLE.—¡Torrencial!
más hambre de ellas. Usted no puede imaginarse DOCTOR.—¿ Dificultades materiales ?
nuestra angustia de exploradores en busca de lo FERNANDO.—¿Nosotros? A nosotros nos deja
extraordinario; nuestro gozo profesional cuando usted esta noche en una selva del centro de África,
tropezamos con una banda de secuestradores, con y mañana por la mañana tomamos café con leche.
un adulterio bonito... DOCTOR.—Es envidiable. En ese caso, yo puedo
CHOLE.—¡Ah, la tiranía del público! Y luego la facilitarles su trabajo. Pero ustedes, en cambio,
tiranía del director. Todo le parece poco. Para el pueden prestarme a mí un gran servicio.
mes que viene nos ha encargado un naufragio, un LOS DOS.—A sus órdenes.
evadido de la Guayana, un parto quíntuple y una DOCTOR.—Para la buena marcha de esta casa
aurora boreal. No es trabajo fácil, no. necesitaba yo encontrar los dos extremos opuestos
FERNANDO.—No sabe usted lo que es recorrer un de la fortuna: una vida en derrota, sin amores, sin
mundo de temas agotados para encontrar esa veta pasado y sin porvenir. Y una vida en plenitud,
sensacional que el público espera siempre. «La audaz, enamorada, llena de esperanzas y de
serpiente de mar», que llamamos en los periódicos. horizontes. Lo primero, lo he encontrado hace un
DOCTOR.—¿Y creen ustedes haber encontrado momento. ¿Quieren ustedes ser aquí la vida feliz?
aquí su «serpiente de mar»? CHOLE.—A sus órdenes, doctor; estamos de
FERNANDO.—Le hemos visto la cola. vacaciones.
CHOLE.—No nos cierre las puertas. ¡Ayúdenos, DOCTOR.—Pues siendo así, como colaboradores y
doctor! amigos, escuchen ustedes.
DOCTOR (Con una sonrisa de simpatía).—Está bien, (Se sientan)
veamos. ¿Son ustedes, en efecto, una pareja feliz? .
FERNANDO (Posando la mano sobre el hombro de FERNANDO.—¡ Chole!
ella).—¡Cómo no ha habido otra!
DOCTOR.—¿ Enfermedad ? (Chole prepara lápiz y cuaderno.)

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CHOLE (Entusiasmada).—¡Pero muy bonito!
DOCTOR.—No; prométanme que no escribirán FERNANDO.—Muy periodístico. Este prólogo
una sola línea hasta que no conozcan a fondo la queda formidable para señoras.
institución. DOCTOR.—El doctor dejó escrito un libro
maravilloso.
(Chole guarda lápiz y cuaderno.)
(Lo toma de la mesa.)
DOCTOR.—¿Conocieron ustedes al doctor Ariel?
FERNANDO.—El doctor Ariel..., sí... FERNANDO.—Sí. «El suicidio considerado como
CHOLE.—Sí, sí..., el doctor Ariel. una de las Bellas Artes».
DOCTOR.—¡Ah!, ¿lo conocía usted?
DOCTOR.—Bien; no le conocieron ustedes. El FERNANDO.—No hace mucho; pero lo conocía.
doctor Ariel fue mi maestro. Su familia, desde DOCTOR.—Este libro está lleno de ciencia; pero
varias generaciones, era víctima de una extraña también de comprensión humana y de ternura.
fatalidad: su padre, su abuelo, su bisabuelo, todos Vea la dedicatoria: «A mis pobres amigos los
morían suicidándose en la plenitud de la vida, suicidas». (Fernando toma el libro, que hojea de vez en
cuando empezaban a perder la juventud. El doctor cuando, interesado en sus mapas y estadísticas.) A estos
Ariel vivió torturado por esta idea. Todos sus pobres amigos dejó también el doctor Ariel toda su
estudios los dedicó a la biología y la psicología del fortuna. Con ella se fundó el Hogar del Suicida,
suicida, penetrando hasta lo más hondo en este cuya dirección me confió el maestro... y donde
sector desconcertante del alma. Cuando creyó que tienen ustedes su casa.
su hora fatal se acercaba, se retiró a estas FERNANDO.—Gracias.
montañas. Aquí cambió sus amigos, sus alimentos CHOLE.—Hasta aquí, todo va bien. Pero si el
y sus libros. Aquí leía a los poetas, se bañaba en las doctor Ariel murió feliz al fin, ¿por qué la
cascadas frías, paseaba sus dos leguas a pie fundación de esta Casa?
durante el día y escuchaba a Beethoven por las DOCTOR.—Ahí empieza el secreto. El doctor Ariel
noches. Y aquí murió, vencedor de su destino, de no se limitó a hacer una extravagancia. Fundó,
una muerte noble y serena, a los setenta años de sagazmente, un Sanatorio de Almas.
felicidad. Aparentemente, esta casa no es más que el Club

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del perfecto suicida. Todo en ella está previsto para abriendo hacia el porvenir, se van ensanchando,
una muerte voluntaria, estética y confortable; los floreciendo... Un día ve las manzanas nuevas
mejores venenos, los baños con rosas y música... estallar en el árbol, al labrador que canta sudando
Tenemos un lago de leyenda, celdas individuales y al sol, dos novios que se besan mordiéndose la
colectivas, festines Borgia y tañederos de arpa. Y el risa... ¡Y un ansia caliente de vivir se le abraza a las
más bello paisaje del mundo. La primera reacción entrañas como un grito! Ese día el enfermo
del desesperado, al entrar aquí, es el aplazamiento. abandona la casa, y en cuanto traspasa el jardín,
Su sentido heroico de la muerte se ve defraudado. echa a correr sin volver la cabeza. ¡Está salvado!
¡Todo se le presenta aquí tan natural! Es el efecto CHOLE.—Precioso. Parece una balada escocesa.
moral de una ducha fría. Esa noche algunos FERNANDO.—No está mal. Periodísticamente era
aceptan alimentos, otros llegan a dormir, e más interesante que se matasen. Pero dígame: ese
invariablemente todos rompen a llorar. Es la sistema ¿no está excesivamente confiado en la
primera etapa. CHOLE (Echando mano a su lápiz).— buena disposición del cliente? ¿No han tropezado
Magnífico. Segunda etapa. ustedes nunca con el suicida auténtico, con el
desesperado irremediable?
(Fernando la detiene con un gesto.) DOCTOR.—Aquí sólo llegan los vacilantes.
Desdichadamente, el desesperado profundo se
DOCTOR.—Etapa de la meditación. El enfermo mata en cualquier parte, sin el menor respeto a la
pasa largas horas en silencio y soledad. Luego, técnica ni al doctor Ariel. (Levantándose.) ¿Puedo
pide libros. Después busca compañía. Va contar con ustedes?
interesándose por los casos de sus compañeros. CHOLE.—Desde ahora mismo.
Llega a sentir una piadosa ternura por el dolor DOCTOR.—Voy a encargar que dispongan sus
hermano. Y acaba por salir al campo. El aire libre y habitaciones.
el paisaje empiezan a operar en él. Un día se FERNANDO.—Gracias. ¿Nos permite, entre tanto,
sorprende a sí mismo acariciando a una rosa... hacer alguna interviú a sus pacientes?
FERNANDO.—Y empieza la tercera etapa. DOCTOR.—Bien, pero con tiento. Generalmente
DOCTOR.—La última. El alma se tonifica al son desconfiados y no abren fácilmente su corazón
compás de los músculos. El pasado va perdiendo a un extraño.
sombras y fuerza; cien pequeños caminos se van CHOLE.—Aquel joven que se acerca, ¿es un

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enfermo? individuales y...
DOCTOR.—Ah, sí: un muchacho romántico. Le AMANTE (Brusco).—¡Ah, ustedes también!
llamamos aquí el Amante Imaginario. Vean su ¡Cállense! Todo es frío aquí..., odiosamente frío. Yo
ficha... Ha llegado anoche... esperaba encontrar un corazón amigo.
FERNANDO.—Entonces, etapa de la ducha fría. CHOLE.—Cuente usted con ese corazón. Hemos
DOCTOR.—Exactamente. No le lleven demasiado visto su ficha. «Desengaño de amor». Nos gustaría
la contraria. Y sobre todo, naturalidad. (Sale.) tanto conocer su historia.
CHOLE.—Naturalidad, Fernando. AMANTE (Con ganas de contarla).—¿De veras? ¿La
oirían ustedes? No sé si valdría la pena...
(Entra, siempre ensimismado, el Amante Imaginario. Se CHOLE.—¿Cómo no? ¿Quiere usted contárnosla?
acerca al verlos, con un rayo de esperanza.) AMANTE.—Gracias... (Pausa.) Yo era un empleado
en una casa de banca. Hacía números por el día y
versos por la noche. Siempre había soñado
CHOLE, FERNANDO Y EL AMANTE aventuras y viajes, pero nunca había realizado
ninguno. Una noche fui a la Opera. Cantaba Cora
AMANTE.—Perdón... ¿Compañeros? Yako el papel de Margarita. ¡Una mujer
CHOLE.—Funcionarios... espléndida!
AMANTE.—Ah, funcionarios... (Va a seguir, FERNANDO.—La conozco. Ha dado mucho que
desilusionado.) hacer al huecograbado.
FERNANDO.—Quédese un momento. ¿Por qué no AMANTE.—Cora Yako cantó toda la noche para
se sienta? Tiene usted un aspecto muy fatigado. mí. No era ilusión, no; sus ojos se clavaban en los
CHOLE.—¿Quiere usted tomar alguna cosa? míos, en lo más alto de la galería. ¡Cantaba y
AMANTE.—Gracias. Quiero terminar cuanto lloraba y moría para mí solo! Aquella noche no
antes. (Señalando, solemne, la Galería del Silencio.) pude dormir. Al día siguiente equivoqué todas las
Hoy mismo traspasaré esa última puerta. operaciones en el banco. Y volví al teatro,
FERNANDO.—¿Ha elegido usted ya su temblando, dos horas antes de empezar.
procedimiento? CHOLE.—¿Repetían el «Fausto»?
CHOLE.—No se decida sin consultarnos: tenemos AMANTE.—No, era «Madame Butterfly». Pero el
los mejores venenos, un lago de leyenda, celdas fenómeno volvió a repetirse. La noche anterior

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eran dos ojos azules y unas trenzas rubias; ahora un modo tan extraño...
eran dos ojos de almendra negra y un kimono de CHOLE.—¿Por qué ha mentido usted? Háblenos
estrellas. Pero el mismo brazo de luz entre los sin miedo, como a dos amigos.
dos... En el banco, todo el dinero pasaba por mis AMANTE (Vencido por el tono cordial de Chole).—
manos. Cogí una cantidad, mi sueldo de dos Tiene usted razón. Para qué mentir, si nadie me
meses. Y le envié un ramo de orquídeas y una cree... Y sin embargo sólo he mentido a medias. Es
tarjeta. Después... (Vacila. Se calla.) verdad que he destrozado mi juventud sobre el
CHOLE.—Después, ¿qué?... Diga. pupitre de una casa de banca. Es verdad que Cora
AMANTE.—Después... Después ¡fue la felicidad!... Yako me miraba cantando. Y es verdad que robé
Los barcos y los grandes hoteles. Viena, El Cairo, por ella. Pero el amor y los viajes... sólo los he
Shanghai. Nos besábamos un día en el desierto, soñado. Al día siguiente, cuando volví al teatro con
entre los sicómoros, y al día siguiente en un jardín mi corbata nueva, el vestíbulo estaba lleno de
de lotos. ¡Yo, miserable empleado de una banca baúles y decorados sucios. Mi ramo estaba tirado
española, he abrazado en todos los idiomas a en un rincón, y la tarjeta sin abrir. De mi sueño sólo
Margarita y a Madame Butterfly, a Brunilda, a quedaba la pobre verdad de mi desfalco, y un
Scherezada!... ramo de orquídeas pisadas... Pero eso no debe
FERNANDO.—Enhorabuena. ¿Y qué más? saberlo nadie. Déjenme contar esta historia a todo
AMANTE (Seco).—Nada más. el mundo. Necesito que la crean todos. Necesito
CHOLE.—¿Nada más? ¿Entonces? creerla yo también... y después morir feliz.
AMANTE.—¿Qué? ¿Por qué me miran así? ¿No (Volviéndose rápido.) El doctor viene. No le digan
me creen? ¡Les juro que es verdad! Yo he sido el ustedes nada; él es ya viejo y no puede
gran amor de Cora Yako. ¡Es verdad, es verdad! comprender estas cosas... No le digan ustedes
FERNANDO (Cambia una mirada con Chole).—No es nada. (Sale de puntillas. Entra el Doctor.)
verdad. DOCTOR.—Sus habitaciones están dispuestas.
AMANTE.—¡Les juro que sí! ¿Por qué no había de ¿Quieren pasar a verlas?
serlo? ¿Qué tengo yo para que no me quiera una CHOLE.—Yo voy. Saca tú las maletas del coche,
mujer? Fernando. Cuando usted quiera, doctor.
FERNANDO.—No es por usted. Seguramente es
un gran muchacho. Pero ha contado su historia de (Sale con él, ¡levándose el maletín. Femando, a solas, da

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unos pasos en la dirección en que saltó el Amante árboles.
Imaginario. Se vuelve al ver entrar a la Dama Triste.) FERNANDO.—Sí, parece ser que trató de
envenenar los frutos de un melocotonero a través
de la savia. Pero aquel verano los melocotones se
FERNANDO Y LA DAMA TRISTE desarrollaron más sanos que nunca. Yo, en cambio,
de pequeño, tenía un manzano enfermo en mi
FERNANDO.—Señora... huerto. Para reanimarlo se me ocurrió darle en las
DAMA.—¿Es usted nuevo en la casa? raíces una inyección de aceite de hígado de bacalao
FERNANDO.—Soy... el nuevo ayudante del ¡y se cayó muerto de repente! Los árboles tienen
doctor. unas reacciones extrañas.
DAMA.—Me pareció verle aquí hace un momento, DAMA.—Lástima...
besando a una señorita. FERNANDO.—Puede encontrarse otra cosa.
FERNANDO.—Ah, sí... Se había pintado los labios ¿Conoce usted el libro del doctor Ariel? ¿No? Ah,
con arsénico, y quería hacer una experiencia. es un manual perfecto. Vea en el apéndice la
DAMA.—Qué interesante, ¡morir en un beso! Algo distribución geográfica de los suicidios. (Extiende
así buscaba yo. la, hoja de un mapa.) Cada raza tiene sus
FERNANDO.—¿No ha encontrado todavía su predilecciones y sus fatalidades. En la zona del
procedimiento? naranjo —España, Italia, Rumania— predomina la
DAMA.—Son todos demasiado brutales. muerte por amor. En la zona del nogal —Francia,
FERNANDO.—Sin embargo, siempre pueden Inglaterra, Alemania— el suicidio político y
encontrarse matices. económico. En la zona del abeto —Suecia,
DAMA.—He pedido al doctor que probara a Noruega, Dinamarca— la muerte voluntaria
envenenar una rosa. Me gustaría morir aspirando disminuye, al mismo tiempo que aumenta el nivel
un perfume. de los salarios y la democracia. ¡Es la Europa
FERNANDO.—La felicito: esa tendencia a morir civilizada!
por las nances es del más delicado romanticismo. DAMA.—¿Dónde está señalado el suicidio
Pero no es cosa fácil. pasional?
DAMA.—Yo he leído alguna vez que Leonardo da FERNANDO.—Aquí: la franja encarnada. Vea, al
Vinci hizo un experimento de envenenamiento de margen, la gráfica estadística: «índice anual de

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suicidios por amor: Inglaterra, 14; Francia, 28; materia no es el mío. Odio todo lo grosero: la
Alemania, 41; Italia, 63; España, 480... Estados carne, la tiranía de los músculos y la sangre.
Unidos, 2.» Quisiera haber nacido planta, agua de torrente,
DAMA.—¿Dos solamente? ¡alma sola! Tengo lástima de este pobre cuerpo
FERNANDO.—Dos. Eran mejicanos mío, que no me ha proporcionado nunca más que
nacionalizados. (Deja el libro.) dolor.
DAMA.—Ah, qué bien ha hecho usted en leerme FERNANDO.—¿Y por lástima de su cuerpo ha
esos datos. Esa estadística me señala el camino de decidido usted quitárselo de en medio? Me parece
mi raza. ¡Me gustaría tanto morir por amor! excesivo. Es lo que llaman los alemanes, tirar el
Desgraciadamente, para eso no basta una agua del baño con el niño dentro.
voluntad; hacen falta dos... ¿Usted me ayudaría? DAMA.—¿Para qué conservar lo que de nada
FERNANDO.—Honradísimo, señora, pero... estoy sirve? Mi carne no existe. Sólo mi alma ha vivido.
comprometido ya. Tengo que suicidarme mañana FERNANDO.—¿Está usted segura? ¿Me permite
con una pianista polaca. una sencilla experiencia? (Saca lápiz y cuaderno.)
DAMA.—Siempre llego tarde. Dígame, ¿qué desayuna usted?
FERNANDO.—Perdón. DAMA.—¿Y qué importa eso?
DAMA.—¡Y cuántas veces lo he soñado! ¡Esas FERNANDO.—Se lo ruego; es por su tranquilidad.
parejas japonesas que se lanzan cogidas de las ¿Qué desayuna usted?
manos y coronadas de crisantemos, al cráter del DAMA.—Un vaso de leche. A veces, alguna fruta...
Fusi-Yama! FERNANDO.—¿Almuerzo?
FERNANDO.—Una muerte bellísima. DAMA.—Apenas; ternera, legumbres... guisantes,
Desdichadamente, España es un país arruinado: no generalmente.
nos queda ni un miserable volcán para estos casos. FERNANDO.—Y más fruta, ¿verdad? ¿Suele
(Leí Dama. Triste se sienta. Suspira desolada,.) Y cenar?
ahora, si me hace usted el honor de una DAMA.—Lo mismo. ¿Por qué me lo pregunta?
confidencia, ¿por qué quiere morir? FERNANDO.—Se lo diré en seguida. ¿Qué cosas
DAMA.—¡Por tantas cosas! interesantes recuerda de su vida? ¿Ha viajado
FERNANDO.—¿Puede decirme alguna? usted?
DAMA.—Desilusión absoluta. Este mundo de la DAMA.—Poco; conozco París, Londres,

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Florencia. por el parque? Hace un sol espléndido.
FERNANDO.—¿Ha cultivado aficiones artísticas? DAMA.—Gracias... (Acepta su brazo. Se justifica.)
DAMA.—Toco el piano. Puede usted pensar de mí lo que quiera. No seré
FERNANDO.—¿Ha leído mucho? un gran espíritu; seguramente soy una pobre mujer
DAMA.—Románticos casi siempre. Toda la obra vulgar... ¡Pero le juro que yo no me he comido esos
de Víctor Hugo me es familiar. diecisiete terneros!
FERNANDO.—¿Ha tenido amores?
DAMA.—Amor... sólo una vez. Yo era una niña (Salen. La escena sola. Suenan de pronto —uno, dos,
casi: él era teniente de navío. Nos besamos en el varios— timbres y campanas de alarma. Sale corriendo
puente del barco, y zarpó rumbo a Filipinas. No le Alicia. Grita llorando.)
volví a ver.
FERNANDO (Que ha ido tomando notas y trazando ALICIA.—¡Doctor..., doctor!
números rápidamente).—Magnífico. Pues bien,
señora: calculándole sólo media vida; y raciones (Acude el Doctor.)
discretas, resulta: que para hacer tres viajes cortos,
aprender a tocar el piano, leer obras completas de DOCTOR.—¿Qué ocurre?
Víctor Hugo y besar a un teniente de navío... ha ALICIA.—¡Allí (Señala la Galena del Silencio.)
necesitado usted tomarse ochocientos decalitros de DOCTOR.—Pronto... ¡Hans! ¡Deténgalo!...
leche, tres vagones de fruta ocho hectáreas de
guisantes ¡Y diecisiete terneros! El cuerpo, señora, (Suena dentro un disparo. Callan los timbres. Alicia se
es una realidad insobornable. tapa la cara con las manos. Entra Hans forcejeando con
DAMA (Horrorizada).—¡No! ¡No es posible! Juan, que lucha desesperadamente por desasirse y
FERNANDO.—Aritméticamente exacto. recobrar su arma.)
DAMA.—¡Qué vergüenza!
FERNANDO.—Pero no lo lamente demasiado. Al JUAN.—¡Déjeme! ¡Suelte!...
fin y al cabo el cuerpo es de origen tan divino como DOCTOR.—¿Qué ha sido?
el alma; y hay que dar al César lo que es del César. HANS.—Nada ya. He conseguido desviarle la
No se ponga triste. Reconcilíese usted consigo pistola a tiempo. Aquí está.
misma. ¿Quiere que la acompañe a dar una vuelta DOCTOR.—Traiga.

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JUAN.—¡Suelte! (Se desprende violentamente.) DOCTOR.—¿Quién es él?
DOCTOR.—Pronto, Hans, calme a los demás. Que JUAN.—Es mi hermano... Todo lo que yo hubiera
no acuda nadie. querido, todo me lo ha quitado él sin saberlo.
Primero me robó el cariño de mi madre. Me robó la
(Sale Hans. Alicia queda al fondo y escucha sin hablar inteligencia y la salud que yo hubiera querido
toda la escena. Juan traía ahora de arrebatarle la pistola tener. Me robó la única mujer que podía haberme
al Doctor.) hecho feliz. Él ha conseguido sin esfuerzo, riendo,
JUAN.—¡Déjeme! ¡Es mía! todo lo que yo he deseado dolorosamente, en
DOCTOR.—¡Quieto! silencio, y trabajando. Ha pasado siempre por
JUAN.—¡Es mía! encima de mis entrañas sin darse cuenta... ¡y
DOCTOR.—¡No! (Lo rechaza.. Juan cae sin fuerzas en siempre me ha sonreído! Pero él no tiene la culpa,
una butaca; esconde la cabeza entre los brazos, él es bueno. ¡Es además mi hermano! Líbreme de
sollozando convulsivo. El Doctor se acerca lentamente a esta pesadilla, doctor... No quiero matarlo... ¡no
su escritorio. Guarda el arma.) ¡Qué iba usted a hacer! quiero matarlo!
JUAN.—Morir. Necesito morir. ¡Mañana puede ser
tarde! (Entran precipitadamente Chole y Femando.)
DOCTOR.—¿Y por qué?
JUAN.—Si no me muero yo, acabaré matando. Lo CHOLE.—¿Ha ocurrido algo, doctor? (Sorprendida
sé... ¡Y no quiero matar! de verle.) ¡Juan!
DOCTOR.—Vamos, serénese. ¿Por qué había de JUAN.—¿Vosotros?
matar usted a nadie? DOCTOR.—¿Se conocían ustedes?... FERNANDO.
JUAN.—Mataré. Ya he sentido la tentación una —Es mi hermano... (Avanza hacia él tendiéndole las
vez. La siento mordiéndome la sangre ahora manos.)
mismo. Y es horrible, porque él es bueno. Porque él
me quiere... ¡y no sabe siquiera todo el daño que Telón
me hace!

En el mismo lugar, tres días después. Luz de tarde.


ACTO SEGUNDO Han desaparecido los cuadros de muerte, y en su

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lugar Chole acaba de colgar un solo cuadro nuevo: ALICIA.—No sé..., se ha reído usted toda la
«La Primavera», de Botticelli. Alicia viste bata mañana. No había tenido nunca a nadie que se
blanca de enfermera, con una cruz azul al brazo. riera junto a mí.
CHOLE (Riendo).—Es gracioso. ¡Está usted
contenta porque me río yo!
CHOLE Y ALICIA ALICIA.—Hace mucho bien oír reír. Tampoco
había tenido nunca una amiga. Y usted me dio la
CHOLE.—¿Queda bien así? mano mirándome a los ojos, tan hondo y tan
ALICIA.—Sí, muy bien. Los otros cuadros eran tan claro... ¿Quiere usted darme la mano otra vez?
tristes... CHOLE (Estrechándosela cariñosamente).—¿Amiga
CHOLE (Disponiendo un cacharro de flores).—¿Y siempre?
estas flores? ¿Le gustan? ALICIA.—¡ Siempre!
ALICIA.—Mucho. Huelen como si vinieran de CHOLE.—Y no diga usted «gracias». Déjeme
lejos. ¿De dónde son? decirlo a mí. Usted lo dice siempre, a todo. Se lo
CHOLE.—Del sur. diría a un pájaro que viniera a cantar a su ventana.
ALICIA.—Las nuestras no han florecido aún. ALICIA.—¿Por qué se ríe usted ahora? ¡Se ríe de
CHOLE.—Ya no tardarán; mañana es el primer día mí!
de primavera. Cuando florezcan habrá que CHOLE.—Sí. ¡Es usted tan chiquilla!
ponerlas también en todas las habitaciones. ALICIA (La oye feliz. Sonríe también).—Gracias.
ALICIA.—Gracias. (Sale. Entra el Doctor.)
CHOLE.—¿Por qué me da usted las gracias?
ALICIA.—Porque es una idea bonita. Aunque no
sea para mí... Los otros cuadros, ¿adonde se han de CHOLE Y EL DOCTOR
llevar?
CHOLE.—Al sótano; con muchísimo respeto, pero DOCTOR.—Señorita Chole...
al sótano. (Quedan mirándose.) Está usted hoy muy CHOLE.—Buenas tardes, doctor. ¿Nota usted algo
sonriente, Alicia. nuevo aquí?
ALICIA.—Estoy contenta. DOCTOR.—No sé... ¿Esas flores? (Volviéndose.)
CHOLE.—¿Por qué? ¡Los cuadros! Por fin los ha arrancado usted.

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CHOLE.—Eran demasiado sombríos. No hacían DOCTOR.—Ya apareció la mujer.
ningún bien a esta pobre gente. CHOLE.—¡Esa chiquilla, siempre sola, que da las
DOCTOR.—Sin embargo, tenían un prestigio gracias a todo lo que es hermoso, como si fuera un
solemne. En fin... (Contempla el cuadro.) «La regalo! Ese pobre empleado de banca, que nunca
Primavera» de Botticelli. ha salido de su oficina y su casa de huéspedes, y se
CHOLE.—¿He elegido bien? sueña héroe de amores y viajes extraordinarios...
DOCTOR.—Sí, es luminoso, tranquilo... Veo que DOCTOR.—Además, trabaja usted seriamente.
empieza usted a interesarse de veras por mis Anoche sé que ha estado encerrada en mi
enfermos. biblioteca hasta la madrugada.
CHOLE.—Mucho. Nunca había imaginado un CHOLE.—Me interesan sus libros, sus estadísticas.
espectáculo humano tan desconcertante, tan He descubierto en ellos cosas que no hubiera
comedia y tragedia al mismo tiempo. imaginado nunca.
DOCTOR.—Es curioso. Y está usted atravesando DOCTOR.—¿Cuáles?
las mismas etapas que ellos. El primer día entró CHOLE.—Esa contradicción constante del suicida
aquí como un golpe de viento, ansiosa de con la lógica de la vida. ¿Por qué se matan más los
encontrar algo original para lanzarlo a la triunfadores que los fracasados? ¿Por qué se matan
publicidad. Después, ha ido penetrando en las más los hombres en la juventud que en la vejez?
almas, buscando su verdad en el silencio. Está ¿Por qué se matan más los enamorados que los que
usted en plena etapa de meditación y de ternura. no han conocido amores?... ¿Y por qué se matan al
CHOLE.—Algunas de estas historias íntimas, me amanecer más que, de noche, y en la primavera
han llegado muy hondo. más que en el invierno?
DOCTOR.—¿Entonces, aquel reportaje DOCTOR.—Difícil de explicar para una mujer
sensacional? feliz.
CHOLE.—No lo escribiré ya. Pero la observación es científicamente exacta.
DOCTOR.—Lo hará Fernando. CHOLE.—Matarse es siempre una negación brutal.
CHOLE.—Quizá. El es hombre y fuerte. Yo, hoy, Pero matarse en plena juventud, en la hora del
no me atrevería a desnudar en público estos amor y la primavera es un insulto a la naturaleza.
pequeños dolores para satisfacer una curiosidad DOCTOR.—Quizá.
bien sentada y bien alimentada. CHOLE.—¡Es, además, tan contrario a todos los

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instintos! Los animales no se suicidan. DOCTOR.—De ningún modo. La señorita es
DOCTOR.—A veces, también. El alacrán, cuando persona de mi absoluta confianza.
se siente rodeado de fuego, se clava su aguijón PADRE.—Doctor... DOCTOR.—Diga.
venenoso. PADRE.—Doctor... ¡Hágame usted morir!
CHOLE.—Pero eso no es buscar la muerte DOCTOR.—¿Yo?
voluntariamente. Es adelantarla un momento, para PADRE.—Sí..., comprendo que es una petición
evitar el dolor. extraña. Pero es que usted no sabe... Yo también
DOCTOR.—El dolor... He aquí el motivo supremo. soy médico. He pedido esto mismo a otros
Me parece que, sin darse cuenta, acaba usted de compañeros: todos me compadecen, pero ninguno
contestar a sus dudas de antes. ¿No cree usted que ha querido ayudarme. ¡Usted puede hacerlo! Por
el dolor es cien veces más intolerable cuando nos compasión, doctor. También yo lo he hecho una
rodea el amor y el triunfo, cuando la sangre es vez. ¡Le juro que es absolutamente necesario!
joven, y todo a nuestro alrededor se viste de rosas? DOCTOR.—¿Por qué?
CHOLE.—No, doctor, no me haga usted dudar. La PADRE.—Porque es .monstruoso seguir viviendo
vida no es solamente un derecho. Es, sobre todo, así. Nunca he tenido grandes motivos para desear
un deber. la vida. Pero antes la tenía a ella. Tenía un deber:
DOCTOR.—Ojalá piense usted siempre así. unos ojos y una voz que me necesitaban.
DOCTOR.—¿Quién era ella?
(Pausa. En el umbral del jardín aparece el Padre de la PADRE.—Era mi hija... Estaba paralítica desde la
otra Alicia; una noble cabeza blanca agobiada de dolor. niñez. Tendida siempre en una hamaca. Nada se
Vacila. Se adelanta al fin, con una voz humilde y roía.} movía en su cuerpo; sólo los ojos... y aquella voz de
música, que era una vida entera. Yo le leía los
poemas de Tennyson; ella me escuchaba
CHOLE, EL DOCTOR Y EL PADRE DE LA OTRA ALICIA mirándome. Y hablábamos a veces... muy poco,
PADRE.—Perdón... ¿El doctor Roda?... DOCTOR. muy bajito, pero bastante para los dos. Hasta que
—A sus órdenes. un día yo empecé a sentirme enfermo. No podía
PADRE.—Tengo algo que pedirle... Algo muy engañarme; era uno de esos males lentos y seguros,
íntimo, muy difícil... Pero necesario. que no perdonan. Entonces sólo sentí el terror de
CHOLE.—¿ Estorbo ? dejarla sola. ¡Pobre carne quieta! ¿Qué iba a ser su

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vida sin mí? No pude resignarme a esta idea. Tenía ALICIA (Sin saber qué decir, sonriendo).—Gracias...
a mi alcance la morfina... Y la fui durmiendo PADRE.—Ah..., no... La voz, no. Perdone; tiene
suavemente..., sin dolor... hasta que no despertó usted una voz muy agradable. Pero ella..., cuando
más. ¿Comprenden ustedes? Era mi hija y mi vida. ella decía «gracias», todo callaba alrededor. ¿Qué
La he matado yo mismo. ¡Y yo estoy todavía aquí! leía usted?... Versos... ¿Conoce los poemas de
Estoy sintiendo con espanto que mi mal se aleja, Tennyson? Si no le molesta, yo se los leeré en voz
que acabaré por curarme... Y no tengo fuerzas para alta. ¿Puede ser, doctor?... En el jardín, ¿quiere?
acabar conmigo... ¡Cobarde..., cobarde! Usted tendida en una hamaca, quieta; yo a su
lado... ¿Me permite que la trate de tú?
(Cae desfallecido en un asiento. Pausa. El Doctor aprieta ALICIA.—Se lo agradezco.
angustiado las manos de Chole.) PADRE.—No..., míreme, si quiere... Pero hablar,
no... No digas nada... Alicia. ¡Alicia! (Sale con ella.)
DOCTOR.—Sí, la vida es un deber. Pero es, a DOCTOR.—¿Cree usted que podremos salvarle?
veces, un deber bien penoso. CHOLE.—Me parece que está salvado ya. (Pausa.
CHOLE (Llama en voz alta).—¡Alicia! Se oye fuera el grito montañero de Fernando.)
PADRE (Sobresaltado).—¡Alicia! ¿Quién se llama LA VOZ.—¡Ohoh!
aquí Alicia? CHOLE.—¡Ohoh! Corriendo a él, al verle aparecer.)
CHOLE.—Es nuestra enfermera. ¡ Capitán!
PADRE.—...También ella se llamaba Alicia. FERNANDO.—¡Timonel! Perdón, doctor. (La besa
en los labios.)
(Entra Alicia. Trae un libro bajo el brazo. El Padre
avanza lento hacia ella, mirándola con una intensa EL DOCTOR, CHOLE Y FERNANDO
emoción.)
PADRE.—Es... extraordinario..., cómo se parecen... CHOLE.—¡Has estado fuera todo el día!
Los mismos ojos; pero en «ella» más tristes. FERNANDO.—En la montaña, desde el amanecer.
Permítame... Las mismas manos. (Amargo, como si El doctor se ha empeñado en hacerme sufrir los
fuera una injusticia.) Pero éstas están sanas, encantos de la Naturaleza.
calientes... ¿Y la voz? ¿Quiere usted decir algo, CHOLE.—Y has salido sin despedirte.
señorita? FERNANDO.—Estabas dormida como un tronco...

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Como un tronco de sándalo. matarme por alcanzarla, y nada. Pero la rosa se
CHOLE.—¿Te has acordado de mí? deshoja... ¡Pobre rosa!
FERNANDO.—Todo el día. DOCTOR.—No parece muy feliz con su día de
CHOLE.—¿Por qué no me has escrito? campo.
FERNANDO.—Te escribiré a la noche. FERNANDO.—Decididamente soy un salvaje
CHOLE.—¿Has visto salir el sol? urbano.
FERNANDO.—Sí, tiene gracia. ¡Sale con una cara DOCTOR.—Ese aire cargado de manzanillas, ese
de sueño el pobre! Y en cuanto asoma, hace más bosque de abetos, esas crestas de nieve, ¿no le han
frío que antes. dicho nada?
CHOLE.—¿Y es verdad que hay escarcha... y FERNANDO.—Nada. Es lo mismo que le ha
pastores con zamarra, y rebaños de ovejas? ocurrido a ese monte el año anterior y el otro, y
FERNANDO.—Sí, hay ovejas. Y unos pastores hace cuarenta siglos. Ni un atrevimiento, ni una
muy brutos, con zamarras, que les tiran piedras a originalidad. El crepúsculo, la primavera, la caída
las ovejas. de las hojas... ¡Siempre los mismos trucos!
CHOLE.—A María Antonieta le gustaba siempre DOCTOR.—A usted la gustaría una naturaleza
vestirse de pastora. anárquica, llena de sorpresas.
FERNANDO.—Y le cortaron la cabeza. Con FERNANDO.—¡Con imaginación! Ah, si no le
permiso, doctor. (Se deja caer deshecho en una. ayudáramos nosotros... Ella produce todos los
butaca.) Vengo chorreando salud. alimentos; pero todos crudos. Y no digamos ya que
CHOLE.—¿No me has traído nada? no se le haya ocurrido inventar el ascensor, la
FERNANDO.—Ah, sí; una rosa de los Alpes, máquina de escribir, el simple tornillo. ¡Es que ha
blanca. De esas que sólo florecen entre la nieve y tenido a su cargo los árboles desde el principio del
sobre los abismos. La he dejado en tu cuarto. mundo, y no se le ha ocurrido ni pensar en el
CHOLE.—¿Por qué has hecho eso? Dicen que se injerto! Ya me gustaría ver a esa pobre Naturaleza
deshojan al bajar al llano. ¡Pobre rosa!... (Sale.) ingresar en un periódico.
DOCTOR.—Y sin embargo, la Naturaleza es más
FERNANDO Y EL DOCTOR. Luego HANS de la mitad del arte.
FERNANDO.—Eso sí; literalmente no tengo nada
FERNANDO.—Ah, las mujeres. He podido que reprocharle. El paisaje agreste es el ambiente

Prohibido Suicidarse en Primavera Pá gina 25


natural de las cabras y de los poetas. Pero HANS.—Perdóneme el doctor, pero hay cosas que
periodísticamente, no tiene la menor emoción. Sólo no van a mi carácter. Yo soy un hombre serio. He
el hombre interesa. (Entra Hans.) venido a una casa seria. A cumplir una función
DOCTOR.—¿Alguna novedad, Hans? seria. Y desde hace unos días esto no marcha.
HANS.—Ninguna. El profesor de Filosofía se ha FERNANDO.—¿Desde que llegamos nosotros?
tirado al estanque, como todas las mañanas. Y ha HANS.—Exactamente. ¿Por qué se ríe usted?
vuelto a salir nadando, como todas las mañanas Nadie se había reído nunca aquí. La señorita Chole
también. Se está secando. se ha estado riendo también toda la mañana. Y
DOCTOR.—¿El empleado de banca? todo se contagia: al profesor de Filosofía yo le he
HANS.—En la alameda de Werther. Le sigue sorprendido anoche silbando el «Danubio Azul».
contando la historia de Cora Yako a todo el ¿Adonde vamos a parar?
mundo. Nadie se la cree, y llora al atardecer. DOCTOR.—Calma, Hans. Todo llegará.
DOCTOR.—¿Y la señora del pabellón verde? HANS (Sin gran fe).—Esperemos. (Va a salir. Se
HANS.—¿La Dama Triste? No sé qué le ocurre; detiene aterrado.) Oh, doctor... ¡Los cuadros!
desde hace tres días se niega sistemáticamente a DOCTOR.—Ha sido idea de la señorita Chole. Los
comer. (Fernando ríe recordando.) otros le parecían demasiado sombríos.
DOCTOR.—Hay que evitar eso a todo trance. HANS.—Pero estaban en su casa. Aquel Séneca
HANS.—Ya lo he intentado. Le he insistido: desangrándose era de una seriedad alentadora.
señora, que esto no puede ser; por la seriedad de la ¡Aquel Larra desmelenado y romántico! (Se queda
casa... Un vaso de leche, un trocito de ternera... En contemplando el Botticelli con un desprecio infinito.)
cuanto le he dicho eso se ha puesto a llorar como ¡La Primavera! ¡Qué tendrá que hacer aquí la
un caimán. No la entiendo. primavera! No es serio esto. No es serio... (Sale.)
FERNANDO.—Yo sí. FERNANDO.-—Es un tipo curioso su ayudante.
HANS.—Parece como si quisiera morirse de DOCTOR.—Mutilado de la Gran Guerra.
hambre. ¡Y decía que buscaba un procedimiento FERNANDO.—¿ Mutilado ?
original! No lo entiendo. (Severo a Fernando.) ¿Se ríe DOCTOR.—Sí, del alma. La guerra deja marcados
usted? ¡Yo, no! a todos; a los que caen y a los que se salvan. Ese
DOCTOR.—No está de muy buen humor hoy, hombre tenía una cervecería en una aldea de Lieja.
Hans. Era un muchacho alegre, cantaba las viejas

Prohibido Suicidarse en Primavera Pá gina 26


canciones; tenía amigos, hijos y mujer. Durante la CORA.—¿Es usted empleado de la casa?
guerra sirvió cuatro años en un hospital de sangre. FERNANDO.—Secretario y cronista.
¡Cuatro años viendo y palpando la muerte a todas CORA.—Espero que no me habré equivocado. Es
horas! Después del armisticio, cuando volvió a su aquí la...
tierra, sus amigos, su mujer y sus hijos habían FERNANDO.—La fundación del doctor Ariel.
desaparecido. Y la cervecería también. Y el sitio de CORA.—Exactamente. ¿De modo que es verdad?
la cervecería. Hans era un hombre acabado. Ya no ¡Estupendo! Yo tenía miedo de que fuera una
servía más que para rondar a la Muerte. Anduvo broma. ¿Tienen ustedes un sitio libre?
buscando trabajo por sanatorios y hospitales, y así FERNANDO.—Siempre. Aquí no se pregunta a
vino a dar aquí. Ya no sé si lo tengo como nadie de dónde viene ni a dónde va. Puede usted
ayudante o como enfermo. contar con el Pabellón Azul. ¿Caso muy urgente?
FERNANDO (Entusiasmado, echando mano a su CORA.—No..., le diré. Desde luego, debo
cuaderno).—¡Pero eso está muy bien! ¿Cómo no me confesarle que yo no traigo el menor propósito de
lo había contado antes? matarme.
DOCTOR.—Interés periodístico, ¿verdad? Escriba. FERNANDO.—Ah, ¿no?
Y cuando termine, venga a buscarme a mi CORA.—Soy artista, ¿sabe? He triunfado en cien
despacho. A usted, hombre feliz, tengo otra países; desdichadamente los años van pasando, las
historia que contarle. Una historia de dos facultades disminuyen... Y cuando disminuyen las
hermanos... que acaso le interese más. Escriba, facultades no hay más remedio que aumentar la
escriba. (Sale. Fernando, a solas, toma sus notas.) propaganda. No sé si me comprende.
FERNANDO.—«El enamorado de la Muerte... FERNANDO.—Creo que sí. Usted necesita un
Lieja..., cervecería..., 1914... suicidio-propaganda con negritas del doce y
fotografías a tres colores en las revistas. Y desde
(Entra Cora Yako, espléndida mujer, sin edad, luego, sin peligro.
espectacular y trivial. Mira curiosa a su alrededor. CORA.—Exacto, exacto. Es usted muy
Después avanza hacia Fernando.) inteligente.
FERNANDO.—Psé, me defiendo.
FERNANDO.—Señora... (Se pone rápidamente su CORA.—Me parece que nos vamos a entender
americana, que ha traído al brazo.) perfectamente. En cuanto al precio, no me importa.

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FERNANDO.—Ni a mí; ya le haremos una cosa atenderla. Voy por él. ¡Cora Yako, Cora Yako!
que esté bien. ¿Me permite tomar unos datos para (Sale.)
abrir la ficha? (Toma, una del fichero y anota,.) CORA (Mirándole ir).—Simpático muchacho.
Profesión: artista. (Curiosea en torno con la mirada. Se fija en el Amante
CORA.—Cantante de ópera. Imaginario, que llega por el extremo opuesto como una
FERNANDO.—Cantante. ¿Española? sombra romántica sin rumbo. Viene deshojando una
CORA.—Internacional; nací en un barco. margarita. Se sienta. Suspira.)
FERNANDO.—Edad... ¿Le parece bien
veinticuatro años? CORA YAKO Y EL AMANTE
CORA.—Gracias.
FERNANDO.—Veinticuatro. ¿Su nombre? CORA.—Perdón... ¿Es usted empleado de la casa?
CORA.—Cora Yako. (Él la mira vagamente. Niega con la cabeza.) Ah,
FERNANDO.—Cora Yako. (Recordando de pronto.) entonces es un... un... (Él afirma del mismo modo.)
¡Cora Yako!... Pero... ¿es usted Cora Yako en ¡Qué interesante! Da escalofríos... ¿Y por qué?
persona? ¡Oh, déjeme estrechar esas manos! AMANTE.—¡Amor! He amado mucho; he sido
CORA.—¿Me ha oído usted cantar? todo lo feliz que puede ser un hombre. ¿Para qué
FERNANDO.—¡Nunca! Pero es lo mismo. ¡Qué vivir más? Yo he tenido en mis brazos a Margarita,
gran idea la suya de venir aquí! a Brunilda, a Scherazada...
CORA.—¿Qué quiere? Es de lo poco que me CORA (Le mira con inquietud).—Ya...
faltaba por intentar. He tenido en mi carrera AMANTE.—¿Por qué me mira así? Cree que estoy
duelos, escándalos, un naufragio... loco, ¿verdad? Como todos. Ah, no es fácil
FERNANDO.—Ha estado usted casada con un raja comprenderme. ¡Tendría usted que haberla
indio. Se divorciaron en California. conocido a ella! Yo la vi por primera vez en el
CORA.—Ah, ¿lo sabía usted? «Fausto».
FERNANDO.—Soy periodista. Los periodistas nos CORA.—¿Era cantante?
enteramos de todo por los periódicos. AMANTE.—¡Era una voz de plata enredada a un
(Contemplándola encantado.) ¡Cora Yako! ¿Me alma! Yo era un muchacho pobre, pero tenía
perdona que la deje sola un momento? Hay juventud, hacía versos... Cora no necesitaba más.
alguien en la casa que tendrá el mayor gusto en CORA.—¿Se llamaba Cora?

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AMANTE.—Cora Yako. cerca?
CORA.—Ah, Cora Yako... ¡Qué interesante! AMANTE.—¿No conoce usted Egipto?
AMANTE.—Yo estaba en lo más alto de la galería; CORA.—Sí, he estado tres veces; pero en el teatro,
pero toda la noche cantó para mí. en el casino.
CORA.—¿Para usted sólo? AMANTE.—Cora buscaba conmigo el paisaje; el
AMANTE.—Me lo decían sus ojos, que no me gesto y la canción de las razas. Una noche, en
dejaban un momento. Volví al día siguiente. Le Atenas...
envié un ramo de orquídeas. Aquellas flores CORA.—¡Atenas! También recuerdo yo Atenas. Es
costaban más de lo que yo ganaba para comer. viniendo de Montevideo, ¿no?
Pero no podía negárselas... Robé el dinero. AMANTE.—A veces, sí.
CORA (Interesada).—¿Robó usted? CORA.—Sí, un pueblo de terrazas frente al mar...,
AMANTE.—¿Qué no hubiera hecho por ella? con unos hoteles sin baño, unas comidas muy
CORA.—¿Tanto llegó a quererla en una noche? picantes... (Encontrando al fin la metáfora exacta.)
AMANTE.—A veces cabe toda la vida en una hora. ¡Había un empresario rubio que hablaba español!
CORA.—¿Y ella? AMANTE.—Es posible. Lo que yo recuerdo es
AMANTE.—Ella comprendió. Besó las flores aquella noche en el Partenón. Cora quería cantar la
despacio, despacio, mirándome... Y así empezó el «Thais» de Massenet, desnuda sobre las gradas de
amor. Una semana en Viena... El Danubio, el Fidias... Y luego, la India: los dioses de la jungla,
barco... Salimos para El Cairo. con siete brazos, como candelabros. El Japón de los
CORA.—El Cairo..., ya recuerdo. ¿Es aquel pueblo dragones y los samurais... ¿Conoce usted Oriente?
grande, tan sucio, que tiene el hotel frente al CORA.—No sé..., he estado allá; pero creo que no
teatro?... me he enterado bien. Dígame... ¿Usted ha estado
AMANTE.—No recuerdo el hotel. de verdad? ¿De verdad, de verdad?
CORA.—Sí. Y que riegan las calles con un
odre. (Según las posibilidades del diálogo, ha ido acercándose
AMANTE.—No sé. Yo sólo recuerdo una tarde en a él, atraída por una curiosidad entre divertida y
camello por la arena roja, las orillas del Nilo, los sentimental, hasta terminar juntos.)
tambores del desierto... ¡Y luego, las pirámides!
CORA.—Ah, ¿pero hay unas pirámides por allí AMANTE.—¿Por qué me lo pregunta?

Prohibido Suicidarse en Primavera Pá gina 29


CORA.—Porque ahora me doy cuenta de que yo JUAN (Áspero).—No creo que se vaya a perder.
no he visto nada. Me gustaría que volviéramos CHOLE (Sorprendida).—¿Por qué me hablas con ese
juntos. También yo sé cantar... y vestirme la túnica tono? Te pregunto por tu hermano y me contestas
de Brunilda, de Scherazada... como si te hubiera hecho daño.
AMANTE (con una emoción violenta, casi de miedo, JUAN.—Era yo el que estaba aquí.
cogiéndole las manos.)—¿Por qué me mira así? Esos CHOLE.—Ya. Pero yo le buscaba a él.
ojos... esos..., esos ojos... ¿Quién es usted? JUAN.—Sí, ya sé; a él, siempre a él. Vas hacia él
CORA (tranquila).—Cora Yako. con los ojos cerrados, como si nadie más existiese a
AMANTE.—¡No! ¡No es posible! tu alrededor. Y si al pasar me tropiezas y me
CORA.—No apriete tanto. Tiene usted que apartas sin mirarme, y yo te digo «buenas tardes,
contarme despacio todos esos viajes que hemos Chole», todavía soy yo el áspero, la ortiga. ¡Eres de
hecho juntos. Estoy en el Pabellón Azul. Tendré un un egoísmo admirable!
placer verdadero en recibir allí sus flores..., aunque CHOLE.—Perdona...
no sean orquídeas. JUAN.—De nada. Ya estoy acostumbrado. (Va a
AMANTE.—¡Cora!... ¡Cora!... (Sale detrás de ella, salir. Chole le detiene, imperativa.)
deslumbrado, atragantada la voz.) CHOLE.—¡Juan!... No acabaré de entenderte
nunca. Nos hemos criado casi como hermanos, te
quiero como algo mío, y nunca he conseguido
(Entra Juan, sin camino. Se hunde en un sillón. saber qué llevas dentro. ¿Qué guardas ahí contigo,
Silencio. Vuelve Chole. Su mirada resbala sobre Juan que te está royendo siempre?
como si encontrara la escena desierta.) JUAN.—Nada.
CHOLE.—¿Por qué te escondes de tu hermano?
Desde que estamos aquí no ha conseguido verte ni
CHOLE Y JUAN una vez. Si te hablo de él...
JUAN.—¡Basta, Chole! Háblame de ti o del
CHOLE.—No está aquí. ¿Has visto a Fernando? mundo... o calla. ¡Deja ya a Fernando!
JUAN (Con un vago acento de reproche).—Buenas CHOLE.—Es tu hermano.
tardes, Chole. JUAN.—¿Y para qué lo ha sido? ¡Para que se viera
CHOLE.—Buenas tardes... ¿Le has visto? más mi miseria a su lado! El nació sano y fuerte; yo

Prohibido Suicidarse en Primavera Pá gina 30


nací enfermo. Él era el orgullo de la casa; yo, el jardines. No llegó hasta el último momento. ¡Y sin
torpe y el inútil, el eterno segundón. Él no embargo..., mi madre murió vuelta hacia él!
estudiaba nunca. ¿Para qué? Tenía gracia y talento; CHOLE.—No recuerdes ahora esas cosas. No eres
yo, tenía que matarme encima de los libros para justo.
conseguir dolorosamente la mitad de lo que él JUAN.—¿Yo? ¡Yo soy el que no es justo! ¡La vida sí
conseguía sin trabajo. Yo le copiaba los mapas y los lo ha sido!, ¿verdad? Y Fernando también. ¡Y tú!
problemas mientras él jugaba en los jardines, ¡y sus CHOLE.—¿Yo?
notas eran siempre mejores que las mías! JUAN.—¡Tú!... Pero, ¿es que no lo has visto? ¿Es
CHOLE.—Pero eso no significa nada, Juan. que no sabes que, después de mi madre, no ha
Fernando no puede ser culpable de lo que no está existido en mi vida otra mujer que tú?
en su voluntad. CHOLE.—¡Juan!
JUAN.—Sí, mientras era la infancia y estas JUAN.—¿Es que no sabes que has sido para mí tan
pequeñas cosas, nada significaba. Pero es que esta ciega como todos? ¿Que te he querido lo mismo
angustia ha ido creciendo conmigo hasta que a ella, que te he contemplado de rodillas lo
envenenarme toda la vida. Tú sabes cómo he mismo que a ella... y que tampoco he sabido
querido yo a mi madre: la he adorado de rodillas; decírtelo?
he pasado mis años de niño contemplándola en CHOLE.—¡Oh, calla!...
silencio como una cosa sagrada. Pero ella no podía JUAN.—Si te gustaba los tulipanes y un día
quererme a mí del mismo modo. Estaba Fernando encontrabas un ramo sobre tu mesa, sólo se te
entre los dos, y donde él estaba todo era para él... ocurría pensar; ¡cómo me quiere Fernando! Y era
Cuando se puso grave y los médicos pidieron una yo el que los había cortado. Si te vencía el sueño en
transfusión de sangre, yo fui el primero en ofrecer medio del trabajo y al día siguiente lo encontrabas
la mía. Pero los médicos la rechazaron. No servía... hecho, sólo se te ocurría pensar: ¡pobre Fernando!
¡No he servido nunca! Y Fernando había dormido toda la noche. Ese
CHOLE.—Pero Juan... Fernando se me ha atravesado siempre en el
JUAN.—¡La de Fernando sí sirvió! ¿Por qué? ¿No camino. El no tiene la culpa, ya lo sé. ¡Ah, si la
éramos hermanos? ¡Por qué había de tener él una tuviera! Si la tuviera, este drama mío podría
sangre mejor que la mía!... Y después... yo la velé resolverse...
semanas y semanas. Él seguía jugando feliz en los CHOLE.—¿Qué estás diciendo? ¡Juan!

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JUAN.—Pero no la tiene; pero lo más amargo es CHOLE.—Si Fernando no fuera feliz... ¿qué?
que él es bueno. ¡Es odiosamente bueno! Y por eso JUAN.—Si un día le viera desgraciado acudiría a él
yo tengo que morderme las lágrimas, y ver cómo él con toda el alma. ¡Entonces sí que seríamos
es feliz robándome todo lo mío; mientras que yo, hermanos!... Chole, te he hecho sufrir, pero tenía
¡el despojado!, sigo siendo para todos el egoísta, el que decírtelo. Se me estaba pudriendo aquí dentro.
miserable y el mal hermano. Él no lo sabrá nunca... Perdóname.
CHOLE (Con un grito desesperado).—¡Calla! ¡Por el CHOLE.—Perdónanos tú, Juan. Perdónanos a los
recuerdo de tu madre, Juan!... dos... Pero, déjame.
JUAN.—¡No callo más! Ya he callado toda la vida. JUAN.—Adiós, Chole... (Sale Juan. Ha ido
Ahora quiero que me conozcas entero. Que sepas oscureciendo, y la escena está ahora en penumbra. Brilla
todo lo desesperadamente que te quiero, todo lo fuera el lago iluminado. Chole se debate en una lucha
que has sido para mí..., ¡todo lo que estás interior de silencios crueles.)
ayudando a desgarrarme, sin saberlo, cuando ríes CHOLE.—Imposible, imposible... «Si un día
con él, cuando le besas a él! Fernando fuera desgraciado, entonces sí que
CHOLE (Suplicante).—¡Por lo que más quieras! ¿No seríamos hermanos...» Volveréis a serlo, pobre
ves que es odioso lo que estás diciendo? ¿Que te Juan. Yo estaba en medio de vosotros dos sin
estás destrozando a ti mismo, y estás haciendo saberlo... pero ya no lo estaré más. ¿Huir? No
imposible nuestra felicidad? basta. Esa Galería va también al lago... Dicen que la
JUAN (Amargo).—Vuestra felicidad... ¡Cómo la muerte en el agua es dulce, como olvidar. Toda la
defiendes! Pero, óyeme un consejo, Chole: si eres vida se recuerda en un momento y después nada:
feliz, escóndete. No se puede andar cargado de un paño frío sobre el alma. (Mira fijamente al lago
joyas por un barrio de mendigos. ¡No se puede que, iluminado en la noche, adquiere ahora presencia
pasear una felicidad como la vuestra por un escénica, como un «personaje» más. Se acerca a la
mundo de desgraciados! (Pausa. Chole, derrumbada Calería del Silencio.) Morir..., olvidar... (Retrocede sin
por dentro, llora en silencio. Juan, aliviado por su fuerzas. Al fondo de la Galería empieza a oírse el violín
confesión, acude a su tristeza.) Perdóname, Chole. Es melancólico de Grieg en «La muerte de Asse». Chole,
muy amargo todo esto; pero te juro que no soy como atraída por la melodía avanza al fin, en una
malo. Yo también quiero a Fernando. ¡Si no fuera actitud de ofrenda. La escena sola un momento. Hans
tan feliz! entra de puntillas. Mira hacia la Galería, sinceramente

Prohibido Suicidarse en Primavera Pá gina 32


emocionado.) FERNANDO.—Sí, pero... ¿por qué me lo ha
HANS.—¡Al fin tenemos uno! Y ella precisamente; contado usted sin mirarme?
la de la risa y la primavera. ¡Valiente muchacha! DOCTOR.—No hacía más que explicarle
científicamente un caso que hemos tenido aquí. A
(Se apaga la voz del violín. Entran el Doctor y esa torcedura morbosa del alma en los débiles, en
femando.) los niños odiados, en los insuficientes, le ha dado la
ciencia un nombre bastante estúpido: «complejo de
inferioridad». El nombre es relativamente nuevo;
pero el drama es viejo como el mundo. Según esta
nomenclatura el drama de Caín sería el primer
complejo de inferioridad en la historia del hombre.
HANS, EL DOCTOR Y FERNANDO FERNANDO.—Bien, pero... ¿por qué me la ha
contado usted sin mirarme? ¿Quiénes son esos
DOCTOR.—¡Hans! Esas luces... hermanos?
DOCTOR.—Cualquiera.
(Hans enciende y va a situarse a la entrada de la FERNANDO.—No, no son cualquiera... ¡Uno soy
Galería, cruzado de brazos.) yo!
DOCTOR.—Tal vez.
DOCTOR.—¿Espera usted algo? HANS.—Espero.
DOCTOR (Va hacia, su mesa).—¿Usted, Fernando? DICHOS Y ALICIA. LUEGO JUAN Y CHOLE
¿Piensa trabajar esta noche?
FERNANDO.—No. (Entra Alicia, aterrada, a gritos.)
DOCTOR.—Parece usted preocupado.
FERNANDO.—Sí, doctor, lo estoy. Esa historia de ALICIA.—¡Doctor, doctor..., Fernando! DOCTOR.
los dos hermanos que acaba usted de contarme... —¿Qué ocurre?
¿qué quiere decir? ALICIA.—Ha sido la señorita Chole... ¡En el lago!
DOCTOR.—Oh, nada; es una historia vulgar: el FERNANDO.—¿Chole?
hermano sano y triunfador; el hermano enfermo y DOCTOR.—¿Cómo? ¿Qué quieres decir? ¿Qué
fracasado... significa esto, Hans?

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FERNANDO (Al Doctor).—¿Vive? DOCTOR.—
(Se oye dentro la voz de Juan llamando angustiado.) Silencio... (Pausa. Chole entreabre los labios con un
gemido.) Está salvada.
JUAN.—¡Chole!... ¡Chole!... (Entra, ¡rayéndola en FERNANDO.—¡Chole!... ¡Mírame, Chole!
brazos, húmedos los vestidos de los dos. La conduce
desmayada hasta un asiento. Hans queda en el umbral.) (Chole vuelve en si lentamente. Sonríe al ver a Fernando
¡Pronto, doctor..., pronto! a su-lado: le busca las manos, que aprieta
DOCTOR.—¿Qué ha sido? emocionadamente.)
JUAN.—No tiene pulso... no la oigo respirar...
¡Doctor! CHOLE.—¿... Has sido... tú...? Gracias, Fernando...
JUAN (Ha quedado aparte. Repite como un eco
(El Doctor la examina.) amargo).—Fernando... ¡Siempre Fernando!

FERNANDO.—Pero ¿qué ha sido?


JUAN.—La vi caer. No sé si he llegado a tiempo. Telón

CHOLE.—¿Qué música era ésa, Alicia?


ACTO TERCERO ¿Beethoven?
ALICIA.—El «Himno a la Naturaleza».
CHOLE.—Qué solemnidad tiene. Y qué sensación
En el mismo lugar, al día siguiente. Es el primer de consuelo, de serenidad. Parece un canto
día de la primavera. Luz fuerte de mañana. Se oye religioso.
en el jardín el «Himno a la Naturaleza» de ALICIA.—Sí, el doctor me lo ha explicado.
Beethoven, mientras va subiendo el telón, Beethoven quiso cantar en esos acordes la primera
lentamente. Alicia, inmóvil en el umbral del fondo, primavera del mundo; la emoción religiosa del
escucha. Entra Chole, fatigada y débil. Alicia va a hombre ante el despertar de la Naturaleza. Un
acudir a ella. Chole le hace un gesto de silencio. Y canto de vida y de fecundidad.
escuchan las dos hasta que el himno termina. CHOLE.—Y de esperanza.
ALICIA.—También. El maestro Ariel lo hacía tocar

Prohibido Suicidarse en Primavera Pá gina 34


siempre que se sentía atormentado por la idea de ALICIA.—Al oír aquel grito, yo me quedé sin
su destino. Y siempre también, como un deber, al sangre, quieta, como si estuviera atada. ¡Tú estabas
llegar el día de hoy. allí, a mi lado, luchando con la muerte, y yo no
CHOLE.—¡Hoy! ¿Pues qué día es hoy? podía moverme! Fue entonces cuando llegó él.
ALICIA.—¡Es el primer día de la primavera! CHOLE.—Él... ¿Tú le viste? ALICIA.—Sí.
(Pausa.) ¿Estás mejor? CHOLE.—Dime, Alicia, hay una cosa que necesito
CHOLE.—¡Si no ha sido nada! ¿Y tú, Alicia? ¿Te saber...
pasa algo a ti? Tienes los ojos muy cansados. ALICIA.—Di.
ALICIA.—No he podido dormir en toda la noche. CHOLE.—Quería saber... (5e detiene con miedo.) No,
CHOLE.—¿Por mí? no me digas nada. Tengo miedo a que no sea.
ALICIA.—Por ti. Tú eras la risa, el amor, la ALICIA.—¿Qué?
juventud... ¡Pensar que todo eso ha podido CHOLE.—Nada. (Desvía el tono y le pregunta.) ¿Qué
desaparecer en un momento! Cuando te vi con los libro llevas ahí?
ojos y las manos apretados, tan fría y tan blanca... ALICIA.—Los poemas de Tennyson. Son para el
CHOLE (Angustiada por el recuerdo).—¡Calla! viejo, ¿te acuerdas? Para el padre de la otra Alicia.
ALICIA.—No podía creerlo; se me rebelaba el Me está esperando.
corazón y me dolía como si me lo estrujaran. CHOLE.—¿Está más tranquilo?
CHOLE.—¿Por qué te lo dijeron? ALICIA.—Cuando leemos, sí.
ALICIA.—No me lo dijo nadie; lo vi. Yo estaba CHOLE.—¿Habláis?
buscando tréboles a la orilla cuando te caíste. ALICIA.—A veces; muy poco, muy bajito... Ya se
CHOLE.—...¿Y por qué dices «cuando te va acostumbrando a mi voz.
caíste»? CHOLE.—Ve con él; no le hagas esperar más.
ALICIA.—Porque fue así. ¡No pudo ser de otra ALICIA.—¿No me necesitas? CHOLE.—Te
manera, Chole! Tú venías andando por la orilla, necesita él.
con los ojos altos. Creía que venías a buscarme. Y
de pronto, diste un grito..., resbalaste en la yerba... (Entra el Doctor, trae un ramo de flores. Alicia sale.)
¿Verdad que fue así, Chole? CHOLE Y EL DOCTOR
CHOLE (Le aprieta las manos con gratitud).—Sí... así
fue. DOCTOR.—¿Qué tal van esas fuerzas?

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CHOLE.—Bien ya; del todo. blanca en los almendros, cuando los brezos se
DOCTOR.—He ido a buscarla a su cuarto; creí que calientan, cuando respiramos el olor de la tierra
no se habría levantado hoy. Le llevaba estas flores. mojada... ¡Cómo sentimos entonces que estamos
CHOLE.—Preciosas. Gracias, doctor. hechos de ese mismo barro! ¿Se sonríe usted?
DOCTOR.—De nada. No son mías. CHOLE.—Le admiro, doctor. Tiene usted una fe
CHOLE.—¿De Fernando? sin límites en la Naturaleza.
DOCTOR (Vacila).—Tampoco. DOCTOR.—¿Usted no?
CHOLE.—Ya..., ya sé. Juan. CHOLE.—La tenía. ¿Recuerda lo que hablábamos
DOCTOR.—No se ha atrevido a traérselas él aquí mismo ayer? Decía yo que matarse en plena
mismo. Pobre muchacho; toda la noche la ha juventud, en la hora del amor y de la primavera,
pasado detrás de su puerta, temblando como un era un insulto. Yo tenía la juventud, yo tenía el
niño, escuchando su aliento. ¿Respira usted ya amor, la primavera estaba ya a la puerta... Y sin
bien? embargo, aquella misma tarde...
CHOLE.—Todavía me cuesta un poco. Parece DOCTOR.—¿Por qué, Chole, por qué?
espeso el aire. CHOLE.—Qué importa ya; fue un arrebato sin
DOCTOR.—Cargado, sí. Es la llegada de la sentido. Me vi situada de pronto como un
primavera. Abajo, en las ciudades, no se siente eso. obstáculo entre dos hermanos que se quieren y que
Se va notando poco a poco; se sabe por los se huyen. Y pensé que apartándome yo, se
calendarios, y porque las muchachas cambian de acercarían. ¡Qué locura!
sombrero. Pero aquí, ¡qué fuerza tiene! Llega de DOCTOR.—Todo se arreglará por sí mismo. La
repente; sube por esas laderas, a gritos, cargada de vida está llena de caminos.
menta y de resinas, retumba en las montañas... ¡Es CHOLE.—Para algunos. Hay otros que los
como si resonara una llamada desde las entrañas encuentran todos cerrados.
de la tierra, y todo el campo se pusiera de pie! ¿No DOCTOR.—Entonces, ¿sigue usted pensando?
se siente usted como aturdida? CHOLE.—No, no tenga miedo por mí. Yo me he
CHOLE.—Sí, un poco. acercado a la muerte, y he visto ya que no resuelve
DOCTOR.—Es la tierra que nos está llamando nada; que todos los problemas hay que resolverlos
desde dentro. La civilización nos va cegando los de pie.
sentidos a estas cosas. Pero cuando la savia estalla DOCTOR.—¿Se siente usted más fuerte ahora?

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CHOLE.—Procuraré serlo. La vida me ha abierto con cadenas. ¿Lo hará usted?
de pronto una interrogación bien amarga. Y no hay DOCTOR.—Acaso.
más remedio que darle una respuesta. No sé CHOLE.—Hágalo por mí, por todos... Hoy es el
cuándo ni cómo; pero le juro que no será aquí. primer día de la primavera. ¡Hoy es un delito
DOCTOR.—¿No está a gusto entre nosotros? morir! (Sale. El Doctor queda ensimismado. Repite casi
CHOLE.—No, sinceramente. Perdóneme, doctor; inconscientemente.)
usted es un gran corazón y un gran amigo; pero DOCTOR.—Tal vez, tal vez... (Entra Hans.)
me parece que el maestro Ariel y usted se han
equivocado con la mejor buena fe. Han ideado un EL DOCTOR Y HANS
refugio para almas vacilantes, pero no han
sospechado lo que un ambiente así puede DOCTOR.—¿Qué hay de nuevo, Hans? ¿Por qué se
contagiar a los otros. Coquetean ustedes con la ha quitado usted su bata?
idea de la muerte, burlándose ingeniosamente. HANS.—Lo he buscado despacio. El doctor no
Pero la muerte es más hábil que ustedes; y hay puede dudar de mi lealtad; pero yo no sirvo para
momentos débiles en que se presenta tan hermosa, ciertas cosas. Vengo a despedirme.
tan fácil... Es un juego peligroso. DOCTOR.—¿Nos deja usted?
DOCTOR.—Tal vez. HANS.—Sí, doctor. Lo siento; había tomado cariño
CHOLE.—Yo le aseguro que en mi casa y entre las a la casa, tenía esperanzas en ella. Pero esto no
cosas que me son amigas, no hubiera sentido marcha.
nunca esa negra tentación de anoche. ¿Por qué la DOCTOR.—No está usted contento.
sentí aquí? Piénselo doctor: si me hubiera matado HANS.—¿Y cómo voy a estarlo? Yo vine lleno de
ayer, yo sería una gran culpable, pero el doctor ilusiones a su servicio; usted lo sabe. He puesto de
Ariel y usted tampoco podrían mirarme muy mi parte cuanto he podido, he cumplido fielmente
tranquilos. todas mis obligaciones. ¡Y para qué! Desde que
DOCTOR.—Perdón... estoy en esta casa, sólo el perro del jardinero se ha
CHOLE.—Cierre esta casa, amigo Roda. Emplee su decidido a morirse. Y se murió de viejo. No..., no
talento y la fortuna del maestro Ariel allí donde los hay porvenir aquí.
hombres viven y trabajan. Pero hoy que la vida del DOCTOR.—¿Ha encontrado usted otro puesto?
mundo está empezando otra vez, cierre esa Galería HANS.—Ayer me han hablado del Hospital

Prohibido Suicidarse en Primavera Pá gina 37


General. ¡Aquello sí que está bien organizado! Allí Alicia... ¡Alicia!
se muere la gente todos los días como Dios manda,
sin literatura. Perdóneme el doctor, pero cada (Sale en su busca. Viniendo del jardín entra el Amante
hombre tiene su destino. Imaginario. Mira en tomo desde la puerta, como si se
DOCTOR.—Comprendo, Hans. Y no he de ser yo sintiera perseguido. Se deja caer desfallecido en una
quien estorbe el suyo. butaca con un suspiro de alivio. Llega en seguida Cora.)
HANS.—He vacilado mucho, se lo aseguro. He
esperado un día y otro día. Anoche, con la señorita CORA YAKO Y EL AMANTE
Chole, llegué a tener un rayo de esperanza.
¡Ilusiones! Hoy, ya lo habrá visto usted, tiene más CORA.—¿Dónde se esconde mi cachorro?
ansias de vivir que nunca. Y no digamos de los AMANTE (Sobresaltado).—¡Tú!
otros. Esta mañana el profesor de la Filosofía ¡ya ni CORA.—Mi héroe, mi lobezno. Alégrate, corazón:
siquiera se ha tirado al agua! La cantante de ópera salta, grita, aúlla. ¡Ya me tienes aquí!
anda por ahí, entre los sauces, besando AMANTE.—Te esperaba.
furiosamente a ese pobre muchacho. La misma CORA.—Nadie lo diría; con esa cara... Parece que
Dama Triste, usted lo sabe, no está triste ya. Esto se me huyes.
hunde... AMANTE.—¡Yo! Te he estado buscando toda la
DOCTOR.—Está bien, Hans, está bien. Pase usted mañana.
cuando quiera por mi despacho a arreglar su CORA.—¿Por dónde, mi jilguero? Me he levantado
cuenta. cantando, he corrido por esas montañas gritando
HANS.—Oh, no vale la pena. Estas cosas no se tu nombre, me he bañado en el torrente... Después
hacen por dinero. Yo soy un idealista. Adiós, señor he estado tirando piedras a tu ventana. ¿Tan
Roda. dormido estabas?
DOCTOR (Tendiéndole la mano).—Adiós, Hans... AMANTE.—¡Pero si estoy despierto desde el
Buena suerte. amanecer!
HANS (Saliendo).—Y créame, doctor; si esto no CORA.—¿Y no me oías? Te tiré piedras primero,
toma otro rumbo ya puede usted cerrar la casa. No hasta que rompí los cristales. Después te tiré ramos
hay nada que hacer. (Sale.) de violetas. ¿Tampoco las violetas te llegaron?
DOCTOR.—Cerrar... Quizá tenga razón. (Llama:) AMANTE.—Tampoco.

Prohibido Suicidarse en Primavera Pá gina 38


CORA.—¡Ah, cruel; estabas dormido! Y Cora, a tu ¿Por qué has leído tanto, pobrecito mío? Tú no
puerta esperando como una alondra. Cora, que te sabes cómo debilita eso. No lo volverás a hacer,
buscaba; Cora, que te necesitaba. ¡Cora Yako, ¿verdad? (Voluble, persiguiendo sus propias palabras
lobezno, Cora Yako! (Se sienta en el brazo de su por la escena.) ¡Ahora vamos a vivir!, a correr el
butaca. Lo arrulla con caricias y palabras) ¿Eres feliz? mundo juntos, ¡abrazados!
¿Has pensado en mí? ¿Soy como tú me soñabas?... AMANTE (Con ilusión).—¡Cora!
(Él contesta con unas exclamaciones guturales en CORA.—Ahora vas a tener conmigo todo lo que
superlativo. Ella le imita.) ¡Hum, hum! ¿Es qué no soñaste: Egipto, y el desierto, y las selvas, y las islas
sabes hablar? de jardines...
AMANTE.—¡Es que no me dejas! AMANTE.—¡Los lotos y los elefantes blancos! ¡Las
CORA.—¿Qué es lo que te gusta de mí? No, todo pagodas budistas con sus tejadillos en forma de
no; siempre hay algo... ¿El cuello? ¿Las manos?... zueco, colgados de campanillas!
AMANTE.—Los ojos. Los ojos sobre todo. ¡Son los CORA.—Y tantas cosas más que tú no sabes, que
de aquella noche! no están en los libros. Pero hay que hacerse fuerte,
CORA.—¡Aquella noche que estuve cantando para mi lobezno: en cuanto sales de Europa, ya no hay
ti solo sin darme cuenta! Mira esos ojos, lobezno; más que mosquitos.
aquí los tienes, son tuyos... ¿No me besas? AMANTE.—¿Mosquitos?'
AMANTE.—Sí. CORA.—Unos mosquitos verdes, venenosos y
CORA.—¿Por qué estás temblando? ¿Te doy pequeños, que se cuelgan por todas partes. Y que
miedo? Ay, qué pobre muchacho eres, mi héroe, mi dan la fiebre, y el sueño... y a veces, la locura. Pero
poeta..., mi pobre poeta pequeño. ¿Estás triste? Yo no te asustes tú, mi héroe..., también hay
te imaginaba vibrante, apasionado... ¡Subiéndote mosquiteros, y cremas especiales para la piel. ¡Y
por las paredes al verme, arrancando las retamas al luego, la ciencia! Por cada mosquito que produce
correr, saltándome a los hombros!... Dios, producen una inyección los alemanes.
AMANTE.—Tú te imaginabas un cruce de jabalí y AMANTE.—Menos mal.
orangután. CORA.—¿No te hace ilusión visitar conmigo la
CORA.—Algo así. Pero no importa. No estés triste India?
tú, mi jilguero mojado, mi poeta de bolsillo. Te AMANTE.—¡Oh, sí; los dioses del Ramayana, el
quiero como eres: pequeño, acobardado, soñador... Ganges sagrado de las tres corrientes!...

Prohibido Suicidarse en Primavera Pá gina 39


CORA.—Mira, el Ganges es mejor dejarlo. Hay CORA.—Bah, para empezar... ¿no tendrás encima
serpientes, ¿sabes?, y cocodrilos. Y luego, las treinta mil pesetas?
fiebres gástricas, que te van poniendo amarillo, AMANTE.—¿Yo?
amarillo... (De pronto.) ¿Tú me quieres? ¿Me CORA.—Quince mil..., diez mil siquiera...
quieres, me quieres? AMANTE.—Yo no tengo un céntimo.
AMANTE (Irguiéndose gallardamente).—¡Te quiero CORA.—Entonces... ¿el robo del banco?
como un cosaco! AMANTE.—No robé más que para las
CORA.—¿Dispuesto a todo? orquídeas.
AMANTE.—¡A todo! CORA.—¡Nada más!... Bueno, es lo mismo. Ya
CORA.—¿Por qué no nos vamos ahora mismo? encontraremos un caballo blanco.
AMANTE (Aterrado al verla tan cerca).—¿Ahora? AMANTE.—¿Y adonde vamos con un caballo
CORA.—Ahora, ahora... ¿A qué esperamos? blanco? Necesitaremos por lo menos dos.
(Consulta su reloj.) El coche está dispuesto en un CORA.—¡Dios! (Ríe divertida.) ¡Eres un héroe! ¿Ves
momento. ¿Tú sabes conducir? cómo ya te vas soltando? (Deja de reír.) Oye, ¿de
AMANTE.—No. verdad no sabes lo que es un caballo blanco?
CORA.—Bien, conduciré yo. Pero te advierto que AMANTE.—No sé..., cuando yo estudiaba, un
yo no sé conducir a menos de ciento veinte. Son las caballo blanco era... un caballo blanco.
once menos cuarto; saliendo a las once en punto, a CORA.—Ay, niño mío... Pero ¿qué os enseñan a
las cuatro estamos de sobra en Venecia; y todavía vosotros en esa Universidad? Cuánto te queda que
podemos tomar el avión de la tarde. Ya está. Esta aprender. ¡Anda! A preparar tus cosas.
noche cenamos en Marsella. ¿Hecho? Un AMANTE (Indeciso).—Entonces... ¿nos vamos?
momento. Voy a preparar el coche. CORA.—Nos vamos.
AMANTE.—Pero, Cora..., espérate un poco, mujer. AMANTE.—Es que... no tengo pasaporte.
CORA.—¿Qué? CORA.—Sin él; ya se arreglará eso en el camino.
AMANTE.—Vamos a salir así... ¿sin despedirnos? Todos los cónsules del mundo son amigos míos.
CORA.—¿De quién? Yo no me he despedido Los ingleses son los peores, y cuando se sabe
nunca. sonreír, también se ablandan. ¿Tú sabes inglés?
AMANTE.—Del doctor, de los compañeros... Y AMANTE.—No.
luego, hay que pensar en todo. Hace falta dinero. CORA.—Es lo mismo. Todos hablan francés.

Prohibido Suicidarse en Primavera Pá gina 40


AMANTE.—Es que tampoco hablo francés. AMANTE.—A las once.
CORA.—Pues te callas; te callas en todos los CORA.—Faltan diez minutos. ¿Tienes reloj por lo
idiomas. ¿Vamos, qué esperas? menos?
AMANTE.—Voy... Voy (Vacilante.) ¿A Marsella, AMANTE (Nervioso, se lleva las manos a los bolsillos.
verdad? Sonríe feliz al encontrarlo.)—Sí, reloj sí. Y de plata. Es
CORA.—A Marsella. un recuerdo de mi padre. (Se lo lleva al oído con
AMANTE.—¿En avión? espanto.) ¡Parado!
CORA.—En avión. ¿Por qué? CORA.—Pues pon en punto el reloj de tu padre. ¡Y
AMANTE.—Es que... es la primera vez que voy a no vayas a hacerme esperar, eh! Eso sí que no se lo
tomar un avión. Creo que eso marea mucho. he consentido nunca a ningún hombre. Si no estás
CORA.—Historias. Menos que el barco. a las once daré tres bocinazos. Pero al tercero
AMANTE.—Es que tampoco me he embarcado arranco.
nunca. AMANTE.—Estaré.
CORA (Impaciente).—¡Hay píldoras! CORA.—Hasta en seguida, mi héroe, mi lobezno
AMANTE.—Ah..., hay píldoras. Entonces... bonito. (Lo empuja a besos. Sale el Amante. Femando
¿resuelto? ha entrado a tiempo para ver y oír el final de la escena.)
CORA.—Resuelto. ¿Cuánto tardas en preparar tu FERNANDO.—¿Se marchan ustedes?
equipaje? CORA.—Dentro de diez minutos. A Marsella. Y si
AMANTE (Apunto de sollozar).—Cora, Cora... hay barco mañana, a la India. Dígale adiós a Chole
CORA.—¿Qué? de mi parte; yo no tengo tiempo. Le pondremos un
AMANTE.—¡Si es que tampoco tengo equipaje! cable desde El Cairo. ¡Adiós, Fernando!
CORA.—¿Nada? ¿Ni un smoking? FERNANDO.—¡Feliz viaje! (Sale Cora. Fernando
AMANTE.—Tengo dos camisas... y un libro. juega dolorido los dedos de la mano que ella ha
CORA.—Pues anda, coge las camisas. estrechado con fuerza, y mira con lástima hacia donde
AMANTE.—El libro es un manuscrito mío... salió el Amante.) Pobre muchacho... (Entra Hans con su
inédito. Poemas. humilde equipaje: un portamantas con su paraguas.)
CORA.—Aunque sea tuyo. Libros, nunca más o
estamos perdidos. Si no hubieras leído tanto no te
pasarían ahora estas cosas. ¿A las once en punto? FERNANDO Y HANS. Luego, LA DAMA TRISTE

Prohibido Suicidarse en Primavera Pá gina 41


señora! ¿Y el caso de la Dama Triste? Es espantoso.
FERNANDO.—¿También usted se va? Imagínese usted que anoche, en ese césped, entre
HANS.—También. las acacias... (Viéndola llegar.) ¡Ella! (Entra la Dama
FERNANDO (Fijándose en su equipaje).—¿A El Triste, cantando entre dientes el «Danubio Azul». Viene
Cairo? sonriente, vestida de colores claros; graciosamente
HANS.—A la ciudad. Me han ofrecido un puesto rejuvenecida, pero sin bordear en ningún momento el
en el Hospital General. grotesco.)
FERNANDO.—¡Ah!, enhorabuena.
HANS.—Aquello es otra cosa: hay ambiente. DICHOS Y LA DAMA TRISTE
Acabo de leer un resumen en la «Gaceta Médica»:
solamente en una semana; ¡veinticinco casos! DAMA.—Buenos días, Hans. Buenos días,
FERNANDO.—Espléndido. Fernando.
HANS.—Aquí, en cambio, ya ve. Al principio la FERNANDO.—¿Han visto qué mañana tan
cosa prometía; acudía la gente, hubo varios hermosa? Todo está blanco de narcisos; huele a
intentos. En fin, para empezar no estaba mal. ¡Pero corazón el campo... ¡Ay, cómo retumba aquí esa
ahora! Esa Cora Yako ha acabado por ponerme primavera local! ¿Les gusta este vestido?
fuera de mí. ¿La ha oído usted reír? ¡Es insultante! FERNANDO.—Es muy alegre.
¿Y besar? DAMA.—¿Discreto, verdad? Y le advierto que no
FERNANDO.—Tiene mucha vida esa mujer. es nada: un nansú gracioso, unos godés, el clip de
HANS.—Demasiada. (Confidencial.) ¿Sabe usted plata..., nada. Perdonen ustedes que no me
que ha intentado seducirme? entretenga..., me están esperando. ¿Por qué tiene
FERNANDO.—¡A usted! usted ese aire tan triste Fernando? ¡Un día como
HANS.—A mí. Esta mañana. Estaba yo hoy! ¿Se siente mal? Arriba ese corazón, amigo
afeitándome tranquilamente a la ventana y, así mío. ¿Por qué no se viene usted a comer con
como jugando, ha empezado a tirarme piedras. nosotros?
Tuve que refugiarme en el interior. Cuatro piedras FERNANDO (Asombrado).—¿A comer?
como nueces metió por los cristales. Y después un DAMA.—Comemos arriba, junto a la fuente.
ramo de violetas. Lo de las piedras pase, pero un Habrá de todo: carnes blandas y de monte, truchas
ramo de violetas a mí... ¡Un poco de formalidad, del torrente, frutas nuevas y vinos rubios

Prohibido Suicidarse en Primavera Pá gina 42


andaluces, de esos que hacen cosquillas en el alma. FERNANDO.—¿Versos?
¿Le esperamos? Anímese, Fernando; hasta luego. HANS.—Seguro. No pude coger más que una
¡Buenos días, Hans! (Hace un gracioso gesto de estrofa suelta. Decía: (Recita líricamente.) «Todo
despedida, agitando los dedos, y se va feliz tarareando, cuerpo sumergido en el agua, pierde su peso una
marcando inconsciente el paso del vals. Fernando mira a cantidad igual al peso del líquido que desaloja.»
Hans desconcertado.) ¿Le parece a usted?
FERNANDO.—Pero, ¿es que se ha vuelto loca esa FERNANDO.—¡Pero eso es tremendo!
mujer? HANS.—Tremendo. Es la primavera; no hay nada
HANS.—Peor. ¿No la ha oído usted tararear el que hacer. Ya se han despedido del doctor. Se
«Danubio Azul»? marchan esta tarde ¡juntos! (Pausa. Tono de
FERNANDO.—Sí, parecía. confidencia.) Sólo queda una esperanza... lejana.
HANS.—¿Y no lo recuerda eso nada? ¿Recuerda usted la afición del Profesor a tirarse a
FERNANDO.—¡El profesor de Filosofía!... los lagos? (Se acerca, acentuando el secreto.) Se van a
HANS.—El mismo. Anoche los sorprendí juntos, al Suiza. (Se hacen ambos un gesto de silencio cómplice,
claro de luna, entre las acacias. (Filosófico.) ¿Se ha llevándose un dedo a los labios.) ¡A Suiza! (Sale Hans.
fijado usted alguna vez en los ojos de las vacas? Fernando queda solo, ensimismado, con un gesto triste
FERNANDO.—Sí: son la imagen de la ternura que lucha por arrancarse. Enciende un pitillo. Vuelve el
húmeda. Amante, mirando furtivamente a todos lados.)
HANS.—Pues bien: anoche el Profesor tenía ojos AMANTE.—¿No está?
de vaca. Estaban sentados en un ribazo. Él, miraba FERNANDO.—¿Cora?... En el jardín; preparando
la luna; después la miraba a ella. Y suspiraba. el coche.
Cuando un profesor de Filosofía se arriesga a AMANTE.—Qué mujer, Fernando..., es terrible.
suspirar, está perdido. ¿Por qué habrá venido? ¡Tan bella como yo la
FERNANDO.—¿Los vio usted? soñaba!
HANS.—¿Qué no habré visto yo en esta vida? FERNANDO.—Y sin embargo es la verdadera. La
Estaban muy juntos, cogidos de las manos. El se que cantaba para usted aquella noche del «Fausto».
reclinaba sobre su hombro, y le reclinaba su AMANTE.—Ah, no; la mía es otra cosa: una
hombro, y le recitaba al oído una cosa íntima y ilusión, un poema sin palabras. Los ojos, sí: son los
lenta. mismos de aquella noche.

Prohibido Suicidarse en Primavera Pá gina 43


FERNANDO.—Puede ser para usted la gran los ojos!
aventura. FERNANDO.—Pero, ¿no era este momento lo que
AMANTE.—Una aventura peligrosa. Usted no la usted soñaba?
conoce: esa mujer me mata en quince años. AMANTE.—Ah, soñar es otra cosa.
FERNANDO.—Es el amor. FERNANDO.—¡Cora Yako es el amor, los barcos,
AMANTE.—¡Pero qué amor! Yo soñaba los besos los países lejanos!...
de mujer como una caricia suave; como un repicar AMANTE.—Pero, qué países, Fernando. Llenos de
de pétalos en la piel. Cora no es eso. peligros horribles: los mosquitos verdes..., las
FERNANDO.—¡Besa fuerte, eh! fiebres intestinales..., ¡los cónsules!
AMANTE.—¡Muerde! Trepida..., estalla. Ahora ya FERNANDO.—¡Es la India de los dioses! ¡El Japón
me voy acostumbrando un poco. Pero ayer... del de los héroes y los amantes!
primer beso que me dio, me tiró al suelo. ¡Y AMANTE.—No puedo..., no puedo... (Se sienta,
abrazando! Se enrolla, rechina, solloza unas cosas desfallecido.)
guturales que ponen los pelos de punta. ¡Es un FERNANDO.—En ese caso, hay otra solución.
temblor de tierra, Fernando, es un temblor! Renuncie a la Cora Yako auténtica. Quédese con la
FERNANDO.—Le ha tomado usted miedo. que usted ha soñado. Y dedíquese a escribir.
AMANTE.—Miedo, miedo, no. La quiero, me AMANTE.—¿A escribir?
gustaría verla siempre. Pero un poco desde lejos. FERNANDO.—Sí: es otra forma de heroísmo. Las
FERNANDO.—Desde lo alto de la galería. novelas nunca las han escrito más que los que son
AMANTE.—Eso, así: desde lo alto. incapaces de vivirlas. ¿Qué sueldo tenía usted en el
FERNANDO.—¿No se iban a marchar ustedes banco?
juntos? AMANTE.—Nada; doscientas cincuenta pesetas.
AMANTE.—Ahí está, que sí..., que no tengo más FERNANDO.—Yo puedo ofrecerle quinientas en el
remedio que marchar con ella, que los minutos van periódico, y vacaciones pagadas. ¿Quiere usted
pasando. ¡Y que no sé qué hacer! encargarse de la página de viajes y aventuras?
FERNANDO.—La gran aventura no se presenta AMANTE (Ilusionado).—¿Cree usted que serviré?
más que una vez en la vida. Usted la tiene ahora en FERNANDO.—¿Por qué no?
sus manos. Piénselo bien. AMANTE.—Es que yo no he salido nunca de mi
AMANTE.—¡Si pudiera quedarme solamente con casa de huéspedes.

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FERNANDO.—¿Y qué importa eso? El arte no es FERNANDO.—¡Dos!
cosa de experiencia; es cosa de imaginación. Javier AMANTE (A gritos.)—¡Voy! (Corre hacia el jardín. Se
de Maiestre hacía viajes maravillosos alrededor de detiene en el umbral. Se vuelve, nervioso y urgente.)
su cuarto; Beethoven era sordo; Milton cuando Fernando..., ¿qué es un caballo blanco?
escribió el canto a la luz, estaba ciego. FERNANDO.—¡A estas horas!
AMANTE.—Si valiera la pena..., yo tengo un libro AMANTE.—Por su alma, que es un problema de
de versos. vida o muerte.
FERNANDO.—Rómpalo usted en seguida. Y no se FERNANDO.—Según. Científicamente, es un
atreva a confesar eso entre los compañeros; le simple equino monodáctilo de cuatro patas y
perderán el respeto. (Suena en el jardín el primer pigmento claro.
bocinazo.) AMANTE.—¿Y artísticamente?
AMANTE.—¡Ahí está ya! (Sin acertar con su reloj.) FERNANDO.—Ah, artísticamente... es un viejo
¿Qué hora es? que pasa
FERNANDO.—¡Las once en punto! AMANTE (Aniquilado).—El viejo... que paga
AMANTE.—Al tercer bocinazo, arranca. ¿Qué (Reacciona con violencia.) Y era eso lo que me
hago, Fernando, qué hago? proponía... ¡A mí! (A gritos otra vez.) ¡No voy!
FERNANDO.—¡Va uno! No lo piense más. (Suena la tercera llamada.)
(Señalando alternativamente al jardín y al interior.) O FERNANDO.—¡Y tres! (Se asoma al jardín. Se le ve
se va usted por ahí a vivir aventuras... o se va por hacer un gesto de despedida.)
ahí a escribirlas. AMANTE (Contemplando melancólicamente su reloj).
AMANTE.—Es que no tengo un céntimo..., estoy —Las once. A las cuatro en Valencia..., al
seguro de que me mareo en el avión... anochecer en Marsella..., el mar... (En un impulso
FERNANDO.—¡Pero es una mujer la que le está repentino) Cora... ¡Cora!
llamando! FERNANDO.—Ya se fue.
AMANTE.—No tengo más que dos camisas... AMANTE.—Soy un pobre hombre...
FERNANDO.—¡Es Cora Yako! FERNANDO.—¡Es usted un héroe! Déjela marchar
AMANTE.—Los mosquitos verdes... en paz y recuérdela. Es mejor. Son dos vidas que
FERNANDO.—¡Es el amor! no podrían fundirse nunca. Y ahora, a escribir el
AMANTE.—Los cocodrilos... (Suena otro bocinazo.) reportaje para la semana que viene. Título: «Una

Prohibido Suicidarse en Primavera Pá gina 45


noche con Cora Yako en el Japón.» visto porque el doctor me lo prohibió. Tenías
AMANTE.—¿En el Japón? fiebre; necesitabas reposo y soledad.
FERNANDO.—Sí. Las fotografías ya las haremos CHOLE.—¿No me viste anoche?
en el estudio, como siempre. FERNANDO.—Sí. No respirabas todavía. Cuando
AMANTE.—¿Me dejará usted poner algo de las te caíste al lago...
gheisas? CHOLE.—¿También tú? ¿También tú dices
FERNANDO.—Y de los petirrojos también; y de «cuando te caíste»?... ¿Por qué quieres engañarte a
los cerezos en flor. Pero con cuidado, eh, con ti mismo? No me caí: lo quise yo. Iba a buscar la
cuidado. muerte.
AMANTE.—¿Una cosa así? «Habíamos tomado al FERNANDO.—¡No, Chole, no es posible!
amanecer el avión de Yokohama...» CHOLE.—También me lo parece a mí ahora. Pero
FERNANDO.—Así, muy bien. ayer... Dime, Fernando; hay una cosa que necesito
AMANTE.—«Cora reía junto a mí, a tres mil pies saber, que no he querido preguntar a nadie porque
sobre las islas blancas de crisantemos...» (Saliendo.) tengo miedo a la verdad. Pero que no se puede
FERNANDO.—Así. Así... Tenemos hombre. callar más. Dime, anoche..., cuando me caí..., hubo
un hombre que arriesgó su vida por la mía. Lo vi
entre sueños... ¿Eras tú, verdad? (Le mira
FERNANDO Y CHOLE angustiada, esperando.)
FERNANDO.—No.
FERNANDO (Acudiendo a ella al verla llegar).—¡Oh, CHOLE.—No eras tú...
Chole! ¿Estás mejor? ¿Te sientes débil todavía? FERNANDO.—Hubiera querido serlo. Pero fue
CHOLE.—Ya pasó todo. FERNANDO.—¿ Todo ? Juan. Él te vio caer; yo no lo supe hasta después,
CHOLE.—El dolor, el peligro... Lo otro, habrá que cuando te trajeron aquí.
resolverlo también tarde o temprano. (Pausa. Con CHOLE (Acariciando inconscientemente las flores del
un tierno reproche.) ¿Por qué te escondes, Fernando? hermano).—Pobre Juan... Toda la noche ha estado
No te he visto desde ayer. ¿Crees que puede sin sueño, con el oído pegado a mi puerta,
adelantarse algo así? Hay delante de nosotros una oyéndome respirar. Ha sufrido más que yo misma.
verdad cruel que no se borra con cerrar los ojos. Tú no sabes, Fernando, qué bueno..., qué bueno y
FERNANDO.—No pienses ahora en eso. No te he qué desgraciado es tu hermano.

Prohibido Suicidarse en Primavera Pá gina 46


FERNANDO.—Lo sé todo. contemplando nuestra felicidad con sus ojos
CHOLE.—¿Todo?... ¿Has hablado con él? hambrientos, como un niño pobre delante de un
FERNANDO.—Con el doctor. El no me lo diría escaparate. ¡No puede seguir solo! Vete tú si
nunca. Yo tampoco me atrevo a hablarle. Nos puedes. Yo me quedo.
estamos huyendo como dos lobos heridos que se FERNANDO.—¿Con él?
tienen miedo. CHOLE.—Yo seré a su lado la madre que no le
CHOLE.—¡Hasta cuándo! supo comprende, la hermana que no tuvo. ¡Que
FERNANDO.—¡Hasta ahora mismo! No puedo haya por lo menos en su vida una ilusión de mujer!
más. Compréndelo, Chole: hasta para ser FERNANDO.—¡Pero eso no puede ser, Chole! ¡No
desgraciado hace falta un poco de costumbre. Yo es así como te quiere Juan!
no puedo, no resisto. CHOLE.—Lo sé; se lo oí ayer a él mismo. Y todavía
CHOLE.—¿Has pensado alguna solución? ayer fui injusta una vez más. Tenía a mi lado un
FERNANDO.—¡Salir de aquí..., huir! corazón sangrando desesperado, y sólo sentí
CHOLE.—¿Y adonde? ¿Dónde podríamos miedo, casi repugnancia..., como si un mendigo me
escondernos que el recuerdo de Juan no estuviera asaltara en la calle.
con nosotros? No, Fernando..., no hay ya felicidad FERNANDO.—No puede ser, Chole. Ahora es
posible. La sombra de tu hermano se metería entre cuando estás ciega, atormentada de
nuestros besos, enfriándonos los labios. remordimientos por culpas que no existen.
FERNANDO.—¿Y qué podemos hacer? ¿Era CHOLE.—No; ciegos estábamos antes; cuando no
solución lo que tú pensaste anoche? ¿Creías que había en la tierra otra cosa que nuestra felicidad.
desapareciendo tú, íbamos a aproximarnos él y yo? Ni una vez se nos ocurrió mirar alrededor nuestro.
Tu muerte nos hubiera separado todavía más, ¡Y allí estaba siempre Juan, tiritando como un
convirtiendo en odio lo que hasta ahora no ha sido perro a la puerta!
más que dolor. FERNANDO.—Pero, ¿es que crees que no lo siento
CHOLE.—Es posible. Pero desde anoche no he yo?
dejado de pensar. ¿Crees que el corazón de mi hermano no me duele
FERNANDO.—¿Y qué has pensado? a mí también? Si yo pudiera hacerle feliz, todo lo
CHOLE.—Juan no ha tenido nunca nada suyo. Ha daría por él. Pero es que nada podemos hacer que
estado siempre solo entre todos nosotros, no sea engañarle. No te atormentes más. Salgamos

Prohibido Suicidarse en Primavera Pá gina 47


de aquí. Nunca podrás ser feliz con él. a Chole sin mirarla, con suave energía.)
CHOLE.—No se trata de que yo sea feliz. ¡Lo he
sido tanto! Ahora lo que importa es él. JUAN.—¿Para qué me llamas con tanto grito?
FERNANDO (nervioso, cogiéndola de los brazos.)— ¿Hay algo tuyo en peligro y necesitas, como
No, Chole, no pretendas jugar con tus siempre, que te lo defienda yo?
sentimientos. Mira que el corazón tiene sorpresas FERNANDO.—No. Lo único que quiero es que
peligrosas... ¡Mira que mañana puede ser tarde! ¡cueste lo que cueste! no quede nada oscuro entre
CHOLE.—No es tiempo de pensar. Mi puesto nosotros. Ahora necesito toda la verdad.
ahora está aquí, a su lado. JUAN.—¿No la has oído ya? ¿O crees que Chole,
FERNANDO.—¿Porque te salvó la vida? por gratitud, iba a representar esta vieja farsa
CHOLE.—Porque me ha entregado toda la suya. cruel? Ella, tan leal, tan entera, ¿te la imaginas
FERNANDO.—Pero entonces... (Le levanta el tratando de pagar un verdadero amor con unas
rostro.) Mírame bien. ¿Qué está empezando a nacer migajas de esa felicidad que os sobra a los dos?
dentro de ti? ¡Contesta! FERNANDO (Retrocede sin voz al comprender que
CHOLE (Se suelta suplicante pero resuelta).—¡Por lo Juan ha oído).—Juan...
que más quieras..., déjame! JUAN.—No, Fernando, no; ni yo acepto limosnas
FERNANDO.—No, no es posible. Es tu piedad de ni ella caería en la torpeza de una mentira piadosa.
mujer que te está tendiendo una trampa. Y Juan ¿Quieres la prueba? Ahora mismo te la va a dar...
mismo tiene que impedirte caer en ella. Que nos ¡y con los ojos de frente! ¿Verdad, Chole? (Chole,
perdone o que nos mate juntos..., ¡pero engañarle, situada entre ambos, retrocede también.) Vamos, ¿qué
no! (Va hada el interior llamando.) ¡Juan..., Juan! esperas? Ahí tienes a Fernando. El hombre feliz, el
que no ha tenido que luchar jamás porque la vida
(Juan aparece en el umbral del fondo. Chole, pálida al se lo ha dado todo; el que podía jugar en los
verle, lanza una rápida mirada de súplica a Fernando, y jardines cuando se moría su madre... Ahí lo tienes.
se dirige a él.) Él no ha sabido nunca que había dolor en el
mundo. Con él están la alegría y la salud, y todas
CHOLE.—¡No le escuches, Juan, no le escuches!... las gracias de la vida. Aquí sólo está el pobre Juan,
con su miseria y con su amor. Elige, Chole. ¡Para
Juan, con los ojos fijos en el hermano, avanza apartando siempre! (Chole vacila. Suplica a Fernando con el gesto

Prohibido Suicidarse en Primavera Pá gina 48


y avanza dolorosamente hacia Juan.) volviéndose.)
CHOLE.—Juan...
JUAN (La recoge en sus brazos con una emoción
desbordada. Sus palabras tiemblan llenas de fiebre).— ALICIA Y JUAN
¡La ves, Fernando! ¡En mis brazos! Ya no eres tú
solo. También Juan puede triunfar ¡por una vez! ALICIA.—Buenos días, Juan... (Corre el cerrojo de la
(Levanta en sus manos el rostro de ella, lleno de Galería del silencio, y coloca en lugar bien visible un
lágrimas.) Pero también... por una vez..., tengo el cartel que dice: «Prohibido suicidarse en Primavera». En
orgullo de ser más fuerte que tú, más generoso que el jardín pianísimo —cuerda sola—, comienza a oírse de
tú... Llévatela lejos. Ahora ya podéis ser felices sin nuevo el himno de Beethoven.)
remordimientos. Porque también yo, ¡por una vez Chole... ¿Le ocurre algo, Juan?
siquiera!, he sido bueno como tú y feliz como tú... y JUAN.—Nada...
te he visto llorar. ALICIA.—Está usted temblando.
FERNANDO (En un impulso fraternal).—¡Juan! JUAN.—Un poco de fiebre, quizá.
JUAN.—¡Hermano! (Vuelcan en un abrazo toda su ALICIA.—Es el día... ¿Oye usted esa música?
ternura contenida.) Gracias, Chole... Ya sabía yo que JUAN.—¿Qué es?
no podía ser, que te engañabas a ti misma. Pero ALICIA.—Beethoven: un himno de gracias a la
gracias por lo que has querido hacer. Llévatela, primavera. También él estaba solo y con fiebre
Fernando. Sólo os pido que os vayáis a vivir lejos. cuando lo escribió. Pero él sabía que la primavera
Dejadme a mí gozar solo el único día feliz que ha trae siempre una flor y una promesa para todos.
habido en mi vida... JUAN.—¿Lo cree usted así?
ALICIA.—El doctor me lo dijo un día: «No pidas
(Chole, sin encontrar palabras de despedida, estrecha nunca nada a la vida. Y algún día la vida te dará
conmovida las manos de Juan. Recoge luego sus flores, una sorpresa maravillosa.»
apretándolas contra el pecho, y sale reclinada en el JUAN.—¿Y espera usted?
hombro de Femando. Juan, agotado por el enorme ALICIA.—Siempre... ¿Quiere hacerme el favor,
esfuerzo, desfallece un momento. Se domina. Tiene ahora Juan? Hoy es día de vida y de esperanza. Es
una expresión de frialdad fatal. Va al escritorio, lo abre y preciso que desaparezca de aquí todo lo que
toma una pistola. Pasa Alicia. Al verla, esconde el arma, recuerde la muerte... ¿Quiere darme eso que

Prohibido Suicidarse en Primavera Pá gina 49


esconde ahí?
JUAN (Turbado, entregando su pistola).—Perdón...
ALICIA.—Voy a tirarla al estanque. En el mismo
sitio donde Chole resbaló ayer. (Va a salir.)
JUAN.—Alicia... Espere..., tengo miedo de
quedarme solo. ¿Me permite que la acompañe,
Alicia?
ALICIA.—Gracias... (Le ofrece su brazo. Avanzan
juntos hacia el jardín. El himno de Beethoven suena
ahora —cuerda y viento—fortísimo y solemne. Va
cayendo lentamente el telón.)

Telón

FIN DE «PROHIBIDO SUICIDARSE EN


PRIMAVERA»

Prohibido Suicidarse en Primavera Pá gina 50

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