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prisma-latinoamericano-elementos-para-su-historia

La burguesía, en cambio, más avariciosa que ahorrativa, más emprendedora que reflexiva, obsesionada con la
medición del tiempo y la cuantificación de sus gastos convirtió a la crisis en una tragedia, porque era una tragedia
que tenía que ver con sus procesos y mecanismos de acumulación de riqueza. Y la acumulación era la espina dorsal
de ese sistema económico que vino al mundo en la segunda parte del siglo XVI y que, hoy, entre los estertores y el
barullo de una crisis total, trata de hacer frente a sus limitaciones y de salir adelante, no como lo hacían los griegos,
en medio de la algarabía de la esperanza, ni como lo hacían los monjes contemplativos medievales, en medio de
rezos y sahumerios, sino, todo lo contrario, sirviéndose del despojo y el arrinconamiento del que menos tiene.
Siempre se acumula a costa de otros, y, cuando así no sucede, aparece la crisis, según la burguesía.

Pero, la forma más abstracta de la crisis y, en consecuencia, la posibilidad formal de la misma, consiste en la
metamorfosis de la mercancía misma, en la separación entre compra y venta implícita en su unidad, entre valor de
cambio y valor de uso, entre dinero y mercancía. Por eso, debemos dejar constancia de que, el primer análisis
sistemático del ciclo económico lo encontramos en Marx. Ni Ricardo ni la escuela clásica habían llegado más allá
de las simples observaciones marginales, a tratar el tema de las fluctuaciones constantes de la acumulación
capitalista.

Su periodicidad decenal también ya había sido intuida por Marx y, a pesar de que Clement Juglar (1819-1905) el
conocido médico y estadístico francés, había sostenido, alrededor de 1860, que era posible establecer ciclos
económicos con una periodicidad aproximada de entre 7 y 12 años, no era posible olvidar que la mayor parte de los
autores coincidían en que la presencia de las crisis, fácilmente detectables, a todo lo largo del siglo XIX, poseían
fechas muy precisas: 1816, 1825, 1836-37, 1847, 1857, 1866, 1873, 1893, 1896. Por eso el trabajo de Juglar fue
esencial, porque la historia de las crisis se puede partir en dos, antes y después de la fijación teórica del ciclo.
Antes, la crisis era entendida como una calamidad aislada. Después, la crisis empezaría a ser estudiada como parte
de la naturaleza cíclica del sistema

Joseph Schumpeter (1883-1950) Y encuentra que, a lo largo del último siglo y medio, podrían establecerse tres
tipos de ciclos: 1-ondas largas de alrededor de 50 años (ciclos Kondratiev); 2-ciclos intermedios con una duración
de 7 a 12 años (ciclos Juglar); y 3-ciclos cortos de unos 48 meses (ciclos Kitchin).

Kondratiev. Según el autor ruso se puede establecer algún tipo de relación entre los hechos sociales y el
comportamiento del ciclo. Sostiene que durante el período de expansión y crecimiento de las fuerzas económicas
más decisivas se producen las grandes guerras y revoluciones. Agrega, además, que en los largos períodos de
inflexión o recesión de los ciclos largos, se produce un gran número de descubrimientos importantes y de
invenciones en las técnicas productivas y comunicativas, las que se aplican en masa durante la etapa de ascenso del
ciclo siguiente. Estas ideas le facilitaron a Schumpeter la ampliación de su argumento sobre la importancia de la
innovación.

Está de más anotar que el grueso de las crisis y de las grandes depresiones que han impactado al sistema
económico, durante los últimos ciento cincuenta años, han encontrado su punto de partida en las grandes
economías industrializadas, centros financieros y punto de llegada de los procesos de acumulación a escala
mundial.

Ya lo decía Manuel Castells en 1978: “La crisis que sacude al mundo capitalista en los años setenta es multifacética:
política, ideológica y económica. En consecuencia, la única teoría susceptible de explicarla será aquella que integre
esos diferentes niveles de la realidad social dentro de una perspectiva que entienda el desarrollo histórico como un
proceso contradictorio. La tradición marxista es, en nuestra opinión, la única que intenta sintetizar el movimiento
del capital y el proceso de cambio social, según su determinación simultánea por la lucha de clases en la
producción, el consumo, el poder y los valores culturales”

El capitalismo emergente en los países del viejo socialismo, presentaba un nuevo desafío a las tradicionales
economías industrializadas abrumadas por un neoliberalismo sin cortapisas. La década de los noventa, entonces,
terminaría por prepararle la tramoya al capital ficticio, con el cual los procesos de producción terminarían por
colapsar, abriendo el camino a una crisis financiera sin precedentes desde la gran depresión de 1930.

 Pero resulta que la historia ha demostrado que, antes y después de una crisis, en el sistema capitalista nunca ha
existido equilibrio; éste no es más que una aspiración utópica de los ricos y poderosos. De tal manera que, con
frecuencia, al menos durante los últimos cien años, el estado, al cual los capitalistas tanto critican, tiene que estar
interviniendo, como hoy lo hace el Presidente de los Estados Unidos, para devolverle a la economía su
“equilibrio”.

¿Equilibrio para qué o entre quiénes? Desde el siglo XVIII se nos viene diciendo que en la medida en que cada
individuo busque y satisfaga sus propios intereses, la sociedad toda se verá beneficiada. Es la famosa “mano
invisible” según la cual, el sistema económico estará equilibrado, en el tanto y cuanto cada persona se deje guiar
por sus propios afanes. Pero esta tesis más bien ha provocado grandes injusticias. Y sobre todo un tremendo
desorden económico, social, político, ideológico y jurídico. Resulta que con la “mano invisible” hemos olvidado
que el sistema capitalista reposa esencialmente sobre una tremenda y devastadora avaricia. A lo largo de su
historia, en el sistema han aparecido pequeños grupos los cuales, armados de aparatos ideológicos, ejércitos bien
armados, y una tremenda voracidad por acumular riqueza, han arrinconado al resto de la humanidad y la han
reducido a niveles intolerables de pobreza, humillación y necesidad.

El equilibrio que han buscado por siglos el señor patrono burgués, terrateniente o comerciante, es aquel equilibrio
que le permita explotar, con la mayor libertad posible, a sus trabajadores, a los que contrata por un salario con el
cual puedan reproducirse como especie nada más, para que lo continúen enriqueciendo.
Durante el siglo XIX fue la economía británica la que jugó este papel. Pero, de acuerdo con el criterio decenal, el
ciclo ha experimentado cortapisas en 1977, 1989, 1997, y la última en 2009. Cada una de estas interrupciones
críticas de la acumulación, con el consabido descenso de la tasa de beneficio, ha tenido su expresión ineludible en
un crecimiento desmedido de la tasa de desempleo. La relación directa que establece Schumpeter entre índices de
innovación tecnológica y crecimiento de la productividad, está condicionada, a lo largo del ciclo, por la capacidad
de acumulación y de reproducción del sistema. Pero dicha relación directa puede ser desviada y distorsionada por
la intermediación financiera de un grupo de personas que no produce nada, pero que se aprovechan
habilidosamente de las crecidas tasas de acumulación que aquella relación genera. Esta clase de actividades la lleva
a cabo el capital financiero, los bancos, las grandes transnacionales que comercian y trafican con el conocimiento y
el desarrollo acumulado por otros.

Pero junto a la crisis del petróleo de 1973-1975, la crisis de la deuda externa en América Latina en 1980-1984, la
crisis por la llegada de los nuevos países surgidos de la caída del socialismo en 1991, la crisis financiera de Asia en
1997, y la crisis por las invasiones de Afganistán en 2001 e Irak en 2003, el sistema económico ha puesto en
evidencia que la economía norteamericana ya no es la locomotora que fue en el pasado, y desde finales de la
década de los setenta, cada vez es más cristalina una nueva regionalización imperialista, en la que sobresalen
Europa Occidental, Japón y China. Aún así sería ineludible que la última crisis, esta en la que estamos inmersos,
tuviera su punto de partida en los Estados Unidos, debido a que en este país se encuentran la mayor parte de los
bancos y de las casas matrices que hicieron posible una globalización financiera con la se tejió la red de
intercambios que, a la larga, significó también la trampa en la que está metido el resto de las economías del
planeta.

Mas esta serie de problemas económicos, los cuales tienen repercusiones sociales, políticas y culturales
importantes en nuestra población, tienen un origen muy preciso. Estamos en crisis decimos: no hay créditos porque
el dinero es muy caro, o sea, las tasas de interés son muy altas, se ha contraído la construcción de casas, los
combustibles suben, la comida cada día es más cara, a los jóvenes se les han reducido las posibilidades de
encontrar trabajo, en la profesión que tantos años de estudio les ha tomado, y, finalmente, se corre el riesgo de
perder el empleo, que se ha vuelto el bien más preciado que tiene una persona hoy día. Pues bien, toda esta
situación, que tanta inseguridad e incertidumbre le producen al costarricense promedio, procede de los Estados
Unidos. Y veamos por qué.

La economía norteamericana salió excepcionalmente fortalecida de la Segunda Guerra Mundial (1939-1945).


Incluso se dio el lujo de crear instituciones que vigilarían el comportamiento del capitalismo financiero de ahí en
adelante, tales como el Fondo Monetario Internacional y el Banco Mundial, que fueron pensadas, en gran parte,
para impedir que Estados Unidos perdiera su hegemonía sobre el sistema económico mundial. Y se dio una época
de prosperidad sin precedentes en ese país, entre los años de 1948 y 1966 debida, con mucho, a las fuertes
inversiones de recuperación económica que los norteamericanos habían impulsado en Europa y Asia, a través del
mal conocido Plan Marshall. No sólo llegó a ser el principal acreedor del planeta, sino que también las mayores
reservas de oro del mundo quedaron en sus manos.

Contra tanta riqueza, los Estados Unidos empezaron a emitir masas descomunales de dólares, con los cuales
prácticamente inundaron el mercado mundial, una estrategia pensada para compensar los indicios de contracción
de su capacidad de pago en oro, debida a las demandas procedentes de las economías europeas y asiáticas que
buscaban reactivar y fortalecer sus actividades bancarias y financieras. De esta forma, en la década siguiente, los
años setenta, el dólar entró en crisis, y aceleró una revisión del sistema monetario y del sistema internacional de
pagos. Con la guerra de Viet-Nam (1969-1975), Estados Unidos intentó contra pesar el impacto que la situación
estaba generando en su capacidad de acumulación y en el proceso de reproducción capitalista, puesto que la crisis
del dólar (1974-1977) era simplemente el síntoma de un mal mayor: la acerada tendencia que tiene la economía
norteamericana al sobre endeudamiento y al sobre consumo, a través de los cuales se crea a sí misma cuellos de
botella que son, finalmente, desbloqueados por la economía internacional.

En la década siguiente, en los Estados Unidos, Gran Bretaña, Japón y otras potencias industriales, así como en
China, el nuevo “taller del mundo”, se desataba un auge espectacular de la construcción, que solo hacía más
notoria una de las contradicciones históricas del sistema capitalista: el problema de la sobre producción y el sub
consumo. El sobre endeudamiento y el sobre consumo, por su parte, como corolarios de aquella contradicción
básica, evidenciaban, que la llamada “burbuja financiera”, el capital ficticio, que no siempre tiene relación directa
con la economía real, era una nueva forma de expresarse la sincronía alcanzada, a través de la globalización
financiera, de las economías centrales a escala mundial.

Pero, si el grueso del dinero en los bancos y financieras norteamericanos es capital-dinero procedente de
inversionistas asiáticos y europeos, o de corporaciones multinacionales con sede en los Estados Unidos, para
hacerlo circular hay que pagarle elevadas tasas de interés al verdadero propietario de tales capitales, con lo cual el
sistema bancario norteamericano se torna en uno de los más endeudados del planeta y su población asume igual
condición de endeudamiento.

¡Es la edad de oro de las tarjetas de crédito, de los automóviles de lujo del año, de las grandes mansiones con
piscina, de los viajes turísticos familiares a carísimos hoteles en las playas de Costa Rica!

Con este escenario, era inevitable el colapso bancario. Pero de la esfera financiera, la crisis se traslada rápidamente
a la economía real, donde la mayor parte de las empresas operan, crecen y se reproducen con dinero prestado.
Entonces, si se contrae el crédito, se reduce al mínimo la contratación de nuevos trabajadores, o se despiden los que
están empleados, pues no hay forma de que la empresa continúe su reproducción. Y si no se producen mercancías,
el comercio exterior se contrae también, con lo cual la economía roza los niveles de la depresión.

Estamos entonces frente a una espiral depresiva que ha sido recurrente en la historia económica del sistema
capitalista desde hace unos ciento cincuenta años, según se vio en la sección anterior. Como ha sido igual de
recurrente el que estas situaciones críticas a quienes más perjudican es a los trabajadores, que ponen los muertos en
este proceso, pues los capitalistas, para recuperar su capacidad de acumulación y reproducción, saquean la
plusvalía acumulada, y despiden a sus empleados o recortan sus salarios, se deterioran las condiciones de trabajo, y
los avances logrados por los trabajadores se bloquean o se limitan considerablemente.

Si partimos del principio de que dos de las características más notables del capitalismo del siglo XXI son
precisamente un aumento espectacular de la tasa de ganancia y la imposibilidad de una expansión de la
acumulación, que permita ampliar y profundizar los procesos de reproducción del sistema, nos daremos de frente
con el problema que representa para este último el que la desvalorización del capital, y su consecuente incremento
en la extracción de plusvalor, impida la gestación de una nueva ola de modernización capitalista, tal y como la
había pensado Schumpeter en sus mejores ensueños.

La producción y transferencia del excedente agrícola para impulsar el desarrollo industrial, postulado clave del
régimen de planificación central, y todavía vigente en la mayor parte de los países que se declaran a sí mismos
como países socialistas, colapsaron en razón de los atajos burocráticos que tomaba el mencionado excedente. Era
así, como entre otros recursos, se servía el socialismo burocrático de inspiración soviética para escamotear las
crisis, según ocurriera en los años treinta y setenta del siglo pasado.

La gran depresión de 1930 fue un fenómeno importado que afectó a la América Latina, al menos en cuatro aspectos
esenciales:

1.      Restricciones financieras como resultado de las estrictas medidas monetaristas adoptadas por el gobierno de
los Estados Unidos en julio de 1928, las cuales provocaron la fuga de capitales y la pérdida de las reservas
obligando a los latinoamericanos a desprenderse del patrón oro.

2.      Contracción del comercio internacional que dio como resultado la introducción de medidas proteccionistas en
la mayor parte de los países latinoamericanos.

3.      Deterioro de los términos de intercambio y un debilitamiento de los precios de las materias primas y de los
alimentos.

4.      Una deflación generalizada incrementó el peso de la deuda externa.


Quedaba claro, con la crisis del 30, que en América Latina eran urgentes las medidas de política económica
requeridas, para sostener cierto margen de maniobra respecto a los aconteceres de la economía mundial y
particularmente de la estadounidense. Tales cambios de estrategia serían apuntalados por modificaciones
vertebrales en la política monetaria, como el abandono del patrón oro.

Pero a lo largo del siglo XX, América Latina se haría célebre por la serie de problemas económicos, financieros,
políticos y sociales que caracterizaron su desarrollo, y , como irónicamente lo apunta el último premio Nobel de
economía, para quien dichas dificultades nada tuvieron que ver con las agencias más agresivas del imperialismo
norteamericano en esta parte del mundo, la mayoría de ellas se debe a malas decisiones políticas, malos gobiernos,
“populismo macroeconómico” en clara alusión a los gobiernos de Chaves en Venezuela, Morales en Bolivia, y
otros de igual factura, sin olvidar el “antiamericanismo” de esos que el Ex Presidente Ronald Reagan llamaba
“países tan diferentes”, y tan reacios a las bondades del neoliberalismo.

El punto de origen del Consenso de Washington, uno de los instrumentos mejor elaborados de los neoliberales del
momento para retomar el control en la economía latinoamericana, estaba en la crisis de la deuda latinoamericana de
1982. De acuerdo con ellos, América Latina había estado viviendo hacía mucho rato por encima de sus
posibilidades reales, con dinero prestado desde mediados de los años setenta. Sin embargo, algunos expertos
latinoamericanos y banqueros extranjeros creyeron por un momento que la crisis de la deuda era un asunto
pasajero, un ligero y transitorio problema de liquidez, hasta que su estallido en el caso de México, los puso frente a
la evidencia de que se trataba de una de los eventos más serios que hubiera afectado a un solo país desde 1929.

Para el latinoamericano de a pie un escenario así era realmente dramático, pues en 1986 el ingreso per cápita se
acercó al 0.7% por debajo del alcanzado en 1982; y, para 1992, aún no había recuperado el nivel de los diez años
anteriores. La inflación, un componente crónico en la historia económica reciente de América Latina, despegó sin
precedentes, y la devaluación que la acompañó luego incrementó el precio de las importaciones. Los recortes
presupuestarios fueron anulados por la recesión, la cual, a su vez, redujo los ingresos por impuestos, obligando a
los gobiernos a imprimir dinero de manera impresionante.

Este abandono de prácticas económicas en las cuales el Estado había jugado un papel esencial, hizo factible la
promoción del famoso documento preparado por John Williamson, que recogió en diez puntos las aspiraciones
neoliberales más sentidas por un conjunto de políticos, intelectuales, empresarios, economistas y técnicos que
creían en la posibilidad de superar la situación económica y social que vivía América Latina, en aquel momento, a
través de tres ejes vertebrales:
1.      La estabilidad macroeconómica.

2.      Desmantelar el proteccionismo y abrirse totalmente al comercio exterior, la competencia y la inversión


extranjera.

3.      Reformar el papel del estado y reforzar el de los mercados con el fin de hacer más confiables su capacidad
para reasignar recursos y capacidades.

Estos tres ejes serían el resultado de una estrategia compuesta por los diez puntos mencionados y que eran los
siguientes:

1.            Déficit fiscal lo menor posible para que pudiera ser financiado sin acudir a tácticas inflacionarias.

2.            Gasto público redireccionado para reforzar la inversión en educación, salud e infraestructura.

3.            Reforma fiscal que ampliara la base impositiva y redujera sus tasas marginales.

4.            Liberalización financiera, con la intención de que fueran los mercados los que establecieran las tasas de
interés.

5.            Una tasa de cambio uniforme lo suficientemente competitiva como para inducir el rápido crecimiento de
las exportaciones no tradicionales.

6.            Sustitución de las restricciones cuantitativas al comercio por tarifas, las cuales serían progresivamente
reducidas hasta lograr una tarifa uniforme con un rango del 10% al 20%.

7.            Eliminación total de las barreras que impidan el ingreso de la inversión extranjera directa.

8.            Privatización de las empresas del Estado.

9.            Abolición de todas las restricciones para el ingreso de nuevas firmas extranjeras que pudieran competir
con firmas nacionales, incluso en el nivel laboral.

10.        Provisión para proteger todos los derechos de propiedad, especialmente en el sector informal[32].

Este ideario neoliberal, apoyado en algunos de sus puntos, por organizaciones como la CEPAL, de supuesta
trayectoria estructural y ortodoxa, haría saltar en pedazos a la economía Argentina, durante los años noventa, y
produciría serias transformaciones políticas y sociales en Brasil, Venezuela, Bolivia, Ecuador, Nicaragua, Paraguay
y Uruguay (recientemente también en El Salvador) calificadas de populistas por aquellos que vieron en el retorno
de estos pueblos a la cuestión social y a una renovada participación del Estado, como la gran pérdida del terreno
avanzado por los comisarios del capital, liderados por el ahora considerado obsoleto Fondo Monetario
Internacional.
Para el 2002, en el mundo subdesarrollado, América Latina era la región donde el proceso de privatización había
alcanzado niveles insospechados, tanto así como el 40% del total de las ganancias obtenidas fuera del mundo
desarrollado. El proceso no sólo fue masivo en lo que respecta a su escala sino también con relación a su velocidad,
pues, mientras Gran Bretaña vendía unas veinte firmas estatales en cuestión de diez años, en México se vendían
ciento cincuenta en seis años. Con la excepción de Chile después de 1973, donde la velocidad y profundidad de la
privatización durante la dictadura alcanzó niveles excepcionales, en el resto de América Latina, la estampida de la
privatización arrasó con todo, durante los años noventa. La propiedad estatal y el control de los bancos,
telecomunicaciones, petróleo, gas, petroquímicos, agua, transporte público y electricidad fueron parte de un botín
festivo en países como México, Argentina, Brasil, Perú, Bolivia, Venezuela y Paraguay.

Esos académicos, científicos sociales, humanistas, políticos, empresarios y estrategas políticos, sólo tienen interés
en controlar la crisis, no en preveer sus efectos o desviarlos. Es que durante mucho tiempo ha estado
meridianamente claro que las crisis son sumamente útiles al sistema capitalista. Le permiten, a sus promotores y
merodeadores, sacar partido de la situación, y de la destrucción total que se produce, en todos los terrenos
imaginables, buscan salir más fortalecidos y visionarios, nunca más previsores, para prepararse a recibir el nuevo
impacto del cometa.

No podía ser de otra forma, pues en el sistema capitalista quienes pagan el costo de la recuperación son
precisamente los trabajadores. Sin embargo ellos, en cada crisis periódica pueden también variar su abanico de
opciones políticas, y plantearse nuevas rutas y nuevas vías para que la crisis no los liquide. Así lo prueban las
experiencias recientes de varios países de América Latina, donde el neoliberalismo, tal vez el principal responsable
de todo este desmadre financiero, crediticio y económico, hizo todos sus esfuerzos y dio lo mejor de sí, para que la
sociedad latinoamericana fuera una de las más desiguales del planeta.

En América Latina la lucidez de algunos líderes políticos es suficiente como para dejarnos ver que, como decía
Lenin, en épocas de crisis hay que construir utopías, para que las transformaciones posibles de la realidad
produzcan la menor cantidad de situaciones traumáticas, las cuales, como siempre, serán bien aprovechadas por los
dueños del capital. Hoy, en Bolivia, Venezuela, Brasil, y otros países con gobiernos de centro-izquierda, se intenta
volver a las épocas cuando las personas eran más importantes que las mercancías. Dejémoslos crecer….ya
veremos.

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