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Macedonio y Borges, o una enunciación argentina para la crítica del Yo

Suele decirse, con un tono generalmente irónico, que los dos únicos filósofos, o si se
quiere, los dos únicos practicantes de la filosofía en este país, han sido Macedonio
Fernández y Jorge Luis Borges. Más allá de lo hiperbólico de la proposición, y de la notoria
arbitrariedad que supone el excluir de esa categoría a una serie de nombres que han hecho
suficientes méritos como para ser incluidos en ella -desde Juan Bautista Alberdi hasta
Alejandro Korn, Carlos Astrada o Rodolfo Kusch-, lo cierto es que tanto Macedonio como
Borges no sólo frecuentaron la filosofía con solvencia sino que también supieron escribir
filosóficamente. En distintos géneros, como el ensayo pero también la prosa narrativa e
incluso la poesía, ambos autores desplegaron un pensar filosófico que los hermana desde el
punto de vista de sus intereses y preocupaciones estéticas, culturales y especulativas.
Esa afinidad tiene que ver, seguramente, con cierto espíritu de época dentro del cual
comienzan a difundir sus obras. Si bien Macedonio es mayor que Borges, puesto que nació
en 1874 y perteneció a una generación cuyos máximos exponentes adoptan la causa del
modernismo -como lo hiciera Lugones-, lo que los une y lleva a comulgar desde el punto de
vista de la cultura y el pensamiento es su adscripción a los incipientes movimientos de
vanguardia que comienzan a gestarse en Buenos Aires a principio de los años veinte.
En ese contexto, el grupo de jóvenes escritores nucleados alrededor de la revista Martín
Fiero -entre los que pueden mencionarse, además de Borges, a Oliverio Girondo, Evar
Méndez, Leopoldo Marechal, Eduardo González Lanuza, Alberto Hidalgo o Ricardo
Molinari- tuvo en Macedonio Fernández no sólo un referente sino incluso una especie de
tutor intelectual, aunque ese vínculo, en el caso de Borges, adquirió una intensidad y una
incidencia notoriamente mayor que en el resto de sus compañeros.
Ese grupo supo expresar una parte importante de las nuevas tendencias estéticas y
filosóficas de la época, a las que asimilaron prestamente y en ciertos casos como los de
Borges o Girondo merced al contacto personal que trabaron con los exponentes de las
vanguardias europeas. Ahora bien, dentro del vasto conjunto de cuestiones que las
vanguardias abordaban, hubo una que supo concitar de manera particular tanto el interés de
Macedonio como de Borges: la cuestión de la legitimidad filosófica o conceptual de esa
noción elusiva a la que tradicionalmente se la denominó como “Yo”. Si dicha noción
representa la manifestación de una subjetividad plenamente conciente e indivisa, la lectura
que de Freud ya habían hecho los surrealistas franceses había contribuido a su radical
cuestionamiento. Pero en el caso de Borges y Macedonio había además otras vertientes de
pensamiento, de carácter más bien clásico, que sostenían la impugnación del Yo que
practicarían por aquel entonces. Esas vertientes remitían tanto a la tradición del empirismo
inglés y norteamericano como a la tradición del nominalismo medieval y moderno, y
habrían de nutrir las reflexiones de ambos autores en torno a esta cuestión singular.
Hay dos textos que revelan nítidamente la posición que por aquel entonces adoptan
Macedonio y Borges ante la noción de Yo: No toda es vigilia la de los ojos abiertos, de
Macedonio Fernández, publicado en 1928, y el ensayo “La nadería de la personalidad”, de
Jorge Luis Borges, publicado originariamente en Proa en 1922 e incluido posteriormente
en Inquisiciones, cuya primer edición data de 1925. 1
El libro de Macedonio Fernández, escrito en un estilo ensayístico -donde por momentos
irrumpe Deunamor, el No-Existente Caballero-, supone entre otras cosas una polémica con
el racionalismo idealista de raíz kantiana. Basándose en su peculiar filosofía del sentir, que
en más de un aspecto habrá de reconocerse en el texto de Borges, afirma que con lo que ha
tropezado Kant es con la inconcebibilidad de la pluralidad del Sentir, y como nunca
ahondó el problema del Yo y siempre creyó concebir personas, personalidades,
conciencias en pluralidad, no dio con la única respuesta inteligible. No hay pluralidad de
sentir, porque no hay yo: sólo hay pluralidad de estados, variedad en una única
sensibilidad. 2
Para Macedonio, el único ser es lo sentido y nada que no ocurra en mi
sensibilidad ocurre en otros campos psíquicos ni en el campo supuesto material: la manzana
que no veo, toco, huelo, no existe, y cuando existe, sólo existe la sensación táctil, térmica,
que siento. Por tal razón no resulta válido hablar de yo en términos sustantivos o esenciales,
puesto que el ser solamente adviene como aquello que se siente, sin necesidad de recurrir a
categorías como Yo, Materia, Tiempo o Espacio. El Yo, Materia, Tiempo, Espacio, son los

1
La referencia a la doble publicación de “La nadería de la personalidad” entre 1922 y 1925 está tomada de
Francine Masiello, quien por otra parte trabaja las relaciones existentes entre el texto de Borges y la literatura
de Macedonio Fernández. Cfr. Francine Masiello: “Macedonio y Borges”, en Lenguaje e Ideología. Las
escuelas argentinas de vanguardia, op. cit., págs. 95 a 106.
2
Macedonio Fernández: No toda es vigilia la de los ojos abiertos. Buenos Aires, Gleizer, 1928, pág. 87
faltantes en el mundo, dice Macedonio, para agregar de inmediato: el genio gramatical
puede sustantivarlos así con un vocablo que precisamente los niega como substancias y
como fenómenos.
En su crítica al pensamiento kantiano, Macedonio Fernández practica asimismo una crítica
puntual a la noción de persona, indisolublemente ligada, para Kant, a la idea de conciencia
de identidad numérica. Al respecto, Macedonio cita un enunciado de Kant que dice “Lo que
tiene conciencia de la identidad numérica de sí mismo en diferentes tiempos es, a este
título, una persona. El alma tiene tal conciencia. Luego, es una persona”. Después de
cuestionar el apego del autor por “el palabrerío largo”, Macedonio denuncia que Kant parte
de la aserción del yo sin dar de él ninguna noticia ni la razón de creerlo de existencia
forzosa, de creer en él aunque no sepamos cómo es.
Decepcionado de las “erudiciones” con que el filósofo idealista despliega sus argumentos,
Macedonio señala entonces que en el capítulo, el yo es derechamente afirmado sin
explicación, siendo la esencia del asunto; que su identidad la defiende por un recurso a la
supuesta identidad de la materia; que emplea, sin definirlos, el individuo, el alma, la
persona, la personalidad, el sujeto, la conciencia, la identidad lógica del yo, la identidad
numérica del yo.
La apretada enumeración de las proposiciones kantianas, que Macedonio justifica al
sostener que la extensión no es garantía de claridad y coherencia (espero que el lector no
creerá garantirse exigiéndome tres tomos o 900 páginas de exposición, dice), pretende
iluminar las contradicciones e incoherencias con que tales proposiciones se enuncian,
originadas, según él, en la imposible aspiración de afirmar la existencia del Yo. Por ello
puede concluir afirmando que el problema transcripto de Kant existió porque se daba por
existente un algo, el Yo, que nunca tuvo representación, imagen específica, privativa en la
inteligencia, que nada, por tanto, era.
A lo que agrega que asimismo el Mundo o Ser como realidad, es decir, como autoexistente
antes y después de la sensibilidad, de la percepción, el mundo como “dado” es el error que
anima la insistencia en el problema de ensueño-realidad, y él se desvanece tan pronto se
considere la inanidad del Yo. El mundo no es dado porque no hay Yo a que sería dado, a
quien el mundo se ofrecería y se rehusaría, que el yo encontraría y dejaría tras breve vivir
y algunas efímeras percepciones.
La intervención macedoniana, de ese modo, refuta la creencia idealista en el mundo y el Yo
como categorías a priori de lo sensible. Puesto que no hay más que sensaciones, y esas
sensaciones son siempre acotadas, puntuales, no puede postularse la existencia de entidades
trascendentales, llamadas sujeto o mundo, que las contendrían organizando su experiencia y
significación. Esa especie de empirismo radical desde el punto de vista de la gnoseología,
que recusa toda posibilidad de existencia de cualquier entidad que pretenda situarse por
encima de la experiencia misma de lo sensible, reaparece, notablemente, en el texto de
Borges. Su ensayo se abre con una declaración polémica, en cierto modo beligerante, que
evoca de inmediato a la escritura macedoniana: Quiero abatir la excepcional preeminencia
que hoy suele aplicarse al yo: empeño a cuya realización me espolea una certidumbre
firmísima, y no el capricho de ejecutar una zalagarda ideológica o atolondrada travesura
del intelecto. Pienso probar que la personalidad es una trasoñación, consentida por el
engreimiento y el hábito, más sin estribaderos metafísicos ni realidad entrañal. 3
La personalidad no es más que una ilusión, dice allí Borges, sin sustento metafísico ni
realidad interior: algo admitido meramente por el hábito y el engreimiento. Para sostener su
punto de vista, desistirá de toda ‘severa urdimbre lógica’ en la redacción de su texto,
reemplazándola por una serie de ejemplos que permitirán ilustrar su particular visión del
asunto en debate. Esa serie de ejemplos se despliega a partir de la repetición de una frase,
no hay tal yo de conjunto, que opera como articulador de la serie y que al mismo tiempo
modula, en su recurrencia, el despliegue del discurso que la alberga y posibilita. Así, cada
ocurrencia de la frase permite abordar distintas facetas de la cuestión planteada en el
ensayo: en primer lugar, la de la naturaleza del que escribe y del que lee. Por ello, el texto
pregunta retóricamente ¿Eres tú algo más que una indiferencia resbalante sobre la
argumentación que señalo, o un juicio acerca de las opiniones que es nuestro?, para
afirmar de inmediato Yo, al escribirlas, sólo soy una certidumbre que inquiere las palabras
más aptas para persuadir tu atención. Ese propósito y algunas sensaciones musculares y la
visión de límpida enramada que ponen frente a mi ventana los árboles, construyen mi yo
actual.
De igual modo, para Borges la identidad personal no consiste en la posesión privativa de
algún erario de recuerdos: la memoria no es un depósito o almacén, sino el nombre

3
Jorge Luis Borges: “La nadería de la personalidad”, en Inquisiciones. Buenos Aires, Seix Barral, 1994
mediante el cual indicamos que entre la innumerabilidad de todos los estados de
conciencia, muchos acontecen de nuevo en forma borrosa. Y si la identidad no se sostiene
en un repositorio de recuerdos, tampoco se sostiene en una especie de persistencia a lo
largo del tiempo. Es por ello que el texto también puede decir: Basta caminar algún trecho
por la implacable rigidez que los espejos del pasado nos abren, para sentirnos forasteros y
azorarnos cándidamente de nuestras jornadas antiguas. No hay en ellas comunidad de
intenciones, ni un mismo viento las empuja. Lo cual es una manera de decir que nunca
somos lo mismo, que no hay identidad que cohesione o suelde la suma de días que labran
nuestra propia existencia. Para ilustrar esta concepción, Borges cita dos obras remotas, De
Incertitudine et Vanitate Scientiarum de Agrippa de Nettesheim, y Vida e historia de Torres
Villaroel.
Desplazándose a lo largo de la historia al escoger sus ejemplos, Borges se refiere luego al
siglo pasado, diciendo que en sus manifestaciones estéticas fue ‘raigalmente subjetivo’.
Según él, sus escritores propendieron a patentizar su personalidad antes que a levantar una
obra. Recordando que cualquier estado de ánimo, por advenedizo que sea, puede colmar
nuestra atención; vale decir, puede formar, en su breve plazo absoluto, nuestra
esencialidad, según una formula que bien podría suscribir Macedonio Fernández, Borges
infiere que, vertido al lenguaje de la literatura, ello significa que procurar expresarse, y
querer expresar la vida entera, son una sola cosa y la misma. Semejante empresa está,
lógicamente, condenada al fracaso, en la medida en que la vida entera es infinita y por lo
mismo inexpresable, como lo prueba la experiencia de Whitman, el primer Atlante que
intentó realizar esa porfía y se echó el mundo a cuestas.
La serie de ejemplos propuestos por Borges se orientan de ese modo a probar que no hay
tal yo de conjunto. Lo que hay, por el contrario, es la dispersión del sujeto en el otro, en lo
otro, haciendo del yo una especie de punto de intersección y de encuentro fantasmático con
otros sujetos. Es por ello que resulta altamente significativo el epígrafe citado del texto de
Agrippa de Nettesheim, que dice:

Entre los dioses, sacuden a todos las befas de


Momo.
Entre los héroes, Hércules da caza a todos
los monstruos.
Entre los demonios, el Rey del Infierno,
Plutón, oprime todas las sombras.
Mientras Heráclito ante todo llora.
Nada sabe de nada Pirrón
I de saberlo todo se glorifica Aristóteles.
Despreciador de lo mundanal es Diógenes.
A nada de esto, yo, Agrippa, soy ajeno.
Desprecio, sé, no sé, persigo, río, tiranizo,
me quejo.
Soy filósofo, dios, héroe, demonio y el
Universo entero.

A nada de esto soy ajeno, dice Agrippa: a nada de lo que son hombres y dioses. Por eso
desprecia, sabe, no sabe, persigue, ríe, tiraniza, se queja: es decir, hace lo mismo que
cualquiera de ellos puede hacer. Pero además, dice finalmente que es filósofo, dios, héroe,
demonio, y el universo entero, lo cual es una manera de decir que es todo y todos (y acaso
nadie) al mismo tiempo.
Escrito hacia 1922, el texto de Borges anticipa, de modo evidente, ciertas formulaciones
que reaparecerían, recurrentemente, a lo largo de su literatura y sobre todo de sus textos de
la madurez. Entre ellos, el relato que abre El Aleph, denominado “El Inmortal”, vuelve
sobre esas formulaciones para significar, en términos literarios, la idea de que un hombre es
todo los hombres, y que su vida y sus palabras no son más que ecos y reminiscencias de
vidas y palabras anteriores. 4
El relato, atribuido a un anticuario llamado Joseph
Cartaphilus, narra la historia de Flaminio Rufo, un tribuno romano, que descubre una
ciudad fundada por una estirpe de hombres inmortales. En ella alcanza él mismo la
inmortalidad, y comprende el sentido de la particular forma de pensamiento que poseen
esos hombres gracias a las revelaciones que le brinda Homero, uno de los inmortales que
allí moraban. Narrado en primera persona, en una primera persona problemática puesto que
a través de ella se manifestarán palabras que corresponden a distintos hablantes, el texto

4
Jorge Luis Borges: “El Inmortal”, en Obras Completas. Buenos Aires, EMECE, 1974
que trascribe las palabras de Rufo dice: Ser inmortal es baladí; menos el hombre, todas las
criaturas lo son, pues ignoran la muerte; lo divino, lo terrible, lo incomprensible, es
saberse inmortal. Ese saber conduce a una suerte de filosofía que el narrador va develando
a lo largo de su relato, cuando refiere que adoctrinada por un ejercicio de siglos, la
república de hombres inmortales había logrado la perfección de la tolerancia y casi el
desdén. Sabía que en un plazo infinito le ocurren a todo hombre todas las cosas. Por sus
pasadas o futuras virtudes, todo hombre es acreedor a toda bondad, pero también a toda
traición, por sus infamias del pasado o del porvenir.
Para esa filosofía, todo tiende al equilibrio, y de ese modo se anulan y corrigen el ingenio y
la estolidez. Por ello, algunos inmortales obraban el mal para que en los siglos futuros
resultara el bien, o hubiera resultado en los ya pretéritos. Al exponer semejante forma de
pensar y de proceder, el narrador manifiesta que encarados así, todos nuestros actos son
justos, pero también son indiferentes. No hay méritos morales o intelectuales. Homero
compuso la Odisea; postulado un plazo infinito, con infinitas circunstancias y cambios, lo
imposible es no componer, siquiera una vez, la Odisea. Nadie es alguien, un solo hombre
inmortal es todos los hombres. Como Cornelio Agrippa, soy dios, soy héroe, soy filósofo,
soy demonio y soy mundo, lo cual es una fatigosa manera de decir que no soy.
De esa forma, el texto de “El Inmortal” repone la cita de Agrippa ya recogida en “La
nadería de la personalidad”. Más allá de la insistencia borgeana por inscribir las letras de
Agrippa en su propia escritura, lo que resulta significativo es la persistencia de una
concepción que afirma la pluralidad constitutiva del sujeto humano. Esa concepción
literalmente atraviesa libros como Ficciones o El Aleph, para representar a la subjetividad
con las figuras de lo escindido, lo múltiple y lo heteroglósico. Por ello, puede decirse que la
literatura de Borges, como la de Macedonio Fernández, encarnan escrituras donde las
formas tradicionales de representación de la subjetividad son depuestas, a partir de una
recusación radical de los rasgos habitualmente presentes en dicha representación. Si para
una perspectiva convencional el sujeto humano se piensa como un sujeto unitario,
constituido alrededor de una identidad personal que se manifiesta a través del yo, según una
concepción que le asigna permanencia y fijeza, para las escrituras de Macedonio y de
Borges esos rasgos se vuelven insostenibles, al proponer una visión que, soslayando toda
metafísica, representa la subjetividad como el espacio de lo provisorio, lo inestable y lo
perpetuamente mutante.

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