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ROBERTO RETAMOSO
Leemos. Y al hacerlo creemos, o imaginamos, que lo hacemos por alguna razón. Por el
afán de saber, por el deseo de disfrutar. Incluso por alguna razón moral (leer es bueno, o
noble).
También creemos, o imaginamos, que se lee para algo: para elevar la vida, para mejorar
el mundo.
Lo que cuesta admitir, por el contrario, es que se lea porque si. Carente de razones, la
lectura se convierte, entonces, en una deriva azarosa, impredecible.
En una deriva carente de sentido, y por lo mismo, irracional.
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Los niños leen. Leen cuentos, historietas. Leen historias que tienen la forma de un juego
-donde las partes se componen según una lógica disyuntiva y progresiva- en sus
dispositivos móviles.
Leen, así, cuando leer es una experiencia de libertad.
En la escuela, en cambio, leen poco, o no leen.
Porque la lectura escolar es una lectura impuesta.
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¿Será, tal como afirma Barthes, que la lectura es obra del deseo?...
Leemos porque deseamos, diría Barthes, en la instancia de dar cuenta de la causa de la
lectura.
Pero el deseo es ciego, tanto como sordo. Y en algún punto, incluso mudo.
El deseo no tiene razones: sus móviles, lo que lo impulsa, suele situarse en el plano de
lo inefable.
De lo inefable, porque no hay palabras que puedan nombrarlo.
Es verdad que ponemos palabras a lo que nos hace leer, pero son erráticas. O equívocas.
Porque casi siempre nombramos lo que no es, y no decimos (no podemos decir) lo que
efectivamente es.
La palabra humana -la palabra lectora- está condenada, desde siempre, al terreno
cenagoso del malentendido.
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Jeroglífico: si la escritura lo es, ¿ello significa que hay un sentido larvado, latente,
detrás (o debajo) de sus formas crípticas?...
El jeroglífico no es la manifestación fenoménica de un sentido pleno, indiviso.
El jeroglífico no es otra cosa que el simulacro de la revelación de un sentido. Debajo, o
detrás, de él, no hay -literalmente- nada.
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Entonces…
Entonces no nos queda más remedio que leer por nuestra cuenta.
Lo cual significa elegir, decidir, sin tutorías ni sacerdocios.
Incluso, sin magisterios.
Ello no implica que no haya maestros -grandes maestros- de lectura.
Pero no enseñan qué dice un texto.
Enseñan, en todo caso, cómo leerlo.
Cómo leerlo: una actividad que será, en todos los casos, única, irrepetible.
Tanto como el sentido que, cada cual, enfrentado al texto, puede -logra- leer.