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SARA JARPA
CANA DL LASO
SARA JARPA GANA DE LASO
monja alférez
S. J. G. de L.
P R I M E R A P A R T E
LA M O N J A ALFEREZ
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cimo de hijos fuertes y hermosos, varones los cuatro mayo-
res, y mujeres las cuatro últimas.
Es de imaginar el dolor de aquella madre, cuando su
"amado esposo" le dio a conocer el secreto que guardaba muy
a d e n t r o . . . Por salvar su propia vida, había hecho una manda.
Y el Capitán de Erauso, en cumplimiento de ella, hizo
entrar al Ejército al cuarteto de hijos, y a las cuatro niñas
las envió al antiguo convento de monjas de San Sebastián.
El padre quedó muy conforme; la madre, en un abismo
de angustia. Don Miguel demostró poseer una fuerte persona-
lidad y su esposa aparece como un avecilla... sin valor para
defender su cría.
Así fue como, cuando la menor de las hijas, Catalina,
apenas contaba cuatro años, don Miguel de Erauso y doña
María Pérez de Galarraga y Arce, ambos de distinguida es-
tirpe, repetimos, la entregaron personalménte a las religiosas
dominicas de fama peninsular, lo más distinguido de San
Sebastián de Guipúzcoa. En esa ciudad había nacido Cata-
lina el año 1592, y había sido bautizada por el padre Albizúa
el 10 de febrero de 1595, es decir a los tres años.
La diminuta huéspeda en un principio pareció resignarse
al método conventual, lo mismo que sus tres hermanas ma-
yores. A Catalina la cuidaba una monja profesa, prima her-
mana de la madre de la niña, quien la apreciaba mucho.
Había quedado viuda y no pudiendo soportar su dolor, se ale-
jó del mundo, encerrando cerca de Dios los recuerdos del ma-
rido muerto en la guerra.
Catalina creció desconforme de todo, pero c a l l a b a . . .
Sin embargo, con frecuencia llegaron hasta la Superiora
quejas de la altivez de la novicia Catalina. "La madre de to-
das", con suavidad aterciopelada en sus palabras, quiso ende-
rezar rumbos al carácter rebelde de la jovencita, pero ella,
esquivando la mirada durante las entrevistas, sólo le respon-
día con monosílabos:
—Sí... N o . . . Acaso,..
La Superiora, convencida de su impotencia, clamaba, mi-
rando al cielo:
—Paciencia...
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Por carecer las novicias de autorización para salir a sus
hogares, los padres acudían al convento cada mes, en la espe-
ranza de encontrar a "la niña" humilde y contrita. Vano in-
tento. Catalina se mantenía reservada, sin demostrarles afec-
to. Rencorosa, no perdonaba la imposición. Y eso que era cos-
tumbre de la época. Mas, en el caso presente, la libertad vi-
braba dentro del espíritu, del cerebro, de todo el ser de Ca-
talina de Erauso. Y no era fácil tarea dominarla. A tal grado
llegó su inquietud, que la Superiora, en varias ocasiones, se
vio forzada a enviarla a su celda por tres días a pan y agua.
Cumplía disciplinadamente el castigo y al final reaccionaba
en forma violenta, con arranques de furor; vociferaba, dando
mal ejemplo a las otras novicias. Después guardaba un silen-
cio agresivo. No depositaba su amistad, ni su confianza, en
nadie. Estudiaba, rezaba, p e r o . . . cuán lejos estaba de confor-
marse con su suerte. Los padres insistían en el propósito de
hacerla tomar los hábitos de religiosa contemplativa, las que
jamás ven la luz pública. Pero se estrellaban contra la rebel-
día de la joven.
ESCAPADA DEL C O N V E N T O
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" muy buena nota en e s t u d i o . . . hasta que "Doña Catali-
" na"... vino a cargar una pesadumbre con otra.... y sen-
" timiento tal que dejándose llevar de una vehemente tris-
" teza y t e n t a c i ó n . . . se salió del monasterio, y para ponerlo
" en ejecución aguardó una n o c h e . . . , etc.".
De todas las fuentes donde nos hemos documéntado, sa-
camos lo más importante y coherente, pues a veces hay con-
tradicciones entre los autores. Algunos piensan algo fantás-
tico. Ferrer cita la propia autobiografía de Catalina, encon-
trada mucho después de su muerte, y otro imagina lo que le
parece mejor. Nosotros tomamos un término medio, buscando
acercarnos a la verdad histórica. Un escritor cuenta que Ca-
talina se escapó del templo a medianoche. Fue a la celda de la
Superiora, cogió las llaves de la puerta principal y salió muy
tranquila a la calle. ¿No había una "mochita" de guardia?
¿Nadie en todo el convento para dar la voz de alarma? Im-
posible. Relataremos nuestra versión, en especial su estada
en Chile.
. . . Una tarde, paseando por entre los árboles en el par-
que del convento, a la hora del crepúsculo, cuando parece ha-
ber mayor comunión de almas, la novicia Carmen habló a la
novicia Catalina:
—¡Vamos, hermana! ¿Me dirá usted qué es lo que preten-
de?, ¿qué es lo que piensa?
—Pues, pretendo y pienso salir de esta cárcel disimulada.
—No, hermana; usted y yo somos ya religiosas que de-
bemos respetar nuestras leyes y costumbres.
—¡Qué va! Yo nací para respirar aires de l i b e r t a d . . .
—Le repito que no. Nosotras debemos adorar al Santí-
simo Sacramento y rezar por aquellos que se olvidan de Dios.
Fuera de sí, Catalina gritó:
—No, yo quiero mi libertad. ¿Me comprende usted, her-
mana?
Y uniendo la acción a sus palabras, remeció de los hom-
bros a su compañera, tal que se hace con un árbol para ha-
cerle caer su fruto. El que para ella era la incomprensión de
la bondadosa monja.
En esos precisos momentos la campana llamó a rezar el
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"Angelus". Las dos novicias se apresuraron en ir a tomar su
sitio en la fila. Todas las monjas, de dos en fondo, las ma-
nos juntas, la cabeza baja, los ojos entornados, rezando fer-
vorosamente en voz alta el rosario, avanzaban con lentitud,
como arrastrando los pies, para entrar en seguida a la ca-
pilla. Fijó sus ojos Catalina en las religiosas que marchaban
a la cabeza, y por última vez observó a sus tres hermanas:
María, Paquita y Ramona, carentes de amor fraternal, porque
ellas, las mayores, iban de vez en cuando a "sermonearla" sola-
mente, y al alejarse decían: "La pequeña Catalina siempre
está amostazada". Como se ve, no encontraba arraigo fami-
liar y ofuscada con esos pensamientos, tomó la resolución in-
mediata de cambiar su vida.
La hora del "Angelus" fue el minuto que escogió Ca-
talina de Erauso para escabullirse de entre sus compañeras y
escapar al fondo del jardín. Ahí se acomodó los hábitos, si-
mulando pantalones, lo cual le daba mayor soltura. Dejó la
"toca" en tierra como recuerdo, y escaló el muro, dando un
gran salto al exterior. Rió feliz y respiró aliviada. Era una
mujer valiente. Pero este acto acusa cierto desequilibrio mo-
ral, porque no pensó en los peligros a que se exponía su ex-
trema juventud, y ante todo, la forma en que abandonaba
la casa de Dios.
Fue un 18 de mayo de 1607.
AVENTURAS
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anduvo, anduvo, buscando trabajo hasta llegar al pueblo de
Victoria. El nombre era un símbolo de lo alcanzado por ella
misma. Se hizo cortar el pelo a lo hombre. Como no poseía
ni una "perra chica", dijo que volvería a cancelar el importe,
y dio su nombre: Francisco de Loyola.
Con facilidad encontró un empleo de mandadero para
ganarse el pan de cada día. Soportó el trabajo largos meses,
hasta que una tarde, sin motivo justificado, se escapó sin des-
pedirse.
Por un pregón, entró de contadora, con sus escasos cono-
cimientos, en un almacén de abarrotes. El matrimonio, dueño
del negocio, la trataba con atención, pues era un "mucha-
cho" inteligente. Alcanzó a durar dos años y reunió algo de
dinero. Cansada de llevar las cuentas, se retiró de repente. De-
seaba otra cosa distinta. Y con sus economías vivió por an-
chos sitios para ir al encuentro de sí misma.
Entretanto, en el convento se había guardado la más ab-
soluta reserva sobre la escapada de la novicia Catalina, pues
de saberse, habría significado un desprestigio para la con-
gregación.
Esperaban corriera el t i e m p o . . .
Con suerte, Catalina se ofreció en el hogar del Licencia-
do Cerralta, esposo de una prima de la señora de Erauso.
¿Con qué recomendación la tomarían? Sin rumbo fijo partió
luego Catalina hacia Valladolid, asiento de la Corte española,
y ofreció sus servicios entonces como paje en la mansión de
don Juan Idiáguez, quien era Secretario de Cámara del Rey
Felipe III. Idiáguez le preguntó su nombre, pareciéndole bien
el de Francisco de Loyola. Le cayó en gracia el aire simpático
del pretendiente a paje. Lo aceptó, lo distinguió y le obse-
quió un traje con galones y botones dorados, como paje de
lujo, especial para el servicio de visitas. La vida se deslizaba
sonriente para Catalina, hasta que una mañana en que el pa-
je Loyola se paseaba por el vestíbulo en espera de órdenes, lla-
maron a la puerta con el pesado aldabón de bronce. Al abrir
la mirilla, una voz varonil musitó desde afuera:
—Anuncia a tu amo que desea hablarle su pariente, don
Miguel de Erauso.
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Al oír esto, Catalina casi se desmayó, pero muy cortés-
mente abrió y comunicó "a su amo" el nombre del visitante,
cuidando bien de esquivar el rostro. El dueño de casa salió
con gran atención a recibir a Don Miguel. Se estrecharon las
manos y entraron al escritorio. El paje se quedó tras la puer-
ta en a c e c h o . . . Oyó claramente decir:
—Vengo, mi amigo, a pedir ayuda al compañero de la
guerra de Flandes.
—¿Qué ocurre? ¿De qué se trata, pues? T o m e asiento.
—De un asunto confidencial.
El señor Idiáguez abrió mucho los ojos y también el en-
t e n d i m i e n t o . . . Y se preparó a escuchar la verborrea del se-
ñor de Erauso.
—Imagínese usted, que las Monjas del Antiguo Convento
de San Sebastián, el que usted sabe, fue fundado en esa villa
el año 1546 por don Alonso Rodríguez, Consejero de Estado,
Secretario del Emperador Carlos V y Comendador de Extre-
madura en la Orden de Santiago, donde ahora estaban mis
cuatro hijas, ocurre pues, que la menor de ellas, Catalina, se
ha escapado... Y necesito la eficaz ayuda de usted para dar
con el paradero de la prófuga.
—¿Y cómo ha llegado esto a su conocimiento?
— ¡Ah! Me dicen que las hermanas preguntaban sin ce-
sar por la novicia Catalina, y la Superiora, talentosa mujer,
les respondió:
"A la hermana Catalina se la llevó "el Malo" en cuerpo
y alma".
Las monjas, con muy buen juicio, olvidaron el episo-
d i o . . . A mí me enviaron una nota reservada y después de
muchos trajines y de ver llorar cada día más a mi esposa,
resolví venir hacia usted, porque de Miguel de Erauso
no se burla una chicuela.
—Nos pondremos en campaña —respondió el señor de
Idiáguez.
Jamás pensaron que la novicia prófuga era nada menos
que el paje de buena conducta que "loreaba" tras la puerta.
Pero la joven, al corriente de lo ocurrido, salió escapando a
su cuartito de guardia, hizo un lío con sus ropas, sin olvidar
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su uniforme de parada y llevando encima un terno viejo de
civil. En un bolso metió los "doblones economizados" y calla-
damente salió por la puerta falsa destinada a la servidumbre.
Tardaron en darse cuenta los dueños de casa de la desapa-
rición del mejor de los pajes, pero les fue imposible dar con él.
Catalina temió el castigo, el cual habría sido, sin duda,
hacerla regresar al claustro.
Era mediodía, con un sol radiante como el que brilla en
España, cuando salió al camino y miró hacia todos lados. Con
la mano en alto detuvo a un carromato cargado de pasto. El
conductor le hizo seña de subir, trepó a lo alto y se alejó
del palacete peligroso donde la buscaba su mismísimo padre.
Alojó en la modesta casa de ese comerciante y su familia.
Muy de madrugada salió de allí y después de un día de ca-
minata subió en el carrito de otro arriero con rumbo descono-
cido; siguió hasta Bilbao, dio algunas pesetas al hombre y en
otro vehículo llegó a Estela de Navarra. Para descansar y ocul-
tarse, se empleó en casa de don Carlos de Orellana, siempre
como paje. Por algunos párrafos de su autobiografía se de-
duce que la asaltó el pensamiento de llegar al hogar paterno
y pedir perdón, porque textualmente dice:
"Pasé a San Sebastián, mi patria (quería decir, su ciu-
dad natal), y me estuve sin ser de nadie conocido, bien vestido
y galán. U n día oí misa en mi convento, en el cual oyó tam-
bién mi madre y vi que me miraba y no me conocía. Acaba-
da la misa, unas monjas me llamaron al Coro, y yo, dándome
por desentendido, les hice muchas cortesías y luego me fui".
El Padre Rosales, en su "Historia de Chile", refiriéndose
a este pasaje, escribe:
" . . .Y de allí se fue a su propia tierra de San Sebastián,
que quiso el soplo del divino amor hacerla arribar como na-
vecilla perdida, al puerto de salvación. Fue a parar a la casa
de una tía suya, enfrente de las casas de sus mesmos padres
y allí se estuvo tres meses luchando con sus mesmos pensa-
mientos y resistiendo tal vez a la inspiración que la movía
y remordía la conciencia para que se diese a conocer e hicie-
ra penitencia, volviéndose como hijo pródigo a casa de sus
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padres. Mas, ¡oh resistencia del corazón humano! Por más to-
ques que tuvo, no quiso abrir las puertas del arrepentimien-
to y huyendo de sí misma se fue lejos
VIAJE A AMERICA
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EN P E R U
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—"Bien, señor Solarte, en seguida le hago a Ud. entrega
de mi puesto, dado el caso de que voy a partir a Charcas
prestamente".
El orgullo o la dignidad de Catalina la aconsejaron des-
oír las explicaciones y retirarse en seguida de esa ocupación.
A CHARCAS (*)
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dolé imposible, pues Catalina huyó a La Paz. En la ciudad
mató también en desafío al Corregidor. Esto fue muy grave,
por lo cual la justicia de la época la tuvo con la "soga al cue-
llo", pero, en vista de su juventud, se le conmutó la pena
por presidio perpetuo; cuentan las crónicas, que además ma-
tó en otro desafío a uno de sus hermanos, sin conocerlo.
Hasta la prisión llegaba a visitarlo, con fines matrimo-
niales, una viuda rica que lo admiraba por sus proezas. Lo
agasajaba llevándole golosinas y regalitos; entre estos, un pe-
queño puñal con cacha de marfil del que no se separaría
por ningún motivo.
También le obsequió una baraja o naipe muy pintores-
co. ¡Ahí Cuántos servicios le p r e s t a r í a . . . Una noche de las in-
terminables noches de su prisión, invitó al carcelero indio,
dueño de todos ios llaveros, a jugar con él una partida de
naipes.
El hombre aceptó gustoso, y sobre el camastro del delin-
cuente dejó el mosquete, la gorra y las llaves del cielo...
Catalina, con habilidad, sacó de entre los regalitos de la
viuda un frasco de fuerte licor. Hizo ademán de beber y pa-
só la botella al guardia para que gustase el delicioso "bre-
baje". El carcelero se entusiasmó con el juego y con el trago.
A poco empezó a ver turbio y a "morronguear". Catalina apro-
vechó el buen momento,-cogió la gorra, el arma y las precio-
sas llaves del presidio, calladamente se deslizó Como una ga-
ta y logró salir al exterior sin ser vista.
Al día siguiente se encontraron los aperos del guardián
y se supo de la evasión; pero ella estaba ya muy lejos del
encierro y también de la amable v i u d a . . .
Siguió camino al Perú. ¿Cómo hacía el papel del judío
errante? En sus memorias no lo da a c o n o c e r . . .
Llegó al puerto de Callao, donde se desarrollaba un com-
bate naval. Se enroló como marinero en la Armada españo-
la dirigida por don Rodrigo de Mendoza. Peleaba en esos
momentos en contra de la escuadra holandesa, al mando del
Almirante Jorge Spilenberg, acción de guerra llevada a cabo
el 18 de julio de 1615.
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A juzgar por su salida de España en 1611, apenas contaba
Catalina de Erauso, 24 años.
El conocido escritor peruano Ricardo Palma, dice en una
parte de sus escritos, que la única sobreviviente de ese com-
bate naval, fue la "Monja Alférez".
En su autobiografía afirma Catalina que había encontra-
do "ahí mesmo" a tres de sus hermanos de Erauso: Francis-
co, Domingo y José, los que combatían en contra de la es-
cuadra holandesa. Ella se dio cuenta de que eran sus tres her-
manos; pero los jóvenes no pudieron presumir jamás que ese
gallardo señor Alfonso Díaz Ramírez de Guzmán, nombre que
tomó, era nada menos que la hermanita Catalina, encerrada
a los 4 años en un convento por disposición paterna.
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SEGUNDA PARTE
HACIA EL R E I N O DE CHILE
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firme y de temperamento frío, porque no se emocionó en ab-
soluto con lo ocurrido. Otra mujer hubiese abierto las puer-
tas de su corazón al hermano Miguel; pero ella era analítica
y rápidamente analizó el caso. No le convenía la sensibilidad,
la que sin duda la habría privado de llevar a cabo sus pla-
nes, ayudando a las conquistas para el Reino de España. Por
eso, guardó silencio respecto a cuanto la concernía. Sólo re-
lató su viaje desde Callao a Concepción en la flota de seis
galeones que servían para transportar las riquezas de Améri-
ca a la Madre Patria. Si Miguel hubiese sabido la verdad, se
habría opuesto a que su hermana corriera peligros en la di-
fícil carrera de las armas. El capitán, adornado de más deli-
cados sentimientos que Catalina, sintió bullir dentro de su
ser la fuerza de la sangre, y solicitó a su jefe dejar por un
tiempo al muchacho español como ordenanza a su servicio per-
sonal, antes de enviarlo al Fuerte Paincaví, sector donde es-
taban los indios más rebeldes, al mando del cacique Aillavi-
lú. Le fue concedido lo solicitado.
El capitán se había separado de sus hermanos para se-
guir a Chile, creyendo tal vez hacer fortuna, o bien por espí-
ritu patriótico, el mismo que anidaba en el alma de su her-
mana. No los guiaba sólo la aventura; ambos eran idealistas.
Oigase ahora a la monja en este pasaje:
"Yo estaba conforme con el primer capitán, el de más
antigüedad, llamado Gonzalo Rodríguez y aún mejor con el
segundo capitán, Miguel de Erauso, pero un día me disgusté
con este último. Fui con él algunas veces a casa de una da-
ma que allí tenía y de allí algunas otras me fui sin él. El
alcanzó a saberlo y concibió mal, díjome que allí no entrase;
acechándome me cogió otra vez, esperóme al salir y me en-
bistió a cintarazos (golpes con el sable de plano) y me hirió
en una mano, fueme forzoso defenderme y al ruido acudió el
capitán Francisco Ayllón y metió p a z . . . "
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de batalla, para dar muerte a los indios que estaban muy al-
tivos con las victorias alcanzadas en contra de los españoles.
Se le nombró. El Gobernador suplente, Bravo de Saravia,
Maestre de Campo, ordenó reunir la mayor parte de la gen-
te con el fin de dar una seria batida a los indígenas.
Catalina, llena de fe y entusiasmo bélico, llegó al Fuer-
te Paincaví, en la región de Purén. El clima en la Cordillera
de Nahuelbuta era muy duro, casi inhóspito, pero ella lo re-
sistió.
Las fechas no nos aventuramos a declararlas por estar en
gran desacuerdo unos biógrafos con otros, y nuestro ligero re-
lato, sin flores literarias, sugerido por el conocido escritor y
académico Augusto Iglesias, es tan sólo un estudio novelado
con fondo histórico.
El Gobernador del Reino de Chile, García Ramón, mu-
rió en el mes de agosto de 1620, sucediéndole en el cargo don
Luis Merlo de la Fuente.
Los indios estaban comandados todavía por el audaz
y valiente cacique Aillavilú. Salieron victoriosos en el primer
encuentro. Catalina tenía por jefe al capitán Gonzalo Rodrí-
guez. Abanderado era un joven muy delicado, cuyo nombre
no aparece. Iba escoltado por cuatro jinetes y se dirigió de
improviso sobre los araucanos; pero éstos, "lanza en ristre",
embistieron contra ellos y el propio cacique Aillavilú atacó al
escuadrón del capitán Rodríguez. Mientras tanto, otro cacique
(porque había muchos) saltó sobre el abanderado y le arre-
bató el emblema nacional de España.
El joven alférez, cercado por un grupo de indios, cayó
entre las patas de los caballos, azotándose la cabeza contra el
suelo y perdiendo la vida. Los indígenas, aprovechando la con-
fusión, escaparon con la bandera, en un tremendo chivateo.
Catalina, simple soldado que iba a retaguardia, vio el pa-
voroso cuadro. Con su espada en alto y dando gritos de ¡Vi-
va España! ¡Viva el Rey! espoleó furiosamente su brioso ca-
ballo y atrepelló a quien se le interpuso. Así, con ojos relam-
pagueantes de ira, dio alcance a los enemigos. Tras ella, un
grupo d e soldados españoles. Con una certera estocada, Cata-
lina atravesó el pecho del cacique, logrando recuperar la ban-
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dera patria. No dio importancia a la herida que recibió ella
en un hombro y galopó hasta llegar al Fuerte. El capitán Ro-
dríguez, a quien hizo entrega del sagrado trofeo, le otorgó "en
el mesmo campo de batalla", el galón de alférez. Más tarde
se lo confirmó el Maestre de Campo, don Diego Bravo de
Saravia. Desde entonces, el alférez valeroso y reservado gozó
de mayor consideración.
Esta hazaña ocurrió algún tiempo después que Catalina
se encontraba en campaña.
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dos, y con ella misma formaba un cuarteto. Les proponía ju-
gar una partida de cartas, pero sin apostar mucho dinero.
Sacaban una baraja que había en el Fuerte de Purén, y
empezaban a jugar a la brisca, al tonto y al cargaburro.
Se distraían un rato en inocente pasatiempo, mientras los
araucanos, encerrados en sus lejanas rucas, fabricaban afano-
sos flechas y lanzas con las maderas de los árboles para ata-
car a los españoles.
La .Monja Alférez jugaba limpio y así exigía lo hicieran
todos los demás; pero uno de los soldados era tramposo y Ca-
talina lo venía observando discretamente.
Un día, cuando él menos pensó que sería descubierto, es-
tiró la mano con un cinco de oros para sustituirlo por el as,
que tenía gran valor. En ese instante, el jefe sacó sigilosa-
mente de su pantalón aquel puñalito que le obsequiara la
viuda boliviana en la prisión, y con la rapidez del rayo, lo cla-
vó en el dorso de la mano del tramposo, traspasándola jun-
to con las dos cartas y hasta quedar fija la hoja de acero en
la rústica mesa.
—"Ya no violará más las sagradas reglas del juego este
hombre con tan feas costumbres", exclamó Catalina.
. . . En vista de que la herida en el hombro no cicatrizara,
se le envió a la ciudad a tratarla en buena forma.
Allá se encontró con Miguel de Erauso. Se alegraron de
volver a verse los hermanos y se reconciliaron; pero ella guar-
dó siempre su secreto. El Gobernador Merlo tuvo la atención
de imponerse a menudo de la salud del alférez y "lo visitó
en su pieza de cuartel". Además, le firmó los despachos de
Oficial.
En cuanto se recuperó, pidió al jefe enviarla nuevamen-
te al Fuerte de Paincaví. Se había habituado en esas soleda-
des donde la naturaleza es tan pródiga.
Pue enviada, llevando bajo su mando veinticinco hombres.
Allá los instruiría militarmente, a su manera.
Los indígenas se mantenían en paz momentánea. Espe-
raban el mes de septiembre para atacar a los españoles; pe-
ro el capitán Rodríguez les sorprendió en agosto, con tan ma-
la suerte, que el cacique Francisco Guipihuanche le dio él
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mismo la muerte con una flecha envenenada; murieron allí
una docena de valientes soldados, defendiendo el fuerte. En
esa circunstancia el alférez Ramírez de Guzmán, por derecho
propio, pasó a ser el jefe del destacamento, quedando como
Gobernador del Fuerte de Paincaví y director del presidio.
Esperó un momento propicio para ir al encuentro de los
araucanos y vengar la muerte de su capitán. No tardó en lle-
gar. En forma original, Catalina dio caza al cacique Guipi-
huanche, defendiéndose ella con una "rodela". De súbito, con
maestría y agilidad de simio, dio al enemigo un cintarazo en
la cabeza, haciéndole perder el equilibrio y caer del caballo,,
malherido. Sus hombres se dieron a la fuga. Catalina ordenó
maniatar al vencido y arrastrarlo hasta el fuerte. Allí se le
sumarió verbalmente y, sin apelación, se le condenó a la hor-
ca. El cuerpo, colgando de un árbol grande, se balanceaba co-
mo un péndulo de reloj. A su vista, algunos indios que vol-
vieron a la carga no creyeron digno de un cacique haber per-
mitido dársele tan afrentosa muerte, y escaparon dejando el
campo libre.
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lugar de premiarlo por su hazaña y valor, fue censurado se-
riamente y destinado al Fuerte de Arauco. H u b o de. entregar
su compañía al capitán Casadevante, quedando él bajo las ór-
denes del capitán Guillermo Asmen de Casanova, a quien die-
ron el título de "El Castellano de Arauco".
Los santos religiosos lograron mantener la paz con los
araucanos durante un tiempo, pero ¿instruirlos? Imposible.
Resolvieron entonces, de acuerdo con el Gobernador Rivera,
consultar al Virrey del Perú, Marqués de Montes Claros, quien
a su vez consultó al Monarca de España, el cual opinó dar
fin a la guerra que costaba vidas, dineros y sacrificios. Lla-
maron a reunión a 300 caciques. No los convencieron. Eran
indomables... ¿Merecían el canto que les dedicó don Alon-
so de Ercilla? Evidentemente.
Los españoles optaron por un armisticio.
REGRESO
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cas casaderas, muy bien parecidas y de tipo claro; pero el al-
férez se encontró nuevamente solicitado, por lo cual huyó
también de allá y montó en un caballo ensillado, que se en-
contraba en la puerta de un negocio. Dos señores lo vieron.
Rápidamente comunicaron al juez del lugar lo ocurrido. Die-
ron alcance a Catalina y fue detenida, montando el famoso
caballo,, al cual los dos señores daban por propio. El juez no
resolvía nada. La "ratera" se sacó la esclavina que llevaba
sobre los hombros y tapó con ella la cabeza del caballo. Con
gran tranquilidad dijo al juez:
—"Pregunte, Usía, de qué ojo es tuerto este animal de
mi propiedad".
Uno de los denunciantes respondió:
—"Del derecho, Usía".
—"Del izquierdo", respondió el otro.
—"Pues de ninguno de los dos", exclamó ella y descubrió
la cabeza de su cabalgadura.
Con esa astucia logró recibir de manos del mismo juez
el deseado animal.
No damos mucha fe a esta escena, pero más o menos
así también la cuenta Joaquín María Ferrer.
Y don Alonso Díaz Ramírez de Guzmán huyó de rubias
y morenas: Nadie se imaginaba que bajo el uniforme militar
se ocultaba una recia mujer de treinta años.
¿Cómo hizo el viaje hasta llegar a Trujillo y luego a
Guamanga? Gracias a su ingenio.
LA CONFESION
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—"Resígnate, hijo, con la voluntad divina. Dios te llama
a su Reino", exclamó.
—"No soy hijo, Monseñor, soy hija", respondió Catali-
na haciendo esfuerzo por alzar la voz. El Obispo, Fray Agus-
tín de Carvajal, la miró alarmado, porque había oido hablar
de sus hazañas.
—"Pero os confieso, en artículo de muerte —prosiguió la
joven— que estoy pura, tal como nací; que soy virgen. Mi
destino ha sido contrariar a la naturaleza, la que me hizo mu-
jer y yo quise ser hombre, aún cuando fuese en el vestir y
en la profesión militar. Mis padres forzaron mi voluntad que-
riendo hacerme religiosa".
T o m ó aliento y continuó:
—"Me escapé del convento por un disgusto con la Mon-
ja de Alizi y he guerreado en mi vida aquí y en el Sur de
América, durante largos años, ayudando a aumentar la gran-
deza de España".
El Obispo, compatriota hábil y comprensivo, dio crédito
а la confesión de Catalina y díjole:
—"Pues te doy por penitencia, hija mía, que si salvas de
esta fiebre maligna, regreses a nuestra patria, al lado de tu
familia. Serás dichosa allá. Vuelve a tu tierra natal".
Al día siguiente la hizo recibir la Santa Eucaristía.
Admirado quedó el sacerdote, al saber que el español más
valiente de entre los conquistadores de esa región era Cata-
lina de Erauso, muchacha escapada de un convento de mon-
jas de San Sebastián de Guipúzcoa.
La enferma aceptó cuanto le aconsejó el confesor y an-
te la general sorpresa, desde aquel día que recibió la Santa
Comunión, empezó una notable reacción en su salud. Pron-
to la vieron sana y salva, contenta de vivir y de regresar a
Europa. Para seguridad se le hizo examinar por varias ma-
tronas, dando todas buenos certificados.
El Obispo habló un domingo en el púlpito y le dio gran-
des méritos a esta valiente mujer. La gente se entusiasmó con
las hazañas de la monja que, por recomendación del Sr. Obis-
po, estaba alojada en el Convento de la Santísima Trinidad.
Y el día de Corpus Christi, en la acostumbrada procesión, la
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vieron "bajo palio" al lado del Ilustrísimo Eclesiástico, vis-
tiendo traje de monja clarisa, con su espadín al cinto.
El público la seguía, aplaudiéndola por su heroísmo. Lás-
tima que en 1626 o 28 murió el Obispo Carvajal repentina-
mente .
El Virrey, Príncipe de Esquilache, y el Arzobispo Lobo
Guerrero, llamaron a la monja a Lima, donde pasó dos años.
Sin embargo, después de corrido este lapso, la Superiora
del Convento escribió a Guipúzcoa pidiendo datos de Catali-
na de Erauso. Desde allá se le respondió toda la verdad, es
decir, que Catalina no había alcanzado a profesar.
Diplomáticamente, le aconsejaron volver a España, lo cual
fue aceptado de inmediato por la valiente novicia. Recibió
agasajos de despedida y se le reunieron medios para hacer el
viaje de regreso.
En seguida ella se informó de la manera cómo dirigirse
a Sante Fe de Bogotá. Luego se le ve navegando por el río
Magdalena, para después embarcarse en un galeón llamado
"San José". El capitán, don Andrés de Otón, atendió cortésmen-
te a Catalina durante la travesía del Atlántico, hasta que ella
llegó a Cádiz llevando sobre sus hombros treinta y dos años
bien trabajados. En ese simpático puerto tenía algunos pa-
rientes, pero no los visitó para conservar su anhelada inde-
pendencia, y continuó viaje a Madrid. En la capital de la pe-
nínsula se propuso visitar al Rey don Felipe IV, ante quien
se presentó muy airosa.
El rey, al oir relatar a Catalina sus prolongadas hazañas,
especialmente en Chile, se interesó, y se emocionó vivamente
al leer su hoja de Servicio Militar. En agosto de 1625 le con-
cedió una pensión vitalicia consistente en 800 ducados, pre-
mio merecido por la heroica campaña realizada a favor de
España. También iba premunida de una encomiástica nota
del Obispo español en Perú, como "mujer patriota".
A ITALIA
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gió a Italia para arrodillarse a los pies del Sumo Pontífice,
quien a la sazón era Urbano VIII.
Al obtener el permiso correspondiente para visitarlo, fue
acompañada por algunos Cardenales.
El Santo Padre la escuchó con gran benevolencia y, según
algunas versiones históricas, la autorizó para usar traje mas-
culino, "siempre que lo deseara", según su propio decir. El
Papa Urbano VIII se anticipó tres siglos a su época, decimos
nosotros.
Al tenerse conocimiento del éxito obtenido en el Vati-
cano, el público de Roma la agasajó con entusiasmo.
Después de recorrer el país, se estableció Catalina por un
largo tiempo en Nápoles, donde todas sus horas las dedicó
a escribir su autobiografía, la que intituló "LA M O N J A AL-
FEREZ", dejando los manuscritos en Italia. Muchos años des-
pués de su muerte los descubrió en Génova don Joaquín Ma-
ría Ferrer, español muy culto, quien los publicó en París el
año 1829. No se supo cómo viajó este manuscrito desde Ná-
poles а Génova.
Fue la primera biografía que se conoció de esta notable
mujer.
V U E L T A A ESPAÑA
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dro que actualmente se encuentra en la galería Schepeler, en
Aquísgrán, anotamos:
"Catalina de Erauso era alta, más de lo corriente en la
talla femenina. Delgada y plana de busto. Su aire, en la mar-
cha, muy marcial. Con orgullo y prestancia llevaba la espa-
da al cinto. Sin ser hermosa, tampoco era fe». Color moreno
en el rostro, nariz correcta, boca grande, pero graciosa y su
labio superior mostraba un ligero bozo, lo cual servía para su
disfraz. Ojos negros, vivos y brillantes, los que abría un tan-
to al hablar. El cutis algo desmejorado con la vida de cam-
paña a pleno sol y aire. De civil, vestía de oscuro y andaba
con cierto balanceo elegante. Las manos, a pesar de ser pe-
queñas, no llamaban la atención".
El tiempo pasó. . .
CERTIFICADOS
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"Como hombre de mucho Valor, salió licenciado por el
Gobrnador Rivera y se fue al Perú, donde he sabido reci-
bió enfermedad de muerte y ella misma se descubrió ser mu-
jer. Al presente se halla en esta Corte".
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R U M B O A MEXICO N U E V A M E N T E
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Se le llamó a grandes voces. Los oficiales se repartieron
por el puerto en infructuosa búsqueda. Ningún indicio. A la
mañana siguiente, los compañeros de viaje esperaron en la
playa, hasta que el mar, calmado ya, arrojara el cadáver. Na-
da. Desilusionados regresaron a bordo, donde el padre capu-
chino rezó una oración fúnebre por la salvación del alma
de su buen amigo.
Largo tiempo siguió flotando en el ambiente del buque
el recuerdo de don Francisco de Erauso.
Recordaban sus relatos muy amenos y guerreros del Sur
de América, de los bosques hermosos de Chile y del furor
singular de los araucanos. No olvidaban tampoco que en
Charcas entró a servir en casa del comerciante Juan López
de Arquijo, quien entregó a su cuidado diez mil llamas y di-
nero para negociar. Además, decía que el Virrey Montes Cla-
ros supo que soldados y oficiales se fueron a "poblados de
cristianos" y por eso se dedujo que Recio de León dio por
terminada la expedición. Otra vez contó que estuvo con el
"cordel al cuello" por asesinato, cuchilladas, riñas y juego de
azar. Fue a presidio, pero escapó.
A pesar de que estos, relatos de la Monja Alférez están
envueltos en cierto aire de inverosimilitud, muchos libros se
han escrito sobre esta mujer especial, los que siempre despier-
tan en el público interés o curiosidad. Aquí hemos tratado de
seguir el hilo de su vida, con mucho de verdad y algo de fan-
tasía, como aconsejaba E£a de Queiroz.
En postreras investigaciones efectuadas en México, país
de sus afecciones, se le declaró, por pluma de Luis González
de Obregón, "viajante en géneros", dándole por título: "La
Monja Peregrina". Hasta llegaron a imaginarla arriero, lo cual
es muy dudoso y acaso poco serio. Según otros biógrafos, vi-
vió quince años más, ocupando su vida, primero en las filas
del ejército, luego entregada de lleno a ejercer la caridad y
prácticas religiosas, obedeciendo al primitivo deseo paterno.
Ultimamente hemos encontrado una versión de la "Mon-
ja Alférez", firmada por "Juan Tres Palos" (Sic.):
"Llegada a México la futura religiosa, no de tan sólida
vocación como creían sus padres, se enamoró de un hidalgo;
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hizo amistad con un joven matrimonio y ahí encontró al no-
vio; se casaron, mas un día riñó con el esposo, el que se ne-
gó a batirse con una mujer. Pero esa dama, una noche en
que su marido era atacado por tres desconocidos en circuns-
tancias que ella pasaba por ahí, desenvainó al punto su es-
pada y poniéndose a su lado díjole: "Señor hidalgo, los dos
a los que saliesen". Y acometió con tal fiereza a los atacantes
que los puso en fuga en un periquete. En seguida envainó el
acero y antes de que su defendido atinase a darle las gracias,
le gritó, alejándose: "Señor hidalgo, tal que a n t e s . . . "
Como jamás volvió a escribir, no se ha sabido la verdad
exacta de lo ocurrido, ni tampoco en qué momento desertó
—como creemos nosotros— aquella lúgubre noche de 1635, en
Veracruz. Eso quedó en el m i s t e r i o . . .
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