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Capítulo 7: Frau Gurland

Seis, cinco, cuatro, tres, dos, uno, ¡acción!: sale Henny a escena. Lleva puesto

un sombrero marrón, de tela espesa, y un impermeable del mismo tono ideal

para la clase de invierno que se aproxima lentamente a la ciudad de Berlín.

Frío, terso, áspero. Cubre su falda una pollera escocesa, roja y negra, con

bordes azules y pintitas blancas, bastante más corta de lo recomendado por las

costumbres teutonas. El cardigán color crema se lo regaló su padre para el

antepenúltimo cumpleaños. Los veintisiete. Veintisiete primaveras, le dijo,

embargado por una emoción inusual y le entregó el paquete. Los zapatos, son

de niña bien, a pesar de que Henny ya es toda una mujer. Acaba de casarse

con un hombre doce años mayor. Quizás esa diferencia le otorgue el aire

juvenil que conservará hasta sus últimos días. Desde el principio, la relación no

funciona, no avanza. Ella imagina causas: no es la edad, no es la falta de sexo,

¿y entonces cuál es el motivo? Estamos ahora en el living de su casa. Una

especie de teatro de guerra. Henny sentada en el sillón Luis XV de su abuelo,

cómoda, aunque tensa; su marido de espaldas, contra la pared, cruzado de

brazos, con un vaso de whisky en la mano. ¿Sos o te hacés?, le pregunta en

un alemán rudimentario, el alemán clásico de un campesino sin instrucción, si

bien en su currículum figuran dos carreras de grado, médico e ingeniero, y una

tesis de doctorado a medio hacer. Soy, le responde ella. Soy, hijo de puta.

Fui la segunda hija (mi hermano Hugo murió de neumonía al mes de nacer) del

matrimonio formado por Augusta y Leopold Meyer. Ingreso a un colegio

religioso y tras un periodo de educación administrativa, lento pero seguro,

consigo un empleo de oficinista en Berlín donde comienzo a involucrarme

activamente con grupos de jóvenes afiliados al Partido Social Demócrata y me


comprometo con el sionismo. Un sionismo que hasta ese momento no contaba

con ningún Estado, a pesar de ser una visión estatal del mundo. En Berlín te

conozco a vos, el magnánimo Otto Rosenthal, y nos casamos. Yo estuve muy

enamorada, Otto, muy enamorada, aunque desde el comienzo tuve plena

conciencia de que las cosas entre nosotros jamás iban a funcionar. Por eso no

dejo de preguntarme, de día y de noche, llueva o truene, para qué, para qué

respondí sí aquella tarde de verano a la orilla del rió Rin. Tu pregunta fue

improvisada, ni vos mismo estabas seguro de la proposición. Sin embargo,

intentamos, y ya ves, un rotundo fracaso.

El fracaso, mi querida Henny, o la sensación de fracaso, representa una de las

experiencias más comunes de los seres humanos. La padecemos todos, sin

distinción de raza o género. Tampoco la edad es definitoria, ni el umbral

educativo o profesional. Abogados, médicos, escritores, artistas, pobres y ricos.

Se podría asegurar que en el transcurso de una vida estamos fracasando sin

cesar, y el secreto, entonces, consistiría en nuestra capacidad para soportar

esa sucesión indiscriminada de derrotas. Porque el fracaso es una derrota, o el

fantasma de una derrota. Y sabrás, los sabés, que los fantasmas no nos están

acechando, sino que somos nosotros los responsables de no dejarlos

descansar en paz. ¿No te parece una idea notable, de una sutileza mayúscula?

¿Henny, me escuchás? ¿Estás dormida?

¿Una sutileza mayúscula? ¿Cómo sería eso Doctor Fromm? Usted conoce mi

historia, vengo de una familia judía por parte de padre y católica por parte de

madre que me trajo al mundo para ocupar el lugar de mi hermano mayor. De

ahí mi falta de libertad, las cadenas que impiden un desarrollo normal de mi

existencia. Quiero pero no puedo, Doctor Fromm. ¿Se ha dado cuenta? Quise
estudiar y quedé a medio camino. Quise casarme y me equivoqué de hombre.

Quise abandonarlo y seré una madre miedosa. Tengo miedo de quedar

prendada a los designios de un hijo ilegítimo y renunciar a cualquier esperanza

de ejercer mi profesión. ¿Por qué, Doctor Fromm, he cometido tantos errores?

¿Cuál es la explicación? ¿La hay? ¿Y si no la hay, cómo puedo seguir viviendo

en el desamparo, la incomprensión, el desasosiego?

El desasosiego siempre gana la partida, Henny. Lo sabes mejor que nadie, o

deberías saberlo. Te bautizaron así por tu abuela y por la madre de tu abuela y

esa marca de la desgracia persistirá hasta los albores del nuevo mundo.

Persistirá como persisten las luciérnagas frente a la oscuridad amenazante. Ahí

radica el verdadero poder. No mirar nunca hacia atrás, no ceder al deseo de los

otros. Estaremos juntos, Henny, por los siglos de los siglos, mientras el mundo,

en su entero pesar, aloja, en más de un sentido, la flor del último día, el día en

que renacerán, por fin, y sin culpa, nuestras ilusiones.

En 1918 el padre de Henny se mudó con su familia a una cómoda vivienda que

se encontraba junto a la Universidad. Leopold tenía la esperanza de que la

proximidad de tanta erudición despertara en su hija la pasión de adquirir una

porción para sí misma. Lamentablemente, como en general sucede, no fue el

caso de Henny. Ella desde el principio rechazó los libros y se introdujo en el

oscuro mundo de la fotografía. Tanto Leopold como su madre resistían la

pasión de Henny, el fundamento era el temor a que ella jamás pudiera

concretar una carrera de verdad. Además, la única foto del niño muerto les

generaba tanto malestar que el sólo hecho de pensar que su hija se dedicaría a

captar el alma de los muertos les minaba el espíritu.


En la foto, Augusta, acostada, sostiene en brazos al recién nacido Max. En el

rostro de la madre pueden identificarse las marcas del doloroso esfuerzo que

significó para ella parir. Y extrañamente en sus ojos brilla una tristeza profética.

Profética sólo leída desde el futuro. Porque ella desconocía en aquel momento

la enfermedad congénita que su hijo padecía. La desconocía en aquel

momento y murió desconociéndola, por eso resulta extraño leer en sus ojos el

brillo de una tristeza por la futura muerte de su hijo. Quizá la tristeza se debiera

a otra razón. Por ejemplo, el desamor de su marido. Ese es el inconveniente de

las fotos, que son susceptibles de interpretaciones varias, alocadas, y nadie

tiene el derecho a negarnos la libertad de leer en ella lo que nos plazca.

En términos estrictos, Augusta difícilmente haya obtenido placer de su marido.

La rígida moral victoriana que gobernaba los destinos del país, y que ellos

obedecían sin concesiones, era un impedimento insalvable para dejarse llevar

en el acto amoroso. Un acto siempre idéntico a sí mismo. Siempre ajeno a las

fantasías del otro. Sin embargo, Augusta, bastante más perspicaz que su

marido, intuía de vez en cuando la existencia de otro mundo, un mundo donde

tan solo existiera la oportunidad de vislumbrar un nuevo mundo, y esa intuición,

alegre en algún sentido, en otro la dañaba. Y la dañaba de una forma tan vil

que ella prefería abstenerse de ahondar en la intuición. Prefería vivir en la

desdicha, y no en la plena desdicha.

Henny acaba de decirle hijo de puta a Otto. Él no atina a nada, consciente de

que el insulto de la mujer es merecido. Bebe dos tragos seguidos de whisky

para cobrar fuerzas y partir. Él no quiere dejarla, pero tampoco la quiere. Se

mueve en esa ambivalencia radical. Lo vemos allí, apoyado a la pared, y

somos incapaces de discernir si es la pared la que sostiene su humanidad o es


su humanidad la que sostiene el decorado. La tenue luz cálida refuerza el clima

tenso. El hijo de puta continúa resonando. Nunca le había proferido un insulto

así. Otto sabe que se ha terminado una relación desecha desde hacía tiempo.

Otto lo sabe y deja pasar la oportunidad de desplegar su versión. Se le ocurren

varias. Pero se abstiene. Dice bueno, bebe un trago más, se va al cuarto,

prepara las maletas y deja a su mujer embarazada de cuatro meses.

El devenir jamás volvió a reunir a Henny y Otto. Otto se mudó a Austria. Allí

desde el comienzo alentó el ascenso del Furher al poder. Primero desde una

acción marginal, y luego, comprometido con la causa nacionalsocialista, con

acciones más efectivas. Fue director del departamento médico del campo de

concentración de Buchenwald, en el período 1942-1944. Por ahí pasaron varios

conocidos suyos. Auxilió a algunos, a otros los dejó morir. Otto nunca

comprendió la magnitud de su trabajo. Él estaba convencido de que hacía lo

mejor para Alemania. Y en eso puso su r empeño. En agosto de 1944, cerca de

cumplir setenta años, fue atropellado por un camión de la empresa Krupp que

transportaba materiales para experimentación.

Henny conoció a Walter Benjamin en febrero de 1922 en un encuentro de

intelectuales europeos llevado a cabo en Düsseldorf. En aquel momento Walter

estaba casado con su primera esposa, Lina, sin embargo, cedió a los encantos

de la joven fotógrafa y terminaron juntos en una cama de hotel. Para Walter

fue un episodio inédito, nunca había engañado a su esposa, y mucho menos

Henny, cuya experiencia en el amor se reducía a un solo hombre. Meses más

tarde Walter le enviaría una carta que lamentablemente se ha perdido. En ella

recurría a sus destrezas literarias para convencer a la fotógrafa de volver a

encontrarse. Henny rechazó la invitación sin ambigüedades. “Estoy


enamorada”, le escribió, es un hombre íntegro, nos casaremos el próximo

diciembre. Por favor, decía en la carta, no vuelva a escribirme.

Escribir para Walter era un quehacer cotidiano. Era su vida. Existe una vasta

correspondencia con su círculo íntimo en donde puede leerse la relación

obsesiva que mantenía con la tarea. Tomando sólo el intercambio epistolar con

Adorno podríamos apreciar dos constantes, por un lado la falta de dinero, que

obligaba a Benjamin a mendigar becas o subsidios y a entregar textos de

ocasión para poder alquilar una habitación y meramente comer. Por otro, la

necesidad de reconocimiento. Benjamin le escribe a su amigo Teddy decenas

de cartas en las que leemos sin forzar la letra sus ansias de darle a la filosofía

un giro, y en ese giro, escribir su nombre. Teddy colabora para eso. “El libro de

los pasajes es la obra capital del siglo XX”.

Madre, no habrá modo de que te enterés, pero yo escribiré, a muchos años de

transcurrida tu muerte un libro sobre vos, The Story of My Mother: Henny

(Meyer) Gurland, 1900-1952. Lo escribiré en inglés porque estaré viviendo en

Estados Unidos, el único país propicio para continuar tras una guerra infame

que obturó toda posibilidad de dicha. ¿Te emociona saberlo? ¿No te emociona

madre, saber que tu único hijo le dedicará 200 páginas (las únicas, por otra

parte, que podrá escribir en su vida fuera del ámbito científico) a comentar

pormenorizadamente los pasos que fuiste dando en tu corta pero valiosa

existencia?

Extracto del obituario: El 12 de diciembre del 2002, Joseph Gurland murió a la

edad de 79 años, inesperadamente después de haberse recobrado de un

ataque cardíaco unos años antes. Su muerte fue un verdadero shock para la
comunidad científica, en particular para sus amigos y discípulos en los

diferentes campos a los que él tanto contribuyó. Tanto su vida como su carrera

científica no siguió por un camino simple: Joseph (Joe para los amigos)

Gurland nació en Alemania y de niño abandonó Europa cuando su madre se

convirtió en una víctima de la situación política. Estudió en la Universidad de

New York y luego de recibirse en su carrera de grado y posgrado en ciencia se

unió al Instituto de la Memoria de Columbia en 1948. Su primera contribución a

la ciencia publicada fue innovadora: “La preparación y las propiedades del

titanio de alta calidad”.

Henny está sola en Zürich. Acaba de soñar con su madre muerta. Lleva años

soñando con ella, como si alguna de las dos, o las dos, se empeñaran en

mantener un vínculo desecho. Henny mira el techo con espíritu filosófico, mira

el techo tratando de obtener de él una respuesta a la pregunta que su madre,

un momento antes, en el marco de ese sueño tan real, acaba de hacerle: ¿qué

momento será propicio para el rapto? De pronto golpean. Es Joseph, llorando,

se hizo pis encima.

Ilusionada, contra toda evidencia, Henny lleva bajo el brazo un portafolio

rectangular de piel negra perteneciente a su amigo Walter Benjamin. Dentro del

portafolio viaja un texto fundamental para la filosofía del siglo XX. Ella lo ignora,

Walter lo sabe, aunque no sabe que recién cuarenta años después, mediante

operaciones de corte netamente político, alguien rescatará esas páginas y dirá:

“Benjamin, el pensador luz del siglo XX”. Pero nadie se acordará de Henny, al

contrario, sospecharán de su existencia, sospecharán de su accionar, Henny

será el centro de todas las miradas maliciosas, será señalada como culpable

de un crimen que no cometió, quedará o caerá, unánimemente, en el olvido.


Escapan de los nazis. Henny, además del portafolio, lleva de la mano a su hijo

Joseph, de 13 años. Joseph es un niño mimado, que no da un paso sin la

anuencia de su madre. Los nazis los tienen en la mira, los siguen de cerca. Son

un blanco fácil para la inteligencia nacionalsocialista. Y por eso a veces

sospechan el motivo por el cual aún no los han atrapado. Es decir, los nazis

son antiintelectuales, odian la belleza del pensar, la expresión sofisticada, pero

no lo persiguen a B. a causa de eso, si no lo hubiesen perseguido, por ejemplo

a Heidegger.

A Heidegger lo acusan de no haber pedido disculpas por su participación en el

régimen de Hitler. Fue rector de la Universidad de Friburgo, el día de su

asunción lanzó el discurso que todo el mundo critica pero que nadie escuchó,

obtuvo su carnet del partido, militó a favor del Führer y jamás se desdijo. El

público alemán y la sociedad filosófica mundial le reclaman una retractación

pública, un pedido de disculpas, un perdón. Pero ¿de qué valdrían las

disculpas? ¿A quién le serviría más?

En 1955 Heidegger reflexionó sobre los efectos anímicosde la innovación

técnica. La conferencia se llama Serenidad (Gelassenheit).

Günther Anders, de la escuela heideggereana, reflexionó sobre los efectos

políticos y psíquicos de esa innovación tecno-militar. A diferencia de su

maestro debió emigrar a América por su condición de judío intelectual.

El nieto de Gurland no, porque su hijo no tuvo descendencia.

Günther Anders y B. son extrañamente parecidos. Quizás el parecido se

relacione con la moda de la época.


El Tercer Reich obtuvo la victoria, según Anders, a pesar de mostrarse

derrotados.

En libros de escasa circulación, Günther Anders dijo que el problema mayor no

eran los nazis sino las generaciones futuras, los hijos, los nietos, los bisnietos

de los nazis. Ahí radicaba el verdadero terror, sin embargo pasó sus días sin

pena ni gloria y sus pensamientos no fueron escuchados y así estamos ahora,

pero el presente no tiene ninguna injerencia en esta historia, porque esta

historia es la historia de una mujer llamada Henny o Jenny, depende de la

grafía, del hablante, de la buena vista. Jenny o Henny Gurland, que en alemán

significa tierra prometida o algo parecido, nunca exactamente algo igual,

porque no existe equivalencia entre las lenguas. Esta es la historia de Gurland.

Desde su nacimiento, el 27 de septiembre de 1900, exactamente con el nuevo

siglo, hasta su muerte, acaecida en 1952. No sabemos con exactitud la fecha,

se supone octubre, el 12.


Henny era por naturaleza una mujer triste. Pero una tristeza clara,

transparente, no envidiosa. Ella jamás soñaba con estar en un lugar distinto al

que estaba, jamás pensaba por qué yo no y el vecino sí. Esa clase de tristeza

envidiosa, dañina, era para ella un pecado capital, el octavo, si pudiera

introducirlo a la lista. Una tristeza que no permite vivir en paz, ni con uno mismo

ni con los otros.

Henny necesitaba con premura escapar a Estados Unidos, pero no contaba

con dinero suficiente ni apoyo de ninguna índole. Una noche, a la salida de un

casino, distingue a un hombre, pelo al ras, bigote corte, su figura es más bien

deshilachada, parece que acaba de perder todo, el extraño le dice de pronto

yo te voy a dar tu billete, lo tengo aquí, pero el precio es…(Henny pensó lo

peor, pensó en vejaciones, en coprofilia, en torturas varias) que me tienes que

escuchar…Te voy a contar mi vida. istoria de Benjamin-predicción

¿asesina?

Gurlando quiso escribir novelas pero nunca logró el cometido. Tuvo dos ideas

básicas en su vida, lo grande en lo pequeño o lo pequeño en lo grande y las

ganas de un animal de extinguirse y la humanidad se lo impedía.

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