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Tres novelas colombianas

Hay un cierto canon de la narrativa colombiana, con un gran nombre que estoy
seguro no necesitan que les nombre, un segundo escalón de claros (como
Fernando Vallejo, claro) y oscuros, y una plétora de nombres más o menos
jóvenes casi ninguno para tirar cohetes.

Fuera de ese canon no sé si hay paraíso pero sí sé que, como casi siempre,
hay joyas de esas que casi nadie conoce, o de las que nadie habla, y que
necesitan una operación de rescate.

Aquí van mis recomendaciones...

Hace dos años coincidieron las portadas del único suplemento cultural y de la
única revista de libros que había en Colombia (ahora ya sólo queda el
suplemento, la revista de libros se acabó: ¿quién iba, acaso, a comprar una
revista de libros en un país donde casi no se compran libros?) con un mismo
título en portada asombrosamente idéntico: “El secreto mejor guardado de la
literatura colombiana”. Y ese secreto mejor guardado era Tomás González.
Que ni era secreto ni estaba guardado: ahí andaba, desde hacía unos cuantos
años, al acceso de todos, publicado por una de las más importantes editoriales
de Colombia, Norma (aquí Belacqva), en su principal colección de narrativa.

Y sin embargo, sí. Publicado, accesible, disponible como está, autor de culto
como es, y a pesar de todo sigue siendo el secreto mejor guardado de la
literatura colombiana. Y tiene visos de seguir siéndolo para siempre: si esas
portadas, que lo hayan invitado al Hay Festival en Cartagena, que todos sus
libros se encuentren en las librerías…, no han cambiado su estatus
fundamental de autor prácticamente desconocido para la inmensa mayoría,
incluso de quienes, en Colombia, sí leen, ¿qué podría ya suceder para que
deje de ser, apenas, un autor de culto que sólo sus seguidores, como una
secta, leemos?

Ningún libro, ninguno, he recomendado y he regalado tanto durante mis tres


últimos años en Colombia como “Primero estaba el mar”, su primera novela
(1983). Una obra de aparente tono menor, de frases contenidas y tempo
pausado, donde parece que no pasa nada hasta que pasa todo.

J., “literato, anarquista, izquierdista, negociante, colono, hippie y bohemio”,


cansado de la vida en la ciudad y de la progresía intelectual de la época,
decide retirarse, con su mujer, de la vida mundana a irse a vivir al lado del mar,
en una playa de esas que uno ve en los folletos de viajes. Hasta que, como
decía, pasa… lo que pasa, que ahora no les cuento. Que es lo que en la vida
real le sucedió a Juan, el hermano de Tomás González en quien se basa toda
la historia, como “un homenaje no sólo a él sino a todos nosotros, a los que
estábamos jóvenes durante aquellos años del idealismo y el hippismo”.

De un mismo tono menor, con frases también lejos de la grandilocuencia, es


“Los parientes de Ester”, de Luis Fayad, publicada en 1978, cuando casi no
había novela urbana en Colombia ni, mucho menos, una narrativa de la clase
media. Inició, por tanto, una línea por la que luego andarían Philip Potdevin,
con “Metatrón”, novela hoy demasiado olvidada; el Santiago Gamboa de “Vida
feliz de un joven llamado Esteban”; o Piedad Bonnett con sus tres entregas.
Hoy ya sí podemos decir que hay un género, siquiera reducido, de novela de la
clase media bogotana, que le debe mucho a Luis Fayad.

Pero como “Los parientes…” acaba de ser, justamente, re-editada en España,


y hace poco fue reseñada en estas páginas, no les cuento más y les dejo,
espero, con las ganas de leerla.

Evelio Rosero es, como Tomás González, un escritor de fondo, minucioso. El


otro día decía en estas mismas páginas que lo considero el autor colombiano
más interesante del momento. En España lo conocemos sobre todo porque
ganó en 2006 el Premio Tusquets de Novela con “Los ejércitos”. Pero a mí me
gusta más “En el lejero” (2003), una novela rara, perturbadora, que presagia ya
los horrores que relata la que, algo después, ganaría el premio barcelonés.

Jeremías Andrade busca a su nieta, secuestrada por uno de los grupos ilegales
que asuelan Colombia, por un territorio que parece más Comala que el
Magdalena Medio o el Llano colombianos, en un viaje que desde el principio
uno presiente sin sentido y sin salida, cada vez más opresivo, más
desesperado, más desesperanzado. Todo es como una gran pesadilla de la
que el lector, acorralado y agotado, no ve la hora de escapar.

Ahí les dejo, entonces, con este canon, breve y propio, sí, pero nada
improvisado. Tres escritores colombianos, tres novelas más bien, que les
recomiendo. Cada una de ellas, sola, merece más la pena que muchas juntas
de las que ahora pueblan las librerías bogotanas.

José Antonio de Ory

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