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Alex Ross: “No trato de exculpar a


Wagner, sino de exponer su
complejidad”
El autor del superventas ‘El ruido eterno’ rastrea en su
monumental ‘Wagnerismo’ la presencia del músico
alemán en el arte y la política y matiza el cliché
hitleriano que le persigue

La in&uencia del compositor cl´ásico WAGNER en el CINE: 'MATRIX', 'APOCALYPSE NOW' o …

03:59
La influencia de Wagner en el cine, explicada por Alex Ross

I. SEISDEDOS / J. MARMISA

IKER SEISDEDOS
08 OCT 2021 - 20:17 PET

En una de las secuencias más famosas de la filmografía de


Woody Allen, este y Diane Keaton salen a paso ligero del Met de
Nueva York en el primer acto de Der fliegende Holländer (El
holandés errante). Keaton dice: “El trato era que yo aguantaría el
partido de hockey y tú verías toda la ópera”. A lo que este
responde: “No puedo escuchar tanto Wagner, ¿sabes? Empiezan
a entrarme ganas de invadir Polonia”. El chiste es tan famoso
que seguramente usted ya lo conocía. Pero sigue siendo un buen
resumen de una ecuación arraigada en la cultura popular:
Wagner es igual a nazismo (imposible comprobar si el cineasta
judío escribió ese diálogo con esta otra frase de Hitler, de
estructura parecida, en la cabeza: “Cuando oigo a Wagner, tengo
la sensación de estar escuchando los ritmos primigenios”).

El nuevo libro del crítico musical de The New Yorker Alex Ross
(Washington, 1968) es una refutación de 976 páginas de esa
identificación. Para ello, Ross recorre pormenorizadamente la
gigantesca sombra que el compositor ha proyectado sobre la
cultura occidental, ya en vida, pero sobre todo después de su
muerte, en Venecia, en 1883. Un terremoto de alcance global
que originó “decenas de poemas”.

Wagnerismo (Seix Barral, traducción de Luis Gago) cuenta la


historia de la “influencia más grande que un compositor haya
tenido nunca más allá de la música”. “Los hay más escuchados y
los hay más populares, pero nada es comparable a Wagner,
salvo quizá los Beatles o Dylan en los sesenta. No hay un
bachismo, ni un beethovenismo, y sí un wagnerismo como
fenómeno cultural autónomo”, explicaba el lunes Ross ante una
pared de CD, en una videoconferencia celebrada con él y su gata
Minerva desde Los Ángeles. Llegó a la costa Oeste hace tres años
de Nueva York con su marido por “motivos personales, pero
también musicales”: el escritor considera la Filarmónica de la
ciudad, dirigida por Gustavo Dudamel, la orquesta más
estimulante de Estados Unidos por la atención que presta a la
música contemporánea, que es la que más le interesa para su
“trabajo como crítico”.

Por las páginas del último ensayo del autor de El ruido eterno
(2009), fenomenal superventas, también en España, sobre la
música del siglo XX, desfilan el Wagner teosófico y el animalista,
el satánico, el vegetariano, el socialista, el anarquista, el
feminista, el gay, el negro y también el judío. Y lo hacen de la
mano de un impresionante club de fans, presidido por
Nietzsche, que abandonaría pronto el cargo, e integrado por
Baudelaire, Mallarmé (que adoraba al “dieu Wagner”), Proust y
el resto de la hinchada francesa. William Morris y la “nostalgia
progresista” de los pintores prerrafaelitas. George Bernard
Shaw (“el perfecto wagnerófilo”), Virginia Woolf, James Joyce,
Willa Cather, Thomas Mann, Coppola en Apocalypse Now o
Tàpies y Joan Brossa en la muy wagneriana Barcelona, que
corrió en la Nochevieja de 1913 para convertirse en la primera
ciudad europea fuera de Bayreuth en estrenar Parsifal.

Tal es la magnitud de su figura y tales sus contradicciones como


músico, pensador y escritor que en siglo y medio ha servido a
cada una de esas decenas de personalidades para los más
variados propósitos: desde preparar el camino a las vanguardias
hasta revolucionar el teatro o la arquitectura; desde acuñar el
concepto multiusos de Gesamkuntswerk (obra de arte total), a
poner banda sonora al matrimonio (con el coro nupcial de
Lohengrin) o alimentar el cine fantástico. “El libro trata sobre
cómo todos ellos acudieron al compositor y se vieron reflejados
en él, como si suplantaran su personalidad en su propio
provecho”, añade el escritor.

El crítico musical Alex Ross. JOSH GOLDSTINE (SEIX BARRAL / PLANETA)

La poblada galería de invitados no aparta a Ross, que ha


empleado 10 años en la tarea, del espinoso tema del feroz
nacionalismo antisemita de Wagner, aunque lamenta que un
artista capaz de la universalidad de “Shakespeare o Esquilo”
haya quedado reducido al cliché de haber servido de “hilo
musical del genocidio”. Más bien al contrario, el crítico se
adentra con aplomo en territorios sombríos de la mano de las
opiniones más deleznables del compositor, recogidas en los
diarios que Cosima, su segunda mujer, empezó a redactar en
1869, así como de su libro más tristemente famoso: El judaísmo
en la música, publicado primero como un anónimo y reimpreso
“consecuentemente” con su propio nombre 19 años después,
cuando ya estaba en la cúspide de la fama.

Entonces, ¿a quién hay que culpar de los malentendidos en


torno al compositor? ¿A él mismo o a los que vinieron después?
“Wagner fue responsable de esa catástrofe, sin duda”, opina
Ross. “En sus últimos años se mezcló con algunos elementos
muy siniestros de la sociedad alemana, que propugnaban un
racismo pseudocientífico y que colocaron los cimientos de la
ideología nazi. Y al mismo tiempo participó de ello solo en
parte, porque hay muchos aspectos de su obra que no casan
bien con esas ideas totalitarias. En términos políticos, fue
anarquista, siempre opuesto a la organización del Estado y a la
militarización que propugnó el Tercer Reich. Se enfrentó al
Imperio alemán. Y era muy decadente, poco convencional. El
nazismo se quedó solo con parte de su legado. Su antisemitismo,
sin duda, sus ideas nacionalistas, también, pero no su
izquierdismo, su religiosidad (Parsifal es un dechado de
compasión, sentimiento sin duda ajeno al Führer) o su
sexualidad poco ortodoxa. Quiero que se entienda que no trato
de exculparlo, sino de exponer sus complejidades”.

En esa “falsificación” fueron borrando capas y capas de su


inabarcable personalidad, que luego hubo que restaurar tras la
guerra en un proceso de “desnazificación” en el que se afanaron
musicólogos, filósofos, directores de orquesta y escenógrafos.
“Es una historia trágica; nada habría hecho más feliz a Hitler
que saber que su compositor favorito quedaría ligado
eternamente a su nombre”. Ross pone en cuestión otra oscura
convención: pese a la imagen forjada por el cine, Wagner no
sonaba sin parar en los campos de exterminio. “Hay un par de
testimonios de supervivientes que lo recuerdan, pero la
mayoría, incluido Primo Levi, habla de melodías populares,
marchas, valses, canciones de éxito. Todo formaba parte de un
diseño psicológico brutal; emplear la música ligera como arma
de sadismo”.

El crítico recuerda que cuando empezó con el proyecto algunos


en su círculo torcían el gesto al saber en qué andaba. En la era
de la cancelación, el músico, que tiene estatuas en Cleveland y
Baltimore cuya retirada se pide de tanto en tanto, no es el tema
más cómodo en el Estados Unidos actual. “La confusión es
pensar que el arte solo debe tratar sentimientos puros y bellos”,
dice Ross. “Entiendo que haya quien va a un concierto o a un
museo para verse transportado a lugares bonitos y amables; yo
mismo busco eso a veces, pero el arte es también enfrentarse a
lo tenebroso. Wagner nos pone ante el espejo de la humanidad,
y la imagen que nos devuelve no siempre es agradable. Además,
nadie es puro, ningún creador, ninguna obra”.

Adolf Hitler saluda a Winifred Wagner, viuda del hijo del compositor, en Bayreuth.
BETTMANN (BETTMANN ARCHIVE)

¿Ve posible entonces la tan debatida separación entre artista y


obra de arte? “Respeto a quienes no pueden escuchar a Wagner
porque son judíos o porque sus padres murieron en el
Holocausto. En Israel, por ejemplo, no se representa, y aunque
creo que ahí se mezclan asuntos políticos, no me atrevería a
criticarlo. También respeto a quienes dicen que no verán nunca
más una película de Woody Allen. La obra de arte es
inseparable de su creador, pero no creo que se pueda imponer
una interpretación unívoca. Eso es problemático. Acudir a una
ópera de Wagner no te hace peor persona. Además, no solo está
él, sino también los cantantes, los técnicos, los músicos, los
escenógrafos… Al desdeñar un filme de Roman Polanski estás
borrando el trabajo de sus actores. Y eso no me parece justo”.

“Durante mucho tiempo”, continúa, “se extendió la idea de que


los judíos que eran apasionados de Wagner, que los hubo, como
Theodor Herzl, padre del sionismo, o el escritor Arthur
Schnitler, lo hacían como parte de un ritual de odio a sí
mismos”. En su constante recurso a la cultura pop, Wagnerismo
incluye una anécdota que resume bien eso. La protagoniza el
cómico judío estadounidense Larry David. En un capítulo de su
serie Curb Your Enthusiasm, se le ve a la entrada de un cine,
“silbando distraídamente el Idilio de Siegfried”. Un desconocido
le acusa de ser un “judío que se aborrece a sí mismo”. Aquél
responde: “Me odio a mí mismo, efectivamente, pero eso no
tiene nada que ver con ser judío”. El extraño grita: “¡Miles de
ellos fueron conducidos a los campos de concentración
mientras sonaba de fondo música de Wagner!”. “Y David”,
escribe Ross, “se venga contratando a varios músicos para que
toquen el preludio de Die Meistersinger (Los maestros cantores)
bajo la ventana de su acusador, de un modo muy parecido al
elegido por Wagner para ofrecer a Cosima su Idilio como si se
tratase de una serenata”.

El libro se publicó en Estados Unidos al final del primer verano


de la pandemia, tiempo de reclusión que, “pese a lo terrible del
confinamiento, tuvo algo bueno”: Ross aprovechó para exprimir
la oferta de conciertos por streaming de orquestas y teatros de
todo el mundo. Tras la unánime recepción positiva de El ruido
eterno, algunos críticos objetaron la falta de concreción de su
nuevo ensayo, que achacaron a su empeño en dar voz, sin tomar
partido, a todos los bandos de las guerras wagnerianas. Él lo
habría hecho aún más largo: el primer borrador era una vez y
media más extenso. El tema se había tocado siempre
parcialmente, afirma. En las 180 páginas de notas hay citados
tratados sobre Wagner y las mujeres, Wagner y la literatura,
Wagner y el cine, Wagner y el impulso erótico (!)... “Pero no
existía un libro que lo abarcara todo, así que decidí ser el tonto
que se metiera en ese fregado. Probablemente habría sido más
popular un libro más conciso. Pero esta historia solo puede
contarse en un ensayo muy largo, muy denso y con muchos
nombres”. En el prólogo define su escritura como “la gran
educación” de su vida.

Cartel de la representación de 'Parisfal' en la Nochevieja de 1913 en el Liceo de Barcelona. Fue el primer teatro de Europa en
representar la gran ópera wagneriana después de Bayreuth en 1882.

Los capítulos más inesperados son los relativos al Wagner gay y


feminista (“quienes no pertenecían a la clase dominante de la
época tendían a sentir una gran identificación con él”), así como
al ascendiente del compositor en Estados Unidos,
especialmente entre las comunidades negras. El crítico combina
casos más o menos conocidos, como el de W. E. B. Du Bois —
que introdujo en su clásico antirracista Las almas del pueblo
negro un personaje que acaba linchado y vive un único
momento de libertad mientras escucha Lohengrin—, con
descubrimientos como el de la cantante negra Luranah
Aldridge, que frecuentó el círculo de los Wagner y llegó a actuar
en Bayreuth.

Tras repasar todas esas relaciones, Ross deja la suya con Wagner
para el final, en un Posludio en el que confiesa que su música le
producía una “desazón casi física” en la infancia. La lectura del
Doktor Faustus, de Thomas Mann, otra de sus grandes pasiones
(siempre vuelve a él, ahora lo está releyendo en alemán), le
señaló el camino. Siendo ya veinteañero, se dio cuenta de que no
se trataba solo del sonido; que, si los contemplaba con atención,
los personajes se fundían con su “propio mundo emocional
atrofiado”. “Aunque me resulte incómodo reconocerlo”, escribe,
“asocio las primeras experiencias del Anillo con los altibajos de
varias relaciones amorosas. Más de una vez me senté al lado de
otro hombre en la representación de una ópera de Wagner,
comparándome con Tristan, Isolde o, en los días malos,
Alberich”.

Una vez recuperado del alcoholismo llegó finalmente la


“conexión más profunda”. Después vendría su
profesionalización como melómano, y el “privilegio algo elitista”
de asistir al Festival de Bayreuth, que se celebra cada verano en
el teatro que El Hechicero mandó construir a su medida en una
pequeña ciudad alemana. Allí se estrenaron el Anillo y Parsifal.
Y allí reposan los restos de todos los Wagner que caben en
Wagnerismo.

Las valquirias van al cine

Wagnerismo dedica un capítulo a la influencia del compositor


en el cine, de El nacimiento de una nación (1915), de D. W.
Griffith, a The Blues Brothers (1980), de John Landis, en la que
unos neonazis corren al ritmo de La cabalgata de las valquirias,
pasando por Bugs Bunny (What’s Opera, Doc?, 1957). Alex Ross
explica que el arte de las bandas sonoras no sería el mismo sin
la recurrencia de los Leitmotive, que el músico empleó
magistralmente con fines dramáticos. Podría decirse que el
estreno del Anillo en 1876 en Bayreuth se adelantó casi 20 años
a la experiencia de la sala de cine. ¿Y qué es una película si no
una Gesamtkunstwerk, aspiración wagneriana a la obra de arte
total?
Ross oye el eco de Parsifal en The Matrix (1999): “Cuando Neo
para las balas en el aire recuerda a cuando Parsifal detiene en la
lanza de Klingsor”. Aunque la simbiosis más famosa tal vez sea
Apocalypse Now (1979), de Francis Ford Coppola (con, de nuevo,
las valquirias en danza). “La célebre escena de los helicópteros
retrata a los americanos como a despiadados agresores, no muy
distintos a cómo los alemanes se presentan en muchas
películas. Es un cliché cinematográfico que los villanos
escuchen a Wagner. Ahí son los americanos los que lo hacen
mientras bombardean una aldea”.
La web de Ross es una fuente inagotable de conocimiento:
llamada como el título original de su primer libro, The Rest is
Noise, incluye muchos materiales audiovisuales para
acompañar la lectura de Wagnerismo, así como sus artículos
para The New Yorker y textos creados exclusivamente para la
página.

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SOBRE LA FIRMA

Iker Seisdedos
Es corresponsal de EL PAÍS en Washington. Licenciado en Derecho Económico
por la Universidad de Deusto y máster de Periodismo UAM / EL PAÍS, trabaja en
el diario desde 2004, casi siempre vinculado al área cultural. Tras su paso por
las secciones El Viajero, Tentaciones y El País Semanal, ha sido redactor jefe de
Domingo, Ideas, Cultura y Babelia.

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