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Henrik Ibsen, escritor noruego que vivió entre los años 1928 y 1906, ha cobrado un rol
fundamental no solo en el teatro de su país de origen, donde se lo considera el dramaturgo más
relevante, sino también en el teatro occidental, donde ejerció una gran influencia en el drama
moderno. En palabras del crítico Jorge Dubatti, Ibsen ha sido aquel que logró ―llevar las
estructuras del drama moderno a su perfección‖ (2006a, p. 5). Sin la concepción ibseniana del
drama moderno el teatro del siglo XX tal como lo conocemos no hubiera sido posible, tampoco
el cine ni la televisión, que toman sus estructuras narrativas. En las bases del teatro de Arthur
Miller y Jean-Paul Sartre, por ejemplo, hallamos las grandes estructuras del drama moderno
consolidadas por Ibsen (p. 6).
De acuerdo con Dubatti (2006a), si bien la modernización del teatro llevada a cabo por
Ibsen ya es palpable en las obras Brand (1866) y Peer Gynt (1867), el aporte ―radical‖ al drama
moderno comienza con Las columnas de la sociedad (1877) y se acentúa en los cuatro textos
posteriores: Casa de muñecas (1879), Espectros (1881), Un enemigo del pueblo (1882) y El pato
salvaje (1884). La contribución del dramaturgo noruego consiste en el alejamiento de la poética
romántica para el desarrollo de una poética realista. A este respecto, Dubatti agrupa el teatro de
Ibsen en cuatro etapas sucesivas:
1. una primera etapa de formación y búsqueda ligada al romanticismo (1849-1863): Catilina
(1850), La tumba del guerrero (1850), La noche de San Juan (1853), Dama Inger de
Ostraat (1855), Fiesta en Solhaug (1856), Olaf Liliekrans (1857), Los guerreros de
Helgeland (1858), La comedia del amor (1862), Madera de reyes o Los pretendientes al
trono (1863);
2. una segunda etapa de consolidación superadora del romanticismo y caracterizada por un giro
hacia el realismo (1866-1873): Brand (1866), Peer Gynt (1867), La coalición de los jóvenes
(1869) y Emperador y Galileo (1873);
3. una tercera etapa de desarrollo del drama moderno mediante el realismo social (1877-1884):
Las columnas de la sociedad (1877), Una casa de muñecas (1879), Espectros (1881), Un
enemigo del pueblo (1882), El pato salvaje (1884);
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4. una última y cuarta etapa de ampliación del drama moderno caracterizada por un realismo de
introspección y por la incorporación de procedimientos simbolistas y expresionistas (1886-
1899): La casa de Rosmer (1886), La dama del mar (1888), Hedda Gabler (1890), El
constructor Solness (1892), El niño Eyolf (1894), Juan Gabriel Borkman (1896), Cuando
despertemos los muertos (1899).
Más allá del desarrollo de la poética realista, fundamental para la modernización del
teatro, la mayor parte de las obras que Ibsen compone, sobre todo a partir de la segunda etapa, se
caracterizan por una gran profundidad filosófica, de valor universal. En estas obras Ibsen utiliza
la propia realidad como un símbolo, como un medio de expresión de ideas. Los dramas
modernos de Ibsen, como sostiene Dubatti (2006b), logran sintetizar estéticamente los valores y
conflictos modernos de finales del siglo XIX, y a la vez resultan vigentes para pensar nuestro
siglo, es decir, son obras que no pierden su actualidad. Tal es el caso de Espectros, que Ibsen
termina de escribir y publica en 1881, y que, si seguimos la clasificación propuesta por Dubatti,
pertenece a la tercera etapa de su teatro, el momento de perfección del drama moderno y del
realismo social.
Desde este punto de vista, es posible pensar en la protagonista de Espectros como una
versión femenina del superhombre nietzscheano, que cuestiona todos los valores. El concepto de
superhombre propuesto por Nietzsche no puede ser entendido sin tener en cuenta la problemática
de la muerte de Dios, planteada también por Nietzsche. El drama ibseniano expresa estos valores
en su estructura.
En primer lugar, así como destacamos la relevancia de Ibsen en el teatro moderno y en el
teatro del siglo XX, debemos destacar ahora la importancia de Friedrich Nietzsche (1844-1900)
tanto en la filosofía de su tiempo como en la del siglo XX. La cosmovisión introducida por
Nietzsche ha reorganizado, como ninguna otra, todo el pensamiento posterior. Su influencia
resulta particularmente notoria, por ejemplo, en los filósofos existencialistas, como Albert
Camus y Jean-Paul Sartre. La cosmovisión nietzscheana, por supuesto, no surge de forma
aislada, sino que evidencia un cambio de paradigma o, como lo llama Isaiah Berlin (1999), un
―gran quiebre‖ en la conciencia de Occidente que se inaugura con el movimiento romántico
hacia fines del siglo XVIII y principios del siglo XIX. El romanticismo nace en un contexto
histórico de revoluciones, la revolución industrial y la revolución francesa, y, a grandes rasgos,
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reacciona contra la ciencia, el racionalismo y la idea de progreso. Fue una ―revolución contra
todo‖ que representó una profunda crisis del espíritu.
En tal entorno, Nietzsche proclama que ―Dios ha muerto‖ ya en La gaya ciencia (1882),
en algunas pocas secciones del libro. La más célebre tal vez sea la sección 125, libro tercero, un
aforismo titulado ―El hombre frenético‖ o ―El loco‖, dependiendo de la traducción. El
protagonista del relato se pregunta a dónde ha ido Dios y luego se responde:
¡Nosotros lo hemos matado —vosotros y yo! ¡Todos nosotros somos sus asesinos! ¿Pero
cómo hemos hecho esto? ¿Cómo fuimos capaces de beber el mar? ¿Quién nos dio la
esponja para borrar el horizonte? ¿Qué hicimos cuando desencadenamos esta tierra de su
sol? ¿Hacia dónde se mueve ahora? ¿Hacia dónde nos movemos nosotros? […] ¿No
erramos como a través de una nada infinita? ¿No nos sofoca el espacio vacío? […] ¡Dios
ha muerto! (Nietzsche, 1990, p. 115).
La muerte de Dios vacía de significado nuestra existencia. El ser humano es responsable de esta
muerte porque es la razón humana la que desplaza a Dios de su lugar de privilegio. Sin embargo,
una vez derrumbado el sentido mayor, el valor primordial, una vez descartadas las viejas
creencias, el hombre se enfrenta ante el nihilismo.
En Así habló Zaratustra (1892) la muerte de Dios constituye el tema central de la primera
parte junto con el concepto de ―superhombre‖. Zaratustra admite la muerte de Dios como un
hecho consumado. La muerte de Dios significa que Dios muere como instancia sobrenatural por
sobre la vida y, para Nietzsche, es un camino necesario, ya que nos permitirá abandonar la
creación de trasmundos y apreciar la realidad, es decir, conquistar no ―el otro mundo‖ sino este
mundo que habitamos. De forma complementaria, en el ―Prólogo de Zaratustra‖, Nietzsche
propone al ―superhombre‖ (übermensch). A diferencia del hombre común, que siempre ha
creado algo por encima de sí mismo, alimentando esperanzas sobreterrenales, el superhombre se
limita a crear en al ámbito terrenal. Zaratustra define al hombre como ―un tránsito y un ocaso‖
(Nietzsche, 2003, p. 38). Al igual que el sol cuando se pone pasa del otro lado de la tierra, según
la vieja creencia, el hombre, al hundirse en su ocaso, pasa al otro lado, es decir, logra superarse a
sí mismo y llegar a ser un superhombre. Como el propio Nietzsche aclara más tarde en Ecce
homo (1908), el superhombre no constituye ―un tipo ‗idealista‘ de una especie superior al
hombre, mitad ‗santo‘, mitad ‗genio‘‖, sino que es ―un tipo de óptima constitución, en contraste
con los hombres ‗modernos‘, con los hombres ‗buenos‘, con los cristianos y demás nihilistas‖
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(2005, p. 65). El superhombre es el que rompe las tablas de valores de la sociedad para crear
otros valores, por lo que resulta quebrantador y creador a la vez (2003, p. 47). Está caracterizado
por una nueva manera de sentir, una nueva manera de pensar y una nueva manera de valorar. El
superhombre se rebela contra toda norma que trate de imponérsele desde afuera, para conquistar
una libertad creadora que no conoce otra forma de obediencia que la que su voluntad se impone a
sí misma. De este modo, el superhombre es aquel que conoce la muerte de Dios, es decir, la
ausencia de toda normatividad absoluta, y logra extraer de ella un impulso inaudito para su
aventura creadora que resultará, por lo mismo, plenamente destructora. El superhombre es un
hombre artista-filósofo: es aquel que crea, que subvierte y trasgrede, y que opera una
sensibilidad.
Si no hay ninguna ley universal, ni mandamientos ni ética kantiana, el deber es el
reemplazado por el deseo o, en palabras de Nietzsche el ―tú debes‖ es reemplazado por el ―yo
quiero‖. En Así hablo Zaratustra, dentro de ―Los discursos de Zaratustra‖, nos encontramos con
un apartado titulado ―De las tres transformaciones‖ en el que Nietzsche plantea ―tres
transformaciones del espíritu‖: ―cómo el espíritu se convierte en camello, y el camello en león, y
el león, por fin, en niño‖ (2003, p. 53). El camello, animal de carga, representa al hombre que
carga con el peso del deber, que renuncia a todo y respeta los valores milenarios encarnados en la
figura de Dios, en el ―tú debes‖. El león, conquistador de presas y señor en el desierto, representa
al hombre que desea conquistar su libertad dejando de lado el deber. Motivado por el ―yo
quiero‖, el león crea la libertad necesaria para crear nuevos valores, aunque todavía no es capaz
de crearlos. Es el niño aquel que posee la capacidad de crear nuevos valores, el que impone su
voluntad y conquista su mundo. Su inocencia y el olvido le permiten un nuevo comienzo a partir
de los nuevos valores creados.
Entonces nos preguntamos por el personaje de la señora Alving en Espectros, ¿en qué
sentido este personaje representa al superhombre nietzscheano? Antes de responder
directamente esta pregunta resulta necesario referirnos brevemente a la estructura narrativa del
drama. La historia de la señora Alving o Elena, como la llama el pastor Manders, es revelada a
medida que avanza la acción dramática. De hecho, cuando comienza la obra todo lo importante
ya ha sucedido. El pasado funciona, desde las primeras escenas, como matriz estructurante del
presente, al igual que sucede en Casa de muñecas (Dubatti, 2009). La memoria de lo sucedido
determina la situación presente y los vínculos entre los personajes, por lo que conocer el pasado
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es cristiano. Manders no tiene fe, solo se interesa por su estatus social. En primer lugar, el pastor
la convence a Elena de prescindir de un seguro para el asilo. Al sugerir este plan de acción, la
única preocupación que él manifiesta está relacionada con las posibles opiniones desfavorables
sobre su persona, por haber sido consejero y encargado de la parte administrativa, en caso de que
ocurriera una desgracia. Ni siquiera tiene en cuenta que el día anterior casi había habido un
incendio. En definitiva, solo le preocupan las apariencias y su interés personal. En segundo lugar,
el pastor Manders manifiesta su deseo de que Regina, criada de Elena, se vaya a vivir con su
padre, Engstrand, aun cuando parece bastante evidente que no es un buen padre. Los
espectadores lo saben porque Engstrand ya le había hecho la propuesta a Regina en escena,
sugiriéndole también la posibilidad de prostituirse en el albergue de marineros que tenía pensado
abrir. Tanto Engstrand como el pastor Manders apelan al deber que una hija tiene con un padre
para justificar que Regina lo acompañe. En oposición, la señora Alving no da su consentimiento
para que Regina abandone su casa con ―un padre como ese‖ (p. 149).
Hacia el final del primer acto, el pasado se sitúa en un primer plano gracias a la alusión
del pastor Manders, quien pretende ser una guía moral de Elena así ―como lo hizo en la hora del
mayor extravío de su vida‖ (p. 153). Entonces los espectadores se preguntan: ¿qué extravío?
Manders agrega: ―¿Se acuerda usted de que, apenas transcurrido el primer año de su casamiento,
se encontró al borde del abismo, que huyó del hogar… que abandonó a su marido?‖ (p. 153).
Después la reprende por haber incumplido su deber de esposa, a pesar de que ella se justifica
remarcando ―lo desgraciada‖ que había sido por la mala vida que llevaba el señor Alving. El
pastor Manders defiende el camino del deber, el ―tú debes‖ del que habla Nietzsche, fundado en
valores milenarios sostenidos, en última instancia, por un valor supremo, Dios: ―¿Qué derecho
tenemos a la felicidad? No, nosotros debemos cumplir con nuestro deber, y su deber era vivir con
el hombre que había elegido y al que le unían lazos sagrados‖ (p. 153). Elena, en vez de soportar
la cruz que le había sido impuesta, había cometido el grave error de intentar rebelarse ante el
mandato. La rebelión no prosperó, en parte, por las palabras y la actitud del pastor, pero también,
tal vez, porque aquello que impulsaba a la protagonista era la inconformidad, la infelicidad con
la vida que tenía y no una verdadera convicción motivada por la consciencia de la muerte de
Dios. Para Nietzsche, el superhombre no actúa por inconformidad sino por convicción.
La primera acusación del pastor Manders no fue suficiente para que Elena se decida a
hablar sobre su pasado. Pero en seguida llega la segunda acusación: que ha sido mala madre por
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haber enviado a su hijo lejos, y entonces Elena quiere que el pastor sepa ―toda la verdad‖. Elena
confiesa que su marido, el señor Alving, siempre mantuvo una vida de desenfreno e insinúa que
murió por ese motivo, por lo que podemos deducir que murió a causa de alguna enfermedad de
transmisión sexual, como la sífilis. La señora Alving dice que tuvo que sostener una ―lucha
constante‖ para ocultar quién era realmente su esposo y el padre de su hijo. No solo tuvo que
unirse a las orgías de su marido sino que también debió soportar el ultraje de una de sus criadas,
en el jardín de su propia casa. De ese ultraje nació Regina, a quien crió en su casa como criada.
Ese fue el punto de inflexión, como tenía algo con que amenazarlo, tomó las riendas de la casa y
decidió enviar a su hijo lejos para resguardarlo de su padre. El asilo construido en honor a la
memoria de su esposo es un artilugio para acallar finalmente los rumores y para que Osvaldo no
herede nada de su padre. Mientras su hijo estuvo lejos de casa, se comunicaba con él por carta y
le transmitía una imagen maravillosa de su padre. La misma Elena reconoce: ―No hubiera podido
resistirlo si no hubiera tenido un deber que cumplir‖ (p. 156). La aparición de Osvaldo, que
regresa al hogar después de mucho tiempo fuera, es una aparición espectral. Por un lado,
Osvaldo encarna el pasado en su persona en tanto es la herencia de la mentira. Por el otro, el
personaje adquiere la funcionalidad de ―narrador interno‖ por un momento al exponer la escena
de su niñez en la que su padre lo hizo fumar de la pipa (pp. 150-151), algunos interpretan que
con ese recuerdo Ibsen está insinuando una situación de abuso. El primer acto se cierra con la
primera referencia a los espectros, Manders y Elena escuchan desde el comedor a Osvaldo y a
Regina en el jardín. La señora Alving dice: ―Son los espectros… La pareja del jardín que vuelve‖
(p. 157). De este modo, el pasado se instala en la obra como leit motiv no solo a través de un
narrador interno que cuenta lo que ha sucedido antes de la acción dramática, sino también
mediante los diálogos, los sonidos y las voces, como ocurre en la escena del jardín.
En el Acto II, Elena sigue revelando información sobre el pasado y se alimenta la intriga
sobre la pareja de Regina y Osvaldo, pero lo más trascendente al respecto de la hipótesis que
defendemos en este trabajo es la alusión explícita a los espectros, entendidos como mandatos
impuestos por la sociedad. La señora Alving habla de ―prescripciones‖: ―a veces me parece que
son causa de todas las desgracias de este mundo‖ (p. 159). Agrega: ―Pero todos esos
compromisos, todos esos miramientos se han vuelto para mí insoportables. No puedo… Quiero
desligarme de ellos, quiero mi libertad‖ (p. 159). La transformación psicológica de Elena se
vuelve más evidente, en términos filosóficos, la etapa ―destructiva‖ del pensamiento de Elena se
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corresponde con la segunda transformación del espíritu propuesta por Nietzsche: la del león, que
quiere reconquistar su libertad. Elena incluso se reconoce ―cobarde‖ en el pasado. La cobardía de
la protagonista radica en haber cumplido con su deber, como señala Manders, y en no haberse
atrevido a hacer otra cosa, a crear nuevos valores. Elena, como ella misma dice, ha sido ―esclava
del deber y de los miramientos‖ (p. 160). Al respecto de los espectros como los mandatos
sociales, merece la pena citar el siguiente parlamento de Elena:
… hay como un mundo de espectros que me rodea, de los cuales estoy segura que no
llegaré nunca a desprenderme. […] Al oír al lado a Regina y a Osvaldo, fue como si el
pasado hubiera surgido de nuevo ante mí. Pero me inclino a creer […] que todos somos
espectros. No es sólo la sangre de nuestros padres la que corre por nuestras venas; es
también como una idea destruida, como una creencia muerta con todas sus
consecuencias. No vive, y sin embargo está fija en el fondo de nuestra alma y nunca
conseguimos librarnos. […] Me parece que el país está poblado de espectros… […] ¡Y
para complemento, todos, a pesar de ser tantos, tenemos un miedo tan despreciable de la
luz! (p. 161)
Lo que tiene en común Elena con el superhombre nietzscheano es que cuestiona las viejas tablas
de valores que la sociedad respeta, las ve como espectros. A pesar de ser una mujer burguesa
llena de preceptos, los valores tradicionales, transmitidos por el pastor Manders, le causan, en sus
propias palabras, horror y quiere liberarse.
El pasado sigue presente, Elena recuerda que lo primero que se cuestionó fue el discurso
que el pastor Manders le dispensó cuando fue a refugiarse en su casa. Él revela las palabras
pasadas de ella en aquel momento: ―Aquí estoy, tómame‖. Para Manders, haberla rechazado y
convencido de regresar a la senda del deber, ha sido el mayor triunfo, el triunfo sobre él mismo.
Para Elena, aquel acto fue la mayor derrota del pastor y un crimen contra ella. Elena sugiere que
al tomar esa decisión el pastor se olvidó de sí mismo. Esta es la actitud del camello, que, en pos
de cargar con el peso del deber, renuncia a todo, incluso a su propio deseo, y es respetuoso. En
cuanto a la lucha contra los espectros, Elena la lleva a cabo ―tanto fuera como dentro‖ (p. 161).
Esto nos lleva a pensar que, tal como sostiene Dubatti (2009), hay dos historias: una externa o
visible, relacionada con la acción y con el entramado de las relaciones sociales, y otra interna,
relacionada con las emociones y los pensamientos y con la transformación de la visión de mundo
de la protagonista.
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El pasado también se manifiesta en el presente: ―Los pecados de los padres caen sobre los
hijos‖, le dijo el médico a Osvaldo cuando lo fue a consultar por un fuerte dolor de cabeza.
Osvaldo le confiesa a su madre que posee una enfermedad. El diagnóstico médico se inclinaba
por una enfermedad hereditaria de transmisión sexual, probablemente sífilis, muy corriente en
aquellos tiempos en Europa y sobre todo en París, de donde venía Osvaldo. Si bien hoy en día
sabemos que la sífilis no es hereditaria, sí lo es a nivel narrativo, ya que se corresponde con las
creencias o el estado de la ciencia en la época. Sin embargo, Osvaldo no creyó en el diagnóstico
e incluso le mostró al médico lo que Elena decía de su padre en las cartas. El médico se retractó
y la culpa de la enfermedad recayó en el hijo. Osvaldo no solo está físicamente enfermo, sino
que también se siente psíquicamente atormentado. En el fondo, él encarna la tragedia: es el
resultado de los males de un matrimonio lleno de hipocresía, es el hijo de la oscuridad del
ocultamiento.
Notemos que el paisaje exterior, como se aclara en las didascalias iniciales y como señala
Osvaldo en el Acto II, consiste en un ―fiordo melancólico‖ (p. 141) y una ―lluvia continua‖ (p.
168). El paisaje exterior acompaña el paisaje interior, la casa burguesa, y la acción de los
personajes que allí se encuentran. Hacia el final del Acto II, Osvaldo habla de la ―alegría de
vivir‖ y la ―alegría de trabajar‖, señalando el contraste entre el ―allá‖ (París) y el ―aquí‖ (el
pueblo noruego): ―…aquí se suele considerar el trabajo como azote de Dios […] y la vida, como
cosa miserable…‖, ―allá se sienten llenos de felicidad solo porque viven‖ (pp. 171-172). Osvaldo
representa al joven burgués que ha salido de su pueblo, que ha vivido en París, la meca de la
novedad, y que se ha nutrido allí de ideas nuevas, ideas que circulaban en las grandes ciudades
europeas, entre círculos de artistas o intelectuales, pero que difícilmente lograban penetrar en los
pueblos. El Acto II se cierra con Elena decidida a contarle la verdad a su hijo, con Osvaldo y
Regina decididos a casarse (con el apoyo de Elena) y con el asilo ardiendo.
El Acto III comienza con todas las puertas de la casa abiertas, lo que simboliza que la
verdad saldrá a la luz en este acto. El resplandor del incendio inicial será sustituido finalmente
por el sol naciente, después de la destrucción se hace la luz. El derrumbe del asilo construido en
honor a su padre que Osvaldo presencia, ya que se dirige allí al enterarse del incendio, funciona
prospectiva y simbólicamente, ya que representa el derrumbe de la imagen (falsa) del padre que
él había construido y que tendrá lugar en este último acto. Vemos cómo el paisaje exterior
acompaña e incluso adelanta la acción trascurrida en el interior de la casa. Finalmente Elena
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libertad de interpretación y que toma posición (Dubatti, 2009). Ibsen plantea, sin dudas, un final
problemático desde el punto de vista ideológico, ético y arriesgado.
La obra analiza el abismo que se abre a partir de la muerte de Dios. Si no hay ninguna ley
universal, ni mandamientos ni ética kantiana, el tú debes es reemplazado por el yo quiero. Todo
está permitido: no solamente abandonar al marido y escaparse con un pastor, sino también
practicar la eutanasia activa y hasta el incesto, que Regina forme pareja con Osvaldo. Esto último
es importante, porque aboliría la primera ley, la que para Freud da origen a la civilización. Al
igual que el superhombre, Elena encarna la figura del individuo rebelde que se separa de los
dictámenes impuestos por la sociedad, que la mayoría acepta sin cuestionar y ella ve como
―espectros‖. De acuerdo con las tres transformaciones que plantea Nietzsche, Elena se encuentra
en la etapa de pensamiento del león, caracterizada por la destrucción de los valores anteriores y
la conquista de la libertad. Todavía no alcanzó la etapa del niño, que puede crear nuevos valores
con inocencia. El drama moderno ibseniano parte de una concepción laica de la sociedad,
enfocada en los vínculos materiales y culturales de la sociedad y no en un fundamento religioso.
Referencias bibliográficas
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