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¿Cómo deberían determinarse los precios?

Autor: Henry Hazlitt

11 Junio, 2012

¿Cómo deberían determinarse los


precios? Ante esta pregunta
podemos dar una breve y sencilla
respuesta: los precios se deben
determinar por el mercado.

La respuesta es ya bastante correcta,


pero se necesita cierta elaboración
para responder al problema práctico
que concierne a la sensatez del
control de precios por parte de los
gobiernos.

Empecemos por el nivel elemental para decir que los precios se determinan
por medio de la oferta y la demanda. Si la demanda relativa de un producto se
incrementa, los consumidores querrán pagar más por él. Sus apuestas
competitivas les obligarán individualmente a pagar más por ellos tanto como
permitirán a los productores ganar más. Esto elevará los márgenes de
beneficio de los productores de ese producto. Esto, a su vez, atraerá a más
empresas a manufacturar tal producto e inducirá a las que ya existen a invertir
más capital en fabricarlo. El crecimiento de la producción tenderá otra vez a
reducir el precio del producto y a reducir los márgenes de beneficio de
fabricarlo. La creciente inversión en nuevos equipos de fabricación puede
bajar el precio de la producción. O bien la demanda creciente y la producción
—sobre todo si hablamos de alguna industria extractiva como el petróleo, el
oro, plata o cobre— pueden elevar el coste de fabricación. En todo caso, el
precio tendrá un efecto claro sobre la demanda, la producción y los costes de
producción de la misma manera que estos a su vez, afectarán a los precios. Las
cuatro cosas —demanda, existencias, costes y precio— están relacionadas
entre si. Un cambio en una de ellas, provocará cambios en las otras.

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De la misma manera que la demanda, existencias, costes y precio de cualquier
bien individual están relacionadas entre si, los precios de todas los bienes
están relacionados unos con otros. Estas relaciones son tanto directas como
indirectas. Las minas de cobre pueden obtener plata como subproducto. Si el
precio del cobre sube demasiado, los consumidores lo sustituirán por el
aluminio para muchos usos. Esta es la conectividad de la substitución. El
dacron y el algodón se usan para las camisas inarrugables; esto es una
conectividad de consumo.

Además de estas conexiones relativamente directas entre los precios, hay una
inevitable conectividad entre todos los precios. Un factor general de la
producción, el trabajo, puede ser cambiado de una línea a otra a largo plazo o
a corto plazo, directamente o indirectamente. Si un bien eleva su precio y los
consumidores no quieren o no pueden sustituirlo por otro, se verán forzados a
consumir un poco menos de algo. Todos los productos compiten por el dinero
del consumidor y un cambio en cualquiera de los precios afectará a un número
indefinido de otros precios.

Así que no hay un solo precio que pueda ser considerado un objeto aislado en
si mismo. Está relacionado con otros precios. Es exactamente a través de esas
interrelaciones como la sociedad puede resolver la enorme dificultad y el
siempre cambiante problema de cómo repartir la producción entre miles de
diferentes bienes y servicios de manera que cada uno pueda ser proporcionado
tan rápido como sea posible en relación con la urgencia comparativa de la
necesidad o el deseo de él que existe.

A causa del deseo y la necesidad y las existencias y su coste, todo bien


individual o servicio constantemente cambian y cambian los precios las
relaciones de los precios. Cambian al año, al mes, a la semana, cada día, cada
hora. La gente que cree que los precios normalmente se detienen en algún
punto fijo, o que pueden ser fácilmente detenidos en algún nivel “correcto”,
podrían pasar una hora provechosa mirando la impresora telegráfica del
mercado bursátil o leyendo el informe diario de los periódicos acerca de lo
que pasó el día anterior en el mercado de cambios, en los mercados del café,
cacao, azúcar, trigo, maíz, arroz y huevos, el algodón, las pieles, la lana, el
caucho, el cobre, la plata el plomo y el zinc. Así verá que ninguno de esos
precios está quieto nunca. Por eso es por lo que los constantes intentos de los
gobiernos de bajar, subir o congelar un precio particular o dejar la relación
entre precios y salarios en el punto donde estaba un determinado día
(“sostener”) están destinados a ser disruptivos cuando no fútiles.

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Apoyo de los precios para los bienes exportacion

Empecemos considerando los esfuerzos del gobierno para contener los precios
altos o para elevarlos. Los gobiernos frecuentemente intentan hacer esto con
bienes que constituyen el principal producto de exportación de su país. Japón
lo hizo una vez con la seda y el Imperio Británico con el caucho; Brasil lo ha
hecho y todavía lo hace periódicamente con el café; los Estados Unidos lo han
hecho y todavía lo hace con el algodón y el trigo. La teoría es que subir los
precios de estos bienes de exportación hace bien y no daña en casa porque
sube los ingresos de los productores domésticos y lo hace casi siempre a
expensas de los consumidores extranjeros.

Todos estos planes siguen un curso típico. Pronto se descubre que el precio de
un bien no puede ser elevado a menos que las existencias se reduzcan primero.
Esto puede llevar, al principio, a la imposición de restricciones en la extensión
(de tierras). Pero el precio más alto da a los productores un incentivo para
incrementar su rendimiento medio por unidad de medida plantando el
producto que se apoya en las áreas más productivas y empleando más
intensivamente fertilizantes, irrigación y trabajo. Cuando el gobierno descubre
que pasa esto, empieza a imponer controles cuantitativos absolutos a cada
productor. Esto normalmente se basa en la producción previa de cada
productor durante una serie de años. El resultado de este sistema de cuota es
mantener alejada toda nueva competición; encerrar a los productores
existentes en sus posiciones relativas previas y, de esta manera, dejar los
costes de producción altos al quitar el principal mecanismo e incentivo para
reducir tales costes. Se impide que tengan lugar los reajustes necesarios.

Mientras tanto, las fuerzas del mercado siguen funcionando en los países
extranjeros. Los extranjeros se niegan a pagar el precio más alto. Sus compras
de la mercancía controlada al país controlador se cortan y buscan otras fuentes
de existencias. Los precios más altos dan un incentivo a otros países para
empezar a producir la mercancía valorada. De esa manera el plan del caucho
británico llevó a los productores holandeses a incrementar la producción de
caucho en sus colonias. Esto no solamente bajó los precios del caucho, sino
que hizo que los británicos perdieran para siempre su anterior posición
monopolística. Además, el plan del caucho británico levantó los
resentimientos de Estados Unidos, el principal consumidor, y estimuló el
exitoso desarrollo posterior del caucho sintético.

De la misma manera, sin entrar en detalles, las políticas del café de Brasil y
las del algodón en América del Norte dieron un incentivo político y de precios

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a otros países para iniciar o incrementar la producción de café y algodón y
tanto Brasil como los Estados Unidos perdieron sus monopolios.

Mientras tanto, en casa, todos estos planes requieren establecer un elaborado


sistema de controles y burocracia para formularlos y ponerlos en práctica. Esto
debe hacerse porque cada productor individual debe ser controlado. Una
ilustración de lo que sucede puede encontrarse en el Departamento de
agricultura de los EE.UU. En 1929, antes e que existieran la mayoría de los
planes de control de cosechas, había 24.000 personas empleadas en el
Departamento. Hoy son 109.000. Desde luego estas enormes burocracias
tienen un interés especial en encontrar razones por las que los controles para
cuya puesta en marcha han sido contratadas deben continuar y expandirse. Y
desde luego estos controles restringen la libertad individual y sientan
precedentes para todavía más restricciones.

Parece que ninguna de estas consecuencias sirve para disuadir los esfuerzos
gubernamentales de hinchar los precios de algunos productos por encima de lo
que de otra forma serían sus niveles competitivos en el mercado. Aún tenemos
acuerdos internaciones sobre el café y acuerdos internaciones sobre el trigo.
La ironía es que los Estados Unidos estaban entre los que promovieron la
organización del acuerdo del café aunque los estadounidenses son los
principales consumidores del producto, es decir, las más inmediatas víctimas
del acuerdo. Otra ironía es que los Estados Unidos imponen cuotas de
importación de azúcar, lo que necesariamente discrimina a favor de algunas
naciones exportadoras de azúcar y por lo tanto contra otras. Estas cuotas
fuerzan a los consumidores norteamericanos a pagar elevados precios por el
azúcar a fin de que una pequeña minoría de productores norteamericanos de
caña de azúcar pueda conseguir precios altos.

No necesito señalar que estos intentos de “estabilizar” o alzar los precios de


productos agrícolas primarios politizan todos los precios y las decisiones de
producción y crean fricciones entre países.

Mantener bajos los precios

Ahora miremos los esfuerzos de los gobiernos por bajar los precios o al menos
impedirles que suban. Estos esfuerzos se dan repetidamente en la mayoría de
las naciones, no solo en tiempo de guerra, sino en cualquier momento de
inflación. El proceso típico es algo como esto: el gobierno, por la razón que
sea, sigue políticas que incrementan la cantidad de dinero y crédito. Esto
empieza inevitablemente pujando los precios al alza. Pero esto no es popular

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entre los consumidores. Así que el gobierno prometa que “sostendrá” mayores
incrementos de precios.

Digamos que tal cosa empieza con el pan, la leche y otras necesidades. Lo
primero que pasa es que —asumiendo que puede imponer sus decretos— es
que el margen de beneficio de producir esas cosas necesarias cae, o se elimina,
para los productores marginales, mientras que el margen de beneficio de
producir bienes de lujo queda sin cambios o va subiendo. Esto reduce y
desincentiva la producción de las cosas necesarias que están controladas y
estimula una producción creciente de bienes de lujo. Pero este resultado es
justamente lo contrario de lo que los controladores de precios tenían en mente.
Si el gobierno entonces intenta impedir esta desmotivación de producir los
bienes controlados manteniendo bajos el coste de las materias primas, el
trabajo y otros factores de la producción que inciden en ella, entonces debe
empezar a controlar los precios y los salarios en círculos que cada vez se
amplían más hasta que finalmente intenta controlar el precio de todo.

Pero si intenta hacer esto de una forma consistente y con determinación, se


encontrará intentando controlar literalmente millones de precios y trillones de
relaciones entrecruzadas de precios. Fijará rígidas distribuciones y cuotas para
cada productor y cada consumidor. Desde luego, estos controles han de
extenderse detalladamente tanto a importadores como exportadores.

Si el gobierno sigue creando más moneda con una mano y manteniendo


rígidamente los precios bajos con la otra, hará un daño inmenso. Y señalemos
también que aunque no estuviera inflando la moneda sino que solo intentara
sostener los precios relativos o absolutos tal como están, o bien instituyera una
“política de ganancias” o “política de salarios” diseñada de acuerdo a alguna
fórmula mecánica, hará cada vez más daño. En un mercado libre, incluso
cuando el “nivel de precios” no cambia, todos los precios cambian
constantemente unos en relación con otros. Esto responde a cambios en los
costes de producción, de existencias y de demandas para cada bien y servicio.

Y estos cambios de precios, tanto absolutos como relativos, son


principalmente tanto necesarios como deseables, porque sacan el capital, el
trabajo y otros recursos de la producción de bienes y servicios que se precisan
menos y los ponen en la producción de los bienes y servicios que se necesitan
más. Ajustan el balance de la producción a los incesantes cambios en la
demanda. Producen miles de bienes y servicios en las cantidades relativas en
que son socialmente demandados. Estas cantidades relativas cambian todos los
días.

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Así que los ajustes del mercado y los incentivos de precio y salarios que llevan
a estos ajustes deben de cambiar todos los días.

El control de precios distorsiona la producción

El control de precios siempre reduce, desequilibra, distorsiona y desajusta la


producción. Con el paso del tiempo, el control de precios se vuelve más
peligroso. Incluso un precio fijo o una relación de precios que puede ser
“correcta” o “razonable” en el día que se establece puede volverse cada vez
más irracional o impracticable.

De lo que los gobiernos no se dan cuenta es que en lo que concierne a un bien


individual, lo que cura un precio elevado es un precio elevado. Los precios
altos llevan a economizar en el consumo, además de estimular e incrementar
la producción. Estos resultados hacen crecer las existencias y tienden a bajar
los precios de nuevo.

Alguien podría decir «Bueno, el control de los precios por parte del gobierno
es dañino en muchos casos, pero vd. está hablando como si los mercados
estuvieran regidos por una competencia perfecta. ¿Qué hay de los mercados
monopolísticos? ¿Y qué pasa con los mercados en los que los precios están
controlados o fijados por grandes compañías? ¿No debería el gobierno
intervenir aquí, aunque solo fuera para reforzar la competencia o para llevar el
precio a dónde lo dejaría la auténtica competencia si existiera?».

Los miedos de la mayoría de economistas acerca de los males del


“monopolio” han sido injustificados y sin duda excesivos. En primer lugar, es
muy difícil formular una definición satisfactoria de lo que es el monopolio
económico. Si en una pequeña población aislada existe un pequeño almacén,
barbería o verdulería —y esto es una situación típica— dicha tienda se dirá
que está gozando del monopolio de esa ciudad. También puede decirse que
cada cual goza del monopolio de sus particulares cualidades o talentos.
Yehudi Menuhin tiene el monopolio de la forma de toca el violín de Yehudi
Menuhin; Picasso, la de producir las pinturas de Picasso; Elizabeth Taylor el
de su particular belleza y atractivo; y así podemos decirlo de otros talentos y
cualidades menores en todos los aspectos.

Por otro lado, casi todos los monopolios económicos están limitados por la
posibilidad de la sustitución. Si las tuberías de cobre tienen un precio
demasiado alto, los consumidores las sustituirán por las de acero o plástico; si
la ternera está muy cara, los consumidores la sustituirán por cordero; si la

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chica de tus sueños te rechaza, siempre puedes casarte con otra. Así pues, casi
cualquier persona, productor o vendedor puede gozar de un casi—monopolio
dentro de ciertos límites internos, pero muy pocos vendedores son capaces de
explotar dicho monopolio más allá de ciertos límites exteriores. Se ha escrito
mucho en estos años lamentando la ausencia de competencia perfecta; podría
haber un énfasis igual en cuanto a la ausencia de un monopolio perfecto. En la
vida real, la competencia nunca es perfecta, ni tampoco lo son los monopolios.

Incapaces de encontrar ejemplos de un monopolio perfecto, algunos


economistas se han atrevido estos años a conjurar el fantasma del
“oligopolio”, la competencia entre pocos. Pero han llegado a sus alarmantes
conclusiones solo incorporando en sus hipótesis toda clase de acuerdos
secretos imaginarios o entendimientos tácitos entre grandes unidades de
producción y deduciendo cuáles podrían ser los resultados.

Ahora bien: el simple número de los competidores en una industria particular


tiene poco que ver con la existencia de competencia efectiva. Si General
Electric y Westinghouse compiten efectivamente, si General Motors y Ford y
Chrysler compiten efectivamente, si el Chase Manhattan y el First National
City Bank compiten efectivamente y así. Nadie que tenga una experiencia
directa de estas grandes compañías puede dudar de que predominantemente
sea eso lo que hacen. Entonces, el resultado para los consumidores, no
solamente en el precio sino en la calidad del producto o servicio, no es
solamente tan bueno como lo sería a través de la competencia fragmentada
sino mucho mejor, porque los consumidores tienen la ventaja de la economía a
gran escala y de la investigación y el desarrollo a gran escala que las pequeñas
compañías no pueden permitirse.

Un raro juego de números

Los teóricos del oligopolio han tenido una influencia funesta en la sección
antitrust y en las decisiones de los tribunales norteamericanos. Los fiscales y
los tribunales han jugado un extraño juego de cifras. En 1965, por ejemplo, un
tribunal del distrito Federal sentenció que una fusión que tuvo lugar entre dos
bancos de la ciudad de Nueva York cuatro años antes había sido ilegal y que
debía disolverse. El banco fusionado no era el más grande de la ciudad, sino
solamente el tercero en tamaño; la fusión —de hecho— había permitido al
banco competir más efectivamente con sus dos competidores más grandes; sus
activos combinados apenas eran 1/8 de los representados por todos los bancos
de la ciudad y la fusión en sí había reducido el número de bancos individuales
de 71 a 70. Yo añadiría que en los cuatro años que siguieron a la fusión el

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número de oficinas sucursales en Nueva York se había incrementado de 645 a
698. El tribunal estaba de acuerdo con los abogados del banco en que «el
público general y los pequeños empresarios se han beneficiado» de las
fusiones bancarias en la ciudad. El tribunal prosiguió diciendo que «a pesar de
todo las prácticas que son inofensiva en sí mismas, o incluso las que otorgan
beneficios a la comunidad, no pueden ser toleradas cuando tienden a crear un
monopolio; las (prácticas) que restringen la competencia son ilegales no
importa lo beneficiosas que puedan ser».

A propósito, es extraño que aunque los políticos y los tribunales crean


necesario prohibir una fusión ya consumada con el objetivo de acrecentar el
número de bancos en una ciudad de 70 a 71 no insistan tanto en las cifras que
compiten en el caso de los partidos políticos. La teoría dominante
norteamericana es que solo dos partidos políticos son suficientes para dar al
votante una alternativa verdadera, que si hubiera más causaría confusión y que
la gente no se beneficiaría de ello.

Hay mucha verdad en esta teoría política si se aplica al ámbito económico: si


realmente están compitiendo, solo dos compañías en una industria son
suficientes para crear competencia efectiva.

Precio monopolístico

El problema auténtico no es si hay “monopolio” en un mercado, sino si existe


precio monopolístico. Un precio de monopolio puede surgir cuando la
respuesta de la demanda es tal que el monopolista puede obtener un ingreso
neto más alto vendiendo una pequeña cantidad de su producto a un precio alto
que vendiendo grandes cantidades a un precio más bajo. Se asume de este
modo que el monopolista puede poner un precio más alto que el que
prevalecería bajo condiciones de “competencia pura”.

La teoría de que puede haber una cosa llamada precio monopolístico, mayor
del que sería un precio competitivo, es válida. La pregunta real es ¿es útil esta
teoría para el supuesto monopolista al ayudarle a decidir sus políticas de
precios o bien para el fiscal o los tribunales al formular políticas anti—
monopolio?

El monopolista, para poder explotar su posición, debe saber cuál es la curva de


la demanda de su producto. No lo sabe, puede solamente adivinarlo, debe
encontrarla por medio del intento y error. Y no se trata solamente de la
respuesta no emocional de los consumidores a los precios lo que el

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monopolista debe tener en mente: es el probable efecto que sus políticas de
precios tendrán en ganarse los buenos deseos o levantando el resentimiento de
los consumidores. Y lo que es más importante: el monopolista debe considerar
el efecto de sus políticas de precios en alentar o desanimar la entrada de
competidores en su terreno. Puede realmente decidir que la política más
inteligente a la larga sería fijar un precio no más alto que el que cree que
pondrá la pura competencia y quizá un poco más bajo.

En todo caso en ausencia de competencia, nadie sabe cuál sería el precio


competitivo si existiera. Así que nadie sabe exactamente cuanto más alto es un
“precio de monopolio” que un “precio competitivo” ¡y ni siquiera estamos
seguro de que sería más alto!

Aún así, la política anti—trust en EE.UU. al menos asume que los tribunales
pueden saber cuánto por encima del precio de la competencia está el precio de
un supuesto monopolio o “conspiración”. Pues cuando existe una supuesta
conspiración para fijar los precios, se pide a los compradores que demanden
para recuperar el triple de la cantidad que fueron supuestamente obligados a
“pagar” de sobra.

Nuestro análisis nos lleva a la conclusión de que los gobiernos deberían


abstenerse —siempre que sea posible— de intentar poner precios máximos o
mínimos a cualquier cosa. Cuando han nacionalizado un servicio —correos o
ferrocarriles, el teléfono o la energía eléctrica— tendrán que establecer una
política de precios. Y cuando han garantizado franquicias monopolísticas —
para los transportes subterráneos, los ferrocarriles, los teléfonos o las
compañías energéticas— tendrán claro está que considerar que restricciones
de precios impondrán.

En cuanto a la política antimonopolio, cualquiera que sean las condiciones en


otros países, puedo dar testimonio de que en los Estados Unidos apenas tienen
una huella de consistencia. Son inciertas, discriminatorias, retroactivas,
caprichosas y llenas de contradicciones. Ninguna compañía —ni siquiera una
de tamaño moderado— puede saber cuándo habrá violado las leyes anti—trust
o por qué. Todo depende de la tendencia económica de un juez o tribunal
particular.

Existe una enorme hipocresía sobre este asunto. Los políticos han discursos
elocuentes contra el “monopolio” y luego impondrán tarifas y cuotas a la
importación destinadas a proteger monopolios y a dejar fuera la competencia;
garantizarán franquicias monopolísticas a compañías de autobuses o de

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telefónica; aprobarán patentes y derechos de copia monopolísticos; intentarán
controlar la producción agrícola para permitir precios de granjas
monopolísticos. Sobre todo, no solo permitirán, sino que impondrán
monopolios laborales a los empleadores y obligarán legalmente a los
empleadores a regatear con estos monopolios; incluso permitirán a los mismos
imponer sus condiciones por medio de la intimidación física y la coerción.

Sospecho que la situación intelectual y el clima político respecto a esto no son


muy diferentes en otros países. Salir de este caos legal es, desde luego, tarea
de juristas tanto como de economistas. Tengo una modesta sugerencia:
podemos encontrar muchísima ayuda en la antigua ley común, que prohíbe el
engaño, la tergiversación y toda intimidación física y coerciva. Como nos
recordaba John Locke en el siglo XVII «el fin de la ley no es abolir o
restringir, sino preservar y ensanchar la libertad».

Así, podemos decir que hoy, en el terreno económico, el objetivo de la ley


debería ser no constreñir, sino llevar al máximo la libertad de precios y de
mercados.

Artículo extraído de Freeman, Freeman, febrero de 1967. Copiado de una conferencia


presentada en un encuentro especial de la Mont Pelerin Society en Tokyo, en Septiembre de
1966. Este artículo se ha recopilado en Free Market Economics: A Basic Reader (1974).

Traducido del inglés por Carmen Leal.

Tomado de: http://www.miseshispano.org/

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