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GEORGE PEREC
MONTESINOS
El objeto de este libro no es exactamente el vacío, sino más bien lo que hay alrede-
dor, o dentro. Pero, en fin, al principio, no hay gran cosa: la nada, lo impalpable, lo
prácticamente inmaterial: la extensión, lo exterior, lo que es exterior a nosotros, aque-
llo en medio de lo cual nos desplazamos, el medio ambiente, el espacio del en torno.
El espacio. No tanto los espacios i n f i n itos, aq uél los cu yo mut ismo, a f uer-
za de prolongarse, acaban provocando algo que parece miedo, ni siquiera los
ya casi domestica dos espacios interplanetarios, intersiderales o intergalác ti-
cos, sino espacios mucho más próximos, al menos en principio: las ciudades, por
ejemplo, o los campos, o los pasi l los del metropol itano, o un jard í n públ ico.
Vivimos en el espacio, en estos espacios, en estas ciudades, en estos campos, en estos
pasillos, en estos jardines. Parece evidente. Quizá debería ser efectiva-
mente evidente. Pero no es evidente, no cae por su peso.
Es real, evidentemen- te, y en consecuencia es
verosímilmente ra- cional. Se puede tocar.
Incluso se puede u no a b a ndon a r a
los sueños. Nada, por ejemplo, nos
i mpide conce - bir cosas que no
ser í a n n i l a s ciudades ni los
campos (ni las af ueras); o los
pasi l los del metropolitano
que serían al mismo tiempo
los jard i nes. Nada tampoco
nos i mpide imaginar un
metro en ple- no c a mp o ( he
visto ya incluso publicidad sobre
este rema pero ¿cómo decir? era
una campaña pu- blicitaria1). Lo que
es seg uro en todo caso, es que en una
época, sin duda dema- siado lejana como para
que alguien de nosotros haya guardado un recuerdo
sufi cientemente preciso, no había nada de esto: ni pasillos,
ni jardines, ni ciudades, ni campos. El problema no es tanto el de sabe,r cómo hemos
llegado, sino simplemente reconocer que hemos llegado, que estamos aquí: no hay un
espacio, un bello espacio, un bello espacio alrede dor, un bello espacio alrededor de
nosotros, hay cantidad de pequeños trozos de espacios, y uno de esos trozos es un pa-
sillo de metropolitano, y otro de esos trozos es un jardín público; otro (aquí entramos
rápidamente en espacios mucho más particularizados), de talla más bien modesta en
su origen, ha conseguido dimensiones colosales y ha terminado siendo París, mientras
que un espacio vecino, no menos dotado en principio, se ha contentado con ser Pontoi-
se. Otro más, mucho más grande y vagamente hexagonal, ha sido rodeado de una línea
de puntos (innumerables acontecimientos, algunos de ellos particularmente graves,
han tenido su única razón de ser en el trazado de esta línea de puntos) y se decidió que
t o d o
l o q u e s e e n c o n t ra -
ba dentro de la línea de puntos
estaría pintado de violeta y se llama-
ría Francia, mientras que todo lo que se
encontraba fuera de la línea de puntos estaría
pintado de un color diferente (pero fuera de dicho
hexágono no se tendía a colorear de un modo uni-
forme: tal trozo de espacio quería su propio color y tal
otro que ría uno distinto, de ahí el famoso problema topo-
lógico de los cuatro colores, todavía sin resolver en nues-
tros días) y se llamaría de otra manera (de hecho, durante
no pocos años, se ha insistido mucho en pintar de violeta
-al mismo tiempo que se les llamaba Francia- tro-
zos de espacio que no pertenecían al susodicho hexá-
gono, e in cluso a menudo estaban muy lejos, pero
en general no se han consolidado demasiado).
En resumidas cuentas, los espacios se han multiplica
do, fragmentado y diversificado. Los hay de todos
los tamaños y especies, para todos los usos y
para todas las funciones. Vivir es pasar
de un espacio a otro haciendo lo
posible para no golpearse.
LAS
PAREDES
1. Mis habitaciones.
2. Dormitorios y camaretes.
3. Habitaciones amigas.
4. Habitaciones de amigos.
5. Lechos de fortuna (divan, moqueta, cojines, alfombra,
hamaca, etc.)
6. Casas de campo.
7. Chalets ed alquiler.
8. Habitaciones de hotel
a) hoteles míseros, bien provistos, amueblados.
b) palacios.
9. Condiciones inhabitacles: noches en tren, en avión, en
coche, noches en un barco, noches de guardia, noches en
comisaría, noches en una tienda de campaña, noches de
hospital, noches en blanco, etc.
En algunas de estas habitaciones he pasado varios me ses, varios
años; en la mayoría sólo he pasado algunos días o algunas horas; quizá
resulta temerario por mi par te pretender acordarme de cada una de
ellas: ¿cuál era el dibujo del papel pintado de aquella habitación del ho-
tel Lion d’Or, en Saint-Chely-d’Apcher (el nombre -mucho más sorpren-
dente cuando se dice que cuando se escribede este cabeza de partido de
Lozere se me había metido en la cabeza, por razones que ignoro, desde
mi clase de tercero y había insistido mucho para que nos paráramos
allí)? Pero las mayores revelaciones las espero evidente mente de los
recuerdos resurgidos de aquellas habitaciones.
De acuerdo, están los vecinos, está la gente del barrio, los comercian-
tes, la lechería, el todo para la casa, el estanco que está abierto los domin-
gos, la farmacia, correos, el café del que si no somos un asiduo al menos
somos un cliente regular (le damos la mano al dueño o a la camarera).
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