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E ||
En la alcoba de un mundo
Una vida de Xavier Villaurrutia
Pedro Ángel'Palou
Library
DEBATE
En la alcoba de un mundo
Pedro Angel Palau
En la alcoba de un mundo
Una vida de Xavier Villaurrutia
En la alcoba de un mundo
ISBN: 968-11-0588-5
Hay que perderse; es preciso hacerlo para dar al fin con uno
mismo. 1 Ni escribir, ni leer: un único viaje inmóvil alrededor
de esta alcoba habitada por la sombra. Travesía sin nombre
que se tornará búsqueda, indagación, pacto. Un preámbulo
necesario. Ni un pensamiento, ni un movimiento. Renunciar
incluso a la charla o a la comunicación epistolar y por una es-
pecie extraña de amor propio, ir entrando a una lucidez sólo
comparable con el sueño. Sin barreras, ese lugar nulificará di-
ferencias entre vida y muerte, entre el yo y el otro que me
persiguen, impidiéndome ser.
Me rodea un silencio atroz que algo tiene de hermoso.
Empiezo a acelerar mi respiración -consciente de ello- pa-
ra vencer el miedo de estar solo. Oírme y de esa forma des-
prender mi cuerpo del otro ser vivo, cambiante que llevo
dentro.
Este insomnio desespera, vence.
Y en la tumba del lecho sigo siendo una estatua; grito
para no sentirme vacío, pero esa voz ya no es mía y todo el
ser huye de mí, para poseerse desde fuera. El sueño enmude-
ce. Aguzo el oído y escucho en el cuarto de al lado la ron-
quera acompasada de alguien que se entrega al sueño despia-
dadamente, ¿liberándose?
Los brazos del amante en la memoria son polvo, son mar;
hieren la soledad de mis axilas sudorosas. El recuerdo de ese
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odian están lejos, pensé mientras leía esas amplias letras que
escribe Salvador. Por eso me acordé de un texto suyo que,
aunque escrito hace muchos años, no cambia su valor: "San-
borns, the house of tiles; se atesta de la misma gente. Hay
displicencia en los pedidos y en las actitudes. ¡Qué México!
Se aburre uno. ¡Todas las tardes té, mermelada! ¡Y ni siquie-
ra se puede hablar de algo nuevo que le haya sucedido a al-
guien! Fumar ... Esta boquilla está esmaltada. Parece que las
Pavas Reales van a poner entre las lámparas ... ". Todo parece
ser lo mismo, la vida sigue igual en su curso monótono, mo-
nocorde: compás millones de veces tocado, son de cuánto
tiempo, ritmo pasado de moda, imperante por el absoluto ana-
cronismo de todos. Y Estados Unidos es aún peor: más frívo-
lo, infantil, ingenuo, ensayado. México -es un consuelo-
todavía sigue siendo humano. No es una máquina.
Este cuerpo ya no es mío, la cama no me pertenece: la
comparto con algún ángel que se ha posado en ella. Ya no es
el miedo a estar solo, es la duda. Ruidos y silencios. La noche
como una larga calle por la que echamos a andar. Morir es
despertarse, y entonces ¿quién es este viento que ha venido a
posarse, a encontrarnos? ¿Por qué ya no se es más que un
cuerpo vacío que ese otro ocupa?
Esta piel desnuda, delgadísima que no sabe si podrá so-
portar la travesía, si acaso no quedará anclada en el mar de
la ansiedad, de su propia desesperación por llegar, cuando
lo que importa es el camino, no la meta. El sabio opone su
ser al del triunfador. El segundo ve sólo la meta, al primero
en cambio lo que le importa es la búsqueda, el trayecto: cami-
no en el que se enriquece. La duda también es un aprendi-
zaJe.
La duda que como una prostituta cobra el haber ocupa-
do el cuerpo y su precio es altísimo, irrespetuoso. Borra aque-
lla seguridad cómoda, desprovista de miedos y la llena de som-
bras que no conocen, que nada saben,
que nada dicen.
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II. (De un cmv:l~q10 de viaje)
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No podemos abandonarnos,
nos aburrimos mucho juntos,
tenemos la misma edad,
gustos semejantes,
opiniones diversas por sistema.
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III. (De un cuad;tJlO de viaje)
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IV. (De un cuaderno
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Y me pregunto ahora,
si nadie entró en la pieza contigua,
¿quién cerró cautelosamente la puerta?
¿Qué misteriosa fuerza de gravedad
hizo caer la hoja de papel que estaba en la mesa?
¿Por qué se instala aquí, de pronto, y sin que yo la invite,
la voz de una mujer que habla en la calle?
Y al oprimir la pluma,
algo como la sangre late y circula en ella,
y siento que las letras desiguales
que escribo ahora,
más pequeñas, más trémulas, más débiles,
ya no son de mi mano solamente.
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V. (De un cua;Jerno
},Is,,.,. de viaJ'e)
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A Agustín Fink
(mí cicerone sorprendido de
cómo solté el hilo del ovillo)
una constelación más antigua, más viva aún que las otras.
Y esa constelación sería como un ardiente sexo
en el profundo cuerpo de la noche,
o, mejor, como los Gemelos que por vez primera en la vida
se miraran de frente, a los ojos, y se abrazaran ya para siempre.
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hay que perderse, es preciso hacerlo para dar al fin con uno
mismo. Ni escribir, ni leer: un único viaje inmóvil alrededor de
esta alcoba habitada por la sombra. Así, esta travesía sin nom-
bre se volverá búsqueda, indagación, pacto: preámbulo necesa-
rio. Ni un pensamiento, ni un movimiento. Renunciar incluso a
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Segunda versión <je.Jos hechos:
1936:1949
el que nada se oye
aun cada hombre mata las cosas que
ama, el cobarde lo hace con un beso, el
hombre bravo con una espada.
ÜSCAR WILDE
Sirvió de mucho el viaje a Cuautla, porque, salvo demasiado
desorden en el "Encuentro de narradores" 1 pude discutir
con Salazar Mallén acerca de México y de Villaurrutia. No sé
cuánto de lo que pienso ahora se debe a mis lecturas o a esa
charla, pero en este cuaderno de notas voy a intentar recupe-
rarlo para la próxima novela, que debería llamarse el que nada
se oye, tomado de un verso de Villaurrutia. Suficiente prólo-
go. Mejor empiezo: creo que hay tres sucesos en la historia
de México que se unen formando una trenza; tres momentos
que se tocan y confunden, que se repelen y excluyen, pero
sin los cuales sería imposible comprender la vida que los ha
continuado. El primero es en La Bombilla; la orquesta típica
de Esparza Oteo tocaba "El limoncito", Obregón era nueva-
mente el triunfador, había logrado que Calles modificara la
Constitución para poder reelegirse y ahora era fuerte de nue-
vo, señor máximo de los destinos de México. Su victoria so-
bre las circunstancias era aclamada en ese banquete. Intentaba
incluso rejuvenecer, aunque desde que le habían amputado el
brazo perdió el equilibrio cayendo en un abismo. El contacto
salado y amargo con el poder volvía ese hombre prematura-
mente un anciano sin serlo.
Mientras esto sucedía, un hombre pálido, desgarbado, se
acercó al presidente electo mostrándole unos dibujos que lle-
vaba en las manos; Obregón estaba que no cabía en sí y vol-
teó a ver lo que sería su retrato, sin importarle el mundo, sin
preocuparse del atentado reciente, aún sintiendo que lo iban
a matar. León Toral -el de los dibujos- sacó entonces la pis-
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En el sueño las imágenes se pierden, Xavier va en un vagón de
pullman y la desesperación, el paisaje, le hacen arrojar las
mantas y recostarse, aunque esté dormido. Los débiles se
quedan siempre, es preciso saber huir, oye lo que le dice una
voz que sale de quién sabe dónde. El tren no tiene tiempo de
arrepentirse, así que arranca de la estación en la que ha pa-
rado. Xavier abre la persiana y ve luces que se alejan tenues,
crepusculares, mustias estrellas arrepentidas. En el sueño tam-
bién se está solo y la voz que antes le habló ahora se aleja
irremediablemente como un eco, ir, ir, ir, ir, se va perdiendo
ese susurro en la noche. Siente que cierra los ojos para no
desesperarse con el ruido e inmediatamente cambia el paisa-
je: ahora está sumido en el pánico, se encuentra en la cubier-
ta de un barco que zozobra, entre las olas que lo cubren, que
empapan su cuerpo y sus ropas, y lo azotan contra la cabina
de mando, ora contra el mástil de donde se agarra desespera-
do. El miedo vuelve a ser el de estar solo. Busca un marinero
que se acerque, pero no llega ninguna imagen sino la de una
tormenta irascible que lo circunda y lo consume. Al final,
agotado, deshecho, despierta acostado sobre la playa de una
isla, como Robinson, y a su alrededor algunos restos del na-
vío. Se incorpora como puede y empieza a caminar por esas
tierras, buscando compañía, aun a sabiendas de que está irre-
mediablemente solo, perdido, ajeno, ausente de memoria, ol-
vidado y olvidadizo. Reencontrado con un mundo que lo vio
nacer, un universo abierto pero nada poblado, lleno de au-
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Agustín dónde estás por qué no vienes para qué sirve enton-
ces tanto amor y tanta entrega si al final te quedas solo y el
hambre que no aguantas esta ropa está sucia y rota no tengo
qué ponerme ni modo qué voy a hacer ya estoy harto de la
fruta insípida que hay en esta isla del demonio y no puedo ha-
cer nada a pesar de la noche siento que sudo transpiro huelo
horrible he de estar haciendo el ridículo hecho una facha pe-
ro qué voy a hacer si estoy condenado para siempre en esta
isla de la que nadie me sacará aquí voy a morir sin ver a mi
madre ni nada ni nadie qué calor qué bochorno seguramente
va a volver una tormenta insoportable la noche no refresca ya
no se puede Agustín Agustín ¿vas a venir o no?
Lo despierta su propia agitación y prende la lamparilla de
la mesa de noche, verdaderamente está sudoroso, jadeando.
Estira la mano y toma un vaso que apurará sin tregua, asién-
dose a la vida, resistiéndose de la pesadilla. En el cuarto tam-
poco hay nadie, está solo, irremediablemente.
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Estar sin máscara, sin más cara que ésta con la que camina y
se encamina hacia casa de Agustín. ¿Qué decir? ¿Disculparse?
¿Increpar? ¿Establecer un diálogo? Cuanto más sincero es el
amante, más superior es el amado, quien se permite todo lujo
de tretas para mantener ese estado; la indiferencia es la única
forma de retener el amor, la desventaja es que esa necesidad
de ser sinceros es la que mueve el amor y no la indiferencia.
En eso piensa Xavier, y en que si se afana por ocultarle a
Agustín la alegría de ese reencuentro, podrá retenerlo, pero
si demuestra su necesidad de él, Agustín podrá vengarse, pre-
textando ser clásico, y el pensamiento lo sorprende frente a
la puerta de la casa, lo cual no deja de hacerle sentir un gran
temor que se refleja en un nerviosismo inseguro. ¿Hay otra
forma de ser nervioso?
-¡Qué bueno que viene, joven Xavier, ya ve usted que el
niño Agustinito se encierra y ni quién pueda hablar con él!
-¿Cómo está, Lupe?
-Bien, joven, pero igual de preocupada que hace dos me-
ses, cuando se puso igual el niño.
-¿No ha comido bien?
-No, viera usted las muinas que me hace pegar, ni siquie-
ra me contesta.
-¿Pero no ha venido nadie a verlo, no se ha distraído?
-Cómo cree usted si no deja que nadie entre, se ha nega-
do a recibir a sus amigos, quién sabe si a usted quiera verlo.
-A mí menos que a ninguno, Lupe.
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-Demasiado.
-Entonces ...
-Entonces no entiendo tu postura del otro día y por eso
no he querido ir a verte, porque no sabría el momento en
que tú estarías dispuesto a verme, a concederme una entre-
vista.
-Parece mentira que no entiendas.
-No, sí entiendo perfectamente Xavier. El señor tiene
sus amigos, sus momentos, sus libertades, sus gustos. Así que
puede escoger a cualquiera de ellos, desechar a los otros y sa-
tisfacer su egoísta hedonismo. Los demás por un cuerno, es lo
de menos. Después, cuando el efluvio alegre le haya pasado al
señor, éste podrá visitar y seleccionar a sus amigos melancó-
licos, para no sentirse solo. Y entonces poder escribir su gran
obra, sus grandes textos inspirados en el goce sensual, en la
pura puesta en juego de los sentidos y sus virtudes. Lo demás
es vano, superfluo.
-¿Has acabado o quieres continuar con tu perorata?
-No, señor, es todo.
-Punto primero, tú también tienes tus amigos, tus
gustos, tus etcéteras y los escoges dependiendo de tu estado
de ánimo, lo cual es lo más normal del mundo. Punto segun-
do: ese día yo no te corté porque iba a escoger a un amigo
más apto y no quisiera escucharte, estrecharte aun, sino por-
que deseaba estar solo y escribir.
-Lo hubieras dicho.
-¡Déjame terminar, demonios!
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Llegados a este punto habríamos de preguntarnos si enton-
ces es cierto que la historia progresa. Si hacemos un análisis
de lo que en estas líneas se puede considerar progreso, no.
Los valores morales se estancan y pierden sus dimensiones,
pero no progresan en sentido proporcional al avance tecnoló-
gico, al confort de una civilización más artificial que entiende
por progreso el bienestar. Entonces, esos hechos históricos
que -al igual que los individuales- son producto concreto
del azar y la casualidad, no modifican el absoluto de los valo-
res morales sino que consiguen una fuerza técnica que se tor-
na comodidad. Nadie puede dudar que la vestimenta de hoy
es más cómoda que los trajes de la época de los luises, que
hay más confort en la vivienda del siglo XX que en la caverna
prehistórica, con todo y búfalos altamíricos. En fin, sería ab-
surdo proponer una teoría en donde no se tomara en cuenta
que se ha avanzado considerablemente en la creación de re-
cursos y modos de vida menos precarios y difíciles. Pero nada
ha pasado con la vida interior, con el desarrollo del espíritu
-que es una palabra pasada de moda- o con la esperanza
de una vida más justa y de formas de gobierno menos abso-
lutas y diferenciadoras. Pero si algo nos ha dejado este no-pro-
greso es la conciencia de su negación. Hoy ningún idealista
-de orientación teológica o materialista- deja de sentir
cierta pena cuando, enrojecido, expresa sus teorías. Y el pu-
dor viene de la inseguridad. Nadie puede creer por comple-
to, como en Civitas Dei o Utopía, que hay posibilidades de
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Aún hay otra posibilidad, la del tercero en discordia. Agus-
tín, que sigue sentado sobre la cama, le ha pedido a Lupe que
caliente agua y lo afeite. El amargo recuerdo de su impoten-
cia le hace sentir unas ganas locas de vivir, porque sólo en la
vida, en la consecución de sus ideales puede sentir que está
salvado.
Y una vuelta discreta por la recámara permite ver que ha
vuelto a sacar sus pinceles y en el caballete hay una tela a me-
dio pintar que tiene varios tonos de verde, aún no se pueden
precisar las formas que tendrán, esas pinceladas autónomas,
pero una sensación de frescor inminente hace que Lupe, al
entrar con la palangana de peltre y la navaja, exclame:
-Uy, niño Agustín, mire qué colores tan bonitos, hasta le
dan a una ganas de vivir al verlos.
La operación de afeite permite expurgar, con cada vello,
un rencor y a pesar de una cortada minúscula que lo hizo sal-
tar, cuando Lupe termina y le pasa la toalla para que se seque
y la loción de lavanda, Agustín se siente joven, nuevo, quisie-
ra ver a Xavier en ese momento, aunque se resigna a visitarlo
mañana. No deja de reconfortar a la criada que el niño le
diga:
-¡Qué bien me siento, Lupe, no sabe cómo se lo agra-
dezco! ¿Oiga, qué hizo de comer?
-Pues como a usted le gusta mucho el mole de chicha-
rrón.
-Qué excelente. Ahora me cambio y bajo.
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El origen y causa de todas las formas de incomunicación y
violencia que existen y seguirán existiendo en las relaciones
humanas, especialmente en aquellas que insistimos en juzgar
íntimas, es que esas expresivas parej.as que forma la casuali-
dad nunca se ponen de acuerdo sobre qué atributo tiene tal
o cual acto, qué valor se le otorga a cualquier sentimiento.
Ante un mismo suceso uno llora y el otro ríe. No hay tragico-
media; el primero ve una tragedia y el segundo una comedia,
o viceversa.
No falta quien diga, para curarse de espanto, que está dis-
puesto a sentir y respetar las sensaciones del otro. Pero esas
leves diferencias de tono ni el mejor director de orquesta
puede compaginarlas.
Sólo la soledad permitiría, por ende, una versión propia
y que no diera lugar a polémicas, sobre las cosas. Pero no es
posible, necesitamos expresar lo que sentimos, que otros se-
pan y compartan esa experiencia.
La única soledad verdadera es el suicidio.
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Se entiende que siguieron días pesados, imposibles y arduos.
Caminatas en el desierto de la depresión., Xavier no salió en
una semana, no podía enfrentarse con el mundo; cuando so-
brevenía el recuerdo de los dolores de cabeza intermitentes
de Jorge, y luego aquellas discusiones acaloradas, llenas de pa-
sión, las caminatas nocturnas, los juegos de casi adolescentes,
el trío con Gilberto y él. La búsqueda de sí mismos en la que
juntos habían participado.
La muerte de Jorge le había vuelto a revelar la soledad
que lo encerraba. Ya nada le haría olvidar que el hombre es
un conflicto irresoluble, una incógnita indespejable.
Pero aún peor que esa duda era la certeza pronta de que
Jorge había tenido razón, había optado por la mejor salida. A
ratos se contradecía y criticaba a su amigo por violento, por
desencantado.
Lo cual quiere decir que él mismo era un manojo de in-
certidumbres que la muerte había sacado a flote; le había
tocado el momento verdadero de sentir seriamente esa enfer-
medad interior que sobrecoge y roe el esqueleto, que destru-
ye porque empieza como un inminente pacto roto entre el
cuerpo y el alma, y continúa siendo un escarbar continuo en
las miserias propias, que son las más dolorosas.
Jorge representaba un instante de su felicidad, uno de los
encargados -aunque fuera sólo en el recuerdo de los momen-
tos de dicha- de ayudarle a construir su propia felicidad.
Pero después de su muerte, Xavier comprendió que Jorge era
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hizo Xavier todos estos últimos años, se olvidan del otro tea-
tro, el de siempre. Suplen sus ineficiencias, lo vuelven pleno,
vital, íntegro.
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El amor, igual que la política, es contradictorio, mira eterna-
mente hacia el porvenir, se deleita en planes y proyectos, en
opciones nuevas: condena el pasado irremediable, lo delega al
olvido: al menos ese pasado molesto que no permite pensar
en el futuro como si éste fuera el gran paraíso al que -des-
terrados o no- al fin regresaremos. Y mientras piensa esto,
Xavier camina hacia casa de Agustín sabiendo que aunque
verbalmente no llegaron a reconciliarse, sí están disculpados
el uno del otro. Así, sin palabras. Y por eso el amor -que
siempre calla lo más importante- se parece a la política:
oculta las miserias, devela el mundo (su mundo) como per-
fecto, transparente, aunque lo recubra de olvido, de silencio.
Si fuera más fácil decirle a Agustín nuevamente la razón
por la cual él quería estar solo y que lo dejara en paz aquella
noche del pleito, y Agustín discutiera sin celos ni estupide-
ces, ambos podrían llegar a un acuerdo verdaderamente sin-
cero. Pero si esto fuera fácil no tendrían necesidad de ocultar
el problema, porque el hombre, cuando ama, no puede tole-
rar el amor: necesita la indiferencia, el maltrato, la duda; si
todo fuera certeza nada retendría a los amantes, piensa Xa-
vier. Es irónico, pero sucede: si muestro poca importancia
hacia el amado, éste buscará notarse, aunque para ello tenga
que olvidar que su vida amorosa está hecha más de frustra-
ciones y fracasos que de logros y triunfos.
A pesar de que el amor es la única posibilidad de liber-
tad individual, de indiferenciarnos, para regresar a la eterni-
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Xavier entonces baja la escalera y piensa que el amor es la
constatación de una falta, de una carencia, por lo que, a pesar
de más y más búsquedas, el objeto de nu~stro amor siempre
escapará a nuestra aprehensión.
Gracias al amor imaginamos cuál pudo ser la vida que no
elegimos, las opciones que dejamos pasar, en fin, el mundo que
pudimos tener y más grande se vuelve nuestra cólera ante lo
que tenemos, lo que nos hace más débiles y dependientes.
-Ay, joven Xavier, qué sustos nos pega el niño Agus-
tinito.
-Oiga, Lupe ¿no ha estado malo?
-No que yo me acuerde, quizá le hizo mal algo que co-
mió ¿no?
-Puede ser, pero ahí le encargo que vigile si no se me
desmaya de nuevo.
-Sí, quién sabe qué haya podido ser, pero mejor lo
cuidamos.
-Está bien, Lupe; no sabe lo que le agradezco que se
porte tan bien con nosotros.
-Uy, pues es lo menos que puedo hacer, si usted es un
joven tan fino, y tan bueno.
-Gracias, Lupe ...
-Bueno, ya déjense de chismes, ¿nos vamos, Xavier?
-Está bien, adiós, Lupe.
-Hasta Jueguito joven Xavier, no venga tarde y cuídese
niño Agustín.
-Pierda cuidado, Lupe, hasta la noche.
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-No.
-Pues que no hay entonces, sólo hay aquí y ahora, no pa-
sado que chantajea ni futuro que exprime: sólo un presente
eterno, criticable pero propio,. intenso: único.
-¿Y cómo puedo vivir en fs; presente inmortal?
-Ya lo haces, de hecho, pero te sientes culpable de que
sea así.
-¿Cómo?
-Amas y creas, que son los únicos absolutos posibles,
las mejores salidas, los más idóneos antídotos contra la espe-
ranza.
-No hay esperanza.
-No.
Y la noche, con su prisa, extinguió la sombra de la duda.
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Ni pensar, ni sentir, ni tener esperanzas o deseos: sólo vivir.
Soñarse tangibles, corpóreos, contingentes. Indiferenciables,
creer que somos individuales, que podem,os ser únicos: que
nuestro sufrimiento es solo y nuestro.
Todo esto es salida en donde no la hay, posibilidades en
un mundo donde ya nada, ni nadie, existe: lo único que vive
es él: sus engranes y tornillos, sus pistones y bandas.
Motores, combustibles, energía, herramientas: todo es ac-
cesorio.
Dejar el presente, vivirlo, aceptarse dentro de él y sólo en
uno mismo: soñar que la noche es sólo mía y que el dolor es
sólo mío y soy solo, al fin diferente, individual, verdadero.
A pesar de ser polvo, nada, sueño.
No creerse necesario, útil, imprescindible, lo cual ya sería
el colmo. Simplemente sonar la posibilidad de ser, al fin, in-
dividuales y corpóreos, únicos y bellos: solos.
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Después de todo, las cosas no son tan fáciles como se dicen; si
así fuera, sería incomprensible esta necesidad de ver a Agus-
tín, esta necesidad de verme con él, de ser en él, dice Xavier.
Comprendo sus dudas, y es que el ~mor, con todo lo que
tiene de riesgo, es la única posibilidad, como le dijo Jorge
Cuesta en el sueño, de sentirse no sólo individualizados sino
también --esto es muy importante- absolutos, eternos, in-
mortales.
Y si así es, hay que hacer un esfuerzo mucho mayor por
mantener la llama encendida, por ceder para que permanez-
can unidos dos deseos, dos bocas, dos alientos, dos almas. Y
si no se piensa igual no discutir por ello, poniendo toda la ira
en el argumento. Dejar en claro la posición, pero no ser ne-
cios. La inteligencia del que deja un hueco para que entre el
enemigo y por ahí lo embosca, lo asesina. Lo toma prisionero.
¿Cómo crear ese hueco?
-Xavier, no me gustó tu guión, es muy flojo y en algu-
nos casos no usas la gracia de Medel, dejas escapar sus cua-
lidades -le comenta Agustín al salir del cine; fueron a ver, si
se recuerda, La mujer sin cabeza.
-Sabes que lo que más trabajo me cuesta es ser humo-
rista.
-Pero tus actores son cómicos; hay que explotarlos,
tener al público a gusto en el asiento, sin ganas de levan-
tarse ...
-¿ Y no lo logro?
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La involuta del frío que se apodera de los cuerpos y los hace
tiritar muy en el fondo: tocando cada fib~a, sensibilízándola.
Esa sensación viene acompañada no sólo de la necesidad de
arroparse cuidadosamente: llega también el desarraigo, la pér-
dida, el desasosiego. Y también las trampas que, para Salazar
Mallén, obstaculizaron la Revolución y la mataron: esa transa
que se une y repele y que desencanta a los hombres.
La niebla, el frío, la muerte.
Porque la noche ha caído así: irresistiblemente fría. Xavier
va enfundado en un traje de lana gris, lleva un abrigo negro,
forrado por dentro con borrega. Se ha calado su sombrero
Tardán. Respira y sale vapor de su boca: un humito tierno,
solitario. Nada lo logra abrigar aún; el frío se cuela por su
piel, traspasa el hueso y lo hace débil, endeble. La ciudad es
un reptil venenoso. Habla por teléfono. Cita a Agustín, a Sal-
vador, a un muchacho de Filosofía que le mostró unos poe-
mas la semana pasada, y a Delfino que está viviendo en casa
de Salvador.
Salen del café, rumbo a casa de Xavier, para jugar bridge.
Saben todos que el juego no los consumirá, y que pasarán
toda la noche en él, refugiándose. Miedosos, necesitarán del
poder que les otorgan las cartas: la vida les ha quitado toda
fuerza, todo empuje, cada día son más solos, menos grupo.
El juego despierta sus otros apetitos, los enfurece.
Son las cinco de la mañana, quizá.
Todos se han ido apenas hace un cuarto de hora. No
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Supongamos entonces que a la tarde siguiente Agustín va a
casa de Xavier con la firme intención de explicar qué pasó en
el café, y por qué estaba con Mario, visiblemente turbado. Si
hacemos caso a los reportes del tiempo aparecidos en los pe-
riódicos de la época, tenemos que ponerle a Agustín un abri-
go y sombrero. La tarde es un aire frío que llega hasta los hue-
sos. Autos, mujeres que caminan, un perro distraído.
-Xavier, ¿puedo pasar?
-Qué bueno que viniste, Agustín -hipócrita sale el hi-
lillo de voz que no siente- ¿quieres un té?
-Un té -repite Agustín sin saber qué decir, cómo em-
pezar: no esperaba que lo recibiera así; ¿y si verdaderamente
Xavier no los vio, sólo estuvo un pequeño rato en el café y
salió sin decir nada? Entonces mejor no hablarle, no hacer
una tempestad en un vaso de agua.
Ya una vez sentados en el estudio de Xavier, éste le dice:
-Se te ve contento, hombre. ¿Algo bueno te sucedió?
-No, todo sigue igual que siempre -y ahora esa espini-
lla que le suelta así nomás, como que no quiere la cosa, pero
para picarlo y que hable. Entonces quiere decir que sí nos vio,
piensa Agustín, que se hizo el disimulado, pero estaba cons-
ciente de qué pasaba y por qué estaban Mario y él juntos.
-¿A qué viniste? -pregunta Xavier, complacido con el
juego de turbar a su compañero al que le sube el color.
-Solamente a saludarte; además, hoy cenamos en casa
de Dolores, ¿recuerdas?
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Teresa, con meticulosidad y paciencia, había cambiado las vio-
letas del jarrón por unas gardenias que perfumaban la estan-
cia, dejándole un hálito de romanticismo imperdonable. Xa-
vier agradece el gesto de su hermana al entrar a su estudio y
percibir el aroma: un poco perturbado se deja caer en el si-
llón y piensa que también ese perfume es una involuta: la de la
desdicha amorosa, el desencuentro total, como el último viaje
a Puebla y sus consabidas decepciones. ¿Qué era, en cambio,
lo que lo tenía ahora así, despreocupado, sin tristezas, ninguna
pena rondándole la cabeza con sus almas de humo? ¿Por qué
no podía odiar a Agustín, ni sentir celos de Mario? ¿Por qué el
amor de pronto se le revelaba como un sentimiento super-
ficial?
Desde ese día, y hasta el final, Xavier elaboraría esa tác-
tica de defensa: no interesarse, no comprometerse con nadie:
no exigir a los amantes nada más que su propio desenfreno,
su entrega momentánea, volátil, olvidable. Agustín pasó a ser
uno más en la lista, alguien por el que sentía un profundo
aprecio, además. Pero desde este día pudo hacer una división
que no le está dada comúnmente a los hombres, la de separar
la sexualidad del amor, desgranar sus partículas y, por lo mis-
mo, descreer de la infidelidad o la firmeza.
Xavier asoma la nariz junto a las flores y se deja ir en el
recuerdo de esos días de Puebla, cálidos, sobrios, cargados de
amor. Toma una hoja y la pluma fuente. Escribe. La tinta corre
como la sangre, habitando la página blanca que se llena de
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Tercera versión g.e.Jos hechos:
diciembre 1950
pero amar es también cerrar los ojos
Un hombre que renuncia a su sociedad está
en condiciones de comprenderla.
PAUL VALÉRY
19 de diciembre, 19501
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¡Al fin llegó la noche a inundar mis oídos con una silenciosa
marea inesperada, a poner en mis ojos unos párpados muertos,
a dejar en mis manos un mensaje vacío:
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25 de diciembre, 1950
[en un periódico]
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27 de diciembre, 1950
Querido Delfino:
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PRIMERA VERSIÓN DE LOS HECHOS
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Íq,dice
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