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Norman Cohn

En pos del Milenio


R e v o lu c io n a r io s m ile n a r is ta s y a n a r q u is ta s
m ís t ic o s d e la E d a d M e d ia

Versión española d e R am ón Alaix Busquets


Versión española del apéndice y notas:
Cecilia B ustam ante y Ju lio O rtega
Revisión general de A lianza Editorial

A lia n z a
E d ito r ia l
C a p ít u lo 3

EL M E S I A N I S M O D E L O S P O B R E S D E S O R I E N T A D O S

El im p acto de u n rápido cam bio social

A partir de fines del siglo XI se sucedieron con creciente frecuencia


m ovim ientos revolucionarios de los pobres, dirigidos po r mesías o san­
tos vivientes, inspirados en las profecías sibilinas o ju aninas respecto a
los U ltim os Días. Sin em bergo no se dieron siem pre n i en todas p a r­
tes. En lo que se refiere a Europa septentrio nal, sólo e n el valle del
R hin se p u ed e detectar u n a tradición ap aren tem en te in in terru m p id a
de m ilenarism o revolucionario q u e se prolon ga hasta el siglo XVI. En
ciertas regiones d e lo qu e ahora es Bélgica y el no rte de Francia p o d e ­
mos encontrar tales tradiciones desde fines del siglo XI hasta m ediados
del XIV, en cierts regiones del sur y centro d e A lem ania a partir de
m ediados del siglo XIII hasta la reform a; m ás adelante p u e d e n obser­
varse los inicios d e u n a tradición en H o lan da y W estfalia. C oncom itan-
tem en te a levantam ientos m ucho más im p ortantes se p rod ujo u n a con­
m oción m ilenarista en los alrededores de Londres y otra en Bohem ia.
C on excepciones d e m en o r im portancia, todos los m ovim ientos a
los q u e se refiere el presente estu dio surgieron d en tro de estos precisos
lím ites; y es lógico qu e nos preguntem os po r las causas. A pesar de la
dificultad que p u e d a suponer el estu dio de las causas de u n fen ó m e­
no social en u n a sociedad qu e no p u ed e ser observada directam ente,

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En pos del Milenio 53

la incidencia del m ilenarism o revolucionario aparece muy claram ente


d efin ida, tan to en el espacio como en el tiem p o , y no puede ser consi­
derada com o algo sin im portancia. U n a aproxim ación somera nos hace
in tu ir q u e las situaciones sociales en las qu e se produjeron los levanta­
m ientos del m ilenarism o revolucionario fueron casi idénticas. Im p re­
sión q u e q u ed a confirm ada cuan do se exam ina en detalle cada u n o de
los levantam ientos. Las regiones en las q u e las ancestrales profecías
acerca de los U ltim os D ías cobraron u n nuevo sentido revolucionario y
u n a nueva fuerza explosiva fueron precisam ente aquellas q u e estaban
am enazadas de u n a crisis de sobrepoblación y se encontraban inm ersas
en u n rápido proceso de cam bio social y económ ico. Tales condiciones
se d ab an alternativam ente en u n lu gar u otro , pues a este respecto el
desarrollo de la Europa m edieval no fu e, ni m uch o menos, u n iform e.
C ada vez q u e se d ab an esas condiciones, el estilo de vida se d iferen ­
ciaba gran d em en te de la pacífica vida agrícola q u e fue norm al en los
largos siglos de la E dad M edia. N os será m uy ú til considerar en q u é
consistía la diferencia.
N o se trata ciertam ente de qu e la tradicional vida agrícola resultara
placentera. Las técnicas agrícolas, au n q u e m ejoradas, nunca p u d iero n
proporcionar al cam pesinado u n estado d e ab u n d an cia m aterial, n i si­
quiera en las circunstancias m ás favorables; y, p ara la mayoría d e los
cam pesinos, la vida fu e siem pre u n a d u la lucha contra la necesidad.
En todos los peq ueñ os pu eblos hab ía m u ch a g en te qu e vivía a u n n i­
vel elem en tal y las reservas agrícolas eran tan escasas y las com unica­
ciones ta n precarias q u e u n a m ala cosecha significaba m uy a m en u d o
u n h am b re general. D u ran te generaciones, extensas regiones d e Euro­
p a septentrio nal y central fu eran devastadas p o r invasiones nórdicas y
m agiares y, d u ran te siglos, regiones todavía m ás extensas se en co n tra­
ron rep etid am en te envueltas en las guerras privadas de los barones
feudales. A dem ás la m asa d el cam pesinado vivía n o rm alm en te bajo
u n a rígida d ep end encia de sus señores laicos o eclesiásticos. M uchos
cam pesinos eran siervos; la servidum bre se transm itía p o r herencia ge­
neracional. U n siervo pertenecía po r nacim iento al patrim o nio de su
señor, lo cual significaba la condición m ás h u m illan te qu e p u e d a d ar­
se. Pero se d ab an tam b ién otras condiciones q u e , si bien eran m enos
hu m illantes, resultaban casi tan difíciles d e sobrellevar com o la servi­
d u m b re. D u ran te m uchos siglos de constante estado de guerra y a fal­
ta d e u n gobierno central efectivo, gran n ú m ero de pequeños terrate­
nientes se habían visto obligados a ceder sus tierras al señor local,
q u ien , con su b an d a d e guerreros a caballo, era el único q u e p o d ía
ofrecerles protección. Los descendientes de esos hom bres ta m b ién d e ­
p en d ían del señor, y au n q u e su dep end encia estaba regulada p o r u n
con trato p erm an en te y hereditario, su condición no era m enos onerosa
q u e la d e los siervos. En u n a época en la q u e la garantía m ás efectiva
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d e la indep end encia personal radicaba en la posesión de tierras y en la


facultad de llevar arm as, los cam pesinos se enco ntrab an en u n a si­
tuación m uy desfavorable: sólo los nobles p o d ían arm arse, y casi to da
la tierra de las regiones agrícolas era p ro p ied ad de los nobles o d e la
Iglesia. Para p o d er sobrevivir era necesario arrendar la tierra y com prar
la protección, y esto significaba q u e la m ayor p arte d e los cam pesinos
deb ían prestar a sus señores u n a considerable variedad de servicios p er­
sonales, pagos en especie, así com o trib u to s y prim icias.
Las condiciones d e vida de los cam pesinos eran, desde luego, m uy
diversas. La proporción de siervos y libres en la po blación cam pesina
varió m uch o según los siglos y las regiones, e incluso d en tro de esas
dos categorías m ás im p ortantes se p u ed e encontrar in fin id ad de d ife­
rencias tan to en la situación jurídica com o en la prosp eridad. Incluso
entre los h ab itan tes de u n m ism o p u eblo p o d ían darse frecu entem en te
grandes diferencias. Pero, después d e ten er en cu en ta todas esas
com plejas circunstancias, no deja de ser verdad q u e si la p o breza, la
explotación y u n a dep end encia opresiva fu eran suficientes p o r sí m is­
m as para producirlo, el m ilenarism o revolucionario se h u b iera ex ten d i­
do con fuerza entre to do el cam pesinado d e la E uropa m edieval. Y no
fue así generalm ente. U n p ro fu n d o an h elo p o r parte d e los siervos de
ser libres, repetidos esfuerzos de las com unidades cam pesinas para o b ­
ten er beneficios, espasm ódicas y breves revueltas; todas estas cosas
fueron el p an nuestro de cada día en la vida d e m uchos feudos. Pero
casi nunca se consiguió qu e los cam pesinos afincados se em barcaran en
la conquista del M ilenio. Y cuando lo hicieron fu e p o rq u e se enco ntra­
ron envueltos en u n m ovim iento m ás vasto q u e h ab ía ten id o su origen
en estratos sociales com p letam en te diferentes, o po rq u e su m od o de
vida tradicional se h ab ía hecho im posible, o — y este fu e el caso más
corriente— po r am bos m otivos a la vez.
N o resulta difícil descubrir las razones p o r las q u e , a pesar de la
po breza, explotación y d ep end encia, la sociedad agrícola de la alta
Edad M edia —y en m uchas regiones tam b ién d e la baja E dad M edia—
se m ostró tan poco receptiva para con la escatología m ilitan te d e los no
privilegiados. En gran m ed id a, la vida cam pesina era d efin id a y sus­
ten ta d a p o r la costum bre y la ru tin a com u nitaria. En las grandes llan u ­
ras del no rte los cam pesinos acostum braban a agruparse en pueblos;
los h ab itantes de éstos seguían u n a ru tin a agrícola q u e h ab ía des­
arrollado el p u eb lo com o colectividad. Sus franjas de tierra estaban
m uy entrem ezcladas en los cam pos abiertos, y en la lab ran za, siega y
cosecha no ten ían otro rem edio q u e trabajar en gru p o . C ada cam pesi­
no ten ía derecho a usar el «común» hasta u n to p e fijado y el ganado
d e todos pastaba allí. Las telaciones sociales d en tro de los pueblos esta­
b an reguladas por norm as, qu e au n q u e variaban de p u eblo a pu eblo,
eran sancionadas por la tradición, siendo siem pre consideradas como
t n pos del Milenio

inviolables. Y esto se aplicaba no sólo a las relaciones entre los h a b i­


tantes del p u eb lo , sino tam b ién a las relaciones entre cada cam pesino
y su señor. En el curso d e largas disputas cada feudo h ab ía des­
arrollado sus propias leyes q u e , u n a vez establecidas po r el uso, pres­
cribían los derechos y obligaciones de cada individuo. El m ism o señor
estaba sujeto a esta «costum bre del feudo», y los cam pesinos acos­
tu m b rab an a vigilar q u e de hecho la cum pliera. Los cam pesinos d e ­
m ostraban a veces u n a gran firm eza a la hora de defend er — y en oca­
siones d e am pliar— sus derechos tradicionales. Y p o d ían perm itirse
esta firm eza p o rq u e la población era escasa y hab ía m ucha dem an d a de
trabajadores de la tierra; esto les d ab a u n a ventaja qu e en cierta m ed i­
d a contrapesaba la concentración d e tierra y de fuerza arm ada en m a ­
nos de sus señores. C om o consecuencia de esto, el régim en feudal no
fue u n sistem a de explotación incontrolada del trabajo. Si la cos­
tu m b re obligaba a los cam pesinos a sum inistrar bienes y servicios,
tam b ién fijab a las cantidades en q u e deb ían hacerlo. Y a la mayoría
de los cam pesinos les d ab a la seguridad básica de ten er garantizada la
tenencia hereditaria d e u n p ed azo de tierra.
En la an tig u a sociedad agrícola la posición del cam pesino tam bién
q u ed ab a m uy fortalecida p o r el hecho de q u e — exactam ente igual
que el n o ble— su vida estaba firm em ente enraizada en u n a ag ru p a­
ción po r sangre. La am plia fam ilia a la q u e pertenecía u n cam pesino
estaba form ada po r sus parientes po r línea m asculina y fem en in a y sus
cónyuges. Todos ellos q u ed ab an ligados p o r sus relaciones con el jefe
del grupo: el pad re (o, en su defecto, la m adre) de la ram a m ás a n ti­
gua de la fam ilia. A este grup o de parentesco se le reconocía a m enudo
la tenencia de u n arren dam ien to cam pesino, qu e no p o día ser res­
cindida m ientras el g rup o existiera. Tal fam ilia, com p artiend o el m is­
m o «caldero, fuego y lecho», trabajando los m ism os e indistintos cam ­
pos, arraigada en idéntico trecho de tierra d u ran te generaciones, cons­
titu ía u n a u n id ad social de gran cohesión — au n q u e se diera el caso de
q u e a veces se encontrara dividida po r duras luchas internas. N o p u ed e
dudarse que al cam pesino le reportaba gran ventaja ser m iem bro de
tales grupos. Fuera cual fuese su necesidad, e incluso en el caso de que
no viviera con su fam ilia, siem pre p o d ía reclam ar la ayuda de sus p a ­
rientes y tener la seguridad d e recibirla. A u n q u e los lazos de sangre
atab an , tam b ién representaban u n a ayuda.
La tram a de las relaciones sociales en las qu e nacía u n cam pesino
era tan fuerte y se d ab a tan de po r hecho qu e excluía cualquier posible
cam bio radical. M ientras esa tram a perm anecía intacta los cam pesinos
disfrutaban no sólo de u n a cierta seguridad m aterial sino tam b ién — y
esto es incluso más im p o rtan te— de u n cierto sentido de seguridad,
u n a certeza q u e no p o día ser destruida n i po r la con tinua po breza ni
po r el peligro ocasional. A dem ás tales penalidades se d ab an p o r des-
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contadas; eran algo q u e fo rm ab a parte de u n a situación q u e parecía


h ab er existido desde siem pre. Los ho rizontes eran estrechos, no sólo
los económ icos y sociales, sino incluso los geográficos. A dem ás, n o se
tratab a tan sólo de q u e el contacto con el m u n d o allende los lím ites
del fe u d o fueran escasos; incluso el pen sam ien to de cualquier transfor­
m ación fu n d am en tal de la sociedad era apenas concebible. E n u n a
econom ía u n ifo rm em en te prim itiva, en la q u e nad ie era m uy rico,
nada h ab ía q u e p u diera desp ertar deseos nuevos; verdaderam ente no
hab ía n a d a qu e p u d iera incitar en los hom bres fantasías de riqueza y
po der.
Esta situación em pezó a cam biar a p artir del siglo XI, cuan do , p ri­
m ero en u n a parte de Europa y después en otra, se logró u n estado de
paz q u e contribuyó al increm ento d e la población y al desarrollo del
com ercio. Las prim eras regiones en q u e ocurrió esto se encu entran p a r­
te en territorio francés y en p arte en territorio alem án. En los siglos XI,
XII y XIII, en u n a región q u e se extiende casi desde el Som m e hasta el
R hin y cuyo centro fue el prin cipado q u e los condes d e Flandes go ber­
n ab an con singular firm eza y eficacia, la población creció ráp id am en ­
te. Y a en el siglo XI el nordeste de Francia, los Países Bajos y el valle
del R hin con tab an con u n a población superior a la q u e p o día sostener
el sistem a agrícola tradicional. M uchos cam pesinos em pezaron a resca­
tar tierras al m ar, las m arismas y la selva, o em igraron hacia el este para
tom ar parte en la gran colonización alem ana de las tierras q u e hasta
entonces hab ían h ab itad o los eslavos; generalm ente esos pioneros tu ­
vieron éxito en sus em presas. Pero qu ed aro n m uchos qu e no tenían
nad a, o cuyos bienes eran dem asiado exiguos para qu e pu diesen m a n ­
tenerlos; y tuvieron qu e defenderse lo m ejor que p u d iero n . U na parte
de ese excedente de población se convirtió en proletariado agrícola;
m ientras q u e otros m archaron a los nuevos centros comerciales e in ­
dustriales conform ando así el proletariado urbano.
Los vikingos, después de h ab er llevado la ru in a a m uchas partes de
E uropa, dieron el prim er im pulso al desarrollo de la in dustria, espe­
cialm ente en los alrededores del condado de Flandes, qu e en aquel
tiem p o se extendía desde Arras hasta G an te. Las industrias textiles
h ab ían sido tradicionales en esta región desde el tiem p o de los rom a­
nos, ad q u irien d o considerables proporciones cuando, en el siglo x ,
em pezó la im portación de lana inglesa. C on su gran riqueza y sus r u ­
tas comerciales q u e llegaban hasta Rusia, los vikingos ofrecían un
espléndido m ercado para los tejidos de b u en a calidad, al m ism o tiem ­
po que u n gobierno efectivo d ab a suficiente paz y estabilidad a la re­
gión com o para hacer posible el desarrollo industrial. D u ran te los si­
glos XI, XII y XIII se desarrolló u n a gran industria textil qu e se extendió
hasta to d o lo qu e ahora es Bélgica y el nordeste de Francia, que se
convirtieron así en la parte más industrializada de u n con tinente p re­
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d o m in an tem en te agrícola. El valle del R hin estaba estrecham ente rela­


cionado con esta concentración in dustrial. En el siglo XII los com er­
ciantes flam encos viajaban a lo largo del Rhin y en el XIII los mismos
m ercaderes del valle del R hin d o m in ab an el comercio internacional del
norte de Europa y los tejidos flam encos pasaban por sus manos en su
itinerario hacia los nuevos m ercados del centro y sur de A lem ania y
hacia O rien te. En C olonia, cruce de cam inos de num erosas rutas co­
m erciales, se habían desarrollado florecientes industrias textiles y del
cobre.
Los nuevos centros industriales ejercieron u n a poderosa atracción
en los cam pesinos, principalm ente e n los q u e vivían en lugares su p er­
po blados, pero tam b ién sobre aquellos q u e soñaban con escapar a las
restricciones y extorsiones a las q u e se veían som etidos en los feudos,
en los m ás in qu ieto s y deseosos d e u n cam bio y en general en todos
aquellos q u e ten ían iniciativa e im aginación. A decir verdad, la vida
en esos centros ofrecía al p u eb lo oportunidades y satisfacciones q u e ja ­
m ás hab ían conocido en el cam po. La indu stria se concentraba en las
ciudades, y cualquier siervo q u e se incorporara a un a ciu dad perdía su
condición de tal convirtiéndose en hom bre libre. A dem ás, allí resulta­
ba m uch o más fácil, especialm ente du ran te los prim eros tiem pos de la
expansión económ ica, qu e u n pobre m ejorara su condición, cosa prác­
ticam ente im posible en el feudo . C ualquier desarrapado inm igrante
con h ab ilid ad m ercantil p o día convertirse en u n rico com erciante.
Incluso los artesanos qu e producían para el m ercado local organizaron,
con los grem ios, asociaciones qu e desem peñaron m uchas de las f u n ­
ciones q u e para los cam pesinos h ab ían desem peñado la com unidad al­
dean a y el gru p o de sangre, y lo hicieron con m ucho m ayor provecho.
A m ed id a q u e se am pliaban los horizontes sociales y económicos, la
explotación, pobreza y dep end encia dejaron de ser el destino in ­
exorable del pu eb lo .
M uchos, sin em bargo, adquirieron nuevas necesidades sin ten er la
po sibilidad d e satisfacerlas, y el espectáculo de u n a riqu eza no soñada
en los siglos anteriores les provocaba u n penoso sentido de frustración.
En las regiones superpobladas, relativam ente urbanizadas e in du striali­
zadas, h ab ía m uch a gente m arginada de la sociedad, en u n a situación
de in segu rid ad crónica. La in du stria no p u d o , ni tan siquiera en sus
m ejores tiem p os, absorber to d o el excedente d e población. Los m e n d i­
gos se ap iñ ab an en todas las plazas, recorrían en bandas las calles d e las
ciudades y peregrin aban p o r los caminos de ciudad en ciudad. M uchos
se hicieron m ercenarios, pero en aquellos días de cortas cam pañas la
carrera de m ercenario era siem pre muy breve. La m ism a palabra
brabangons vino a significar las bandas de m erodeadores constituidas
p o r los soldados d e fo rtu n a, desem pleados, q u e saliendo d e B rabante
y de sus alrededores devastaban las provincias d e Francia. Incluso alg u ­
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nos de los artesanos con em pleo se encontraron m ás indefensos q u e los


cam pesinos en el feudo.
La in d u stria m edieval no p u ed e com pararse n i en nivel de raciona­
lización e im personalidad n i en cuanto a m ag n itu d con las em presas
gigantes q u e ib an a transform ar la estructura social de Europa en el si­
glo x ix . Pero tam poco consistía sim plem ente en peq ueñ os talleres en
los q u e el «maestro», h o m b re de m edios m odestos y escasa am bición,
ejercía u n a benevolente supervisión patriarcal sobre tres o cuatro auxi­
liares y aprendices, fo rm an d o todos ju ntos casi u n grup o fam iliar. Esa
im agen fam iliar sólo resulta válida para las industrias q u e producían
para el m ercado local. La base económ ica de las industrias q u e fabrica­
b an bienes para la exportación la constituía u n a form a todavía p rim iti­
va de capitalism o in controlado. Especialm ente en la in du stria textil,
eran los m ercaderes capitalistas los q u e se encargaban d e proveer la
m ateria p rim a y de com prar los productos elaborados para venderlos
en el m ercado internacional. Por ello la situación de los trabajadores,
incluso de los especializados — tejedores y bataneros— , resultaba p re­
caria; au n q u e ten ían sus grem ios, éstos no p o d ían n u nca protegerlos
tan to com o a los artesanos q u e trabajaban para el m ercado local. Esos
hom bres sabían q u e en cualquier m o m ento u n a guerra o u n a recesión
p o día in terru m p ir el com ercio, viéndose ellos m ism os arrojados a la
m asa desesperada de los descm pleados; po r su parte, la inm ensa m ayo­
ría de trabajadores n o especializados era pagada m iserablem en te, care­
cía de preparación y no disponía de n in g u n a organización grem ial, con
lo cual se enco ntrab a to talm en te a m erced del m ercado de trabajo.
A dem ás de pobreza ta n grande com o la de cualquier cam pesino,
los jornaleros y obreros eventuales se enco ntrab an en u n a situación d e
explotación q u e difícilm ente h u b iera p o d id o darse en el régim en
feudal. N o h ab ía n in g ú n código inm em orial de costum bres q u e p u ­
dieran invocar en su defensa, ni escasez de m ano de obra con la qu e
d ar peso a sus reclam aciones. Sobre to d o , n o contaban con la ayuda de
u n a red de relaciones sociales qu e p u d iera asemejarse a la q u e d efen­
día a los cam pesinos. A u n q u e, com paradas con las actuales, las m ayo­
res ciudades m edievales p u ed an parecem os peq ueñ as, no p u ed e d u ­
darse de q u e en aglom eraciones com o las qu e p o d ían encontrarse en
Flandes, en d o n d e cada ciudad ten ía u n a po blación d e 20.000 a
50.000 hab itantes, los desposeídos p o d ían caer en u n a situación qu e
h u b iera sido im posible en u n p u eblo de cincuenta, o a lo sum o dos­
cientas alm as. A dem ás, en los estratos superiores de la sociedad los
grupos de parentesco conservaban su vigencia, en cam bio en los estra­
tos inferiores h ab ían p erd id o to d a im portancia. Las m igraciones desde
los cam pos superpoblados a los centros industriales em pezó p o r disgre­
gar y term in ó por q u eb rar las grandes fam ilias cam pesinas. Por otra
parte, resultaba m uy difícil la form ación de grupos de parentesco de
Hn pos del Milenio

cierto peso en las poblaciones industriales — en parte p o rq u e, dado el


elevado índice de m ortalidad , la población deb ía ser reclutada de
nuevo cada generación; y en parte p o rq ue las fam ilias pobres podían
ad q u irir a lo sum o u n p eq u eñ o espacio vital en algún barrio.
Jornaleros y trabajadores no especializados, cam pesinos sin tierra o
cón poca tierra para alim entarles, m endigos y vagabundos, desocupa­
dos y gentes am enazadas p o r la desocupación, todos aquellos qu e por
u n a u otra razón no p o dían hallar un a situación estable y segura, vi­
viendo en u n estado de ansiedad y frustración crónicas, form aban los
elem entos más agresivos inestables de la sociedad m edieval. C ualquier
acontecim iento fuera de lo norm al, atem o rizante o excitante
— cualquier form a d e revuelta o revolución, la predicación de u n a cru ­
zada, u n interregno, una peste o el h am b re, cualquier cosa q u e de
hecho rom piera la ru tin a norm al de la vida social— , operaba sobre
esta masa con un a fuerza peculiar provocando reacciones de peculiar
violencia. U na de las m aneras en q u e trataron de salir de su situación
fue la form ación d e u n g rup o salvacionista bajo el m and o de un guía
mcsiánico.
E ntre la población excedente qu e vivía al m argen de la sociedad
siem pre se dio u n a fu erte ten den cia a ad o p tar com o caudillo a u n laico
— algunas veces a u n fraile o m onje apóstata— , q u ien im p o n ía su
au to rid ad n o sim plem ente com o un ho m bre santo sino com o profeta y
salvador o com o u n dios viviente. Este caudillo, basándose en in spira­
ciones y revelaciones q u e, según él, eran de origen divino, decretaba
para sus seguidores u n a m isión com ún de grandes dim ensiones y de
im portancia m u n d ial. La convicción de ten er tal m isión, de haber sido
divinam ente elegidos para llevar a cabo un a tarea prodigiosa, p ro p o r­
cionaba a los desorientados y frustrados u n a nueva fuerza y esperanza.
N o sólo les dab a u n lugar en el m u n d o , sino u n lugar único y esp len ­
doroso. U na fraternidad de este tip o se consideraba com o u n a élite,
in fin itam en te alejada y po r encim a de los com unes m ortales, com p ar­
tiend o los extraordinarios m éritos de su dirigente, así com o sus p o d e­
res milagrosos. A d em ás ■, la m isión qu e m ás atraía a esas masas de los
estratos m ás necesitados d e la sociedad era — cosa bastante n atu ral— la
que p reten d ía culm inar en u n a transform ación to tal de la sociedad.
Esos hom bres encontraron en las fantasías escatológicas qu e h ab ían h e ­
redado de u n pasado lejano, el m u n d o olvidado del prim itivo cris­
tianism o, u n m ito social q u e se ad ap tab a perfectam ente a sus necesi­
dades.
Este fue el proceso q u e, después de su prim era aparición en la re­
gión com p ren did a entre el Som m e y el R hin, habría de repetirse en
los siglos siguientes en el centro y sur de A lem ania y, después, en H o ­
lan da y W estfalia. C ada caso se presentó en circunstancias m uy pareci­
das — increm ento de la población, proceso de industrialización, d eb ili­
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tam ien to o destrucción d e los lazos fam iliares y ah o n d am ien to del


abism o q u e separaba a pobres y ricos. Entonces en cada u n a d e esas re­
giones u n sentim ien to colectivo de im p oten cia, ansiedad y envidia qu e
se convirtió de p ro n to en u n deseo u rgen te de destruir a los im píos, y
d e este m o d o , hacer nacer, de los sufrim ientos infligidos y soportados,
el reino ú ltim o en el q u e los santos, reunidos alrededor de la figura
protectora de su mesías, disfrutarían de descanso y riqueza, seguridad
y p o d er, p o r to d a la etern id ad .

Los pobres e n las Primeras C ruzadas

Los cin cuen ta años q u e vieron a los mesías T anchelm o d e A m beres


y Eón d e B retaña tam b ién conocieron los brotes iniciales d e lo qu e p o ­
dem os llam ar, sin reservas, el m esianism o d e los pobres. El contexto
vino d ad o po r las dos prim eras cruzadas, en 1096 y 1146.
C u and o el p ap a U rban o II convocó a los caballeros de la cristian­
d ad a la cruzada, liberó en las masas esperanzas y odios q u e se expre­
sarían en térm inos m uy distintos a los fines de la política papal. El
principal objetivo de la fam osa exhortación del p ap a en C lerm on t, en
el año 1095, fue el de ofrecer a Bizancio los refuerzos q u e necesitaba a
fin de expulsar a los turcos selyúcidas de Asia M enor; esperaba q u e la
Iglesia oriental reconocería a su vez la suprem acía de R om a, restaurán­
dose la u n id ad de la cristiandad. En segundo lugar, quería ofrecer a la
nobleza, en especial a la de su Francia natal, u n posible cauce para las
energías guerreras qu e todavía se em pleaban con dem asiada frecuencia
en la destrucción de los cam pos. El m o m ento era m uy propicio, ya qu e
el concilio de C lerm ont se h ab ía ocupado am pliam ente de la tregua de
D ios, esa ingeniosa invención con la qu e d u ran te m edio siglo la Iglesia
se h ab ía esforzado en lim itar la guerra feudal. A dem ás de clérigos,
tam b ién u n gran n ú m ero de nobles de m enor categoría h ab ían acu d i­
do a C lerm ont; a éstos fue p rin cipalm ente a los q u e , en el ú ltim o día
del concilio, se dirigió el pap a.
U rbano ofreció fabulosas recom pensas a los qu e to m aran parte en
la cruzada. El caballero qu e con in ten ción piadosa tom ara la cruz o b ­
ten d ría la rem isión de las penas tem porales de todos sus pecados y si
m oría en batalla todos sus pecados seríanle perdonados. A dem ás d e las
espirituales tam b ién h ab ía recom pensas m ateriales. La superpoblación
no se dab a sólo entre el cam pesinado; u n a d e las razones de la p erp e­
tu a guerra en tre los nobles era precisam ente u n a escasez efectiva de
tierra. Los hijos m ás jóvenes po r lo com ú n carecían de p atrim o nio y se
veían obligados a conquistar su propia fo rtu n a. Según u n a de las
narraciones, el m ism o U rbano com paró la pobreza en q u e se hallaban
m uchos nobles con la prosp eridad d e qu e gozarían cuan do hu bieran
bn pos del Milenio 61

con quistado nuevas tierras en el sur. Prescindiendo del hecho de si U r­


ban o realizó o no esta com paración, no d eja de ser cierto que este as­
pecto pesó en el ánim o de m uchos cruzados. D e todos m odos, es cier­
to qu e entre los prelados, sacerdotes y nobles qu e oyeron la exhorta­
ción de U rban o en C lerm on t, ya h ab ía algo qu e no era sim plem ente la
esperanza de u n beneficio personal, fuera éste de carácter m aterial o
espiritual. La asam blea, a m ed id a q u e escuchaba, fue presa de viva
em oción. Millares de ellos exclam aron: «D eus le v o l t1.» —«¡Dios lo
quiere!» A grupándose alrededor del p ap a y arrodillándose ante él le
p ed ían les dejara tom ar p arte en la guerra santa. U n cardenal se arro­
dilló y em pecó a recitar el C o n fíte o r en nom bre de to da la m u ltitu d y
m ientras lo rep etían con él m uchos rom pieron a llorar y fueron presa
de tem blores convulsivos. D u ran te unos m om entos reinó en esta
asam blea, p red o m in an tem en te aristocrática, u n a atm ósfera de e n tu ­
siasm o colectivo qu e después sería norm al en los contingentes de la
gen te del p u eb lo qu e se form arían.
El llam am iento de C lerm ont fue sólo el principio de un a agitación
q u e fu e co n tin u ad a al m ism o tiem p o po r m uchos predicadores. La
cruzada siguió predicándola a la no bleza el m ism o U rbano, q u ien pasó
varios meses viajando p o r Francia con esta fin alid ad , y p o r los obispos
qu e h ab ían regresado d e C lerm on t a sus diócesis. T am bién fue p red i­
cada al p u e b lo en general p o r u n gran n ú m ero d e p ro p b e ta e , hom bres
q u e sin ten er n in g u n a autorización oficial contaban con el prestigio
q u e siem pre h ab ía rodeado a los ascetas obradores de prodigios. El
m ás célebre fu e P edro el E rm itaño. N acido cerca de A m iens, había d e ­
dicado to d a su vida al ascetism o, prim ero com o m on je y después como
erem ita. Ib a descalzo y nu nca hab ía p ro b ad o n i carne n i vino. H o m bre
delgado de luenga b arb a gris, poseía u n a presencia im presionante y
u n a gran elocuencia; según el testim onio de los q u e le conocieron, sus
obras y palabras parecían casi divinas. Ejerció u n a irresistible atracción
sobre las m asas, y el p u eb lo le rodeaba p u g n an d o po r conseguir u n
pelo del asno qu e m o n tab a para guardarlo com o reliquia. Proliferaron
los m itos acerca de su vida. Se decía q u e, incluso antes d e que el pap a
hubiese h ab lad o , Pedro h ab ía estado en Jeru salén , en do n d e en la
iglesia del Santo Sepulcro el Señor se le h ab ía aparecido encargándole
la m isión de prom over la cruzada; y parece qu e el m ism o Pedro con tri­
buyó al m ito llevando consigo u n a carta celestial po r todos los lugares
p o r d o n d e predicaba. A m ed id a qu e pasaba po r el norte de Francia se
form aba u n a hueste de cruzados; la gente se apresuraba a vender sus
bienes para com prar armas y eq u ip o de viaje; después, al carecer de
m edios d e subsistencia em pezaron a desplazarse. En m arzo de 1096
—cuatro meses antes de qu e estuviera p reparada la cruzada oficial de
los barones— P edro p en etró en territorio alem án al frente de las hu es­
tes q u e hab ía inspirado. E ntre tan to otras bandas se estaban form ando
62 Norman Cohn

alrededor de otros caudillos en el n o rte de Francia, Flandes y en el


valle del R hin.
El ejército q u e el p ap a h ab ía soñado d eb ía estar conform ado por
caballeros con sus vasallos, todos ellos preparados para la gu erra y d e­
bid am en te pertrechados; y la m ayoría d e los nobles q u e respondieron
a las exhortaciones papales se adiestraron de u n a m anera aprop iad a y
m etódica para la cam paña. Por su parte las bandas reunidas p o r la p re­
dicación de los p r o p h e ta e estab an constituidas po r g en te cuya falta de
preparación m ilitar sólo era igualada po r su im petuo sidad . N o ten ían
razón p ara esperar y sí para apresurarse. Casi todos eran pobres y p ro ­
venían de aquellas regiones superpobladas en las q u e la suerte de los
pobres era u n a p erp etu a calam idad. A dem ás d u ran te la década 1085-
1095 la vida h ab ía sido m u ch o m ás difícil q u e d e costum bre. Precisa­
m en te en el nordeste de Francia y en A lem ania occidental h ab ían
ocurrido u n a serie in in terru m p id a d e inundaciones, sequías y
ham bres. A p artir del año 1089 la po blación ta m b ién h ab ía estado so­
m etid a al tem or de u n a plaga particularm ente desagradable qu e re­
p en tin am en te y sin n in g u n a causa ap aren te azotaba las ciudades y
pueblos, llevando u n a terrible m uerte a la m ayoría de los habitantes.
Las reacciones de la m asa a esas calam idades h ab ían sido las acos­
tum bradas: la gen te se h ab ía congregado e n grupos devotos y p e n ite n ­
tes alrededor de los erm itaños y de otros santos, em barcándose en u n a
bú squ eda colectiva de la salvación. La rep en tin a aparición d e los
p r o p h e ta e predicando la cruzada d ab a a estas masas afligidas la o p o r­
tu n id a d de form ar grupos salvacionistas en u n a escala m ucho más
am plia y al m ism o tiem p o de escapar de tierras en las qu e la vida se
hab ía hecho intolerable. H om bres y m ujeres se apresuraron a adherirse
al nuevo m ovim iento, A m en u d o fam ilias enteras partiero n ju ntas,
con los niños y enseres de la casa cargados en carretas. A m ed id a que
las bandas crecían su nú m ero se veía au m en tad o por to da clase de
aventureros: m onjes, renegados, m ujeres disfrazadas de ho m b re y toda
la calaña de bribones y ladrones.
Para esas bandas la cruzada significaba algo m uy d istin to de lo que
significaba para el pap a. L o sp a u p e re s, com o les designan los cronistas,
no estaban m uy interesados en ayudar a los cristianos de Bizancio; lo
qu e les im p ortaba era la captura y ocupación de Jerusalén. La ciudad
santa del m u n d o para los cristianos había estado d u ran te cuatro siglos
y m edio en m anos de los m usulm anes, y au n q u e parece qu e la po sib i­
lidad de reconquistarla había ten id o poca im portancia en los planes
originales de U rbano, fue precisam ente esta perspectiva la q u e
em briagó a las masas de los pobres. A sus ojos la cruzada era un a p e ­
regrinación m ilitan te y arm ad a, la más grand e y sublim e de las peregrin a­
ciones. D u ran te siglos la peregrinación al Santo Sepulcro h ab ía sido con­
siderada com o un a form a sin gu larm en te eficaz de penitencia y d u ran te
fcn pos del Milenio 63

el siglo Xl tales peregrinaciones h ab ían sido em prend idas colectivam en­


te: los peregrinos preferían viajar no in divid ualm en te o en pequeños
grupos sino organizados jerárquicam ente bajo las órdenes de un guía.
A lgunas veces — especialm ente en 1033 y 1064— h ab ían tenido lugar
peregrinaciones masivas de centenares de personas. Al m enos en 1033
los m ás num erosos en partir fueron los pobres y entre ellos h u b o m uchos
q u e m archaron con la in ten ción de quedarse e n je ru sa lé n hasta su m u er­
te. T am bién en la cruzada, los pobres, o m uchos d e ellos, no pensaban
en el retorno a sus hogares: p reten d ían conquistar Jerusalén al infiel y
convertirla en u n a ciudad cristiana. Todos los q u e tom aron parte en la
cruzada llevaban u n a cruz cosida en la p arte exterior del vestido — la p ri­
m era insignia llevada p o r u n ejército en los tiem pos post-clásicos, y p ri­
m er paso hacia los m odernos uniform es m ilitares— ; pero, m ientras que
para los caballeros esta cruz era un sím bolo de la victoria cristiana en un a
expedición m ilitar de corta du ración, los pobres preferían pensar en el
dicho «¡Tom a la cruz y sígueme!». Para ellos la cruzada era sobre todo
un a im ita tio C h risti colectiva, u n sacrificio en m asa q u e deb ía ser p re­
m iado con u n apoteosis en jeru salén .
En efecto, la Jeru salén q u e obsesionaba la im aginación d e los cru­
zados no era solam ente u n a ciu dad terrenal sino el sím bolo de u n a es­
peranza prodigiosa. Y a h ab ía sido asi desde q u e em pezó a tom ar for­
m a el ideal m esiánico de los hebreos en el siglo VIH a. C. Por boca de
Isaías el Señor ya había p ro m etid o a los hebreos:

Alegraos con Jerusalén y jubilad con ella todos los que la amáis... para que
maméis y os saciéis... del pecho de su gloria. Pues así dice Yahvéh: He aquí
que dirijo hacia ella como un río la paz y como torrente desbordado las ri­
quezas de los pueblos, y sus niños serán llevados sobre la cadera y acariciados
sobre las rodillas. Como cuando a uno le consuela su madre, así os consolaré;
enjerusalén seréis consolados.

En las profecías posteriores al exilio y e n los apocalipsis el reino m e­


siánico es im aginado com o centrado en u n a Jerusalén fu tu ra qu e ha
sido reconstruida con gran m agnificencia. Todas esas antiguas profecías
ju días vinieron a fortalecer el gran significado em otivo q u e en todo
caso h u b iera ten id o Jeru salén para los cristianos m edievales. C u an d o ,
u n a generación después, u n m on je redactó la exhortación q u e im aginó
h ab ía pro n u n ciad o U rbano en C lerm on t, hizo q u e el p ap a hablara de
la ciu d ad san ta no sim plem ente com o lu gar ilustre a causa de la veni­
d a , pasión y ascensión de Cristo sino ta m b ién com o «el om bligo del
m u n d o , la tierra fértil sobre todas, otro paraíso d e delicias», «la ciudad
real situ ad a en el centro d el universo», ahora cautiva, clam ando ayuda,
an h elan d o su liberación. A dem ás, incluso p ara los teólogos, Jerusalén
era tam b ién u n a «figura» o sím bolo d e la ciu dad celestial «sem ejante a
u n a p ied ra preciosísima» q u e , según el libro d el A pocalipsis, debía
64 Norman Cohn

sustituirla al final de los tiem pos. C om o hicieron n o tar los co n tem p o ­


ráneos, en las m entes de la g en te sencilla la idea de la Jerusalén
terrestre se transform aba y con fu nd ía tan to con la Jeru salén celestial
q u e la ciu dad palestina parecía u n reino m ilagroso, a b u n d a n te en b e n ­
diciones m ateriales y espirituales. C u and o las masas de pobres in i­
ciaron en su largo peregrinar, los niños exclam aban a la vista d e cada
ciudad y castillo: «¿Es esto Jerusalén?»; m ientras arriba, en el cielo, se
creía ver u n a ciudad m isteriosa hacia la cual avanzaban apresurada­
m en te grandes m u ltitu d es.
M ientras q u e en el norte d e Francia, Flandes y el valle del R hin los
pobres se organizaban en bandas autónom as, en Provenza —o tra re­
gión den sam ente p o b lad a y m uy u rb an izad a— engrosaron el ejército
del conde R aim undo de Tolosa. En este ejército dem ostraron u n a exal­
tación tan inten sa com o la existente en las bandas q u e hab ían seguido
a los p r o p h e ta e . T an to en el no rte com o en el sur, los pobres q u e iban
a la cruzada se consideraban com o la élite de los cruzados, el pueblo
elegido d e Dios en oposición a los barones q u e no lo hab ían sido. Y
cuan do , en u n m o m en to crítico del sitio d e A n tio q u ía, San A ndrés
trajo la b u en a nueva de q u e la santa lanza estaba sepu ltad a en u n a de
las iglesias de la ciu d ad se le apareció precisam ente a u n po bre cam pe­
sino provenzal. El cam pesino, consciente de su in ferio rid ad, d u d ab a
en transm itir la noticia a los n o b le s caudillos, p ero fu e confortado p o r
el santo: «Dios te ha elegido a ti (hom bre pobre) entre todos los
pu eblos, del m ism o m od o qu e a u n a espiga de trigo en u n cam po de
avena, ya qu e en m érito y gracia sobrepasas a todos los qu e te h an p re ­
cedido y a todos los q u e vendrán después de ti, del m ism o m odo que
el oro es más valioso qu e la plata.» R aim undo de A guilers, q u e relata
la historia, es u n o de los cronistas qu e m ás com parte la o p in ión de los
pobres. Le parece n atu ral q u e cuando algunos pobres perecen se e n ­
cuen tren entre sus om oplatos cruces m ilagrosas; y cuando h ab la de la
p le b s p a u p e r u m , lo hace siem pre con cierto respeto, com o si de los
elegidos del Señor se tratara.
La auto-exaltación d e los pobres aparece todavía m ás claram ente en
los curiosos relatos, m itad historia y m itad leyenda, q u e se cuen tan de
los llam ados «tafures». U n a gran parte —pro b ab lem en te la inm ensa
m ayoría— de la cruzada del p u eb lo pereció en su viaje po r E uropa,
pero sobrevivieron los suficientes com o p ara form ar en Siria y Palestina
u n gru p o d e vagabundos — parece q u e esto es precisam ente lo q u e sig­
nifica el m isterioso no m b re d e «tafiir». Descalzos, m elen udo s, vestidos
con harapos d e arpillera, cubiertos d e m u g re y de llagas, com iendo
raíces, h ierb a y a veces tam b ién los cuerpos asados d e sus enem igos,
los tafures com p onían u n a b an d a ta n feroz q u e región q u e atravesaran
estaba destinad a a la devastación. D em asiado pobres p ara poder
com prar espadas y lanzas, e m p u ñ ab an m azas cargadas con p lo m o , pa-
En pos del Milenio 65

los p u n tiag u d o s, cuchillos, hachas, palas, hazadones y hondas. C u a n ­


d o atacaban en batalla rechinaban los dientes com o si quisieran d ar a
en ten d er q u e se com erían a sus enem igos vivos o m uertos. Los m u su l­
m anes q u e se en fren tab an a los barones con to da valentía, se atem o ri­
zaban an te los tafu res,\a los q u e llam aban «no francos, sino dem onios
vivientes». Los m ism os cronistas cristianos —clérigos o caballeros cuyo
interés se centrab a en lás hazañas d e los príncipes— , au n q u e adm itían
la efectividad d e los tafures en la batalla, les consideran con desprecio
y m olestia. Pero, si se lefe u n escrito épico en lengua vernácula y desde
el p u n to de vista de los p o bres, los tafures aparecen com o u n pu eb lo
santo y «m ucho m ás digno q u e los caballeros».
En el escrito al q u e hacíamos referencia los tafures tienen u n rey, le
ro i Tafur. Se dice q u e hab ía sido u n caballero n o rm an d o q u e se había
d esp ren dido d e caballo, drm as y arm ad ura, a cam bio d e arpillera y
g u ad añ a. A l m enos al principio, se tratab a de u n asceta para qu ien la
pobreza ten ía to do el valor m ístico q u e le atribuirían san Francisco y
sus discípulos. El rey tafu r inspeccionaba periódicam ente a sus
hom bres y aquellos a quienes se les encontrara dinero eran autom ática­
m en te expulsados de la com pañía y enviados a com prar arm as para
reunirse con el ejército profesional acaudillado p o r los barones; a su
vez, los q u e p o r convicción h ab ían renunciado a to d a pro p ied ad , eran
adm itid os com o m iem bros del «colegio* o círculo m ás ín tim o d e se­
guidores. Los tafures creían qUe, precisam ente gracias a su po breza, es­
tab an destinados a conquistar la C iu d ad Santa: «los más pobres la con­
quistarán: es u n signo qu e m ostrará claram ente qu e el Señor Dios no
confía en los presuntuosos y carentes de fe.» Pero, au n q u e los pobres
destacaban su pobreza, sus alm as estaban llenas de codicia. El botín
capturado al infiel no dism inuía sus m éritos para disfrutar del favor d i­
vino sino q u e servía para probarlo. Después de una feliz escaram uza a
las puertas de A n tio q u ía, los pobres provenzales «galopan a caballo
en tre las tiendas para m ostrar a sus com pañeros qu e su pobreza tiene
fin; otros, vestidos con dos o tres vestiduras de seda, loaban a Dios
com o d ad o r de la victoria y de los dones». C u and o el rey tafur dirige el
asalto final contra Jerusalén grita: «¿D ónde están los pobres qu e desean
riqueza?, ¡que vengan co n m igo !... Pues hoy, con el favor de Dios,
conquistaré lo suficiente para cargar m uchos m ulos.» Más adelante,
cuan do los m usulm anes sacan sus tesoros fuera de los m uros de la
ciudad capturada en u n esfuerzo para llevar a los cristianos a com batir
al aire libre, vemos q u e los tafures son incapaces de resistir. «¿Estamos
en u n a prisión?», grita el rey, «¡nos traen un tesoro y no nos atrevem os
a cogerlo!... ¿Q ué m e im p orta m orir si hago lo qu e quiero?» E, invo­
cando a san Lázaro —el Lázaro de la parábola, a qu ien los pobres de la
E dad M edia hab ían hecho su p atró n — , conduce a sus huestes fuera de
la ciudad y a la catástrofe.
66 Norman Cohn

Los tafures en cada ciudad conquistada capturaban com o botín


to d o lo q u e p o dían conseguir, violaban a las m ujeres m usulm anas y se
en treg ab an a m atanzas indiscrim inadas. Los jefes oficiales de la cruza­
d a no ejercían n in g u n a au to rid ad sobre ellos. C u and o el em ir de An-
tio q u ía protestó p o r el canibalism o de los tafures, sólo p u d iero n d e ­
fenderse diciendo: «Entre todos nosotros n o podem os am ansar al rey
T afur.» D e hecho parece qu e los barones estaban algo am edrentados
p o r los tafures y ten ían b u en cuidado de ir bien arm ados -cuando se
encontraban con ellos. N o hay p o r qu é d u d ar de qu e to do esto sea
verdad; pero en las historias relatadas desde el p u n to de vista de los
pobres los príncipes ven al rey tafur no tan to con tem or com o con h u ­
m ild ad , e incluso reverencia. Encontram os al rey tafu r u rgiend o a los
irresolutos barones a atacar Jerusalén: «Señores m íos, ¿qué vamos a h a­
cer? Estamos d em o ran do en exceso nuestro asalto a esta ciu dad y a su
raza dem oníaca. Nos estam os com portando com o falsos peregrinos. Si
sólo dependiese de m í y de los pobres, los paganos encontrarían en
nosotros los peores enem igos q u e jam ás han tenido.» Los príncipes
q u ed an tan im presionados q u e le pid en dirija el prim er ataq ue; y
cuan do , cub ierto de heridas, es retirado del cam po de batalla, se
reú n en ansiosam ente a su alrededor. A hora b ien , el rey tafu r nos es
presentado com o algo más q u e u n tem ib le guerrero. A m en u d o apare­
ce estrecham ente asociado con u n p r o p h e ta — en un a versión se trata
de P edro el E rm itaño , en o tra de u n falso obispo q u e lleva el em blem a
q u e los pobres hicieron suyo, la Santa Lanza. Y él m ism o posee clara­
m en te u n a cualidad q u e le ubica sobre todos los príncipes. En la histo ­
ria partidaria d e los pobres, cuan do G o dofredo de Bouillon ha d e ser
proclam ado rey d e Jeru salén , los barones eligen al rey tafu r com o «el
principal» para llevar a cabo la coronación. Y lo hace d an d o a G o ­
do fredo u n ram o de espino en m em oria d e la coronación d e espinas:
G o dofredo le rin d e ho m enaje y ju ra gu ard ar Jeru salén com o u n feudo
del rey tafu r y d e D ios. Y cuan do los barones, considerando q u e su
ausencia ya ha sido dem asiado larga, deciden regresar a sus territorios y
a sus esposas, el rey ta fu r, deseando q u e Jerusalén no q u ed e a b a n d o ­
nad a, decide quedarse con su ejército de pobres, y defend er así al
nuevo rey y su reino. En esos incidentes p u ram en te im aginarios el rey-
m end igo se convierte en el sím bolo de la inm ensa e irracional esperan­
za qu e h ab ía conducido a la p le b s p a u p e r u m a través d e indecibles
sufrim ientos hasta la C iu d ad Santa.
La realización de esta esperanza exigía gran sacrificio humano-; no
sólo la autoinm olación de los cruzados sino tam b ién la m atan za de los
infieles. Y au n q u e el p a p a y los príncipes deseaban u n a cam pañ a de
objetivos lim itados, la realidad d e la lu cha ten d ió co n stan tem ente a
convertirse en lo q u e el p u eb lo deseaba: u n a guerra para exterm inar a
«los hijos de puta», «la raza d e Caín», com o el rey tafu r llam aba a los
En pos del Milenio 67

m usulm anes. N o fue inusitado en tre los cruzados el im p o n er a todos


los pobladores de u n a región la elección en tre convertirse in m ed iata­
m en te al cristianism o o ser m uertos —«habiendo conseguido lo cual,
nuestros francos volvían llenos de alegría*. La caída d e Jeru salén fue
seguida de u n a gran m atanza; a excepción del go bernad or y de su
guardia personal, quienes consiguieron com prar sus vidas y ser escolta­
dos fuera de la ciu d ad , todos los m usulm anes — hom bres, m ujeres y
niños— fueron asesinados. En el alrededor del tem p lo d e Salom ón
«los caballos cam in aban en sangre hasta las rodillas, m ejor dicho, hasta
las bridas. Fue u n ju sto y herm oso juicio d e D ios q u e el m ism o lugar
q u e h ab ía infligido blasfem ias contra D ios recibiera ahora la sangre de
los q u e las hab ían proferido*. Por lo q u e respecta a los judíos de J e ru ­
salén, cuan do se refugiaron en su sinagoga prin cipal, el edificio fu e in ­
cendiado y perecieron qu em ado s vivos. Sollozando de gozo y cantand o
cánticos d e alabanza los cruzados m archaron e n procesión hasta la igle­
sia del Santo Sepulcro. «Oh nuevo d ía, nuevo día y exultación, nueva
y p erd u rab le aleg ría... Este d ía, fam oso en los siglos fu tu ro s, h a con­
vertido todos nuestros sufrim ientos y dificultades en alegría y exulta­
ción; este d ía, la confirm ación d el cristianism o, la aniquilación del p a ­
ganism o, la renovación de nuestra fe.* Pero u n p eq u eñ o g ru p o d e in ­
fieles todavía sobrevivía: se h ab ían refugiado en lo alto de la m ezq u ita
de al-Aqsa. El célebre cruzado T ancredo les hab ía p ro m etid o la vida a
cam bio de u n fu erte rescate, dándoles su enseña com o salvoconducto.
Pero T ancredo no p u d o hacer otra cosa q u e con tem plar im p o ten te
cóm o los soldados escalaban los m uros de la m ezq u ita y decapitaban a
todos los hom bres y m ujeres a excepción de los q u e se arrojaban al
vacío.
Si tenem os en cuenta esos sucesos nos parecerá bastante natural
qu e la p rim era gran m atanza de judíos europeos tuviera lugar tam b ién
d u ran te la prim era cruzada. El ejército cruzado oficial, form ado por
los barones y sus soldados, no tuvo parte en esta m atan za, llevada a
cabo ú n icam ente po r las hordas reunidas p o r la predicación de los
p ro p h e ta e . U n cronista observa q u e cuando nació la cruzada, «la paz
se estableció firm em ente en todas partes y los judíos fueron atacados al
m ism o tiem po en las ciudades en d o n d e vivían». Se nos dice q u e ya en
el m ism o inicio de la agitación en favor de la cruzada las com unidades
judías de Rúen y de otras ciudades francesas debieron o p tar entre la
conversión o la m atanza. Pero fue en las ciudades episcopales a lo lar­
go del Rhin do n d e tuvieron lugar los ataques más violentos. A quí,
com o a lo largo de todos los cam inos comerciales de Europa occidental,
los com erciantes judíos se hab ían asentado d u ran te siglos; y gracias a
su u tilid ad económ ica siem pre hab ían disfrutado del favor especial de
los arzobispos. Pero, hacia finales del siglo XI, en todas esas ciudades
la tensión entre los ciudadanos y sus señores eclesiásticos em pezaba a
68 Norman Cohn

originar u n a tu rb ulen cia social general. Se tratab a de u n a atm ósfera


qu e seria tan favorable para los p r o p h e ta e de la cruzada com o poco
después para T anchelm o.
A principios de m ayo de 1096 los cruzados q u e acam paban a las
puertas de Speyer planearon atacar a los judíos en su sinagoga en el sá­
bado. Pero fracasaron y sólo consiguieron asesinar u n a docena de
judíos en las calles. El obispo protegió al resto en su castillo e hizo cas­
tigar a algunos de los asesinos. En W orm s los judíos fueron m enos
afortunados. T am bién aq u í pidieron la ayuda del obispo y de los b u r­
gueses im p ortantes, pero éstos fueron incapaces de protegerlos cuando
llegaron los hom bres de la cruzada po pu lar y condujeron a la plebe de
la ciudad contra el barrio ju dío. La sinagoga y las casas fueron saqu ea­
das; siendo asesinados todos los adultos qu e rehusaron el bautism o.
En lo qu e respecta a los niños, algunos fueron asesinados, y otros
fueron prendidos para ser bautizados y educados com o cristianos. A l­
gunos ju díos se habían refugiado en el castillo del obispo y cuando
tam b ién éste fue atacado el clérigo se ofreció a bautizarles para que
salvaran sus vidas; pero to da la co m u nid ad prefirió suicidarse. Parece
ser qu e perecieron en W orm s u n total de unos ochocientos judíos.
En M ainz, d o n d e vivía la com u nid ad ju d ía más num erosa de A le­
m ania, los acontecim ientos tom aron u n curso parecido. T am bién allí
los judíos fueron protegidos en u n principio po r el arzobispo, el señor
laico principal y los burgueses ricos; pero al fin se vieron obligados por
los cruzados, apoyados po r la plebe ciu d ad an a, a elegir entre el bautis­
m o o la m u erte. El arzobispo y to do su estado m ayor huyeron tem ien ­
do po r sus vidas. Perecieron m ás de u n m illar d e judíos; algunos suici­
dándose y otros a m anos de los cruzados. P artiend o de las ciudades del
R hin, un a b an d a d e cruzados llegó a T rier. El arzobispo pronunció u n
serm ón p id ien d o q u e los judíos fueran perdonados; pero a resultas de
este serm ón tam b ién él deb ió h u ir d e la iglesia. A u n q u e algunos
judíos se bau tizaro n, la m ayoría pereció. Los cruzados se dirigieron a
M etz, d o n d e asesinaron a algunos judíos m ás, y hacia m ediados de ju ­
nio regresaron a C olonia. La co m u n id ad ju d ía se h ab ía ocultado en los
pueblos vecinos; pero fueron descubiertos po r los cruzados y asesina­
dos po r centenares. E ntre tan to otras bandas de cruzados, q u e habían
proseguido su m archa hacia el este, hab ían obligado a bautizarse a las
com unidades de R egensburg y Pragá. Se estim a qu e d u ran te los meses
de m ayo y ju n io d e 1096 perecieron u n n ú m ero de judíos que oscila
entre los cuatro y ocho m il.
Fue el principio de u n a tradición. C u and o en 1146 el rey Luis VII
y la nobleza francesa p reparaban la segu nd a cruzada, el populacho
asesinó a los judíos en N o rm an d ía y en Picardía. E ntre tan to u n m onje
renegado llam ado R odolfo m archó d e H ain au t hasta el R h in, do nd e
exhortó a las masas para q u e se un ieran en u n a cruzada p o p u lar y c o ­
En pos del Milenio 69

m enzaron p o r m atar a los judíos. C om o en tiem pos d e la p rim era cru­


zada, el p u eb lo estaba desesperado p o r el h am b re. Se creía q u e R odol­
fo ob rab a m ilagros y recibía revelaciones divinas, igual com o h ab ía su ­
cedido con todos los p r o p h e ta e anteriores; y las masas h am b rientas
acudieron a él. U na vez más las ciudades episcopales — C olonia,
M ainz, W orm s, Speyer y esta vez tam b ién Estrasburgo, así com o
W ü rzb u rg al paso d e la cruzada— con sus luchas intestinas dem os­
traron ser el cam po m ás fé rtil para la agitación an tiju d ía. D esde
estas ciudades el m ovim iento se extendió a m uchas otras ciudades de
A lem ania y Francia. Los judíos, com o ya h ab ían hecho m edio siglo a n ­
tes, pidieron protección a los obispos y a los burgueses ricos. Estos h i­
cieron to do lo q u e p u d iero n , pero el popu lach o se enco ntrab a en abier­
ta insurrección pareciendo inevitable u n a nueva catástrofe para los
judíos. E n este m o m ento intervino san B ernardo y, con to d o el peso
d e su prestigio, insistió en q u e la m atan za d eb ía term inar.
El m ism o san B ernardo, con to da su extraordinaria reputación
com o santo y obrador de m ilagros, apenas p u d o conjurar la furia p o p u ­
lar. C u and o en M ainz se en fren tó con R odolfo y, com o ab ad , le ord e­
n ó que regresara a su m onasterio, el p u eb lo estuvo a p u n to d e tom ar
las armas para d efend er a su p r o p h e ta . D e allí e n ad elan te las m a ta n ­
zas de judíos se convertirían en característica norm al de las cruzadas
populares, a diferencia de las de los caballeros; y la razón es clara. Pese
a q u e los p a u p e re s se distrib u ían los bienes de los judíos q u e m atab an
(igual q u e hacían los de los m usulm anes), el bo tín no era ciertam ente
su principal finalidad . U n cronista hebreo nos recuerda qu e d u ran te la
segunda cruzada los cruzados exhortaban a los judíos: «Unios a nos­
otros para form ar u n solo pueblo»; y parece fu era d e to da d u d a qu e
cualquier ju d ío p o d ía salvar su vida y propiedades acep tand o el b au tis­
m o. Por otra parte se decía q u e todos los qu e m ataran a u n ju d ío qu e
se negara a ser bau tizado recibirían el p erd ó n d e todos sus pecados; y
no faltab an los q u e se consideraban indignos d e em pezar u n a cruzada
si no h ab ían m atad o a u n o de tales judíos. A lgunos d e los com entarios
de los m ism os cruzados h an sobrevivido hasta nuestros días: «Hemos
em p ren d id o u n a larga m archa para com batir a los enem igos d e Dios
en el O rien te, mas detrás, an te nuestros propios ojos, se encu entran
sus peores enem igos, los judíos. Prim ero debem os exterm inarlos.»
O tro: «Sois los descendientes de los q u e condenaron y asesinaron a
nuestro Dios. A dem ás Dios m ism o dijo: ‘V endrá el d ía en q u e m is h i­
jos vengarán m i sangre’ . N osotros somos sus hijos y tenem os la m isión
de tom ar venganza en vosotros, pues os habéis m ostrado obstinados y
blasfemos hacia é l... (Dios) os h a ab an d o n ad o y h a vuelto su faz hacia
nosotros para hacernos suyos.»
Se expresa a q u í in equívocam ente la m ism a convicción q u e quiso
convertir la p rim era cruzada en u n a aniqu ilación d e l Islam.
C a p ít u lo 4
LO S SA N T O S C O N T R A LAS H U ESTES
D E L A N T IC R IS T O

Salvadores d e los U ltim os Días

A u n q u e las noticias q u e poseem os d e ese período prim itivo son es­


casas, nos bastan p ara advertir la gran influencia q u e en las cruzadas
populares ejercía el ferm ento escatològico. Los p a u p e re s se considera­
b an com o los autores de la prodigiosa consum ación hacia la q u e se e n ­
cam in aban todas las cosas desde el principio del tiem p o . En todas p a r­
tes veían los «signos» q u e d eb ían señalar el principio de los últim os
días, y oían cóm o «la ú ltim a tro m p eta proclam aba la venida del justo
juez». Parecían fascinados sobre to d o p o r la profecía d el gran em p era­
do r qu e en los últim o s días d eb ía dirigirse hacia Jerusalén; y parece
q u e hicieron to do lo qu e estaba de su parte para convencerse d e que
eran conducidos realm ente p o r este m isterioso m onarca.
O rig inariam en te, en las profecías griegas q u e circulaban po r O rien ­
te, el ú ltim o em perado r d eb ía ser u n em perado r rom ano con sede en
C o nstan tin op la. Pero cuan do en el siglo VIH el P se u d o -M e th o d iu s fue
tradu cid o al latín en París, aparecieron diversas interpretaciones. Era
de esperar q u e cuan do el em perado r de los últim os días ocupara u n
lu gar en las fantasías escatológicas de O ccidente dejara de ser b izan ti­
n o . D esde el p u n to d e vista de E uropa occidental el em perado r de
C o n stan tin o p la era u n a figu ra m uy rem o ta y borrosa. Por o tra p arte,

70
Kn pos del Milenio 71

O ccidente se hab ía persuadido de qu e la adquisición po r C arlom án


del títu lo im perial dem ostraba u n a resurrección del im perio rom ano.
El vacío dejado p o r la deposición del ú ltim o em perador de O ccidente,
después de h ab er perm anecido sin llenarse d u ran te m ás de tres siglos,
parecía q u ed ar m agníficam ente cubierto cuando el día de N avidad del
año 800, Carlos, rey de los francos y de los lom bardos, fue coronado
em perador rom ano en San Pedro de Rom a. A partir de este m o m ento
fue posible concebir al em perador de los últim os días como u n m o n ar­
ca occidental, y esto a pesar de que C arlom án no dejó n in g ú n terri­
torio im perial tras de sí. T anto en la parte de los dom inios de C arlo­
m án qu e sería Francia, com o en la qu e sería A lem ania, los hom bres
con tinuaron soñando u n gran em perador qu e deb ía surgir en m edio
de ellos y en el q u e se cum plirían las profecías sibilinas.
H acia fines del siglo XI y a m ed id a qu e ib a to m an d o form a la idea
de u n a cruzada, esas fantasías adquirieron u n a nueva proxim idad y u r­
gencia. Pocos años antes de la prim era cruzada, Benzo, obispo de Alba,
profetizó q u e E nrique IV, rey de A lem ania y em perador rom ano,
conquistaría Bizancio, vencería al infiel y m archaría sobre Jerusalén.
Allí encontraría al A nticristo, al qu e destruiría; después de esta victoria
reinaría sobre u n im perio universal hasta el fin del m u n d o . Por prove­
n ir de u n prelado m uy po litizad o, ardiente partidario del em perado r
en su lucha con el p ap ad o , tales palabras n o d eb en qu izá tom arse d e­
m asiado literalm ente; pero cuan do , poco después, las tu rb as de los
p a u p e re s se reu n ían p ara la cruzada en u n a atm ósfera de febril excita­
ción, las antig uas profecías sibilinas reaparecieron dotadas d e u n extra­
ordinario dinam ism o. C om o señaló desdeñosam ente u n culto ab ad ,
gracias a las actividades de los falsos profetas el p u eb lo estaba lleno de
historias sobre la presun ta resurrección d e C arlom án a fin de co n d u ­
cir la cruzada.
D e hecho se h ab ían ido acum u land o gran cantid ad de leyendas
sobre la form idable figura d el p rim er carolingio. Se consideraba a
C arlom án sobre to d o com o el heroico cam peón de Cristo, incan­
sable defensor de la cristiandad contra las huestes del Islam ; y hacia
m ediados del siglo XI era voz p o p u lar q u e h ab ía capitaneado u n a cru­
zada hasta Jeru salén , haciendo h u ir a los infieles y reinstalando a los
cristianos expulsados an terio rm en te. Más de u n cronista nos explica
q u e los cruzados d e 1096 cam in aban po r los m ism os cam inos q u e
C arlom án hizo construir en aqu ella ocasión. M uchos creían tam b ién
q u e C arlom án no hab ía m u erto , sino q u e do rm ía — ya en su tú m u ­
lo de A achen o d en tro d e alg un a m o n tañ a— hasta q u e le llegara la
hora de volver al m u n d o de los hom bres. A los predicadores populares
en favor d e la cruzada no les resultaba difícil com binar tales historias
con las profecías sibilinas y hacer ver al p u eb lo en C arlom án al gran
em perador q u e, desperezándose de su sueño, destruiría el po der del
72 Norman Cohn

Islam y establecería la era d e bendición q u e precedería al fin . ¿Se con­


virtió C arolas redivivas, a m anos de los p r o p h e ta e , en u n rey-m endigo
y p atro n o de los pobres, com parable con el rey tafur, q u ien , sin dinero,
era «el principal* y p o d ía hacer de Jeru salén u n don? N o lo sabem os;
pero los pobres eran ciertam ente capaces de transform ar al em perador
d u rm ien te del P se u d o -M eth o d iu s, según sus propias ilusiones, en u n
salvador q u e no sólo aniqu ilaría al infiel sino q u e socorrería y levanta­
ría a los h u m ild es. Lo h iciero n m u y a m e n u d o en los siglos posteriores
y p u d iero n m uy b ien hab erlo hecho ya en tiem pos d e la prim era cru­
zada.
Los p a u p e r e s consideraban tan im prescindible la figura del ú ltim o
em perador para la realización d e sus esperanzas más ín tim as q u e le
vieron no sólo en el fantasm a de C arlom án resucitado sino a veces
en los hom bres vivos, en los m ism os caudillos d e la cruzada. La g ig an ­
tesca im agen m esiánica fu e proyectada en G o dofredo d e B ouillon, d u ­
qu e de la baja Lorena, en el político R aim undo d e Saint-G iles, conde
de Tolosa, quizá tam b ién en el caballero n o rm an do convertido, según
se decía, en el rey tafur. Pero, sobre to d o , parece claro q u e el hom bre
que inspiró las grandes m atanzas de judíos en las ciudades del R hin,
Emico o Em m erich, conde de L einingen, se im puso a sus seguidores
com o el em perador de los U ltim os Días. Se tratab a de u n barón feudal
de notab le ferocidad qu e p reten d ía h ab er sido llevado a to m ar la cruz
m ovido po r visiones y revelaciones de Dios. U n d ía u n m ensajero de
Cristo vino a él y le hizo u n a señal en su carne —sin d u d a la señal tra­
dicional de la elección divina, la cruz sobre o en tre los om óplatos, qu e
se creía hab ía m arcado a C arlom án y d eb ía señalar tam b ién al ú lti­
m o em perado r. Emico p reten d ía q u e esta señal era u n a prom esa de
q u e el m ism o C risto le conduciría a la victoria y q u e a su d eb id o tie m ­
po colocaría u n a corona sobre su cabeza; esta coronación d eb ía ten er
lugar en la parte d el sur d e Italia q u e h ab ía sido gobernad a p o r el e m ­
perado r b izan tin o . ¿Q ué p u ed e significar to d o esto sino q u e este insig­
nificante señor alem án estaba asum iendo la función q u e el obispo
B enzo h ab ía in ten tad o en vano im p oner al em perado r E nriq ue — es
decir, q u e h ab ía decidido ser el em perador escatológico q u e d eb ía u n ir
los im perios orien tal y occidental para después m archar sobre Jeru sa­
lén? En realidad la expedición de Emico fu e m uy poco gloriosa. Su
b a n d a de p a u p e re s — alem anes, franceses, flam encos, loreneses— , a ta­
cada y dispersada p o r los húngaros, nu nca llegó al Asia M enor; regre­
sando solo a su hogar. D e todos m odos, siem pre reposó sobre Emico
u n aura sobrenatural. Años después de su m u erte, acaecida en 1117,
se sup on ía q u e llevaba u n cierto tip o de existencia especial en u n a
m o n tañ a cercana a W o rm s, d e la q u e se le h ab ía visto salir a veces en
m edio de u n a b an d a arm ad a — leyenda q u e m uestra claram ente q u e
En pos del Milenio 73

la im aginación p o p u lar h ab ía insistido en convertirlo en u n héroe d o r­


m id o , qu e d eb ía volver algún día.
Por lo q u e se refiere a la segu nd a cruzada no hay d u d a sobre qu ién
era el candidato m ás apropiado para la función de ú ltim o em perador.
En tan to qu e n in g ú n m onarca hab ía tom ado parte en la prim era cru­
zada, cuan do el pap a E ugenio pid ió ayuda en favor del agobiado reino
de Jcru salén m edio siglo después, Luis VII de Francia respondió con
entusiasm o. El d ía de N avidad de 1145 el rey pron un ció su voto de
cruzado en la ab ad ía real de Saint-D enis en m edio de escenas de gran
fervor p o p u lar. D esde principios de siglo hab ían circulado nuevas ver­
siones de la T ib u rtin a q u e h ab lab an de u n fu tu ro rey de Francia que
reinaría sobre los dos im perios oriental y occidental y q u e al f in , como
em perado r de los últim os días, dep o n d ría su corona y vestiduras en el
G ólgota. Parece natural qu e cuan do el entusiasm o p o r la cruzada co n ­
m ovió u n a vez más a las poblaciones de Europa occidental la profecía
fuese aplicada a Luis VII. Al m ism o tiem p o q u e el p m p h e ta R odolfo
estaba predicando la m atanza de los judíos, otros estu diab an con e m ­
p eñ o u n extraño y m isterioso oráculo pu esto en circulación tam b ién
po r u n p r o p h e ta . Lo qu e parece claro es qu e prom etía a Luis las ciu d a­
des de C onstan tin op la y «Babilonia» y u n im perio en Asia M enor —y
añade q u e cuando se haya alcanzado to do esto su «L» se convertirá en
u n a «C». Estos indicios bastan para indicar to d o u n program a escatoló-
gico. Luis se deb ía convertir en em perador del orien te, rein an d o sobre
Bizancio. D espués d eb ía capturar «Babilonia», qu e en las profecías si­
bilinas represen tab a la capital m ística del infiel, el antro de los dem onios
y la cun a del A nticristo — u n a especie d e contrafigura d e la santa ciudad
de Jeru salén . F inalm ente, se convertiría en «el rey cuyo nom bre será C»
(com o dice la T ib u rtin a ) —en otras palabras, u n C o nstante resucitado
q u e d eb ía ser el em perado r d e los últim os días.
La in fluencia de este oráculo fu e enorm e. Parece ser q u e fu e preci­
sam ente el estu dio d e las sibilinas lo qu e persuadió a B ernardo para
q u e venciera su inicial repug nan cia a predicar la cruzada — y sin esta
predicación pro b ab lem en te n o h u b iera h ab id o cruzada. El oráculo fue
estu diad o n o sólo en Francia sino tam b ién en A lem ania, cuyo rey,
C onrado III, era u n cruzado poco dispuesto y en absoluto rival de
Luis. El m ism o Luis, a pesar d e to do su fervor en p ro de la cruzada, no
estaba n ad a dispuesto a desem p eñar la función escatológica qu e se le
q u ería im p oner. A pesar de ser u n rey auténtico y no un m ero afi­
cionado a rey, se encontró de todos m odos y m uy a pesar suyo env uel­
to en las intrigas y rivalidades políticas q u e atenazaron a la cruzada
desde su nacim iento. D e ahí resultó, q u e, m ientras los reyes de F ran­
cia y A lem ania se dirigían al absurdo sitio de D am asco, los p a u p e re s
q u ed aro n aban do nad os, diezm ados po r las m atanzas y el ham bre, sin
jefes y desorientados, esperando ellos solos el fatal espejism o del reino
de los san to s.
74 Norman Cohn

Las huestes dem oníacas

Los p a u p e r e s q u e to m aron p arte en las cruzadas populares vieron a


sus víctim as, lo m ism o q u e a sus jefes, a través de la escatología de la
q u e h ab ían d ed ucido su m ito social.
Según las tradiciones ju an in a y sibilina deb ían ser elim inados los
incrédulos antes de q u e llegara el M ilenio. En cierto sentido el ideal
de u n m u n d o com p letam en te cristiano es tan an tig u o com o el m ism o
cristianism o. D e todos m odos, el cristianism o h a seguido siendo, com o
lo fiie en su origen, u n a religión m isionera q u e h a insistido en el
hecho d e q u e la elim inación de los incrédulos h a de lograrse a través
d e su conversión. A hora b ien , las huestes mesiánicas qu e em pezaron a
form arse d u ran te los siglos XI y XII no veían n in g u n a razón po r la qu e
tal elim inación n o p u d iera llevarse a cabo tam b ién p o r el an iq u ila­
m ien to físico d e los no conversos. En el C a n ta r d e R o ld a n , la fam osa
ob ra épica q u e es la m ás im presionante expresión literaria del espíritu
d e la p rim era cruzada, se expresa sin am bages la nueva actitud :
El emperador ha tomado Zaragoza. Por mil franceses hace escudriñar bien
la ciudad, las sinagogas y las mezquitas. A martillazos y hachazos destruyen las
imágenes y todos los ídolos: allí no ha de quedar ni maleficio ni sortilegio al­
guno. El rey cree en Dios, quiere cumplir los ritos, y sus obispos bendicen las
aguas. Se conduce a los infieles hasta el baptisterio, y si alguno se resiste a
Carlomán, el rey lo envía a la horca o lo hará quemar o matar por el hierro.

A los ojos de los p a u p e r e s cruzados el castigo d e m usulm anes y


judíos d eb ía ser el prim er acto de la batalla final qu e — com o en las
fantasías escatológicas de los judíos y de los prim eros cristianos— debía
culm inar en la destrucción del m ism o príncipe del m al. Por encim a de
esas hordas desesperadas, a m ed id a qu e avanzaban en su ob ra de
destrucción, asom aba la figura del Anticristo. Su som bra gigantesca y
terrorífica aparece incluso en las páginas de las crónicas. El A nticristo
h a nacido ya; de u n m o m ento a otro colocará su trono en el T em plo
de Jeru salén . Incluso entre los m iem bros del alto clero h ab ía m uchos
qu e lo afirm aban. Y au n q u e todas esas fantasías n o ten ían n ad a que
ver con los planes del p ap a U rban o, le fueron atribuidas p o r los cronis­
tas deseosos d e describir la atm ósfera e n q u e se gestó la p rim era cruza­
da. Es vo lu n tad de D ios — se le hace afirm ar a U rban o en C lerm on t—
q u e p o r los esfuerzos d e los cruzados el cristianism o florezca de nuevo
en Jeru salén en estos últim o s tiem pos, de m od o q u e cuan do el A n ­
ticristo em piece allí su reinado — com o deb e suceder p ro n to — e n ­
cuentre suficientes cristianos dispuestos a la lucha.
A l otorgar los infieles u n pap el e n el dram a escatológico, la im ag i­
nación p o p u lar los transform ó e n dem onios. En los som bríos días del
siglo IX, cuan do la cristiandad se enco ntrab a realm ente am enazad a po r
En pos del Milenio 75

el victorioso avance del Islam , unos pocos clérigos hab ían concluido
con tristeza q u e M ahom a tuvo qu e ser el «precursor» d e u n Anticristo
sarraceno y veían en los m usulm anes en general a los «ministros» del
A nticristo. A hora bien, cuando la cristiandad lanzó su contraofensiva
fren te a u n Islam ya en retirada, los cantos épicos populares p in taro n a
los m usulm anes como m onstruos con dos pares d e cuernos (delan te y
detrás) y les llam aban dem onios sin n in g ú n derecho a la vida. Pero
au n q u e el sarraceno (y su sucesor el turco) m antuvo d u ran te largo
tiem p o en la im aginación p o p u lar u n a cierta cualidad dem oníaca,
fu ero n los judíos los qu e p resen tab an u n a apariencia todavía más n e­
gativa. T anto judíos com o sarracenos fueron considerados p o r lo gene­
ral com o m uy afínes, si no idénticos; pero com o los judíos vivían
disgregados po r to d a Europa cristiana, vinieron a desem peñar u n p a ­
pel más im p o rtan te en la dem onología p o p u lar. A dem ás lo des­
em peñ aro n po r m uch o más tiem p o —con consecuencias qu e h a n p er­
d u rad o d u ran te generaciones y q u e incluyen la m atan za d e m illones
de judíos europeos en p leno siglo x x .
C u and o em pezaron a adjudicárseles atrib u to s dem oníacos los
judíos no eran ni m uchísim o m enos unos recién llegados a Europa oc­
cidental. D espués del desgraciado levantam iento contra R om a y de la
destrucción de la nación ju d ía en Palestina, em igraciones en m asa y
deportaciones h ab ían llevado a gran cantid ad de ju díos a Francia y al
valle del R hin. A u n q u e en estas tierras n o consiguieron ni la em in en ­
cia cultural ni la influencia política de sus herm anos de sangre en la
España m usu lm ana, su suerte en la alta E dad M edia no era especial­
m en te dura. A partir del período carolingio h u b o judíos q u e se d e d i­
caron al comercio entre Europa y el O rien te próxim o com erciando ar­
tículos de lujo, especias, incienso y m arfil tallado; m uchos otros judíos
eran artesanos. N o tenem os n in g u n a p ru eb a de qu e en estos prim eros
tiem pos los judíos fueran considerados por sus vecinos cristianos con
odio o tem or especiales. Por el contrario, las relaciones sociales y eco­
nóm icas entre judíos y cristianos eran arm oniosas, y no eran desconoci­
das las am istades personales y asociaciones comerciales entre ellos. C u l­
turalm en te los judíos recorrieron u n largo cam ino para adaptarse a los
diversos países en los qu e h ab itab an . D e todos m odos, con tinuaron
siendo judíos, negándose a ser absorbidos por las poblaciones entre las
qu e vivían; este hecho fue decisivo para la suerte de sus descendientes.
Esta negativa a ser asim ilados, qu e se ha repetido d u ran te tantas
generaciones de judíos desde las prim eras dispersiones en el
siglo Vi a. de C ., representa u n fenóm eno m uy extraño. A excepción, en
cierta m edida, de los gitanos, parece q u e no hay n in g ú n otro p u eblo
q u e, disperso po r todas partes, sin ten er ni territorio ni nacionalidad
propios, ni tan siquiera u n a gran hom ogen eid ad étnica, haya sobrevi­
vido in definidam en te como en tid ad cultural. Parece que la solución
“ 6 Norman Cohn

de este rom pecabezas sociológico hem os d e buscarla en la religión


ju d ía , la cual no sólo enseña — com o la cristiana y la m ah o m etan a— a
sus m iem bros a considerarse com o el p u eb lo elegido de u n solo y o m ­
n ip o te n te D ios, sino tam b ién a pensar q u e los infortunios co m u n ita­
rios m ás abrum adores — derrota, dispersión, h u m illación— son otras
tan tas pruebas del favor divino, otras tan tas garantías de la fu tu ra b e n ­
dición com u nitaria. Parece q u e lo q u e hizo q u e los judíos siguieran
siendo judíos fue su absoluta convicción de qu e la diáspora no era más
q u e u n a expiación prelim inar del pecado com unitario, u n a prep ara­
ción para la venida del mesías y para el retorno a u n a tierra santa
transfigurada — incluso cuan do , después del colapso final del estado
ju d ío , m uchos de ellos em pezaron a pensar qu e esta consum ación p er­
tenecía a u n fu tu ro rem oto e indefinido . A dem ás, con el propósito de
asegurar la supervivencia de la religión ju d ía, se elaboró u n código ri­
tu al que im p ed ía prácticam ente qu e los judíos se m ezclaran con los
dem ás. Se proh ib ió el m atrim on io con los no judíos y se pusieron
grandes dificultades al hecho de com er con no judíos; el m ero hecho
de leer u n libro no ju d ío era considerado ya com o pecado.
Todas estas circunstancias qu izá basten p ara explicar po r qu é los
judíos siguieron form an do después de tantos siglos de dispersión una
co m u nid ad claram ente reconocible, u n id a p o r u n intenso sentim ien to
de solidaridad, algo reservada en su a ctitu d respecto a los extraños y
abrazada celosam ente a los tab ús q u e hab ían sido ideados con la única
fin alid ad d e acen tuar y p erp etu ar su exclusivismo. P or o tra p arte, p a ­
rece q u e esta ten den cia conservadora y exclusivista n o es razón sufi­
ciente d el co n tin u o y particularm ente intenso aborrecim iento q u e el
cristianism o (y sólo el cristianism o) h a ten id o contra los judíos m uch o
m ás q u e contra cualquier otro «éxogrupo». La razón p ara este aborreci­
m ien to debem os buscarla en la im agen com p letam en te fantástica de
los judíos qu e rep en tin am en te captó la im aginación de las nuevas m a ­
sas en tiem pos de las prim eras cruzadas.
La enseñanza católica oficial h ab ía preparado el terreno. La Iglesia
siem pre h ab ía ten id o la inclinación a considerar a la sinagoga como
peligrosa en su influencia e incluso com o rival en potencia, y nunca
h a b ía dejado de dirigir u n a vigorosa polém ica en contra del judaism o.
D u ran te generaciones los laicos se hab ían acostum brado a oír cóm o los
judíos eran condenados d u ram en te desde el p u lp ito ; perversos, de dura
cerviz e ingratos p o rq u e se h ab ían negado a ad m itir la divinidad de
C risto, portadores tam b ién del m onstruoso pecado hereditario d e la
m u erte d e C risto. A dem ás la tradición escatológica h ab ía asociado des­
de hacía tiem p o inm em orial a los ju díos con el A nticristo. Y a desde
los siglos II y III los teólogos h ab ían pronosticado qu e el A nticristo
sería u n ju d ío de la trib u de D an ; y esta idea se hizo tan com ú n que
en la Edad M edia fue aceptada po r escolásticos tales como Santo T o ­
Hn p o s d d M i l e n i o

más de A q uino. Se sostenía qu e el A nticristo nacería en B abilonia,


crecería en Palestina, am aría a los judíos más qu e a n ing ún otro
p u eb lo , les reconstruiría el T em plo y les reuniría de la disgregación.
Por su parte, los judíos serían los más fíeles seguidores del Anticristo,
aceptándole como el mesías q u e ib a a restaurar la nación. Y, au n q u e
algunos teólogos consideraban la posibilidad de un a conversión gen e­
ral de los judíos, otros sostenían q u e su ceguera duraría siem pre y que
en el juicio final serían enviados, ju n to con el m ism o A nticristo, a
sufrir los torm entos del infierno por to da la etern id ad . En el com p en­
dio que acerca del A nticristo publicó Adso de M ontier-en-D er en el si­
glo x y qu e fue la ú ltim a palabra sobre la m ateria d u ran te to da la
Edad M edia, el A nticristo, au n q u e seguía siendo u n ju dío de la tribu
de D an , resultaba todavía más misterioso y siniestro. A hora d eb ía ser
el vástago de u n a ram era y u n despreciable desgraciado; adem ás, en el
m om ento de su concepción, el espíritu del diablo había de entrar en
el seno de la p rostitu ta, asegurando de este m od o que el n iñ o fuese
auténtica encarnación del m al. Más adelante su educación d eb ía correr
a cargo de brujos y magos, qu e le iniciarían en la m agia negra y en
to da in iq u id ad .
C u and o en la baja E dad M edia las masas recogieron las antiguas
profecías escatológicas, esas fantasías fueron tratadas con to da seriedad
y elaboradas en u n a extraña m itología. D el m ism o m odo q u e la figura
h u m an a del A nticristo ten d ía a fundirse con la figura dem oníaca de
Satanás, los ju díos aparecieron como dem onios y esclavos de Satanás.
En el teatro y en la p in tu ra se les representaba m uy a m en u d o como
dem onios con cuernos y barbas de m acho cabrío, m ientras q u e en la
vida real las autoridades laicas y eclesiásticas trataron de obligarles a
qu e llevaran cuernos en sus som breros. C om o unos dem onios m ás,
fueron im aginados y representados estrecham ente asociados a las
criaturas qu e sim bolizan la obscenidad y la lujuria: bestias cornudas,
cerdos, ranas, gusanos, serpientes y escorpiones. Y a la inversa, se solía
atribuir a Satanás rasgos judíos, den o m in án d o le «padre de los judíos».
El populacho estaba convencido de q u e los judíos adoraban a Satanás
en la sinagoga bajo la form a de u n gato o de u n sapo, invocando su
protección con la práctica de la m agia negra. Igual qu e su presun to se­
ñor, se pen saba que los judíos eran dem onios de destrucción cuyo ú n i­
co objeto era acabar con los cristianos y con la cristiandad: td ya b les
d 'e n fe r , e n n e m y s d u gen re h u m a in » , com o son llam ados en los autos
sacram entales franceses.
Y si el p o d er de los judíos parecía m ayor qu e n u nca, sus m aldades
más atroces y sus em brujos más funestos, ello era indicio d e qu e el fin
estaba m uy próxim o. Se creía q u e, preparándose para la lucha final,
los judíos practicaban secretos y grotescos torneos en los q u e, com o sol­
dados del A nticristo, se ejercitaban en el uso del p u ñ al. Incluso las
78 Norman Cohn

diez tribus perdidas de Israel, q u e C om m odiano hab ía visto como el


fu tu ro ejército de Cristo, fueron identificadas con las huestes del A n ­
ticristo, los pueblos de G og y Magog — pueblos a los qu e el P seudo-
M e th o d iu s describe alim entándose de carne h u m an a, cadáveres, niños
arrancados del seno d e sus m adres, y tam b ién de escorpiones, serp ien­
tes y repug nan tes reptiles. Se escribieron obras teatrales m ostrando
cómo los dem onios judíos ayudarían al A nticristo a conquistar el m u n d o
hasta q u e, en vísperas de la Segunda V enida y del com ienzo del M ile­
nio, el A nticristo y los judíos serían aniquilados entre el gozo de los
cristianos. D u ran te la representación de estas obras fue necesario que
la fuerza arm ada defendiera a los judíos de la furia de la m u ltitu d . Los
papas y concilios sin d u d a insistieron en q u e, au n q u e los judíos debían
vivir aislados y degradados hasta el día de su conversión, no debían ser
asesinados. Pero sutilezas de este tipo causaron poca im presión en las
m asas tu rb u len tas arrastradas p o r los tem ores y esperanzas escatológi-
cos y em barcadas ya —según p en sab an — en las prodigiosas m atanzas
de los últim os días.
El odio contra los judíos se ha atrib u id o con frecuencia a su f u n ­
ción d e prestam istas y parece necesario acentuar la poca relación que
en realidad h u b o entre estos hechos. La concepción del ju d ío d em o ­
níaco existía ya antes de la realidad del ju dío prestam ista, y fue
aquélla la qu e ayudó a prod ucir ésta. A m ed id a q u e , en época d e las
cruzadas, la intolerancia religiosa se fu e haciendo progresivam ente más
intensa, la situación económ ica d e los judíos se fu e deteriorand o ráp i­
dam en te. En el concilio de Letrán de 1215 se dispuso q u e los judíos
d eb ían ser separados de todas las funciones civiles y m ilitares y de la
tenencia de tierra y estas decisiones fueron incorporadas al derecho ca­
nónico. C om o m ercaderes, los judíos tam b ién se encontraron en gran
desventaja, pues ya no p o dían viajar sin riesgo d e ser asesinados. A d e­
m ás, los cristianos tam b ién em pezaron a com erciar a su vez y relegaron
ráp id am en te a los judíos, quienes fueron expulsados d e la liga hanseá-
tica y no podían com petir, desde luego, con las ciudades italianas y
flam encas. Para los ju díos ricos el prestam ism o resultó el único cam po
de actividad económ ica q u e les q u ed ab a. C om o prestam istas podían
perm anecer en sus hogares, sin necesidad de em prend er peligrosos
viajes, y conservando sus riquezas en un estado líqu ido p o d ían , en caso
de em ergencia, h u ir sin riesgo de perderlas. Por o tra p arte, la econo­
m ía d e E uropa occidental en rápida expansión experim entaba u n a u r­
gen te y constante d em an d a d e crédito. El préstam o de dinero a interés
— estigm atizado com o usu ra— estaba pro h ib id o a los cristianos por el
derecho canónico. Los judíos, q u e nó estaban sujetos a esta p ro h ib i­
ción, se vieron anim ados e incluso obligados po r las autoridades a
prestar su dinero con la suficiente garantía y fueron alabados por des­
em p eñ ar esta función im prescindible.
En pos del Milenio 79

Sin em bargo, el prestam ism o ju d ío sólo tuvo u n a im portancia


transitoria en la vida económ ica m edieval. A m ed id a qu e el capitalis­
m o se desarrollaba, los cristianos em pezaron cada vez con m ayor d eter­
m inación a ignorar la prohibición canónica del prestam ism o. A m e­
diados del siglo Xll, los capitalistas de los Países Bajos hacían grandes
préstam os a interés y los italianos se h ab ían convertido en expertos
banqueros. Los judíos no p o d ían com petir con esos hom bres. Las
ciudades, los señores territoriales, los reyes im p onían gravosos im p ues­
tos a los judíos — a m en u d o la contribución ju d ía a las finanzas reales
fue diez veces superior d e lo qu e su nú m ero justificaba. U n a vez más
los judíos se encontraron en grave desventaja. A u n q u e los prestam istas
judíos particulares p u d iero n algunas veces, especialm ente en los países
más atrasados, am asar grandes fortunas, arbitrarias exacciones les re d u ­
cían de nuevo a la pobreza. Y los judíos ricos nunca fu eron n u m ero ­
sos: la m ayoría eran lo qu e hoy llam aríam os clase m edia baja y m uchos
eran realm ente pobres. A finales de la Edad M edia hab ía m uy poca ri­
queza ju día en el no rte de E uropa; por esto los judíos no p u d iero n par­
ticipar en el prodigioso desarrollo qu e siguió al descubrim iento del
N uevo M undo.
A partados de las altas finanzas, algunos judíos volvieron al presta-
m ism o en p eq u eñ a escala y a los em peños. Se tratab a, ciertam en te, de
cam pos m uy apropiados para despertar el aborrecim iento p o p u lar. Lo
qu e hab ía sido u n a floreciente cultura ju día se hab ía convertido en este
tiem p o en u n a sociedad aterrorizada y e n con tin u o estado de guerra
con la gran sociedad q u e la rodeaba; y p u ed e darse p o r supuesto q u e a
m en u d o los prestam istas judíos reaccionaron contra la inseguridad y la
persecución con u n a im placabilidad m uy prop ia de ellos. Pero ya
m ucho antes el odio contra los judíos se h ab ía convertido en u n a e n ­
ferm edad endém ica en las m asas europeas. Incluso después, cuan do la
m u ltitu d em p ezab a a m atar ju d ío s, no se lim itab a nunca a los relativa­
m en te pocos prestam istas, sino q u e asesinaba a todos los judíos qu e
p o d ía encontrar. Por o tra p arte, cualquier ju d ío , prestam ista o no,
p o d ía escapar d e la m atan za si aceptaba ser b au tizad o , p u es se creía
q u e el bautism o purificaba infaliblem ente su naturaleza dem oníaca.
Sin em bargo, los ju díos n o eran los únicos perseguidos. C om o ve­
rem os en capítulos posteriores, las huestes escatológicam ente inspira­
das d e los pobres p ro n to em pezaron a m eterse tam b ién con los cléri­
gos. Y tam b ién a q u í las m atanzas se basaron e n la creencia de q u e las
víctimas eran agentes del A nticristo y de Satanás, cuyo exterm inio era
u n requisito para el M ilenio. A u n q u e la m ayor p arte de la g en te creía
qu e el A nticristo d eb ía nacer de u n ju d ío , m uchos op in aban q u e sería
el hijo de u n obispo y un a m onja. A dem ás M artín Lutero n o fu e el
prim ero (com o se suele pensar) en defend er la id ea de q u e el A nticris­
to qu e levanta su trono en el tem p lo no p u ed e ser otro q u e el p a p a de
so Norman Coin

Rom a y q u e la Iglesia d e R om a es por consiguiente la Iglesia de Sata­


nás. Se tratab a de u n a idea m uy generalizada en tre los pensadores es-
catológicos de la alta E dad M edia. E incluso un cam peón de la Iglesia
com o san B ernardo p u d o llegar a creer, en su angustiosa espera del
dram a final, q u e m uchos de los clérigos pertenecían a las huestes del
A nticristo. En las declaraciones del p r o p b e ta qu e fue q u em ado como
hereje en París el año 1209, aparecen ideas similares com o parte in ­
tegrante d e un a doctrina q u e se basa fu ertem en te en las tradiciones
juaninas y sibilinas. Este h o m b re, u n clérigo q u e se hizo orfebre, p ro ­
fetizó q u e al cabo de cinco años el p u eb lo sería consum ido por el
h am b re, los reyes se m atarían unos a otros por la espalda, la tierra se
abriría, se h u n d irían los cim ientos de la ciudad y finalm en te caería el
fuego sobre los m iem bros del A nticristo, los prelados de la Iglesia. In ­
sistía en q u e el pap a era el A nticristo, po r el eno rm e p o d er d e q u e dis­
po nía y q u e la Babilonia del Apocalipsis era en realidad Rom a. D es­
pués de la gran purificación, to da la tierra con todos sus reinos se so­
m etería al fu tu ro rey de Francia, Luis VIII — todavía D elfín en aquella
época— , m onarca escatológico q u e sería poseído po r la sabiduría y el
p o d er de las Escrituras y reinaría p ara siem pre bajo la inspiración del
Espíritu Santo.
Era casi necesario q u e to do m ovim iento m ilenarista se viera ob liga­
do po r la situación a ver en el clero un a fratern id ad dem oníaca. U n
grup o de laicos capitaneados por u n caudillo m esiánico y convencidos
de haber recibido de Dios la m isión adm irable de preparar la venida
del M ilenio, estaba con den ado a encontrar en la Iglesia institucional,
en el m ejor de los casos, u n op on ente intransigente y, en el peor, un
im placable perseguidor. Pero ¿no pertenecía precisam ente a la n atu ra­
leza m ism a del A nticristo hacer todo lo posible, con frau de y violen­
cia, para im pedir la consum ación dispuesta por Dios? Y ¿podía e n ­
contrar algún m edio m ejor para disfrazarse que el de ocultarse bajo el
m and o y tiara pap al y desplegar el gran po der y autoridad de la Iglesia
en contra de los santos? Siendo esto así, ¿qué otra cosa podía ser la
Iglesia del Anticristo sino la Ram era de Babilonia, «la m ujer ebria de
la sangre de los santos», la M adre de las A bom inaciones «con la cual
fornicaron los reyes de la tierra y se em briagaron los hab itantes de la
tierra con el vino de su fornicación»? Y, el clero ¿podía verse de otro
m o d o qu e com o la bestia de m últiples cabezas esclava del A nticristo
q u e lleva a la p ro stitu ta sobre sus espaldas, qu e profiere blasfem ias y
lucha contra los Santos? El clero com o la bestia del Apocalipsis: ¿qué
im agen po día convencer m ás a los m ilenaristas entusiastas a cuyos ojos
la vida d e los clérigos no era m ás qu e bestialidad, vita anim alis, u n a
existencia dedicada al m u n d o y a la carne?
La Iglesia m edieval ¿había caído realm ente en u n tan grave m ate­
rialismo? ¿O m ás b ien esta creencia, todavía hoy m uy ex ten d id a, no
I.n pos del Milenio 81

sería más q u e u n a sim plificación, com parable con la q u e identifica el


judaism o m edieval con la usura m edieval? C iertam en te no p u e d e n e ­
garse q u e la Iglesia qu e ta n to h ab ía colaborado en la form ación de la
sociedad m edieval tam b ién form ab a p arte d e esta sociedad. Y a antes
de la caída del im perio de O ccidente los em peradores, al entreg ar a la
Iglesia la riqueza de los tem plos paganos, la h ab ían convertido en la
m ayor latifund ista del m u n d o . Esta riqu eza, q u e p erm itió a la Iglesia
sobrevivir relativam ente intacta a las grandes m igraciones e invasiones,
se fue in crem en tand o siglo tras siglo con los legados y donativos de
príncipes y hom bres acaudalados. En virtud del derecho canónico, la
pro p ied ad de la Iglesia era inalienable y así, a pesar de las d ep red a­
ciones de los m agnates laicos, llegó a ser enorm e. U na organización
tan bien d o tad a podía ofrecer m uchas o p ortu nid ades, y las fam ilias
nobles conseguían frecu entem en te, po r influencias e incluso p o r
com pra, confortables beneficios para sus hijos más jóvenes. M uchos de
los obispos y abades designados de este m od o eran sim plem ente p o líti­
cos, cortesanos o príncipes vestidos de eclesiásticos. Los abades convir­
tieron sus m onasterios en lujosos establecim ientos, m ientras q u e los
obispos construyeron palacios con fosos y torres, en los que vivían con
la m ism a m agnificencia qu e los dem ás señores feudales. Al p u eb lo no
le faltab an razones para quejarse de qu e el clero «no se preocupa de
nosotros, vive unas vidas escandalosas, y nos holla con sus p ies... El
p u eblo hace de todo y entrega todo y todavía n o p u ed e vivir sin ser
ato rm en tado y llevado a la ruin a po r el clero... Los prelados son lobos
rabiosos...».
A dem ás de to do esto, y p o r lo m enos a p artir del siglo XIII, el m is­
m o p ap ad o era ab iertam en te m u n d an o . Los papas eran an te to do
hom bres d e Estado y adm inistradores. La m ayor circulación de m o n e­
d a y el renacim iento del comercio dieron facilidades al p ap ad o para
qu e desarrollara u n sistem a fiscal a escala europ ea, dirigid o p o r un a
burocracia escogida y m uy bien preparada. Por m uy enérgicam ente
qu e el p ap ad o condenara la «usura», com o llam aba al nuevo capitalis­
m o, sus propias necesidades financieras le m ovían a usar todos los m e ­
dios para la obtención de dinero. Los papas utilizaro n los servicios de
i los banqueros antes q u e los m onarcas seculares. Por tales m edios el pa-
i pad o p u d o en tab lar batallas p u ram en te políticas con m edios p u ram en -
' te políticos, e incluso com prar aliados y m ercenarios. T am bién p u d o ,
j: com o u n a gran m on arq uía, m an ten er u n a corte d e gran esplendor, en
la q u e a veces la intriga y la corrupción florecieron con tan ta exuberan-
I cía com o en otras cortes. D e hecho, en tre los m iem bros d e la cúspide
| de la jerarquía eclesiástica se dab a u n a señalada tendencia a aproxi-
I m arse al m odo norm al de vida de los estrati superiores de la sociedad
laica.
C u and o los m ilenaristas d e la alta E dad M edia hab lab an de la
82 Norm an C ohn

m u n d an id ad d e la Iglesia se rcfeiían ciertam ente a algo qu e existía;


pero no deja de ten er im portancia qu e sólo supieran ver en la Iglesia la
m u n d a n id a d , y no lograran darse cuen ta de q u e, a pesar de enco ntrar­
se p ro fu n d am en te inm ersa en la sociedad secular, .a Iglesia todavía
seguía representando el m od o de vida m ás h u m an o y desinteresado
— no sólo en su enseñanza sino tam b ién , incluso en sus períodos más
m u n d an o s, en la práctica. En u n a época en la qu e no se conocían los
servicios d e ayuda social, los m onjes y, p o steriorm ente, los frailes to m a­
b an a su cuidado a los pobres y enferm os sin esperar recom pensa h u ­
m ana. En u n co n tin en te devastado p o r las guerras feudales, los obis­
pos hicieron to do lo posible con la predicación de la tregua de D ioc y
de la paz de D ios, para lim itar los sufrim ientos y la devastación.
Siem pre, num erosos clérigos llevaron u n a vida relativam ente austera e
incluso m uchos de los grandes prelados buscaron la santidad . A u nq ue
el clero se adorm eció con stan tem ente en u n a confortable tibieza — lo
cual siem pre sucede en las corporaciones num erosas de seres
hu m anos— , no faltaron algunos dotados d e la vo lu ntad y el po der de
d ar la voz de alarm a e in ten tar la reform a. La fundación de nuevas ór­
denes m onásticas en los siglos XI y XII, las innovaciones de san Francis­
co y santo D om ingo en el siglo XIII, el m ovim iento conciliar del si­
glo XV, e incluso el m ovim iento «evangélico* q u e se extendía en víspe­
ras d e la Reform a, no son m ás qu e unos pocos ejem plos en tre m uchos
d e la capacidad d e la Iglesia m edieval p ara afro ntar sus propios defectos.
Ju zg ad o de acuerdo con las norm as de la cristiandad m edieval lati­
n a, q u e en principio eran aceptadas po r to do s, el historial d e la Iglesia
se enco ntrab a en realidad m uy lejos d e ser com p letam en te negativo.
Pero los m ilenaristas, aterrorizados y deslum brados al m ism o tiem p o
p o r la in m inen cia de la Segunda V enida, lo veían to d o negro y aplica­
ro n esas m ism as n o rm a s c o n absoluta intransigencia, negándose en re­
d o n d o a hacer cualquier clase de concesiones. Las hordas escatològica­
m en te inspiradas buscaron caudillos a quienes p u d ieran considerar
com o seres p u ram en te espirituales, com p letam en te ajenos a los cálculos y
preocupaciones m ateriales, libres de las necesidades y deseos del cuer­
po. Tales dirigentes p o d ían ser tenidos com o santos m ilagrosos e in clu­
so com o dioses vivientes. A plicando tales m edidas, la ún ica actitu d p o ­
sible fren te a u n clero q u e, siendo h u m an o , estaba lleno de fragilidad,
sólo p o d ía ser la de u n a condena inapelable. A causa de su des­
ord en ad a esperanza los m ovim ientos escatológicos no p u d iero n lim i­
tarse a condenar —com o la m ism a Iglesia hacía— ciertos abusos
concretos y criticar a ciertos clérigos en particular, sino q u e vieron en
to d o el clero y en sus obras a la m ilicia del A nticristo, destinad a p o r su
m ism a oaturaleza co rru p ta a acarrear la ru in a m aterial y espiritual de
la cristiandad y buscándola ahora con m uch o m ás ardor, pues el fin es­
tab a cercano. E n el grabado de Lorch [lám ina 2] se ve a u n cardenal
En pos del Milenio 83

dem oníaco, vo m itan do a u n obispo, q u e dice: «A partaos, D ios y


ho m bres, los am os somos el dem o nio y yo.» Y en u n a ilustración de
D urero al capítu lo sexto del libro del Apocalipsis [lám ina 3] n o sólo
u n p ap a y u n obispo, sino tam b ién sacerdotes y m onjes figu ran entre
los q u e el d ía de la ira p ed irán en vano a las m ontañas y rocas que
caigan sobre ellos y les oculten d e la visión d el Cristo vengador. Pese a
su fecha, lo q u e se transp aren ta en estos dibujos apocalípticos es la
m ism a horrorizada den un cia de la Iglesia del A nticristo q u e hab ía sido
em pleada p o r prim era vez p o r las sectas m ilenaristas de los siglos xil
y XIII.

Fantasía, ansiedad y m ito social

A lgunos psicoanalistas h a n hecho n o tar q u e la concepción vital de


la cristiandad de la E dad M edia tien d e a considerar la vida com o u n a
lucha m ortal llevada a cabo p o r buenos pad res y buenos hijos en
contra de m alos padres y m alos hijos. Se trata d e u n esquem a q u e ap a­
rece con to d a nitid ez en las fantasías de la escatologia p o p u lar y en los
m ovim ientos de masas q u e inspiró.
Y a en la figura del caudillo escatològico — el em perador de los ú l­
tim os días o Cristo q u e regresa— se com b inan las im ágenes fantásticas
del b u en p ad re y del b u en hijo. Por u n a p arte, el caudillo tiene
—com o el faraón y m uchos otros «reyes divinos»— todos los atributos
de u n pad re ideal: es in fin itam en te p ru d e n te y justo, protege a los d é ­
biles. Por otra parte, es tam b ién el hijo cuya m isión es la de transfor­
m ar el m u n d o , el mesías qu e debe establecer u n nuevo cíelo y un a
nueva tierra y qu e p u ed e decir de sí m ism o: «¡He aq u í qu e hago
nuevas todas las cosas!» Y tan to com o pad re cuanto com o hijo esta fi­
gura es colosal, sob reh um ana, o m n ip o ten te. Se le atribuye tal a b u n ­
dancia de poderes sobrenaturales qu e se le im agina brotand o com o la
luz — la irradiación qu e tradicionalm ente sim boliza al Espíritu infuso,
qu e no sólo bañ a a Cristo resucitado sino qu e tam b ién fue atrib u id a al
fu tu ro em perado r C onstante. A dem ás, al estar lleno del espíritu divi­
no, el caudillo escatològico posee poderes milagrosos únicos. Sus ejér­
citos o b ten d rán siem pre grandes victorias, su presencia hará qu e la
tierra produzca cosechas prodigiosas, su reino será un a era de. perfecta
arm onía desconocida por com pleto en el corrom pido y antiguo inun do,
Se tratab a de u n a im agen p u ram en te fantástica en el sentido de
qu e no gu ard aba relación alguna con la naturaleza real o con la capaci­
d ad de algún ser hu m an o qu e h u b iera existido o p u diera existir. De
todos m odos, se tratab a de un a im agen q u e po día proyectarse en un
hom bre vivo; y nunca faltaron hom bres m uy deseosos de aceptar tal
proyección, y q u e ansiaban ardien tem ente ser considerados salvadores
84 Norman Cohn

infalibles y prodigiosos. En su m ayor p arte dichos hom bres procedían


de los estratos más bajos de la in telltg en tsia . Entre ellos se contaron
num erosos m iem bros del bajo clero, sacerdotes qu e hab ían ab an d o n a­
do sus parroquias, m onjes qu e habían escapado de sus m onasterios,
clérigos de órdenes m enores. T am bién incluían algunos laicos q u e, a
diferencia de lo qu e era corriente en el laicado, poseían alg ún conoci­
m iento: p rin cipalm ente artesanos, pero tam b ién funcionarios ad m i­
nistrativos e incluso nobles cuyas am biciones eran m uy superiores a sus
posibilidades. El secreto de la influencia qu e ejercieron nu nca estuvo
en su origen ni en su grado de educación, sino, siem pre, en su perso­
nalidad. Las narraciones contem poráneas sobre estos mesías de los
pobres insisten en su elocuencia, su capacidad de m and o y su m agn e­
tism o personal. Y sobre to d o , q u ed a la im presión de q u e, au n q u e al­
gunos de esos hom bres q u izá fueran im postores conscientes, la m ayor
parte de ellos se consideraban en verdad dioses reencarnados, o al m e­
nos partícipes de la divinidad; creían realm ente q u e, gracias a su veni­
da, todas las cosas se renovarían. Y esta convicción se contagiaba fácil­
m ente a las masas cuyo deseo m ás pro fu n d o era, precisam ente, el de
qu e apareciera u n salvador escatológico.
Los qu e se u n ían a tal salvador se consideraban com o u n p u eb lo
santo —santo precisam ente por su incondicional sum isión al salvador y
por su incondicional entrega a la m isión escatológica q u e él represen ta­
ba. Eran sus buenos hijos y en recom pensa participaban de su po der
sobrenatural. N o se tratab a tan sólo de q u e su caudillo desplegara su
poder en beneficio de sus hijos; tam b ién ellos, siem pre q u e d e p e n ­
dieran de él, participaban de este p o d er y po r ello eran m ás q u e h u ­
m anos, santos qu e no p o dían fracasar ni ser vencidos. Eran los
deslum brantes ejércitos, «vestidos de finísim o lino blanco, nítido». Su
triu nfo final estaba decretado desde to da la eternidad ; entre tan to ,
cualquier deseo que tuvieran, au n q u e se tratara de pillaje, violación o
m atan za, no sólo no era pecam inoso sino u n acto edificante.
Pero, en oposición al ejército de los santos, y casi tan poderosos
com o ellos, aparece u n a hueste de padres e hijos dem oníacos. Las
dos huestes enem igas, cada una un a especie de negativo de la otra, se
presentan juntas en u n extraño esquem a sim étrico. Igual qu e en el
mesías escatológico, tam b ién en el enem igo escatológico, el A nticristo,
se fu n d en las im ágenes de padre e hijo —sólo que aqu í las im ágenes
son las del m al hijo y del m al padre. C om o «hijo de la perdición», el
A nticristo es en cada u n o de sus rasgos la réplica inversa del H ijo de
Dios. Su nacim iento introduciría los últim os días; los hom bres espera­
ban con ansiedad las noticias de la m isteriosa y om inosa natividad en
B abilonia. En su relación con Dios Padre, el A nticristo aparece como
un hijo rebelde y desafian te, entregado a frustrar apasionadam ente las
intenciones del pad re, anh elan do incluso usurpar su lugar y ejercer su
En pos del Milenio 85

autoridad. En su relación con los seres hu m anos, por otra p arte, el A n­


ticristo es u n pad re qu e apenas pu ede distinguirse del m ism o Satanás:
u n padre protector de su dem oníaca prole; pero u n pad re cruel para
los santos, engañoso, que oculta perversas intenciones bajo hermosas
palabras, u n taim ado tirano que se convierte en u n feroz y crim inal
perseguidor. C om o el caudillo m esiánico, el Anticristo está do tad o de
poderes sobrenaturales que le p erm iten obrar milagros; pero este p o ­
der tiene su origen en Satanás y se m uestra en la m agia negra qu e u ti­
liza para perder a los santos. D ad o qu e su po der n o es el del E spíritu,
n in g ú n resplandor proviene de él. Por el contrario, igual que Satanás
es u n a criatura de la oscuridad, es la bestia qu e em erge de las p ro fu n ­
didades, es u n m onstruo de las entrañas de la tierra de cuya boca salen
sapos in m u n d o s, escorpiones y otros sím bolos familiares de la tierra y
la inm undicia.
T odo lo qu e se hab ía proyectado sobre la figura im aginaria del A n­
ticristo tam b ién se proyectó sobre aquellos «exogrupos» que eran consi­
derados com o sus servidores. Los judíos eran considerados, incluso por
los teólogos, com o hijos perversos qu e negaban tercam ente las exigen­
cias y afren taban la m ajestad de D ios, Padre de todo; a ojos de los sec­
tarios qu e veían al A nticristo en el pap a, tam b ién los sacerdotes p are­
cían inevitablem ente esa raza traidora que se rebelaba contra su pad re
verdadero. Pero ta n to los judíos com o los clérigos tam b ién p o dían ser
m irados fácilm ente bajo el prism a de la p atern id ad . Esto es m uy claro
en el caso del clérigo q u e, después de to d o , es llam ado «padre» po r el
laicado. Y , au n q u e sea m enos claro en el caso del ju d ío , no es m enos
cierto que de hecho, incluso hoy día, el ju d ío — el hom bre q u e se
abraza al A ntiguo T estam ento y rechaza el N uevo, el m iem bro del
p u eb lo en el q u e nació C risto— es im aginado p o r m uchos cristianos
com o u n «viejo judío», u n a decrépita figura con gastadas y anticuadas
vestiduras.
Integrados en la fantasía escatológica, clérigos y judíos se convier-
tiero n en figuras paternas terroríficas. Los m ilenaristas vieron en cada
«falso clérigo» al m onstruo de ira destructora y p o d er fálico que
M elchior Lorch retrata coronado con la triple tiara y las llaves y la cruz
papales. En lo q u e se refiere a los judíos, la creencia de q u e asesinaban
a los niños cristianos estaba ta n extendida y ta n firm em ente sostenida
q u e n i las protestas de papas y obispos — y h u b o m uchas— p u d iero n
jam ás erradicarla. Si se exam ina la p in tu ra de unos judíos to rtu ran d o y
castrando a u n n iñ o indefenso e inocente [lám ina 4], se p u ed e apreciar
con justicia el gran tem or y aborrecim iento qu e inspiraba la figura fa n ­
tástica del m al pad re. T am bién la otra acusación capital vertida contra
los judíos en la Europa m edieval — la de azotar, apu ñalar y d esm en u ­
zar a los huéspedes— tiene u n significado sim ilar. Porque si desde el
punto, de vista de u n ju d ío u n a atrocidad com etida contra u n huésped
86 Norm an Cohn

carece d e im portancia, desde el p u n to de vista d e u n cristiano m e ­


dieval era la repetición de la to rtu ra y m u erte de Cristo. T am b ién en
este caso el inicuo p ad re (jud ío) es representado com o enem igo del
b u e n hijo; y esta interpretación nace com o fru to de diversas historias
en las q u e , en m edio de u n a hostia pro fan ad a, aparece el N iñ o Jesús,
transp irando sangre y llorando.
A todos estos dem onios en form a h u m an a, ju díos y «falsos cléri­
gos», les fu ero n atribuidos los rasgos propios de la bestia d e los abis­
m os — no sólo su crueldad sino tam b ién su en o rm id ad , su anim alid ad,
su neg ru ra e in m und icia. El ju daism o y el clero form aron la oscura
hueste del enem igo q u e se en fren tab a al p u ro ejército de los santos
—«somos los hijos d e Dios; sois gusanos ponzoñosos», cantó el trova­
dor m edieval. Los santos sabían qu e era su m isión borrar a to d a esta
oscura hu este de la faz d e la tierra, pu es sólo u n a tierra purificada de
este m odo po dría recibir en su seno a la nueva Jeru salén , al resplandor
del reino de los santos.
La civilización de la alta E dad M edia siem pre se sentía inclinada a
d em o nizar a los «exogrupos»; pero en tiem pos d e grave desorientación
esta ten den cia se acentuaba m ucho m ás. Las penalidades y angustias
no p o dían po r sí m ism as originar este resultado. Pobreza, guerras y
ham bres form ab an u n a parte tan norm al de la vida q u e se d ab an po r
supuestas y po r consiguiente po dían ser aceptadas de u n m o d o sobrio
y realista. Pero cuando surgió u n a situación q u e no sólo fu e am enaza­
dora sino tam b ién fuera del curso norm al de la experiencia, cuan do el
p u eblo se vio en frentad o con acontecim ientos q u e eran m uch o más
aterrorizantes por no fam iliares, entonces p o d ía sobrevenir con facili­
d ad el despertar de to d o u n m u n d o de fantasías dem onológicas. y si la
am enaza resultaba bastante am enazadora y la desorientación suficien­
tem en te extend ida y aguda, p o d ía surgir u n a alucinación d e las masas
del género más explosivo. Así, cuando en 1348 la peste negra llegó a
Europa occidental, in m ed iatam en te se sacó la conclusión d e q u e cierta
clase de gen te deb ía d e h ab er in trodu cid o en las reservas d e agu a u n
veneno prep arad o con arañas, sapos y lagartos —todos ellos sím bolo
de la tierra, la in m und icia y el dem o nio— o tam b ién con carne de b a ­
silisco. A m edida q u e la plaga con tinuab a y q u e el p u eb lo se ib a des­
o rien tan d o y desesperando, las sospechas fu eron flu ctu an d o de unos a
otros, recayendo sucesivam ente en los leprosos, los po bres, los ricos, el
clero, antes d e qu e se asentaran defin itivam ente en los judíos, quienes
fueron casi exterm inados com o consecuencia d e ello.
A hora b ien, no todos los estratos de la sociedad se veían expuestos
p o r igual a estas traum áticas y desorientadoras experiencias. H em os
visto ya q u e entre las masas de las zonas superpobladas y m uy u rb a n i­
zadas se enco ntrab an siem pre m uchos q u e vivían en u n estado d e in ­
seguridad crónica e inexorable, acosados n o sólo po r su vu lnerabilidad
En pos del Milenio 87

económ ica, sino tam b ién p o r la falta de las relaciones sociales trad i­
cionales con las qu e antes, e incluso e n peores tiem p os, los cam pesinos
p u d iero n contar.
Frecuentem ente eran ellos las prim eras víctimas propiciatorias de
los desastres y los q u e m enos po d ían hacer po r evitarlos. T am bién
fueron ellos quienes, enfrentados con problem as am enazadores y ato r­
m entados p o r intolerables ansiedades, se vieron en la necesidad de
buscarse caudillos mesiánicos y a considerarse guerreros santos. El re­
sultado fu e u n a fantasía fácilm ente in tegrable a la an tig u a escatología
proced ente de las tradiciones ju aninas y sibilinas; y de este m odo se
convirtió e n u n m ito social coherente. El m ito n o facilitó, desde luego,
a las masas la solución de sus problem as, y a m en u d o les im pulsó a
m étodos de acción casi suicidas; p ero , de todos m odos, sirvió para
neutralizar sus ansiedades, haciéndoles creerse inm ensam ente im p o r­
tan tes y poderosos. Esto es lo q u e le dab a irresistible po der d e fascina­
ción.
De este m od o, las m u ltitu d es in terp retaro n con fiera energía u n a
fantasía com ú n q u e , au n q u e engañosa, les ofreció u n escape em o­
cional ta n in ten so q u e sólo p o d ían vivir gracias a él, estando to talm en ­
te dispuestos a m atar y m orir p o r él. Este fen ó m en o reapareció m uchas
veces, en diversas partes de Europa occidental y central, en tre los si­
glos xii y x v i.
C O N C L U S IO N

¿Q ué relación g u ard an los m ovim ientos q u e hem os analizado con


otros m ovim ientos sociales?
Es necesario recordar q u e se prod ujero n en u n m u n d o en el q u e las
sublevaciones cam pesinas y las insurrecciones u rban as eran frecuentes
y, en m uchas ocasiones, ten ían cierto éxito. Sucedió a m en u d o q u e la
firm e y astu ta rebeldía del p u eb lo le fue extrem ad am en te ú til, tan to
en lo q u e se refiere a la ob ten ción d e concesiones, com o a la conquista
d e m ejoras prácticas en m ateria de prosperidad y privilegios. Los cam ­
pesinos y artesanos de la Europa m edieval desem p eñaron u n papel im ­
p o rtan te en la tenaz e histórica lucha contra la opresión y la explota­
ción. Sin em bargo, los m ovim ientos descritos en este libro no p u ed en
considerarse, en n in g ú n m o d o , típicos de los esfuerzos q u e hicieron los
pobres p o r m ejorar su suerte. Los p ro p h e ta e edificaban sus doctrinas
apocalípticas basándose en los más variados m ateriales —el Libro de
D an iel, el Libro de la Revelación, los O ráculos sibilinos, las especula­
ciones de Jo a q u ín de Fiore, la doctrina del Estado de N aturaleza Igua­
litario— , q u e sufrieron en todos los casos u n proceso d e reelaboración,
reinterpretación y vulgarización. Esta doctrina la sum inistraban a los
pobres y o b ten ían com o resultado un p rod ucto final q u e ten ía tan to
de m ovim iento revolucionario com o de estallido d e u n salvacionismo
cuasi-religioso.

281
282 Norman Cohn

Es característico de este tip o de m ovim ientos qu e sus fines y sus


prem isas carezcan de lím ite. U na lucha social no se consideraba como
un a lucha por objetivos específicos y lim itados, sino como un episodio
de im portancia única e incom parable, esencialm ente diferente de to ­
das las luchas qu e conoce la historia, como u n cataclismo del cual iba a
salir el m u n d o to talm en te redim ido y transform ado. Esta es la esencia
del fenóm en o periódico o, sí se prefiere, de la tradición persistente
que hem os d en o m in ad o «m ilenarism o revolucionario».
[C o m o hem os visto en repetidas ocasiones a lo largo de este libro, el
m ilenarism o revolucionario floreció ú n icam ente en situaciones sociales
específicas)) En la E dad M edia, las gentes qu e m ayor atracción sentían
p o r este nfovim iento no eran ni los cam pesinos, sólidam ente in teg ra­
dos en la vida de las villas y feudos, ni los artesanos, firm em ente in ­
tegrados en los grem ios. La situación de esta gen te era, unas veces, de
pobreza y opresión, y otras de relativa prosperidad e independencia.
P odían sublevarse o bien aceptar su situación, pero no estaban, en g e­
neral, dispuestos a seguir a n in g ú n p r o p h e ta inspirado en la tu rb u le n ­
ta conquista del M ilenio. Estos p ro p h e ta e reclutaban a sus seguidores
en los lugares do nd e existía un a población rural, u rban a o de am bos
tipos, desorganizada y ato m izada, situación qu e se dab a tan to en los
casos de Flandes y del no rte de Francia, en los siglos XII y X III, como
en los de H o lan da y W estfalia en el x v i, y recientes investigaciones
h an dem ostrado qu e tam b ién era el caso d e Bohem ia a com ienzos del
siglo X V . (El m ilenarism o revolucionario hallaba sus fuerzas en los sec­
tores m arginados d e la sociedad — cam pesinos sin tierra o con {»se­
siones tan exiguas q u e les resu ltaba im posible subsistir, jornaleros y
trabajadores n o especializados q u e vivían con stan tem ente bajo la am e­
naza d e la desocupación, m endigos y vagabundos— , en tre la masa
am orfa d e g en te q u e , adem ás d e ser pobres, carecían po r com p leto de
u n lu g ar en la sociedad.) Esta g en te no gozaba del apoyo m aterial y
em ocional q u e proporcionaban los grupos sociales tradicionales ( Sus
respectivos grupos d e parentesco se h ab ían desintegrado, no estando
realm ente organizados n i en com unidades m unicipales n i en grem ios y
careciendo, p o r lo ta n to , de m étodos regulares, institucionalizados,
para hacer oír sus quejas o negociar sus reivindicaciones} Perm anecían,
pues, a la espera d e u n p r o p h e ta q u e los reuniese para form ar su p ro ­
p io gru p o .
i El hecho de encontrarse en esta posición ex trem ad am en te in d efen ­
sa hacía q u e reaccionasen de m a n c jra n u y brusca an te cualquier altera­
ción d e l m o d o de vida h a b itu a l^ U n a y o tra vez nos encontram os con
estallidos d e m ilenarism o revolucionario q u e tien en com o teló n de
fo n d o u n desastre: (las plagas q u e precedieron a la Prim era C ruzada y a
los m ovim ientos flagelantes de 1260, 1348-9, 1391 y 1400; las épocas
de h am b re q u e fu ero n p relu d io d e la Prim era y Segunda C ruzadas, de
t n pos del Milenio 283

las cruzadas populares de 1309-20, el m ovim iento flagelante de 1296,,,


los m ovim ientos qu e rodearon a Eon y al pseudo-B alduino; el especta­
cular au m en to de precios qu e precedió a la revolución de M ünstet{/La
m ayor ola de agitación m ilenaria, qu e llegó a todos los rincones de la
sociedad, se vio precipitada por el m ayor desastre natural de la Edad
M edia, la Peste Negra,) siendo tam b ién en este caso en los estratos so­
ciales inferiores donde" la agitación du ró más y se m anifestó en form a
de violencia y masacres.
( Pero los pobres desarraigados no se convulsionaban ún icam ente a
causa de estas calamidades^ o trastornos específicos q u e d añ ab an ta n d i­
rectam ente su suerte m aterial, (sino q u e eran tam b ién particularm ente
sensibles a procesos m enos dram áticos pero ig ualm ente im placables
q u e ro m p ían ) generación tras generación,! el m arco de au toridad en el
qu e d u ran te d eterm in ad o tiem p o encajó la vida m edieval. La única
au toridad universal, qu e eng lo bab a con sus disposiciones y exigencias
a todos los individuos, era la Iglesia, pero la au toridad de la Iglesia no
fue incuestionable. U n a civilización qu e consideraba el ascetismo como
el signo m ás seguro de la salvación estaba inclinada a d u d ar de la vali­
dez de u n a Iglesia m anifiestam ente infectada po r la L u xu ria y la A v a ri·
tía ))El espíritu m u n d an o existente entre los clérigos, originó de form a
con tinuad a d u ran te la segu nd a m itad de la E dad M edia un a situación
de desafecto entre los laicos y, n atu ralm en te, en tre los p o b res/R esu ltó
inevitable qu e gran cantid ad de aquellos cuyas vidas estaban con den a­
das a u n a existencia cruel e insegura d u dasen de qu e los ostentosos
prelados y los sacerdotes d e vida ligera pu diesen realm ente encam i­
narles hacia la salvación.) Pero si es cierto q u e esta gen te estaba alejada
de la Iglesia, tam b ién lo es el hecho de q u e sufrían a causa de este ale­
jam ien to . La gran necesidad q u e ten ían de la Iglesia q u ed a p ate n te en
el entusiasm o con q u e recibían cualquier signo de reform a ascética y la
p ro n titu d con q u e acep taban , adoraban incluso, a cualqu ier asceta ver­
dadero. La inseguridad en el consuelo, la dirección y la m ediación de
la Iglesia agravaba su sen tim ien to d e desam paro au m en tan d o su deses­
peración. El hecho d e q u e los m ovim ientos sociales qu e hem os estu ­
diado fueran al m ism o tiem p o subrogados d e la Iglesia —grupos salva -
cionistas dirigidos po r ascetas obradores de m ilagros— se deb ió a estas
necesidades em ocionales de los pobres.
La au toridad sobrenatural pertenecía a la m on arq uía nacional casi
tan to com o a la Iglesia. La m on arq uía m edieval era, aún en gran m e ­
d id a, un a m on arq uía sagrada; el m onarca era el represen tan te de los
poderes qu e gobiernan el cosmos, un a encarnación de la ley m oral y
de la intención divina, u n gu ardián del orden y de la justicia del m u n ­
do. Y tam b ién en este sentido eran los pobres quienes más necesitan
de esta figura. C u and o nos encontram os por prim era vez a los p a u p e -
res, en la Prim era C ruzada, existe ya por su parte la tendencia a crear,
284 Norman Cohn

fru to de su p ro p ia im aginación, m onarcas prodigiosos: un C arlom agno


resucitado, u n Emico de Leiningen hecho em perador, u n rey Tafur.
C u alqu ier in terrupción prolongada o cualquier fallo m anifiesto del p o ­
der real proporcionaba a los pobres u n a intensa angustia de la qu e fo r­
cejeaban po r escapar. Fueron «los pobres, tejedores y bataneros» de
Flandes, quienes se negaron a aceptar la m uerte en cautiverio del con­
de B alduino IX y quienes se convirtieron en los más devotos seguido­
res del Pseudo-B alduino, em perador de C o nstan tin op la. Las prim eras
hordas de p a sto u rea u x, en 1251, estaban alentadas po r la perspectiva
de rescatar a Luis IX de su cautividad sarracena. P osteriorm ente,
m ientras en Francia desaparecía el m ilenarism o revolucionario a m ed i­
da q u e au m en tab a el prestigio d el m onarca, la larga decadencia de la
figura im perial de A lem ania alentó el culto al salvador de los pobres
en los U ltim os Días, el resucitado o fu tu ro Federico. El ú ltim o em p e­
rador q u e poseyó to d a el aura de la m o n arq u ía sagrada fu e Federico II,
y con su m uerte y la fatal in terru pció n conocida com o el G ran In ­
terregno, apareció entre el p u eb lo alem án u n a ansiedad q u e perd u ró
d u ran te varios siglos. La carrera del pseudo-Federico de N euss en el si­
glo XIII, el tinglado im perial q u e se levantó alrededor del líder flage­
lan te K onrad Schm id en los siglos XIV y XV, las profecías y p re te n ­
siones del Revolucionario del A lto Rhin en el siglo XVI, toidos estos
hechos son pruebas ta n to de u n desorden persistente com o del agresi­
vo m ilenarism o q u e floreció en su seno.
C u and o fin alm en te pasam os a analizar los grupos m ilenaristas
anarcocom unistas q u e se desarrollaron hacia el final de la E dad M edia,
u n hecho destaca d e in m ed iato : este tip o d e grupos apareció siem pre
en m edio de u n a sublevación o revolución m uch o m ás am plia. Este es
exactam ente el caso de J o h n Ball y de sus seguidores en la revuelta de
los cam pesinos ingleses de 1381; d e los extrem istas d u ran te los p rim e­
ros estadios de la revolución hu sita en B ohem ia en 1419-21, y de T ilo­
m as M üntzer y su Liga d e los Elegidos en la sublevación cam pesina
alem ana de 1525. Lo m ism o podem os decir, ciertam en te, d e los an a­
baptistas radicales d e M ünster, pues el establecim iento de su N ueva
Jerusalén se p ro d u jo al final de u n a serie d e revueltas, no sólo en
M ünster, sino po r to d a la geografía de los estados eclesiásticos de la
A lem ania noroccidcntal. En cada u n o de estos episodios, la insurrec­
ción de las masas ib a dirigid a hacia objetivos lim itados y realistas; sin
em bargo, en cada episodio el clim a de insurrección masiva abrió paso
a un tipo especial d e grupos m ilenarios. A m ed id a q u e las tensiones
sociales crecían y la rebelión se extendía a to da la nación, aparecía, en
algún lugar del sector radical, un p r o p h e ta con sus seguidores pobres
qu e in ten tab a convertir este alzam iento concreto en un a batalla apoca­
líptica, en la purificación final del m u n d o .
El p r o p h e ta , igual q u e los mismos m ovim ientos m ilenarios, evolu­
En pos del Milenio 285

cionó a Jo largo de Jos siglos. M ientras qu e T anchelm o y Eon decían


ser dioses vivientes, y Emico de L einingen, el preudo-B alduino y los
varios pseudo-Federico se autoconsideraban em peradores de los U lti­
mos D ías, hom bres com o Jo h n Ball, M artín H úska, Thom as M üntzer e
incluso Ja n M atthys y J a n Bockelson, se con ten taban con ser profetas y
precursores del Cristo qu e d eb ía regresar. N o ob stan te, p u ed en hacerse
ciertas generalizaciones del p r o p h e ta com o tipo social. A diferencia de
los dirigentes de las grandes sublevaciones populares, q u e acostum bra­
ban a ser cam pesinos o artesanos, los p ro p h e ta e raras veces eran trab a­
jadores m anuales o extrabajadores. En algunas ocasiones pertenecían a
la p eq u eñ a nobleza; a veces sim ples im postores, y con m ayor frecu en­
cia, intelectuales o pseudo-intelectuales (el an tig u o sacerdote converti­
do en predicador a sueldo era el tipo más corriente). Lo qu e todos es­
tos hom bres com partían era la fam iliaridad con el m u n d o de las p rofe­
cías m ilenarias y apocalípticas. Adem ás, cuan do es posible adentrarse
en el pasado de alguno de ellos, se observa qu e estaba ya obsesionado
por las fantasías escatológicas m ucho a n tes d e q u e se les ocurriese, en
m edio de alguna revuelta social im p o rtan te, dirigirse a los pobres
com o posibles seguidores.
G en eralm ente, el p r o p h e ta poseía otra cualidad: u n m agnetism o
personal q u e le. perm itía reivindicar, con alg un a base de credibilidad,
u n pap el especial en la conducción de la historia a su ñ n señalado. Y
esta pretensión po r parte del p ro p h e ta in fluía p ro fu n d am en te sobre el
grupo qu e se form ab a a su alrededor, ya q u e lo q u e el p ro p h e ta
ofrecía a sus seguidores no era ú n icam ente la po sibilidad de m ejorar su
suerte y escapar d e las aprem iantes ansiedades, sino tam b ién , y p o r e n ­
cim a de to d o , la posibilidad d e llevar a cabo u n a m isión ord en ad a po r
Dios y q u e tenía u n a im portancia fabulosa y única. Esta fantasía des­
em p eñ ab a u n a función real en sus seguidores, perm itién d o le escapar­
se, po r u n a p arte, de su condición de aislam iento y desintegración, y
proporcionándoles, por otra, u n a com pensación em ocional po r su bajo
«status», de tal m od o qu e en seguida pasaban a estar dom inados por
esta fantasía.
Aparecía entonces u n nuevo grup o, u n grup o de u n dinam ism o in ­
fatigable y u n a crueldad extrem a q u e, obsesionado po r la fantasía ap o ­
calíptica y p len am en te convencido de su p ro p ia infalibilid ad, se si­
tu ab a a u n a in finita distancia por encim a del resto de la h u m an id ad ,
no reconociendo n in g ú n derecho salvo los q u e com partían su propia
m isión. F in alm ente, este grup o conseguía — au n q u e no siem pre suce­
dió así— im p oner su dirección sobre las grandes masas de los des­
orientados, perplejos y atem orizados.
La historia narrada en este libro acaba hace cuatro siglos, pero no
po r eso carece de relevancia para nuestros tiem pos. Este au to r ha d e ­
286 Norman Cohn

m ostrado en o tra obra * la gran sim ilitu d existente entre la fantasía nazi
sobre u n a conspiración ju d ía a escala m u n d ial con fines destructivos,
y la fantasía q u e inspiró a Em ico de Leiningen y al M aestro de
H u ng ría; h a expuesto asim ism o cóm o la desorientación y la inseguri­
d ad d e las masas alen taron el proceso d e dem onización (atribución de
características dem oníacas) d e los judíos en éste com o en siglos m uy
anteriores. El paralelism o y, tam b ién , la co n tin u id ad , son incontes­
tables.
Pero podem os asim ism o extender la reflexión a las revoluciones iz­
quierdistas y a los m ovim ientos revolucionarios de nuestro siglo. Esto
es posible p o rq u e, igual q u e los artesanos m edievales integrados en los
grem ios, los obreros industriales en las sociedades técnicam ente des­
arrolladas se han m ostrado ávidos de m ejorar su situación; su objetivo
ha ten id o u n carácter em in en tem en te práctico: asegurar u n a participa­
ción m ayor en la prosperidad económ ica, en las m ejoras sociales, en el
p o d er político, o en cualquier com binación de estos tres elem entos.
Sin em bargo , las fantasías de u n a lucha apocalíptica y final, o d e un
m ilen io igualitario, am bas de elevado con ten ido em ocional, h an ten i­
do para éstos u n a atracción m uch o m enor. Q uienes están fascinados
po r estas ideas son, p o r u n a p arte, las poblaciones d e ciertas sociedades
tecnológicam ente atrasadas q u e no sólo se hallan en u n a situación de
superpoblación y pobreza desesperada, sino q u e se ven tam b ién e n ­
vueltas en u n a problem ática transición al m u n d o m od ern o, y están,
consecuentem ente, dislocadas y desorientadas; y, p o r o tra, ciertos ele­
m entos po líticam ente m arginados en las sociedades tecnológicam ente
avanzadas: p rin cipalm ente obreros jóvenes o sin em pleo y u n a p e ­
q u eñ a m inoría de estudiantes e intelectuales.
Se p u ed en distin gu ir aú n dos tendencias bastante distintas y
contrapuestas. Por u n lado, los trabajadores han p o d id o , en ciertas
partes del m u n d o , m ejorar su suerte sobrepasando cualqu ier previsión,
a través de la m ediación de los sindicatos, las cooperativas y los p arti­
dos parlam entarios. Por otro lado, d u ran te el m edio siglo transcurrido
desde 1917, se ha producido un a constante repetición, y a escala in clu­
so superior, de aquel proceso socio-psicológico qu e en u n d eterm in ado
m o m ento u n ió a los sacerdotes taboritas o a Thom as M ü ntzer con los
pobres más desorientados y desesperados en las fantasías de u n a lucha
final y exterm inadora contra «los poderosos» y de u n m u n d o perfecto
del qu e desaparecería para siem pre el interés egoísta.
Y si m iram os en u n a dirección algo d iferente, hallarem os u n a ver­
sión pu esta al día de aquella ru ta alternativa hacia el M ilenio qu e era
el culto al Espíritu Libre. Pues el ideal d e un a em ancipación total del

J O
IT a rr a n t ot e n o c id e : t h e m y t h o j t h e J e w is h w o r ld co n sp ira c y a n d t h e P rotocols
o j th e E ld ers o j Z io n . Londres y N ueva Y ork, l% 7 .
En pos del Milenio 287

in divid uo respecto a la sociedad, e incluso respecto a la m ism a realidad


externa —el ideal, por así decirlo, de auto-divinización— qu e hoy día
tratan algunos de realizar con la ayuda de drogas psicodélicas, podía ya
reconocerse en aquella form a desviada del misticism o m edieval.
El antig uo idiom a religioso ha sido sustituido por otro secular, lo
cual tiend e a oscurecer lo qu e de otro m odo sería obvio, pues la ver­
d ad pu ra y sim ple es q u e, despojados de su original justificación
sob ren atu ral, el m ilenarism o revolucionario y el anarquism o místico
co n tin ú an presentes.

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