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LA PRINCESA DE LOS URSINOS

La imagen histórica de Marie-Anne de la Trémoille (1642-1722), la princesa Orsini (o


de los Ursinos en su versión castellanizada), ha sido contaminada por el discurso
historiográfico tradicional que insistía en su ambición y carácter intrigante como causas
principales de su influencia política. La leyenda negra, marcadamente misógina, que ha
ensombrecido la reputación de la dama procede en buena medida de las Mémoires del duque
de Saint-Simon y las del marqués de Louville, abiertamente hostiles a la princesa, así como
de la monumental Histoire de France de Jules Michelet, quien llega a calificarla como “la
plus méchante femme de l’Europe”. Como en otras ocasiones, lo que subyace en este tenaz
mito historiográfico es la negación de legítimas aspiraciones y el rechazo a la activa
participación de la mujer en la esfera política.

Nuevas perspectivas de estudio han puesto de relieve la manera singular en que la


dama francesa, casada en segundas nupcias con el príncipe romano Flavio Orsini, adquirió
progresivamente autoridad y los medios que utilizó para ascender en los círculos cortesanos y
principescos. Primero en Roma, luego en Versalles y finalmente en Madrid, entre 1701 y
1714, donde su posición privilegiada como camarera mayor de la reina María Luisa Gabriela
de Saboya la colocó de facto en el corazón de la arena política. Se trata, por tanto, de un
personaje que atraviesa las fronteras geográficas y las jerarquías políticas y sociales de la
época. Una conspicua representante de las redes de poder femenino -igual que madame de
Maintenon, la esposa morganática de Luis XIV- que actuaron como intermediarias de los
soberanos, intervinieron en la toma de decisiones, controlaron el acceso a la cúspide del
poder y acapararon buena parte del patronazgo real. Ambas personalidades, perfectamente
integradas en sus respectivas cortes, actuaron si no en estricta concurrencia, sí en sinergia con
las instancias de poder burocráticas.

En 1701, Luis XIV decidió que la princesa de los Ursinos condujera a la consorte
María Luisa Gabriela de Saboya hasta Figueras, donde tendría lugar la ratificación de su
matrimonio con Felipe V. En tan delicada elección fue decisiva la mediación de madame de
Maintenon y del cardenal Portocarrero, miembro del Consejo de Estado español y personaje
influyente en los inicios del nuevo reinado, con quien la princesa había trabado amistad años
antes en la capital pontificia. Durante los primeros meses de su estancia en España, que
transcurrieron en Barcelona por la convocatoria de Cortes, se ganó la confianza de la reina
gracias a su afabilidad y capacidad para guiarla en su conducta política y cortesana. Su
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proyección se incrementó tras ser designada en 1702 camarera mayor de María Luisa
Gabriela, el cargo más relevante en el entorno de la consorte regia que otorgaba a quien lo
desempeñaba una gran influencia y capacidad de patronazgo político y cortesano.

Su nombramiento obedecía al interés de Luis XIV por que la jovencísima reina


siguiera las directrices de Versalles tras su matrimonio con Felipe V. Había que apartarla de
las aristócratas españolas, “austracistas encarnadas” de cuya fidelidad a la nueva dinastía
cabía dudar. Al recaer el cargo de camarera mayor en la aristócrata francesa, Víctor Amadeo
II no podría valerse del influjo de su hija sobre Felipe V para favorecer los intereses del
ducado de Saboya, ni la nobleza castellana atraerla a alguna de sus turbulentas facciones. En
el verano de 1702, a raíz de la primera gobernación de María Luisa por la ausencia de Felipe
V -que se encontraba en Italia al mando de las tropas borbónicas que luchaban en la Guerra
de Sucesión contra las potencias de la Liga de la Haya (Austria, Prusia, Inglaterra y
Provincias Unidas)- la importancia política de la camarera mayor no hizo sino acrecentarse.

En el futuro, la princesa de los Ursinos se valió del favor de María Luisa para influir
en la política de Felipe V. La cámara de la reina y los aposentos de la princesa se convirtieron
en espacios de poder femenino donde los jóvenes monarcas tomaban decisiones que
posteriormente ejecutaban las instituciones de gobierno. Al principio, la princesa trató de
mantener una estrecha ligazón con Francia y respetar la voluntad de Luis XIV. Había llegado
a Madrid para educar en el oficio de rey y reina a los jóvenes soberanos y para favorecer los
intereses dinásticos franceses. Sin embargo, gradualmente se transformó en una ferviente
súbdita de los reyes españoles, contribuyendo a configurar en torno a ellos una corte que al
principio les había sido hostil, en una corte leal y cada vez más autónoma respecto al
gobierno de Versalles.

El papel de la princesa en la corte española forzosamente evolucionó a lo largo de los


trece años que permaneció al servicio de Luis XIV y Felipe V. Aunque siempre trató de
encontrar un equilibrio entre la lealtad a Felipe V como rey de España y la fidelidad que le
debía al monarca francés, al principio entró en conflicto con sus compatriotas destacados en
la corte de Madrid. Porque, según escribió, “llevaban el timón, tendían a malgastar el
inmenso tesoro de la monarquía, a despreciar a la nobleza, abatir la plebe y a no tener ningún
miramiento por las costumbres españolas”. Contó, eso sí, con la colaboración del financiero
francés Jean Orry que llevó a cabo una profunda reforma de la hacienda.
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Pero ni el cardenal y embajador francés, César d’Estrées, que gozaba de la plena


confianza de Luis XIV, ni su sucesor y sobrino el abate d’Estrées, se entendieron con la
princesa. El marqués de Torcy, secretario de Estado de Asuntos de Exteriores del rey francés,
se quejaba reiteradamente de no ser informado por ella y la acusaba de usurpar funciones
políticas que no le correspondían. Los esfuerzos de la camarera mayor por construir una corte
autónoma la indispusieron con Versalles. En abril de 1704 fue destituida, se le ordenó que
partiera a Roma y Luis XIV nombró un nuevo embajador en Madrid, el duque de Gramont,
cuya misión fracasó al ser recibido con franca hostilidad por la reina, que se hallaba muy
unida personal y afectivamente a su camarera mayor.

La caída en desgracia de la princesa apenas duró unos meses. En enero de 1705,


retornó a Versalles donde consolidó su amistad con la marquesa de Maintenon, que siempre
la apoyaría por su capacidad para comprender los principales problemas políticos,
administrativos, financieros y religiosos de una monarquía tan compleja como la española. La
princesa mantuvo con madame de Maintenon numerosos encuentros en la que ambas
denominaban “la cámara oscura”, pues para evitar el daño que la luz causaba a la visión de la
princesa la esposa del Rey Sol mandaba oscurecer artificialmente la estancia. Tuvo,
asimismo, dos audiencias con Luis XIV, quien, convencido de la buena fe de la aristócrata
por su esposa y para calmar la indignación de María Luisa de Saboya, a la que había privado
de su amiga y confidente, volvió a mandarla a España.

Tras el regreso de la princesa a Madrid, Versalles decidió que el nuevo embajador,


Michel Jean Amelot de Gournay, se comunicaría directamente con el monarca francés y su
Secretario para Asuntos Exteriores, el marqués de Torcy, mientras que la princesa de los
Ursinos haría lo propio con madame de Maintenon, escribiéndole semanalmente. Quedaban
así establecidos dos canales de comunicación y dos espacios de poder. El femenino, aunque
oficioso, no resultó menos eficiente que el institucional. Durante su segunda etapa en España,
la colaboración entre la camarera mayor y el embajador Gournay dio un nuevo impulso al
proceso reformista borbónico. Gournay y el conde de Tessé, mariscal de Francia y posterior
comandante de las tropas de las Dos Coronas en sustitución del duque de Berwick,
convencieron con sus informes a Luis XIV de que la reina María Luisa Gabriela estaba
altamente capacitada para el gobierno de la monarquía e influiría positivamente sobre su
marido. No obstante, dada su juventud, necesitaba una persona que pudiera orientarla en el
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proceloso mar de la corte española. Esto era algo imposible de conseguir para cualquier
diplomático o militar francés, mientras que la princesa lo había logrado fácilmente.

Desde entonces, las decisiones políticas, hacendísticas y militares más importantes se


tomaron en los aposentos de la reina María Luisa, con asistencia de la pareja real, el
embajador Gournay, la princesa de los Ursinos y el secretario del Despacho de Guerra y
Hacienda José Grimaldo. La princesa se convirtió en la principal intermediaria entre las
cortes de Madrid y Versalles. A medida que los embajadores franceses circunscribían su
papel a las funciones diplomáticas, crecía su densidad política. Así, por ejemplo, en las
instrucciones dadas al marqués de Bonnac, nombrado embajador de Francia en 1711, se
insistía en la “necesidad de que se aconsejara con la princesa de los Ursinos si quería tener
éxito en la ejecución de las órdenes que Su Majestad [Luis XIV] le daría”.

Cómplice de la princesa y, al igual que esta dotada de un carácter pragmático,


madame de Maintenon gozaba de amplia capacidad de decisión gracias al rol oficioso que
desempeñaba en la corte de Francia. En varias ocasiones, la esposa de Luis XIV intervino
para solventar disensiones entre la camarera mayor y los franceses presentes en la corte
española. También trató de potenciar la relación afectiva que unía a la soberana con la
princesa, enfrentándose a quienes en Versalles consideraban a María Luisa de Saboya
demasiado niña, poco fiel a su marido o contraria a los intereses de Francia. Maintenon y
Ursinos se tomaron amplias libertades para hacer entender a la reina los intrincados
mecanismos de la corte de Madrid, donde menudeaban las conspiraciones en un período tan
crítico como la Guerra de Sucesión.

Así las cosas, en 1710, el año más terrible de la guerra, los reyes y la princesa tuvieron
que abandonar por segunda vez Madrid para refugiarse en Valladolid, Burgos y Vitoria, lo
que no hizo sino incrementar el cansancio de París y su deseo creciente de alcanzar un
acuerdo de paz, pese a que las victorias del duque de Vendôme en Villaviciosa de Tajuña y
del mariscal de Villars en Denain dieron de nuevo la preeminencia a los ejércitos borbónicos.
La correspondencia entre la marquesa de Maintenon y la princesa de los Ursinos revela su
posición divergente sobre la necesidad de continuar la guerra. La princesa quería proseguirla,
mientras que la marquesa se inclinaba por la paz, máxime tras las muertes del Delfín y sus
herederos, los duques de Borgoña, que dejaron a Luis XIV y a su esposa en total desconsuelo.
Para Felipe V continuar la guerra era una forma de subrayar su voluntad de ser rey de
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España; para su abuelo Luis XIV, la tutela del nieto había devenido una pesada carga que
estaba costando a Francia miles de muertos y la bancarrota.

En 1711, la suerte del conflicto sucesorio cambió cuando, ante la imprevista muerte
del emperador José I de Habsburgo, le sucedió el archiduque Carlos. Para evitar una nueva
unión personal de España y Austria, que hubiera creado un imperio similar al de Carlos V,
Inglaterra se dispuso a firmar la paz con Francia. En 1713 se abrieron las negociaciones en
Utrecht que culminaron un año después con los acuerdos de Rastadt y Baden. En el primer
tratado de Utrecht se acordó la concesión de un señorío en las Provincias Unidas de los Países
Bajos para la princesa de los Ursinos. Sin embargo, en Rastadt, el Rey Sol tuvo que
abandonar dicha idea, inaceptable para el emperador Carlos VI.

En febrero de 1714, el fallecimiento de la reina María Luisa sumió a la princesa en el


tormento de la ausencia. Tuvo que transformarse en gobernanta de los tres hijos de la pareja
real y ocuparse del difícil humor del desolado Felipe V, “interpretando a la par -como le
escribía la marquesa de Maintenon- cinco o seis personajes”. El aislamiento del monarca y el
ascendiente que la antigua camarera mayor ejercía sobre él dieron lugar a rumores, carentes
de todo fundamento, relacionados con el interés de la princesa en contraer matrimonio con el
rey. En realidad, mientras las potencias internacionales dirimían los tratados de paz e incluso
la soberanía de un territorio para ella, la princesa hubo de pensar en un nuevo matrimonio de
Felipe V. Desafortunadamente, se dejó llevar por la estrella emergente del abate Giulio
Alberoni y la elección recayó en Isabel Farnesio, quien la desterró ipso facto, al encontrarse
con ella en Jadraque el 23 de diciembre de 1714.

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