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PRESENTACIÓN

La comunidad de vida del clero diocesano es antigua en la Iglesia y se ha continuado en todos los tiempos. La
practicaron desde Agustín en Tagaste e Hipona, a través de los siglos hasta los Hermanos de la Vida Común
propagadores de la devotio moderna. Felipe la continuó. Adolescente, recordó la fiera frase «pobre pero libre», al
bullir en las esquinas de su ciudad natal Florencia durante el asedio. Espiritualmente traducida, reintroduce aquella
forma de vida del clero, con una casi absoluta originalidad respecto a su tiempo. La «breve historia», grande, que se
está por leer, marca los tiempos más bien largos en función de años.
El conciso texto es del mayor historiador contemporáneo de Felipe, morador en Florencia hace decenas de años y
residente en San Florencio; pero bresciano de nacimiento y de propósito tenaz. Aproximadamente desde el tiempo de
aquella residencia, el historiador inicia su investigación sobre el fundador de la Congregación del Oratorio. Emprendió
ensayos de toda especie. Dirigió la publicación «Memorias Oratorianas», aparecida en dos series desde 1974 para reunir
cuanto de nuevo se presentaba a él y a otros. La mayor obra, monumental, se publicó en 1989 en tres volúmenes, de
casi dos mil quinientas páginas. Pero ahí no terminó la inextinguible búsqueda, que hoy continúa.
La presente «breve historia», que contiene rigurosamente lo esencial, está centrada en los cuatro períodos de Felipe
en Roma. El primero, corresponde al errante peregrino solitario, por cerca de quince años. El segundo, abarca desde el
primitivo Oratorio en San Jerónimo de la Caridad, hasta la ordenación sacerdotal de Felipe animado por los más
antiguos seguidores en 1551. El tercero en años posteriores incluye desde la bula de Gregorio XIII a mitad del año de
1575, hasta la inesperada institución de la Congregación Oratoriana en la iglesia de Santa María in Vallicella y la
elección de Felipe como prepósito de la misma. El cuarto, es inaugurado con su renuncia al oficio de prepósito en julio
de 1593 a la que sobrevivió por dos años marcados por la más exquisita ternura a los seguidores, no obstante estar
entre crecientes sufrimientos físicos y se coronará con el paso paradisíaco a la vida eterna el 26 de mayo de 1595. La
medida de la narración va progresivamente aumentando con absoluto respeto a lo histórico por la cantidad de
documentación recopilada.
En cuanto a lo constreñido de sus proporciones la «breve historia» se alarga en la escena con numerosos personajes.
Felipe, atraído por la soledad mística, vivió dentro del mundo con el más abnegado esfuerzo caritativo, por más de la
mitad de su vida. Los encuentros que tuvo, con los más inmediatamente cercanos también fueron a veces arduos. El
amante inextinguible de la libertad, pretendió sumisión y obediencia de los seguidores. Entre los cuales se cuentan
personalidades sobresalientes por capacidad e inteligencia, como César Baronio, Francisco María Tarugi, Antonio
Talpa, Juan Juvenal Ancina. Los puntos de vista más divergentes, que crearon tensiones en ciertos momentos, hacen
aparecer la naturaleza, el fin y la propagación de la Congregación.
Pero todo, por acción del Espíritu Santo, se ha recompuesto de forma definitiva con orden histórico: la ‘moderna’
Congregación Oratoriana, que es la nueva creación dada por Felipe a la Iglesia de su tiempo, vive después de cuatro
siglos en la Iglesia actual. Se trata en sustancia de la restauración de la primitiva vida libre en común del clero, ya
referida.
El lector está invitado, particularmente, a dirigir la atención al capítulo segundo de esta «breve historia». En este
punto, la historia se vuelve historia grande: la del Oratorio contemporáneo que vive y obra en el mundo, en el espíritu
tomado y alimentado ardientemente por San Felipe Neri.
Nello Vian.

I. LA PRIMERA ESTACION

Matutino
En los primeros signos del amanecer del sábado 21 de julio de 1515, en Florencia, precisamente en una modesta
habitación de Oltrarno, viene a luz el segundo hijo de Francisco Neri y de Lucrecia, hija de Antonio da Mosciano y de
Lena de Giovanni Soldi. Fue bautizado en «el bello San Juan» con el nombre de Felipe, heredado del abuelo y de su tío
Rómulo. El padre cuya familia desde hacía cuatro generaciones había salido de Castelfranco di Sopra, en el alto
Valdarno totalmente emparentado con «el venerable fray Jerónimo» ejercía de mal humor su profesión de notario. La
madre, que provenía de los alrededores de Florencia, era «de estirpe noble que había tenido Magistrados de justicia».
Mayor que Felipe, era su hermana Catalina (1512 - 1567) que se casó con Bernabé Trevi; la otra, Isabel (1519 - 1602)
que nació después de él, se casó con Antonio Cioni y quedó sin hijos. Antonio (1520) otro hermano murió siendo niño.
Con las dos hijas de Catalina sor María Victoria (Lucrecia), monja dominica en San Pedro Mártir, y sor María Ana
(Dianora), monja dominica en Santa Lucía de Vía San Gallo el padre Felipe mantendrá una discreta correspondencia
epistolar.
De la infancia y de la adolescencia de Felipe permanecen preciosos, los tardíos testimonios de la sobreviviente
hermana Isabel, quien durante el proceso de canonización, del 11 de mayo y el 12 de julio de 1596, residió en
Florencia. Nota muy sugestiva: el más antiguo recuerdo de Felipe niño, permanece en lo consignado por la madre a la
hija, Catalina, quien lo relata a Isabel que lo tiene vivo en el corazón y lo contó como primera noticia en su
declaración. La madre, refería Isabel, «solía decir que Felipe, antes de la edad de cinco años era tan obediente que si
ella le decía ‘estate aquí’ no se movía sin su permiso y mientras ella vivió le fue obediente en todo». La madre,
aunque le vivió a Felipe al menos otros cinco años, parece que él no la recuerda. Tomó el cuidado materno y lo
acarició aún niño la segunda esposa de su padre, Alejandra de Michele Lensi, quien lo amó con infinita ternura hasta
casi su muerte, cuando Felipe, de dieciocho años, dejó para siempre la casa y la ciudad.

Adolescente
A los pocos rasgos de Felipe dejados por su mamá, suaves, exactamente como una caricia materna, hacen eco
aquellos, aunque sobrios y esenciales, propuestos por la misma Isabel al parecer para disipar una cierta impresión
apresurada de indolencia y apatía en el pequeño Felipe. «Jamás causó disgusto a su padre ni hizo algo por lo que lo
regañase (excepto por un enojo hecho una vez a su hermana)... Era pacífico y jamás se enojó; era alegre (‘burlón’
decía en la primera declaración del 11 de mayo), máxime con la madrastra, y era manso y paciente», como cuando
Isabel a los quince o dieciséis años se enfermó con fiebre y «él la soportaba pacientísimamente». Recuerda además,
también con el testimonio de un pariente de la madrastra, que de jovencito manifestaba sentimientos religiosos, sin
embargo no se entretenía en altarcitos, como lo hacían otros. Un espíritu religioso, transmitido ciertamente por la
familia, secundado y avivado con la frecuente visita a los dominicos de San Marcos, donde, se dice, «recibió las
primicias del espíritu» (pero de esta práctica no da señas la hermana). Ahí, desde la época de San Antonino y de
Savonarola (venerado como mártir, al cual, Felipe admiró y tuvo devoción) se ocupaban de los niños y jovencitos
proporcionando una adecuada compañía que también Felipe pudo haber frecuentado. En su declaración en el proceso
de canonización, un dominico aseguraba que Felipe había dicho que cuanto de bueno «desde el principio» había
tenido, lo había recibido de los frailes de San Marcos. Gallonio, primer biógrafo no lo relata; ni lo señala después el
segundo, Bacci, quien retoma y amplia el recuerdo del padre Berti. De algunos de aquellos valientes religiosos de San
Marcos, Felipe mantiene un grato recuerdo: del padre Servanzio Mini, del padre Zanobi Medici y del padre Félix de
Castelfranco. Es del todo probable, que el propio ambiente savonaroliano de San Marcos, haya favorecido
decididamente su natural tendencia a una piedad fervorosa, además de una formación íntegra y una delicada
conciencia cristiana. «Felipe bueno», era llamado en el círculo de los conocidos florentinos, a decir siempre de Isabel,
un título que se verá confirmado también en Roma, como aquel de «Pippo buono». Su bondad resaltaba entre sus
compañeros, pero ninguno ha recordado jamás a los amigos que quizá tuvo, con los que no mantuvo relación y de
quienes no se conservan recuerdos. En aquellos años fue a la escuela de un tal Clemente, no mejor identificado, que lo
enseñó a leer, escribir y contar, y que le dio una barnizada literaria. Lo cual debió bastar para iniciarlo, quizá, en la
profesión paterna.

Desapego
Pero para orientar de modo diverso el camino de su vida, deberán concurrir nuevas circunstancias, entre las cuales
están los graves acontecimientos que turbaron Florencia en las primeras décadas del siglo: las continuas luchas
intestinas, la expulsión y el retorno de los Medici, el largo asedio, la instauración del ducado mediceo, las sucesivas
represalias y venganzas. Para la familia de los Neri, por una parte quejosa de los Medici, se añadían preocupaciones
por las estrecheces económicas. Para encontrar una buena solución a los varios problemas, quizá, llega a un acuerdo el
padre, Francisco, con un primo de buena situación: Rómulo, quien sin hijos realizaba su actividad comercial en
Campania. A él fue dirigido el ahora casi adolescente hijo, ciertamente con la anuencia, para ser iniciado en el
comercio.
Felipe de dieciocho años, no se sabe con precisión cuando, pero propiamente alrededor de 1533, dejó la patria, lo hizo
para siempre, y se dirigió a San Germano (Cassino) donde era esperado. Le fue asignado un modesto salario y una
pequeña mesada a la que no parece hacerle mucho caso: «Cuando yo salí de Florencia referirá de viejo, al médico
Angelo Vittori dejé una gran parte de mi ropa a mi hermana (¿Isabel?) y una parte que me llevé, la dí a esta iglesia»
(Santa Maria in Vallicella).
Según la hermana, no parece que después recibiese dinero de su padre, ni lo pidió. También Isabel le mandó algo de
ropa y le ofreció ayuda, pero Felipe se bastaba a sí mismo: más bien, se supo en Florencia que él daba lo que recibía.
Los lazos con la familia se volverán fatalmente disminuidos: aunque se mantendrán las relaciones a través de los
frecuentes ires y venires de gente entre Florencia y Roma. También hubo intercambio, pero muy raro, de
correspondencia epistolar; de la cual, quizá formaba parte el grueso de las cartas que hizo quemar Felipe poco antes
de morir. Cruzaron cartas, seguramente, cuando a Felipe se le murió el padre, el 11 de octubre de 1559 y ciertamente
cuando falleció la hermana Catalina, el 15 de mayo de 1567. A la muerte del cuñado Bernabé Trevi, Felipe manda las
condolencias a su sobrina sor Maria Ana en una carta del 15 de diciembre de 1575. Se conserva una cartita de Isabel,
un año antes de la muerte de su hermano (febrero de 1595), en la cual la afectuosa viejita se sentía muy contenta de
poderlo ver antes de su fin.
Se revela desde ahora en el joven Felipe, aquella característica notable que le conferirá una singular distinción: una
casi fría reserva, así como un gusto por la privacía, que lo caracterizará siempre. Era un joven cortés, desenvuelto,
bien preparado para la vida, de costumbres íntegras, de bella figura. Se le podía pronosticar un futuro brillante.
Pero muy pronto los planes paternos se verán desvanecidos. Ahora se comprende uno de los rasgos fundamentales que
delinean la fisonomía espiritual y moral de Felipe. El testimonio de la hermana es de gran valor: en casa de su
pariente, recordaba, «no consintió en quedarse, para no ir contra su conciencia, pareciéndole peligroso el trato con el
comercio». ¿Quizá se dio cuenta Felipe, que esa profesión era perjudicial para el bien vivir cristiano?, o ¿tal vez, aquel
específico negocio de su pariente, estaba relacionado con un modo poco limpio moralmente?. De cualquier manera, es
claro que reluce la rectitud moral del joven: una conciencia digna y clara, y la preeminencia absoluta de los valores
del espíritu.
Durante el período de Cassino (que la hermana dice de Gaeta), ciertamente tuvo modo de frecuentar a los
benedictinos del célebre y sobresaliente monasterio (donde vivían también monjes florentinos y permanece una cierta
tradición de sus visitas), y de acercarse a Gaeta, a la montaña partida, para meditar la Pasión. Noticias no
documentadas pero que permanecen vivas en la tradición filipense.

Hacia Roma
Cerca de un año duró aquella experiencia, de la cual le quedó fijo el recuerdo; si hubiera perseverado, aquel empleo
le habría procurado una discreta riqueza. Alrededor de 1534 abandonó San Germano, al pariente, al negocio, y se
encaminó a Roma. ¿Y por qué no regresar a Florencia, su patria?. Una vez más todas las conjeturas se proponen; pero
propiamente el veinteañero Felipe se ha sentido atraído por el sugerente modo de aquel mundo sagrado, fabuloso, que
el sólo nombre de Roma evocaba. Un motivo espiritual, místico, debió guiarlo por caminos, ahora confusos y
misteriosos. Esto es: movido por el Espíritu. Roma era la patria del Espíritu, la ciudad de los mártires, la sede de la
verdad. Cuando Felipe entraba, salía de Roma un cortejo de ermitaños pobres, los futuros capuchinos, predicadores
desde el edicto de abril del año de 1534. Usaba probablemente un vestido de peregrino y así se presentó en casa de un
conciudadano, el aduanero Galeotto Del Caccia, con el cual podían haberse tenido acuerdos por parte del pariente de
Cassino.
A Felipe, Roma le debió parecer como una ciudad medio despoblada: lo era, como consecuencia del saqueo de siete
años antes (de cincuenta mil habitantes, descendió a treinta mil). «Desde la meseta del Monte Caprino (Campidoglio)
sobre la cual los rebaños comían la hierba... se veía gran parte del circuito de los muros de Aureliano, con una
extensión de catorce millas, más o menos, y dentro de tanto espacio, ¡cuánto desierto, cuánta soledad salvaje en el
llano y en la altura, cuántas viñas y sobre todo, cuántas ruinas!» (Pecchiai).
Los Del Caccia, ante los cuales se presentó, como se dijo, con rostro ‘alegre’ , lo acogieron como preceptor de sus dos
hijos. En compensación le dieron una estancia. Lo hubiesen querido en su mesa, pero él prefirió recibir un poco de
harina (doscientos kilos por un año) y mandarla cocer, para elaborar un pan al horno, con frecuencia lo comía con
aceitunas, junto al pozo de la casa. «Pan y aceitunas, aceitunas y pan», con agua del pozo, fue su alimento cotidiano
por casi un año. Vivió como pobre: le bastaban veinte julios (un escudo) al mes. Bajo su guía, los dos jovencitos
crecieron «en sabiduría y gracia delante de Dios y de los hombres». Uno se volvió cisterciense y el otro sacerdote y
párroco. La madre florentina, regresó a su tierra natal y ahí, viuda, se establece. Frecuentemente tuvo ocasión de
entretenerse, con la hermana de Felipe y de discurrir con placer sobre él.

Los primeros años romanos


Al principio de su estancia en Roma, Felipe decidió frecuentar los estudios superiores: la filosofía, en el Estudio
General de la orden de San Agustín (sus maestros participaron activamente en el Concilio de Trento) y la teología en la
Sapienza. También esta experiencia fue de poca duración. ¿Por qué?. Un signo, para Baronio, fue entender que toda la
organización académica del tiempo, el sistema escolástico, le era áspero: las disciplinas filosóficas eran para él
verdaderas cadenas, de las cuales pronto decidió librarse. Esto en particular no es desdeñable sino revelador de la
singularidad de su inteligencia negada a la abstracción, al proceso deductivo, al juego de los procedimientos lógicos,
racionales. Por esto no le agrada formarse como un erudito: él será siempre propenso a la realidad viva, palpitante.
Felipe es sobre todo un místico, lo cual, enseguida se pondrá de manifiesto. De él queda la memoria: como un joven
de inteligencia clara y muy prometedor; algunos, mas tarde, recordarán haberlo conocido en aquella aula: el futuro
padre Alejandro Fedeli, entre otros. Se dirá, enseguida, que el hecho de abandonar el estudio se había dado por el
cotidiano encuentro en el aula, con un gran crucifijo que lo conmueve hasta las lágrimas. Un motivo espiritual, en tal
caso, debió influir para orientarlo de modo diverso.
Sucede en aquel tiempo un noble episodio, que de algún modo liga a Felipe con uno de los grandes personajes en la
vivencia del Concilio Tridentino. Guillermo Sirleto, calabrese, contemporáneo, había llegado a Roma en 1540, para
buscar fortuna como erudito, recomendado por el literato Marco Antonio Flaminio para el gran cardenal Jerónimo
Seripando. Estaba pobre como una rata y Felipe encontrándolo, no dudó en regalarle sus libros, adquiridos hacía poco
y con trabajo. Sirleto no olvidó el gesto caritativo; un signo de su memoria aparece en una breve nota, un año
después, en la cual está señalado el ofrecimiento para la construcción de la iglesia de la Vallicella.
Desde hacía tiempo Felipe frecuentaba los hospitales y su nombre está en la matrícula de los hermanos de una
confraternidad de Santa María de la Purificación, para la asistencia de los enfermos en el Hospital de San Jacobo de los
Incurables. No tiene todavía un plan de trabajo preciso. Lo que se advierte en aquellos años es un creciente
sentimiento religioso, un apasionado interés por las cosas del espíritu. Se detiene con frecuencia bajo los pórticos de
las iglesias para meditar y leer libros a la luz de la luna. Probablemente ahora va descubriendo nuevas prácticas
religiosas, quizá junto a otras experiencias y sugerencias: no debía faltarle el encuentro espiritual con el confesor,
todavía no de los dominicos, a los cuales llegando a Roma no se acercó, y de los cuales no tuvo, ni buscó
recomendación. Su devoción particular es la Visita de las Siete Iglesias, antigua forma de piedad popular, que él
reinicia y comienza a practicar solo. Vestía como ermitaño, se dice, cuando siguiendo esta devoción, descubrió las
lejanas y abandonadas catacumbas: las de San Sebastián, las únicas entonces accesibles. Las visita con frecuencia, se
entretiene por largo tiempo en la plegaria, la meditación, y parece que pasó también algunas noches, en el calor del
verano. Aquel sitio misterioso y solitario le evocaba una historia fascinante: la vida de las primeras generaciones
cristianas, la heroica profesión de fe, el profundo modo de pensar de los mártires; la Roma sagrada de Pedro y Pablo,
empurpurada con la sangre cristiana. Un motivo, como se verá, que siempre vivió en él y lo inspiró.

Su Pentecostés
Fue hacia fines del primer decenio de vida romana, que Felipe comenzó a ver clara su vocación: y lo fue por un
acontecimiento extraordinario, del cual, él mismo dejó indeleble recuerdo. Lo narró un testigo de segura credibilidad:
el cardenal Federico Borromeo, cuya declaración, a propósito, despeja un poco la oscuridad de aquellos años, con
trazos rápidos de noticias claras: «En el principio de su conversión le había referido Felipe con ‘gran humildad’ pidió al
Espíritu Santo que le diese espíritu». El episodio al cual preludian estas palabras, se coloca en 1544, alrededor de los
treinta años de su vida. Está entonces «al principio de su conversión», quizá esto es lo que señala el padre Francisco
Bozzi: «habiéndose convertido a Dios lloraba mucho sus pecados». No se trata, seguramente, del paso de una vida
pecaminosa a la práctica de la virtud. Se entiende, mas bien, como la «conversio morum» de la Regula monacorum
Benedictina: una decidida opción por el servicio de Dios en espera de una dirección más precisa. En efecto, no estaba
«aún seguro del todo, de la vida que debía tener». La respuesta le vino inmediata, clara y hasta violenta. Según la
narración de Borromeo, después de una aparición de San Juan Bautista, lo golpeó un ímpetu de ardor, una irrupción
del Espíritu Santo, para hacerlo caer por tierra y marcarlo en el cuerpo. Fue aquella su transverberación, una especie
de estigmatización, que casi sin saber, lo introduce en una esfera de experiencia mística.
Él mismo lo confesó también, a su médico, Vittori: «Me decía que a los treinta años estaba con gran fervor y pedía al
Espíritu Santo que le diese un cúmulo de espíritu; y me dijo que se le había dado tanto, que lo lanzó a tierra y al
levantarse sintió alzado el costado y una contusión por dentro, la cual le duró mientras vivió». Dos costillas, como se
verificará también en el examen de los restos mortales, permanecerán separadas de los cartílagos y formarán un grupo
visible sobre el flanco izquierdo. Desde entonces experimentó singulares y violentas palpitaciones del corazón
testimoniadas por no pocos, y extenuantes calores, aún en invierno.
Más tarde se supuso, que el episodio sucedió en Pentecostés de aquel año de 1544, ambientado en las catacumbas de
San Sebastián (donde fue colocado un recuerdo) y se habló de un globo de fuego que hubiese entrado en el cuerpo, en
las vísceras de Felipe. Todos estos aspectos particulares, pertenecen a una cierta tradición y devoción filipense, pero
están privados de documentación alguna.

Primicias de apostolado
Aquella singular prueba introduce a Felipe en un nuevo campo de acción. No más vida eremítica, solamente personal y
solitaria. El amor a la soledad no terminará jamás, es verdad, pero en este punto se abren para él nuevos horizontes:
una misión de apostolado. Llega a preguntarse cuál ambiente de «espirituales» frecuentaría para la práctica religiosa,
la dirección y el cuidado de su alma, para tomar consejo y guía. Con los hermanos dominicos de la Minerva casi una
rama del San Marcos florentino, establecerá relaciones mas tarde, como sacerdote. Se sabe que en aquel tiempo
frecuentaba a menudo Santa María de la Strada, junto a los primeros jesuitas reunidos en Roma en 1538, y tuvo tratos
con San Ignacio, quien lo habría querido entre los suyos para enviarlo a las Indias. Es de notar que una de las primeras
conquistas de Felipe, todavía seglar, fue la del milanés Próspero Crivelli, dirigido por él al padre Polanco secretario de
Ignacio para la confesión, y no se excluye que Felipe mismo lo tuviese como confesor.
Justo en aquellos años, Ignacio andaba engrosando notablemente su familia religiosa, la cual ampliaba su fama por
todo el mundo. Felipe permaneció fuera, decía Ignacio: como campana que llama a los demás a entrar a la iglesia,
pero, que no entra jamás.
En torno a la figura de Felipe de cuanto comienza a estar documentado parece indudable que el ambiente religioso al
que va a parar, es la casa y la iglesia de la Archicofradía de San Jerónimo de la Caridad.
En el cuidado ministerial de aquella iglesia, unos años antes habían sucedido a los franciscanos observantes, un grupo
de pocos sacerdotes seculares de vida ejemplar, que constituyeron una pequeña comunidad, de alguna manera
singular. Cada uno vivía libremente de lo suyo, al servicio del templo y de la Cofradía.
Hacia 1547, Felipe comenzó a frecuentar aquel ambiente la casa era llamada «madre del espíritu en Roma» donde
vivían hombres de gran reputación: Buonsignore Cacciaguerra, místico convertido; Enrique Pietra, guiado por Felipe
todavía seglar, después fundador de la Congregación de la Doctrina Cristiana; Francisco Marsuppini d’ Arezzo, más
tarde confesor de Felipe; Pensabene Turchetti, fundador del Oratorio de Fermo; entre otros. San Jerónimo, por su
buena fama, llega también a ser punto de referencia para los eclesiásticos que de fuera llegaban a Roma, y que
hospedó con frecuencia; entre estos, algunos de los más queridos hijos del padre Felipe: Costanzo Tassoni, mayordomo
del cardenal Borromeo; Bernardino Carniglia y César Speciani, representantes de Borromeo; y los florentinos Vittorio
dell’Incisa y Leonardo Paoli.
En aquella convivencia presbiteral, Felipe encontró un nuevo confesor el primero del que se tiene noticia: el padre
Persiano Rosa, de la campiña de Roma, con quien congenió por el ánimo alegre y el espíritu sereno. El último saludo
que le dejó en su lecho de muerte y pareció una consigna fue: «Alegremente».

La Santísima Trinidad de los Peregrinos


Debería de permanecer como grato recuerdo en verdad, la figura del padre Persiano Rosa, si se piensa que fue él quien
descubrió en su velado penitente, la todavía oculta cualidad que lo llevó a dirigir a otros para vivir bien. Las conquistas
de Felipe fueron, ante todo, sus jóvenes paisanos, aprendices y empleados de bancos, cuyos dueños eran por lo menos
de origen florentino: Felipe los exhortaba a un cambio de vida. Pero no sólo con ellos se ocupaba. Por su «atractiva
virtud» comenzó a reunirse a su alrededor, también la «gente sencilla». Unos quince al principio, de los cuales se
conoce el nombre de tres: Marco Tosino y Vincenzo el miniaturista, ambos del grupo de jerónimos de Cacciaguerra; y
Juan Francisco Buca, más tarde notario de la Congregación filipense. A ellos se añaden pronto, al decir de Gallonio, en
una sola redada, unos treinta nuevos miembros.
Es probable que el padre Persiano Rosa haya estado por obtener del Vicario Felipe Archinto, la iglesia de San Salvatore
in Campo para la naciente agrupación, que el 16 de agosto de 1548 fue erigida como Cofradía llamada de la Santísima
Trinidad. La finalidad de la pequeña institución, que junto con Rosa tenía como fundador a Felipe, fue completamente
devocional, con preeminencia del culto eucarístico. Ahí, se celebró por primera vez en Roma, la devoción eucarística
de las Cuarenta Horas.
A lo largo del día y durante una buena parte de la noche, Felipe, el joven laico, todo fervor y alegría, entretenía al
creciente grupo de gente «sencilla» con fervorosos y prolongados sermones. Durante el año jubilar de 1550, el
Vicariato confiere a la Cofradía una nueva y estable finalidad: la asistencia a los peregrinos y convalecientes. En
consecuencia el nombre de la institución fue completado como «Santísima Trinidad de los Peregrinos».

El Sacerdocio
El clamoroso éxito que la institución tuvo con la nueva misión, se contaron por miles los peregrinos asistidos, fue el
motivo determinante por el cual llega al estrado la figura del treintaicincoañero florentino, Felipe Neri. Por ahora, era
una persona conocida sólo por un restringido grupo de gente. Para presentarlo y, como se dice, «meterlo en el mundo»
contribuirán además de la intuición del padre Rosa, la revelación de sus singulares cualidades, que las circunstancias
mostraron e hicieron brillar.
«Era de bellísimas facciones lo recordará un paisano suyo (Papio) que lo conoció en los primeros años romanos y
siempre fue tenido como de gran bondad y de angélicas costumbres». Su naturaleza siempre «alegre y placentera», su
rostro «alegre y jovial», su «hilaridad» (un atributo que se nombra con frecuencia) concurren hasta ahora para explicar
la fascinación que va ejerciendo y su creciente popularidad.
Estas preclaras dotes naturales, parecería que fuesen conocidas en ese momento sólo por un grupo reducido de
personas. ¿Fue entonces la familiaridad con el padre Persiano, que lo despertó y lo hizo desplegarse? Ciertamente Rosa
debió tomar en serio a su florentino, pronto le halagó la idea de verlo sacerdote como él, y encaminarlo a la acción del
ministerio. ¿Jamás había pensado Felipe en la idea de ser ministro del altar?. No parece: si hubiese dependido de él, se
hubiera quedado como otros devotos: laico por siempre, para edificar con el ejemplo y hacer el bien. Lo persuadió el
padre Persiano y tal vez lo forzó para acceder al sacerdocio; fue garante ante el Vicario Archinto (que probablemente
había conocido a Felipe en la Cofradía, entre los peregrinos); y el mismo padre confesor, quizá estuvo para iniciarlo
con un poco de doctrina y de rúbricas.
Felipe recibió la primera tonsura, las órdenes menores y el subdiaconado en San Tommaso in Parione en marzo de
1551; el Sábado Santo, 28 de marzo, en San Juan de Letrán le fue conferido el diaconado; y el 29 de mayo, también en
San Tommaso in Parione, el sacerdocio.
Es un nuevo giro en la vida de Felipe y comienza otro capítulo. Pero desde este momento vale la pena notarlo no se
devanó mas en las nieblas de las conjeturas. De ahora en adelante su historia está bastante documentada en diversos
escritos, algunos redactados mientras vivía, otros post mortem, concernientes a sus obras y las pruebas de su virtud.

II. LAS OBRAS Y LOS DIAS

Primicias sacerdotales
Conocedor de que este era un clima ideal para un espíritu dirigido a la perfección, el mismo padre Rosa quien
ciertamente estaba contento de tener como co-hermano en San Jerónimo a Felipe, debe pensar en la ocupación del
nuevo sacerdote. Felipe no pretendió por sus servicios ninguna recompensa: le bastaba la estancia «desnuda», no
queriendo ligarse a ningún asunto previamente ordenado. Vivir a su arbitrio, ésta es, su connatural línea de conducta,
de la que no se retractará jamás.
Felipe inició en la Iglesia de San Jerónimo, aquella que será su peculiar actividad: «Allí se dedicó al ejercicio de la
confesión, en el cual consumió el resto de su vida», recordará conmovido, uno que le fue cercano desde el principio. El
título ideal, que lo calificará para siempre, será de confesor, consejero, guía y maestro de las almas. Justo en aquel
tiempo, de la encaminada acción de la Reforma desde la elección del Papa Paulo III hasta la primera fase del Concilio
de Trento, la práctica de la dirección espiritual toma una gran difusión como instrumento de dirección y experiencia
coherente de vida cristiana.
El encanto personal que ya había dado vistosos frutos a Felipe, le proveerá pronto un corrillo del todo singular, en
torno al confesionario. Es necesario decir, que el primer y prevaleciente grupo está constituido por jóvenes, no sólo
por debajo de los diecisiete o dieciocho años. También intervendrán los adolescentes: la «muchachada». Todos, de
muy diversos ambientes.
Aquellos que tienen la fortuna de acercársele una vez, no se despegarán jamás de él, y se volverán familiares.
Los coloquios espirituales iniciados con humildad en la reja del confesionario, se prolongan en la estancia de arriba,
donde el Padre admite en cordial familiaridad, a quienes la exigencia del espacio permite. El Oratorio se encuentra en
estado embrionario. Permanece vivo el recuerdo entre los primeros: el Padre «comenzó con tan maravilloso afecto a
hablarles cada día, después de la comida, en su estancia lanzado como quien languidece de amor, a yacer vestido
sobre la cama del desprecio del mundo, la belleza de la virtud, y del premio a los buenos».

Nace el Oratorio
La primera asamblea que se forma en torno al Padre (el título de «padre» era común entre los miembros de San
Jerónimo, y le era bastante agradable porque, decía, esto «sonaba a amor») está constituida sólo en parte por
personas ya conocidas: el zapatero Tosino, Vincenzo el miniaturista, el notario Buca y además algunos convertidos por
Felipe seglar: Próspero Crevelli, Enrico Pietra. Llegan enseguida algunos pertenecientes a la Congregación jesuita de la
Grazia: Teseo Raspa, Bernardino Carniglia. Y aún desde el principio, hacen su aparición jóvenes florentinos, la mayoría
trabajadores de los bancos: Juan Manzoli, Simón Grazziani, Ludovico Parigi, Francisco Vai y el músico Juan Animuccia y
otros más. Estos han dejado el recuerdo de aquellas curiosas reuniones en la estancia del Padre.
Al principio se leían páginas edificantes e interesantes, de fácil comprensión; seguía un comentario del Padre que tal
vez hablaba en un estado de exaltación mística. Alguien tomaba la palabra, se dialogaba y se continuaba discurriendo
durante largo rato, sin programa ni tiempo determinado.
Todo esto fue al principio, en las primicias sacerdotales del Padre. Muy pronto, con el crecimiento de la prole, el
espacio se había vuelto muy angosto. La Archicofradía consintió entonces que Felipe ocupara la parte del desván de la
Iglesia usada como repositorio. Fue 1554, fecha memorable, como el momento preciso para la clara configuración de
aquello que será llamado, pocos años después, el Oratorio. Entre tanto, desde el primer esbozo doméstico, poco a
poco acomodado y remodelado, el discreto grupo termina por expresar sus rasgos particulares y asumir su peculiar
fisonomía.

El cerco oratoriano
Sea la originalidad de la práctica, sea el encanto del confesor, llevaron pronto a una considerable afluencia de
participantes, de tal manera que del pequeño manojo originario, se formó en un breve lapso de años, un cuerpo
bastante uniforme. Pero es necesario aclarar bien este punto el crecimiento no llega a darse en calidad homogénea. Al
principio, en los primeros tres o cuatro años, los participantes eran de variada y diversa extracción: por educación,
condición social, oficios («tenderos, orfebres, almacenistas, guanteros y otros artesanos»), nivel intelectual. Gente,
toda, que no parecía tener problemas económicos: no había pobres entre ellos. La masa de miserables y mendigos,
numerosa y creciente que de siempre afligía a Roma y que afluía también de fuera es una categoría que no consta que
haya jamás entrado en la esfera del interés ministerial de Felipe, mientras que otros con sus propias instituciones, los
atendían y actuaban egregiamente.
Aquello que caracterizaba a gran parte de la juventud romana dentro de la población activa, era mas bien el número
relevante de ociosos de toda clase. La primera aportación, heterogénea, al Oratorio, será de entre algunos de estos,
muchos de los cuales al principio acuden por simple curiosidad, como un pasatiempo y, perseverando,
inadvertidamente contribuirán a darle su principal finalidad. El Padre, en efecto, no debe preocuparse por buscarles
una ocupación retribuíble, cuanto de ayudarlos a que transcurra el día sin pecados, especialmente de hacerlos
comprometerse agradablemente en las primeras horas de la tarde, las más insidiosas contra la virtud. La experiencia
de aquella primicia del ministerio filipense, se revela enseguida feliz: se encuentran a gusto aquellos jóvenes, al sentir
discurrir las cosas que hubiesen podido aparecer tediosas, sobre todo en aquellas horas, del ya no tan joven sacerdote,
singular y gentil, de bello hablar florentino, todo alegría y fervor.
Fue hacia el final del pontificado de Paulo IV (1557- 1558) que, conforme al recuerdo vivo de uno de los primeros,
viene un conspicuo crecimiento. «Con una redada» Felipe atrajo al Oratorio a un grupo de jóvenes, por lo general aún
estudiantes de leyes, de categoría más elevada y casi homogénea. Venían de todas las regiones de Italia (pero habrá
también un francés) encaminados a buscar un puesto en la carrera eclesiástica a través del camino más común y
recorrido. Un buen número pertenecía a una clase particular, sobre todo típica en Roma: la de los cortesanos. Todo
cardenal, pero también algún prelado respetable, tenía su «corte», una así llamada «familia», una hilera de gente de
diverso nivel y para distintos cargos. Desde el mozo de cuadras hasta el mayordomo; toda una serie de oficios tenía
ocupado a un número siempre discreto de personas (desde una cuarentena, como en casa del cardenal Borromeo,
hasta un centenar), que ahí encontraban su colocación económica y para alguno, tenaz trepador, el modo de poder
atender a los estudios y hacerse camino.
La redada de Felipe, para cuya imprevista fortuna debieron concurrir varias circunstancias y celosos colaboradores,
logró poner juntos, en el aún crepuscular camino de la experiencia oratoriana, un grupo de estos jóvenes cortesanos,
algunos nombres de ellos permanecen en venerada memoria. El más «antiguo» de los así llamados «convertidos» es
ciertamente Alejandro Fedeli di Ripatransone, que fue condiscípulo de Felipe en el Estudio romano; después Costanzo
Tassoni, originario de Modena, familiar del cardenal Di Santa Flora, sacado de la vida mundana y hecho sacerdote;
Juan Bautista Modio, literato y médico; Jacobo Marmita, poeta, familiar del cardenal Ricci; quizá de este cardenal
eran familiares Constantino Valle y Gabriel Tana; Juan Bautista Salviati, sobrino de Paulo III, arrancado de la vida
mundana; Teseo Raspa, después sacerdote en San Jerónimo; el gentilhombre Marzio Altieri; el músico Mauricio Anerio;
Félix Figliucci, penitente de Cacciaguerra, literato, humanista y después dominico en San Marcos de Florencia con el
nombre de fray Félix; de alguna relevancia fue el cronista de estas noticias, el romano Juan Francisco Bordini, hombre
de letras y más tarde obispo de Cavaillon y arzobispo de Avignon.
Los más eminentes y célebres del inolvidable cerco filipense de aquel tiempo fue la comparsa de Francisco María
Tarugi, y César Baronio, futuros cardenales. Tarugi, noble de Montepulciano, emparentado con un Papa y con ilustres
conciudadanos, más joven por diez años que el padre Felipe, fue tomado por su red dejando una vida mundana y
renunciando a un futuro que sus singulares dotes y posición, le auguraban brillante. Mas joven que él, era el sorano
César Baronio, doctorado en leyes, admitido en 1557 en la prole filipense y será uno de los primeros en recibir el
sacerdocio (27 de mayo de 1564). Su monumental obra de doce tomos Annales ecclesiastici, consignará su nombre con
celebridad, como el primer gran historiador de la Iglesia.

Las Indias
Es en este grupo primaveral de una veintena de jóvenes formado a fines del pontificado de Paulo IV, y de entre los
cuales sobresalen los médicos Juan Bautista Modio y Antonio Fucci capitaneado por Felipe, que surge el anhelo de
comprometerse en una acción de gran responsabilidad y amplias perspectivas.
¡Las Indias!. Suscitaban extraordinaria admiración en Roma, desde la mitad del Cinquecento. Las noticias de los
misioneros del Nuevo Mundo y del extremo oriente las cartas del jesuita Francisco Javier tuvieron un inmenso éxito,
hacían crecer el número de siempre nuevos aspirantes para aquella excepcional aventura. La entusiasta iniciativa fue
secundada por el Padre, el cual, sin embargo, quiso primero asegurarse de que fuese en verdad la voluntad del Señor.
Se dirigió a un autorizado consejero, paisano suyo, monje en Tre Fontane, el cisterciense Agustín Ghettini, un santo
hombre que tomó tiempo para reflexionar, orar y le dio una clara respuesta: « ¡Tus Indias son Roma!»; (veinte años
antes, Ignacio había pedido al Papa poder ir como misionero a Tierra Santa, y el Papa le había respondido: «Italia es
una buena Jerusalén»).
La palabra inspirada del monje cayó como una sentencia definitiva: Felipe debía continuar sobre el camino
emprendido no predispuesto por él que aparecía como un apostolado totalmente nuevo y singular en el corazón de la
Urbe. El horizonte de Felipe, a diferencia de muchos otros (¡de Ignacio de Loyola por ejemplo, que era universal!), no
se extiende mas allá de las Siete Colinas y de otros muros de la Urbe. Muchos años después, él mismo replicará a
algunos de los suyos que soñaban en un apostolado más amplio «quien hace el bien a Roma, hace el bien a todo el
mundo».

El Oratorio grande
Este acontecimiento marca un giro decisivo en la vida de Felipe y se puede fijar como el punto de partida hacia un
crecimiento ordenado de la obra, que formará su entorno, en la medida en que es construída. Es probable, que aquello
que comenzó como un pequeño cenáculo de iniciados en San Jerónimo, haya querido llamarse con una locución de
origen antiguo, «Oratorio», por ser el lugar de la oración y los encuentros espirituales. Esta denominación fue usada
desde el principio para nombrar un pequeño edificio, después pasó a convertirse con frecuencia en sinónimo de
confraternidad. Fue desde el principio una experiencia de agrupación totalmente singular, ni siquiera podía llamarse
asociación, porque era de participación libre, sin estatutos y elenco de inscritos: una acogida espontánea,
reglamentándose necesariamente en la práctica.
Entre los más asiduos hijos, antes del episodio de Tre Fontane, parece que ya se fuese componiendo algo en concreto
en torno a Felipe. La primera de las pocas cartas conservadas del Padre, dirigida a un cierto Francisco Vai, de la
ciudad de Prato, el 6 de noviembre de 1556, nos deja ver a uno de los primeros miembros, que parece haber desertado
en un momento de crisis. En esta carta, después de una serie de reproches por su casi vileza, trazada por la mano de
dos amanuenses, el Padre concluye con pocos renglones de su puño, para atenuar las frases fuertes, dejar libre al
joven y que estuviera tranquilo en su casa, donde habría encontrado quien pudiera «dirigirlo». Los más asiduos,
entonces, parecía que formasen un pequeño cuerpo, el cual, después de la sentencia del monje de Tre Fontane a
Felipe, tomará una ordenada consistencia y una fisonomía propias.
La estructura, ahora ya completa del Oratorio, bosquejada en sus formas esenciales en el desván de San Jerónimo,
está delineada detalladamente en las antiguas memorias, entre las cuales está el autorizado ensayo breve de Baronio
“De origine Oratorii”.
La institución es presentada por él, en términos bíblicos, como una mesa suculenta, dispuesta en su orden por la divina
Sabiduría. Se tenía la reunión en las primeras horas de la tarde, las más vacías y peligrosas para la virtud. Al principio,
en lo que va reuniéndose el auditorio, uno de los hermanos comienza la lectura de un libro edificante sobre la virtud,
máximas y ejemplos de los santos. Todo lo leído, da materia para que otro hermano desarrolle los contenidos, amplíe
los significados y saque las consecuencias morales. Sigue después lo cual, según Baronio, «era de mayor gracia y
belleza» otro hermano, que ponía en marcha un diálogo con el auditorio, explicando mejor ciertos argumentos,
resolviendo dudas, respondiendo a cuestiones, inculcando las cosas más esenciales y provechosas para el alma. Esta
parte estaba explícitamente ordenada, por las Collationes de Giovanni Cassiano, en las cuales varios interlocutores
dialogan con el Senex,i[1] de quien conservan religiosamente las máximas. También los Padres de la Iglesia llegan a ser
lecturas frecuentes y familiares en las sesiones oratorianas: Basilio, Gregorio Magno, Ambrosio, Juan Clímaco,
Buenaventura; con tantos otros maestros del Espíritu, entre los cuales tienen relieve Luis Blosio, Susone, Serafino da
Fermo, el Granada, Santa Catalina de Siena, Feo Baleari con la vida de Juan Colombini; las cartas de las Indias y otros
escritos. Los dos primeros «razonamientos» eran improvisaciones en la práctica, y como tales más conforme al espíritu
filipense. La predicación del Padre estaba ensamblada así: un interrogar discreto, un responder vivo y volver sobre el
argumento para desarrollarlo con un creciente fervor que particularmente años después, concluía o se interrumpía
entre lágrimas.
La disertación más importante, era la de aquel hermano, quien «con un sermón bien elaborado», desarrollaba temas
que miraban a los novísimos (muerte, juicio, infierno, paraíso), mediante enseñanzas de probados autores y ejemplos
de santos. Al final, para levantar el espíritu, casi como recreación, se estableció (pero fue el mismo Padre Felipe quien
lo propuso) que otro hermano expusiese ordenadamente la historia de la Iglesia desde la venida del Salvador.
Conforme al gusto realista y sensitivo del Padre, el orador se detenía en la historia de los mártires, tema
especialmente querido por el espíritu de Felipe que quedó siempre vivo en su comunidad y en las narraciones
hagiográficas. La hagiografía, más bien como género literario, será señalada por los primeros padres, como una
ejercicio particular filipense.
Presidía tan singular mesa espiritual, el mismo padre Felipe, con vestido de «mayordomo» (architriclinus ii[2] lo
denomina Bordini), quien al final intervenía para aclarar mejor los conceptos y para sellar con su autoridad las
admoniciones y propósitos. Cantos de alabanza, con frecuencia explícitamente compuestos, concluían la reunión que
duraba cerca de dos horas.

El ejercicio de la palabra
El ejercicio cotidiano de la palabra de Dios «de modo fácil, familiar, fructífero», representaba la esencia peculiar del
Oratorio: una gustada novedad. La cotidianeidad, la sencillez del discurrir sobre cosas espirituales («desde una silla»,
después desde una cátedra y no desde un púlpito) son por lo tanto el motivo que explica el creciente éxito de la obra.
En este sistema oratoriano no hay nada de escolástico, de retórico, de difícil comprensión: hablar al corazón, era el
método: «exhortaciones y fervores más afectivos que intelectuales», eran los así llamados «razonamientos». Felipe no
quiso jamás que el Oratorio «entrase en cosas escolásticas», para las cuales en Roma no faltaban escuelas ni cátedras.
La validez del método totalmente nuevo, hará siempre referencia a las inolvidables experiencias de los primeros
tiempos: «cuando ‘en espíritu de verdad y sencillez de corazón’ se razonaba dando lugar al Espíritu Santo, que
infundía Su virtud en boca de quien hablaba, sin meterse en lo profundo y premeditado, en un prolongado estudio y
manejo de los libros, autores, escolásticos diversos y escritores positivos, al modo de La Sorbona». Palabras escritas
años después por el padre Nicolás Gigli, por dictado de Felipe, sonaban también como un reclamo a los indispensables
recursos del sermoneador: «Fuego, fe y fierro: fuego para encender el corazón de quien razona; fe para esperar de
quien da el Espíritu, que lo dará aún ahora; fierro para quitar la propia voluntad, y fijar en la santa obediencia de
quienes años y años nos ha guiado». El Oratorio es entonces, esencialmente «escuela de fervor» iii[3].
Tal orientación, de preferencia mística, (Dios sensible al corazón) de Pascal, connatural a la espiritualidad del Padre,
explica su repugnancia a introducir en el Oratorio la enseñanza metódica de la doctrina cristiana, conforme a los
modelos corrientes postridentinos, los cuales para su modo de pensar, podían presentarse como áridas disquisiciones
escolásticas, quizá para él, de no grato recuerdo. El no quiere la enseñanza metódica de la doctrina en el Oratorio, y
la prohibirá en todas las casas filiales que están por nacer. Para eso operaban sabiamente otras instituciones
contemporáneas, como por ejemplo la Compañía ignaciana que la tenía en primer lugar y la Congregación de Pietra,
salida también de San Jerónimo. El Oratorio, en la intención de Felipe y de sus iniciadores, representaba una
experiencia diversa, totalmente nueva, más en el método que en la sustancia.
 

El Oratorio pequeño
El Oratorio de la tarde o «grande», no tardará en tener una continuación en el Oratorio al anochecer o «pequeño».
Este, era constituido por un grupo restringido de los más familiares y asiduos a San Felipe, los cuales, después de haber
participado en el «grande», querían culminar bien el resto de la jornada. La reunión se tendrá pronto, en un lugar
apropiado el desván de San Jerónimo y duraba poco mas de una hora: la mitad del tiempo era ocupado en la oración
mental; en la otra se recitaban las letanías de los santos y las clásicas preces antiguas por la perseverancia, el Papa,
los prelados, príncipes cristianos, pecadores, infieles. Los lunes, miércoles y viernes después de recordar la Pasión, se
hacía disciplina durante la recitación del salmo Miserere. El mismo grupo de laicos, pronto bien amalgamado, se volvía
a encontrar el domingo en la mañana, ahora para ejercicios de oración, en preparación a los Sacramentos. Aquella
restringida reunión matutina, estaba particularmente dedicada a una actividad, que desde el principio venía
desarrollándose por los hermanos, dirigidos por el padre: la visita a los enfermos en los hospitales. Cada uno daba
relación de las propias visitas, estableciendo después, los propósitos de la siguiente semana.
Mientras el Oratorio «grande» reclamaba un creciente y fluctuante auditorio, el «pequeño» mantendrá una
participación más o menos constante, a semejanza de una confraternidad de laicos. Sin embargo no lo llega a ser
jamás a propósito, tanto, que se dijo claramente que lo regía la máxima libertad de estar o salir y, en vida del Padre,
jamás se redactó algún elenco de miembros. Después, a fines del siglo, el Oratorio «pequeño», llamado también
«secular» se verá organizado con elencos y cargos distintos. Se podrán admirar en aquellos preciosos registros
sobrevivientes, los más distinguidos nombres de la aristocracia y del clero romano.

Música para el Oratorio


Uno de las más notables y apreciables actividades del Oratorio, sobre todo del «grande», fue sin duda la parte musical.
Al inicio y en el crecimiento concurrirán variadas y afortunadas circunstancias, pero es necesario señalar como causa
determinante, el buen gusto y la exquisita sensibilidad del padre Felipe. Suya es la invención de introducir entre los
sermones y al final, cantos de motetes latinos e italianos. Desde el principio eran aquellas sencillas alabanzas, que
había aprendido y cantado en San Marcos, y jamás había olvidado. Eran de una redacción monódica, lineal, un fácil
«recitar cantando» para comentar cuanto había sido expuesto en el sermón. Afortunadamente, al Oratorio acudía
gente que sabía de música. Entre los más antiguos estuvo el célebre Juan Animuccia iv[4], quien tras el consejo del
Padre, retomó aquellas primeras melodías, además añadió otras de sus composiciones y las concertó a varias voces en
una agradable y fácil polifonía. Será la primera publicación musical expresamente compuesta, para el encuentro
oratoriano. (Animuccia era de Prato, y en sus traslados, algunas veces hacía de intermediario entre el Padre y Santa
Catalina de Ricci, de la cual queda una carta para él) Otros músicos valiosos, se sucederán en el Oratorio romano: el
padre Francisco Soto y el padre Juvenal Ancina, por citar a los más célebres, de los cuales fueron publicadas las
composiciones. (No está documentada la presencia de Pedro Luis Palestrina al Oratorio, como tampoco se sabe nada,
de la pretendida asistencia del Padre a su lecho de muerte).
Es necesario decir enseguida, que la parte musical tendrá siempre la mayor preponderancia en el Oratorio
especialmente cuando más tarde, se verá construido el edificio, llamado a su vez «Oratorio», para el desarrollo de sus
prácticas. El crecimiento será exorbitante según los más «antiguos» (y por consecuencia, también creció en la
actividad más propia, la devocional), de modo que la famosa Representación del alma y el cuerpo v[5], efectuada en la
Vallicella, en febrero de 1600, no resultó agradable a todos.
El Oratorio musical terminó por llegar a ser un género totalmente propio, que desde los primeros decenios del siglo
XVII y en los Oratorios de otras ciudades, se desarrolló unido a las prácticas oratorianas.

El Oratorio al aire libre


También en los años primaverales de la experiencia oratoriana, la parte musical contribuyó para acrecentar la
popularidad de la original iniciativa. En buenas temporadas de clima y también en las tardes festivas, la reunión se
prolongaba agradablemente en una especie de Oratorio «alli aperto» vi[6]. Felipe, rodeado de los suyos en gran parte
jóvenes y niños, se dirigía en un paseo animado, tal vez más allá de los muros de la ciudad. Se formaba una
espontánea reunión sobre un espacio, en cualquier jardín, claustro grande o en las agradables zonas de las colinas,
entre vegetación espesa y superficies verdes, que ofrece el panorama de la Urbe. También ahí se dan breves
«razonamientos» y ahí declaman los «niños», chiquillos y jovencitos a quienes tanto goce procuraban aquellos
singulares paseos. Y no era raro que el Padre participara en los juegos de pelota, tejo y disco que tanta alegría le
proporcionaban.
También aquí la parte musical tenía la más amplia expresión, sin límite de tiempo, en coros polifónicos o sencillas
ejecuciones instrumentales. Tales reuniones extemporáneas, se desarrollaban en lugares diversos: en los claustros de
la Minerva, en la «viña» de los Napolitanos o en la de los Brescianos, en las Termas de Diocleciano, en San Francisco a
Ripa, en San Pedro in Montorio, en San Onofre sobre el Gianicolo.
Casi un Oratorio al aire libre puede considerarse la «Visita de las Siete Iglesias», iniciativa del padre Felipe que en
aquel ambiente, tuvo pronto un espléndido florecimiento. Un ejercicio antiguo, que Felipe había practicado con
frecuencia en los años de su experiencia eremítica, y que ahora retomaba y presentaba como una fresca novedad.
Consistía en una especie de largo paseo, entre lo festivo y lo penitencial, o mejor, una peregrinación a las más famosas
basílicas de la Urbe: San Pedro, San Pablo extra Muros, San Sebastián, San Juan de Letrán, San Lorenzo extra Muros,
Santa María la Mayor, Santa Cruz de Jerusalén. La práctica tenía máxima participación el Jueves, después del Miércoles
de Ceniza, como «carnaval cristiano» y estaba entrelazada con aspectos penitenciales (permanece célebre el Canto de
la vanidad de Animuccia). Había otros alegres atractivos: la comida al aire libre de ordinario en las Villas Mattei, la
Celimontana y la de Massimo, estaban acompañadas por «música con voces, cornetas y flautas» y coronada con el
sermoncito de un «niño».
La popular devoción, comenzada con pocos hacia 1557- 1558 creció en número (se añadieron también los novicios
dominicos de la Minerva), hasta algunos millares. En 1563 participó el joven cardenal, sobrino de Pío IV, Carlos
Borromeo quien provee para los gastos de la comida, sostenida hasta entonces por Tassoni. También para esta
iniciativa filipense, no faltaron desde el principio críticas y oposiciones, pero la «Visita de las Siete Iglesias» proseguirá
ininterrumpidamente, con un aumento de participantes continuo (se incluyen algunos dignatarios eclesiásticos).
Provista de una breve reglamentación, recibe las costumbres tradicionales, y quedará como modelo indiscutible de la
actividad oratoriana.

La Minerva
La presencia de novicios dominicos a las «Siete iglesias» hacia 1560, y algún paseo ocasional con el Padre, son la
reanudación de los encuentros de Felipe con el mundo dominico. Hasta entonces no es conocida la presencia de Felipe
en la Minerva; se dice que las primeras aflicciones causadas al Oratorio por los rigores de Paulo IV, tuvieron su origen
allí. («Una nueva secta, llena de ambición y de soberbia y un nuevo modo de llegar a la prelatura»: así era
interpretada la compañía del Padre Felipe con ellos). El Papa pronto tuvo que retractarse y mandó decir al Padre que
orase por él en las Siete Iglesias.
El convento de la Minerva, podía parecer entonces una filial del San Marcos florentino; de ahí provenían algunos
miembros y el mismo provincial. En un informe tardío y citado por otros, mientras la comisión del Indice estaba
discutiendo la condenación en torno a las amenazantes obras de Savonarola vii[7], a fines de 1558, Felipe estaba en la
Minerva, en la capilla del «fuego», para orar delante del Santísimo expuesto. Felipe habría tenido un extraño éxtasis y
en su despertar había anunciado la victoria. A los escritos del discutido dominico (que San Ignacio en su casa había
ordenado quemar poco antes y que no fueron usados jamás en las sesiones oratorianas) le fueron evitadas las penas del
Indice. Pero Felipe mantiene siempre un devoto recuerdo del «Mártir» florentino (por adopción), en contraste con su
gran amigo el cardenal Alejandro de Medici, fiero adversario de Savonarola y de sus seguidores, quien se dice disuadió
a Felipe de publicar una vida inédita del dominico. En el inventario de la librería del Padre, están registradas varias
obras de Savonarola, junto con un ejemplar manuscrito de su vida, realizado por Pico de la Mirandola.
Los encuentros de Felipe en la Minerva, fueron intensificándose tanto, que tal vez por las tardes, con un reducido
grupo de los suyos tenía acceso al jardín y al coro, donde recitaban juntos las «Completas». Con algunos hermanos las
relaciones fueron particularmente estrechas, se trata de personas conocidas, de hombres insignes: el padre Paolino
Bernardini, reformador de la orden; el padre Angel Catani de Diacceto, después obispo de Fiesole; el padre Timoteo
Ricei, hermana de Santa Catalina de Ricei (con quien el Padre mantiene vínculos espirituales); el padre Vincenzo
Ercólani, después obispo de Perugia; el padre Antonino Berti, el literato padre Alessio Figliucci y el padre Nicotás
kidolfi, más tarde Maestro General de la Orden.
En la Minerva, Felipe llega a ser en aquel tiempo uno de la familia, siempre tenido en gran consideración, hasta
concederle celebrar anualmente la «toma de habito» de los novicios. A su vez, fue tal el aprecio de Felipe, que dirigió
a un buen número de jóvenes Hermanos Predicadores, como hijos espirituales.
También a otras órdenes religiosas les procuró nuevos reclutas y en abundancia, tanto, que el Oratorio parecía con
Felipe, un vivero de vocaciones. En primer lugar a los jesuitas que fueron su mundo espiritual, casi hasta el umbral de
su sacerdocio. Había conocido a San Ignacio, quien lo hubiera querido entre los suyos y quizá había sido un poco
lisonjeado. (Pero no consta que Felipe haya jamás practicado los Ejercicios ignacianos). Entre los primeros jesuitas
italianos (Juan Bautista Peruschi será su hijo espiritual y por algún tiempo su confesor) no pocos fueron reclutados por
él. San Francisco de Borja, tercer sucesor de Ignacio, demostrará gran estimación por Felipe, y hubiese querido que
cuidara de sus jóvenes en el Colegio Romano, durante un momento difícil y delicado. Es de aquel tiempo, la solicitud
de los «hijos cantores» para ciertas representaciones en el Colegio Romano, que Felipe concedió. A Muzio Vitelleschi,
mas tarde ilustre General de la Compañía, le predice su ingreso: éste, con frecuencia lo visitaba y se entretenía por
horas.
Posteriormente será establecido que los jóvenes la Congregación frecuenten los estudios del Colegio Romano (entre las
cartas del padre Juvenal Ancina quedan apuntes de lecciones del padre Emmanuel Sa, de quien Felipe escuchaba de
buena gana las predicaciones en el Gesú). Es memorable la ocasional presencia de San Pedro Canisio al Oratorio, y sus
encuentros con el Padre; después, quedarán inolvidables lazos de amistad entre San Roberto Belarmino y Baronio.
Las relaciones de Felipe con los capuchinos son especialmente amistosas con el Santo lego Félix de Cantalicio, a quien
el Padre con frecuencia tomaba como objeto y hacía un poco de víctima de sus inagotables burlas.

Caridad secreta
En la opinión común, Felipe fue considerado un gran hombre espiritual. Se le veía en continua plegaria, especialmente
cuando estaba sólo, y a menudo con la corona en la mano. Además, Dios lo había gratificado con excepcionales
carismas: éxtasis, levitaciones (especialmente durante la celebración de la Misa), lúcido discernimiento de los
espíritus, predicciones seguras, intuición de lo profundo del corazón, intervenciones prodigiosas para los enfermos. Los
testimonios a este propósito son abundantes, creíbles la mayoría, y llenan el espacio más amplio de las actas
procesales de la canonización. Para muchos, estos aspectos contribuyeron a crearle una popularidad amplia y
acrecentar su prestigio en la guía de almas.
Felipe sacerdote, fue reconocido por todos como un hombre incansable. La mayor parte de su tiempo hasta la edad
senil y mientras las fuerzas se lo permitieron, se consumía en el ministerio del confesionario. Pronto descendía en la
mañana y ahí se quedaba hasta la celebración de la Misa, hacia el medio día. Gran compromiso era ordinariamente el
Oratorio de la tarde, con sus actividades conexas e invenciones ocasionales. Otro género de trabajo vendrá a
procurarle la iglesia de San Juan y la Congregación, como mas adelante se verá. Sin embargo no va a interrumpirse
aquí el recuerdo vivo de una actividad totalmente personal, secreta de Felipe y de la cual están llenas las memorias
del proceso de canonización que admirablemente se entrelaza con su actividad pública y mas conocida. Quedará una
querida imagen de Felipe, que camina sólo por las calles desconocidas, con paquetes de harina y pan bajo el manto,
para acercarse a familias pobres con frecuencia «pobres vergonzantes»; gente humilde cuya miseria le ha sido
referida, o que él ha visto y se ha compadecido. Los pobres, especialmente aquella pobreza digna e ignorada, y los
enfermos, tendrán siempre parte eminente en la acción de Felipe y, por emulación, de los suyos.
Se le encuentra a menudo en el lecho de los enfermos, en humildes casas y en ilustres palacios. Felipe era un experto
en esta actividad, en la cual estuvo inspirado para prodigarse desde sus primeros años romanos. El frecuentar los
hospitales donde podían darse encuentros con grandes almas le fue siempre y particularmente congeniable, a esto
dirigirá a los asiduos al Oratorio y a sus hijos espirituales (César Baronio y Madonna Fiore, por ejemplo, serán
testimonios edificantes).
Felipe, reserva sus especiales atenciones a tantos enfermos yacentes en sus casas. Enfermos de todo tipo y de toda
condición, cuyas vicisitudes y pequeñas historias, recorren las declaraciones de los testigos a lo largo del proceso.
Particular solicitud mostraba por las parturientas a quienes confortaba con curiosas ocurrencias. La evolución de la
enfermedad está relacionada, con frecuencia, a las intervenciones del Padre, que eran tenidas, tal vez, como
prodigiosas, y contribuyeron a acrecentarle la fama especialmente, pero no sólo, entre el pueblo sencillo. Es
significativo el hecho de que la mayor parte de las declaraciones en el proceso, apuntan exactamente hacia las
curaciones de los enfermos de toda clase y condición.
Era el consuelo para el enfermo y los familiares, lo que Felipe buscaba en sus visitas, con su rostro radiante, su trato
seráfico, sus máximas y seguras predicciones. También aquí, en circunstancias con frecuencia dolorosas y de
aprensión, podía revelarse además de su celo apostólico y ministerial, su exquisita genialidad. Como cuando (y no fue
una sola vez) le viene la ocurrencia de llevar consigo, para el enfermo, a uno de sus jóvenes cantores que permanece
en una estancia contigua, para cantar sumisamente alabanzas, mientras el Padre conversaba con el enfermo.
Su intervención sobre el enfermo, en ciertos casos, tuvo un éxito de clamorosa resonancia, encomendada a la memoria
de los biógrafos. La más célebre de estas, fue la nombrada «resurrección» del joven Paolo Massimo, vuelto a llamar a
la vida por la voz de Felipe, que le habló antes de que cerrase los ojos para siempre.

En el mundo femenil
El tipo de sociedad en la que se mueve y actúa Felipe, es principalmente masculina, de jóvenes la mayor parte, al
menos al principio. Hacia ellos estará ordenado el Oratorio con sus iniciativas y la actividad de la Congregación. Pero
es necesario añadir, sin embargo, que el mundo femenino no le fue extraño u olvidado. Él, a diferencia de otros (de
San Ignacio, por ejemplo), no se ocupó jamás de solteras para colocar, sino de las «pericolanti» (mujeres de mala
conducta) para redimir.
Del gran número de sus penitentes el recuerdo de las cuales abunda en las actas procesales, algunas parece que habían
recibido una particular consideración, y por lo tanto, merecen una breve referencia por la participación tenida en los
propósitos y vicisitudes de la antigua Congregación. Algunas mujeres del pueblo como: la napolitana Fiora Ragni (a la
cual, vuelta a la patria, el Padre mandó una graciosa carta «un raro escrito de su puño»); Antonia, ciega, que
reconocía al sacerdote con el sólo toque de la mano; extática napolitana, Ursula Benincasa; la mística, Marta di
Spoleto; la sienés, Lucrecia Giolia Animuccia, viuda del músico y benefactora; Antonina Raida, que hospedaba a
solteras. Entre las señoras de rango: Anna Borromeo, hermana del cardenal Carlos y esposa de Fabricio Colonna, hijo
de Marco Antonio el Héroe de Lepanto, fundadora con el padre Pateri del «Refugio» para jóvenes «en peligro»;
Caterina Sforza di Santa Fiora; Fulvia Sforza di Santa Flora, cuñada del cardenal; Lavinia Orsini della Rovere, mujer
culta con inclinaciones calvinistas, convertida por el Padre, y después gran benefactora de la comunidad; Fulvia Conti
Sforza di Santa Fiora, fundadora con Baronio del conservatorio de Santa Eufemia para las «solteras extraviadas»; Julia
Orsini Rangoni di Lamentana, cuñada de Lavinia y como ella, de tendencias protestantes, fue convertida y se dedicó a
las obras de caridad («nueva Paula», la llamará Gallonio), entre las cuales esta la fundación del «Refugio» para las
«solteras pobres».
Tantas mujeres desconocidas, de las cuales sólo a veces aparece una señal, desfilan en gran número por la casa
vallicelliana, para recibir del Padre, edificación y consuelo. Están con ellas a menudo al menos en el pensamiento, los
hijos, los padres, los maridos, los viejos de la casa, el núcleo entero familiar y patriarcal.

Todo para todos


En los años que corren entre el nacimiento del Oratorio y la grave enfermedad que en 1562 padeció el Padre, su
popularidad está en visible crecimiento. Su virtud manifiesta, su solícito compromiso sacerdotal, los conocidos
carismas que poco a poco expanden la fama, son las causas.
La cualidad y los méritos, concurren para dar realce en el corazón de Roma, a su total y singular personalidad. Los
rasgos de ésta, son referidos con frecuencia, por aquellos que estuvieron cerca de él y lo toman como genuinos.
Estaba en plena disponibilidad para cuantos lo buscaran, en cualquier tiempo y momento: «Siempre estaba del mismo
modo, tenía el mismo rostro, sin inmutarse jamás». Y esto, notaba el padre Manni, era signo del gran espíritu y de la
gran disposición de ánimo.
«Con todos se familiarizaba: niños, grandes, medianos, con mujeres, señores, cardenales, prelados y otros». «Toda la
gente que iba con el Padre, habiendo hablado una vez, regresaba, y no podían separarse de él...». «Todos aquellos que
lo frecuentaban, deseaban estar siempre con él». «Era afectuosísimo recordará un hermano laico muy apegado dulce
en el conversar con todos, tanto con los grandes, como con los pequeños, y quien hablaba una vez con él, deseaba
continuar la conversación». Otro recordará que «Tenía un rostro alegre y jovial» y uno más, que a menudo lo
frecuentaba, definió su estancia como «una escuela de santidad e hilaridad cristiana». Un ilustre cardenal (Panfili)
delineará finamente la personalidad del Padre: «Era afable, agradable y cariñoso con todos, de modo que con
grandísima facilidad y alegría atraía al camino de Dios a cualquiera que trataba con él, y eran raros los que se le
escapaban de la mano». Un recuerdo vivo y afectuoso, es aquel de un miembro filipense que estuvo cerca del Padre
desde joven: «Era nuestro Santo Padre de naturaleza tan dulce, tan afable y caritativo, que quien le hablaba una vez
no podía hacer otra cosa que regresar. A todos se adecuaba: cuando había necesidad de bromear con los niños, lo
hacía; cuando de compadecer, se compadecía; las mismas caricias y acogida hacía a los niños, como a los grandes; a
los nobles, como a los innobles; a los cardenales, como a aquellos que no había visto jamás» (F. Zazzara).
«Su afabilidad era tal recordaba un cardenal que atraía a toda clase de personas a su conversación, de manera que
parecía que no pudiesen separarse de él, tanto jóvenes como niños, así como viejos, hombres humildes y grandes de
cualquier condición. Y esta afabilidad estaba siempre acompañada de una perpetua hilaridad de espíritu» (A. Cusani).
«Atraía a las almas así como el imán al hierro».

Hombre entre los hombres


Por todo lo anterior, Felipe era una figura fascinante. Su aspecto físico, ya de un hombre maduro, también encantaba.
«Muy bello eres, Padre mío», exclamaba acercándose ingenuamente una mística del pueblo, Marta da Spoleto. «Los
ojos los tenía como los de un jovencito y en el rostro se veía una claridad como todavía los ojos de ningún pintor ha
sabido retratar» (Massimo). Quedan las breves descripciones de sus facciones, representadas en innumerables retratos,
algunos efectuados aún en vida. «Era Felipe refiere Bacci, de estatura mediana, de piel blanca, de rostro alegre, tenía
la frente realzada pero no calvo, la nariz aguileña, los ojos pequeños y de color celeste, un poco sumidos pero vivaces,
la barba negra y no muy larga, si bien en los últimos años canosa y totalmente blanca».
También de su vida privada, de sus hábitos, de su vestir, de su comida, se han conservado recuerdos precisos. Comía
poco, con una dieta casi vegetariana: poquísima carne, verdura, huevo, nada de lácteos (lo cual, quizá por tenerlo
como un lujo), un poco de vino rebajado con agua. Por espíritu de pobreza «le gustaba vivir de limosna, y por lo tanto
se mandaba traer del cardenal Cusani y Borromeo, algún huevo y un poco de pan» (Gallonio). Siempre era amante de
la pobreza y con ésta buscará formar el espíritu de sus hijos, como de una virtud básica para el hombre de Dios.
Lo demostró también, cuando el 11 de octubre de 1559 murió en Florencia su padre, quedando Felipe como heredero
universal. Fue entonces, que a petición del cuñado Bernabé Trevi, renunció en su favor a los pocos bienes asignados,
con un acto notarial del 8 de marzo de 1560. Otro tanto hizo su hermana Isabel, a quien Felipe le ofreció un arreglo
conveniente y expedito, recordándole «que para ella, era el hermano amoroso».
Felipe había vivido voluntariamente pobre hasta ahora, pero es cierto que jamás le faltó lo necesario; desde hacía
tiempo con un curioso estilo limosnas, donaciones y regalos le fluían. Sin embargo no eran pedidos por él. Las personas
de la alta sociedad entre las cuales actuaba, la estima y la devoción que lo rodeaban, explican bastante todo esto, sin
hablar de la empresa construida por él y abrazada valerosamente.
 

San Juan de los Florentinos


La grave enfermedad que aquejó al Padre en 1562, de la cual tuvo una recaída, evidenció la medida de su notoriedad e
influencia. La gran conmoción que causó en Roma, dio origen a variados y numerosos testimonios. Pensó entonces en
dictar su primer testamento (septiembre de 1562), nombrando como heredero universal, a su más querido y confidente
discípulo del Oratorio, Costanzo Tassone.
Poco después de su recuperación, un nuevo acontecimiento signó su vida. La populosa colonia de florentinos, tenía en
Roma, desde principios de siglo además de la Archicofradía de la Misericordia, su representación legal en el
«Consulado de la Nación Florentina», con sus leyes y su magistratura. Dos bulas de León X, de 1519, disponían acerca
de la erección de la Iglesia anexa, dedicada al protector de Florencia: San Juan Bautista, y establecían que fungiese
como parroquia para todos los florentinos residentes en Roma. El llamado a Felipe para que rigiese la Iglesia de los
florentinos, se debe colocar en el marco de las acciones de Reforma promovidas en Roma, justo en aquel año de 1564,
apenas al día siguiente de la feliz conclusión del Concilio de Trento (mientras era declarada la erección del Seminario
Romano, se señalaban visitas a las parroquias y seguían otras medidas).
El conciudadano Felipe Neri, personaje ahora ya bien conocido, aunque no había participado jamás en la vida de la
Nación Florentina, fue electo jefe y rector de aquella iglesia. Se llevó consigo a dos prohombres florentinos: Juan
Bautista Altoviti, hermano del arzobispo de Florencia; y Antonio Bandini, padre del futuro cardenal Octavio; junto con
el abruzense Bernardino Cirillo, comendador del hospital del Santo Spirito. Para doblegar al reacio Felipe, parece que
hubo intervenido el mismo Papa, quien tenía a lado un autorizado admirador del Padre, al cardenal Carlos Borromeo.
Felipe constreñido para aceptar, puso como primera condición poder mantener su residencia en San Jerónimo; y para
resolver algunos deberes ministeriales, se ayudó de sus discípulos más preparados y confiables.
Los primeros que él escogió, y ordenados sacerdotes los colocó en San Juan, fueron Alejandro Fedeli, de treinta y
cuatro años (ordenado el 29 de junio de 1594); César Baronio, de veintisiete años (ordenado el 27 de mayo de 1594); y
Juan Francisco Bordini, de veinticuatro años (ordenado el 29 de junio de 1594). A ellos, pronto se sumaron otros
siempre de entre los hijos espirituales del padre Felipe. Al año siguiente, entraron para formar parte de la pequeña
escolta: Francisco María Tarugi de cuarenta años la figura más eminente y el prenestino Angelo Velli, apenas ordenado.
Así, en San Juan venía a constituirse, fuera de todo designio preestablecido, una pequeña confraternidad, que tenía la
responsabilidad de atender el servicio de la parroquia, sin descuidar la participación viva en el Oratorio, que seguía sus
prácticas en San Jerónimo, lugar al que todos cotidianamente continuaron trasladándose. En reconocimiento al buen
trabajo, Pío IV, con su breve del 19 de agosto de 1565, concedía varios privilegios espirituales a los fieles y sacerdotes
que desempeñaban ahí su ministerio, bajo la paterna dirección del padre Felipe, superintendenti curae animarum. Al
año siguiente se realizó la visita a San Juan, sugerida por el Vicariato, en la cual se establece concluir la construcción
de la iglesia, iniciada desde hacía tiempo.
El grupito de jóvenes sacerdotes enviados a San Juan por el Padre, a propósito excluía el quererse configurar en una
orden in nuce. No se le dará ninguna denominación: era solamente la primera prole de Felipe, el «padre» por
antonomasia, que de buena voluntad aceptaba aquel título «porque decía que le sonaba a amor»; un régimen
comunitario, con mesa común, distinto de aquel vigente en San Jerónimo, donde cada uno pensaba para sí. De acuerdo
ciertamente con la Nación Florentina, fueron aceptados también los huéspedes ocasionales como se hacía en San
Jerónimo, y pronto la casa se llenó. En mayo de 1567, moraban dieciocho personas. Entre los huéspedes de mayor
relevancia y considerados ahora de la familia, debe ser señalado el piacentino padre Alejandro Borla, «prestado»
después como mayordomo a su obispo, el teatino Pablo Buali, quien después es nombrado cardenal y arzobispo de
Nápoles, donde fue puesta la primera semilla de la institución filipense.
En tal estado de cosas, es oportuno redactar algunas normas para volver mas ordenada la convivencia. Se pensó en
Tarugi, el reconocido confidente del Padre, para componer una primera regla aprobada por Felipe y enseguida puesta
en vigor. En esta viene sancionada, como norma indiscutible, la plena dependencia de cada uno al padre Felipe.

El cardenal Carlos Borromeo


Fue en el año de 1567 que iniciaron las peticiones de colaboración por parte del cardenal Borromeo, Arzobispo de
Milán desde 1565. Estas se volverán más intensas, con reiteradas invitaciones a Felipe, para que enviara candidatos a
su diócesis. La mayoría de las veces, los envíos lograron contentar al «ladrón rapaz de hombres de bien». Una vez, en
un momento de desaliento, Roma le pareció un terreno estéril al Padre, y logró que el cardenal esperase su cambio
definitivo a Milán. Sin lugar a dudas, no faltaron también los contrastes con el insaciable prelado, que por otro lado
alimentaba sentimientos de veneración por Felipe. Esta devoción ayudó a disipar sombras sobre el Oratorio ante
recurrentes vejaciones. Fue justamente bajo el severo pontificado de Pío V, que Felipe con el padre dominico Paulino
Bernardini y el franciscano Jerónimo Finucci, tomó la defensa de los pobres gitanos recluidos en las galeras, pero sin
perjudicarse, mientras que los otros dos fueron expulsados de Roma. Sin embargo, Pío V ya había demostrado
confianza hacia Felipe y su grupo, queriendo que hasta Tarugi tomara parte en 1572, de la célebre delegación del
sobrino cardenal Bonelli a España y Portugal, junto con el general de los jesuitas San Francisco de Borja y otros ilustres
personajes.
 

El Oratorio nuevo
Durante la ausencia de Tarugi fueron agregados al grupo filipense nuevos reclutas de cierto valor: de Ancona, Antonio
Talpa; Camilo Severini, de San Severino; de Umbría, Tomás Bozzi y el español cantor pontificio Francisco Soto. Valioso
ingreso fue el del francés de cincuenta años Nicolás Gigli, particularmente amado por el Padre. En el otoño se integran
el milanés Fabricio Mezzabarba y el paviano Pompeyo Pateri.
Crecida la familia para obviar las molestias que implicaba la gestión de la parroquia y la siempre floreciente actividad
del Oratorio en 1574, los florentinos de la «Nación» quizá solicitado por los mismos miembros, proveyeron los gastos
para la construcción de un Oratorio nuevo, junto a la Iglesia, sobre la ribera del Tiber (no identificarlo, como se ha
escrito, con la iglesita de Santa Ursula). Fue inaugurado el 15 de abril de 1574, con una sesión del Oratorio. De esto y
de la agrupación de sacerdotes que lo atendía existente sólo de facto, junto con el devoto viro Philippo Nerio, ipsorum
presbiterorumprimario, está por primera vez la noticia en dos actas públicas de mayo y julio de 1574, que testifican la
generosa participación de los fieles con medios financieros a favor del Oratorio.

La Congregación y la iglesia.
En este punto, junto al favor popular que rodea a Felipe y a su obra, se nota un cierto malestar de algunos miembros
de la «Nación» y un sentido de incomodidad por parte de Felipe y los suyos. La actividad parroquial ¿podía
convenientemente ejercerse junto a la del Oratorio?. Deberán acontecer hechos fastidiosos, de tal manera que Felipe
no tardó en darse a la búsqueda de un nuevo ambiente, para poder desarrollar libremente su actividad. La justa
aspiración fue bien comprendida por el Papa, que le concedió (por su elección o por deseo de los miembros, se sabe
poco) la iglesia parroquial de Santa María in Vallicella, dedicada a la Natividad de María. A la «súplica» del Padre
Felipe, le siguió la bula de Gregorio XIII, Copiosus in misericordia del 15 de julio de 1575, con la cual venía concedido
al «querido hijo Felipe Neri, sacerdote florentino y prepósito de algunos sacerdotes y clérigos», cuanto se había
pedido. Es decir: tener a su disposición aquella iglesia parroquial para ejercer, además de los necesarios ministerios
parroquiales, «diversas obras de piedad», esto es, la tradicional actividad del Oratorio. Todo esto, en plena libertad,
sin tener que someterse a institución alguna, como a San Jerónimo o a San Juan de los Florentinos. Además, la bula
erigía canónicamente «una Congregación de sacerdotes y clérigos seculares para lo que se llama Oratorio».
El templo propio, en verdad, era la meta anhelada y alcanzada por Felipe y de esto solamente se dio noticia a los
padres que estaban fuera de casa. Sólo Baronio habla de esta meta en su Memoria sobre el origen del Oratorio. Sin
embargo en la mente de los demás, sobre todo de los artífices, entre los cuales sobresale Tarugi, la bula Copiosus
quedará como el documento solemne de fundación de la sociedad oratoriana. El grupo de los hijos espirituales del
padre Felipe, gozaba ya de un reconocimiento de facto y probablemente a Felipe, esto le bastaba. Otros (el más
solícito fue Tarugi, dotado de influencia en la Curia) se habían propuesto obtener de la Santa Sede, un reconocimiento
oficial que lo colocase en el concierto de las variadas instituciones tridentinas.
Es de notar que el título no era de invención propia. Los términos «oratorio» y «congregación» estaban implicados en
muchos usos: significaban sociedad, asamblea, reunión, asociación. En el seno de la misma agrupación oratoriana la
palabra «congregación» se aplica a diversas funciones: congregación general, de diputados, de culpas. La agrupación
designada expresamente con esta locución por la bula de Oratorio nuncupandam, define a la congregación por
antonomasia: «Congregación del Oratorio».

El rostro de la Congregación
La nueva institución, que se inscribe entre las iniciativas del año jubilar de Gregorio XIII, era la familia espiritual del
padre Felipe, llegando a estructurarse en el curso de aquellos años en San Juan de los Florentinos, como una
convivencia comunitaria, fuera de cualquier plan establecido y de un diseño preordenado. Felipe siempre negará haber
querido fundar cualquier instituto comunitario, aunque el título de fundador de la Congregación le será atribuido en
vida. De cualquier modo, por la bula Copiosus, aquel solitario y modesto grupo presbiteral, dependiente del Padre, se
erigió canónicamente en Congregación. Una veintena de personas reunidas en Roma, de varias localidades: toscanos,
de Lacio, Ancona, Umbría (un solo romano se agregará más tarde). Desde el principio, el compromiso de todos, de la
Congregación, además del cuidado parroquial, era la práctica de la experiencia oratoriana en sus varias formas. Pero
muy pronto las peticiones del Vicariato y de otras autoridades de la Curia, pretendieron con frecuencia servicios a la
vista de cualquier asunto, con profundo pesar del Padre y tal vez de la misma Congregación, llegándoseles a confiar
tareas delicadas (como la asistencia espiritual a los presos en las cárceles del Santo Oficio). Por lo tanto, desde el
principio, no resultará unívoca la definición y función específica de la Congregación Oratoriana entre las instituciones
tridentinas.
Baronio, con algunos, la ve como una reedición de la primera comunidad cristiana jerosolimitana; otros (como Gallonio
y Ricci) la conciben como un estado de perfección a medio camino, entre el rigorismo de la vida religiosa y la
relajación del siglo; también (Talpa sobre todo) hay quienes tienden a presentarla como un genial instrumento de la
Reforma de la Iglesia, partiendo de la reforma del clero secular. Mas por ahora, no se olvide, se trata siempre y
solamente de la Congregación romana de Santa María in Vallicella, bajo la cual se modelarán, después, otras varias
comunidades presbiteriales, en otros lugares y con funciones propias.
Declararán expresamente las Constituciones, aprobadas por Paulo V en 1612, que tal convivencia presbiterial (más
tarde se agregarán hermanos legos), «instituida por divina inspiración, por el Santo Padre Felipe», estuviese cimentada
por el sólo vínculo de la caridad, fuera de todo vínculo por voto, juramento o promesa y así debiese perseverar
siempre en la Iglesia Santa «de vestiduras variadas» (Sal. 44,’0).
Un aspecto de familia que debía mantener la Congregación Oratoriana «a fin de que sus miembros estuviesen
estrechamente ligados entre ellos por el vínculo del amor, y los rostros de cada uno se conociesen bien y reverenciados
por todos» era no tener casas dependientes o proliferar. Cuando nacen otras casas a imitación de la romana, aunque
estén autorizadas a denominarse «Oratorio», cada una permanece independiente y autónoma. En el seno de la
Congregación, siempre constituida por un número limitado de hombres (según Newman no debe superar la docena),
todos los miembros son «iguales»: las deliberaciones son tratadas por los diputados y por la comunidad entera. Al
prepósito, primus ínter pares, le corresponde fundamentalmente el poder ejecutivo.
 

La Chiesa Nuova
Aquella humilde y antigua iglesita, dedicada a la Natividad de María Santísima, parece que estaba en ruinas y muy
necesitada de ayuda. Teniendo en cuenta sus pequeñas dimensiones y después de los sabios consejos del padre Felipe,
se tomó la resolución de demolerla para erigir una iglesia nueva con mayor capacidad. Es probable que también los
otros padres hayan expresado su parecer y que no se haya olvidado el debido permiso de la autoridad. ¿Fue la Iglesia
del Gesú, en construcción diez años antes, el modelo arquetipo que sedujo la sensibilidad estética de Felipe?. El
arquitecto Mateo Bartolini de Citá di Castello, debió modificar un poco su proyecto después de la atinada dirección del
Padre, quien hizo ampliar las dimensiones hasta encontrar un antiguo cimiento que procuró un notable ahorro.
Felipe no disponía de grandes sumas. Su confianza en la providencia y en la ayuda de la Virgen, era ilimitada y para
algunos sorprendente. El 17 de septiembre de aquel año, fue colocada la primera piedra por el arzobispo de Florencia,
el cardenal Alejandro de Medici, gran amigo de Felipe. Será el mismo purpurado, quien celebre por primera vez la Misa
en la parte central de la nueva iglesia, el 3 de febrero de 1577. Pronto la comunidad comenzó a cambiarse a la
Vallicella. Desde el principio de la construcción se ocupó la remesa de Alfonso Visconti, aspirante oratoriano y después
encaminado a la prelatura.
 

La primera comunidad
Aquel mismo año de 1575, la Congregación se enriqueció con nuevos miembros: en septiembre entró el paduano julio
Savioli; en octubre el piamontés Pedro Perrachione, huésped ya en San Juan; en noviembre fue aceptado el joven
Francisco Bozzi, hermano de Tomás. Otros hombres de cierto valor entraron poco después a la comunidad: en julio de
1577, el romano Antonio Gallonio, primer biógrafo del santo; y en octubre el romañense Agustín Manni. Al siguiente
año serán recibidos tres aspirantes insignes: en septiembre de 1588, de Fermo, Flaminio Ricci (quien será el tercer
sucesor del padre Felipe en la prepositura); y en octubre los hermanos Ancina di Fossano, Juvenal (después beato) y
Juan Mateo. En 1581, fue recibido el joven siciliano Pedro Pozo, más tarde fundador de la Congregación de Palermo.
La primera reunión de la comunidad oratoriana, aún en embrión, fue realizada en marzo de 1577; el 8 de mayo se
procede a la elección de Felipe como prepósito (cosa que no parece necesaria y ante la cual el Padre se muestra
indiferente: ¡estaba él, para elegirlos a ellos!). Al año siguiente, el mismo Papa hizo la visita a la Vallicella y para esta
ocasión fue redactado el primer elenco de miembros, y una memoria detallada sobre las obras y actividades que
desempeñaba la joven Congregación.
El Padre Felipe mantenía su estancia en San Jerónimo, pero su tiempo era empleado incansablemente también en la
Vallicella, atendiendo la construcción de la iglesia, y la actividad oratoriana y ministerial. Entre tanto, la
Congregación, espontáneamente asumía su fisonomía específica, elaborando normas particulares y desarrollando
nuevas obras y funciones. Para la redacción de las reglas atendían, sobre todo, los padres Talpa y Bordini, quienes
entre 1582 y 1583, mostraron el primer texto en el cual intentaban codificar las normas comunitarias, practicadas en
el curso de los últimos diez años. El Padre las revisó e hizo algunas anotaciones marginales; lo cual pudo significar una
tácita aprobación, pero no parece que tuviesen un consenso unánime de la comunidad. Talpa, hizo un nuevo texto más
resumido, la Summa, que no tuvo buena suerte. Se vivía, como se manifestara años después; pofus moribus quam
legibus adscriti, más conforme a las costumbres prevalecientes que a reglas escritas.

i
ii
iii
iv
v
vi
vii
En 1580 se tuvieron elecciones regulares, documentadas por el acta relativa con la que se inicia el «Libro de los
decretos»; texto precioso por los testimonios que generó para la historia del instituto y como testimonio normativo
para las generaciones futuras. Contemplado el caso de nuevas fundaciones, entre otras cosas, se establecía que cada
casa dependiendo del prepósito general tuviese su propio rector. Para este oficio, en la casa de Roma fue electo el
padre Francisco María Tarugi.
El Padre, decidido cada vez más a no dejar San Jerónimo, se había hecho construir en la planta alta desde hacía
tiempo, una recámara para su retiro y poder recibir a las personas que lo requerían. Esto disgustaba mucho a los
padres, sobre todo ahora que la Congregación se mostraba más viva y operante. Finalmente intervinieron personajes
que ejercieron su autoridad para hacer que la cabeza estuviese unida a los miembros. Decisiva ante el Papa, fue la voz
del cardenal Pierdonato Cesi gran benefactor de la nueva iglesia para convencer al Padre casi a la fuerza. Fue el 12 de
noviembre de 1583, que con un curioso cortejo de jóvenes amigos, Felipe se cambió a su nueva morada en la
Vallicella, junto a su iglesia. En San Jerónimo se quedó su gata, y mientras vivió Gallonio, se encargó de atenderla
todos los días.
 

Las casas filiales


Para entonces, transcurrieron de cerca la vida del Oratorio y la Vallicella, en la cual actúan distintos, pero concordes,
Felipe y la Congregación. Se puede divisar entre los miembros una cierta dicotomía, dada la diversidad de opiniones,
criterios, preparación y gustos.
El crecimiento y la rápida evolución de la nidada que el Padre había colocado años atrás en San Juan, podría parecer
que lo hubiese dejado, si no indiferente, sí algo extrañado. No dejará de reconocer el que no había pensado jamás en
alguna fundación, y no era en absoluto por humildad que repetía aquella aseveración. Cuanto había nacido y realizado
estaba fuera de su propio proyecto y de toda aspiración personal.
El Oratorio sí era cosa suya, la nueva iglesia quizá y todavía otra, el que se hubiese atrevido a construir, ¿Y la
Congregación? «¡La ha fundado la Virgen!» llega a responder en una ocasión. Pero parece una escapatoria para librarse
de inoportunas imputaciones. Después, considerando todo, no le faltaron motivos para complacerse por la marcha de
su pequeño rebaño. Que después la Sociedad, sólo romana, tuviese que ramificarse en varias filiales para otras
ciudades, porque era solicitada, esto era absolutamente contrario a su ánimo.
Pero entre los suyos, algunos desde hacía tiempo, cultivaban a propósito designios del todo diversos. Tarugi entre
estos. Mientras estaba en proceso la misión de Milán, que pronto sería fallida, el padre Francisco María aprovechó una
ocasión que se ofreció, para intentar una sucursal de la Congregación en Nápoles. Después de la feliz experiencia de un
año (1584 - 1585), favorecida por prohombres napolitanos, fue superada con esfuerzos la reticencia del Padre y en
marzo de 1586, nació oficialmente la filial napolitana, encabezada por Tarugi y a su lado, su intrigante, el padre
Antonio Talpa. En octubre, a la comitiva, se añadirá Juvenal Ancina que permanecerá en Nápoles por diez años,
desarrollando una celosa e intensa actividad apostólica de dirección espiritual, unida a una genial actividad musical,
realizando un buen número de composiciones y ejecuciones polifónicas.
El año precedente se había aprobado la primera filial, San Severino de las Marcas, una pequeña comunidad nacida
alrededor de un modesto santuario mariano, agregado a la Vallicella, con un Breve de Sixto V. Entre tanto, mediante
otra bula, se anexa a la Congregación la Abadía de San Juan in Venere, en Abruzzo, con relativas obligaciones
pastorales, sobre la población del castillo y la aldea.
Esta contemporánea irradiación del Instituto Oratoriano Romano, había llegado sin beneplácito del Padre, quien había
aceptado, sólo con pesar. Sin embargo, fue una experiencia de poca duración. La casa de San Severino, en 1601, se
extingue después de una epidemia que golpeó a casi todos los pocos miembros. La casa napolitana, crecida en número,
venía a estructurarse por Tarugi y por Talpa, de un modo algo diverso a la matriz romana: por la organización y la
disciplina era más afín a una orden religiosa. Los frecuentes contrastes y divergencias, concluirán después de la muerte
del santo, en 1612, con la separación de las casas. Nápoles continuará su vida autónoma, igual que otras
congregaciones surgidas entonces y modeladas sobre el arquetipo romano. A su vez la abadía permanece aún, hasta
tiempos no lejanos, bajo la jurisdicción de la Congregación romana y fue tal vez la causa de tribulaciones y a menudo
su fortuna económica.
 

Iniciativas personales
En aquel mismo año de 1586 en que nació la filial napolitana, murió el padre Fabricio Mezzabarba, quien dejó en
herencia un abundante legado a la Congregación, esto aventajó sensiblemente la construcción de la iglesia. Al mismo
tiempo, daba fin un intento de pocos años: el Colegio Polaco. Parece que el propugnador fue el padre Talpa, quizá,
compitiendo con iniciativas parecidas más afortunadas. Los medios siempre fueron escasos y no hubo la frecuencia de
alumnos que se previó. También éste suceso demuestra que, aún permaneciendo el Oratorio como el fin declarado de
la congregación, era esta sea por circunstancias mudadas, o por iniciativa personal de alguien hacia una nueva
actividad, no es necesario decirlo, bien vista por el Padre.
Ciertamente no fue de su agrado, por ejemplo, la partida de Bordini a Polonia en 1588, con la delegación de
Aldobrandini. Pero sí lo fueron ciertos designios acariciados por otros, que pretendían fundar nuevos institutos para
jóvenes, y prestaciones para monjes y monasterios. Mas aún, el mismo Padre, fue por años consejero, confesor y
predicador de las Oblatas de Tor de’ Specchi, de Santa Francisca Romana.
Seguramente no contrastó con las tendencias del Padre la actividad historiográfica de César Baronio, iniciada desde sus
orígenes y expresamente por el padre Felipe, en forma de sermones para el Oratorio. Años después, Baronio llegará a
ser de gran provecho para la Iglesia universal. Por disposición del Padre, además de los exordios del Oratorio, le tocó
al obediente hijo el deber de dosificar su tiempo, entre su presencia en el confesionario, el Oratorio, y el enorme
trabajo de investigación y de compilación. Por su destacado valor, Gregorio XIII le había encargado, desde 1580, la
edición crítica del Martirologio, enorme obra que vio la luz seis años después. Entre tanto, en 1682, compuso la Vida
de San Ambrosio por encargo del cardenal Montalto publicada en 1587. Pero fue en el año siguiente, que salió el
primer tomo de los Annales Ecclesiastici, fruto lozano de su continuo esfuerzo. El amplio éxito de la edición, que
pareció una autorizada refutación a la protestante obra contemporánea Centuriatori de Magdeburgo, no turbó la
profunda humildad del sencillo hijo espiritual del padre Felipe, a quien en el prefacio del octavo tomo (1598) atribuirá
generosamente todos los méritos.
 

Prosigue la construcción
La obra que estaba en el corazón del Padre era además del Oratorio, el permanecer en su iglesia, donde cuando su
salud a menudo enfermiza se lo permitía, se quedaba largas horas en el confesionario a disposición de una siempre
nutrida hilera de penitentes. El trabajo se desarrollaba con intermitencia, según los medios disponibles. Parece que no
a todos en casa, les agradó aquella carga «nacida y no acordada por nosotros», escribía Tarugi a Borromeo. Fue en
1581, cuando entró en escena un inesperado e insigne benefactor, el cardenal Pier Donato Cesi, que la continuación
pareció más consistente. Desde 1586 la prosecución de los trabajos estará favorecida también, por la gran herencia del
padre Fabricio Mezzabarba.
La parte utilizada de la iglesia, consistía solamente en la gran nave, separada de la parte del ábside por un entarimado
de cuero dorado. La continuación de la construcción, fue confiada entonces a un nuevo arquitecto, Martino Lunghi, al
cual sucedió el célebre Jacobo della Porta. Con estos nuevos arquitectos, el proyecto original de la construcción se
modifica notablemente. Hasta 1577, estaban erigidos los altares laterales, financiados por los relativos bienhechores y
dedicados todos parece que por voluntad del mismo Felipe a los misterios marianos. Fue probablemente el mismo Della
Porta, el que proyecta la «apertura» de las capillas, arredrándola fuera de la nave, creando así, con la
intercomunicación entre estas, dos pequeñas naves laterales. El motivo fue dar mayor espacio a la sala central, para
favorecer el creciente auditorio que la frecuentaba, mas que crear una iglesia de tres naves.
Efectuado el barreno del ábside y parte del crucero en 1591, fue quitado el entarimado que la separaba y la nave
entera se mostró en sus amplias dimensiones, totalmente blanca, sin decorados ni estucos, y conforme a la expresa
voluntad del Padre. Solamente después de su muerte, en los primeros decenios del siglo dieciséis, resplandecerán los
fúlgidos colores de Cortona y de Rubens.
Contemporáneo a la primera intervención del cardenal Cesi, fue el conspicuo legado del erudito curial Aquiles Stazio,
consistente entre otras cosas, en la rica biblioteca de dos mil volúmenes manuscritos, códices y grabados, que
formarán el primer núcleo notable, de lo que será la Biblioteca Vallicelliana. Bibliotecario desde el principio, hasta su
partida a Nápoles, fue el padre Antonio Talpa. También después continuarán donaciones y legados para la construcción
de la iglesia: para señalar, por ejemplo, el donativo de 200 escudos por parte del cardenal Carlos Borromeo y el legado
de 300 escudos de oro de Anna Borromeo, hermana del santo cardenal y viuda de Fabricio Colonna.
En 1588, por decisión del padre Felipe, fueron compiladas las Constituciones, sustancialmente, una renovación de las
anteriores y redacción mas sencilla. El Padre confió la revisión, al cardenal Jerónimo della Rovere, entonces en Roma,
para después pedir la aprobación pontificia. Varias circunstancias detuvieron cada cosa, sin embargo aquellas pocas
reglas ya en vigor y lo serán aún por varios años como costumbres prevalecientes formarán el esqueleto de los Instituta
de Paulo V, en 1612.
 

Felipe y sus Papas


Felipe a los veinte años había llegado a Roma y coincidió con la elección del primer Papa reformador del siglo
dieciséis, Paulo III Farnese, a quien entre otros, le corresponde el mérito de haber iniciado el Concilio de Trento. El
Oratorio nació durante el pontificado del sucesor, Julio III; pero fue bajo el terrible Paulo IV (1554 - 1555), que el
Oratorio y su autor vivieron años difíciles. Bajo Pío IV (15591565), a través del sobrino cardenal Carlos Borromeo, el
padre Felipe comienza a ser, de alguna manera, valorado en la corte. También bajo el severo Pío V (1565 - 1572),
Felipe tuvo reconocimientos indirectos (el Papa hubiera querido a Tarugi como mayordomo del sobrino cardenal
Bonelli). Pero será con Gregorio XIII (1572 - 1585), cuando Felipe es tomado en consideración: están los documentos de
la erección de la congregación, la concesión de la Vallicella y las copiosas erogaciones de sumas para la nueva iglesia.
Sixto V (1585 - 1590), encomendó a Felipe la Abadía de San Juan en Venere y fue agradecido con Baronio por la
dedicatoria del primer tomo de los Annales. También Gregorio XIV (Sfrondati), durante su breve pontificado (1590 -
1591), mostrará al Padre gran devoción, intentando muchas veces imponerle el birrete cardenalicio.
Sin embargo, el Papa que mantuvo la más estrecha y afectuosa familiaridad con Felipe, fue Clemente VIII (Hipólito
Aldobrandini 1592 - 1605), quien había nacido y vivido de joven en la Vallicella. ¡Con la elección del Papa Clemente
según los historiadores, pareció directamente que el mismo Felipe hubiese salido al solio pontificio!. La confianza que
le concedía a Felipe, era debido a una cierta afinidad de temperamento sereno y alegre, además, una amorosa
consideración hacia las grandes virtudes del viejo, casi paisano suyo (el padre del Papa, Silvestre, había estado prófugo
en Florencia, por razones políticas en el tiempo en que se había alejado el mismo Felipe). Su alegre familiaridad,
consentía al humilde sacerdote, acercarse al Papa también en la recámara, donde yacía sufriendo de gota. Se acostaba
riendo y al sólo tocarlo le hacía desaparecer los dolores. Queda de aquella curiosa costumbre, un precioso documento:
una cartita bromista del Padre al Papa, con la respuesta igualmente juguetona del ilustre destinatario.
Una de las concesiones de Sixto V mas estimada por Felipe, fue el consentimiento para trasladar las reliquias de los
mártires Papías, Mauro y Domitila, el 11 de febrero de 1590, de la decaída iglesia de San Adriano al Foro (el antiguo
Senado), a la Chiesa Nuova, regalo del titular, el cardenal Agustín Cusani. Fue un acontecimiento memorable, sea por
la vasta participación del pueblo, como por la suntuosidad y variedad de los adornos. Es indecible en aquella
circunstancia, la exaltación y la conmoción del Padre, quien para esconderla, fue visto moverse y saltar entre los
guardias suizos del cuerpo de orden, para tocarlos y jalar sus barbas.
Por concesión del Papa Clemente al padre Felipe, la biblioteca de la casa (que después formará parte del patrimonio
de la Vallicelliana) fue enriquecida, hacia 1592, por un cuerpo de preciosos códigos provenientes de la abadía de San
Eutizio en Val Castoriana (Nursia), de la cual era Abad el devoto hijo espiritual Jacobo Crescenzi.
 

Prelaturas oratorianas
La elección de Aldobrandini acrecentó ciertamente el prestigio del Padre y de su familia religiosa, pero también le
procuró disgustos, privándola de algunos miembros importantes. El primer solicitado de la Vallicella, fue el padre Juan
Francisco Bordini, confesor del Papa, quien lo elevó a la cátedra episcopal de Cavaillon en Provenza. Pero la pérdida
más grave para la Congregación, fue la del padre Francisco María Tarugi, promovido en 1592 a la sede arzobispal de
Avignon. Felipe siempre había pensado en él, como su idóneo sucesor en la prepositura, sea por la edad o sobre todo,
por su virtud y méritos, por todos reconocidos. Tarugi estaba en Nápoles desde 1586, donde había consolidado a la
casa filial, conquistándose una gran estima e inmensa consideración. Permaneció ahí para la colocación de la primera
piedra de la iglesia, que se celebró el 15 de agosto con espectacular ceremonia. Sin embargo se vino a Roma, y al
principio del año siguiente, saludado como siempre por el amantísimo Padre, se dirigió por mar hacia Francia. En 1598
será trasladado a la sede arzobispal de Sena y terminará piadosamente sus días en la Vallicella, el 11 de junio de 1608,
precedido por un año, el 30 de junio de 1607, por el venerado cofrade César Baronio. Ambos, habían sido elevados a la
púrpura por el Papa Clemente VIII en 1596. El Padre había profetizado este doble insigne honor, para su Congregación.
 

El recinto ilustre
Habiendo llegado con los suyos, el Padre Felipe, se hace construir en la parte alta de la Vallicella, una estancia
sencilla como lo había hecho en San Jerónimo, y bajo el techo de la misma, dispone una especie de celda para
recogerse, orar, meditar y leer. Vestía un curioso traje «camisola roja en lugar de sotana» y unos zapatos blancos,
donados por el cardenal Bonelli. Quien permanecía largamente con amor devoto a su lado, era el predilecto Antonio
Gallonio; y con ternura filial, el joven Francisco Zazzara, quien también a su lado, lo cuidaba, le acomodaba el cuello
de la camisa y atendía sus pajarillos. A veces sucedía que algunos muchachos y jóvenes de familias que lo
frecuentaban, llegaban arriba para hacer alboroto a su puerta, lo cual no siempre agradaba a los padres. Pero de
acuerdo con su conocida máxima, se debería ser indulgente con los muchachos «para que no cometieran pecado»; por
lo que él hubiera tolerado que le partiesen leña sobre la espalda.
También llegaban a su estancia muchos hijos espirituales, gente de diversa extracción y no pocos hombres eminentes
ilustres purpurados, cuyos nombres resaltan en los anales de la Iglesia, entre los más asiduos, vale la pena recordar a:
Alejandro de Medici, quien encontraba en aquella celda su paraíso; cardenal Gabriel Paleotti, arzobispo de Bologna,
quien a la muerte del Padre le dedicará el bello ensayo De bono senectutis; Federico Borromeo, quien había llegado
joven a Roma en 1586 y desde entonces estuvo siempre ligado al Padre con afectuosa obediencia; Miguel Bonelli,
sobrino bisnieto de Pío V, quien le regalaba al Padre zapatos y hábitos; Antonio María Salviati, sobrino bisnieto de León
X, generoso señor y después compadecido padre de los pobres; Jerónimo della Rovere, arzobispo de Torino, a quien
Felipe le confió la revisión de la Regla; Octavio Parravicino, quien fue discípulo y tutorado del joven Baronio; Octavio
Bandini, florentino, quien de niño sirvió con frecuencia en la Misa del Padre.
Una grata mención se debe al cardenal Agustín Valier, obispo de Verona, quien celebró por primera vez las virtudes del
Padre, aún en vida, alrededor del año 1591 con el diálogo Philippus, sive de christiana laetitia, donde Felipe rodeado
de sus más íntimos y bajo la dirección de Antoniano, es presentado como la personificación misma de la alegría
cristiana.
Un recuerdo especial y totalmente merecido a otro purpurado ilustre, se le debe al cardenal Juan Francisco Morosini,
quien hecho obispo de Brescia después de una intensa y múltiple actividad diplomática, fue enviado como nuncio y
delegado a Francia, donde en los años 1588 - 1589 su acción estuvo relacionada, con la trágica visicitud de la así
llamada «guerra de los tres Enriques». Reclamado por el Papa a Roma con amenazas graves, en aquellos días
dolorosos, entró en amistad con el padre Felipe, de quien fue el más seguro informador sobre el asunto de Francia en
el largo y controvertido debate acerca de la habilitación del hugonote Enrique de Navarra al trono de San Luis. Para el
Papa decidir la absolución asegura el historiador de los Papas viii[8], el padre Felipe tuvo una parte decisiva, pues no
dudó en dirigirse él, que padecía gota, para solicitarle tal gracia. Es la única vez que el padre Felipe entró a un
compromiso de orden político, grave y complejo, el cual concluyó felizmente y con una enorme resonancia por su gran
importancia.
La bula de absolución del rey Enrique fue redactada por otro célebre hijo del padre Felipe, el cardenal Silvio
Antoniano. A este insigne purpurado, cercano a Felipe desde los inicios del Oratorio, se debe la redacción del sistema
pedagógico del Oratorio en una preciosa publicación, sugerida por el cardenal Borromeo y cuidada por el padre
Figliucci de Verona, bajo los auspicios del cardenal Valier, la obra en cuestión apareció bajo el título de La educación
de los muchachos. Según la confesión del mismo autor en la dedicación a los padres, la obra es fruto de su preciosa
simiente. Que, aunque en vida del padre Felipe, la formación cristiana de los muchachos y jóvenes (a los que atendían
célebres instituciones contemporáneas) no fue propiamente el carisma de la Congregación, el mundo de ellos estará
siempre muy ligado a la acción apostólica de varias casas y de activos miembros, inclinados y dispuestos al compromiso
educativo.
Entre muchos otros personajes de reconocido valor que le fueron íntimos o que sólo tuvieron con él una breve relación,
parece oportuno señalar entre las figuras más insignes que la Iglesia pondrá en el catálogo de los santos, además de
San Carlos Borromeo, de quien ya se ha hablado a San Alejandro Sauli, obispo de Aleria y de Pavia; San Juan Leonardi,
fundador de los Clérigos Regulares de la Madre de Dios; San Francisco Caracciolo, fundador de los Clérigos Regulares
Menores; San Camilo de Lellis, fundador de los Clérigos Regulares Ministros de los Enfermos; Santa Catarina de Ricci,
dominica de Prato.
 

Conversaciones iluminadas
No es difícil imaginar cual era el motivo por el que acudían tales hombres y otros, a la estancia de Felipe. Era, sí, el
encanto de aquel hombre excepcional, pero sobre todo eran las realidades sobrenaturales que traslucían en su frágil
persona, que su voz y su corazón comunicaban. Sin embargo ayuda el recordar las frecuentes conversaciones, que en
aquellos encuentros tuvieron, sobre variados argumentos: algunos culturales y casi siempre sobre cuestiones
teológicas. Felipe, como se sabe, no pertenecía a la categoría de personas doctas. Aquella barnizada de conocimiento
amplio que fue testificada por varios, había venido formándose lentamente, más que por la breve estancia en las
escuelas romanas, por varias lecturas de tiempos sucesivos y también a causa del frecuente contacto con la gente de
estudio; pero sobre todo en la edad madura, teniendo en cuenta que como lo refiere un testigo, «todo el día leía;
cuando estaba sólo, vidas de santos y cuando estaba acompañado hacía, que le leyeran».
Felipe podía decirse que era un tipo clásico de autodidacta, dotado de una buena inteligencia y llega a poseer una
discreta cultura ecléctica que a veces, ante ciertos temas de reciente información, se volvía también brillante. Es
frecuente el testimonio de quien conversó con él especialmente en los años avanzados de haber quedado asombrado
por la frescura en el discurso de aquel viejo en torno a argumentos de disciplinas teológicas. «Era algo de maravilla
refería M. Antonio Maffa, su devoto, el ver a su edad decrépita de ochenta años, responder de improviso a cuestiones
altísimas en torno a tratados como De Trinitate, De Angelis, De Incarnatione y de todas las otras materias teológicas y
de filosofía». Y añadía más: «No era de mayor maravilla la profundidad de la doctrina como aquello que era la frescura
de la memoria» (Crescenzi).
Su variada biblioteca personal, de la cual existe el inventario compuesto al día siguiente de la muerte, demuestra la
riqueza reunida y la heterogeneidad de la copiosa colección (por lo cual a Felipe se le atribuyó, pero un poco
forzadamente, el calificativo de «bibliófilo»), iniciada desde el inicio de su experiencia sacerdotal y acrecentada
notoriamente en los años de madurez y en los más avanzados. Abundaban diversas ediciones de escolásticos, sobre
todo de Santo Tomás, Aristóteles, Averroes, mezclados en un curioso desorden con vidas de santos, obras de
espiritualidad, Padres de la Iglesia, junto a los clásicos latinos e italianos (entre otros Petrarca, Ariosto, Tasso) y las
bromas de Piovano Arlotto.
Dicho esto, sería curioso conocer cuáles son los argumentos en que se revelaba más la sabiduría del padre, tan
admirada por los suyos. Ninguno da señas, sin embargo, no parece indebida la conjetura de mantener, que en la
recámara de Felipe se dieran cita los ecos del debate teológico más discutido, desde el principio de siglo, y que
duraría mucho aún. En 1588, había salido la célebre obra de la Concordia entre la gracia y el libre arbitrio, del jesuita
Luis Molina. Después de la muerte del Padre, Baronio en expreso contraste con el amigo San Roberto Belarmino y el
molinismo, entrará vivamente en la disputa defendiendo la parte de la gracia. Y también podemos recordar, la
conversión de una ilustre dama, Lavinia della Rovere, formada en las ideas calvinistas en la corte de Ferrara con
Renata de Francia; con la buena Lavinia, el Padre tuvo largas discusiones sobre argumentos teológicos, que miraban
ciertamente a los mismos temas controvertidos. Y para esto, ayuda el recordar que justo en aquellos años, se daba en
Francia una guerra religiosa y aquellos motivos teológicos, también eran estandarte de ejércitos. Pero es necesario, sin
embargo, no olvidar que la dirección espiritual del padre Felipe es del todo voluntarista hacer el bien», prescindiendo
de cuestiones meramente teológicas que miraban al libre arbitrio y a la predestinación. Felipe no pertenecía a la

viii
categoría de teólogos, a los «sorbonistas»: su pensamiento y su acción, sobre todo son religiosos, ordenados siempre, a
guiar incesantemente hacia la perfección, a la santidad.
 

El Padre renuncia
La transferencia del padre Felipe, de San Jerónimo a la Vallicella, había sucedido en su edad declinante, hacia una
dulce senectud («siendo pobre, por gracia de Dios, y viejo y mal sano»), pero consentirá aún por largo tiempo y hasta
el final, en atender con renovado ánimo, su fervorosa actividad de guía de conciencias e iluminado maestro.
Permanecerá el senex para siempre, como exactamente lo inmortalizará un retrato de él, alguna vez apreciable en
vida y después muerto. Hacia 1576, Juvenal Ancina, recientemente llegado, lo presentaba a su hermano como un
admirable descubrimiento: «un viejo ahora ya sexagenario, pero estupendo, de mucho respeto».
«Un viejo bello, limpio, completamente blanco, que parece armiño: sus carnes son gentiles y virginales y si alzando la
mano ocurre que la contraponga al sol, transparenta como el alabastro».
Su salud se volvía cada vez mas frágil: el cuerpo turbado con frecuencia por violentas palpitaciones, estaba sujeto a
enfermedades que lo constreñían a quedar en la recámara por períodos discretos. Eran tiempos de particular interés
para la empresa oratoriana encaminada tantos años antes. La Congregación, entre los años ochenta y noventa estaba
consolidándose y configurándose como una institución organizada, con oficios y normas propias, mientras venía
realizándose el sueño de expansión del instituto acariciado por algunos. San Severino y Nápoles lo expresaban
dignamente.
Sin embargo no faltaban aún incomprensiones, equivocaciones, roces. Un poco por esto, pero sobre todo por el peso de
los años, el padre Felipe muchas veces había declarado su dimisión del oficio de Prepósito General, al cual había sido
nombrado años antes por aquellos que él había llamado y elevado al sacerdocio. Para salir con tranquilidad y dignidad,
en el otoño de 1593, a los setenta años, pensó en recurrir directamente al Papa, a través de los cardenales Cusani y
Borromeo, a fin de liberarse de aquella carga que habría querido trasmitir al padre César Baronio, personaje a quien
ante la pérdida de Tarugi consideraba el más digno y capaz. El Papa consintió, pero el preseleccionado sucesor, rehusó
vivamente, sea por no considerarse idóneo para aquel oficio, sea por no ser aquel el modo contemplado en las
constituciones. Se procede a las elecciones regulares y naturalmente viene electo Baronio, exactamente conforme al
deseo del padre Felipe.
La prepositura de Baronio no duró mucho. Poco después de la muerte del Padre, en 1596 el Papa, del cual se había
convertido en confesor, lo promueve a prosecretario y poco después lo elevó a la púrpura, junto con Tarugi. Durante
su gobierno, logró ejecutar la primera visita a las casas filiales, a la Abadía e intentó esbozar un texto más completo
de las Reglas. Pero su máxima ocupación y el motivo ahora de su vida, que permaneció hasta el fin de sus días, fue la
difícil composición de su monumental obra: los Annales ecclesiastici.
 

III. HACIA EL OCASO

Los últimos años


Depuesto del cargo de superior, Felipe parece más reposado y tranquilo. Mientras, alrededor de él, los hombres de la
Congregación continúan fielmente la obra en el Oratorio, con plena disposición a las nuevas expresiones de trabajo
apostólico. A su confesionario, que con dificultad abandona sólo cuando es constreñido por su siempre precario estado
de salud, se agolpan continuamente penitentes de toda clase, hijos recientes y antiguos de confesión. De los últimos
años, son dignos de señalarse dos laicos de cierto renombre: el poeta florentino Juan Bautista Strozzi, convertido en
seguida en un distinguido orador en el Oratorio, que escribió a Florencia cosas bellísimas del Padre, y se abrió con él,
mostrándole gran confianza; y el barón Nero del Nero, quizá florentino, el cual, poco después de la muerte del Padre,
construirá por su cuenta la suntuosa capilla donde reposarán sus venerables restos.
Entre los miembros de la Congregación se recuerda de modo especial a un célebre recluta, tardío, de considerable
relieve, el marchigianoix[9] Pedro Consolini. Recibido en la comunidad en 1590, fue de los últimos que gozó la intimidad
del Padre. Después de su partida en 1611, tendrá la prepositura y el mérito, en gran parte, de mantener inviolable y
defender la forma original de la institución filipense, especialmente en la añeja controversia con la casa de Nápoles.
Esta quedará autónoma en 1612, coincidiendo con la aprobación pontificia de las constituciones, redactadas
principalmente por su esforzada voluntad y bajo su autorizada dirección.
 

El Reformador
La época de Felipe, fue indudablemente un tiempo de «reforma»: para la así llamada «reforma protestante» se iba
oponiendo vigorosamente, desde el Concilio, la «Reforma Católica». Aunque propiamente el padre Felipe no se haya
ocupado jamás de tal empresa. Decía que San Juan Leonardi, por algún tiempo bajo su guía espiritual «tenía un gran
espíritu de reforma», exactamente como el oratoriano padre Talpa. Pero él, Felipe, no habló jamás de reforma.

ix
Aunque el título de Reformador de Roma, le será reconocido después a grandes voces un ilustre historiador de la
espiritualidad, Brémond, lo tiene sin rodeos como el más grande. Cuando Felipe terminó sus días, se dice que Roma
era totalmente distinta a cuando llegó de Florencia. El principal mérito que tuvo fue haberle devuelto a Roma un
rostro auténticamente cristiano. Quien sigue los momentos de su larga vida que se desarrolla totalmente dentro de los
muros de la Urbe, sabe recoger las líneas relevantes de tal acción reformadora. Ningún plan, ninguna proclama,
ninguna intención preordenada a propósito. Su acción de reforma actúa silenciosamente, por el camino plano del
anuncio evangélico, en la dirección segura del buen vivir cristiano, por la práctica sacramental.
Siempre, en el tema de la Reforma, a Felipe le serán atribuidos por parte de sus fervientes admiradores, muchos y
variados méritos, que quizá en buena parte parecen indebidos. La Vallicella, bajo su iluminado gobierno, estará
convertida en una academia de artistas, músicos, una escuela de arqueología. Es ciertamente verdadero, que la
apertura intelectual del Padre, su gran ánimo y felices gustos, representaban una invitación a toda bella y buena
disposición para hacer fructificar los talentos, y es justo reconocer, que muchas semillas de arte, música, seria
historiografía y arqueología han sido esparcidas por él. Pero siempre el movimiento no se ha olvidado está en el orden
de la promoción de las almas, de su crecimiento interior. Todo aquello que hacía, tomaba parte en el plan de una
verdadera reforma.
 

Espiritualidad filipense
El discurso lleva inevitablemente, a retomar de forma sobria los rasgos de aquella que podemos llamar espiritualidad
filipense, que se enlaza con la típica forma de piedad del Padre. La base de todo para Felipe, es la convicción de que
«la vida espiritual, tenida como cosa difícil, se volviese totalmente familiar y doméstica, que cada estado de la
persona se volviese agradable y fácil; cada uno, de cualquier estado y condición, en su casa o en su profesión, es capaz
de vida espiritual». San Francisco de Sales, algunos decenios después, retomará el tema «La devoción es conveniente
para toda clase de vocaciones y profesiones». El camino de la perfección cristiana, en la dirección filipense, además
del llamado a todas las fuerzas del espíritu, debe ser recorrido con sentido de moderación: un auténtico celo de
crecimiento temperado por aquello que se conoce como el «justo medio», la áurea mediocritas de Gallonio, Casiano y
Benito. Al gran deseo de perfección, de sobrepasar en santidad, incluso, a los más grandes siervos de Dios, debe
corresponder un sincero conocimiento de la propia miseria. «La santidad decía Felipe tocándose la frente, está en tres
dedos», esto es, en mortificar la «razón» (el amor propio, el propio sentir). La práctica fundamental de la humildad,
esta expresada en el movimiento programado de diversas atribuciones: «No despreciar a nadie, despreciar al mundo;
despreciarse a sí mismo; no despreciar el ser despreciado». Consecuencia, un gran espíritu de obediencia
(«enamórense de la obediencia santa y que ésta vaya delante de toda otra cosa») y de olvido de sí. «Denme diez
personas verdaderamente despegadas y con estas me animo a convertir el mundo», decía. Con la renuncia y la
abnegación se acrecienta el amor y servicio a Dios.
Tomando el punto de laude 45, de Jacopone da Todi, Felipe indica cinco grados para servir a Dios: el primero es el
«estado temeroso»; el segundo es de «menesteroso», enfermo; el tercero es «amoroso», de amigo; el cuarto es
«paternal», de hijo; el quinto es «esponsal», nupcial. La espiritualidad filipense, esencialmente es cristo céntrica:
«Quien quiere otra cosa que no sea Cristo, no sabe lo que quiere; quien pide otra cosa que no sea Cristo, no sabe lo
que pide; quien no obra por Cristo, no sabe lo que hace». Cristo está en el vértice de todo: «no anteponer nada al
amor de Cristo» según la máxima benedictina, concentrémonos tanto en su amor divino insistía Felipe y entremos
tanto dentro de la llaga del costado, en la fuente viva de la sabiduría del Dios humanado, que nos neguemos a nosotros
mismos, y no encontrar mas el camino para salir».
La práctica sincera de la virtud cristiana, está en la línea de tales premisas básicas. La caridad ante todo, como
característica y emblema del Oratorio filipense; la pureza de las costumbres, con la consiguiente y severa norma: huir
de las ocasiones de pecado; la sinceridad y limpia transparencia, en la palabra y el trato.
La fórmula ideal de autenticidad del vivir cristiano, está reconocida en uno de los más queridos y afectuosos hijos del
padre Felipe, el cardenal Federico Borromeo, por parte del escritor Manzoni: «Atendió a aquellas palabras, a aquellas
máximas de abnegación y de humildad, acerca de la vanidad, de los placeres, de la injusticia, del orgullo, de la
verdadera dignidad y de los verdaderos bienes, lo tomó en serio, le gustó, lo encontró verdadero, ....y se propuso
tomar por norma las acciones y pensamientos, que eran lo verdadero».
El abandono filial a la voluntad de Dios, es un motivo recurrente y consolador: «Como Tú sabes y quieres, así haz
conmigo, oh Señor», es una de las más queridas jaculatorias del Padre y éste género de plegarias las tenía como
familiares. La docilidad en el aceptar las cruces, los dolores físicos y morales, es quizá un motivo que retoma
espontáneo en el trato con las almas, especialmente las más probadas por la desventura. «La grandeza del amor a Dios
se conoce por la grandeza del deseo que tenga el hombre de padecer por su amor». Las adversidades que Dios manda
deben ser tenidas como «la mejor cosa para nosotros».
Todo esto en el orden de una dirección espiritual, voluntarística y ascética, a través de los autores preferidos por el
Oratorio, acerca de esta materia «contrita y moral», de lo cual son expertos los varios predicadores. Y mas aún, todo
condicionado por un firme propósito de perseverancia: para nada sirven los fervores efímeros («fuego de paja», juzga
Felipe a ciertos arranques de los jóvenes). Para actuar los propósitos de progreso espiritual y para perseverar
dócilmente, servirán: la dirección espiritual, la asidua oración, la oración mental, sobre todo la práctica sacramental.
Felipe, discorde en esto con su célebre vecino Buonsignore Cacciaguerra y con un autor contemporáneo, familiar a él,
Luis Granada, no insiste tanto en la comunión frecuente (de la cual los más celosos propugnadores eran los jesuitas), la
cual no propende, tal vez por debido respeto, cuanto a la confesión frecuente, con la dependencia del director
espiritual.
Junto con el culto eucarístico, en la experiencia y en la dirección filipenses, tiene notoria relevancia la devoción a la
Virgen, que Felipe recomienda como elemento indispensable en el progreso de la virtud. Su experiencia a este
respecto, de una devoción mariana tierna, afectiva, casi infantil, lo lleva a sugerir a los suyos, una sencilla y
compendiada jaculatoria, repetida como un rosario: «Virgen María, Madre de Dios, ruega a Jesús por mí».
La devoción eucarística y mariana de Felipe, en las ardientes expresiones que le eran propias, muestran la forma típica
de piedad: sensitiva, fervorosa, realista. Sus razonamientos, se decía, «eran de fuego». Y acrecientan la viveza de sus
admirables experiencias éxtasis, levitaciones, predicciones, lectura de los corazones, muy conocidas y documentadas.
Por otra parte, no alimenta la simpatía de pretenderse visionario, y no quiere que los suyos de ninguna manera,
aspiren a estas experiencias. Pero él vivía estas experiencias, esforzándose en ocultarlas. Están fielmente narradas las
apariciones de la Virgen en su cama y las interminables celebraciones, en extática comunión con su Señor, en el
silencio de la humilde capillita.
 

El hombre íntegro
La característica más admirada por todos de Felipe Santo, es la alegría. Mientras se subraya la incomparable
amabilidad, no debe ignorarse su íntegro comportamiento de hombre, que jamás olvidó su dignidad y su
responsabilidad. Felipe no ayuda el esconderlo, fue también un hombre de trato severo. Desde la primera convivencia
en San Juan de los Florentinos, era conocida su intransigencia en el exigir a los miembros y a los huéspedes una
absoluta obediencia, bajo pena de expulsión. En un documento de 1586, dado a la luz después de su muerte, se
expresan algunos de sus graves juicios, sobre varios miembros de la Congregación, a quienes no hubiese querido como
sucesores en el gobierno. Mas aún: uno de los más antiguos sujetos, Camilo Severini, fue denunciado por hereje al
Santo Oficio y tenido en prisión durante un año. Salido, Felipe no quiso recibirlo en la comunidad, no obstante las
plegarias de autorizados intercesores. (A propósito de la integridad de la fe, es notoria la severa intransigencia de
Felipe en esta materia, quizá consolidada por la familiaridad con los dominicos de la Minerva, rígidos garantes de la
auténtica verdad).
Tales rasgos componentes de su personalidad, entran en el cuadro de la amplia estimación del hombre de Dios y
generalmente eran vistos como expresión de recto comportamiento, en orden siempre a una justa jerarquía de
valores.
 

La edad radiante
Hasta el último de sus días, Felipe, el bello anciano cargado de años y de méritos, llevó una vida considerablemente
activa y vivaz. En 1593, el problema de la absolución de Enrique de Navarra se agudiza y a veces lo exaspera.
Relevantes personalidades francesas que aparecen en aquel tiempo en Roma, políticos y diplomáticos, van a parar a la
Vallicella: el embajador Duque de Névers; los prelados Armando de Ossat y Jacobo Davy du Perron, después
cardenales; el arzobispo de París, Pedro Gondi, quien estrecha felices relaciones con el Padre. Parte decisiva -se ha
dicho- tuvo ante el Papa la intervención de Felipe en consonancia y colaboración sobre todo, con los cardenales
Morosini y De’Medici. Enrique IV, recibida la absolución cuatro meses después de la muerte de Felipe, conservará hacia
él una gran devoción y reconocimiento.
Con el transcurrir del tiempo, la figura del Padre aparece con mayor relevancia y se vuelve un componente de la Roma
reformada.
Entorno a él en la iglesia cuando podía descender, y sobre todo en su recámara, se suceden sus íntimos a recoger las
notas más queridas y memorables de su inspirada sabiduría. Las prolongadas conversaciones abarcan indudablemente
varios temas de interés, que comprenden aquellos ya señalados: teológico, patrístico o hagiográfico. Pero se llega a
pensar que los temas preferidos y recurrentes, son de orden espiritual, de reclamo a los motivos insuperables y
consoladores de la fe.
La constancia de tales coloquios serenos, de los hijos espirituales de edad ya madura con el Padre viejo hacia el ocaso,
se acogen, casi al final, en el pensamiento de uno de los más eminentes, el cardenal Alejandro de’Medici. Poco
después de la muerte del Padre, se desahogaba con su colega el cardenal Borromeo, asegurándole que en Roma, fuera
de los raros contactos con el Papa, no había cosa alguna que le diese mas gusto, «máxime después que ha faltado el
padre messer Felipe, que me lleve a gran consuelo en mis dificultades y escrúpulos». Era sabido que de’ Medici
(después Papa León XI) en los últimos años del Padre solía, al menos una vez a la semana, dirigirse a él para
entretenerse hasta ya entrada la noche.
El padre Felipe en los últimos meses sobre todo, celebraba en una estancia destinada para capilla, donde sus Misas se
vuelven legendarias, por el notable espacio de tiempo que empleaban. Tal vez después de la consagración quería
permanecer sólo, con el cáliz lleno y por largo tiempo hacía cerrar la puerta que llevaba el cartel preparado por él,
con la leyenda «el Padre dice Misa». Está en el último período de vida, en el cual se muestran más evidentes algunos
rasgos sorprendentes que pertenecen a sus experiencias místicas: éxtasis, levitaciones, lágrimas abundantes. Alguna
rara vez, llega a celebrar aún en la iglesia y también ahí se observan las mismas notas singulares de reconocida
santidad. «Mientras decía la Misa refería un hijo espiritual le resplandecía la cara como el color del oro y era tan
grande el ímpetu de espíritu que le llenaba el corazón, que no dejaba establecer su cuerpo en un sitio firme».
Con todo esto no es de creer que el Padre estuviese segregado del grupo comunitario y de las relaciones comunes con
la gente. Además de cuanto se ha dicho de los frecuentes coloquios con los suyos más íntimos, su vena de conversador
alegre y bromista no era de manera alguna árida. El hombre, aunque desgastado en lo físico, en el vivir cotidiano no se
había transformado, como pudiera creerse. Esto parece que los biógrafos no lo habían puesto de relieve, quizá por el
vano temor de desmentir así, el proceso de sublimación espiritual que alcanza la cumbre en los últimos días. Sin
embargo para testificar su perseverante y equilibrada humanidad no faltan recuerdos, sean quizá fragmentarios, pero
preciosos por su natural sencillez. Como cuando se quedan a la cena con él dos sobrinos del Papa, los cardenales Pedro
y Cinzio Aldobrandini, y el Padre los entretiene con placenteras conversaciones.
Episodio, casi inédito, apenas un año antes de su muerte, es el de la Romanina. Fue el músico Emilio de’Cavalieri
(autor del famoso Combattimento di anima e corpo, ejecutado en la Vallicella en 1600) quien condujo hacia Felipe, al
terminar la comida, a la entonces célebre cantante Virginia Archilei, quien en Florencia, donde había obtenido éxito,
había sido denominada la «Romanina». Felipe la hizo cantar y bailar en el refectorio en presencia de los huéspedes,
entre los cuales estaba un cardenal; no sólo esto sino que quiso, casi como emulación, hacer bailar delante de ella a su
hijo predilecto, el padre Gallonio. Al final, congratulándose, le dio una cachetada («con un guante de algodón», según
un parecido recuerdo) para que se acordase de aquel evento, y le hizo prometer que volvería cuando estuviesen
presentes otras personalidades: nada menos que dos graves eclesiásticos: ¡los cardenales Federico Borromeo y
Alejandro de’ Medici! . El curioso episodio sucede el 17 de enero de 1594, un año y medio antes de la muerte del
Padre, el cual, evidentemente no sólo con estas salidas trataba de alegrar a sus huéspedes, sino que en verdad
también él mismo probase el gusto de tales diversiones, connaturales con su siempre viva humanidad, de lo cual son
rasgos, también, los alegres cumplidos a la excelente y bella Romanina.
 

La alegría filipense
Está expuesto, que el programa de vida espiritual trazado por Felipe práctica ascética, participación sacramental,
culto y piedad personal, oración mental está totalmente inmerso en un aura de inseparable alegría. Él mismo, con su
rostro sonriente y sus ojos agudos, era admirable comunicador y maestro de la alegría. «Nos exhortaba nuestro Santo
Padre a que estuviésemos alegres, diciendo que no le agradaba que estuviésemos pensativos y melancólicos, porque
hacía daño al Espíritu», «Eran sus estancias una escuela de santidad e hilaridad cristiana». La alegría es un motivo que
acompaña la vida del Padre desde el principio, tanto que él mismo, en la primera obra ya mencionada, que lo retrata,
del cardenal Agustín Valier se vuelve sinónimo de la alegría cristiana Philippus sive de christiana laetitia», desde el
origen es su temperamento alegre, jocoso, amable, risueño, festivo, centelleante de brío, acoplado a la gentileza y
cortesía de trato. «Atiendan a la pureza de corazón, porque el Espíritu Santo habita en las mentes cándidas y sencillas,
y Él es maestro de la oración, y hace estar en continua y santa alegría, lo cual es pregustar el paraíso».
Pero es necesario decir que de tal feliz cualidad, apenas señalada en los más remotos recuerdos biográficos, no se
tiene confirmación durante las varias experiencias de los primeros decenios romanos. Ésta aparece poco a poco,
siempre más evidente con el caminar de las acciones del ministerio, en los sermones del Oratorio, como simpática
componente de su acción apostólica. Tanto, que la alegría filipense se traduce también en un curioso accesorio de
apostolado, sobre todo en las relaciones con sus jóvenes hijos espirituales. Han quedado célebres sus burlas, las
bromas y ocurrencias divertidas, que inventa para tener alegres a los suyos o para hacer cumplir actos de humildad a
los jóvenes (a los cuales, no se ha dicho, siempre agradaban). Víctimas a menudo de tan amenas vicisitudes, fueron
por ejemplo el padre Gallonio, a quien hacía bailar delante de cardenales; y el capuchino Félix de Cantalicio, a quien
un día hizo pasear por Roma con su sombrero. Eran gestos totalmente suyos, espontáneos e irrepetibles por otros.
También la familiaridad con los famosos chistes del párroco Arlotto, de raíz florentina y las fantasías de Orlando el
furioso, le servían egregiamente a este propósito.
 

El piadoso tránsito
La vida del padre Felipe se concluye en una sencilla vejez, a fines del siglo XVI, al principio del cual había visto la luz.
En una de sus últimas cartas al discípulo florentino Vittorio dell’Incisa, del 7 de abril de 1595, se encomendaba a sus
plegarias «de lo que tengo tanta mayor necesidad en cuanto que, acercándome a la muerte, no conozco haber hecho
algún bien». Fue desde el primero de mayo de 1595, que se acentuaron las enfermedades, que hacía tiempo lo habían
postrado. Las crisis recurrentes, lo movieron a revisar el testamento y hacer destruir todas sus cartas, entre las cuales
debían estar sus escritos, no muchos probablemente, pero quizá bastante correspondencia, de la cual deploramos su
pérdida. El lunes 22, tuvo una copiosa hemorragia, terminada, el cardenal Borromeo, presente, le administró el viático
(el cardenal era huésped en aquellos días en la Vallicella mientras, tras el consejo del Padre, estaba resignándose a
aceptar la designación para la sede arzobispal de Milán). Como otras veces, tuvo una buena recuperación, pero con
breve duración. El jueves 25, fiesta del «Corpus Christi», comenzó a recibir penitentes en su pequeña estancia.
Avanzada la mañana, vinieron a visitarlo los cardenales Cusani y Borroneo, al regresar de la procesión. Al medio día
celebró la Misa, que fue la última y la dijo «alegremente, como cantando». (Se dijo después que la había celebrado
por Torcuato Tasso, muerto un mes antes en un monasterio en el Gianicolo). En la tarde pasó algún tiempo escuchando
confesiones.
Hacia la noche estaban a su alrededor Cusani (que recibió del Padre la última absolución impartida por él), monseñor
Jerónimo Panfili, después Vicario de Roma y el obispo de Montepulciano, Spinello Benci. Con ellos, Felipe rezó el
Breviario: las Vísperas de la fiesta y los Maitines del día siguiente. Después hizo que le leyera y en algunos puntos
releyera el padre Francisco Zazzara, la vida de San Bernardino de Siena. Despedidos los huéspedes el Padre se fue a la
cama asistido por el padre Gallonio. Fue éste quien a mitad de la noche, advertido por los ruidos, acudió y encontró al
Padre sentado sobre la cama, preso de nuevas hemorragias. Fueron llamados en seguida los padres y el médico. Todo
remedio resultó inútil. Felipe mismo lo confirmó. El padre Baronio, prepósito, recitó la recomendación del alma y pidió
al Padre la última bendición. Felipe, siempre sentado en la cama, sonriendo a los suyos, abrió los ojos, los tuvo fijos
hacia lo alto, los puso sobre cada uno y los cerró para siempre. Eran cerca de las tres de la mañana del nuevo día, 26
de mayo. «Nuestro beato Padre se comunicó inmediatamente a los cohermanos de Nápoles esta noche, a las seis y
media, se ha ido a gozar del premio a sus fatigas, sin fiebre y sin males». Fue un ocaso dulce y tranquilo, como «de un
polluelo», recordaba el padre Pateri, «como la muerte de un pajarito», subrayará otro.
 

Vasto lamento
Delante de sus llorados restos, el más ilustre de sus hijos, el padre Baronio, encontró en el breviario, en un versículo
del salmo 89, la plegaria tal vez más apropiada para la común consternación filial: «Mira desde el cielo y ve, visita a
esta viña, protege lo que tu diestra ha plantado».
El lamento por esta pérdida tan grave, fue inmenso. Los Avvisi de Roma, divulgaron en seguida la noticia luctuosa: «Ha
pasado a la otra vida el padre Felipe de la Chiesa Nuova, octogenario y uno de los fundadores de los Padres de la
Vallicella y en opinión de Su Beatitud, un santo». Se ve entonces, expresada en torno a sus venerados restos, que tal
opinión era de todos: el Papa y los miembros del Colegio cardenalicio, innumerables eclesiásticos y religiosos (los
novicios de la Minerva acudieron juntos, «de dos en dos, llorando todos»), junto con un gentío del pueblo, de todas las
clases; fue un obsequio unánime, hacia aquel que quedará para siempre con el título de «Apóstol de Roma».
El bendito cuerpo fue primero colocado en la sepultura común de los padres, pero al día siguiente, tras la insistencia
de los cardenales de’Medici y Borromeo, se coloca provisionalmente en un lugar separado en vista de la veneración de
tanto hombre, por parte de la Iglesia. Reabierto el féretro, el cardenal de’Medici puso en el dedo de los restos, su
anillo episcopal adornado con un precioso zafiro.
 

A los altares
La esperanza de todos, por ver al Padre en el honor de los altares, en propósito estaba bien fundada. Solamente tres
meses después de la muerte, el primero de agosto, fue abierta la causa de la canonización, de la cual, se constituyó
actor la misma Congregación, y se comenzaron a recibir las declaraciones de testigos que se presentaron en gran
número. Confiado en buena parte por tales testimonios y valiéndose además de los recuerdos personales recuerdos
vivos, Antonio Gallonio se apresuró a componer la biografía del Padre, que salió en texto latino, en el año santo de
1600. La obra, elegantemente redactada, reúne, además de la aprobación del prepósito, el padre Angelo Velli, la
autorizada confirmación de grandes amigos del Padre: los cardenales Octavio Parravicino, Federico Borromeo,
Francisco María Tarugi, César Baronio, Alfonso Visconti. Al año siguiente Gallonio publicó la Vida en italiano, revisada y
enriquecida. La obra, en el frontispicio, adornado con una lámina de cobre, daba abusivamente a Felipe, el título de
«beato» sin que surgieran objeciones. Poco después de la muerte del Padre, apareció una graciosa obra: De bono
senectitus, del cardenal Gabriel Paleotti devoto, asiduo y respetable miembro, en la que celebraba la belleza de la
santa vejez.
Entretanto, uno de los hijos de reciente adopción entre los más fervorosos admiradores del Padre, el barón Nero del
Nero que en 1599 había obtenido de la sobreviviente hermana del Padre, Isabel, la autorización para fundir en su
blasón el de los Neri (tres estrellas doradas en campo azul) empleaba sumas relevantes en la construcción de la
suntuosa capilla para el sepulcro. La obra, ejecutada por el Taller de piedras duras de Florencia, logró ser de los más
espléndidos en Roma. El 26 de mayo de 1602, los venerables restos fueron trasladados. Siguieron celebraciones
solemnes del cardenal Tarugi y de otros diez cardenales.
El 12 de febrero de 1609, el Consejo comunal de Roma, en Campidoglio, deliberaba el ofrecimiento de un cáliz, a la
iglesia de la Vallicella en la celebración anual de la muerte del conciudadano de adopción y apóstol, para apoyar
decididamente la causa ante el Vaticano.
El 11 de abril de 1615, se concedió celebrar el oficio y la Misa en honor del Padre, lo cual equivalía a la beatificación
(no en uso todavía). Varias causas hicieron retardar la canonización, que llega por fin a cumplirse con Gregorio XV, el
12 de marzo de 1622, junto con la de los santos Ignacio de Loyola, Francisco Javier, Teresa de Jesús e Isidro Labrador.
Al mismo tiempo aparecía la más copiosa y apreciable biografía del Santo, valiosa obra literaria de un miembro, el
padre Pedro Jacobo Bacci, quien no lo conoció, pero que estuvo en comunidad con los padres sobrevivientes de la
primera generación filipense.
Desde entonces, el encanto del santo florentino y romano irá difundiéndose por la ciudad, los pueblos de tantas
naciones, hasta las Indias y en las tierras del Nuevo Mundo, para iluminar e inflamar corazones humildes y mentes
excelsas. Surgirán innumerables oratorios y congregaciones adornadas con su nombre, y no pocos en aquellas casas,
ambicionarán ser dignos del noble título de hijos del Santo. Una admirable irradiación que continúa todavía. A
Goethex[10], quien tenía a Felipe como «su» santo, le agradó colocarlo en el grandioso final del Fausto, representándolo
en el misterioso Pater extaticus, que vive su experiencia mística:
«Gozo de eterno ardor
juego de amor ardiente
flama de aflicción
en el corazón ...»
 

El santo de todos
Se cuenta que un día, una dama de rango, admiradora del padre Felipe, se mostró curiosa por saber desde hacía
cuanto tiempo, el Padre había dejado el mundo. «No sé que haya dejado al mundo» fue la respuesta. Éste era un golpe
jocoso, de los que le venían espontáneamente, sobre todo para despachar con elegancia a los inoportunos. El sentido
de la frase era, sin embargo, ambivalente. Felipe sí, desde hacía mucho tiempo, había dejado el mundo, entendido
este como la suma de realidades terrestres, falaces y frustrantes, puestas como fin único de la existencia. «Vanidad de
vanidad: todo el mundo es vanidad» se cantaba como un gastado estribillo, en la visita de las Siete iglesias. Para Felipe
las realidades terrestres eran vistas también y sobre todo, como reflejos de la belleza eterna y del amor ultraterreno.
«Todas las cosas creadas son generosas escribía Felipe en una carta a su sobrina monja y muestran la bondad del
Creador: el sol esparciendo la luz, el fuego, el calor; cada árbol extendiendo sus brazos, que son sus ramas y ofrecen
los frutos que producen; y el agua, y el aire, y toda la naturaleza expresan la liberalidad del Creador». Y en un soneto
cantaba así:
«Ríe la tierra y el cielo
y el aura y las ramas,
están quietos los vientos
y están tranquilas las ondas,
y el sol jamás aparece tan luciente,
cantan los ángeles: entonces
¿quién hay que no ame y no goce ?».
 
Las realidades terrestres son vistas y consideradas por Felipe con una luz optimista, gozable y deseable.
 
Es verdad, sin embargo, que sobre su trabajo se pueden reunir expresiones aparentemente pesimistas sobre la
condición humana. Aperturas iluminadoras, raras, sobre su vida íntima, cerrada sólidamente a todos: «Nada encuentro
en este mundo que me agrade y me agrada que nada me agrade»; «Dios no tiene necesidad de los hombres». «El fervor
de los jóvenes es fuego de paja». Pero, para seguir bien el discurso, la conclusión es tranquilizadora, siempre
consoladora, «Nos solía decir nuestro Santo Padre que en este mundo no está el purgatorio, pero que si está el cielo o
el infierno, porque quien sirve a Dios en el deber de cada trabajo o enfermedad, le regresa consuelo y tiene el paraíso
interiormente en toda clase de malestar, aún en este mundo; quien hace lo contrario y quiere atender a la
sensualidad, tiene el infierno en este mundo y en el otro».
La visión de la vida, del tiempo, de las cosas caducas de este mundo, para Felipe se entretejen con la realidad
ultraterrena, eterna. El reclamo a los «novísimos» tiene parte esencial en el magisterio ascético filipense: «los
verdaderos siervos de Dios tienen la vida como paciencia y la muerte como deseo». Aquí está lo esencial de la
concepción filipense de la vida: el tiempo y la realidad terrestres, felices y adversas a los ojos del padre Felipe, están
todas impregnadas de luz crepuscular matutina, anuncio de la verdadera vida, más allá del tiempo. El rechazo del
capelo cardenalicio tantas veces ofrecido, es motivo elocuente de esto, expresado en un alegre estribillo casi cantado:
«¡Paraíso, paraíso!».
Entre los hombres de Dios y de su tiempo, Felipe Neri presenta connotaciones del todo original, mas aún, en el
contexto <<concierto de las instituciones nacidas en su tiempo y en el nuestro>>, es reconocible una nota de no
indiferente singularidad. A lo largo de todo el proceso de restauración que se construía en la Iglesia, la aportación de
Felipe fue, indudablemente, la de modelar), proponer con su espléndida vida y a través de su restringida familia
presbiteral la sencilla figura del sacerdote secular, era su original y genuina expresión. Lo intuyeron admirables
hombres del «gran siglo»: el cardenal Pedro de Bérulle, San Francisco de Sales, el obispo Benigno Bossuet, entre otros.
Siguiendo la línea espiritual trazada por el Padre, también el carisma de la Congregación filipense del Oratorio se
destaca en la multiforme vitalidad de la Iglesia, por su peculiar originalidad: el auténtico sacerdocio de Jesucristo, en
su verdadera y real concepción, sinceramente aceptado y vivido.
La convivencia oratoriana de sacerdotes seculares sin votos, limitada en número, y un cuanto elitista, es la investidura
y el camino de tan alta propuesta. Las congregaciones oratorianas generalmente de derecho pontificio y modeladas
sobre el primigenio arquetipo romano de la Vallicella, autónomas, sin una jerarquía centralizada, pero no exentas de
x
la jurisdicción episcopal, ambicionan encarnar no obstante la conocida, delicada consistencia y casi fragilidad de la
institución, el espíritu y el modo del incomparable Padre, en su fervoroso amor a Dios, ardiente celo apostólico y en la
feliz comunicación de su centelleante jovialidad.
Exactamente por sus características singulares, esta familia sacerdotal ayuda destacarlo es absolutamente un unicum
en la Iglesia: no existen instituciones, entre las innumerables, afines a ésta. Lo afirmaba con autoridad el primer
sucesor de San Felipe, el padre (después cardenal) César Baronio, presentando el texto de las Constituciones revisadas
por él. La Iglesia, recordaba, es la reina de los vestidos jaspeados celebrada por el salino circundata varietate (Sal.
44,1°). La Congregación del Oratorio, se precia por representar, en su humilde particularidad, uno de los tantos
vestidos reales de la Santa Iglesia de Cristo.

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