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Wickham- La expansión económica

En el transcurso del período que va del año 950 al 1300, la población de Europa se
triplicó. Se vivió un extenso proceso de desbrozado de tierras, convirtiéndose los
bosques y los pastos naturales en terrenos de cultivo destinados a alimentar las nuevas
bocas. El tamaño y la densidad demográfica de los pueblos urbanos creció enormemente
en todo el continente, y la elaboración de las mercancías (sobre todo ropas y artículos de
metal) empezó a dar muestras de un profesionalismo mucho más raro de encontrar en
épocas anteriores, lo que permitió que su venta tuviera un radio de acción notablemente
más amplio. El empleo de las monedas pasó a ser mucho más común en los
intercambios cotidianos. Comenzaron a desarrollarse las especializaciones agrícolas. El
movimiento de bienes y personas adquirió en términos generales una extensión muy
superior, sobre todo después de superado el año 1150 aproximadamente. Además, la
complejidad de los intercambios de la Europa occidental y meridional comenzó a
extenderse también a las regiones del norte. Desde el punto de vista medieval nos
encontramos por tanto ante un crecimiento económico notable, un boom.
Puede apreciarse sin dificultad que entre los años 950 y 1300 los campesinos europeos
recurrieron a todos estos métodos. Aun en los casos en que podían recurrir a ellos, los
paisanos tendían a no priorizar el uso de sistemas de cultivo que les obligaran a asumir
procesos de trabajo intensivo, salvo que no les quedara más remedio, pero hemos de
tener en cuenta que esta era una época en la que realmente se vieron obligados a echar
mano de esas fórmulas.
Además, la expansión urbana está bien documentada en el conjunto de la Europa de la
época, como tendremos ocasión de ver, y este fenómeno implica invariablemente el
aumento de los flujos migratorios, ya que antes de la época moderna no había una sola
población en la que los nacimientos superaran a las muertes. Por lo demás, el
desplazamiento del campo a la ciudad implicaba sencillamente que los campesinos de
las inmediaciones tenían que ponerse a cultivar los alimentos necesarios para subvenir a
las necesidades de los nuevos habitantes de las urbes receptoras.
Lo que tardó bastante más tiempo en presentarse fue el proceso de la emigración a
grandes distancias. Los campesinos son muy reacios a asumir riesgos, de modo que la
idea de partir en busca de fortuna a un país desconocido rara vez les atrajo, al menos no
antes de las grandes colonizaciones del siglo XIX. No obstante, la extensión al este de la
red política europea, a través de las conquistas o la cristianización de los territorios
eslavos y húngaros que frecuentemente estaban poco poblados, permitió comprender
que la posibilidad de labrarse un futuro en lo que actualmente es Polonia, por ejemplo,
no se asemejaba tanto como se creía a una incursión más allá del mundo cartografiado.
De hecho, en cuanto las gentes empezaron a trasladarse al este surgieron grupos de
intermediarios profesionales dispuestos a buscarlos en Alemania y los Países Bajos a
cambio de que se les dejara desempeñar más tarde un papel preponderante en el
posterior asentamiento. Su labor consistía en reunir a los nuevos colonos para ofrecerles
tierras de renta moderada y un entorno aldeano estable. En la gran mayoría de los casos,
los colonos se dedicaban a desbrozar los bosques que encontraban, pero también era
frecuente que despojaran de sus propiedades a los anteriores habitantes de las tierras a
las que llegaban, muchas veces con el respaldo activo de los magnates locales, que por
estas fechas también eran alemanes. Esto significa que no se trató en absoluto de la
colonización de una tierra totalmente virgen.
Cabe preguntarse si, al percatarse los campesinos europeos de que para mantener su
nivel de vida en un período marcado por el crecimiento demográfico iban a tener que
intensificar su esfuerzo laboral y agrandar sus campos. El hecho de desbrozar los
bosques locales, por ejemplo, no reportaba solo beneficios, ya que si se talaban todos
los árboles no tardaría en sufrirse una escasez de leña para el fuego y materiales para la
construcción, por no mencionar los recursos que suponen zonas de bosque, útiles por
ejemplo para alimentar a los cerdos, y también la recolección de bayas y frutos secos.
No obstante, lo que sí se constata es que a lo largo de este período las aldeas empiezan a
disponer en muchos lugares de Europa de una planificación más coherente y a edificar
las casas con mejores técnicas y materiales. En buena parte de la Italia del siglo XII, por
ejemplo, los domicilios dejan de hacerse a base de madera y se pasa a utilizar la piedra.
Y a pesar de que este proceso se revele menos frecuente en el norte también aquí
comenzarán a verse más habitualmente cimientos de sillería, apareciendo asimismo
técnicas más refinadas para la construcción en madera, como el empleo de armazones
de tablas. Todos estos factores son signos de que en los ámbitos locales habían
aumentado tanto la capacidad artesanal como los recursos económicos necesarios para
pagarlos, lo que equivale a decir que se había incrementado la prosperidad de las aldeas.
Además, las excavaciones vinculadas con el siglo XIII muestran también que era más
frecuente que los campesinos poseyeran objetos de metal relativamente estandarizados,
como los cuchillos, por ejemplo, y dispusieron igualmente de adornos para sus vestidos,
así como de jarras y cuencos de cerámica de buena calidad, aunque esta sea una
tendencia instaurada en un período más antiguo lo que indica un mayor acceso a los
mercados y que estos eran a su vez más numerosos.
Sin embargo, la mayoría de los campesinos se hallaban sometidos a un señor, al menos
en las tierras densamente cubiertas de asentamientos de las regiones occidentales y
meridionales de Europa. En la Europa occidental, únicamente Italia y España contaban
con una vasta población de campesinos terratenientes y libres, aunque también había
regiones menos extensas en las que sucedía otro tanto, como los Alpes o las regiones
costeras de los Países Bajos y el norte de Alemania. Este campesinado carente de
ataduras era sin duda más abundante en el norte de Europa, pero lo que también se
constata en casi todas las regiones septentrionales de la época es que se tiende a advertir
la presencia de grandes terratenientes dotados de un notable poder. De hecho, los
señores eran en muchos casos los que más rápidamente reaccionaban ante la posibilidad
de exigir mayores tributos a los campesinos, circunstancia que se hacía posible en
cuanto estos se revelaban capaces de aumentar su producción. Por otra parte, el aumento
de la carga de trabajo que soportaban los campesinos como consecuencia del
incremento de la población fue en todas partes menos inmediato, y quizá de hecho
menos visible, que la omnipresente presión que ejercían sobre ellos las exacciones de
los señores. Cabría por tanto argumentar que el peso de estas contribuciones sobre el
campesinado tuvo en toda Europa unos efectos más importantes en la expansión agraria,
la mercantilización social y el aumento de la productividad que el propio aumento
demográfico en sí mismo. No obstante, no creo que fuera esa la situación en estos
siglos, ya que también encontramos rastros de esta expansión en un cierto número de
regiones europeas (como algunas zonas de Italia) en donde las rentas y exacciones no
habían experimentado todavía ningún incremento significativo. Sin embargo, la
demografía, la presión de los señores, el aumento de la productividad y la
comercialización agrícola fueron elementos que se potenciaron unos a otros hasta
generar una economía más compleja en casi todas las regiones de Europa.
De todas formas, en el terreno de la dominación de los señores sobre los campesinos, las
tendencias que observamos en el período de la Edad Media central no se orientan
invariablemente en una sola dirección. La gestión del estado carolingio se focalizó en
muchas ocasiones en el establecimiento de haciendas bipartitas, un sistema en el que los
campesinos tenían la doble responsabilidad de pagar una renta y prestar periódicamente
servicios laborales en reservas cuya producción revertía enteramente en beneficio del
señor. Las haciendas bipartitas no fueron nunca un fenómeno universal, pero desde
luego constituían lo último en materia de modelos de gestión de carácter lucrativo. En
las propiedades rústicas de la Alta Edad Media había también grandes cantidades de
individuos que no solo carecían al mismo tiempo de libertad y de derechos jurídicos,
sino que estaban obligados a satisfacer unos arriendos muy elevados y a realizar la
mayoría de las labores pesadas, diferenciándose por tanto claramente de los campesinos
libres, cuyas cargas eran más ligeras. En otras regiones de la Europa de la época, habrá
unos casos en los que no existan siquiera haciendas bipartitas (como sucede en España,
Escandinavia o el este del continente) y otros en los que su planteamiento empiece a
diluirse rápidamente (a partir del siglo X en Italia, y en torno al XII en Francia) para dar
paso a patrones de explotación más flexibles, como los vigentes en las reservas de la
Francia del siglo XIII, por ejemplo, en las que los cultivos se dejaban fundamentalmente
en manos de trabajadores asalariados. La prestación de servicios agrícolas, aunque fuera
en escasa medida, seguiría siendo la marca característica de las personas legalmente
carentes de libertad, pero en el transcurso de esta época irán disminuyendo en buena
parte de Europa, y de manera muy notable, tanto el trabajo servil como la presencia de
individuos no libres, aunque ninguna de las dos circunstancias desaparezca por entero
antes de la epidemia de peste negra. Después de ese azote, la forma abrumadoramente
dominante de atender a las obligaciones propias de la aparcería será el pago de una
renta.
Y a la inversa, el desarrollo del ejercicio de un conjunto de derechos políticos sobre el
campesinado, esto es, la seigneurie banale, derechos consistentes en el cobro de una
larga serie de cánones por la administración de justicia, el acceso a los pastos y a la
madera de los bosques o el uso del molino, además del derecho a solicitar trabajos para
el transporte de los bienes del señor, la construcción de un castillo y su custodia, o la
percepción ad hoc de exacciones extraordinarias que en ocasiones podían ser muy
cuantiosas, podía llegar a adquirir proporciones desmesuradas añadidas al simple pago
de la renta, demandas que algunos señores no solo harían recaer sobre las espaldas de
las personas directamente sometidas a ellos mediante arriendo, sino también sobre las
de los campesinos libres que poseían tierras situadas en el ámbito jurisdiccional de un
castillo. Los campesinos sometidos a todos estos tributos y deberes alcanzaban en
ocasiones tal grado de dependencia que se recurrirá para denominarlos a la palabra que
empleaban los antiguos latinos para designar al esclavo: servus, siervo en castellano.
Disfrutaran o no de libertad en origen, lo cierto es que muchos de ellos se verían
arrastrados en la práctica a una situación de casi completa falta de libertad. Esta deriva
se agravaría todavía más al aumentar el uso de las leyes escritas, que en muchos casos
habría de reintroducir o reforzar las viejas nociones vinculadas con la condición no libre
de los súbditos. Dada la gran cantidad de tasas que podían cobrarse con el régimen
señorial, la prestación de trabajos serviles dejó de ser estrictamente necesaria, ya que,
además, esos tributos (sobre todo la taille y sus equivalentes) podían incrementarse más
fácilmente que las rentas, que tendían a adquirir rápidamente un carácter fijo.
También es muy probable que la carta se otorgara a cambio de la entrega de una suma
en efectivo por parte de los paisanos, ya que estos no habrían puesto reparo a la idea de
pagar una cantidad puntual con el fin de obtener la detallada lista de normas para el
pago de la renta y los derechos del campesinado que figuran en el resto del texto, y ya
que este es un extremo que suele admitirse a menudo en los documentos de este tipo,
aunque no en este caso. Con el desarrollo de la concesión de cartas de franquicia a las
aldeas, esta mezcla de pugnas y recompensas se repetirá en toda Europa, si bien con
distinto énfasis en cada ocasión.
No obstante, lo que nos muestran una y otra vez las franquicias es la iniciativa de una
comunidad que se las arregla tanto para alcanzar un cierto nivel de estabilidad
económica como una mayor fuerza en el ámbito institucional local, y todo ello mediante
la acción colectiva. Ya hemos visto que la política medieval presenta con frecuencia
esta dimensión grupal. Las comunidades aldeanas, que antes del año 1000 solo eran
sólidas, hasta donde nos es dado saber, en España irán fortaleciéndose en todas las
regiones europeas a lo largo de la Edad Media central. No solo adquirirán protagonismo
estas poblaciones, también sus dirigentes conseguirán reconocimiento institucional. En
casi todos los casos, esos líderes pertenecían a las familias locales más acaudaladas. Las
élites campesinas siempre salían ganando con la autonomía política y económica de sus
señores. Sin embargo, dichas élites necesitaban contar con el respaldo del conjunto de la
comunidad, de modo que también esa sociedad obtenía ventajas.
Una de las tendencias que observamos progresar de forma constante al sumarse los
derechos señoriales a las rentas, e incluso, en cierta medida, en aquellos casos en que no
se produjo tal añadido, es que las exacciones que los señores exigen a los campesinos
empiezan a materializarse cada vez más en dinero contante y sonante, y con tanta mayor
intensidad cuanto más vaya avanzando el siglo XI para dar paso al XII y al XIII. Las
razones de esta evolución son muy sencillas: por un lado, ahora había más plata en
circulación, así que de hecho podía esperarse que los campesinos lograran hacerse con
una cierta cantidad, y por otro, los señores se mostraban cada vez más partidarios de
percibir las rentas en metálico, dado que era más sencillo utilizarla para adquirir bienes.
Al reiniciarse las prácticas fiscales la recaudación de impuestos también se efectuará
casi siempre en moneda. Es claro que, en el momento en que pasaron de exigir rentas en
especie a demandar cobros en efectivo, los señores debían de estar suficientemente
seguros de que los campesinos tenían al menos la posibilidad de comprar, por así
decirlo, las monedas que precisaban para satisfacer sus obligaciones, vendiendo para
ello sus artículos en los mercados locales.
Todavía es frecuente pensar que una economía basada en una intensa actividad de
intercambio requiere monedas. Pero no es así, ya que el crédito posee una importancia
enorme en la mayoría de los sistemas mercantiles, tanto antiguamente como en la
actualidad, y de hecho los acuerdos de deuda crediticia pueden alcanzar una notable
complejidad sin que cambie de manos una sola moneda. En realidad, la economía
medieval funcionaba en gran medida a crédito. Podemos darlo por supuesto en todos
aquellos mercados en que las compras y las ventas de los campesinos son de tan
reducida magnitud que el uso de las monedas no resulta práctico (en la Inglaterra del
siglo XII, una oveja valía cuatro peniques, el equivalente inglés de los dineros del
continente, siendo esa la fracción estándar de menor valor, aunque es verdad que a
finales de ese mismo siglo la inflación de los precios modificará esa situación). Y desde
luego el crédito era la fórmula empleada en la economía doméstica cuando se necesitaba
obtener un adelanto de grano a cuenta de las futuras cosechas; si era preciso juntar de
golpe una serie de artículos para componer una dote; o si resultaba imprescindible
cultivar un campo extra para alimentar a los miembros de una familia en expansión,
añadiéndolo a las cargas de aparcería de un campesino que no contaba con medios
inmediatos para abonar su precio de una sola vez pero preveía hallarse en condiciones
de hacerlo más adelante. Al verse obligados los campesinos a acudir al mercado para
realizar sus intercambios, puesto que se les exigía pagar la renta en metálico, el empleo
de efectivo comenzó a ser más normal en la campiña, lo cual acabaría facilitando la
introducción del siguiente (y más importante) cambio: el de la creciente práctica de
adquirir productos artesanales en lugar de elaborarlos uno mismo. Este es el telón de
fondo sobre el que se recorta la otra faceta de las transformaciones económicas de la
época: la relacionada con el crecimiento de las ciudades.
Los pueblos urbanos se desenvolvían en un paisaje económico y político dominado por
los poderes rurales, de modo que no es posible entenderlos con independencia del
universo aristocrático que los rodeaba y adquiría sus productos. Además, los líderes
urbanos también defendían valores idénticos a los de los aristócratas más tradicionales,
de los que en ocasiones resulta difícil diferenciarlos, como el de la necesidad de
mantener limpio el honor mediante la violencia.) No obstante, si queremos comprender
cómo se desarrolló en la práctica el verdadero crecimiento urbano, hemos de examinar
algunos ejemplos. En lo que sigue trazaré una breve descripción de tres ciudades muy
distintas: Pisa, Gante y Stratford-upon-Avon, para pasar después a considerar, sobre esa
base, otras cuestiones de mayor alcance.
Al igual que la inmensa mayoría de las grandes urbes italianas, Pisa es una antigua
ciudad romana en donde los asentamientos y la actividad política se han venido
sucediendo sin solución de continuidad desde el imperio romano hasta nuestros días. Se
hallaba radicada en el pantanoso delta del río Arno, y al sur de la ciudad, el portus
Pisanus era el mejor puerto de la fachada occidental de Italia, entre Génova y Nápoles.
Pisa ha mirado siempre al mar, así que no resulta sorprendente que después del 950
aproximadamente su actividad como centro marítimo vaya en aumento. Pisa se
convirtió en el cauce ineludible de los productos de importación que, procedentes del
resto del Mediterráneo, tenían como destino la Toscana. En el siglo XI existía
efectivamente una flota pisana, ya que los habitantes de la ciudad no solo tenían algún
tipo de vínculo comercial con los emires de Denia, en al-Ándalus, sino que estaban
desarrollando también una tradición consistente en saquear violentamente las ricas urbes
mediterráneas gobernadas por los musulmanes (como le sucedería a Palermo en 1064 y
a Palma de Mallorca en 1115), a fin de hacerse con sus tesoros. No todas las élites
urbanas de Pisa se dedicaban clara o exclusivamente al comercio; muchas de ellas eran
terratenientes de tipo medieval clásico, y por otra parte, todos los mercaderes poseían
algunas propiedades rurales, pero algunos de sus miembros tenían evidentes intereses
comerciales, hasta el punto de que en esta época se podían encontrar pisanos en tierras
extranjeras, de Constantinopla a Sicilia. Pisa se expandió rápidamente, sobre todo en el
siglo XII. Para el año 1100, su área de mercado rebasaba ya los límites de sus antiguas
murallas romanas. En la década de 1150, la comuna de la ciudad levantó un nuevo
cinturón amurallado en el que se englobaba una extensión seis veces superior a la
superficie del casco viejo, tanto al norte como al sur del Arno. Para entonces, Pisa
estaba ya repleta de edificios, entre los que destacaban las casas torre de piedra y
ladrillo de los aristócratas, algunas de las cuales todavía se mantienen en pie, además de
las viviendas de uno o dos pisos de los ciudadanos más modestos. En 1228, el
juramento colectivo que realizaron todos los varones adultos de la población nos
muestra que Pisa contaba con unos veinticinco mil habitantes. Muchos de ellos eran
artesanos, versados en conjunto en bastante más de cien oficios, de entre los que
sobresalen los de panadero, zapatero, herrero y tejedor, sin olvidar a los omnipresentes
mercadores, es decir, comerciantes de distintos grados de importancia.
Podemos contrastar esta historia con la de una población igualmente activa del norte de
Europa: el pueblo de Gante, en la región de Flandes, situada en la confluencia de los
ríos Escalda y Lys, en las inmediaciones de la costa, una zona que también formaba un
delta pantanoso en la época que aquí estudiamos. Gante se expandió sin interrupción,
acercándose cada vez más al castillo del conde, junto al que se instalaron los principales
mercados del pueblo, lo que muestra la importancia que tuvieron las demandas de los
habitantes en el primitivo desarrollo de la urbe. A principios del siglo XII se había
formado ya en la zona un asentamiento de considerables dimensiones, ya que constaba
de unas ochenta hectáreas, es decir, poco más o menos la mitad de la superficie que
ceñían las murallas de Pisa en la década de 1150 (lo que representa un crecimiento
notable, dado que sus comienzos se sitúan aproximadamente en el año 900). De hecho,
es probable que a finales del siglo XIII Gante contara con más de sesenta mil habitantes,
una cifra que no solo era bastante mayor que la de Pisa en aquella época sino que
superaba también la de cualquier otra población de Flandes, aunque Brujas e Ypres,
situadas ambas a cincuenta kilómetros de Gante, rebasaban ya las treinta mil almas.
Algunas de esas viviendas disponían también de importantes dependencias en las que
almacenar productos, ya que en realidad operaban también como establecimientos
comerciales. Las élites de Gante, que eran ricas y autónomas, actuaban en 1128 en una
comuna (communio) dotada de concejales, y es indudable que por esas fechas el pueblo
contaba ya con un gremio de comerciantes. A diferencia de lo que sucedía en Pisa, estas
élites no estaban primordialmente compuestas por terratenientes. Y aunque es cierto que
fueron adquiriendo tierras con el paso del tiempo, la base de su riqueza fue en todas las
épocas de carácter urbano. Había comerciantes, como en Pisa, pero en este caso, la
economía de la ciudad tendría en general un carácter muy distinto, dado que la
población era ante todo un centro de elaboración de paños. En el siglo XIII, cerca de la
mitad de la población de Gante estaba formada por trabajadores del sector textil, y por
tanto se alcanzaba una concentración artesanal únicamente equiparable a la de Ypres y
Milán, y más tarde Florencia, aunque dos docenas de pueblos de Italia y Flandes
(incluida su campiña) se especializarían en un artesanado similar, si bien a menor
escala. Gante y las ciudades vecinas exportaban sus tejidos prácticamente a toda
Europa, y en este sentido cabe decir que tenemos documentos que señalan la presencia
de comerciantes de Ypres en el Nóvgorod de la década de 1130. Por consiguiente, la
prosperidad de Gante dependía de que la distribución de sus productos llegara a todos
los rincones de Europa. Además, para su abastecimiento precisaba de una red de
intercambios de extensión casi igual, dado que, por sí sola, Flandes no podía
proporcionar suministros a todos esos pueblos. Se trataba de un comercio dirigido a las
élites, ya que la calidad de las telas que Flandes exportaba era demasiado elevada para
el consumo de masas, cuya demanda seguía estando muy circunscrita al ámbito local y
apenas disponía aún de redes comerciales que la atendieran. Pisa y Gante eran ciudades
muy grandes que dependían del buen funcionamiento de una red mercantil de alcance
internacional. No obstante, la mayoría de los pueblos urbanos tenían unas dimensiones
muy inferiores y atendían mercados de naturaleza mucho más local.
Un ejemplo bien conocido es el de Stratford-upon-Avon, en el Warwickshire, ya que,
siendo una de las aldeas que figuran en el Domesday Book, obtuvo sin embargo una
carta para ejercer el comercio de manos del rey Ricardo I, quien se la otorgó en realidad
al propietario de los terrenos en que se asentaba, el obispo de Worcester, en 1196. Los
lugareños eran en su mayor parte artesanos. Unos trabajaban el cuero y otros las telas,
los metales o la madera. Había también trabajadores que se dedicaban a la preparación
de alimentos. En otras palabras, los hombres y mujeres de Stratford realizaban las tareas
El pueblo estaba bien ubicado. Se encontraba entre dos regiones económicas bien
delimitadas: las ricas tierras de cultivos del valle del río Avon, junto con la ondulada
llanura que se extiende al sur de ellas, y los bosques de la región de Arden, al norte,
caracterizados por una economía de carácter más pastoril. Había también una calzada
romana que pasaba por el puente que cruzaba el Avon al oeste hacia las salinas de
Droitwich. Se trataba por tanto de un buen emplazamiento para el comercio regional
que circulaba por el sur del condado de Warwick, de modo que el mercado de Stratford
atraía a las gentes de todas esas comarcas que desearan comprar o vender sus productos.
No obstante, el tipo de artesanos que se afanaban en el burgo apunta a otro elemento
relevante: el inicio de una red productiva integrada por pequeñas poblaciones y provista
de un mercado campesino compuesto por las aproximadamente diez mil personas que
habitaban en las regiones circunvecinas. ¿Quién si no habría de encaminarse a
Stratford? Tanto las personas ricas como los obispos, condes o miembros de la alta
burguesía local habrían optado por hacer las compras (o por enviar a alguien con tal fin)
a las grandes ciudades más próximas —es decir, a Coventry o a Bristol, dos de las cinco
mayores urbes de Inglaterra—, ninguna de ellas tan lejanas. La aparición de artesanos
en Stratford —y en otras muchas poblaciones de pequeño tamaño, que en este sentido
son los indicadores más significativos de la puesta en marcha de un nuevo proceso—,
constituye por tanto una clara señal del inicio de la inminente transformación de la
economía mercantil, esto es, de los comienzos de la producción urbana destinada a
satisfacer las necesidades de la gran masa demográfica, y no solo las de las élites —y a
la inversa, el arranque de un hábito inédito entre los campesinos: el de adquirir la ropa
(dado que el sector textil es el más importante de cuantos vemos surgir en este contexto)
en lugar de usar únicamente la tejida por ellos mismos—.
El otro nivel económico y geográfico era el del comercio a larga distancia que
conectaba a Flandes con Italia y a ambas regiones con otras situadas todavía más lejos.
Este plano de desarrollo acabaría mostrando un elevado grado de complejidad. Hacía
tiempo que existían en la periferia de Europa dos grandes redes marítimas: la
mediterránea y la del mar del Norte. Pero la magnitud y la densidad de los fletes se
expandió en una y otra en el XI. Para esa fecha se abrirán importantes centros de
distribución en Constantinopla, Alejandría (y El Cairo, algo más hacia el interior),
Palermo, Almería y Venecia, por lo que hace al Mediterráneo; así como en Londres y
Brujas, además de los puertos fluviales situados tierra adentro en el curso del Rin, como
Colonia, en lo tocante al mar del Norte. Por esta época, las rutas también se expanden
hacia el exterior, sobre todo a través del Báltico, saltando primero de puerto en puerto
por el litoral de lo que hoy es Alemania y Polonia y propagándose después a lo largo de
los grandes ríos rusos, pasando por Nóvgorod y Kiev, hasta llegar una vez más hasta
Constantinopla. Por otra parte, la rápida industrialización de Flandes y el norte de Italia
estimularía asimismo la creación de una red de rutas terrestres más directas, que
llegarían a cruzar incluso los Alpes, lo que es una hazaña nada desdeñable. En el siglo
XII, los comerciantes italianos y flamencos se encontraban aproximadamente a medio
camino de ambas regiones, en la Champaña, celebrando en ella seis importantes ferias
anuales que, organizadas con verdadero espíritu emprendedor por los condes locales,
terminaron convirtiéndose en el siglo XIII en otros tantos centros de distribución
añadidos de ámbito europeo. Los productos de Europa y otras áreas geográficas más
distantes se intercambiaban tanto en las ferias de la Champaña como en otros puntos
situados a lo largo de las rutas que acabamos de mencionar. Podía tratarse de sedas
procedentes de Bizancio y Siria; de lino y azúcar de Egipto; de pimientas y otras
especias llegadas del océano Índico; de los mejores tejidos de lana de Flandes e Italia;
de armas fabricadas en Milán; o de pieles trabajadas en Rus. Al aumentar la
complejidad de los sistemas de intercambio, el establecimiento de acuerdos crediticios a
larga distancia, apalabrados en la Champaña u otros lugares, acabó evolucionando y
dando pie al surgimiento de la actividad bancaria, en la que las poblaciones de la
Toscana, con Lucca y Florencia al frente, lograrían especializarse.

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