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CIANURO
Para que el espectador pueda identificar en cualquier momento las características de los
personajes más importantes que intervienen en esta obra, ofrecemos una síntesis de los
mismos, en orden alfabético, tan útil a los desmemoriados, como a los metódicos.
MARTA :Señora estupenda. Tiene unos cincuenta y aparenta cuarenta y nueve, que
es lo bueno. Está casada y, además, lo representa, pero lo que mejor representa
es esta función.
ENRIQUE :
Señor estupendo. Guapo a rabiar, culto como él solo y más fino que un
guante. Este personaje tiene la virtud de caer de maravilla a todo el mundo.
Tanto es así, que la gente se lo quiere llevar a su casa para siempre.
ADELA:Paralítica de cintura para abajo según se mira, esta y no otra, es la causa de que
se pase toda la función en un cómodo sillón de ruedas. A pesar de esto no es feliz.
LAURA :
Hija de doña Adela, como su nombre indica. Soltera desde que nació. Tiene
cuarenta años y muchos aseguran que nunca tuvo dieciocho.
DON GREGORIO:
No hace más que agonizar el hombre, porque es algo mayor. Ahora, llega
un momento que se le toma cariño.
EUSTAQUIO:
Es una bellísima persona, pero el burgo provinciano le conoce por "El sátiro
de Extremadura".
MARCIAL :
Marido de doña Veneranda. Es detective de profesión y de vocación;
naturalmente, vive de las rentas de su madre, la cual hizo una gran fortuna en
1756 fundando una cadena de estancos en Brazzaville (África Ecuatorial francesa).
PADRE CELEDONIO :
Párroco del pueblo, autoritario, más recto que un cirio. Interesado
en la gastronomía.
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SOR RITA: Monja mosquita muerta, como su propio nombre indica, que atiende a don
Gregorio.
VENERANDA: Vecina que viene de visita. Esposa de Marcial. Lo trata como a un niño.
ACTO I
ADELA .—Hija,
por favor, no te alteres.
LAURA .—Déjeme, madre. Si no cortamos las risas y las diversiones a tiempo, esta
casa se convertiría en una sala de fiestas o algo por el estilo. ( MARCIAL sigue
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roncando.) ( DOÑA ADELA hace funcionar otra vez su silbato varias veces. Muy
despacio, MARCIAL se pone de pie y se estira.) Ya está bien..., ¿no? Has tomado esta
casa por un salón de conferencias: en cuanto oyes hablar, te duermes.
VENERANDA .—¡Qué guapo es!... ¿Has dormido bien, querido? Anda, dame un beso.
(Se acerca y le da un beso.) La pipa, querido, la pipa en los dientes. ( MARCIAL saca
una pipa del bolsillo y se la pone en la boca.) Así... Muy bien, Marcial. Anda,
enseña a doña Adela la lupa que te has comprado. ( MARCIAL mueve la cabeza.) ¿Por
qué no quieres?
SOCORRO .—Le da vergüenza.
VENERANDA .—Se ha comprado una lupa buenísima, para ver las huellas dactilares
de sus semejantes. Y una cartera con ganzúas. ¿Verdad, Marcial?... ¡Marcial...,
Marcial...! ¡Vaya por Dios!... Doña Adela, haga el favor… ¿Qué le parece, padre?
PADRE CELEDONIO.—Me parece que como en el arca de Noe, en la tierra debe haber de todo
ADELA .—Te has mojado. Vienes empapada. ¿Has traído todo lo que te
encargamos?
JUSTINA .—Sí, todo y con las quince pesetas que me han sobrado, he sacado de la
Biblioteca para leer las obras completas de Franz Kafka, que son muy entretenidas.
Y a las retrasadas nos hacen descuento.
ADELA.—Y, ¿lo otro, nena? ¡Lo que tenías que pedir a doña Matea!
JUSTINA.—¿El qué?.Ya no me acuerdo.
LAURA .—No seas idiota... ¡El cianuro de potasa!
JUSTINA .—¡Anda, tía, qué palabrota! ¡Los demonios la van a comer!
ADELA .—No chilles a la niña. Ven aquí rica. Son esos polvitos blancos, que tenía
que darte esa señora tan simpática, que te trae peladillas...
JUSTINA .—¡Ah!, el matarratas. Aquí está.
PADRE CELEDONIO.—Pues ya está, he dejado a Sor Rita con Don Gregorio. Tendrían que
haberle visto… Ha sido ver a la hermana y parece que ha rejuvenecido diez años, oye
JUSTINA.—Hola padre Celedonio
PADRE CELEDONIO.—Hola Justinita. ¿Ya has rezado hoy por tus desdichas?
JUTINA.—Ya sabe usted que yo soy atea, padre.
TODOS.—¡Jesús! ¡Por dios!
PADRE CELEDONIO.—¡Por las barbaridades que dices, está familia está maldita y castigada con
la fealdad!
ADELA.—Tampoco se pase usted, padre.
LAURA.—¡Tiene razón, madre! Por culpa de las cosas que dice Justina, yo no me he casado.
(Silencio general)
PADRE CELEDONIO.—Bueno, será mejor que me retire que ha sido un día muy duro. Que dios
bendiga la decencia de esta casa
ADELA.—¿Se va bien cenadito, padre?
PADRE CELEDONIO.—Usted sabe que a mí no me gusta picar entre horas, que eso es de gentes
maleducadas. Buenas noches.
TODAS.- Buenas noches, padre.
ENRIQUE.—Me gustaría ver al pobre abuelo. No olvidéis que sigo siendo médico.
MARTA .—Su sobrino es el mejor traumatólogo de Madrid.
ADELA .— ¡Vamos! Nosotras te acompañaremos.
(Entran en el cuarto del abuelo los tres. Hay una pausa. Casi
de inmediato sale la monja)
ENRIQ UE .—¡Pobre abuelo!Está muy mal. No creo que dure mucho, ahora, la
monjita es un encanto
LAURA .— Médico tenías que ser. Todos decís lo mismo, pero lleva así más de
tres meses.
ENRIQUE .—Ha hablado conmigo. Me ha cogido la mano y me ha dicho:
"Pirula, Pirula, ¡qué rica estás!”
(Se oye un grito que viene del lavabo. Aparece M ART A demudada.)
MARTA.—¡Enrique! i Enrique!
ENRIQUE .—¿Qué te pasa?
MARTA .—¡Ahí! ¡En el lavabo!Metido en la bañera hay un hombre. Yo creo que está
muerto.
LAURA .—¡El Sátiro! ¡Seguro que es el Sátiro!
M A R T A .—Viste muy raro, con una gorra a cuadros y una pipa en la boca.
LAURA .—¡Esto es el colmo!
A D E L A . ( Toc an d o el s i lb at o v ar ias v ec e s.) —N o s e asu st e; es u n
con oc id o.
ENRIQUE .—¿No será el fontanero?
MARCIAL .—Disculpe, señora, si la he asustado. Me llamo Marcial, marido de doña
Veneranda y soy detective. Me he quedado dormido mientras espiaba. No s é,
pero estoy seguro de que aquí se va a cometer un asesinato y trato de impedirlo.
ADELA .—Eso es ridículo.
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MARCIAL .—Además,hemos recibido un anónimo. El Sátiro vendrá esta noche a este
barrio. No escapará. Por eso me escondía. Esta casa es un primer piso y hay dos
mujeres. Perdón otra vez, señora. Ya me voy. Que ustedes sigan bien.
(Hace mutis.)
(Otra pausa)
( Señala una máquina de coser. JUSTINA coge las maletas del primo para llevarlas
a su cuarto.)
ENRIQUE .—¡No! No toques esas maletas. Esa maleta y la sombrerera tienen que
salir esta misma noche para Pamplona.
LAURA .—¿Ahora mismo? ¡Qué disparate!
ENRIQUE .—No hay más remedio. Es cuestión de vida o muerte.
ADELA .—Siendo así... Llermo puede llevarlas ahora mismo a facturar.
Anda,Laura, dile que baje en seguida.
LAURA .—Te enseñaré antes tu cuarto. Sígueme.
MARTA.—Voy contigo, Enrique. No me dejes sola.
ENRIQUE .—Vamos, Marta, no seas chiquilla. Tú duermes aquí.
LAURA .—Vamos, Enrique.
ENRIQUE .—Sí, vamos.
LAURA—Ha sido muy buena idea. Así certificará la muerte del abuelo (Se acerca al
teléfono y le descuelga. Marca un número. ADELA ha abierto el maletín y lo está
registrando. LAURA , hablando por teléfono.) Llermo, ¿eres tú? Soy Laura. Baja
inmediatamente. No, aún no se ha muerto. (Cuelga.) ¿Qué hace usted, madre?
ADELA.—Mira, hija, mira ese maletín. Y dime si no piensas como yo.
LAURA.—(Mira el interior del maletín de MARTA.)—¡Oh! En mi vida había visto tanto
dinero. (Soñadora.) Nos iríamos de esta ciudad para siempre.
ADELA.—¡Viajaremos! Veremos mundo. ¡Lourdes, Laura, Lourdes!
LAURA. —¿Y esta maleta y la sombrerera?
ADELA.— Seguro que son divisas o drogas y no se atreven a pasarlas por la frontera.
¡Abre la sombrerera! ¡Vamos, hija, ábrela!
LAURA.—Voy, madre, voy. Que a usted en seguida la consume la codicia. (Las dos
mujeres, muy laboriosas, intentan abrir la sombrerera. Aparece en el umbral
ENRIQUE , que ve la escena sin decir palabra.)
ADELA.—¡Vamos, vamos! Tenemos que ver qué contiene.
LAURA.—Está muy bien cerrada.
ENRIQUE . (Saca una navaja del bolsillo y avanza hacia ellas.) —Si os
puedo ayudar...
LAURA.—¡Ah!... Me has asustado.
ENRIQUE .—Con esto os será más sencillo. He perdido la llave.
(Tocan en la puerta)
ENRIQUE .—Está muy feo registrar las maletas, tía. No me parece bien.
ADELA .—
Hijo... Ya sabes que me gustan mucho los sombreros. Lo que me
extraña es que pese tanto ese... "sombrero".
ENRIQUE .—Pero...
LLERMO .—Silencio. Estoy hablando yo.
LAURA .—No le contradigas. Como está amargado, tiene ese carácter. (Sale,
llevándose a Adela)
LLERMO .—¿Cuánto está dispuesto a pagar por este trabajito? Ahora hay
mucha vigilancia.
ENRIQUE .—Pues, no sé... Veinte duros. Para tabaco y café.
LLERMO .—Me voy a dormir.
ENRIQUE .—Espere. Mil pesetas, ¿vale?
L L E RM O .—Tiene mucho interés. De acuerdo. Cien duros ahora y el
resto a la entrega.
ENRIQUE .—Tenga.
(Le da el dinero.)
LLERMO . (Con voz baja, a ENRIQUE.)—Tengo que hablar con usted. ¿La ha visto?
ENRIQUE .—¿A quién?
LLERMO.—¡Chist!... (Se lo lleva a un rincón.) A Justina. ¿La ha visto?
ENRIQUE.—Pues, sí. Estaba aquí.
LLERMO.—¿Qué le ha parecido? ¿Tengo buen gusto o no? Por eso estoy ahorrando.Un
día nos marcharemos, y entonces... verá esta familia si puedo tener hijos o no.
ENRIQUE .—Muy bien, muy bien. Pues nada, nada…
LLERMO: ¿Le interesan unas cabezas reducidas?
ENRIQUE.—¿Cómo dice usted, muchacho?
LLERMO .—Las cojo en el cementerio y en casa las reduzco; las dejo del tamaño de
un puño, las pego a un cenicero de baquelita y pongo debajo: "Recuerdo de
Badajoz." La gente se cree que son artificiales; pero..., ¡ sí, sí!...
ENRIQUE .— ¡Es un monstruo!
LLERMO .—¿Dice usted?
ENRIQUE .—Nada, nada.
LLERMO .—Oiga usted... Si quiere revistas prohibidas, postales, insulina, morfina o
una grifa fresquísima, no tiene más que llamarme a este teléfono. (Le entrega
una tarjeta.) ¿Y este mechero japonés..., que, además, es una linterna sorda,
un abrelatas, un tocadiscos, un bolígrafo y una radio de pilas? Tirado por ser
para usted...
ENRIQUE .—Es que... yo no fumo.
LLERMO . (Lo enciende.)—No importa. También sirve para quemar bosques.
ENRIQUE .—Tiene razón.
LAURA .—Si oye ruido, como el que hace una persona al caerse de la cama y chocar
contra el suelo, no se preocupe. No sería la primera noche que el abuelo hace
eso, al llegar a cierta edad, se tienen rarezas.
ENRIQUE .—No sé. No acierto a explicarme qué es... Lo más lógico es que sea una
bronquitis. Los síntomas no dejan lugar a dudas.
MARTA.—¡Enrique! ¡Qué cosas sabes decir a las mujeres! No me canso nunca de oírte.
ENRIQUE.—Bueno. Ahora, duerme. Te hace falta. Mañana nos espera un día de aúpa.
MARTA.—Pero, tú y yo solos.
ENRIQUE .—Para toda la vida. ¡Adiós, amor mío!
MARTA.—Adiós. Buenas noches.
(Entra ENRIQUE .)
MARTA.—¿Qué hará este hombre ahí subido? (Abre el balcón y de un salto se cuela
en la habitación un hombre. Una vez dentro, empieza a dar saltos e imitar el
ruido de algunos animales. Se tira al suelo y hace contorsiones variadas.) ¡Bravo!
Lo hace usted muy bien. Pero, ¿por qué no me demuestra sus habilidades
mañana? Estoy muy cansada y...
EUSTAQUIO .—¡Augggg..., augggggg!... ¡Uummmm!...
(Bosteza.)
(Se quita la capa y la nariz postiza, que lleva sujeta con una
goma.)
MARTA .—¡Jesús! (Le da una manta.) Tenga, abríguese un poco. Y, aparte de esto,
¿a qué se dedica usted?
EUST AQUIO .—Por las mañanas, voy a una inmobiliaria. Soy el conserje.
Por las tardes, llevo varias contabilidades; y, por las noches, ya lo ve usted.
Hay que vivir, señora. Estoy casado y tengo cinco hijos; los
colegios, las matrículas. El pequeño tiene tres añitos y el sarampión, y la
mayor, Elena, dieciocho. Mire... (Saca un retrato del bolsillo.) Aqu í están los
cinco. Mi mujer es la de en medio. Siempre que tengo trabajo por las noches,
no se duermen hasta que llego.
MARTA .—No comprendo bien, señor Sátiro.
EUSTAQUIO.—Eustaquio. Llámeme Eustaquio. Lo de "El Sátiro" es para la Prensa. Verá
usted... Cuando alguna joven de por aquí le pasa algo con el novio... No sé si me
explico...
MARTA .—Vamos, Eustaquio; no soy una niña.
EUST AQ UIO .—Pues bien..., cuando esto ocurre, me dejan recado en la porter ía.
Entonces entro por la ventana una noche, hago algo para
llamar la atención —nada de particular, porque soy muy soso—, hasta que ella grita.
Luego escapo por la ventana, y eso es todo. No sé si me ha entendido... ¡At chist!
MARTA.—No del todo.
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EUSTAQUIO .—Es muy sencillo. Yo me llevo las culpas de todo lo que pasa aqu í y a la
niña la casan en seguida. Casi siempre, con el mismo novio.
MARTA.—Debe ser el padre de media ciudad.
EUSTAQUIO.—Figúrese usted. Por visitas a pisos bajos son setenta y cinco pesetas, y a
cinco duros más por cada piso que hay que subir. ¡At..., at... chist!
MARTA.—Entiendo. Y, ¿me ha confundido a mí con...?
EUSTAQUIO: Debe ser la casa de al lado. Con su permiso, vuelvo a mis obligaciones.
MARTA.—Pero está usted chorreando; va a coger una pulmonía.
EUSTAQUIO .— Paciencia, señora. Todas las profesiones tienen su lado malo. ¡ At chist!
MARTA.—Tenga, tómese este café. Le sentará bien.
EUSTAQUIO.—¡Oh, no! Muchas gracias. Bastantes molestias...
MARTA.—No haga que me enfade. Es una orden, Eustaquio.
EUSTAQUIO.— Está bien, muchas gracias.
(Cae al suelo.)
ENRIQUE .—Ahora mismo te vas a tomar estas pastillas y dormirás toda la noche.
MARTA .—Te digo que entró por ese balcón, con una capa, daba saltos e imitaba
sonidos de animales. Luego tomó el café y...
(Cuelga el teléfono.)
Telón
ACTOII
ADELA.(Riéndose .)—¡Qué graciosa es usted! ¡Hay que ver qué cosas más verdes
se le ocurren! ¿Dónde demonios ha aprendido usted esos chistes tan pícaros
SOCORRO .—Me los contaba mi criada, que salía con un brigada de la legión. (Le
habla al oído)
P. CELEDONIO: (Persignándose) No blasfemen señoras y compórtense que estamos de
velatorio.
ADELA.(Se ríe a escondidas.)—Mira que cuando... (Se lo cuenta al oído.) ¡Ese brigada
era una cosa mala!
SOCORRO .—¡No lo sabe usted bien! Ahora está en un castillo.
ADELA.—¿Es duque?
SOCORRO .—Ladrón, más bien ¿Qué? ¿Y usted no conoce ningún chiste?
ADELA.—Sí, mujer. Lo que pasa es que tengo muy mala pata para contarlos.
SOCORRO.—¿Conoce usted el del loro?
¡Ya está! ¡Bendito sea Dios! Mañana sin falta las quiero oír en confesión y
DON CELEDONIO:
espero que se arrepientan mucho.
(Aparece LAURA.)
LAURA.—¿Ocurre algo?
ADELA: Nada hija, tráele unas pastitas a don Celedonio a ver si se anima.
LAURA .—
Se acabaron los chistes. Usted, doña Socorro, siempre lo mismo. ¿Es que
no sabe estar en un velatorio?
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SOCORRO .—Es verdad. Nos hemos olvidado del pobre don Gregorio. ¡Qué lástima!
Aquí, en Badajoz, todo el mundo le quería; ustedes, sin ir más lejos..., ¡qué horror,
lo que es la vida!
(Solloza.)
(Entra Sor Rita, pone unas pastas en la mesa camilla y se va. D. Celedonio y
Socorro se miran )
Y las pastas ni tocarlas hasta que no vengan los demás. Están contadas.
LAURA.-
SOCORRO .—¿Y migas? ¿No va a haber migas? Cuando lo del pobre Ceferino, fue a
base de migas y resultó muy bien. Con esto no quiero decir nada; cada cual es
muy dueño de celebrar sus velatorios como le parezca...
DON CELEDONIO .—También en aquel velatorio estaba aquel señor de Medina del
Campo, amigo de un vecino, que cantaba jotas navarras, y justo es reconocer que
tenía una buena voz.
LAURA.—¡Ya lo creo! Había que oírle "Ya no le temo a la fiera..., que la fiera ya murió..."
SOCORRO.—Pues a pesar de cantar con ese gusto, yo sé que tiene un piso puesto en Madrid
a una señorita, que se llama Chon, y él la llama Asuncioncita, para que no la confundan.
JUSTINA.—Abuela... me dijo la tía Laura que voy a tener que llevar luto por el abuelo diez
años. O sea, ropa negra y sólo películas españolas... ¿No es mucha mortificación?
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DON CELEDONIO .—¡Ustedes la oyen?... ¡Inmoral ¡Vergüenza te debería dar, intentar
quitártelo un día antes!
LAURA .-Tiene vocación de mujer de vida alegre. El día que faltemos nosotras,
(Llaman a la puerta.)
(Solloza.)
MARCIAL .—Sí, señora. Esta noche, por fin, va a caer "El Sátiro de Extremadura".
Se lo aseguro.
LAURA .—¡Me extraña! (Ríe.) ¡Coger tú al Sátiro!
MARCIAL.—Hemos recibido informes. Esta noche hará una visita a Rafaela Guzmán,
muchacha que vive aquí al lado. Tenemos cercado el barrio y no escapará.
SOCORRO.—¡Dios te oiga, hijo! A ver si, por fin, podemos descansar las mujeres solteras.
ADELA .—Hija, no hables así... Que se va a creer la visita que nunca has tenido
pretendientes. Y Laura ha tenido muy buenos partidos.
LAURA .—Sí, uno. Y está cumpliendo treinta años por lo de la anciana. Una
injusticia, porque, aunque Jacobo tenía un cuchillo, la anciana se podía haber
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defendido. Y, en cambio, treinta años. ¡Qué asco! (Al borde de la histeria.) ¡Qué
asco!
ADELA . (Toca el silbato.)—¡Basta, hija! esta noche no hagas el número.
LAURA .—¡No puedo, madre! ¡No puedo!
(A punto de estallar.)
(Hace mutis.)
ADELA.—No hay más remedio que tratarla así. No hace más que decir palabrotas, y yo no
sé dónde las aprende. Porque aquí, en casa, todos somos muy de derechas.
(Aparece MARCIAL .)
ENRIQUE .—Voy ahora mismo. Pero que no toquen nada. ( MARCIAL se vuelve a meter
en el cuarto.) Vamos, Marta, tienes que sobreponerte.
MARTA .—¡Déjame! Estoy muy mal. Voy… voy al lavabo; un poco de agua fresca
me reanimará.
(Al entrar en la habitación del abuelo se cruzan con Laura y Adela que salen de
ella.)
(Inician el mutis.)
(Por la puerta aparece Justina con un vestido muy bonito y muy atractiva)
JUSTINA.—¡Hola, abuelo! ¿¿Sor Rita?? ¿Qué hacen ustedes aquí? ¡Ay, ay! Se lo voy a
decir a la tía. Ahora que me fijo: ¿Cómo no está usted en la caja?
JUSTINA—Sí, ya voy. Debe ser mi Llermo. "Estaba la pastora; laran, laran, larito..."
JUSTINA.—¡Qué bruto! ¡Anda que si las tías estuvieran equivocadas! ¡Mira que si tú
fueras un señor!
LLERMO.—Vámonos ahora mismo... y verás. Y si me das por inútil, no volveré a
molestarte más.
JUSTINA .—Bueno... Pero, voy a ser exigente.
LLERMO .- No te defraudaré, Justinita mía.
JUSTINA .- Pues entonces, vamos.
ENRIQUE.—Me parece de muy mal gusto esa broma, Justina. Está muy feo asustar a la
gente.
JUSTINA.—Me da lo mismo que lo crean o no. ¡Lo he visto! ¡Lo he visto y he hablado con
él!
ENRIQUE —¡Justina, que me estás poniendo nervioso!
MARTA.—Bueno; dejad de discutir...Si la nena asegura que ha visto al abuelo será cierto.
Porque tú nunca mientes, ¿verdad?
JUSTINA.- Nunca, señorita.
MARTA.—Y dime... Sólo por curiosidad: la taza de café que me llevaste a la cama, ¿quién
te la dio?
JUSTINA .—El café lo hice yo, que soy muy habilidosa. La que echó las dos cucharadas
de cianuro fue la tía Laura. Dijo que a usted le gustaba muy cargadito.
LLERMO. ¡Azúcar! ¡Qué cianuro, ni cianuro! Dices unas cosas que, a veces, me dan miedo.
MARTA.—¿Has oído, Enrique? Es tu prima Laura. ¿Te convences? Pero, ¿Por qué? ¿Por qué?
Es para volverse loca.
ENRIQUE. (Viendo las maletas.)—¿Qué hacen estas maletas aquí? ¡Diga! ¿Qué hacen aquí?
LLERMO .—Se lo iba a decir, pero no me ha dado tiempo. Cuando he llegado a la
estación estaba cerrada. Hasta mañana no pasa ning ún tren.
ENRIQUE. (Cogiéndole por las solapas.)—Y en este tiempo, ¿qué ha hecho usted? ¿Ha
abierto las maletas?
LLERM O .—¡Eh! Oiga. Las manos quietas. Naturalmente que he abierto las maletas.
Sépalo de una vez; no he ido a la estación. (Pausa.) Qué, ¿Sorprendido? Usted
se creía que yo, además de estéril, era tonto, ¿no?
MARTA.—Pero, ¿Qué hay en esa maleta? ¿No me dijiste que cosas de Armando, sin valor?
LLERMO . (Se ríe.)—¿Eso le dijo? ¡Tiene gracia!
MARCIAL .—Bien. Ya les tengo que dejar. ¡Hola, Guillermo! ¿ Qué tal las cosas?
LLERMO .—Se hace lo que se puede. (Nervioso.) Todo está muy difícil, ya sabe...
MARCIAL .- Ya, ya. Te noto algo extraño. Ya sabes que a mí no se me puede engañar.
¿No tienes nada que ocultarme?
JUSTINA .—Es que le asustan los muertos, Don Marcial. ¿Verdad que de quien hay
que tener miedo no es de los muertos, sino de las motos?
MARCIAL .—Eso es, pequeña. Bueno. Me voy. Esta noche presiento que va a ser
algo movidita. Huelo a... Huelo a... (Tropieza con una maleta.) Estas maletas no
estaban antes. ¿Son tuyas, Llermo? ¿De dónde las has sacado? ¡Contesta! Y no
se te ocurra mentir a Marcial.
LLERMO .—No, no... Verá...
ENRIQUE .—¡Don Marcial!... ¿Tenemos cara de contrabandistas?
MARTA.—Si usted quiere, las abrimos. Es material médico, instrumental de trabajo.
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( MARCIAL mira las maletas y no sabe qué hacer.)
MARCIAL .—Era una broma. Me encanta desconcertar a la gente. (Deja las maletas
en el suelo.) Bueno, les dejo. Estaré por aquí cerca. En cuanto aparezca el Sátiro,
caerá. Acuérdense de lo que les he dicho: esta es una noche importante para
Badajoz. (Inicia el mutis.) Que ustedes descansen.
(Hace mutis.)
MARTA.—Luego, aquella llamada por teléfono. ¿Quién pudo ser, Enrique? Nadie sabía
que veníamos aquí.
LLERMO.—Fui yo, señora. Yo les llamé por teléfono, diciéndole aquello de: "Uno de
enero, dos de febrero..."
(Se ríe.)
GREGORIO .—¡Vaya! Creí que no iba a salir nunca de ese dichoso armario.
GREGORIO. (Vuelve a entrar hablando con Sor Rita que está fuera de escena)—Bien... No
tardes... Bueno; esto ya está. Pirula vendrá enseguida, Ha ido a rezar al muerto, para
disimular.
ENRIQUE—Mucho cuidado, abuelo. Un tal Marcial tiene rodeado el barrio con su gente.
GREGORIO.—Entonces es el momento. Mientras vigile Marcial, no hay peligro. Es el anormal
de aquí.
ENRIQUE .—Abuelo... Quiero pedirle a usted, un favor.
GREGORIO .—Adelante, hijo. Si está en mi mano.
ENRIQUE.—No sé cómo empezar... Me es un poco violento. (Pausa.) Abuelo... No soy bueno.
No, no lo soy.
GREGORIO .—¡Vamos, muchacho, vamos...! Se trata de Marta, ¿no?
ENRIQUE .—Sí, abuelo. Marta es casada. Y esto que he hecho no está ni medio bien.
Su marido era mi amigo, mi maestro. Gracias a él aprendí todo lo que sé.
GREGORIO .—Marta y tú os queréis, ¿No es eso?
ENRIQUE .—Sí, abuelo.
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GREGORIO .—Y ella, ¿tiene dinero?
ENRIQUE.—Mire usted... (Le enseña el maletín de las joyas.) ¿Tengo gusto, o no?
GREGORIO .—¡Bravo, muchacho! ¿Y tienes remordimientos? ¡Eres un artista! Y el
bueno del marido seguro que no se ha enterado, ¿ no? (Ríe.) Hay algunos
maridos que no se enteran nunca.
ENRIQUE .—Efectivamente; no sabe nada.
GREGORIO .—¡Qué muchacho!
(Ríe pillinamente.)
ENRIQUE .—El
marido de Marta, el doctor Molinos, mi amigo, mi maestro... est á ahí
en esa maleta... y en la sombrerera.
GREGORIO .—¡Enrique!
ENRIQUE . (Presentándoles.)—El doctor Molinos... Mi abuelo.
SOR RITA. - ¡Qué horror!
(Tratando de pensar.)
.—¿Me estás tomando por idiota?
LAURA
SOCORRO.—¡Pobrecillo! ¡Hay que ver, qué serio se ha quedado! ¡Ah! Laura, pregunta a
tu primo cuándo va a venir el resto de la "Tuna".
(Entran ENRIQUE y LAURA . DOÑA SOCORRO se ha quedado extrañada al oír las últimas
palabras. Luego, va al teléfono y marca un número. Al momento, salen
sigilosamente DON GREGORIO y SOR RITA . DOÑA SOCORRO no los ve. DON GREGORIO va a por las
maletas y la sombrerera y las coge, disponiéndose a salir por el balcón. Luego
se arrepiente y deja la maleta, cogiendo el maletín de las joyas. Cuando va a
saltar por el balcón, DOÑA SOCORRO los ve.)
SOCORRO:Voy a avisar a Matea para que no se lo pierda, nunca había estado en un velatorio
tan divertido! Y ahora Enrique le está afeitando el bigote.
LAURA .—¿Dice usted que le está afeitando el bigote?
SOCORRO.—¡Ya lo creo! Y doña Veneranda le está pintando un ancla en el brazo, como la
que tenía don Gregorio..., que se le debe de haber borrado. Bueno voy para allá...
ADELA.— ¡Ten cuidado, hija! Podría aparecer alguien y sería muy violento que te viera
hurgar en la maleta.
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LAURA.—Estos prejuicios suyos son los que pierden a la gente honesta y trabajadora.
(Abriendo la maleta.)—¡Ya está! ¡Por fin!
ADELA . (Acerca el cochecito.)—A ver... a ver...
LAURA .—¡Qué extraño! Han metido las joyas en un plástico negro.
ADELA .—Ya, ya... Y lo han atado con una cuerda, como si fueran chorizos.
LAURA .—Raro... Muy raro. Vamos a abrirlo.
(Entra MARTA )
LLERMO —¡Ah! Tenga. No se cómo se las ingeniaría el Sátiro, pero ha estado en esta
casa y se ha llevado la sombrerera. (Se la da.) En la carrera, la dejó caer al suelo;
yo la vi, y aquí está. ¿Vale Llermo o no vale?
LAURA.—¿Que ha estado aquí? Eso sí que es raro. Madre, ¿no se habrá decidido por
fin?... ¡Yo soy soltera!
ADELA.—Hija, hablas de un degenerado como si fuera un ingeniero industrial.
LAURA.—¡Lo que es no tener la conciencia tranquila! ¿Verdad, primo? Te has quedado muy
pálido.
ENRIQUE .—¿Yo? ¿Por qué? ¡Qué tontería!
MARTA .—¿Qué ha querido decir tu prima, Enrique?
LAURA .—Lo va usted a saber ahora mismo. A mí no me gustan las gentes que
ocultan algo. En nuestra familia la moral ha sido siempre nuestra obsesió n. Usted,
señora, es casada, ¿verdad?
MARTA .—Sí, lo soy. Pero quiero a Enrique. Con mi marido no me entend ía.
ADELA .—¿Era sueco?
MARTA .—No; pero daba lo mismo. Me llevaba más de veinte años. Jamás lo quise.
Me casé con él por las dos únicas razones que una mujer como yo se puede casar
con un sabio calvo. El me quería y era millonario.
ADELA .—¿Era un sabio y millonario? ¿Y dice usted que no era sueco?
MARTA .—No; de Córdoba, y un día le tocó la Lotería. Luego conocí a Enrique y
decidimos marcharnos de España y empezar una nueva vida.
LAURA .—Con el dinero de la Lotería...
MARTA.—No; solamente me he traído mis joyas... Los regalos que él me hizo.
ADELA .—¿Y esa sombrerera?
MARTA.—Les juro... que no sé...
LAURA .—Todo esto me parece muy extraño... Enrique, ¿quién es el que está en la
caja? Y, ¿por qué lleváis las joyas envueltas en un plástico negro?
ENRIQUE .—¿Cómo? ¿Qué estás diciendo?
ADELA.—Sí, ahí en esa maleta. Yo lo he visto antes, y atado con una cuerda.
ENRIQUE .—Pero, ¿cómo es posible?. Marta, déjanos solos unos instantes. Ve a ver
al abuelo. Tengo que hablar con mi familia.
MARTA .—Está bien, Enrique, está bien.
ENRIQUE. (Va hacia la maleta y la abre.)—¡Maldita sea! (Se empieza a reír.) ¡Bien nos la
has jugado, abuelo! ¡Bien!
ADELA .—¿Qué estás diciendo?
LAURA . (A JUSTINA .)—Niña, vete a la cocina.
JUSTINA .—¿Caliento un poco de café?
LAURA .—Sí, sí... Pero, lárgate. ( JUSTINA S ale, después de coger el café.) Habla de
una vez; te escuchamos.
ENRIQUE.—¿Queréis saber quién está en la caja? Pues "El Sátiro de Extremadura".
ADELA .—¿Qué dices?
LAURA .—¿Estás loco?
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ENRIQUE .—Se tomó el café que preparasteis para Marta. El abuelo se dio cuenta de
todo y, entre los dos, preparamos el plan para que él se pudiera ir con las ropas
del Sátiro, con Pirula y con todo vuestro dinero. ¡Bien nos la has jugado, abuelo!
¡Cómo te debes estar riendo!¡¡Granuja!!
ADELA .—¡Ay, hija! Que me parece que va a ser verdad!
LAURA .- ¿Pirula?¿Pero ha estado aquí la tal Pirula?
(Se miran Laura y Adela)
AMBAS .- ¡¡Sor Rita!!
ENRIQUE .—Y no termina aquí la historia. Se ha llevado la maleta con las joyas de
Marta. Y nos ha dejado aquí ésta y la sombrerera.
LAURA .—¿Y qué hay? ¿Más dinero?
ENRIQUE.—Frío, muy frío. Mi familia es más tonta de lo que yo me figuraba. Aquí dentro
está... el doctor Molinos. El juego completo: la cabeza y el tronco. Voilá!
LAURA.—¡Mientes!
ENRIQUE .—¿La abrimos?
ADELA.- Tú...
ENRIQUE .—Eso es. Vuestro sobrino Enrique, la oveja negra, el santo, ya lo sab éis:
está tan loco como todos vosotros. He matado a un hombre y llevo un día entero
cargando su cuerpo...
ADELA .—¡Adiós, Lourdes!
ENRIQUE .—¿Por qué se me ocurriría pasar la noche en esta maldita casa? Si yo sé
cómo sois. Lo he sabido siempre.
JUSTINA.—Aquí está el café. (Da una taza a cada uno.) Tú, primo, cómo lo quieres, ¿solo
o con leche?
ENRIQUE .—Solo.
(Lo bebe.)
JUSTINA .—¡Pues sí que están alegres! Yo sí que tenía que estar triste y estoy más
contenta que unas Pascuas.
LAURA .—Nena, ¿qué has echado en este café?
ENRIQUE .—Tiene un gusto muy raro. Sabe a cantina de estación.
ADELA .—¡A lo que sabe es a cianuro potásico!
LAURA .—¿Qué has echado en este café? ¡Contesta!
JUSTINA.—Pues qué voy a echar, los polvos blancos que traje esta tarde. ¿No es azúcar?
LAURA.—¡Justina!
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JUSTINA.—¿Lo he hecho mal? ¡Vaya, no doy una! Qué, ¿pongo la cara, como siempre?
LAURA .—No... Ya... es lo mismo.
(Aparece .)
MARTA
MARTA.— Ya está amaneciendo y ha dejado de llover. Parece como si, con el nuevo
día, se acabase una noche horrible de pesadillas. (Pausa. Los tres personajes ya
no se mueven. MARTA no los mira. Está a punto de echarse a llorar. A lo lejos se
oye la canción infantil que canta JUSTINA. ) He decidido no ir contigo en este viaje,
Enrique, no me preguntes por qué. La respuesta te la darás tú mismo algún día.
Debimos marcharnos a Portugal enseguida. Te lo pedí, Enrique, que me llevases
lejos, y tú: son mi única familia, una casa tranquila y apacible, te encantará
conocerlos a todos, forman parte de mi vida. Y yo que no, que era una locura,
que Portugal estaba muy cerca, y tú, tú, no me hiciste caso. Lo siento, Enrique,
pero aun queriéndote mucho, más que a mi vida, vuelvo a Madrid con mi marido.
Es mejor que no nos volvamos a ver nunca más. Adiós.
(Por la ventana ha ido amaneciendo. MARTA , sin mirarlos, coge el abrigo y sale
después de apagar la luz. El grupo queda iluminado por la claridad que entra
por el balcón. Al momento entra JUSTINA con su muñeca cantando: "Tengo una
muñeca vestida de azul..." Los mira..., no entiende nada y se sienta en el suelo,
cantando y durmiendo a ROSALINDA. Muy despacio va cayendo el
TELÓN