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CIANURO

Para que el espectador pueda identificar en cualquier momento las características de los
personajes más importantes que intervienen en esta obra, ofrecemos una síntesis de los
mismos, en orden alfabético, tan útil a los desmemoriados, como a los metódicos.

MARTA :Señora estupenda. Tiene unos cincuenta y aparenta cuarenta y nueve, que
es lo bueno. Está casada y, además, lo representa, pero lo que mejor representa
es esta función.

ENRIQUE :
Señor estupendo. Guapo a rabiar, culto como él solo y más fino que un
guante. Este personaje tiene la virtud de caer de maravilla a todo el mundo.
Tanto es así, que la gente se lo quiere llevar a su casa para siempre.

ADELA:Paralítica de cintura para abajo según se mira, esta y no otra, es la causa de que
se pase toda la función en un cómodo sillón de ruedas. A pesar de esto no es feliz.

LAURA :
Hija de doña Adela, como su nombre indica. Soltera desde que nació. Tiene
cuarenta años y muchos aseguran que nunca tuvo dieciocho.

DON GREGORIO:
No hace más que agonizar el hombre, porque es algo mayor. Ahora, llega
un momento que se le toma cariño.

JUSTINA : Sobrina de la familia. Es un bombón y, además, retrasada mental.

LLERMO : Su verdadero nombre es Guillermo. Las gentes bien intencionadas lo


llaman con ese diminutivo cariñoso porque no puede tener hijos. Est á casado con
Justina.

LADY AGATHA : No sale, pero hace precioso en un programa.

EUSTAQUIO:
Es una bellísima persona, pero el burgo provinciano le conoce por "El sátiro
de Extremadura".

MARCIAL :
Marido de doña Veneranda. Es detective de profesión y de vocación;
naturalmente, vive de las rentas de su madre, la cual hizo una gran fortuna en
1756 fundando una cadena de estancos en Brazzaville (África Ecuatorial francesa).

PADRE CELEDONIO :
Párroco del pueblo, autoritario, más recto que un cirio. Interesado
en la gastronomía.
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SOR RITA: Monja mosquita muerta, como su propio nombre indica, que atiende a don
Gregorio.

VENERANDA: Vecina que viene de visita. Esposa de Marcial. Lo trata como a un niño.

SOCORRO: Otra vecina cotilla, esta sin marido y poco espabilada.

Invitados, gentes del lugar, burgueses y solicitantes, diosecillos, hadas, gnomos,


bailarines, cantantes y un guardia. El tren Expreso Madrid -Irún, que cruza
velozmente el segundo acto, es una gentileza de la RENFE.

La acción de esta comedia transcurre en Badajoz (Extremadura), provincia


española, situada al oeste de España, entre los 37 grados, 56 minutos y 39 grados,
27 segundos de latitud Norte del meridiano de Madrid. A pesar de esto, los árabes
llamaban cariñosamente a Badajoz BALEDAIX.

Es la noche de Todos los Santos, víspera de los Difuntos.

El decorado durante toda la función es la habitación cuarto de estar de una casa


perteneciente a la clase media de provincia, más fea y triste que lo normal. Tres
puertas practicables y un balcón, también practicable.
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ACTO I

(Al levantarse el telón son las once y pico de una noche


crudísima. Se avecina una gran tormenta. Hace frío. Sentada,
en un sillón de ruedas está DOÑA ADELA. LAURA habla por teléfono,
y sentadas alrededor de una mesa-camilla están DOÑA VENERANDA
y DOÑA SOCORRO . En una silla, un poco más retirado, se encuentra
MARCIAL , que viste exactamente igual que lo hubiera hecho
Sherlock Holmes si hubiese pasado alguna noche en Badajoz.
Como música de fondo se oirá, con breves intervalos, los
quejidos lastimeros que vienen de la habitación del foro. Son
del abuelo, que está agonizando.)

LAURA. (Hablando por teléfono.)—...Espera, voy a tomar nota... (Toma un papel y


un lápiz.) Tómese agua del grifo y déjese hervir unos segundos... Luego se echan
los granos negros... ¡Ah! Después de molerlos, comprendo..., y se tapa con un
objeto plano... esperar ocho minutos... Perfecto... Creo que sabr é... A
continuación, se cuela con algo que sirva para colar... y se vierte el líquido negro
en un recipiente limpio… ¿Cómo? ¡Qué maravilla! (Tapando el auricular.) ¡Madre!
¡Madre!
ADELA.—Dime, hija.
LAURA.—¡También se puede migar pan!... ¿No es alucinante?
ADELA.—Esto del café es un invento del demonio.
LAURA. (Sigue hablando por teléfono.)—Ya está perfectamente claro... Muchas
gracias... Igual... Sigue lo mismo... Adiós, Amelia. (Cuelga.) ¡Al fin, madre! Por fin
me he enterado cómo se hace el café.
VENERANDA. —¿El café solo o con leche?
SOCORRO .—Es que su hija tiene una mano para la cocina, única. ¡Qué! ¿Algo para
don Gregorio?
ADELA.—Sí, doña Socorro... Un medicamento muy bueno... Justo lo que necesita él... y
nosotras.
LAURA .—El mes que viene cumple noventa y dos añ os... ¿No les parece que ya
es mucho cumplir?
VENERANDA .—¡Cómo!... Es casi casi, una grosería. ¡Hombre tenía que ser!
SOCORRO .—¿Y qué le van a dar? Algún remedio alemán..., ¿verdad?... Háganme
caso; los alemanes, se dan unas mañas para las medicinas... O, si no, que lo
diga aquí, Veneranda.
VENERANDA.—Ya lo creo. Y para las radios y la mecánica, no digamos. Además,
como son tan rubios y tan altos...
ADELA .—¿Ustedes han oído hablar del cianuro?
VENERANDA.—No, doña Adela. Viajamos tan poco... a nosotras lo que mejor nos va es el
termómetro. ¿Verdad, Socorro?
SOCORRO .—Es cierto; pero lo tuvimos que dejar, porque nos hac ía llagas.
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VENERANDA .—A mí me sentaba muy bien.
ADELA .—¿El termómetro?
SOCORRO.—Como se lo decimos. Lo usábamos de reconstituyente. ¡Me abría un apetito!...
Y, en verano, ¡es tan fresquito!...
SOCORRO .—Lo malo es que me bajaba un poco la tensión. Esto no quiere decir nada.
A lo mejor, el cianuro no baja la tensión.
LAURA .—Es un remedio infalible. Como la lejía, pero en polvo. Y rapidísimo. Un
alarde de la técnica. Pero nada de esto lo digan delante del Padre Celedonio
VENERANDA . (Se ríe.)—¿Has oído, Socorro?... ¡Qué disparate!... Como la lejía...
SOCORRO .—Ya, ya... ¿Y quién es la que va a tener el hijo?
VENERANDA .—Pero..., ¿qué has entendido, mujer?... ¡Qué costumbre...!
SOCORRO .—Es que no he oído bien.
VENERANDA .—Discúlpela. Es la cuarta visita que llevamos hoy, y la pobre se hace un
lío. Ya saben su costumbre: cuando no entiende alguna conversación, lo relaciona
con el sexto Mandamiento.
ADELA.—Me hago cargo... Pero es muy desagradable... Compréndalo... El abuelo cerca de
tres meses agonizando... y..., y...

(Entra el Padre Celedonio al salón que viene de estar con


Gregorio)

ADELA.—¡Padre! ¿Cómo lo ha visto?, ¿cree que el señor ya lo está llamando?


PADRE CELEDONIO—Ni por asomo. Cinco veces le he dado la extremaunción y está cada vez
mejor. El señor quiere que viva más tiempo

(Doña Adela llora)

VENERANDA .—Vamos, vamos, doña Adela...


SOCORRO .—No se preocupe, mujer... Mañana son los Santos Difuntos.
No hay que perder la esperanza.
VENERANDA .—Claro..., a lo mejor..., ¿Quién sabe?, ¿verdad padre?
PADRE CELEDONIO—El señor es el que dispone. Aunque es verdad que el pobrecito Don
Gregorio lleva un mes de mal en peor.
LAURA.—Son ustedes demasiado optimistas. Eso pensábamos hace una semana... pero
pasa el tiempo y todo sigue igual... Escuchen, escuchen... ¿No es desesperante?

(Todos callan, y se oye al abuelo agonizar.)

SOCORRO .—Lo hace muy entonadito ya, el pobre.


PADRE CELEDONIO—Parece un jilguero
VENERANDA.—¡Qué ruido arma! Con este jaleo, no les dejará oír la radio.
LAURA.—Señora, en esta casa nunca tuvimos radio.
AD ELA .—Se empieza por una radio y se acaba y éndose una tarde al cine. La vida
no es sólo diversión, como algunos creen... ( M ARCIAL , que está dormido en la
silla, empieza a roncar cada vez m ás fuerte.) ¡Sufrimos tanto!... ¡ Estamos
extenuadas. (Sigue roncando MARCIAL .)..., día y noche cuidándole, como
hermanas de la Caridad... ( DO ÑA AD ELA coge el silbato, que lleva colgado del cuello,
y da un pitido bastante fuerte. Inmediatamente M ARCIAL deja de roncar. Luego
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deja colgar el silbato, como si nada hubiese ocurrido.) La gente, al llegar a
ciertas edades, se muere... ¿ No?....
VENERANDA.—Por lo menos, eso pasaba en nuestros tiempos, que éramos más decentes.
LAURA .—Pero de esta noche no pasa.
PADRE CELEDONIO.—¡No sea hereje! Y no se le ocurra anteponerse a los deseos del
todopoderoso. Don Gregorio será llevado cuando haya cumplido su misión en la tierra y
no cuando ustedes quieran. ¡Y Póngame más de esos turroncitos que estoy fatigado de
tanto venir!

(Se oye un trueno tremendo. Hay pausa. Todos suspiran y no


saben qué decir.)

SOCORRO.—Es que usted, padre Celedonio, es un santo ¡Un santo!


VENERANDA.—Desde luego... Y, doña Adela una valiente
SOCORRO .—Es que hay que ver. Tanto tiempo llamando Dios a don Gregorio, y usted,
doña Adela, tan entera.
ADELA .—Entera, lo que se dice entera... Por eso hoy tenemos una buena nueva;
viene una hermanita de la caridad a ayudarnos con el abuelo
VENERANDA .—¿Cómo una hermanita?
PADRE CELEDONIO.—Yo ya he dicho que esa idea no la comparto del todo habiendo dos
mujeres en la casa
LAURA.— Viene una monjita enfermera de la orden de Mari Cruz
VENERANDA.—No conozco yo esa orden oiga.
SOCORRO.—Eso debe ser como una telemonja…
ADELA .—Algo así. El abuelo se ha puesto de pesado con eso…
LAURA .—¡Mi monjita, mi monjita!, ¡quiero una monjita!
ADELA .—Él mismo hizo las gestiones, debe ser un milagro del señor que haya sido capaz
de encontrar una monja enfermera en el listín
VENERANDA .—Pues tengan ustedes cuidado, que hay monjitas que las carga el
diablo
LAURA .—¡Doña Veneranda no blasfeme en mi techo que la pongo en la puerta!
PADRE CELEDONIO.—¡Laura, no hables de blasfemia en mi presencia que no te lo consiento!
Debes ser más comedida en tus reacciones hija, y agradece las visitas y el trabajo de la
iglesia en tu casa con unos turroncitos o pastas
ADELA.—¡Qué carácter tienes, hija!... A veces me pregunto si has tenido alguna vez
dieciocho años.
SOCORRO .—¿Dieciocho, doña Adela?... ¿Es posible? ¿Y todos viven?
LAURA .—¡Ya me está usted hartando con sus idioteces, doña Socorro! ¡Si no sabe
ir de visita, no salga de su casa!
VENERANDA . (Riéndose.)—Hay que ver qué autoridad tienes Laurita
LAURA .—¡Chist! ¡ En esta casa está prohibido reírse! Esto no es ningún circo. Si
quieren reírse, a fumar grifa. ¡A la calle!... Perdóneme Padre pero lo tenía que
decir…, y turroncitos no nos quedan ya.
PADRE CELEDONIO.—Unas pastas también les vendrían bien a estas señoras, ¡vamos, vamos!

( MARCIAL empieza a roncar.)

ADELA .—Hija,
por favor, no te alteres.
LAURA .—Déjeme, madre. Si no cortamos las risas y las diversiones a tiempo, esta
casa se convertiría en una sala de fiestas o algo por el estilo. ( MARCIAL sigue
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roncando.) ( DOÑA ADELA hace funcionar otra vez su silbato varias veces. Muy
despacio, MARCIAL se pone de pie y se estira.) Ya está bien..., ¿no? Has tomado esta
casa por un salón de conferencias: en cuanto oyes hablar, te duermes.
VENERANDA .—¡Qué guapo es!... ¿Has dormido bien, querido? Anda, dame un beso.
(Se acerca y le da un beso.) La pipa, querido, la pipa en los dientes. ( MARCIAL saca
una pipa del bolsillo y se la pone en la boca.) Así... Muy bien, Marcial. Anda,
enseña a doña Adela la lupa que te has comprado. ( MARCIAL mueve la cabeza.) ¿Por
qué no quieres?
SOCORRO .—Le da vergüenza.

( MARCIAL se sienta y se vuelve a dormir.)

VENERANDA .—Se ha comprado una lupa buenísima, para ver las huellas dactilares
de sus semejantes. Y una cartera con ganzúas. ¿Verdad, Marcial?... ¡Marcial...,
Marcial...! ¡Vaya por Dios!... Doña Adela, haga el favor… ¿Qué le parece, padre?
PADRE CELEDONIO.—Me parece que como en el arca de Noe, en la tierra debe haber de todo

( DOÑA ADELA toca el silbato. MARCIAL se levanta.)

MARCIAL . (Paseando por la habitación, contando los pasos.)—Está clarísimo...


Veintiséis pasos por ocho... En esta casa está a punto de cometerse un asesinato.
PADRE CELEDONIO.—¡Conténgase! No esté atrayendo al demonio a esta casa
LAURA—¿Galletitas de canela, padre, querrá?
PADRE CELEDONIO.—No es por mí, déjelas aquí para las vecinas
ADELA .—¿Por qué dice usted eso del asesinato?
MARCIAL.—Lo huelo... Yo tengo un olfato para esto, único. No se me escapa nada. Aquí
huele a crimen.
VENERANDA .—¡Muy bien, Marcial! ¡La pipa! Enseña ahora la lupa.
ADELA .—Lo que huele es el brasero, que tiene un poco de tufo.
LAURA .— No haga usted caso. No sabe lo que está diciendo. No hace más que dormir.
MARCIAL .—No duermo; pienso. Mi mente no descansa nunca.
PADRE CELEDONIO.—Creo que he escuchado suficiente, voy a ver de nuevo cómo se encuentra
Don Gregorio, que es un hombre sensato y no un tití disfrazado de hombre… (Se va)
MARCIAL.—¿Por quién iba eso?
VENERANDA .—¡Un tití, Marcial! El tití de la Veneranda. Dame un beso monotipo mío
LAURA .—Y, ¿qué me dices del "Sátiro de Extremadura"?... Ese se ríe de ti, de la
Policía y de toda la región. ¿Has leído la Prensa, Marcial? Anoche volvió a las
andadas.
VENERANDA .—¿Es posible? ¡Qué horror!
ADELA.—Ese monstruo se ha propuesto no dejar vivir en paz a las mujeres solteras. ¿A
quién le ha tocado esta vez?
MARCIAL.—A Hilaria, la hija de Felipe, el de la encuadernación de la calle de la Salud.
SOCORRO. —¿A ésa bajita, con pecas? ¡Pobre hombre!
VENERANDA.—Querrás decir pobre mujer...
so CORRO .—Lo decía por el sátiro ese. Que hace falta ser un degenerado.
LAURA .— Abrazará alguna orden monástica, la pobre.
MARCIAL .—De momento, lo único que va a abrazar es al novio. Dice que no le
importa el accidente. Es un buen muchacho y se casan el mes que viene.
LAURA .—¡Es indignante!
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MARCIAL .—Ya te he dicho hace un momento que aquí olía a muerto, a crimen...
Llevo mucho tiempo dedicado a este individuo. Ahora ya tengo la lupa, la pipa
y la ganzúa. Además, mi cerebro. El sátiro caerá en mis manos esta noche, y os
convenceréis de todo lo que es capaz Marcial.
VENERANDA .—Di que sí!
LAURA .—No me río, porque podría pensar la gente que se había muerto el abuelo.
Pero, ¡El "Sátiro de Extremadura" es mucho más hombre que tú y que yo!
MARCIAL.—Si esta noche no cae ese individuo, dejo la profesión.
VENERANDA.— ¡la pipa! ¡La pipa! Muy bien. Da gusto verle. ¡Qué bien le sienta el
uniforme!
MARCIAL.— Creo que debemos irnos. Aún me faltan por ultimar algunas cosas.
VENERANDA .—Sí, vamos. (Se pone en pie.) Vamos Socorro. Bueno, muchas gracias
por la cena. ¡Tan austera!... Claro que en moment os como éstos, la cena no
cuenta. ¿Verdad, Socorro?
LAURA . (Va hacia el balcón.)—Por fin, va a caer una buena tormenta. Lo present ía.
No me ha dolido el costado en toda la tarde, y cuando no me duele el costado,
es que va a haber tormenta. Siempre hay víctimas, estragos y algún que otro
siniestro. (Relámpago y trueno.) ¿A ustedes no les gustan las tormentas?
SOCORRO.—Nosotros somos gentes de ciudad, sencillas.
VENERANDA.—¡Como no somos labradores!...
SOCORRO .—Es una cosa que me fastidiaría mucho. Una vez conocí a un labrador y
no me gustó nada. ¡Tan colorado! ¡No hacía más que beber agua de un botijo,
el muy gamberro! Un ingeniero es otra cosa.
ADELA .—¡Y pensar que aún nos queda otra noche en pie!...
VENERANDA .—¿Y usted, por las noches, en pie? ¿Está sola o la sostienen?
ADELA .—Es un decir, doña Veneranda. Ya ve, más de veinte años en este sillón.
VENERANDA .—¿Por qué no va usted a Lourdes?
SOCORRO.—Es verdad. Tengo entendido que aquello es muy sano.
ADELA.—Laura, no me deja.
LAURA.—Cuando se muera el abuelo, iremos donde quieras. Viajaremos si es su gusto,
madre. Le encantará la U. R. S. S.
MARCIAL .—Son más de las once y media. Además, está empezando a llover.
VENERANDA.—Sí, llevas razón, hijo. Que se mejore don Gregorio.
LAURA.—¡No sea usted gafe!
SOCORRO .—Pero, ¿cómo? ¿Es que hay algún enfermo?
LAURA .—Usted, señora mía, ¡sigue tan idiota!
SOCORRO .—Es que me hago un lío con las visitas. Hoy ya vamos muy retrasadas;
aún nos quedan tres: un recién operado de próstata, con perdón, y un velatorio
muy bueno, mejorando lo presente.
VENERANDA .—Los Estévez; él era abogado.
SOCORRO .—Sí, pero no ha muerto de eso, porque no ejercía.
VENERANDA .—Son gente muy espléndida. Cuando la abuela, dieron hasta bizcochos
borrachos.
MARCIAL.—Bueno, Laura, mucha resignación. Doña Adela, salud para cuidarlo.
Sigo creyendo que esta casa huele a asesinato.
VENERANDA .—Bien, querido. Ahora a otra casa y duermes un ratito. Y abr ígate; no
vayas a coger frío.
SOCORRO .—Adiós, Laura... Adiós, doña Adela... No se levante; conocemos el camino.
VENERANDA .—Sí, no se levante; su hija nos acompaña y nos cruza la calle hasta
nuestras casas .
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(Otro trueno.)

LAURA .—Una tormenta de las que hacen época.

(Hacen mutis todos menos DOÑA ADELA .Se escucha al


abuelo. Al momento vuelve PADRE CELEDONIO . )

PADRE CELEDONIO.—Se ha quedado dormido como un angelito


ADELA.—Ya le va tocando pero para siempre
PADRE CELEDONIO.—Conténgase doña Adela, el señor es quien determina el cómo y el cuándo
ADELA.—Lo sé padre, pero se hace cuesta arriba, y entenderá que las cuestas arriba y yo
somos incompatibles

(Entra en el salón SOR RITA . Monja con maletín de enfermera y


una guitarra)

PADRE CELEDONIO.—¡Alto!¿Quién va?


SOR RITA.—Buenas noches padre, estaba la puerta abierta, perdóneme. ¡Qué alegría ver
un hábito en esta casa, eso me reconforta!
PADRE CELEDONIO.—¿A qué orden pertenece?
SOR RITA.—Soy de la orden Mari Cruz, padre y vengo a petición de un buen samaritano,
para acompañarlo en su viaje definitivo
ADELA.—¿La orden Mari Cruz? ¿Y por qué no Ana Luisa o Mari Trini?
SOR RITA.—¿Perdón?
PADRE CELEDONIO.—Ella es doña Adela, la señora de la casa e hija de Don Gregorio, su
enfermo.
SOR RITA.—Muchas gracias, Padre. Encantada doña Adela.
PADRE CELEDONIO.—¿Cómo es su nombre?
SOR RITA.—Sor Rita
ADELA.—Bienvenida Sor Rita
PADRE CELEDONIO.—Sor Rita, ¿es del pueblo, nunca antes la había visto?
SOR RITA.—Ojalá padre, soy de Soria. Aunque tengo la suerte de viajar por todo el país
acompañando a los ancianos en su viaje final. Es la primera vez que estoy en
Extremadura. Llegué en el autobús de la noche y no he podido ver la iglesia ni el
ayuntamiento aún, pero espero tener mucho tiempo para recogerme en este pueblecito
ADELA.—(Para sí) Te viniste en el autobús de la noche y te vas a ir en el de la mañana,
monada
PADRE CELEDONIO.—Sabrá que esto no son unas vacaciones. Cualquier trabajador al servicio
del señor, trabaja las 24 horas
SOR RITA.—Lo sé, padre. Era un decir. A mí me encanta estar cerca de mis enfermitos,
leyéndoles la biblia y cantándoles con mi guitarra.
ADELA.—¡La música está prohibida en esta casa!
PADRE CELEDONIO.—¡Compórtese doña Adela! Una hermana que viene a cuidar de su padre
con toda su buena voluntad y hacerle el viaje lo más agradable posible, no puede recibir
semejante trato. Si la hermana canta, ¡la hermana canta!
SOR RITA.—También le he traído unas paciencias de Almazán, nuestro dulce más típico de
Soria
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PADRE CELEDONIO.—Eso sí que no, Don Gregorio tiene una salud muy delicada y los dulcitos
acelerarían el fatal desenlace.
ADELA.—Y eso no lo queremos nadie
PADRE CELEDONIO.—Con su permiso, la “aduana divina” le confisca su pecado (Coge los
dulcitos)
SOR RITA.- ¡La aduana divina! Qué gracioso padre, no había escuchado eso jamás.
ADELA.—Pues al padre Celedonio se lo va escuchar mucho, hermana.
SOR RITA.—¿Y dónde está mi enfermito? Ya estoy deseando poner mi mano en su corazón
PADRE CELEDONIO.—¡Poco a poco, Sor Rita!, venga conmigo, le presentaré a su enfermito.

( Hacen Mutis. Adela se queda sola un momento y LAURA entra.)

LAURA.—¡Qué pesadas! Casi no se van.


ADELA.—¡No te lo vas a creer! ¡Ya ha llegado!
LAURA.—¿Quién?
ADELA.—¡Sor Rita!
LAURA.—¿La monja?

ADELA.—¡La misma! El padre Celedonio la ha acompañado a la habitación para


presentarle al abuelo.
LAURA.— ¡Me da igual que esté la monja, madre! Si usted no se atreve, lo haré yo sola.
ADELA .—No, hija, no. Será esta noche, en el café. (Pausa.) Tarda mucho Justina...
(Pausa.) Fue muy buena la idea de pedir a doña Matea un poco de cianuro.
LAURA. —Ya lo creo. A veces me asusto de lo que usted sería usted capaz de hacer, si
anduviera.
ADELA —No me des coba. (Tocan) Debe ser la niña. Anda hija, ve a abrir.

LAURA .—Sí, madre.

(Vase al fondo. Aparece seguida de JUSTINA, que viene chorreando.)

JUSTINA .—Hola, tiíta, guapa.

(Le da un beso. Habla como una niña de cinco años.)

ADELA .—Te has mojado. Vienes empapada. ¿Has traído todo lo que te
encargamos?
JUSTINA .—Sí, todo y con las quince pesetas que me han sobrado, he sacado de la
Biblioteca para leer las obras completas de Franz Kafka, que son muy entretenidas.
Y a las retrasadas nos hacen descuento.
ADELA.—Y, ¿lo otro, nena? ¡Lo que tenías que pedir a doña Matea!
JUSTINA.—¿El qué?.Ya no me acuerdo.
LAURA .—No seas idiota... ¡El cianuro de potasa!
JUSTINA .—¡Anda, tía, qué palabrota! ¡Los demonios la van a comer!
ADELA .—No chilles a la niña. Ven aquí rica. Son esos polvitos blancos, que tenía
que darte esa señora tan simpática, que te trae peladillas...
JUSTINA .—¡Ah!, el matarratas. Aquí está.

(Entrega un pequeño paquete.)


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LAURA .—¿Quién te ha dicho que es para matar a las ratas?
JUSTINA.—Ella, doña Matea. Y mira que yo le decía que no, que no, que era para matar al
abuelito...

( LAURA le da una colleja.)

LAURA .—¡Toma, calamidad!


JUSTINA .—¡Otra! ¡Vaya un día!
ADELA .—Ven para acá, bonita... Estos polvos son para matar a las ratas..., como
la del cuento que se encontró un centimito. ¿Recuerdas?
JUSTINA.—No. Los únicos cuentos que sé son las narraciones terroríficas de Alan Poe.
ADELA .—¡Pobre hija! Esto no tiene nada que ver. Las ratitas se multiplican y hay
que exterminarlas, ¿comprendes?
JUSTINA.—¡Sí, sí! ¡Esto es para envenenar al abuelo! ¡Al abuelo! ¡Al abuelo! ¡Y como la tía
me pegue, lo diré a todo el mundo. ¡Ea!
LAURA .—(Cogiendo unas tijeras) ¡La lengua, pronto!
ADELA.—Aquí no, hija... Lo vas a poner todo perdido. En el cuarto de baño.

(Sale el Padre Celedonio de la habitación)

PADRE CELEDONIO.—Pues ya está, he dejado a Sor Rita con Don Gregorio. Tendrían que
haberle visto… Ha sido ver a la hermana y parece que ha rejuvenecido diez años, oye
JUSTINA.—Hola padre Celedonio
PADRE CELEDONIO.—Hola Justinita. ¿Ya has rezado hoy por tus desdichas?
JUTINA.—Ya sabe usted que yo soy atea, padre.
TODOS.—¡Jesús! ¡Por dios!
PADRE CELEDONIO.—¡Por las barbaridades que dices, está familia está maldita y castigada con
la fealdad!
ADELA.—Tampoco se pase usted, padre.
LAURA.—¡Tiene razón, madre! Por culpa de las cosas que dice Justina, yo no me he casado.

(Silencio general)

PADRE CELEDONIO.—Bueno, será mejor que me retire que ha sido un día muy duro. Que dios
bendiga la decencia de esta casa
ADELA.—¿Se va bien cenadito, padre?
PADRE CELEDONIO.—Usted sabe que a mí no me gusta picar entre horas, que eso es de gentes
maleducadas. Buenas noches.
TODAS.- Buenas noches, padre.

(El padre Celedonio hace mutis)

JUSTINA .—Perdóname, tía... No lo volveré a hacer.

(Suena el timbre insistentemente)

ADELA .—¿Quién se atreverá a llamar así?


JUSTINA .—Se le habrá quedado algo por comer
LAURA.—Yo abriré. Tú, Justina... ¡Ojo! (Le enseña las tijeras.) Algún día puede que
eches de menos tu lengua.
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(Hace mutis.)

JUSTINA.—¿Me ha perdonado la tía Laura?

ADELA.—Sí, Justina, sí.

(Irrumpen en escena MARTA y ENRIQUE . MARTA lleva una maleta, no


excesivamente grande. ENRIQUE , una maleta y una sombrerera.)

ENRIQUE.—Estoy seguro que es lo que menos podíais imaginar…

ADELA.—¡Enrique!... ¿Qué significa esto?


ENRIQUE.—Un abrazo, tía. Estás estupenda; no pasan los años por ti.
ADELA.—¡Tú en esta casa, y con una mujer pintada!
MARTA.—Buenas noches... Si le gusta mi tono de labios, le diré dónde lo he comprado.
LAURA.— Podías haber escrito, o puesto un telegrama...
ENRIQUE.—¿Y la alegría de la sorpresa?Hace más de seis años que vi por última vez esta
casa. ¿Qué te parece, Marta? ¿A que es como yo te la había descrito?
MARTA.—Parece que la conocía. Enrique me ha hablado tanto de ella.
LAURA.—Enrique, ¿qué significa esta mujer?...

ENRIQUE.—Por Dios, prima. Es Marta, mi prometida. La semana que viene nos


casaremos. ¿Verdad, cariño?
MARTA.—Exacto. En Portugal. Su sobrino no quería que me convirtiera en su mujer sin
haberlas conocido a ustedes.
LAURA .—No me gusta.
ENRIQUE . (A JUSTINA . )—Tú... ¿Tú eres la prima Justina?¡ Qué guapa estás!

JUSTINA.—¿Lo habéis oído?... ¡Me ha dicho guapa!


ENRIQUE.—Ya me enteré de tu boda. ¿Y tu marido? ¿Dónde está ese hombre afortunado?
JUSTINA .—Pues...
LAURA .—De eso es mejor no hablar. Justina está separada.
MARTA.—¿Es posible?
ADELA.— Una desgracia muy grande.
LAURA.—Guillermo, así se llama ese desgraciado, es estéril. Por eso todo el mundo le llama
Llermo.
ADELA.—Nos enteramos el mismo día de la boda. Desde entonces no dejamos que
vea a la niña. Vive en la buhardilla.
MARTA.—¡Vaya por Dios!... Y..., ¿cómo saben que no puede tener hijos? Yo creo que
es un poco prematuro, ¿no? Estas cosas requieren algún tiempo.
LAURA .—Cuestión de tradición. En su familia son todos est ériles. Además, esta
pobre miserable, ¿para qué va a querer un marido?
MARTA.—Un poco dejada, nada más. Ese pelo... Te voy a hacer un arreglo al estilo de
París.
JUSTINA.—No se moleste... La tía me lo corta al cero.
MARTA.—¿Es posible?
LAURA.—Naturalmente. No querrá usted que vaya por ahí, provocando lascivia. Es una
mujer casada.
ENRIQUE .—¿Y el abuelo?... ¿Dónde está ese granuja?
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ADELA .—Si guardas silencio unos segundos, le oirás agonizar.

(Todos callan. De pronto de la habitación del abuelo se escucha una


guitarra y a Sor Rita cantando)

LAURA.—¿Pero qué demonios es eso?


ADELA.—La monja
MARTA.—¿Qué monja?
JUSTINA.—Sor Rita. Una enfermera a domicilio de Soria que toca la guitarra y ha venido
para acompañar al abuelo en sus últimas horas. Pero tocando música lo alegrará y se
alargará el proceso. Ha traído unas paciencias de Almazán que levantan a un muerto
LAURA.—¿Y tú como sabes todo eso?
JUSTINA.—Porque me encontré a la monja en la puerta y le pregunté.
LAURA.—¡Voy a decirle que la única música que se escucha en esta casa es el silencio! (Se
va)
E NRIQUE .—¿Es que...? ¿Es que está tan mal?
ADELA .—Mucho peor que eso.
JUSTINA .—Posiblemente mañana vayamos de entierro. ¡ Usted, señorita,
habrá traído algo negro!
MARTA .—Solamente un lápiz. El negro me hace muy delgada.
ADELA .—Justina le dejará algo suyo. Ella toda la ropa que
tiene es negra. Ya sabe, por la lascivia.
JUSTINA .—Tú, Enrique, te pondrás algo del abuelo.
ENRIQUE .—Bueno, no habléis así. Aún no ha ocurrido.¡Pobre abuelo!
LAURA .—(Volviendo, la guitarra ha dejado de sonar.) Es ley de vida... Hoy el
abuelo, mañana mi madre... En fin.
ADELA. (Dándole un codazo.)—¿Justina, Por qué no vas a la cocina y haces un poco de
café?
JUSTINA .—¡Pero si no sé!…
ADELA . (Le da la receta.)—Toma esta receta y sigue las instrucciones y, ahora, ¡Vete
a la cocina!

(Vase JUSTINA llorando.)

ENRIQUE.—Me gustaría ver al pobre abuelo. No olvidéis que sigo siendo médico.
MARTA .—Su sobrino es el mejor traumatólogo de Madrid.
ADELA .— ¡Vamos! Nosotras te acompañaremos.

(Entran en el cuarto del abuelo los tres. Hay una pausa. Casi
de inmediato sale la monja)

MARTA.—(Da un relámpago y un trueno.) ¡Enrique!


SOR RIT A .—¿Acaso le asustan las tormentas?
MARTA .—No, nada de eso. Es que... En fin, no tiene importancia.
SOR RITA.—Han debido telefonear que vendrían. Les hubiéramos preparado migas o algo
así. Porque a estas horas…
MARTA .—¿Pero usted no es la monja que acaba de llegar para cuidar al tío Gregorio?
SOR RITA.—Digamos que soy de la familia. Dígame, cenan o no cenan.
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MARTA .—¡Por Dios, no se moleste! Cenamos por el camino. Adem ás, fue tan
precipitado el viaje.
SOR RITA.—(Que no ha dejado de observarla un momento.)—Lleva muy pintados los ojos.
¿No le da vergüenza?
MARTA . Lleva usted razón. Es que a Enrique le gusta así.
SOR RITA .—¿Y al señor, también le gusta así, usted cree? .
MART A .—(Cambiando de tema) Son ustedes una familia deliciosa. Enrique me
había hablado tanto de ustedes... ¡Me encanta esta casa! Esta paz, este sosiego
que se respira. A Laura, la imaginaba..., no sé, distinta: con gafas, más
estropeada, más bajita..., y me encuentro con una mujer joven, guapa, sana,
alegre y soltera, por serle fiel a una serie de r esponsabilidades familiares. ¡Ah,
cómo la admiro! Creo que seremos muy buenas amigas.
SOR RITA .—Permítame que lo dude. Nunca ha tenido amigas.
MARTA .—Y doña Adela, espejo de madres virtuosas, callada, abnegada; todo un
ejemplo de heroicidad. Además, el cochecito le sienta muy bien, pero que muy
requetebién. La hace más joven..., más, viva. La verdad es que no sé qué extraño
poder tienen las cuatro ruedas, que a las mujeres nos favorecen siempre.

(Entran Laura y Adela de la habitación de Don Gregorio)

ADELA .—Está como una cabra.


MARTA .—¡Ay doña Adela!, Lo que hubiera dado yo por haberme criado en el seno
de una familia como ésta... Enrique me conquistó contándome cosas de ustedes.
¡Es todo tan romántico!
ADELA.—Antes era más. Teníamos un geranio en el balcón; pero un día Laura lo secó.
MARTA .—Me gustaría terminar mis días en una casa como ésta y con un cochecito
como el suyo. ¡Que me da una envidia, doña Adela!...
ADELA .—Pues nada, hija, a su disposición. Si tuviera aquí las muletas, la dejaba
dar una vuelta por el pasillo, que es muy lisito. No me va a creer, pero he
llegado a sacarle cerca de cuatro kilómetros a la hora. ¿Verdad, hija? Es mi
único vicio, la velocidad.
MARTA .—No me extraña… He estado hablando con Sor Rita que me ha ofrecido
de cenar .
SOR RITA .—Ustedes me perdonarán, pero yo enseguida me hago con la casa.
LAURA .—¿Y cocina y limpia?
SOR RITA .—Intento no extralimitarme en mis servicios.
MARTA .—Por favor, Laura. Me gustaría lavarme un poco las manos.
LAURA .—Es aquella puerta, Sor Rita la acompaña
MARTA .—Muchas gracias. Hasta ahora, familia.
SOR RITA .—Pero si yo no conozco el baño.
LAURA .—¿No dices que enseguida te haces con la casa? ¡Andando!

(Se meten en el lavabo. Al momento, las dos mujeres se


lanzan sobre el bolso de M ARTA . Lo abren.)

ADELA .—Date prisa, hija. Pueden aparecer.

(Sacan la cartera y el pasaporte.)


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LAURA.
(Abre el pasaporte y lee.)—Marta García y García, señora de Molinos. ¡Madre!
¿Has oído? ¡Señora de Molinos!

(Entra Enrique de la habitación, Sor Rita cruza la escena)

ENRIQ UE .—¡Pobre abuelo!Está muy mal. No creo que dure mucho, ahora, la
monjita es un encanto
LAURA .— Médico tenías que ser. Todos decís lo mismo, pero lleva así más de
tres meses.
ENRIQUE .—Ha hablado conmigo. Me ha cogido la mano y me ha dicho:
"Pirula, Pirula, ¡qué rica estás!”

LAU RA .—¡Otra vez esa maldita mujer!


ENRIQUE .—Pero, ¿cómo? ¿Existe Pirula realmente?
AD ELA .—Antes de caer enfermo nos enteramos que el abuelo ten ía…
tenía novia formal.
ENRIQUE .—¿Pirula?
A D E L A .—Sí, Enrique, sí. Esa mujer, antes de conocer al abuelo, se
ganaba la vida..., me da vergüenza decirlo..
LAURA .—Como empleada en una compañía de seguros.
ENRIQUE .—Bueno, no me parece...
LAURA .— Hasta fumaba
ENRIQUE .—¿Opio?
LAURA .—Mucho peor: kruger.
ADELA .—El abuelo quería marcharse con ella a Madrid. Esa Pirula tiene
ideas avanzadas. No me extrañaría nada que quisiera hacer del abuelo... un
terrorista.

(Se oye un grito que viene del lavabo. Aparece M ART A demudada.)

MARTA.—¡Enrique! i Enrique!
ENRIQUE .—¿Qué te pasa?
MARTA .—¡Ahí! ¡En el lavabo!Metido en la bañera hay un hombre. Yo creo que está
muerto.
LAURA .—¡El Sátiro! ¡Seguro que es el Sátiro!
M A R T A .—Viste muy raro, con una gorra a cuadros y una pipa en la boca.
LAURA .—¡Esto es el colmo!
A D E L A . ( Toc an d o el s i lb at o v ar ias v ec e s.) —N o s e asu st e; es u n
con oc id o.
ENRIQUE .—¿No será el fontanero?
MARCIAL .—Disculpe, señora, si la he asustado. Me llamo Marcial, marido de doña
Veneranda y soy detective. Me he quedado dormido mientras espiaba. No s é,
pero estoy seguro de que aquí se va a cometer un asesinato y trato de impedirlo.
ADELA .—Eso es ridículo.
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MARCIAL .—Además,hemos recibido un anónimo. El Sátiro vendrá esta noche a este
barrio. No escapará. Por eso me escondía. Esta casa es un primer piso y hay dos
mujeres. Perdón otra vez, señora. Ya me voy. Que ustedes sigan bien.

(Hace mutis.)

MARTA.—¡Dos mujeres no, ahora somos tres y la monja!


ENRIQUE .—No he entendido una palabra de lo que ha dicho. ¡Mira que decir que
en esta casa...! (Se ríe.) Un asesinato... ¡Tiene gracia!
LAURA .—Es un imbécil. Siempre está viendo asesinatos por todas partes y no ha
descubierto aún nada. Es un hombre mimado por su mujer, que le ha hecho
creerse un detective famoso. ¡Le odio!
ENRIQUE .—No es para tanto. El hombre cree cumplir con su deber. En fin, hay
que perdonar.
ADELA.—¡Nada de perdonar! ¡No hay que perdonar nunca!
LAURA .—¡Madre, no empecemos!
ADELA.—Esta señorita tiene que saber lo del accidente... de aquel día. Había tormenta,
una gran tormenta, como ahora.
LAURA.— No la escuche. A todo el que viene se lo cuenta. ¡Ya estoy harta!
ADELA .—Él me lo decía siempre. ¡Era un canalla! Parece que le estoy viendo. Muy
tranquilo, sin alterarse, con la voz monótona: "Adela, querida, no seas bicho, que
un día... Y me lo repetía una y otra vez al cabo del día: "Adela, querida, no seas
bicho, que..."
MARÍA .—Y usted, ¿qué le decía?
ADELA .—Nada. No le decía nada. A esa frase tan larga yo, en mi ingenuidad, le
contestaba con un refrán castellano.
LAURA .—Un día, acababa mi madre de soltarle el dichoso refr án, cuando mi padre,
muy tranquilo, como siempre, sin inmutarse, la cogió en brazos, la sacó a la
escalera y, una vez allí...
ADELA .—Cuando huía, el miserable aún pudo escuchar mi voz, desde el suelo, que
le decía: "Que el que a buen árbol se arrima, buena sombra le cobija." Y: "Que al
que Dios se la dé; San Pedro se la bendiga." (Llora.) No lo olvidaré jamás.
.

(Hay una pausa.)

MARTA.—Hace calor, ¿eh?

(Otra pausa)

ENRIQUE.—Todos llevamos nuestra cruz. La vida es eso. Pero todo pasa.


ADELA.—Precisamente, en eso confiamos. ¿Verdad, hija? Muy pronto, todo
cambiará.
MARTA.—Nada, nada, a no pensar más en cosas tristes.
ENRIQUE .—Tía, queremos pasar la noche aquí. Si todo va bien, mañana por la
mañana nos iremos.
LAURA .—Imposible, id a un hotel, con la monjita ya tenemos suficiente.
MARTA.—Me parece muy buena idea.
ENRIQUE.—Estando el abuelo como está, no me gustaría irme muy lejos. Si le ocurriera
algo esta noche, soy médico y podía certificar que...
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MARTA. (A ENRIQUE.)—Vámonos de esta casa. No resisto ni un minuto más. ¡Son unos
monstruos!
(Suena un trueno, Marta se asusta)
ADELA .— Se quedarán.

(Se otro trueno. Aparece JUSTINA . )

JUSTINA .—¿Traigo el café, con lo otro?


LAURA .—Ahora no es momento.
ENRIQUE .—Me parece una idea estupenda, y con una copa de coñ ac.
LAURA .—En esta casa no se sirven bebidas alcohó licas.
Esto no es ningún "bar".
ENRIQUE .—Como Justina decía...
LAURA .—Justina no decía nada. Recuérdame, madre, que mañana sin
falta tenemos que cortar la lengua a esta niña.
JUSTINA .—¡No, la lengua, no! ¡Seré buena! (Llora y se pone de rodillas.)
¡No diré nada! Pero la lengua, no. Tía, perdóname.
ENRIQUE .—¡Hay que ver el cariño que esta criatura tiene a su lengua!
MARTA .—Es muy natural. Eres hombre, y estas cosas no las entiendes.
ADELA .—¡Basta, niña! No llores, ya veremos.
JUSTINA .—Es que no quiero perder mi lengua.
LAU RA .—Justina puede dormir conmigo y Enrique en el cuarto de la
niña.
ADELA .—Y la señorita en esa cama mueble.

( Señala una máquina de coser. JUSTINA coge las maletas del primo para llevarlas
a su cuarto.)

ENRIQUE .—¡No! No toques esas maletas. Esa maleta y la sombrerera tienen que
salir esta misma noche para Pamplona.
LAURA .—¿Ahora mismo? ¡Qué disparate!
ENRIQUE .—No hay más remedio. Es cuestión de vida o muerte.
ADELA .—Siendo así... Llermo puede llevarlas ahora mismo a facturar.
Anda,Laura, dile que baje en seguida.
LAURA .—Te enseñaré antes tu cuarto. Sígueme.
MARTA.—Voy contigo, Enrique. No me dejes sola.
ENRIQUE .—Vamos, Marta, no seas chiquilla. Tú duermes aquí.
LAURA .—Vamos, Enrique.
ENRIQUE .—Sí, vamos.

(LAURA y ENRIQUE hacen mutis. Suena un trueno y se sigue oyendo al


abuelo.)

MARTA.—Y, ¿dice usted que esto es una cama? ( Abriendo su maletín.)—Quisiera


ponerme el pijama.
ADELA.—Vaya al cuarto de baño. Y esté tranquila. No pasará nada.
MARTA.—Si estoy tranquila; son los nervios, del viaje.

(MARTA entra en el cuarto de baño. Llega LAURA .)


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LAURA .—Justina, va a venir tu marido. Métete en el cuarto de la plancha y no
salgas hasta que te lo ordenemos. Ya sabes que no puede verte.
JUSTINA .—Sí, tía.

(Se va. ADELA se acerca al maletín de MARTA e intenta abrirlo.)

LAURA—Ha sido muy buena idea. Así certificará la muerte del abuelo (Se acerca al
teléfono y le descuelga. Marca un número. ADELA ha abierto el maletín y lo está
registrando. LAURA , hablando por teléfono.) Llermo, ¿eres tú? Soy Laura. Baja
inmediatamente. No, aún no se ha muerto. (Cuelga.) ¿Qué hace usted, madre?
ADELA.—Mira, hija, mira ese maletín. Y dime si no piensas como yo.
LAURA.—(Mira el interior del maletín de MARTA.)—¡Oh! En mi vida había visto tanto
dinero. (Soñadora.) Nos iríamos de esta ciudad para siempre.
ADELA.—¡Viajaremos! Veremos mundo. ¡Lourdes, Laura, Lourdes!
LAURA. —¿Y esta maleta y la sombrerera?
ADELA.— Seguro que son divisas o drogas y no se atreven a pasarlas por la frontera.
¡Abre la sombrerera! ¡Vamos, hija, ábrela!
LAURA.—Voy, madre, voy. Que a usted en seguida la consume la codicia. (Las dos
mujeres, muy laboriosas, intentan abrir la sombrerera. Aparece en el umbral
ENRIQUE , que ve la escena sin decir palabra.)
ADELA.—¡Vamos, vamos! Tenemos que ver qué contiene.
LAURA.—Está muy bien cerrada.
ENRIQUE . (Saca una navaja del bolsillo y avanza hacia ellas.) —Si os
puedo ayudar...
LAURA.—¡Ah!... Me has asustado.
ENRIQUE .—Con esto os será más sencillo. He perdido la llave.

(Tocan en la puerta)

LAURA .—Voy (Sale)

ENRIQUE .—Está muy feo registrar las maletas, tía. No me parece bien.

ADELA .—
Hijo... Ya sabes que me gustan mucho los sombreros. Lo que me
extraña es que pese tanto ese... "sombrero".

(Entra en escena LLERMO )

ENRIQ UE .—Hola, Guillermo. Encantado de conocerle.


L L E R M O .—L lámemeL lermo, n o me p reo cu p a. Nad ie es perfecto. Bien; no
tengo ganas de perder el tiempo. ¿A dónde tengo que llevar la maleta y la
sombrerera?
ENRIQUE .—A la estación. Usted las factura para el primer tren que salga
para Pamplona.
LLERMO .—Enterado. Para Pamplona, ¿no? ¿Cuánto?
ENRIQUE .—¿Cómo?... No entiendo.
LLERM O .—Mire usted, señor. A mí me da igual que lo que lleve en esa
maleta sea contrabando o una bomba.
(Entra Laura)
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ENRIQUE .—Pero...
LLERMO .—Silencio. Estoy hablando yo.
LAURA .—No le contradigas. Como está amargado, tiene ese carácter. (Sale,
llevándose a Adela)
LLERMO .—¿Cuánto está dispuesto a pagar por este trabajito? Ahora hay
mucha vigilancia.
ENRIQUE .—Pues, no sé... Veinte duros. Para tabaco y café.
LLERMO .—Me voy a dormir.
ENRIQUE .—Espere. Mil pesetas, ¿vale?
L L E RM O .—Tiene mucho interés. De acuerdo. Cien duros ahora y el
resto a la entrega.
ENRIQUE .—Tenga.

(Le da el dinero.)

LLERMO . (Con voz baja, a ENRIQUE.)—Tengo que hablar con usted. ¿La ha visto?
ENRIQUE .—¿A quién?
LLERMO.—¡Chist!... (Se lo lleva a un rincón.) A Justina. ¿La ha visto?
ENRIQUE.—Pues, sí. Estaba aquí.
LLERMO.—¿Qué le ha parecido? ¿Tengo buen gusto o no? Por eso estoy ahorrando.Un
día nos marcharemos, y entonces... verá esta familia si puedo tener hijos o no.
ENRIQUE .—Muy bien, muy bien. Pues nada, nada…
LLERMO: ¿Le interesan unas cabezas reducidas?
ENRIQUE.—¿Cómo dice usted, muchacho?
LLERMO .—Las cojo en el cementerio y en casa las reduzco; las dejo del tamaño de
un puño, las pego a un cenicero de baquelita y pongo debajo: "Recuerdo de
Badajoz." La gente se cree que son artificiales; pero..., ¡ sí, sí!...
ENRIQUE .— ¡Es un monstruo!
LLERMO .—¿Dice usted?
ENRIQUE .—Nada, nada.
LLERMO .—Oiga usted... Si quiere revistas prohibidas, postales, insulina, morfina o
una grifa fresquísima, no tiene más que llamarme a este teléfono. (Le entrega
una tarjeta.) ¿Y este mechero japonés..., que, además, es una linterna sorda,
un abrelatas, un tocadiscos, un bolígrafo y una radio de pilas? Tirado por ser
para usted...
ENRIQUE .—Es que... yo no fumo.
LLERMO . (Lo enciende.)—No importa. También sirve para quemar bosques.
ENRIQUE .—Tiene razón.

(Aparece MARTA en pijama y encima, una bata.)

MART A .—Bueno, ya estoy aquí. ¡Caramba! ¿Y este muchacho tan guapo?


LLERMO. (Da un silbido al ver a MARTA.)—¡Vaya mujer!... ¡Está usted de miedo, señora!
ENRIQUE .— Es Guillermo, el marido de Justina.
MARTA.—¿Conque ésta es la infeliz criatura...? Me alegro mucho de conocerle,
Llermo. ¿Me deja que le bese en la mejilla? (Le besa. LLERMO está como atontado.)
Todo el mundo me ha hablado de usted…
LLERMO .—No les haga caso.
MARTA .— El marido de Justina, el que vive separado de ella.
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LLERMO . (Que ha sacado un par de medias.)—¿Qué le parecen?
MARTA.— ¡Qué bonitas! Son preciosas, Llermo. Y, además, dos. ¡Qué detalle!
LLERM O .—Baratas. Casi una ganga.

LLERMO .—También tengo rayón, tergal, guantes de goma, hago encargos a


Tánger y a Portugal.
MARTA . (Que no sabe qué decir.)—¡Vaya con Llermo!
ENRIQUE . Oiga, monstruo. Corbatas, ¿tiene usted?
LLERMO .—¡Ya lo creo! En todos los colores, y otras con...

(Le habla al oído.) (Entran Adela y Laura)

ENRIQUE .—Me trae una negra.


LLERMO .—¿Cómo? ¿Es que él abuelo ya...? (Se acerca a LAURA . ) ¡Vaya,
me alegro!... Felicidades.
L A U R A .—No seas idiota. Coge la maleta y la sombrerera y vete. El
abuelo aún tiene cuerda para rato.
L L E R M O . (Cog e la maleta y la sombrerera.) —Está b ien . (A M A R T A . )
Adiós... ¿Se llama usted...?
MARTA . (Un poco asustada.)—Marta García.
LLERMO .—¿Soltera?
MARTA.—No, muchacho, casa...
ENRIQUE .—¡Marta!
MARTA .—Soltera, hijo. Soltera y sin compromiso.
LLERMO .—Bien. Es suficiente. Me parece que usted y yo... vamos a dar
mucho que hablar aquí.
MARTA.—No lo dudo.
LLERM O .—Un día hice un verso. Ya lo conocerá... (Se oye un trueno.)
¡Vaya nochecita! ¿Has oído, Laura? A lo mejor, esta noche tenemos suerte.

(Hace mutis. Le sigue LAURA . Hay una pausa.)

ADELA .—Creo que deberíamos irnos a la cama.


ENRIQUE .—Sí;a todos nos vendrá bien un poco de descanso.
ADELA .—Desde su cama oirá perfectamente al abuelo. No se preocupe por nada y
duerma tranquila.

(Aparece LAURA en el umbral de la puerta.)

LAURA .—Si oye ruido, como el que hace una persona al caerse de la cama y chocar
contra el suelo, no se preocupe. No sería la primera noche que el abuelo hace
eso, al llegar a cierta edad, se tienen rarezas.

(LAURA empuja el coche de su madre para llevarla a su


cuarto.)(Enrique entra en la habitación del abuelo. Se oye un
trueno.)

LAURA .—¡No le asustarán las tormentas! ¿No?


MARTA .—No, claro; ya no soy una niña, hasta me divierten.
ADELA .—A descansar, hija. Buenas noches.
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MARTA.—Sí, señora. Lo mismo digo.

(Madre e hija hacen mutis. MARTA está asustada. No sabe qué


hacer. Por fin, se quita la bata y se dispone a meterse en la
cama, cuando sale ENRIQUE de la habitación del abuelo.)

ENRIQUE .—No sé. No acierto a explicarme qué es... Lo más lógico es que sea una
bronquitis. Los síntomas no dejan lugar a dudas.

MARTA .—¡Enrique! Estaba deseando hablar contigo a solas.

ENRIQUE .—Dime, cariño.


MARTA.—Esto no puede ser. Creo que debería volver con Armando. Él me perdonaría,
estoy segura.
ENRIQUE .—¿Qué pasa, Marta? ¿Ya no me quieres?
MARTA .—No sé qué me pasa. Creo que son mis nervios. Esta casa. Algo pasa aqu í
que no es normal. Todo ocurre tan deprisa…
ENRIQUE .—Con Armando, en cambio, todo iba muy despacio. Adem ás, te
aburrías.
MARTA.—Eso, sí: me aburría mucho. Enrique, vámonos ahora mismo de esta casa, tengo
un presentimiento. Tengo miedo, un miedo horrible.
ENRIQUE.—Pero, Marta, la carretera está imposible y, además, no puedo conducir de noche.
Anda, anda, descansa; te sentará bien. Mañana verás todo de una manera distinta, y
luego tú y yo solos y juntos, siempre juntos. Le escribiste la carta a tu marido, ¿no?
MARTA.—Sí; ya la habrá leído. Pobre Armando, me quería mucho; pero, ¡era tan pesado!
Además, no me comprendía, nunca me comprendió. Tú, en cambio...
ENRIQUE.—Es demasiado joven y está más preocupado de su carrera, de su porvenir, que
de ti.
MARTA .—¡Tú eres tan distinto! Contigo me siento protegida. ¿Sabes cuándo me
enamoré de ti? Dirás que soy una cría; pero me gusta hablar de eso. El día que
me rompí el escafoides y tu me escayolaste. Además, me escayolaste tan bien.
ENRIQUE .—Yo te adoraba mucho tiempo antes. Por eso en la escayola te pinté ese
corazón traspasado por una flecha y aquellos versos de Campoamor.
¡Salías tan guapa en la radiografía! Yo la tenía siempre cerca, y cuando la miraba
al trasluz, desde la soledad de mi cuarto pensaba en ti. ¡Si no hubiera estado ya
tan loco por ti, me hubiese enamorado al verte el escafoides!

MARTA.—¡Enrique! ¡Qué cosas sabes decir a las mujeres! No me canso nunca de oírte.

ENRIQUE.—Bueno. Ahora, duerme. Te hace falta. Mañana nos espera un día de aúpa.
MARTA.—Pero, tú y yo solos.
ENRIQUE .—Para toda la vida. ¡Adiós, amor mío!
MARTA.—Adiós. Buenas noches.

(Se tiran un beso.)

ENRIQUE .—Que descanses.


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MARTA.—Ahora estoy mucho mejor.

( ENRIQ UE hace mutis. M ART A se mete en la cama y apaga la luz.


Al momento, la puerta se vuelve a abrir y entra JUSTINA con
una taza de café y un pequeño paquete.)

JUSTINA .—¿Está durmiendo?


MARTA.—No, rica, pasa.
JUSTINA .—Le traigo esto. ¿Lo quiere solo o con leche?
MARTA.—¿Por qué te has molestado? Es igual (Lo va a beber.) Está muy caliente.

JUSTINA .—También le he traído mi pepona. Yo duermo siempre con ella y me


hace mucha compañía. Me la hizo mi Llermo. Es una muñ eca saladísima. Abre y
cierra los ojos. Yo la llamo Rosalinda.
MARTA .—¿Ah, sí? ¡Qué buen chico es Llermo! Déjame verla. Lo conocí antes y me
parece un muchacho muy listo. Ah! (Da un grito al ver la muñeca y salta de la
cama.) Pero, ¿qué es eso?
JUSTINA .—Mi pepona... Rosalinda.
MARTA.—¡Enrique! ¡Enrique! Tira eso, es asqueroso! Es una cabeza... ¡Ay, Dios mío!

(Entra ENRIQUE .)

ENRIQUE .—Pero, ¿Qué gritos son esos?


MARTA . (Llora.)—Mira lo que hay en mi cama.
JUSTINA .—Es mi muñeca.
ENRIQUE .—Vamos, Justina. Llévate esto. ¡Cochina!
JUST I NA .—Con lo bonita que es. ¡Ven conmigo, preciosa!

ENRIQUE .—Cálmate... No te pongas así.


MARTA.—Lo siento, Enrique... Me ha asustado ver eso... Es repugnante.
ENRIQUE.—Vamos, cariño... Procura sobreponerte. Veas lo que veas y oigas lo que oigas,
no le des importancia.
MARTA.—Lo procuraré.
ENRIQUE.—Anda, acuéstate y tómate este café; te sentará bien. Hasta mañana.

(Hace mutis. MARTA, ya más calmada, se dispone a tomarse el café,


cuando se abre el balcón de golpe. Entra el viento y la lluvia. Se
levanta y la cierra. Se vuelve a la cama, cuando en el quicio se
recorta la figura de un hombre alto, con una capa y un sombrero.
Da unos golpes en los cristales.)

MARTA.—¿Qué hará este hombre ahí subido? (Abre el balcón y de un salto se cuela
en la habitación un hombre. Una vez dentro, empieza a dar saltos e imitar el
ruido de algunos animales. Se tira al suelo y hace contorsiones variadas.) ¡Bravo!
Lo hace usted muy bien. Pero, ¿por qué no me demuestra sus habilidades
mañana? Estoy muy cansada y...
EUSTAQUIO .—¡Augggg..., augggggg!... ¡Uummmm!...

(Lleva una nariz postiza.)


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MARTA.—Todo eso, mañana. Tengo un sueño espantoso.

(Bosteza.)

EUSTAQUIO .—¡Auggg..., aug...! ¡At... chist!


MARTA .—¡Jesús!
E U S T A Q U I O —G r acias. (Saca un p añuelo y se su ena. ) ¡ Aug g g !
¡Uummmm!, ¡aug...!
MARTA.—¡Y dale! Qué hombre tan pesado. ¿Es que se cree gracioso?
EUSTAQUIO .—Pero, ¿no va a gritar?
MARTA.—¿Yo, por qué?
EUSTAQUIO .—Es que ¿no la asusto?
MARTA.—¿Asustarme, buen hombre? Mire, le cuento yo algo de esta
familia y se le pone el pelo blanco.
EUSTAQUIO .—No... No entiendo... ¿No se llama usted Rafaela Guzmán
(Después de sacar un papel todo arrugado.), y vive en...?
MART A .— No insista, me llamo Marta y no soy de aquí.
EUST AQUIO : ¡ Vaya por Dios, qué violencia! Usted disculpe. ¡At chist!... ¡At chist!...
MARTA.— Pero si está empapado. A quién se le ocurre salir com esta tormenta. Quítese
esa capa y todo lo que lleva por la cara también.
EUSTAQUIO .—¡Por su madre! Que me busca usted la ruina.
MARTA.—Vamos... la capa, que parece usted un niño chico.
EUSTAQUIO . —Sí, será lo mejor...

(Se quita la capa y la nariz postiza, que lleva sujeta con una
goma.)

Permítame que me presente. Soy el "Sátiro de Extremadura", aunque me esté


mal el decirlo. ¡At... chis!

MARTA .—¡Jesús! (Le da una manta.) Tenga, abríguese un poco. Y, aparte de esto,
¿a qué se dedica usted?
EUST AQUIO .—Por las mañanas, voy a una inmobiliaria. Soy el conserje.
Por las tardes, llevo varias contabilidades; y, por las noches, ya lo ve usted.
Hay que vivir, señora. Estoy casado y tengo cinco hijos; los
colegios, las matrículas. El pequeño tiene tres añitos y el sarampión, y la
mayor, Elena, dieciocho. Mire... (Saca un retrato del bolsillo.) Aqu í están los
cinco. Mi mujer es la de en medio. Siempre que tengo trabajo por las noches,
no se duermen hasta que llego.
MARTA .—No comprendo bien, señor Sátiro.
EUSTAQUIO.—Eustaquio. Llámeme Eustaquio. Lo de "El Sátiro" es para la Prensa. Verá
usted... Cuando alguna joven de por aquí le pasa algo con el novio... No sé si me
explico...
MARTA .—Vamos, Eustaquio; no soy una niña.
EUST AQ UIO .—Pues bien..., cuando esto ocurre, me dejan recado en la porter ía.
Entonces entro por la ventana una noche, hago algo para
llamar la atención —nada de particular, porque soy muy soso—, hasta que ella grita.
Luego escapo por la ventana, y eso es todo. No sé si me ha entendido... ¡At chist!
MARTA.—No del todo.
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EUSTAQUIO .—Es muy sencillo. Yo me llevo las culpas de todo lo que pasa aqu í y a la
niña la casan en seguida. Casi siempre, con el mismo novio.
MARTA.—Debe ser el padre de media ciudad.
EUSTAQUIO.—Figúrese usted. Por visitas a pisos bajos son setenta y cinco pesetas, y a
cinco duros más por cada piso que hay que subir. ¡At..., at... chist!
MARTA.—Entiendo. Y, ¿me ha confundido a mí con...?
EUSTAQUIO: Debe ser la casa de al lado. Con su permiso, vuelvo a mis obligaciones.
MARTA.—Pero está usted chorreando; va a coger una pulmonía.
EUSTAQUIO .— Paciencia, señora. Todas las profesiones tienen su lado malo. ¡ At chist!
MARTA.—Tenga, tómese este café. Le sentará bien.
EUSTAQUIO.—¡Oh, no! Muchas gracias. Bastantes molestias...
MARTA.—No haga que me enfade. Es una orden, Eustaquio.
EUSTAQUIO.— Está bien, muchas gracias.

(Se toma el café.)

MARTA.—¡A que está bueno!


EUSTAQUIO.—Un poco amargo. Sabe a demonios.
MARTA.—Vamos, si no lo ha probado. Todo de un trago.
EUSTAQUIO.—¡Agggg!... ¡Uummm!... ¡Aggg !
MARTA .—¿Otra vez, Eustaquio? Vamos, ya no tiene gracia.
EUSTAQUIO. (Retorciéndose de dolores.)—El café... ¡Agggg!... El café. El café... estaba...,
envene..., envenenado!...

(Cae al suelo.)

MARTA .—Pero,Eustaquio... ¿Qué le pasa? Vamos, arriba... ¡Arriba, caballo moro!


Levántese. (Coge la taza del café.) Ha sido el café y era... ¡Era para mí! ¡Enrique!
¡Enrique!

(Sale corriendo de la habitación. Hay una breve pausa. Al


momento sale de la habitación Sor Rita, con un camisón de
dormir. Coge a rastras el cadáver del sátiro y lo mete en su
cuarto. Luego deja la taza en su sitio. Entran ENRIQUE y MARTA .)

ENRIQUE .—Ahora mismo te vas a tomar estas pastillas y dormirás toda la noche.
MARTA .—Te digo que entró por ese balcón, con una capa, daba saltos e imitaba
sonidos de animales. Luego tomó el café y...

ENRIQUE .—Marta, ¡por el amor de Dios!


MARTA.—Si es la verdad. Créeme, Enrique. Que estoy a punto de volverme loca.
ENRIQUE .—¿Cómo me has dicho que se llamaba?
MARTA.—"El Sátiro de Extremadura".
ENRIQUE: Toma esta pastilla, te hace falta. (Suena el timbre del teléfono.) Yo lo
cogeré. Va a despertar a toda la casa. (Lo coge.) ¿Dígame?... Sí, diga...
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¿Cómo?... (Pausa.) ¡Oiga! ¡Oiga! ¡Qué extraño!(Retirando el auricular de la
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oreja.)
MARTA . (Nerviosa.)—¿Qué pasa, Enrique? ¿Quién era?
ENRIQUE.—No sé... Una voz extraña ha canturreado. "5 de mayo, 6 de junio, 7 de julio,
San Fermín" Y luego, misteriosamente, ha dicho: "De Pamplona, nada, monada!" Y ha
colgado. No lo entiendo.

(Cuelga el teléfono.)

MARTA.—¡Lasmaletas, Enrique! ¡Las maletas y la sombrerera! ¡Iban para Pamplona!


ENRIQUE .—Escierto. Las maletas y la sombrerera. ¡Estamos perdidos!
MARTA.—¡Enrique!

Telón

ACTOII

A telón corrido, se oyen risas y un twist. Al levantarse el telón, continúa la


misma decoración. La cama ha vuelto a su sitio y todo está de la misma forma
que al empezar la función. La tormenta se ha acentuado. Han pasado un par
de horas, aproximadamente.

(En escena, DOÑA ADELA, sentada, como siempre, en su sillín de


ruedas. A su lado, DOÑA SOCORRO y el PADRE CELEDONIO sentados alrededor
de la mesa camilla. No se oye agonizar a nadie.)

ADELA.(Riéndose .)—¡Qué graciosa es usted! ¡Hay que ver qué cosas más verdes
se le ocurren! ¿Dónde demonios ha aprendido usted esos chistes tan pícaros
SOCORRO .—Me los contaba mi criada, que salía con un brigada de la legión. (Le
habla al oído)
P. CELEDONIO: (Persignándose) No blasfemen señoras y compórtense que estamos de
velatorio.
ADELA.(Se ríe a escondidas.)—Mira que cuando... (Se lo cuenta al oído.) ¡Ese brigada
era una cosa mala!
SOCORRO .—¡No lo sabe usted bien! Ahora está en un castillo.
ADELA.—¿Es duque?
SOCORRO .—Ladrón, más bien ¿Qué? ¿Y usted no conoce ningún chiste?
ADELA.—Sí, mujer. Lo que pasa es que tengo muy mala pata para contarlos.
SOCORRO.—¿Conoce usted el del loro?
¡Ya está! ¡Bendito sea Dios! Mañana sin falta las quiero oír en confesión y
DON CELEDONIO:
espero que se arrepientan mucho.

(Aparece LAURA.)

LAURA.—¿Ocurre algo?

ADELA: Nada hija, tráele unas pastitas a don Celedonio a ver si se anima.

LAURA .—
Se acabaron los chistes. Usted, doña Socorro, siempre lo mismo. ¿Es que
no sabe estar en un velatorio?
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SOCORRO .—Es verdad. Nos hemos olvidado del pobre don Gregorio. ¡Qué lástima!
Aquí, en Badajoz, todo el mundo le quería; ustedes, sin ir más lejos..., ¡qué horror,
lo que es la vida!

(Solloza.)

AD ELA .—Vamos doña Socorro, no nos amargue la velada.


SOCORRO .—Ya lo sé..., ya Pero una es cristiana y...
LAURA .—Déjela, madre. Al fin y al cabo, tenemos al abuelo en esa habitación de
cuerpo presente y unas lágrimas siempre hacen bien.
SOCORRO .—Y, dígame, ¿vamos a ser muchos al velatorio?
LAURA .— Lo vamos a celebrar en familia. Va a ser una cosa sencilla.
ADELA .—Además, al abuelo no le gustaban la ostentación, el lujo, ni la Coca-Cola.
DON CELEDONIO : Con tal de no gastar…
SOCORRO .—Eso padre, vamos a rezar. Doña Veneranda y Marcial están al llegar.
DON CELEDONIO: Ay, hija, qué más quisiera, pero ando desfallecido, necesitaría antes un
caldito.
SOCORRO .—Seguro que Laura ha hecho uno buenísimo, un caldito no puede faltar
en un buen velatorio. Oiga. ¿Cuándo voy a poder entrar a ver a don Gregorio,
que en gloria esté? Me figuro que usted ya lo habrá visto, ¿No, padre?
DON CELEDONIO: No hija. Enrique, el sobrino de doña Adela, está con él desde hace
más de una hora. Le está poniendo presentable. Como es médico...
A D E L A .—Sí, llegó anoche, a poco de irse ustedes. Se quedar á aquí
hasta después del entierro. Va camino de Portugal.
SOCORRO .—¿Solo?
ADELA .—No, con...
LAURA .—¡Y a usted qué le importa!...

(Entra Sor Rita, pone unas pastas en la mesa camilla y se va. D. Celedonio y
Socorro se miran )

ADELA .- Sin comentarios.

Y las pastas ni tocarlas hasta que no vengan los demás. Están contadas.
LAURA.-
SOCORRO .—¿Y migas? ¿No va a haber migas? Cuando lo del pobre Ceferino, fue a
base de migas y resultó muy bien. Con esto no quiero decir nada; cada cual es
muy dueño de celebrar sus velatorios como le parezca...
DON CELEDONIO .—También en aquel velatorio estaba aquel señor de Medina del
Campo, amigo de un vecino, que cantaba jotas navarras, y justo es reconocer que
tenía una buena voz.
LAURA.—¡Ya lo creo! Había que oírle "Ya no le temo a la fiera..., que la fiera ya murió..."

(Cantan las tres muy contentas mientras don Celedonio come


pastas a escondidas)(Entra Justina)

SOCORRO.—Pues a pesar de cantar con ese gusto, yo sé que tiene un piso puesto en Madrid
a una señorita, que se llama Chon, y él la llama Asuncioncita, para que no la confundan.
JUSTINA.—Abuela... me dijo la tía Laura que voy a tener que llevar luto por el abuelo diez
años. O sea, ropa negra y sólo películas españolas... ¿No es mucha mortificación?
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DON CELEDONIO .—¡Ustedes la oyen?... ¡Inmoral ¡Vergüenza te debería dar, intentar
quitártelo un día antes!
LAURA .-Tiene vocación de mujer de vida alegre. El día que faltemos nosotras,

acabará en un burdel o peor.


JUSTINA .—¿Peor que un burdel? ¿Qué es peor que un burdel, tía?
ADELA.—Mi hija tiene razón. La juventud de hoy no piensa más que en diversiones y
placeres. Cuando su pobre abuelo está aún caliente...
SOCORRO .—Tiene usted mucha razón. Y eso es el cine que les deforma. ¿Usted ha
visto cómo sale Tarzán?

(Llaman a la puerta.)

JUSTINA .—Debe ser Llermo... ¿Me dejas que abra?


LAURA.—Hoy, como estamos de luto, no importa... Pero ¡cuidado! ¡Una mirada lasciva y
te sacamos los ojos!
JUSTINA .—Descuide usted, tía.

( Entran Veneranda y Marcial , que viste como siempre.)

VENERANDA . (A LAURA , hecha un mar de lágrimas.)—Hija... Hija mía. No te puedes

figurar cómo lo hemos sentido. (La besa.) ¡Qué desgracia!


En la flor de la vida...
LAURA .—Vamos, vamos, doña Veneranda... hay que ser fuertes. Adem ás, lo de la
flor de la vida, parece un chiste.
VENERANDA .—Era un hombre tan bueno, tan generoso, tan sabio. Y, además, un
santo; nunca hizo mal a nadie; Doña Adela, ¡pobrecita mía! No se levante... No
se levante... ¡Ha sido horrible! ¿Quién lo iba a decir?
ADELA .—Pues todo Badajoz, desde hace tres meses.
VENERANDA.—Hace unos días, tan lozano. Que daba gusto verle cómo liaba sus cigarrillos.
¡Qué pena!

(Solloza.)

MARCIAL . (A LAURA , abrazándola.)—Laura, no tengo palabras para expresar lo que


siento. Es ley de vida. En fin, no somos nada..., nada.
LAURA .—¡Mira quién lo ha ido a decir! Anda, pasa y tómate una pasta.
MARCIAL . (A DOÑA SOCORRO , equivocadamente.)—¡Qué pena, doña Socorro! (Le da la
mano.) Cómo lo he sentido... La acompaño en el sentimiento.
SOCORRO.—No das una, rico. A mí donde me tienes que acompañar es luego a casa.
MARCIAL .—¿Y en el sentimiento?
SOCORRO.—No. Yo soy un deudo, como tú y tu madre, y estoy aquí por las pastas.

( MARCIAL coge una pasta y se la come.)

VENERANDA.—Y migas, potes gallego o chorizo de Cantimpalos, ¿no hay?

SOCORRO.—Nada... Sólo pastas. Este es un velatorio de tercera.

(Cogen una pasta y se la comen.)


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VENERANDA.—Ylas pastas... no son nada del otro mundo... Hablando del otro mundo,
¿cuándo vamos a verle?
SOCORRO .—Más tarde. Por lo visto, han venido de Madrid...

(Las dos mujeres hablan aparte.)


VENERANDA .—Consternado.
SOCORRO.—Sí, ya..., enamorado. Pero, ¿de quién? Seguro que de alguna mal nacida y no
se atreve a decirlo.
MARCIAL.—¡Ah!... Para aliviar en parte su dolor, mi madre y yo le hemos traído esta botella
de licor Benedictino. ¡Ah! Y este cartucho de almendras garrapiñadas legítimas de
Logroño.

(Entrega las cosas a DOÑA ADELA .)

SOCORRO .—¿Qué ha dicho ahora? ¿Una palabrota?


VENERANDA .—No; que son almendras garrapiñadas, leg ítimas de Logroño.
SOCORRO .—¡Ay, qué susto, mujer!...
ADELA. - (A voces) Sor Rita!!
(Entra Sor Rita)
ADELA.- Lleve esto para la cocina.
SOR RITA .- Lo que usted diga, doña Adela. (Sale llevando el licor y las almendras)
MARCIAL . (A LAURA . )—Y... ¿cómo fue el trágico desenlace?
LAURA.—Nada de particular. Un ataque de corazón, complicado con una pulmonía doble.
ADELA .—Y luego, los años... Eran noventa y dos.
DON CELEDONIO .—Y el hígado, que lo tenía como un sifón.
ADELA .—Pero lo peor ha sido el asma. Por lo menos, eso ha dicho mi sobrino, que
es médico, y vino hace unas horas.
LAURA .—Llevaba unos días pesadísimo... Hasta que hace un par de horas, su
fortaleza cedió.
MARCIAL .—Y, ¿dijo algo antes de ceder?
LAURA.—Estaban con él Enrique y su prometida. Por lo visto, los llamó, se incorporó como
pudo en la cama y dijo, con un hilo de voz: "Non plus ultra", y dejó de existir.
SOCORRO .—¿A su novia?
VENERANDA.—¿Qué novia?!. Habló en latín. ¡Como era tan bueno!

(Siguen hablando entre ellas.)

ADELA .—¿Qué tal van las cosas, Marcialito? ¿Mucho trabajo?

MARCIAL .—Sí, señora. Esta noche, por fin, va a caer "El Sátiro de Extremadura".
Se lo aseguro.
LAURA .—¡Me extraña! (Ríe.) ¡Coger tú al Sátiro!
MARCIAL.—Hemos recibido informes. Esta noche hará una visita a Rafaela Guzmán,
muchacha que vive aquí al lado. Tenemos cercado el barrio y no escapará.
SOCORRO.—¡Dios te oiga, hijo! A ver si, por fin, podemos descansar las mujeres solteras.
ADELA .—Hija, no hables así... Que se va a creer la visita que nunca has tenido
pretendientes. Y Laura ha tenido muy buenos partidos.
LAURA .—Sí, uno. Y está cumpliendo treinta años por lo de la anciana. Una
injusticia, porque, aunque Jacobo tenía un cuchillo, la anciana se podía haber
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defendido. Y, en cambio, treinta años. ¡Qué asco! (Al borde de la histeria.) ¡Qué
asco!
ADELA . (Toca el silbato.)—¡Basta, hija! esta noche no hagas el número.
LAURA .—¡No puedo, madre! ¡No puedo!

(A punto de estallar.)

ADELA .—¿Qué tal una tacita de café?

( ADELA toca tres veces el silbato)


VENERANDA.—Yo prefiero jamón. El café me quita el sueño.
MARCIAL.- Y una copa de ese licorcito tan fino que hemos traído.
SOCORRO.—Muy bien dicho. ¡Toma del frasco!
(Entra Justina)

LAURA .—¿Que hacías que has tardado tanto en venir?


JUSTINA.—Estoy leyendo a Franz Kafka, que es muy entretenido.
MARCIAL.—¿Y qué? ¿Has adivinado quién es el asesino?
JUSTINA .—Casi. Cuando tenía un sospechoso, resulta que se convierte en
saltamontes. Claro está, que un saltamontes un poco freudiano.
LAURA . —¡Calla! ¿No ves que hay invitados y no les interesan nada tus
porquerías? Ve a la cocina y prepara un poco de café.
JUSTINA.—Bueno, tía, bueno… un día me voy a espabilar..., y ya verán, ya...

(Hace mutis.)

ADELA.—No hay más remedio que tratarla así. No hace más que decir palabrotas, y yo no
sé dónde las aprende. Porque aquí, en casa, todos somos muy de derechas.

(Aparecen, del cuarto del abuelo, ENRIQUE y MART A ; esta última


está muy nerviosa y en su rostro se aprecian huellas visibles
de cansancio. Está pálida y desencajada.)

MARTA.—Por favor... Una silla. (Se sienta.) Me encuentro mal.


LAURA .—Es mi primo Enrique. Traumatólogo.
SOCORRO .—¡Pobrecillo!
VENERANDA .—Y eso, ¿Qué es?
SOCORRO .—Como peluquero, mujer; pero mucho más limpio.
AD ELA .—Don Marcial Hernández, detective. (Se estrecha la mano con
ENRIQUE .) Mi sobrino Enrique, que viene de Madrid.
MARCIAL .—No sabe cuánto lo siento.
ENRIQUE .—Mucho gusto.
MARCIAL .—Conocía bastante a don Gregorio y estoy consternado. Es un
óbito que no se olvidará fácilmente en Badajoz. Don Gregorio dejó
huella.
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VENERANDA .—¿Ha visto qué bien se expresa mi maridito?
ADELA .—Estas señoras son dos amigas de la casa: doña Socorro y doñ a
Veneranda. Han venido a hacernos compañía.
ENRIQUE .—A sus pies, señoras.
VENERANDA .—Besamos a usted la mano.
E N R I Q U E . (D an d o u n a p ast illa a M A R T A . )—Tómat e est o, M art a; t e
tranquilizará. ( MARTA lo toma.) Pobrecilla, está muy impresionada.
MARTA .—Enrique, vámonos de aquí cuanto antes. Creo que no lo voy a
poder resistir.
LAURA . (En tono bajo, a ENRIQ UE .) Primo, estas señoras quisieran ver al
abuelo. Y nosotras también. La última vez que le vimos estaba vivo.
ENRIQUE .—Sí, sí; pasen. Le van a encontrar un poco desfigurado. Como
murió de tantas cosas, le ha cambiado la expresión de la cara, el
carácter y el color del pelo.
MARCIAL .—Sí, es frecuente. Y la nariz la tendrá más afilada, ¿no?
ENR IQ UE .—Sí..., sí, eso es, mucho más afilada. Pasen, pasen, por
f av or, y n o toqu en n ad a. (P asan las vecin as M arcial y d on Celedon io).
D on Gregorio es eso que está en la caja con hábito de franciscano.
MARTA . (Se echa a llorar.)—¡Qué horror! ¡Qué horror!
ENRIQUE .—Pero, Marta, ¿qué te pasa? Es ley de vida. A todos nos tiene
que pasar. ¡Vamos, vamos, cálmate!

(Aparece MARCIAL .)

MARCIAL .—Porfavor, don Enrique, venga. Mi mujer está empeñada en ponerle un


escapulario y no sé cuántas cosas más a don Gregorio.

ENRIQUE .—Voy ahora mismo. Pero que no toquen nada. ( MARCIAL se vuelve a meter
en el cuarto.) Vamos, Marta, tienes que sobreponerte.

MARTA .—¡Déjame! Estoy muy mal. Voy… voy al lavabo; un poco de agua fresca
me reanimará.

(Se oyen ruidos dentro de la habitación. Sale MARCIAL .)

MARCIAL.—Corra, le está haciendo cosquillas para ver si está muerto!


ENRIQUE —Está bien. Voy a ver qué pasa ahí dentro.

(Al entrar en la habitación del abuelo se cruzan con Laura y Adela que salen de
ella.)

ADELA.— (Por Marta) Por lo visto, no tomó el café.


LAURA.—O si lo tomó, no le hizo efecto. A lo peor, eché poca cantidad. Como no tengo
costumbre...
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ADELA.—Menos mal que aún nos queda un tazón entero de cianuro.
LAURA.—Pues haremos más café y acabaremos con los dos.
ADELA.—Sí, hija, cuanto antes. Mira la maleta. Ahí está, muerta de risa.
LAURA.—Ya la veo, madre, ya la veo. Paciencia. Dentro de muy poco será
nuestra.. ¡Qué feliz me siento! Por fin, la vida nos sonríe.
ADELA.—Ya era hora, hija. ¡Ah! No se te ocurra hacer nada estando Marcial aqu í.
Podría estropearlo todo.
LAURA.—Descuide, madre, descuide.
ADELA.—Anda, llévame un poco a ver al abuelo, que me recree la vista.

(Inician el mutis.)

LAURA.—Madre, soy completamente dichosa. ¡Dentro de poco, a disfrutar de la vida y


sus placeres! A usted, madre, le voy a comprar un dos caballos, que se va a chupar
los dedos.
ADELA.—¡Calla, calla, loca! Que no me dejas concentrarme, y así no podemos entrar a
ver al abuelo. No nos falta más que una bota de vino y cantar: "Ya no le temo a la
fiera..."
LAURA.—De acuerdo, madre. Adelante, adelante. El abuelo nos está esperando.
(Salen. Entran Gregorio y Sor Rita cogidos de la mano)
GREGORIO.—Pirula, Pirula mía!! Por fin vamos a poder huir juntos.
SOR RITA.- Sí, mi hombretón!
GREGORIO.- Nos fugaremos a Soria.
SOR RITA.- No, a Soria no, que la tengo muy vista, ¿Qué tal Guadalajara?
GREGORIO.- A dónde tú quieras, pastelito. Tantos años esperando para poder escapar
de estas brujas y mira por donde, cuando ya había perdido la esperanza...
SOR RITA.- Eso nunca, ahora podremos vivir nuestro amor libremente.
GREGORIO.- Pirula de mi vida!! (Se abrazan)

(Por la puerta aparece Justina con un vestido muy bonito y muy atractiva)

JUSTINA.—¡Hola, abuelo! ¿¿Sor Rita?? ¿Qué hacen ustedes aquí? ¡Ay, ay! Se lo voy a
decir a la tía. Ahora que me fijo: ¿Cómo no está usted en la caja?

GREGORIO.—Me aburría, y dije: Voy a estirar un poco las piernas.


SOR RITA .- Y yo lo acompañé por si acaso le daba un mareo.
JUSTINA.— ¿Y no tenía usted las piernas bastante estiradas?
SOR RITA .—¿Sabes? Es que la caja no es de su número, y le viene un poco justa.
GREGORIO .- Es verdad, y estoy un poco incómodo. Me aprieta aquí.
JUSTINA.—Eso son los primeros años. Luego ya verá como se acostumbra. Estas
cosas, con el uso, dan de sí. Oiga, abuelo: ¿Por qué no dice a las tías que no me
obliguen a llevar luto diez años?
GREGORIO. Claro, claro y si te estás calladita, te traemos unos borrachitos de
Guadalajara.
SOR RITA.- Eso. Y no le diremos a tu tía que te hemos visto así vestida.
JUSTINA.- Nooo, no! No diré una palabra. Cerraré la boca muy fuerte y así la tía no me
cortará la lengua.

(Llaman a la puerta. El abuelo se intranquiliza.)


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GREGORIO.—Anda, bonita, ve a abrir. Están llamando.

JUSTINA—Sí, ya voy. Debe ser mi Llermo. "Estaba la pastora; laran, laran, larito..."

(Se va cantando a abrir la puerta. Salen Gregorio y Sor Rita a


toda prisa. Al momento, entran LLERMO y JUSTINA. Él trae otra vez
la sombrerera y la maleta. Las deja en el suelo. Viene
chorreando.)

LLERMO.—¡Qué manera de llover! Vengo chorreando. Y estas dichosas maletas, que


pesan lo suyo. Óyeme, Justina. Don Enrique y esa señora no se han ido, ¿verdad?
JUSTINA.—Están ahí, en el cuarto del abuelo.
LLERMO.—Bien, bien, Justina, ¡al fin solos! (Mirando a JUSTINA) Justina, estás
guapísima, como cuando éramos novios.
JUSTINA.- ¿Te gusto?
LLERMO.- Más que nunca...hace mucho tiempo que no estamos solos.
JUSTINA.—¡A ver!... Si es que tú eres muy rarillo.
LLERMO.—Si quieres, ahora mismo cogemos la moto y nos vamos de Badajoz. ¿No te das
cuenta de que no puedo vivir sin ti? Eres mi mujer, mi compañera, y puedo obligarte.
JUSTINA .—¡Huy, qué niño más malo!
LLERMO .—Seguiré con el negocio y en cuanto tenga posibles, té sacaré de aquí y
te llevaré a Madrid, para que veas la calle de Serrano.
JUSTINA .—Dices unas cosas, horribles. Tú has debido leer alguna comedia
americana. Y además... está muy mal decirle esas cosas a una señorita como
yo. Pura y extremeña.
LLERMO.—¡Justina! Dime que no me quieres y no volveré por aquí.
JUSTINA.—Bueno, no se lo digas a nadie, pero yo creo... que te quiero cada vez más...
LLERMO .—¡Justina! ¡Esposa mía!

(Se besan largo y tendido.)

JUSTINA.—¡Qué bruto! ¡Anda que si las tías estuvieran equivocadas! ¡Mira que si tú
fueras un señor!
LLERMO.—Vámonos ahora mismo... y verás. Y si me das por inútil, no volveré a
molestarte más.
JUSTINA .—Bueno... Pero, voy a ser exigente.
LLERMO .- No te defraudaré, Justinita mía.
JUSTINA .- Pues entonces, vamos.

(Al ir a salir, entra MARTA ya más animada.)


MARTA.—¡Hola, Llermo! ¿Vais a salir?
JUST INA .—Sí, señora. Si pregunta el abuelo por mí, dígale que estoy
haciendo el examen a Llermo.
LLERMO .—¡Pobrecita! El abuelo, por desgracia, ya no puede preguntar ni
la hora.
JUSTINA . (Se ríe.)—No seas tonto. Le he visto hace un momento. Estaba
por aquí, porque había salido a estirar las piernas.
LLERMO .—¡¡Justina!! ¡Eso es mentira!
JUSTINA .- Es verdad.
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MARTA.—Pero eso no puede ser.
JUSTINA .—Pues es verdad. Yo creo que se levantó a llamar a Pirula.

(Aparece ENRIQ UE , que ha oído la última frase.)

ENRIQUE.—Me parece de muy mal gusto esa broma, Justina. Está muy feo asustar a la
gente.
JUSTINA.—Me da lo mismo que lo crean o no. ¡Lo he visto! ¡Lo he visto y he hablado con
él!
ENRIQUE —¡Justina, que me estás poniendo nervioso!
MARTA.—Bueno; dejad de discutir...Si la nena asegura que ha visto al abuelo será cierto.
Porque tú nunca mientes, ¿verdad?
JUSTINA.- Nunca, señorita.
MARTA.—Y dime... Sólo por curiosidad: la taza de café que me llevaste a la cama, ¿quién
te la dio?
JUSTINA .—El café lo hice yo, que soy muy habilidosa. La que echó las dos cucharadas
de cianuro fue la tía Laura. Dijo que a usted le gustaba muy cargadito.
LLERMO. ¡Azúcar! ¡Qué cianuro, ni cianuro! Dices unas cosas que, a veces, me dan miedo.
MARTA.—¿Has oído, Enrique? Es tu prima Laura. ¿Te convences? Pero, ¿Por qué? ¿Por qué?
Es para volverse loca.
ENRIQUE. (Viendo las maletas.)—¿Qué hacen estas maletas aquí? ¡Diga! ¿Qué hacen aquí?
LLERMO .—Se lo iba a decir, pero no me ha dado tiempo. Cuando he llegado a la
estación estaba cerrada. Hasta mañana no pasa ning ún tren.
ENRIQUE. (Cogiéndole por las solapas.)—Y en este tiempo, ¿qué ha hecho usted? ¿Ha
abierto las maletas?
LLERM O .—¡Eh! Oiga. Las manos quietas. Naturalmente que he abierto las maletas.
Sépalo de una vez; no he ido a la estación. (Pausa.) Qué, ¿Sorprendido? Usted
se creía que yo, además de estéril, era tonto, ¿no?

( ENRIQ UE se queda muy preocupado y no sabe qu é hacer.)

MARTA.—Pero, ¿Qué hay en esa maleta? ¿No me dijiste que cosas de Armando, sin valor?
LLERMO . (Se ríe.)—¿Eso le dijo? ¡Tiene gracia!

(La puerta se abre y aparece MARCIAL . )

MARCIAL .—Bien. Ya les tengo que dejar. ¡Hola, Guillermo! ¿ Qué tal las cosas?
LLERMO .—Se hace lo que se puede. (Nervioso.) Todo está muy difícil, ya sabe...
MARCIAL .- Ya, ya. Te noto algo extraño. Ya sabes que a mí no se me puede engañar.
¿No tienes nada que ocultarme?
JUSTINA .—Es que le asustan los muertos, Don Marcial. ¿Verdad que de quien hay
que tener miedo no es de los muertos, sino de las motos?
MARCIAL .—Eso es, pequeña. Bueno. Me voy. Esta noche presiento que va a ser
algo movidita. Huelo a... Huelo a... (Tropieza con una maleta.) Estas maletas no
estaban antes. ¿Son tuyas, Llermo? ¿De dónde las has sacado? ¡Contesta! Y no
se te ocurra mentir a Marcial.
LLERMO .—No, no... Verá...
ENRIQUE .—¡Don Marcial!... ¿Tenemos cara de contrabandistas?
MARTA.—Si usted quiere, las abrimos. Es material médico, instrumental de trabajo.
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( MARCIAL mira las maletas y no sabe qué hacer.)

MARCIAL .—Era una broma. Me encanta desconcertar a la gente. (Deja las maletas
en el suelo.) Bueno, les dejo. Estaré por aquí cerca. En cuanto aparezca el Sátiro,
caerá. Acuérdense de lo que les he dicho: esta es una noche importante para
Badajoz. (Inicia el mutis.) Que ustedes descansen.

(Hace mutis. ENRIQUE coge las maletas rápidamente y se seca el sudor.)

LLERMO.—¡Enhorabuena, maestro! Por mí, no tema. Estoy a sus órdenes. Usted y yo


podemos hacer grandes cosas juntos.
JUSTINA .—No lo creas, primo. A mí me ha dicho lo mismo.
LLERMO.—Yo, la mano de obra, y usted, la cabeza. Por cierto, hablando de cabeza. Esa
que...
ENRIQUE. (Tapándole la boca.)—Oiga, amigo ¿Me jura por su madre que ha abierto la
maleta?
LLERMO .—Y la sombrerera. (Se ríe mucho.) ¡Hay que ver! Es usted un demonio.
MARTA .—Pero, ¿Se puede saber qué hay en esa dichosa maleta?
LLERMO.—Ya ve usted lo que es la ignorancia. Yo he empleado siempre para mis cabezas
reducidas cebolla. Esto no lo sabe nadie; creen que son de verdad. Pero esta perfección...
ENRIQUE .—Bueno; basta ya. No me gusta esta conversación.
MARTA .—Enrique, sigo sin comprender nada de lo que est á ocurriendo desde hace
un rato. Parece que estoy en un laberinto y la salida se me cierra en c uanto
veo una luz. Veamos. Tu prima intentó envenenarme, ¿no?
JUSTINA .—Eso es. Con cianuro. ¿Lo quiere ver?
MARTA .—Sí, anda, tráemelo, guapina.
JUSTINA .—Voy volando. Ya verá, ya.

(Hace mutis.)

MARTA .—Luego, aquel hombre que daba saltos... El Sátiro.

MARTA.—Luego, aquella llamada por teléfono. ¿Quién pudo ser, Enrique? Nadie sabía
que veníamos aquí.
LLERMO.—Fui yo, señora. Yo les llamé por teléfono, diciéndole aquello de: "Uno de
enero, dos de febrero..."

(Se ríe.)

.—¡Vaya con Llermo, qué travieso es!


ENRIQUE
voz .—¡Marta!... ¡Marta! Venga, no encuentro el cianuro.
DE JUSTINA
MARTA.—Perdonen un momento. ¡Voy Justina!

(Hace mutis a la cocina.)

.—Hasta ahora mismo, maestro. Vuelvo a mi guarida. Y ya lo sabe. Usted me


LLERMO
enseña, y yo a aprender.
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(Hace mutis a la calle. ENRIQUE va a la puerta y comprueba que está
cerrada. Se dirige a la maleta de las joyas, la abre y sonríe con
satisfacción al ver que todo está en orden.)

ENRIQUE .—¡Chist! ¡Eh! ¡Abuelo..., abuelo...! Ya puede usted salir.

( El abuelo sale con las ropas del Sátiro, o sea el sombrero y la


capa. )

GREGORIO .—¡Vaya! Creí que no iba a salir nunca de ese dichoso armario.

ENRIQUE.—Pero, ¿De qué se ha disfrazado?


GREGORIO.—Son las ropas del pobre Eustaquio. Al fin y al cabo, a él le hemos puesto
las mías. Además, estaba muerto de frío. Qué, ¿nadie se ha dado cuenta del cambio?
ENRIQUE .—Nadie, ni siquiera Marta. La gente suele tener bastante respeto a los
muertos. Ha sido providencial la muerte de ese hombre. Y ahora, ¿qu é piensa
usted hacer?
GREGORIO .—Marcharme. Y lo más rápidamente posible. (Marca un número de
teléfono.) ¡La cara que van a poner mañana, cuando vean que me he ido con
todos los ahorros de la familia! Pirula!

(La puerta del cuarto del abuelo se abre y aparece


DOÑA SOCORRO .)

GREGORIO .—Muy buenas. (Sale)


SOCORRO .—Buenas... ¡Qué pena! ¡Es horrible! Oiga... ¡Qué tontería! ¿Sabe a quién
me pareció ese señor que va vestido de tuno?
ENRIQUE .—Sí, señora. A don Gregorio.
SOCORRO.—¡Qué pena!... ¡Lo que es la vida! ¡Señor, Señor! Voy otra vez con el pobrecito.

(Se mete en el cuarto.)

GREGORIO. (Vuelve a entrar hablando con Sor Rita que está fuera de escena)—Bien... No
tardes... Bueno; esto ya está. Pirula vendrá enseguida, Ha ido a rezar al muerto, para
disimular.
ENRIQUE—Mucho cuidado, abuelo. Un tal Marcial tiene rodeado el barrio con su gente.
GREGORIO.—Entonces es el momento. Mientras vigile Marcial, no hay peligro. Es el anormal
de aquí.
ENRIQUE .—Abuelo... Quiero pedirle a usted, un favor.
GREGORIO .—Adelante, hijo. Si está en mi mano.
ENRIQUE.—No sé cómo empezar... Me es un poco violento. (Pausa.) Abuelo... No soy bueno.
No, no lo soy.
GREGORIO .—¡Vamos, muchacho, vamos...! Se trata de Marta, ¿no?
ENRIQUE .—Sí, abuelo. Marta es casada. Y esto que he hecho no está ni medio bien.
Su marido era mi amigo, mi maestro. Gracias a él aprendí todo lo que sé.
GREGORIO .—Marta y tú os queréis, ¿No es eso?
ENRIQUE .—Sí, abuelo.
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GREGORIO .—Y ella, ¿tiene dinero?
ENRIQUE.—Mire usted... (Le enseña el maletín de las joyas.) ¿Tengo gusto, o no?
GREGORIO .—¡Bravo, muchacho! ¿Y tienes remordimientos? ¡Eres un artista! Y el
bueno del marido seguro que no se ha enterado, ¿ no? (Ríe.) Hay algunos
maridos que no se enteran nunca.
ENRIQUE .—Efectivamente; no sabe nada.
GREGORIO .—¡Qué muchacho!

(Ríe pillinamente.)

ENRIQUE .—El
marido de Marta, el doctor Molinos, mi amigo, mi maestro... est á ahí
en esa maleta... y en la sombrerera.

(Sor Rita entra)

GREGORIO .—¡Enrique!
ENRIQUE . (Presentándoles.)—El doctor Molinos... Mi abuelo.
SOR RITA. - ¡Qué horror!

GREGORIO .—¿Marta sabe algo?


ENRIQUE .—Ni lo sospecha. Armando, en el último momento, se enteró de todo lo
nuestro y no tuve más remedio que hacerle la autopsia...;
pero en vida. Y ahora lo siento. Yo no quer ía llegar a esto; pero
perder a Marta y sus joyas, ¡me enloqueció! La prueba de que lo que le
digo es cierto, es que lo he tra ído con nosotros y pensaba facturarlo para
Pamplona.
SOR RITA .- Pero no entiendo, ¿Para qué quieres mandarlo a Pamplona?
ENRIQUE .-Lo que más le gustaba en el mundo era correr los "Sanfermines” ¡Cómo
corría delante de los toros con un pantalón blanco y una boina! ¡Daba gusto verle!
(Pausa.) ¿Usted cree que he obrado mal?
GREGORIO.—Muchacho, yo siempre dije que tú llegarías lejos... (A Sor Rita) De pequeño,
esta familia de monstruos le llamaba el sádico.
SOR RITA.- Ya entiendo, por eso se hizo traumatólogo.
ENRIQUE.—Lo que quiero pedirles es que se lo lleven. Y en cuanto pueda, lo facturen para
Pamplona. Él se lo agradecerá.
GREGORIO .—En la vida hay que ser bien nacidos. Tú me has hecho un favor muy
grande hoy, y yo no puedo negarme. La maleta y la sombrerera ¿ no?
ENRIQUE . (Lo abraza.)—Gracias, abuelo. Nunca lo olvidaré.
GREGORIO .—No tiene importancia.
SOR RITA .- Hoy por ti, mañana por mí.

(Se oyen ruidos.)

ENRIQUE .—¡Cuidado! ¡Escóndanse! Me parece que viene alguien.

(El abuelo y Sor Rita se van y, al momento, entra LAURA.)

LAURA.—Enrique, ¿Estás solo? Me alegro. ¿Qué es esto? ¿Una tomadura de pelo?


ENRIQUE .—No sé a lo que te refieres.
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LAURA.—Lo sabes de sobra y conmigo no se juega. ¿Quién es ése que está metido en la
caja, de cuerpo presente?
ENRIQUE .—Pues el abuelo... ¿Quién va a ser?
LAURA.—¡Ja, ja! ¡Qué más quisiera! El abuelo era mucho más feo. Y ése parece hasta
vasco.
ENRIQUE .—Bueno; ten en cuenta que hay personas que al morir ganan. Lo he
estudiado, Laura. Se ponen mucho más pálidos y con la nariz afilada. Y eso
favorece siempre.
LAURA .—¿Y el bigote?
ENRIQUE .—¡Qué tontería! Todos los hombres tenemos bigote. Lo que pasa es que
unos se lo afeitan y otros no. El que no tiene bigote es el elefante. Por la trompa,
claro. En cambio, tiene memoria.

(Tratando de pensar.)
.—¿Me estás tomando por idiota?
LAURA

(Aparece DOÑA SOCORRO .)

SOCORRO.—¡Pobrecillo! ¡Hay que ver, qué serio se ha quedado! ¡Ah! Laura, pregunta a
tu primo cuándo va a venir el resto de la "Tuna".

.—Déjeme ahora, doña Socorro. Está empeñada en que va a venir la "Tuna".


LAURA
Dice que ha visto antes a uno por aquí.

SOCORRO .—Y es verdad. ¿No es cierto, caballero?


ENRIQUE .—Sí, señora, sí.
LAURA.—Enrique, acompáñame. Esto se va a terminar ahora mismo.
ENRIQUE.—Laura, te digo que...
LAURA.—Aquí pasa algo muy raro. Y lo vamos a saber cuanto antes.
ENRIQUE.—Está bien. Vamos.

(Entran ENRIQUE y LAURA . DOÑA SOCORRO se ha quedado extrañada al oír las últimas
palabras. Luego, va al teléfono y marca un número. Al momento, salen
sigilosamente DON GREGORIO y SOR RITA . DOÑA SOCORRO no los ve. DON GREGORIO va a por las
maletas y la sombrerera y las coge, disponiéndose a salir por el balcón. Luego
se arrepiente y deja la maleta, cogiendo el maletín de las joyas. Cuando va a
saltar por el balcón, DOÑA SOCORRO los ve.)

SOCORRO .—Oigan, ¿se van ya?


GREGORIO .—Sí; pero volvemos ahora mismo.
SOCORRO .—Ya.¿Con los demás?
GREGORIO .—Claro. Con todos. Ya verá, ya.
SOCORRO .—Oiga, ¿conocen '"Clavelitos"?
GREGORIO .—Sí, señora. Es lo mejor que nos sale.
SOCORRO.—Pues no lo canten. Me caen gordos. Buenas noches.
GREGORIO .—Buenas noches.

(Salen por el balcón con la maleta de las joyas y la sombrerera. En escena


ha quedado la maleta con el cuerpo de ARMANDO MOLINOS . SOCORRO cuelga y sale.
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Sólo se oye llover. Sale del cuarto del abuelo LAURA , que empuja el coche de DOÑA
ADELA .)

ADELA .—No lo volváis a hacer. ¡Nada! ¡No te lo consiento, hija!


LAURA .—¡Pero, madre!
A D E L A . —¡ H e d ich o q u e n o! Est o y mu y impresionada.
LAURA .—Le digo que era necesario.
ADELA .—¡Qué barbaridad! ¿Cómo se puede sacar a un señor de la caja,
ponerlo de pie y tallarlo, como si estuviera entrando en quintas, por
muy muerto que esté?
LAURA .—Pero, madre. ¿Cuánto medía el abuelo?
ADELA .—Pues... uno sesenta y cinco, como buen español.
LAURA.—Y, ¿cuánto el franciscano?
AD EL A .—No sé. Pero recuerda lo que ha dicho Enrique... A lo mejor
ahora ha dado el estirón.
LAURA .—¿Y la cara? Pero, ¿tú le has visto la cara?
ADELA .—¡Hija! ¡Qué cosas tienes! Lo he mirado por encima. Un muerto
no es un sello de Suiza, que haya que mirarlo con lupa.
LAURA .—Madre, el que está en la caja, con hábito de franciscano, lleva
bigote.
ADELA .—¡Anda! A ver si es franciscano de verdad.
LAURA .—Cualquiera puede ser, menos el abuelo. De eso estoy segura.
ADELA .—Y, ¿dónde estará? ¿Tú crees que Enrique...?
L A U R A . —E st o y s eg u r a. Re cu erd a q u e n os p ro h ib i ó en t r ar en l a
habitación hasta pasadas más de dos horas.
A D EL A .—¡Hija! Me das miedo. Entonces, el señor que est á en ese
cuarto...

(Aparece DOÑA SOCORRO muy deprisa. Coge el teléfono y marca)

SOCORRO:Voy a avisar a Matea para que no se lo pierda, nunca había estado en un velatorio
tan divertido! Y ahora Enrique le está afeitando el bigote.
LAURA .—¿Dice usted que le está afeitando el bigote?
SOCORRO.—¡Ya lo creo! Y doña Veneranda le está pintando un ancla en el brazo, como la
que tenía don Gregorio..., que se le debe de haber borrado. Bueno voy para allá...

(Cuelga y hace mutis muy deprisa.)

LAURA .—Y ahora, ¿se convence, madre?


ADELA .—Sí, no cabe ninguna duda. Enrique juega a algo y no sabemos a qu é. Pero,
fíjate, las joyas están aún ahí. No te preocupes ahora por el abuelo; las joyas y
el dinero serán para nosotras. A ellos les daremos más cianuro. Sólo o con leche.
LAURA.—Sí, madre. Esta vez no fallaré. Madre, vamos a abrir la maleta. Es mejor que
saquemos las joyas. Leeremos otra vez el pasaporte, y quién sabe...

(Va hacia la maleta.)

ADELA.— ¡Ten cuidado, hija! Podría aparecer alguien y sería muy violento que te viera
hurgar en la maleta.
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LAURA.—Estos prejuicios suyos son los que pierden a la gente honesta y trabajadora.
(Abriendo la maleta.)—¡Ya está! ¡Por fin!
ADELA . (Acerca el cochecito.)—A ver... a ver...
LAURA .—¡Qué extraño! Han metido las joyas en un plástico negro.
ADELA .—Ya, ya... Y lo han atado con una cuerda, como si fueran chorizos.
LAURA .—Raro... Muy raro. Vamos a abrirlo.

(Entra MARTA )

MARTA .—¡Vaya nochecita! Oigan! No me parece bien que registren mi maleta.


LAURA .—Cuando el contenido es tan extraño...
MARTA.—No sé qué tiene de extraño. Ropas, cosas de uso personal, el pasaporte y mis
joyas.
ADELA .—¿Y acostumbra a guardar todo eso en un plástico negro amarrado con una
cuerda?
MARTA.—¿Cómo dice?

(Entra LLERMO , que viene chorreando, con una sombrerera y


detrás, JUSTINA que viste otra vez de negro . )

LLERMO .- Se ha vuelto a escapar, es un genio.

JUSTINA - ¿De quién hablas?

LLERMO .-¿De quién va a ser?, del Sátiro de Extremadura.


LAURA.—¿Lo has visto?
LLERMO .—Lo he visto desde lejos. Con su capa y un sombrero muy grande. Algunas
mujeres, desde los balcones, lo animaban y le tiraban flores. Hasta una monja
lo seguía. Ha sido emocionantísimo.
MARTA.—Entonces no murió. Menos mal.

(Va hacia el balcón y mira a la calle.)

LLERMO —¡Ah! Tenga. No se cómo se las ingeniaría el Sátiro, pero ha estado en esta
casa y se ha llevado la sombrerera. (Se la da.) En la carrera, la dejó caer al suelo;
yo la vi, y aquí está. ¿Vale Llermo o no vale?
LAURA.—¿Que ha estado aquí? Eso sí que es raro. Madre, ¿no se habrá decidido por
fin?... ¡Yo soy soltera!
ADELA.—Hija, hablas de un degenerado como si fuera un ingeniero industrial.

(Suena el timbre de la puerta.)

LAURA .— ¡Qué raro! ¿Quién podrá ser?


JUSTINA .—¿Abro?
LAURA.—Abre.
JUSTINA .—Voy. Y si es el Sátiro con una pulsera de pedida le paso aquí,
¿verdad?
LAURA.—No te burles, ser abyecto. El amor es un sentimiento noble.

(Vase JUSTINA a abrir la puerta.)


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. (A ENRIQUE.)—Enrique, tenías razón. Me he portado como una estúpida. El
MARTA
señor que estuvo aquí se debió desmayar y luego...

ENRIQUE .—Bueno; no hablemos más de eso.

(Todos guardan silencio. En el umbral de la puerta ha aparecido


MARCIAL. Detrás, JUSTINA.)

MARCIAL .—Buenas noches.

(Pasa, saca la pipa, la llena de tabaco y luego enciende. Mira uno


a uno a los presentes como saboreando la situación.)

ENRIQUE .—Qué, ¿viene a recoger a su mujer, comisario?


M A R C I A L .—Y a otra cosa. L es est oy d ejando qu e se d iviertan, p or
aquello de que quien se ríe al último...
ENRIQUE .—¿Qué quiere decir?
MARCIAL .—Que es inútil. Lo sé todo. (Pasea par la habitación.) Lo siento por
ustedes. El criminal siempre pierde.
JUST INA .—¡Qué bonita frase! ¿Es suya?
MARCIAL .—No, de mi padre.
ENRIQUE.—Perdone usted. Ha dicho hace un momento que lo sabía todo. Pero, ¿qué
sabe usted?
MARCIAL .—Por ejemplo, lo de la maleta.

(Enciende la pipa. Larga pausa. Todos se miran.)

JUSTINA .—¡Anda! ¿Sabe usted lo de la maleta? ¡Sabe lo de la maleta! ¡ Tía, tía,


Marcial sabe lo de la maleta! Oiga. Y, ¿qué es lo de la maleta?
MARCIAL .—Esto va a ser el mayor triunfo de mi carrera.
LAURA .—¡Vamos, Marcial, ya está bien! ¡Al grano! ¿A qué maleta te refieres? ¿Y
qué tenemos nosotros, gente pacífica provinciana, que ver con una maleta?
MARCIAL.- Quedas detenido, Llermo .
LLERMO.- ¿ De qué se me acusa? Esa maleta no es mía.
MARCIAL .- De tráfico de drogas, soborno, contrabando y de posesión de revistas
inmorales.
MARTA.—Pero, Llermo, eso no está bien.
LLERMO .—¡Y yo qué sabía! A mí me daban un dinero por llevar la mercancía donde
me mandaban. ¿Qué iba yo a hacer?
LAURA .—¡Qué vergüenza! ¡En nuestra familia un delincuente!
ADELA .—No, si a mí este chico nunca me gustó.
MARCIAL .—Cuando quieras, Llermo.
LLERMO .—Ahora mismo. Adiós, Justina. Acuérdate un poquito de mí.
JUSTINA .—Pasa por casa y llévate la bufanda que te hice. Te vendrá muy bien. Y
sé bueno. Que estos señores no te tengan que dar garrote. Y no salgas por las
noches, sobre todo en invierno. ¡Hala! Ahora, adiós, y a ser juicioso.
MARTA .—Adiós, Llermo. No se preocupe. Todo pasa y usted es muy joven. Le
espera aún mucha vida.
LLERMO .—Sí, sí. Adiós, que me gusta usted muchísimo!
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MARCIAL .—Vamos. No se preocupen en acompañarme. Conozco el camino. D íganle
a Veneranda que vendré a buscarla dentro de un momento. Y perdonen este
mal rato. Hasta luego.

(Salen los dos y hay una pausa larga.)

LAURA.—¡Lo que es no tener la conciencia tranquila! ¿Verdad, primo? Te has quedado muy
pálido.
ENRIQUE .—¿Yo? ¿Por qué? ¡Qué tontería!
MARTA .—¿Qué ha querido decir tu prima, Enrique?
LAURA .—Lo va usted a saber ahora mismo. A mí no me gustan las gentes que
ocultan algo. En nuestra familia la moral ha sido siempre nuestra obsesió n. Usted,
señora, es casada, ¿verdad?
MARTA .—Sí, lo soy. Pero quiero a Enrique. Con mi marido no me entend ía.
ADELA .—¿Era sueco?
MARTA .—No; pero daba lo mismo. Me llevaba más de veinte años. Jamás lo quise.
Me casé con él por las dos únicas razones que una mujer como yo se puede casar
con un sabio calvo. El me quería y era millonario.
ADELA .—¿Era un sabio y millonario? ¿Y dice usted que no era sueco?
MARTA .—No; de Córdoba, y un día le tocó la Lotería. Luego conocí a Enrique y
decidimos marcharnos de España y empezar una nueva vida.
LAURA .—Con el dinero de la Lotería...
MARTA.—No; solamente me he traído mis joyas... Los regalos que él me hizo.
ADELA .—¿Y esa sombrerera?
MARTA.—Les juro... que no sé...

LAURA .—Todo esto me parece muy extraño... Enrique, ¿quién es el que está en la
caja? Y, ¿por qué lleváis las joyas envueltas en un plástico negro?
ENRIQUE .—¿Cómo? ¿Qué estás diciendo?
ADELA.—Sí, ahí en esa maleta. Yo lo he visto antes, y atado con una cuerda.
ENRIQUE .—Pero, ¿cómo es posible?. Marta, déjanos solos unos instantes. Ve a ver
al abuelo. Tengo que hablar con mi familia.
MARTA .—Está bien, Enrique, está bien.

(Entra en el cuarto del abuelo.)

ENRIQUE. (Va hacia la maleta y la abre.)—¡Maldita sea! (Se empieza a reír.) ¡Bien nos la
has jugado, abuelo! ¡Bien!
ADELA .—¿Qué estás diciendo?
LAURA . (A JUSTINA .)—Niña, vete a la cocina.
JUSTINA .—¿Caliento un poco de café?
LAURA .—Sí, sí... Pero, lárgate. ( JUSTINA S ale, después de coger el café.) Habla de
una vez; te escuchamos.
ENRIQUE.—¿Queréis saber quién está en la caja? Pues "El Sátiro de Extremadura".
ADELA .—¿Qué dices?
LAURA .—¿Estás loco?
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ENRIQUE .—Se tomó el café que preparasteis para Marta. El abuelo se dio cuenta de
todo y, entre los dos, preparamos el plan para que él se pudiera ir con las ropas
del Sátiro, con Pirula y con todo vuestro dinero. ¡Bien nos la has jugado, abuelo!
¡Cómo te debes estar riendo!¡¡Granuja!!
ADELA .—¡Ay, hija! Que me parece que va a ser verdad!
LAURA .- ¿Pirula?¿Pero ha estado aquí la tal Pirula?
(Se miran Laura y Adela)
AMBAS .- ¡¡Sor Rita!!
ENRIQUE .—Y no termina aquí la historia. Se ha llevado la maleta con las joyas de
Marta. Y nos ha dejado aquí ésta y la sombrerera.
LAURA .—¿Y qué hay? ¿Más dinero?
ENRIQUE.—Frío, muy frío. Mi familia es más tonta de lo que yo me figuraba. Aquí dentro
está... el doctor Molinos. El juego completo: la cabeza y el tronco. Voilá!
LAURA.—¡Mientes!
ENRIQUE .—¿La abrimos?
ADELA.- Tú...
ENRIQUE .—Eso es. Vuestro sobrino Enrique, la oveja negra, el santo, ya lo sab éis:
está tan loco como todos vosotros. He matado a un hombre y llevo un día entero
cargando su cuerpo...
ADELA .—¡Adiós, Lourdes!
ENRIQUE .—¿Por qué se me ocurriría pasar la noche en esta maldita casa? Si yo sé
cómo sois. Lo he sabido siempre.

(Aparece JUSTINA con tazas y el café.)

JUSTINA.—Aquí está el café. (Da una taza a cada uno.) Tú, primo, cómo lo quieres, ¿solo
o con leche?
ENRIQUE .—Solo.

(Le sirve y se lo bebe.)

LAURA .— Yo con un poco de leche.

(Le sirve y se lo bebe.)

JUSTINA .—¿Y usted, tía?


ADELA .—Yo lo que quiero es veneno. Quiero morirme.
JUST INA .—Vamos, vamos, tía. Tenga, está muy bueno (Le sirve.) ¿Leche?
ADELA .—No, nada. Así, negro, como todos nosotros.

(Lo bebe.)

JUSTINA .—¡Pues sí que están alegres! Yo sí que tenía que estar triste y estoy más
contenta que unas Pascuas.
LAURA .—Nena, ¿qué has echado en este café?
ENRIQUE .—Tiene un gusto muy raro. Sabe a cantina de estación.
ADELA .—¡A lo que sabe es a cianuro potásico!
LAURA .—¿Qué has echado en este café? ¡Contesta!
JUSTINA.—Pues qué voy a echar, los polvos blancos que traje esta tarde. ¿No es azúcar?
LAURA.—¡Justina!
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JUSTINA.—¿Lo he hecho mal? ¡Vaya, no doy una! Qué, ¿pongo la cara, como siempre?
LAURA .—No... Ya... es lo mismo.

ADELA .— ¡Estamos listos!

.—Pero, ¡qué serios os habéis quedado de pronto! ¡Vamos! A alegrar la


JUSTINA
cara. Ya se ha muerto el abuelito ¿Qué más queréis? ¿Os cuento algo del libro
que estoy leyendo? ¿Voy por mi muñeca y os la dejo para que la durm áis?. No
hay quien os entienda. Ya veréis, la voy a traer y veréis cómo nos
alegramos.(Canta.) "Quisiera ser tan alta como la luna ¡Ay, ay! Como la luna,
como la luna"

(Hace mutis cantando.)

ADELA.—Hija, ¿llamamos a un médico?


LAURA.—Sería inútil... Los médicos ahora no curan; dan conferencias.
ADELA.—Tú eres médico, Enrique... ¿Qué hacemos?
ENRIQUE .—Lo que yo, rezar..., a ver si hay suerte.

(Aparece .)
MARTA

MARTA.— Ya está amaneciendo y ha dejado de llover. Parece como si, con el nuevo
día, se acabase una noche horrible de pesadillas. (Pausa. Los tres personajes ya
no se mueven. MARTA no los mira. Está a punto de echarse a llorar. A lo lejos se
oye la canción infantil que canta JUSTINA. ) He decidido no ir contigo en este viaje,
Enrique, no me preguntes por qué. La respuesta te la darás tú mismo algún día.
Debimos marcharnos a Portugal enseguida. Te lo pedí, Enrique, que me llevases
lejos, y tú: son mi única familia, una casa tranquila y apacible, te encantará
conocerlos a todos, forman parte de mi vida. Y yo que no, que era una locura,
que Portugal estaba muy cerca, y tú, tú, no me hiciste caso. Lo siento, Enrique,
pero aun queriéndote mucho, más que a mi vida, vuelvo a Madrid con mi marido.
Es mejor que no nos volvamos a ver nunca más. Adiós.

(Por la ventana ha ido amaneciendo. MARTA , sin mirarlos, coge el abrigo y sale
después de apagar la luz. El grupo queda iluminado por la claridad que entra
por el balcón. Al momento entra JUSTINA con su muñeca cantando: "Tengo una
muñeca vestida de azul..." Los mira..., no entiende nada y se sienta en el suelo,
cantando y durmiendo a ROSALINDA. Muy despacio va cayendo el

TELÓN

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