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Siendo las cinco y media del atardecer comencé el rumbo hasta el campo de San Blás, un lugar cálido
donde mi familia y yo visitamos con frecuencia antes que Marielle, mi abuela, falleciera por
circunstancias no conocidas, al menos para mí.
El lugar era bastante verde, musgo por todos lados, los árboles tintineando sus hojas, todo un
espectáculo ambiental donde los gigantes con peluca seducían el aroma de sus cabellos atando las
raíces dentro de la húmeda hierba, cuya identificación partía por aquellas flores rosáceas que
acompañaban el ambiente.
No más tarde, mientras el sol se escabulle entre las montañas, me senté sobre el pasto de una de las
colinas más pequeñas que recurrían siempre por aquella zona; Dejé también mi canasta de picnic a la
derecha, y unas cuántas ganas de observar la salida del sol por el monte. No dudé en continuar con la
vista fija hacia la estrella gigante, pero no voy a mentir, estaba en condiciones precarias donde mi
sueño y mis ganas de acallar la vista se hicieron presentes haciendo que, en un descuido totalmente
válido, cerrara los ojos y mi cuerpo durmiendo plácidamente, quedase sin siquiera probar un bocadillo
de la vianda que apetecía contener en un principio, pero que, al caer rendida sobre el suelo, no dio el
tiempo.
Cuando desperté del reposo necesario, incliné la cabeza y me senté sobre el verdor cruzando las
piernas y apoyando ambas manos a los lados para así presumir el error en el que había caído, observé
la hora en el reloj de mano izquierdo y sin presunta desgracia, eran más de las ocho, el sol se había
arrancado y sólo quedaban las montañas burlescas mientras me atraían la neblina blanquecina
golpeando la pared de mi piel, que me hacía entender la oportunidad de marcharme a mi hogar, puesto
que al ser tarde, era peligroso quedarse.
Tomé entonces mis pertenencias, la canasta cargante sobre una mano, el bolsillo entre la otra y las
gafas sobre mi cabeza. Partí el rumbo por la carretera que había unos pasos más adelante de donde
estaba instalada, que, aunque no pasan casi autos por la zona, existía esa calle llena de luces
parpadeantes, lo cual, sin alegato, podía sacarles provecho
y caminar por ese espacio, no perderme sin suficiente
iluminación era el principal objetivo de la caminata.
Repetidamente apuré el paso caminando a velocidad para
poder llegar al paradero donde tomaba la vía de vuelta a
casa, no es oculto que aquel paradero estaba más alejado
de lo acostumbrado, porque esta vez me di la oportunidad
de caminar un poco más lejos, saliendo de lo común. En
ello, unos pasos persistentes tomaron presencia detrás de
mí, pasos realmente marcados y contundentes, el frío del
viento casi similar a las marejadas chocaba con mi cabello
y presente al miedo de no estar sola cuando en San Blás la
mayoría del tiempo se estaba en soledad, el cabello
corporal tomaba papel en erizarse para mí, mostrando la
mayor parte de mi sollozo interior.
Tocaron mi hombro, suspiré con serenidad, volteé, sonreí, alisté mis brazos, y en un compás de
movimientos, desmayé sobre los brazos del alto caballero castaño pues él había noqueado mi nuca
con sus palmas fuertes. No hay retroceso, no existe retroceso ni aquí ni donde te puedas sostener. Al
despertar, buscando una salida y delatando la frialdad en mis poros, sostuve el pasto a ambas manos
mientras reproducía la escena en mi cabeza, miraba el ángulo de los árboles empinados y con la
cabeza entumecida en la tierra húmeda, intentaba escapar de las manos de aquel hombre, aunque
renunciaba a salir, lo seguía intentando, aunque eso compensara mi vida. Miré unos segundos a ambos
lados para intentar buscar alguna herramienta que pudiese ayudarme en el momento de caos, pero no
habían más que hojas caídas de otoño, sonaba la sinfonía de Beethoven y mis piernas temblorosas de
turbación intentaban empujar el estómago del más alto para hacerle caer, algo imposible pues su
altura de 1,80 forcejeaba con mis manos, apretaba con fuerza hasta provocar dolor, contuvo mis
piernas separadas y mientras perdía mi dignidad, mi humanidad o hasta las ganas de escapar, él
quitaba mi inocencia a mares, forcejeando con machismo, arrebataba la parte infantil de mi intimidad
penetrando sus necesidades en mí mientras yo, definitivamente concentrada, intentaba escapar de su
maldad, pero caí otra vez, débil para seguir, apagué la mirada y sollocé: ‘’Bueno, es mi culpa’’.
Extensión dos.
Extensión tres.
Dejando un leve espacio entre lo que sucedió luego de perderme entre lágrimas, quiero comentar lo
que pasó luego de eso, luego me refiero a semanas después.
Mi familia logró contactarse conmigo, en el hospital psiquiátrico
donde me estaba hospedando con la camilla entre la mugre, caí en
cuenta del proceso en el que me había metido y con el apoyo de
mis padres intento salir adelante. Aunque hay algo más que me
gustaría contar, para no dejar la historia a medio caminar y hacer
que esto sea menos estresante. Mi abusador logró dejarme una
marca más grande que el abuso, pues, a los tres meses me enteré
de que dentro de mí se estaba formando la vida. No voy a decir lo
que está bien y lo que no, lo único que puedo decir, es que decidí
por mi vida y durante los cuatro meses de gestación, quité ese
corazón a medio desarrollo para no quedar con más problemas
mentales, aunque no fue de la manera más sana puesto que intenté
hacerlo de forma clandestina, no niego que dolió hasta el órgano
más interno que poseo, pero guardé la cápsula de la mentira en un frasco penetrante a la vista.
Creo que fue una decisión sabia y en el sentido más tétrico, puedo remediarle y dedicarle las palabras
más obscenas a ese turbulento azabache de casi dos metros que quitó una parte de mí y que fue el
culpable de hacer que de por vida tuviese esa memoria calcada en mis recuerdos más turbios.
Relatos de mi diario
0:26 AM
Junio 11, 2005