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EUDAIMONIA

Como cada tarde, salí de trabajar... el enésimo día de mi insulsa vida. A la misma precisa

hora, en el mismo imperturbable entorno, bajo el mismo inerte cielo gris. Recorrí el mismo

tedioso camino, con los mismos mil doscientos cincuenta y siete pasos: uno, dos, tres, …, mil

doscientos cincuenta y seis, mil doscientos cincuenta y siete, … mi acomodado y silente

apartamento.

Me preparé la cena con el mismo desánimo de todas las noches, aunque he de reconocer

que el sabroso regustillo del caldo de ave deshidratado con el que aderezan estas sopas de sobre

era lo más festivo de todas mis jornadas. Resulta incongruente que lo más gratificante de mi

supuesta vida ideal fuese algo tan barato e insignificante.

Me dejé caer en mi cómodo sofá, como todas las noches, y zapeé durante minutos

buscando algo mínimamente estimulante. Entonces lo vi: un exuberante paisaje coloreado de

nutrido verde, cubriendo todas y cada una de las pulgadas de la inmensa pantalla. La humedad

de la bruma que exhalaban esas plantas traspasaba el vidrio consiguiendo despertar un remoto

sentimiento aletargado en mi interior. El recuerdo de un niño aventurero movido por la

curiosidad, ganas de saber y superación; viviendo una vida simple pero feliz; con poco, pero

con mucho, … al contrario que mi vida adulta.

Para la mayoría, mi vida era de ensueño, aquella a la que nos hacen aspirar desde la

infancia, haciéndonos creer “inocentemente” que nos daría la felicidad: conseguí graduarme

entre los primeros de mi promoción, encontré trabajo casi al instante en una prestigiosa

multinacional donde no tardé en ocupar un alto cargo, pude emanciparme a una edad temprana,

comprarme un espectacular apartamento en uno de los mejores barrios de la ciudad, conservar

viejas amistades y hacer nuevas, mi familia me quería y apoyaba. En definitiva, lo tenía todo

y, sin embargo, me sentía vacío. Estaba acompañado, pero solo; tenía a todos menos a mí.
Debía encontrarme allá donde estuviera. Debía salir a buscar el niño que fui. Debía encontrar

el lugar que evocara la sensación de libertad que me había inspirado esa imagen.

Con apenas una mochila a mi espalda, me dispuse a empezar una nueva vida. La

emoción burbujeaba en mi estómago, sensación incómoda pero deseada, inexistente estos

últimos años. Fijé la mirada en algún punto inconcreto de la línea del horizonte que veía a

través de la cristalera de la terminal y, ya frente a la puerta de embarque, no pude evitar sonreír.

-Señores pasajeros, acomoden sus asientos y abróchense los cinturones, en breves

instantes iniciaremos el vuelo. Gracias por su atención-. Miré por la ventana y me asaltaron las

dudas. ¿Estaba haciendo lo correcto? ¿Encontraría lo que buscaba? ¿Sería feliz? Doce horas de

vuelo por delante darían para mucho cavilar.

La contradictoria sensación que tuve al pisar por primera vez Perú fue de

sobrecogimiento, una tierra desconocida se tendía ante mis pies ofreciéndose para ser

explorada. El siguiente paso, encontrar un vehículo que se adentrara en el país. Una vez

localizado el pintoresco autobús, me subí sin perder tiempo; aún quedaba mucho recorrido.

Tras varias horas de charla con mis compañeros de viaje (amables lugareños y algún que otro

turista), y una docena de paradas en diferentes localidades, llegué al punto más apartado de

cualquier gran ciudad. Alcancé mi destino.

Un pequeño pueblo de unos cien habitantes que albergaba una gran belleza natural: dos

lagunas turquesas rodeadas de verdes praderas y coronadas con suaves montañas; espumosas

y abundantes cascadas y un bosque de piedras que con su verticalidad amenazaban al mismo

cielo.

Respirar aquel aire saturado de frescura limpió las impurezas que mis pulmones habían

acumulado durante años. Ante mí se encontraban diversas casitas dispuestas en una colina, sin

planteamiento urbanístico ninguno. Algunos matices de colorida pintura salpicaban la


neutralidad de las paredes de piedra, los tejados de oxidada chapa y las calles de tierra prensada.

Todo el conjunto evidenciaba los orígenes y recursos humildes del pueblo.

Un corro de niños se acercó con ojos curiosos, girando a mi alrededor. Un poco más

adelante, un grupo de ancianos despreocupados compartían anécdotas. Al cruzar la calle,

encontré una hilera de personas que, por sus cestos y útiles de labranza, intuí, venían de trabajar.

Sin poder evitarlo, me fijé en su físico: anchas y curtidas manos por el trabajo, piel morena y

envejecida por las largas horas de exposición al sol y raída ropa. Sin embargo, ese aspecto

chocaba con sus radiantes sonrisas. Su sacrificado trabajo no impedía su felicidad.

Encaminé mis pasos hacia mi nuevo hogar. Las empinadas calles extraían el oxígeno

de mis pulmones entrecortando la respiración, pero más lo hacía el portentoso paisaje que me

rodeaba. Al fin, a lo lejos, en lo alto de la colina, logré ver mi humilde morada. Al igual que el

resto, sus empedradas paredes sostenían un cromático tejado de chapa.

Noté una mirada fija, penetrante, recayendo sobre mí. Una mujer de mediana edad se

asomaba desde la casa vecina, observando, cual depredador, a su sentenciada presa. Debía

pasar frente a ella para acceder a mi casa. - ¡Oe! - escuché. La voz provenía de esa misteriosa

señora. He de reconocer que en un principio me intimidó, en cambio, según me volteaba, fui

descubriendo cómo ese rechazo se tornaba en curiosidad y, finalmente, en dulzura.

- ¿Quién eres? ¿qué te trae por acá, pe?

- Me llamo David Gutiérrez, encantando de conocerla. Vengo buscando nuevas

experiencias y sensaciones; un lugar donde descansar una temporada. ¿Y usted?

-Soy María Elena Vargas. O sea, ¿estás interesado en nuestra cultura?

-Así es, aunque aún no sé mucho de ella. Dime, ¿cómo son los días aquí?
- ¿Acá? Los días son sencillos. Por la mañana nos levantamos a la salida del sol.

Después, la mayoría del pueblo se va a labrar los maizales, típicos de esta zona, al igual que el

resto de cultivos que nos permiten subsistir. Otros, van a cuidar de sus animales. Una vez hecho

el trabajo y recogida la cosecha, volvemos a casa, donde, en familia, comemos los productos

que hemos estado recogiendo los últimos meses. Los platos de aquí son sencillos y naturales,

como la Pachamanca o la Causa Limeña. Más tarde, salimos a pasear, a disfrutar de la

naturaleza o a pasar el rato con los vecinos. Las amistades, son sagradas, fundamentales para

el bienestar de uno mismo y del pueblo. Por último, volvemos a casa para cenar y pasar tiempo

con los nuestros. Aquí, la familia es el pilar fundamental al que nos aseguramos de dedicar el

tiempo y esfuerzo necesarios y el motivo por el que nos levantamos cada día.

Estas declaraciones me generaron sensaciones contradictorias. Por un lado, alegría,

porque este estilo de vida es el que perseguía; por otro, no podía evitar asombrarme por tan

arraigadas convicciones. ¡Qué diferente era a lo que solía tener! Este se basaba en la constancia

y los lazos personales, mientras que el otro se fundamentaba en la obsesiva persecución del

poder. No pude evitar preguntarme, ¿era posible conseguir la felicidad así?

- ¿Te consideras una persona afortunada, María Elena?

- Por supuesto. Tengo todo lo que necesito: un techo donde dormir; unos prolíferos

cultivos que nos dan trabajo y comida; amigos con los que compartir ratos e intercambiar

anécdotas; una familia por la que esforzarme y en la que apoyarme y, sobre todo, salud. ¿Qué

más se puede pedir? Pero, ¿por qué muestras tanto interés?

- Nada, cosas mías, no te preocupes. Muchas gracias.

- No hay de qué. Espero haberte servido de ayuda. Mañana puedes empezar yendo, en

la primera hora de la mañana, a los cultivos; conocerás a gente que agradezca tu ayuda y, a

poquito, lograrás integrarte, ya verás.


- Gracias, de nuevo. Ahora, si me disculpas, me voy a casa, esta de aquí al lado. Me

gustaría descansar después del largo viaje. ¡Nos vemos mañana!

- ¡Chau!

Me pareció fascinante la diferencia abismal que hay entre las culturas del mundo. “¿Qué

más puedo pedir?” Mientras, en otras partes del mundo, como de la que provenía, la pregunta

era: “¿Qué más puedo tener? " Tal vez ahí residía la clave. Tener ambiciones es bueno, pero

no establecer límites y dejar que controlen nuestra vida es peligroso. Nunca estamos ni

estaremos satisfechos con lo que tenemos, desearemos más, y más, y más...

Solo bastaba con ver cómo vivían nuestros abuelos. Tenían menos, pero eran felices.

Sin embargo, las generaciones actuales no podemos decir lo mismo. Nos encontramos en una

crisis existencial continua. Puede que sea el mal control de las emociones, la mayor visibilidad

que se les da (antes solían ser reprimidas), un factor social o una mezcla. No obstante, algo está

fallando y, a grandes rasgos, la mayor diferencia entre ambas generaciones es el estilo de vida.

Mientras que antes se vivía despacio, sintiendo, ahora tenemos un estilo de vida rápido,

mecanizado, sobrecargado con estímulos constantes de información y de tecnología.

Con el nuevo amanecer, decidí seguir los consejos de María Elena y fui, nada más

levantarme, a los maizales. Efectivamente, allí encontré un grupo de personas que me recibió

con los brazos abiertos y me permitió ser uno más de ellos realizando las mismas tareas

agrícolas. Al final de la jornada, estaba exhausto, sin duda era un trabajo arduo; a pesar de ello,

me sentí satisfecho. Además, logré forjar mis primeras amistades en el pueblo y entablar

interesantes conversaciones las cuales continué por la tarde como era tradición allí. No podía

evitar fijarme en la pasión y el entusiasmo con el que me atendían y explicaban aspectos

históricos y naturales de la zona. Se apreciaba el afán de compartir esa cultura de la que tan
orgullosos estaban. Después de hacerme un exhaustivo tour por el pueblo, nos sentamos a

charlar sobre la vida. Pocas veces había hecho esto en mi vida.

Al salir la luna, me sentía vivo, realizado tanto a nivel físico como mental. Había

aprendido de todo: historia, cultura, agricultura, habilidades sociales, etc. Pero lo más

cautivador fueron las valiosas lecciones morales que, sin quererlo, me habían inculcado. Su

humildad, su pasión, su dedicación, su cooperación, sus ganas de ayudar...

Tan encantado quedé que me propuse seguir viviendo experiencias semejantes. En poco

tiempo logré adaptarme a la perfección, sin apenas esfuerzo, al estilo de vida autóctono, que

me permitía subsistir, realizarme a nivel físico y mental y recrearme, estimulando partes de mí

que hacía tiempo no veía.

Ahora estaba verdaderamente acompañado y, cuando estaba solo, disfrutaba de ello

porque me permitía reflexionar y escucharme a mí mismo. Un día, estando en lo alto de una

montaña yo solo, mientras miraba los asombrosos bancales de cultivo, llegué a la conclusión

de que estaba en un punto álgido, no solo geográficamente hablando, también a nivel espiritual.

Los meses que estaba pasando ahí supusieron un crecimiento personal inmenso.

Conseguí revivir sensaciones que daba por muertas. Desde el día que pisé por primera vez este

maravilloso pueblecito supe que, a pesar de su tamaño, me afectaría enormemente. Aprendí

que todo el mundo tiene algo que enseñar, directa o indirectamente, y que la manera con la que

te enfrentas al mundo tiene un gran impacto en los demás, pero también en ti mismo. En un

principio, con el concepto preconcebido y difuso de lo que era la felicidad, me costaba entender

cómo podían ser felices aquí; sin embargo, aprendí que no todos la entendemos de la misma

manera. Solo sé que yo encontré la mía en un lugar que nunca imaginaría hace unos años,

cuando quería seguir el concepto de satisfacción que otros proyectaban en mí; cuando pensaba

se basaba en las posesiones y logros. Como promulgaba Epicuro, la felicidad equivale a una
combinación de placer y ataraxia, además de un fin en sí mismo, siendo el fin último y mayor

bien de la vida.

Para mí, tenemos que volver a sentir; a aceptar que somos imperfectos; a tener

paciencia, compasión; a recuperar esa calidez que caracteriza al ser humano para dejar la

frialdad antinatural que estamos adquiriendo a pasos agigantados a causa del egoísmo; a

redefinir las verdaderas prioridades; a tener ambiciones sanas que nos permitan crecer, no

hundirnos; a dejar de ser tan individualistas, luchar por el bien común y, sobre todo, a

escucharnos. Solo así podremos lograr encontrarnos, sentirnos realizados y ser felices como

individuos, pero también como sociedad. Este pueblecito es un claro ejemplo de ello. Cada

persona aquí es importante, un engranaje fundamental de la maquinaria y yo, ya soy uno de

ellos.

Encontré la eudaimonía.

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