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HISTORIA DE LA ANTIGÜEDAD CLÁSICA

Cursada virtual – año 2015

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Clase Nº 6: “Entre el mito y la realidad. Los orígenes de Roma y su desarrollo inicial”

Más allá de las leyendas de fundación con sus numerosas variantes, los datos arqueológicos sugieren que
Roma surgió como consecuencia de la extensión y crecimiento de una serie de poblados de la Edad del Bronce
(parte de la genéricamente denominada Cultura Lacial). Dispersos en principio por las famosas “siete colinas”, a
partir de comienzos del siglo VII a. C. un proceso de agrupación de dichas aldeas (sinecismo) -cuyas causas se
desconocen- generó la centralización de la ocupación y las actividades en la colina Palatina; con una organización
a la manera de las poléis griegas, lo que hace pensar en un inicial dominio etrusco sobre la zona.

La localización de Roma obedeció a elementales nociones estratégicas, ya que constituía un enclave fácil de
defender y, además, era un cruce casi inevitable para las rutas comerciales del Lacio central, y la comunicación
entre Etruria y Campania. En la actualidad se acepta que el origen étnico de la ciudad se relaciona con la fusión de
tribus latinas y sabinas, que habrían conformado una confederación religiosa preurbana de clara influencia
etrusca. Incluso el nombre mismo del asentamiento parece relacionarse con tradicionales agrupaciones familiares
(“gens”) del sur de Etruria.

Sin caer en las inconsistencias de las leyendas de origen romanas, está claro que la primera forma de
organización de la pequeña polis fue la monarquía. La cronología tradicional otorga al período monárquico una
duración que va desde el 753 al 509 a. C., es decir, 243 años en los cuáles sólo se habrían identificado siete
reinados. Esta tradición está absolutamente desestimada en la actualidad, aunque tampoco se cuenta con
registros fidedignos, ya que los archivos administrativos de la ciudad fueron destruidos durante la invasión gala
del siglo IV a. C. De todas maneras, la fecha legendaria de la fundación de Roma no está reñida con los testimonios
que ofrece la arqueología.

El gobierno inicial de Roma era monárquico, y condicionado al poder aristocrático de las antiguas familias
romanas: los patricios. El rey –como sucedía entre los etruscos– gobernaba acompañado de otras dos instituciones
básicas: el Senado y los Comicios, representantes de la clase aristocrática y del pueblo. Más allá de los
condicionamientos, el Rey poseía numerosas prerrogativas, aunque se destacaba su papel sagrado, que lo hacía
responsable del calendario, los sacerdocios y los auspicios. El senado era un Consejo de ancianos (al estilo de
varias ciudades etruscas y griegas), originalmente de tipo consultivo y formado por patricios. Finalmente, el pueblo
se reunía en comicios, que podían ser por Curias (reuniones de patricios que trataban los temas más importantes),
por Tribus (para temas menos trascendentes) y por Centurias (para cuestiones militares)

Situación del
Mediterráneo
occidental en
los comienzos
de la República
Romana.

Más allá de su autoridad religiosa, el rey era investido con la autoridad militar y judicial suprema mediante
el uso del Imperium. El imperium del rey era vitalicio y lo protegía de ser llevado a juicio por sus acciones. Al ser
el único poseedor del imperium de Roma, el rey poseía autoridad militar indiscutible como comandante en jefe
de todas las fuerzas militares. Asimismo, el imperium del rey le otorgaba la capacidad de emitir juicios legales en
todos los casos, al ser el jefe judicial de Roma. Aunque podía designar pontífices para que actuasen como jueces
menores, sólo él tenía la autoridad suprema en todos los casos expuestos, tanto civiles como criminales, tanto en
tiempo de guerra como de paz. Un consejo asistía al rey durante todos los juicios, aunque sin poder efectivo para
controlar las decisiones del monarca.

Bajo el gobierno de los reyes, el Senado y la Asamblea de la Curia tenían en verdad poco poder y autoridad.
No eran instituciones independientes, en el sentido de que sólo podían reunirse por orden del rey; y sólo podían
discutir los asuntos de estado que el rey había expuesto previamente. Mientras que la Asamblea curiada tenía al
menos el poder de aprobar leyes cuando el rey así lo concedía, el Senado era tan sólo un consejo de honor del
rey. Podía aconsejar al rey sobre sus actos, pero no imponerle sus opiniones. La única ocasión en que el rey debía
contar expresamente con la aprobación del Senado era en caso de declarar la guerra a una nación extranjera.

Una vez que el rey fallecía, Roma entraba en un periodo de interregnum. El Senado podía congregar y
designar un interrex durante un corto período (normalmente, menos de un año) para poder mantener
los auspicios sagrados mientras el trono estuviera vacante. En lugar de nombrar un sólo interrex, el Senado
nombraba varios que se sucedían en el tiempo hasta que se nombraba a un nuevo monarca. Cuando
el interrex designaba a un candidato para ostentar la diadema real, presentaba al mismo ante el Senado, el cual
examinaba al candidato y, si aprobaba su candidatura, el interregno debía congregar a la Asamblea curiada y servir
como su presidente durante la elección del rey. Una vez propuesto a la Asamblea curiada, el pueblo romano podía
aceptar o rechazar al candidato. Si aceptaba, el rey electo aún no podía asumir el trono de forma inmediata, sino
que debían sucederse otros dos pasos más antes de ser investido con la autoridad y el poder reales. En primer
lugar, debía obtener la aprobación divina, siendo convocados los dioses mediante los auspicios, ya que el rey había
de ser el sumo sacerdote de Roma. Si era encontrado digno para el reinado, el augur anunciaba que los dioses
habían mostrado señales favorables, confirmando de esta forma el carácter sagrado del rey. En suma, si bien en
teoría el pueblo romano era quien elegía a su líder; en realidad eran los senadores quienes tenían casi todo el
control sobre el proceso electoral.

La fecha tradicional del nacimiento de la República se produce durante el año 509 a. C., después de derrocar
y expulsar al último monarca etrusco de Roma (Tarquino, el soberbio). El poder pasó entonces a manos de una
nueva aristocracia que reemplazó la estructura monárquica por una república cuyas instituciones (algunas
inspiradas en el sistema anterior, otras nuevas) estaban orientadas al sostenimiento -por vía política, tributaria o
jurídica- de los intereses de la elite. Esta nueva aristocracia romana estaba formada por la antigua
aristocracia patricia y los nuevos ciudadanos ricos, en oposición a la mayoría de los plebeyos y a algunos patricios
empobrecidos.

Aunque en su origen los plebeyos estaban bajo el dominio de los patricios, tras la caída de la monarquía,
éstos obtuvieron mejoras de forma progresiva. Se creó el cargo de tribuno de la plebe; y la plebe urbana, élite
que se había enriquecido con el comercio, arrebató a los patricios el acceso a las magistraturas (cónsules,
pretores, cuestores, ediles) y al cargo de Pontífice Máximo. Las reuniones de la plebe - los concilia plebis- fueron
el origen de los comicios tribunados, válidos para legislar por plebiscitos. Por otra parte, los comicios siguieron
cumpliendo un rol importante en el desempeño institucional de la República; aunque a diferencia del período
anterior, las decisiones más gravitantes recayeron en los centuriados, cuya organización interna obedeció al
funcionamiento del ejército, en el que por mucho tiempo siguió manteniendo sus privilegios el sector patricio.
En el siglo III a. C. disminuyeron las diferencias entre los patricios y los jefes de los plebeyos; que se
agruparon en una aristocracia dirigente, la nobilitas. Con la rápida reducción del efectivo de los patricios, el
término plebe tendió desde entonces a designar a las masas populares pobres o directamente marginadas.

Desde el punto de vista militar, los primeros siglos de la República vieron la progresiva conquista de la Italia
peninsular por parte de Roma. El instrumento de la conquista fue la legión, una unidad militar compuesta por
ciudadanos reclutados sólo en tiempos de guerra y organizados bajo el modelo hoplítico. A medida que avanzó
en su conquista, Roma utilizó los contingentes de las ciudades dominadas y aliadas como tropas auxiliares,
conformando una fuerza de intervención que demostró su efectividad en todos los escenarios en los que actuó.

Tras las Guerras Latinas, que otorgaron a la República de Roma el control de todo el territorio del Lacio,
los samnitas se opusieron al creciente poder de Roma y se enfrentaron a ella en tres conflictos conocidos como
las Guerras Samnitas que, tras muchos sobresaltos, terminaron con la victoria romana. A partir de allí, Roma
venció sucesivamente a los etruscos, a los galos y a las ciudades de la Magna Grecia, que pese a la intervención
del rey helenístico de Epiro, Pirro, fueron conquistadas por Roma a comienzos del siglo III a. C.
Las Guerras Púnicas (contra la ciudad de Cartago) marcaron la primera etapa de la expansión de Roma por
el Mediterráneo. Cartago, situada en la costa norteafricana, había creado un imperio marítimo que dominaba
todo el Mediterráneo occidental, con colonias en Hispania, las Baleares y Sicilia, de donde llegó a expulsar a
los griegos. En el 264 a. C., Roma decidió ocupar las colonias cartaginesas en Sicilia. Para ello construyó una flota
de guerra y tras años de batallas con distintos resultados; en el 241 a. C. Cartago tuvo que capitular. Roma, tras
apoderarse de Sicilia, aprovechó el debilitamiento de su enemigo para ocupar Córcega y Cerdeña. La Segunda
Guerra Púnica (218–201 a. C.) se desarrolló en Hispania, Italia, y finalmente en África. Pese a haber obtenido
resonantes éxitos bajo el mando de Aníbal, los cartagineses fueron finalmente derrotados y –tras un período de
relativa y condicionada independencia- su territorio fue arrasado y pasó a convertirse en la provincia romana
de África.
Desarrollo de la Segunda Guerra Púnica. Pese a las numerosas victorias de
Aníbal, los conflictos internos en Cartago permitieron la recuperación de las
fuerzas romanas, que llevaron la guerra a Hispania y África, provocando la
derrota final de los cartagineses en la batalla de Zama

En el Mediterráneo oriental, Roma se enfrentó sucesivamente a los monarcas de los estados helenísticos:
los reyes macedonios Filipo V en el año 197 a. C. y Perseo en el 168 a. C. en las Guerras Macedónicas y a Antíoco
III de Siria en el año 189 a. C. en la Guerra Sirio-Romana. Macedonia, Grecia y Epiro se convirtieron en provincias
romanas en el año 146 a. C.

Roma consolidó su dominio de la cuenca occidental del Mediterráneo con el establecimiento de numerosas
colonias en la Galia Cisalpina, con la definitiva conquista del noreste de Hispania (asegurada con la toma
de Numancia en el 133 a. C.) y la ocupación del sur de Galia, que convertida en provincia romana, permitió la
unión terrestre de Hispania con Roma.

Estas conquistas significaron una verdadera revolución económica. El botín, las indemnizaciones de guerra
y los tributos pagados por las provincias, enriquecieron al estado y a los particulares privilegiados. Los miembros
de la clase senatorial acapararon las tierras que el estado se había reservado en las conquistas, y los caballeros
(equites) administraron la explotación de los bienes públicos –de allí su nombre de publicanos- en la que se
manifestaron los mayores niveles de especulación y corrupción.

Pero las conquistas trastocaron también el frágil equilibrio social de la República: los esclavos, cada vez más
numerosos, se rebelaron encabezados por Espartaco (73–74 a. C.); y muchos pequeños campesinos italianos
arruinados, aumentaron la plebe urbana de Roma, cada vez más susceptible de manipulación demagógica. A esto
debe sumarse que los habitantes de los territorios ocupados estaban descontentos por la explotación a la que
estaban siendo sometidos por sus nuevos gobernantes, y que los pueblos italianos iniciaron continuas revueltas
para lograr la igualdad jurídica con los ciudadanos romanos.

La inestabilidad debida a los cambios en la estructura social de la República se tradujo en una época de
guerras civiles que desembocaron en el fin del propio sistema político. Si bien los plebeyos (verdaderos ciudadanos
de segundo orden en los comienzos de la república) habían obtenido con el correr de los siglos una paulatina
equiparación política con los patricios; los sectores del poder económico y militar condicionaron de manera
decisiva el desenvolvimiento de las instituciones. Los Gracos intentaron vanamente –sobre fines del siglo II a. C.-
reconstruir una clase media de campesinos, como contrapartida de la creciente concentración de tierras entre las
clases influyentes (ya no exclusivamente patricias). Los plebeyos marginales cayeron bajo diferentes formas de
clientela o apoyaron a dirigentes que –como Mario- les ofrecieron salidas alternativas a las crisis de producción.
En particular, Mario inició la reforma militar que impulsó la formación de ejércitos remunerados, en los cuáles
muchos plebeyos de baja condición encontraron la posibilidad de promoción social que les estaba vedada por
otras vías.

Los conflictos entre sectores senatoriales y populares (calificación engañosa, que esconde el origen patricio
de muchos de sus mayores dirigentes, como por ejemplo, Julio César) caracterizaron el clima político del siglo I a.
C. La oposición entre Sila y Mario, y Pompeyo y César desangraron a la república y corrompieron aún más a las
instituciones. En ese contexto, la virtual monarquía de Julio César (vencedor de Pompeyo y sus seguidores)
significó para muchos una salida obvia a la crisis, que, sin embargo, tuvo una duración efímera a raíz del complot
de sus enemigos en el Senado. La muerte de César provocó el enfrentamiento entre sus herederos políticos:
Marco Antonio y Octavio. Con los marcos institucionales absolutamente subvertidos, los movimientos políticos y
militares obedecieron exclusivamente a los intereses y ambiciones de los jefes populares.

La victoria final de Octavio sobre Marco Antonio y la reina egipcia Cleopatra significó el final de la república:
en su reemplazo se instauró una ficción de normalidad política en la que el Senado otorgó a Octavio el título
de Imperator Caesar Augustus. El nuevo gobernante aseguró su poder manteniendo un frágil equilibrio entre la
apariencia republicana y la realidad de una monarquía dinástica con aspecto constitucional —lo que es conocido
como el Principado— en tanto que compartía sus funciones con el Senado, aunque de hecho el poder
del Princeps era completo. Formalmente Octavio (quien adoptó la titulación de Augusto) nunca aceptó el poder
absoluto, aunque de hecho lo ejerció, asegurándolo mediante la concentración en su persona de varios puestos
importantes de la República y manteniendo el mando sobre varias legiones. Más allá de las apariencias, el estado
romano aceleró su trasformación en una estructura centralizada, poderosa y consagrada que dominaría el Mar
Mediterráneo y muchas zonas perimediterráneas durante más de cuatro siglos: nacía el Imperio Romano.
Extensión del Imperio Romano al final del período de gobierno de Augusto. Roma
afianzó su dominio sobre el Mediterráneo y se expandió hacia el centro de Europa,
Egipto y Asia. Más allá de esta fase expansiva, el gobierno de Augusto se caracterizó
por un relativa tranquilidad interna (claramente diferente a los períodos de crisis
del siglo I a. C.), a través de la cual se empezó a configurar la denominada “Pax
Romana”

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