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Hay dos motivos por los que podemos considerar al flamenco como un género generizado, o

sexuado: la corporeidad que adjuduicó a las mujeres como bailaoras y dificilmente les
permitió salir de ese papel, para tener otros como de organización o dirección (no hablemos
ya de las otras disciplinas dentro del flamenco). Otro motivo es la concepción social de la
mujer como madre, esposa, cuidadora y privada. Este último motivo limitó la carrera de
muchas mujeres que dejaron su profesión cuando se casaron o fueron madres, o directamente
que no tuvieron la oportunidad de acceder a los espacios públicos en los que ser conocidas.
Uno de estos ejemplos es la madre de Camarón, figura destacadísima del flamenco donde los
haya. Juana Cruz Castro fue una gran cantaora que no pasó de ese ámbito privado de las
fiestas familiares. Podemos escuchar su voz gitana en uno de los capítulos dedicados en la
serie de ‘Rito y geografía del cante’ a la familia de los Monge-Cruz. La cantaora Carmen
Linares rescató su figura en el disco ‘La mujer y el cante’.

Es en los albores del flamenco en el que ya se ‘fabrican’ los roles de género. Aunque vaya
evolucionando a la par que su historia, las posiciones de los géneros dentro del flamenco no
serán ajenas a la sociedad. Es más, cuánto mayor es la inclusión del flamenco dentro de los
tejidos productivo, cultural y social, mayor será la perpetuidad de estos roles -y lo que
suponen- en el flamenco. Si atendemos a la historia de las mujeres nos podemos encontrar
desde bailaoras multidisciplinadas -que igual cantan, que bailan, recitan o tocan
instrumentos- rompiendo los esquemas pensados, hasta mujeres que defienden y enseñan un
baile mucho más sexualizado y feminizado -de acorde a esquemas no escritos-.

En el SXIX, Andalucía ofrecía una mezcla entre tradición y romanticismo en forma de unas
danzas festivas y académicas que, principalmente, eran representadas por mujeres en pareja
-ya sea con hombres o con otras mujeres-. Quitando las grandes figuras como Pepa Vargas,
Manuela Perea La Nena, Dolores Serral o Petra Cámara, los bailes de las mujeres gitanas
-imprescindibles para conocer el flamenco tal como es ahora- son mayoritariamente
anónimas. Es en el SXX cuando podemos empezar a hablar ya de mujeres con proyecciones
e importancia histórica, en la figura de Pastora Pavón. Otras anteriores, como es el caso de la
cantaora La Andonda -coetánea de grandes como El Planeta o El Canario- apenas
conocemos de su vida, sus obras o su forma de cantar.

Las mujeres han protagonizado la parte más marginal y subalterna de la sociedad, estando
alejadas totalmente de las posiciones de poder. Este análisis no es de exclusiva importancia
del género flamenco, pues en el caso de las artes o la lieratura, su exclusión ha sido muy
llamativa: apenas conocemos mujeres en la historia de las artes plásticas que hayan sido algo
más que objeto o musas de ideas masculinas.

Ya en el libro “Arte y artistas flamencos” de Fernando el de Triana (Cruces, 2017: 5)


contamos 30 cantaoras frente a 97 cantaores, y 96 bailaoras con 37 bailaores, proporciones
prácticamente invertidas que nos dejan a los hombres mayoritariamente e el cante y en el
toque, y a la mujer en el baile. En un estudio reciente realizado por la estudiosa citada, vemos
en la Bienal de 2014 unos datos que -aunque muy diferentes- no muestran una realidad tan
distinta. Más allá del florecer de hombres bailaores y mujeres cantaoras, nos encontramos
como de 43 actuaciones de cantaoras, más del doble (103) fueron de hombres cantaores. En
el baile se obtienen unos datos más iguales, 52 hombres frente a 41 mujeres, pero es muy
considerable que aunque el baile masculino tenga menos tradición que el femenino, sigan
estando por encima.

Pero los únicos impedimentos de las mujeres no han sido solo el estar o no es el escenario. El
propio cuerpo de la mujer ha marcado qué es o no adecuado, cuáles son los límites del
movimiento, cuánto se puede mostrar o no, o hasta cuándo se puede bailar. Ni siquiera la
denominación de la mujer como ‘objeto erótico’ fue de propia coseha. Los románticos
extranjeros -o nacionales- que visitaba los cuadros flamencos, los cafés cantantes o las fiestas
privadas definieron en sus crónicas los estereotipos que han ido dando forma a la mujer
bailaora y la mujer flamenca. Ejemplos como el del viajero Richard Ford que habla de las
mujeres como seres ‘que parecen no tener hueso’ era lo más normal en las crónicas.

El hecho de que las mujeres se dedicaran en gran medida al baile viene precisamente por
esto. Los viajeros llevados por el romanticismo y el exotismo consideraron la figura de la
mujer como una encarnación de la sensalidad y del misterio. Hallaban en esas mujeres de los
bailes de candil o de las cuevas del Sacromonte los mitos de Carmen la Cigarrera,
personificación del eros mortal.

El ámbito del flamenco no profesional posee sin embargo un ser distinto. No ha planteado
ningún problema con el reconocimento de las mujeres como poseedoras y transmisoras de
saberes artísticos en el seno del hogar y la familia. Muchos artistas reconocidos son
nombrados, de hecho, por el nombre de sus madres: Joaquín el de la Paula, José de la
Tomasa, Pepe el de la Matrona o Paco de Lucía.

En la actualidad esta sexualización del trabajo no se desvanece del todo. Las flamencas
jóvenes se desentienden de la concepción antigua de los recorridos profesionales y vitales que
se ha expuesto anteriormente, aunque en las entrevistas se arañan pequeños testimonios que
nos dicen que este machismo no está tan desvanecido como parece.

Si bien la conciencia de estas flamencas está mucho más evolucionada y para ellas el
flamenco es una forma de vida más allá de ‘para salir adelante’, tendremos que remitirnos a
los datos anteriores que rescataba la profesora Cruces de la Bienal de 2014. La arena es
mucho más competitiva para las mujeres que para los hombres y los puestos directivos de
compañías o ballets sigue estando protagonizado por los artistas masculinos.

A pesar de todo esto las mujeres flamencas contemporáneas no se han conformado con seguir
luchando en su parcela de terreno. Cada día vemos a más mujeres presentarse a numerosos
concursos de música, baile o cante flamenco, y saliendo bien airosas. La formación se erige
como principal rompedora de cadenas para aquellos techos de cristal difíciles de superar. Ya
sea a través de la sinergia con formas contemporáneas, como el caso de la bailaora Rocío
Molina que introduce elementos de la danza artística, o con el estudio y la permanencia de las
formas clásicas como María Terremoto.
Como bien dice Cristina Cruces, este es el tiempo de las flamencas. El flamenco seguirá
siendo machista, generizado o sexuado -según como queramos llamarlo- pues la sociedad
sigue siendo así, pero esto no es sino una muestra de que el flamenco sigue vivo.

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