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es probable que no lo sea tanto en el ámbito familiar. De hecho, hay principios funcionalistas
que fundamentarían mejor esa supuesta “especialización” doméstica. Este es el caso de
algunos criterios como los siguientes: la especialización debiera llevarse a cabo según el
grado de dificultad que cada tarea tenga para cada uno de ellos, en función de cuáles sean
sus respectivas aptitudes respecto de esa tarea; en función de lo que más agrade a cada uno
de ellos; en función de los requerimientos y personalidad de cada uno de ellos y de los las
peculiaridades singulares de los hijos a educar. No atenerse a las cuestiones apuntadas es
probable que constituya un desatino para la organización y el desarrollo sostenible de la
felicidad familiar.
Al filo de estas y otras investigaciones surgen preguntas un tanto inquietantes a las
que no es posible, por el momento, dar la oportuna respuesta. Así, por ejemplo, ¿no se estará
introduciendo en el estudio de la familia criterios empresariales que, por no ser conformes
con la naturaleza de la familia, la desvirtúan y contradicen?, ¿es que acaso se ha diseñado un
criterio cuantitativo para medir lo que es más importante, como el amor y la educación de los
hijos?, ¿puede medirse esto?
De acuerdo con los datos obtenidos, no se puede afirmar que esta pormenorizada
investigación sobre la equidad de la pareja -expresada en sólo la dedicación temporal de los
cónyuges- salga garante de una mejor educación de los hijos como tampoco respecto de una
mayor felicidad conyugal. A lo que parece, algo habrá que dejar a la improvisación, el estilo
de darse cada uno de ellos y al arte de la educación, cuyos contenidos no son tan patentes y
claros como para que sean objeto de una evaluación cuantitativa y aritmetizable.
No deja de ser curioso, sin embargo, que en aquellas parejas en que la mujer tiene
una formación superior en educación, el índice de segregación es significativamente más
bajo, a pesar de que asigne menos tiempo a los trabajos domésticos.
A pesar del supuesto de que ambos progenitores dediquen igual tiempo a las tareas
domésticas, ¿puede inferirse acaso una mayor felicidad para los cónyuges y sus hijos? He
aquí otra realidad que se ha tornado demasiado problemática, por cuanto las escalas hoy al
uso sólo evalúan lo que se ha dado en llamar “satisfacción familiar”. Pero el mismo concepto
de satisfacción familiar, nada o muy poco tiene que ver con la felicidad familiar.
Tampoco está demostrado –como se supone hoy en ciertas tesis postmodernas- que
mujer y varón hayan de emplear su tiempo del mismo modo, ni aún apelando a la equidad en
la pareja. Y ello, sencillamente, porque es imposible, porque en ambos hay un hecho
diferencial constitutivo que les hace diversos en su forma de ser y comportarse.
En principio, parece existir una cierta conexión entre cambios culturales y cambios
de rol; pero tal conexión en modo alguno ha sido comprobada en modo suficiente. Es posible
que esos cambios sociales no sean sino la consecuencia de los profundos y repentinos cambios
que, con anterioridad, han sufrido de forma súbita los roles de la mujer por su incorporación
al mercado laboral.
Por eso también, aquí o precisamente aquí y ahora, importa mucho establecer hasta
dónde se ha de llegar en esos cambios, dónde han de establecerse los límites que los hacen
realizables, sostenibles y al servicio de la identidad personal y de la felicidad familiar.
De otra parte, tampoco está probado –al menos, desde una perspectiva empírica y
rigurosa- cuál es la naturaleza de la compleja articulación existente entre unos y otros
cambios. En lo que respecta a algunos de ellos, tal articulación no sólo no está probada sino
que hasta pudiera ser una mera atribución sin demasiado fundamento. Ésta como otras
muchas satisfacen más bien el perfil de las muchas atribuciones sociales que hincan sus
raíces en la deseabilidad social, las expectativas o la mera ficción de lo que se entiende por
“posmoderno”.
Es decir, en el ámbito de los cambios de rol masculino, por el momento, se trata más
de una propuesta social y teórica que de una realidad ya cristalizada y tozuda. Se habla –y
mucho- de los cambios de rol en el varón, pero mientras tanto los cambios reales de esos roles
se dejan siempre para después, para un después que nunca llega (Polaino Lorente, 1995 y
1996).
Esta disonancia entre los modelos teóricos de los roles masculinos y el
comportamiento masculino real, pone de manifiesto la dudosa conexión existente –y mucho
menos de forma causal y rectilínea- entre los cambios socioculturales y los cambios de rol.
No obstante, hay que admitir que lo que sí han cambiado –y de un modo rotundo-
son ciertos roles femeninos, especialmente todos aquellos que se derivan de la incorporación
de la mujer al trabajo. Pero tampoco está demostrado que esos cambios relevantes sean una
mera consecuencia de la incorporación de la mujer al trabajo y no la causa sumergida y
latente del cambio que sí se ha producido no sólo en la sociedad, sino principalmente en las
hipótesis teóricas acerca de la feminidad.
Este es el caso, por ejemplo, de lo que sucede en ciertas presunciones o propue stas
feministas. Cuando se estudian longitudinalmente el modo cómo han evolucionado a lo largo
de estas últimas décadas, es fácil observar en ellas los avances y retrocesos, las afirmaciones,
negaciones y deslegitimaciones, por no hablar de las continuas controversias, matizaciones y
ajustes gruesos y finos a que han sido sometidas por un sendero siempre zigzagueante
durante este tiempo.
A pesar de ello, lo que parece ser un hecho incontrovertible es que ha cambiado el
modelo hipotético y teórico acerca de la feminidad de que se habían servido las generaciones
anteriores: modelo que entonces se defendió con la desafortunada convicción de una verdad
bien fundamentada y que parecía definitivamente asentada.
Sin embargo, si se exceptúan los cambios de rasgos en la actual configuración del rol
femenino -que han podido derivarse de la incorporación de la mujer al mundo laboral-, hay
que afirmar que todavía hay muchos rasgos que en modo alguno han cambiado en los roles
femeninos. Es decir, que tal cambio de rol no ha sido ni tan pronunciado ni tan profundo y
cualitativamente diferente como suele sostenerse. Aquí también emerge una relevante
disonancia entre lo hoy afirmado y la tozuda realidad del comportamiento femenino, a lo
ancho y a lo largo de la vida cotidiana (Deaux, 1999).
De otra parte, es preciso estudiar cómo influyen los cambios de los roles femeninos
en los supuestos cambios que hoy habría que introducir en los roles masculinos, y que ya se
anuncian como ciertos, aunque todavía no se hayan implantado ni generalizado socialmente.
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Los cambios en los roles femeninos, qué duda cabe, han de tener consecuencias -y
consecuencias importantes- en el modo como se configuran los roles masculinos. Quien esto
escribe tiene la certeza de que la diversidad hombre-mujer tiene vocación perenne y alcanza
su sentido en la complementariedad entre ellos.
La diversidad entre hombre y mujer no exige la identidad entre ellos, sino que más
bien la contradice. La diversidad es la proyección del hecho diferencial que les constituye y
modula como hombre y mujer: un modo diverso de ser en el mundo. Pero ese modo diverso
de ser se iguala en lo relativo a su idéntica consideración en tanto que personas. Mujer y
varón son personas e igualmente personas, aunque modalizados de forma diversa.
De ser cierta la complementariedad que es consecuencia de esa diversidad –hay tal
vez demasiados resultados empíricos que así lo demuestran, en los que ahora no puedo
entrar-, habría que estudiar en qué medida los cambios experimentados en el rol de uno de
ellos afecta y condiciona la emergencia de nuevos cambios en el rol del otro, y viceversa.
Se trata, pues, de saber qué es causa o efecto en cada uno de los nuevos roles
femenino y masculino emergentes. Esta cuestión continúa estando hoy oscurecida y un tanto
opaca a nuestra mirada. Pero con los conocimientos hasta ahora disponibles, entiendo que es
posible sostener una cierta bidireccionalidad en el proceso de cambio de los roles masculino y
femenino. En realidad, esto pone de relieve, una vez más, la complementariedad que hay
entre ellos, la necesidad de que entre ellos se lleve a cabo un ensamblaje orgánico, funcional y
optimizador de la unión a que dan origen: el matrimonio y la familia.
Este ensamblaje ha de ser orgánico, lo que significa que ha de ser respetuoso y
compadecerse con lo que es propio del ser de cada uno de ellos. Este ensamblaje ha de ser
funcional, es decir, que no ha de sofocar ni obstruir el despliegue de sus respectivas
facultades, de acuerdo con sus respectivas formas de ser. Este ensamblaje, por último, ha de
ser optimizador de la singularidad irrepetible de cada uno de ellos, además de la
complementariedad a que están destinadas sus voluntades por vía de atracción y de unión.
El hecho del cambio pone de manifiesto la diversidad de las personas en que
acontece y los distintos grados de libertad de que disponen las personas en que acontecen. Lo
que no puede realizarse de diverso modo no puede estar sujeto al cambio. El cambio
establece, a su modo, la presencia de lo uno y lo múltiple, modificando lo múltiple y
ateniéndose y respetando lo uno (la unicidad de la persona).
Para que algo cambie, algo ha de permanecer. Si nada permaneciera, el cambio
sería sustancial, lo que comportaría la aniquilación de la persona que cambió. Hay pues, en
cada mujer y en cada hombre algo que yendo más allá y más acá del cambio, resiste al mismo
cambio. Esto es lo que funda su identidad de personas, modalizadas de forma diversa, con un
mayor alcance y profundidad que las modificaciones que pudieran derivarse de ese cambio
accidental –aunque relevante-, que es el cambio de roles femenino y masculino.
¿Estamos hoy en condiciones de saber, en lo que a los roles masculino y femenino se
refiere, qué rasgos han de cambiar y cuáles han de permanecer?, ¿cuáles están vinculados a
la complementariedad personal y cuáles no?, ¿qué roles pueden y hasta deben modificarse,
según justicia, y cuáles no? Y, ¿qué consecuencias pueden derivarse de ello?
Son éstas cuestiones previas a cualquier cambio, por lo que no deberían
considerarse como meramente procedimentales, sino que son sustanciales en lo que se refiere
a los cambios de roles. Una natural prudencia aconseja esclarecer estas cuestiones previas
antes de hacer propue stas o tomar decisiones en las que la humanidad del hombre y la mujer
puede quedar obturada, empobrecida y/o fragmentada.
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tal forma de conducirse se tratara de una emanación natural del código genético o del sexo
biológico.
Y, en tercer lugar, porque el modelo resultante así configurado sirvió luego de
criterio normativo para etiquetar a las personas como socialmente ajustadas o no, en función
de que satisficieran o se opusieran a las reglas previamente determinadas. Esto no sólo
forzaba a que las personas se comportasen según lo establecido, sino que , además, contribuyó
poderosamente a fijar y a cristalizar ciertos modelos, de manera que se asegurase su
transmisión y perpetuación de unas a otras generaciones.
No se puede hablar, en la actualidad, de la identidad sexual de la mujer y el varón
sin apelar a los conceptos de género y sexo (Polaino Lorente, 1992). Género y sexo han
existido siempre, desde Adán y Eva, entre otras cosas porque la persona, cada persona sólo
puede serlo según uno de estos dos modos: hombre o mujer.
Pero estas dos versiones modales, en que las personas se constituyen y manifiestan,
no se habían categorizado con el peculiar significado que hoy se les ha dado. De aquí que el
uso que se hacía de ellas fuese mucho más sencillo y común, y sin complicaciones, sin los
distingos, sutilezas y matizaciones que en la actualidad se han vertido sobre ellas,
transformándolas en los conceptos, un tanto confusos y equívocos, con que hoy se les
caracteriza.
Por esta causa se ha abierto una profunda brecha entre “sexo” y “género”, algo que
parece ser una nota distintiva de la actual cultura fragmentaria. De hecho, en la última
década no sólo no se ha tratado de unir sexo y género, sino que se ha procurado disociar
todavía más lo significado por cada uno de ellos.
Con ello se ha contribuido a fragmentar la identidad de la persona humana. Tal
fragmentación se ha llevado a cabo primero en abstracto (a nivel de los conceptos) y después
en concreto (a nivel de los comportamientos). Lo que demuestra, una vez más, que los
conceptos, las ideas y el uso que de ellas se haga no es algo indistinto, algo que muy pronto
puede quedar relegado en un lejano marco “teórico” que, por no afectar a la persona, es
irrelevante.
Más bien sucede lo contrario: que los conceptos, pensamientos e ideas de que nos
servimos –ahora en amplia circulación social-, son los que a la postre resultan ser los
responsables de los cambios y transformaciones de los comportamientos. De aquí que, en la
actualidad, sea usual expresiones como la siguiente: “cada persona tiene que construir su
género”.
Es probable que algunos estén familiarizados con el término “constructivismo” o
“construccionismo”. Aunque estos términos tienen unos antecedentes filosóficos -en los que,
por el momento, no voy a entrar-, el hecho es que han sido divulgados hasta que se ha
generalizado su uso.
La nueva sociología del conocimiento constructivista lo que sostiene es que lo “real”
no existe en cuanto tal, sino que se construye socialmente (Berger y Luckmann, 1993). El
hombre de la calle, de acuerdo con esta teoría, “construye” su concepto de masculinidad –
con el que luego se identifica y trata de realizarlo en sí mismo -, conforme a las opiniones y al
pensamiento dominante propio de la época en que vive. No parece sino que se hubiera
seguido aquella afirmación de Hegel de que primero está la teoría y luego los hechos, que, en
cualquier caso, hay que forzarlos de acuerdo con la teoría, de manera que a ella se acomoden
y ajusten.
Según esto, en función de cuáles sean las interpretaciones que la sociedad hace de la
“masculinidad”, así será el modo en que cada ciudadano “construye” luego su “género”
(Lagarde, 1996).
Tal “construcción” -inicialmente teórica o sólo icónica y representacional- se hace
luego realidad y se encarna en la singular existencia de la persona, en forma de
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comportamiento. Esto es lo que acontece con una cuestión como esta del “género”, de la que
en última instancia ha de depender –y mucho - el propio comportamiento de la mujer y el
varón.
De todas formas, es mucho más difícil cambiar el sexo biológico, porque aunque
pueda cambiarse quirúrgicamente en muchos de los aspectos psicobiológicos que le
caracterizan no puede ser cambiado. Se observa aquí una limitación, una barrera ante la
que, de alguna manera, el constructivismo cultural ha de detenerse y asumir esa “realidad”
preexistente a él y por él inmodificable, y respecto de la cual ha de experimentar una cierta
impotencia al no poder modificarla, “construirla” o “deconstruirla”.
En cambio, en el caso del género, esta modificación autoconstructivista es mucho
más fácil, aunque también tenga sus consecuencias. Unas consecuencias éstas, tanto más
graves cuanto mayor sea la distancia real que media entre el “sexo” (biológico) y el “género
construido” (culturalmente).
Esto del género no es nuevo; también Adán construyó su género, aunque muy
probablemente sin que supiera que lo hacía. Entre otras cosas, porque una cierta y relativa
“construcción” del género acontece siempre, como consecuencia de la libertad humana y de
la sustancia misma del comportamiento sexual: la interacción comprometida con otra
persona, y las interpretaciones que luego cada una de las personas hacen de ello.
En el fondo, más que dar por finalizada la “construcción del género” sería más
pertinente tratar de contestar a preguntas como las siguientes: ¿cómo se forma el género de
una persona?, ¿elige cada persona, libremente, su propio género o lo hace condicionada por
sus circunstancias culturales?, ¿le impone alguna limitación su sexo biológico y la posible
vinculación existente entre éste y el género?, ¿dispone la persona de algunos límites a los que
atenerse para la “construcción” de su género?, ¿puede influir en esa “construcción”
acontecimientos o eventos no elegidos por la persona, pero que sí influyen en ella y la
condicionan?, ¿cuáles son las etapas evolutivas a cuyo través se desarrolla el género
personal?
Son muchas las preguntas sobre este particular, como acabamos de observar, que
todavía no tienen una respuesta rigurosa. Apelar, por eso, a una única teoría explicativa –la
del constructivismo-, por otra parte todavía no verificada, no parece que pueda calificarse tal
modo de proceder de riguroso. En mi opinión, la génesis y desarrollo del género de cada
persona depende de muchos factores, uno de los cuales es, sin duda alguna, las relaciones e
interacciones que esa persona establece con otras personas del mismo y de distinto sexo,
durante las etapas tempranas de su desarrollo. Estas interacciones están abiertas a un flujo,
a un universo indefinido de variables, la mayor parte de las cuales no son conocidas ni
controlables por la propia persona.
La “construcción” del género depende mucho de la educación, de la interacción con
los padres, de los valores, actitudes, proyectos vitales, sentimientos, percepción de la
realidad, convicciones, creencias, imaginación, emociones, fantasías e ilusiones, conducta
sexual, etc., es decir, de lo que constituye un universo de variables personales y culturales,
cuya imposibilidad de control por el sujeto resulta obvia (Vargas Aldecoa y Polaino Lorente,
1996). De aquí que la “construcción” del género, a pesar de que se hable tanto de ello,
todavía hoy sea un misterio si es que no una ideología fanática.
Por otra parte, la construcción del género –esto que parece ser lo último que en el
siglo XXI hemos descubierto-, es antiquísima. Es más, nunca ha habido una persona que, en
algún modo, no haya construido su propio género. Por tanto, en este punto parece
conveniente adoptar una actitud un poco menos ingenua y más crítica y desmitificadora.
Lo que tal vez sea nuevo es el intento de presentar el género como frontalmente
opuesto al sexo; como si se tratase de dos realidades –una “dada” y otra “conquistada”; una
“natural” y otra artificialmente “construida”- que nada tuvieran que ver entre sí. Este
planteamiento constituye un error más del pensamiento contemporáneo. Pues, la realidad –
tanto la del sexo, como la de ciertos rasgos sectoriales del género, que en aquél se
fundamentan- es tozuda y aunque también sea permeable, sensible y vulnerable a lo que
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conflictos entre ellos se quebrará la armonía conyugal y el desarrollo emotivo de los hijos,
por lo que todos perderemos y nadie ganará.
Este tipo de conflicto está hoy servido, configurándose como un problema para el
que, por el momento, no se han encontrado soluciones. Allí donde no hay ciencia, hay pereza,
bostezo y cansancio, y la investigación resplandece por su ausencia. Allí donde no hay
ciencia, hay ideologías.
Si se supiera muy bien en qué consiste el rol masculino y el rol femenino, se acabaría
con el machismo y el feminismo, a pesar de lo mucho que pueda costar su extinción social.
Pero si supiéramos a qué atenernos se acabaría también con tanta verborrea, equivocidad y
confusión. Es decir, se pondría fin a esta perspectiva sutil, ideologizada, opaca e
intransparente, y no obstante tan útil a las interpretaciones manipuladoras, que constituye
un hito emblemático y característico de la actual sociedad fragmentaria.
por eso mismo, resulta tan difícil que en el seno de una relación así constituida emerja el
necesario “nosotros”.
Pero si está ausente la emergencia del “nosotros”, más difícil aún será que
comparezca el “vosotros”, es decir, la dedicación y entrega a los hijos. Desentenderse de estas
formas de relación y atenerse a sólo los roles masculino y femenino es volver la espalda a la
realidad o, por mejor decir, hacer un discurso sobre una realidad que nada tiene que ver con
la sustancia del matrimonio y la familia. Los cambios de roles, por eso, no pueden estudiarse
independientemente de los cambios de valores que les acompañan.
De otra parte, filiación y maternidad o paternidad suelen acontecer merced a la
libertad personal y a la connaturalidad de las relaciones conyugales. Dicho de otra forma: en
cada persona la paternidad y la filiación se concitan a lo largo de su personal historia
biográfica, como consecuencia del vínculo en el está fundada esta unión interpersonal.
¿Pueden reducirse a meros roles sociales la filiación y la parentalidad?, ¿es probable
que se pueda ser buen padre si no se ha sido o se es un buen hijo? Por el contrario, ¿se puede
ser buen hijo si no se ha sido o se es buen padre?, ¿es que el estudio de los nuevos roles –esos
que, según parece, habría que introducir en el varón- pueden sustituir a las irrenunciables
funciones de la paternidad y maternidad? Y si es así, ¿por qué no se les presta la atención
necesaria en las investigaciones que se llevan a cabo acerca de los roles femenino y
masculino?
Las personas son simultánea y/o sucesivamente padres e hijos. Y esto no es
reductible a un mero rol. Entre otras cosas, porque no hay paternidad sin maternidad, y
viceversa (aún recurriendo a la fecundación artificial).
Esto pone de manifiesto la natural complementariedad que hay entre ellos, además
de la complementariedad relativa a las generaciones pasadas y futuras (complementariedad
intergeneracional). De aquí también la conveniencia y pertinencia de educar a los hijos en la
paternidad y la filiación, una asignatura pendiente desde un tiempo multisecular. Y eso a
pesar de que paternidad y filiación se exijan mutuamente.
La filiación exige la paternidad y la paternidad exige la filiación. Es el nacimiento
del hijo el que, respectivamente, constituye a la mujer o al varón que le engendraron en
madre y padre. Sin hijo no habría ni lo uno ni lo otro. Del mismo modo que no hay hijo sin
padres, tampoco hay padres sin hijo.
Esto pone de manifiesto que no hay padres ad tempus, ni padres de quita y pon, ni
padres transitorios, ni sólo roles de padre y madre. La paternidad, como la filiación, tiene
vocación de eternidad y, por eso mismo, perdura más allá de la muerte. La muerte no
extingue ni la paternidad ni la filiación: las personas no cambian de padres o de hijos cuando
unos o otros mueren. Después de muerto el padre o la madre, sus hijos siguen siendo hijos de
ellos, sin cambio alguno de titularidad.
Si se redujeran estas experiencias a meros conceptos o roles, se incurriría de
inmediato en el conceptualismo y la irrealidad más absoluta: la que determina la ausencia
del otro. La ausencia de esa persona puede ser la del “otro” (el cónyuge), el “nosotros” (la
ausencia de vinculación entre hombre y mujer), los hijos (el “vosotros”) o, en general, la
ausencia de cualquier otra persona con la que se ha establecido una determinada relación (la
ausencia de “ellos”). Estas formas de ausencia remiten, de una u otra forma, a la ausencia del
Otro.
Este es uno de los fundamentos de la equidad entre generaciones, que forma parte
de la virtud de la justicia y que por sí misma demuestra que tal realidad nos afecta, interpela
y concierne, hasta el extremo de configurar el sentido de la propia identidad, por lo que ésta
no debiera reducirse a un mero rol. Es precisamente esa equidad en las relaciones
interpersonales la que configura la columna vertebral del “para qué” de nuestra propia vida,
la que da sentido a la existencia singular, la que mide la motivación, espesura, densidad,
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Dejando a un lado el tema de los roles, lo que los hijos necesitan de los padres son
valores. Aunque no es este el lugar para extenderme en la consideración de lo que se está
afirmando, permítame el lector que sintetice a continuación, en un sucinto inventario, lo que
en mi experiencia personal, como psiquiatra y terapeuta familiar, los hijos necesitan hoy de
sus padres:
Ninguno de los diez apartados anteriores pueden derivarse de los meros roles a los
que, en alguna forma, pro bablemente estén vinculados. Todos ellos, por el contrario, están
vinculados a valores concretos, de los que son inseparables. ¿Podremos sostener todavía que
lo único que importa en la conciliación de familia y trabajo son los roles de la masculinidad y
feminidad, y sólo ellos?
del matrimonio y la familia. Se entiende que haya errores y sesgos en las atribuciones de
género, pero precisamente porque son identificables debieran ser rechazadas.
Mantener la diversidad no es sino afirmar el irreprimible hecho diferencial que
contradistingue, a la vez que caracteriza, al hombre y a la mujer. Al concepto de diversidad
se llega de forma intuitiva y clara, como consecuencia de la mera observación y también de
numerosos hallazgos científicos en el ámbito de la psicología, las neurociencias y las ciencias
del comportamiento.
Es precisamente gracias a esta diversidad como se llega a establecer entre hombre y
mujer una cierta comparación por connaturalidad. Buscar o tratar de imponer otro tipo de
comparaciones sería ilegítimo en este ámbito concreto de de la condición humana.
Por el momento, se ignoran cuáles serán los efectos sobre el cambio cultural que han
de derivarse de las diversas propuestas existentes acerca del así denominado cambio de rol
del varón.
Sobre este particular hay un gran vacío en la investigación realizada. Sin embargo,
se intuye su poderoso alcance transformador de la familia, la sociedad y la cultura,
transformaciones que a todos nos interpelan y concitan, por lo que no cabe mirar para otro
lado o ignorarlos.
Pero cualquiera que sea su efecto, los hechos están ahí y muestran una tozudez
inquebrantable. De otra parte, por ser claro su fundamento antropológico no cabe renunciar
a ello. Además, de nada serviría tal re nuncia, porque las mismas circunstancias sociales –y
los cambios ya operados- arrollarían a quienes tratasen de interponerse en el camino de los
cambios de roles masculinos.
De lo que se trata, pues, es de investigar en esta nueva cuestión emergente en el
medio laboral, a fin de optar por las estrategias más justas y acordes con la dignidad y el
respeto a la diversidad de las personas que se concitan en este problema.
Humanizar las estructuras sociales desde la presencia y convergencia de la
diversidad de funciones, acciones y comportamientos que caracterizan al hombre y a la
mujer, constituye una propuesta sensata y acorde con el momento cultural actual. Pero
conviene que antes de dar este paso se disponga de la suficiente y necesaria información
científica al respecto. ¿Cómo separar si no en esas diferencias la “ganga” cultural, que se ha
ido adhiriendo a través de ciertas atribuciones à la page, de lo que es propio y natural de la
diferenciación entre el hombre y la mujer, de lo que sin duda alguna enriquecerá los
resultados de la empresa y la excelencia personal de quienes en ella trabajan?
Llegado a este punto, considero no renunciable el dejar de insistir en lo que se
refiere a la complementariedad existente entre el hombre y la mujer, también en lo que atañe
a la conciliación entre familia y trabajo. Si me lo permiten, en las breves líneas que siguen
haré una presentación sucinta y sin apenas desarrollo alguno de lo que considero son doce
principios relevantes en torno a la complementariedad del hombre y la mujer. Es sobre ellos
donde hay que asentar las relaciones conyugales, familiares y laborales que les unen y no les
separan.
En las líneas que siguen mencionaré apenas una síntesis de los que considero son los
principios que presiden y han de regular las relaciones de complementariedad entre la mujer
y el varón en el ámbito del matrimonio, la familia y el trabajo.
El lector podrá observar que se mencionan sólo como principios, sin ningún
desarrollo de ello, por las naturales exigencias de esta colaboración. Su desarrollo, no
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obstante, será objeto de otra publicación independiente, que espero vea la luz en un futuro
próximo.
Si se cita aquí esta primicia es con el deseo de que ayude a pensar, de forma más
independiente y menos mimética –de lo cual, afortunadamente, he tenido sobrada
experiencia en el día de hoy-, a los participantes en este Congreso Internacional, en cuyo
honor el autor los menciona.
La complementariedad conyugal manifiesta que el otro, diverso del yo, forma parte
inseparable del propio proyecto personal. El otro se desvela así como el “otro en mí”. Pero al
mismo tiempo, en ese encuentro entre hombre y mujer, el pro pio yo se desvela como
formando parte del “mí en el otro”.
La complementariedad entre los padres no es cosa que quede reducida a sólo las
relaciones existentes entre ellos, a algo privado e incapaz de trascender el “vosotros”. Los
hijos tienen derecho a la complementariedad entre sus padres, que es tanto como afirmar
que tienen derecho a que ambos se ayudan a la perfección, a sacar cada uno de sí mismo la
mejor persona posible y, además, de diverso modo, de acuerdo con su ser natural de mujer o
varón.
Los hijos e hijas se relacionan con sus padres en tanto que padres. Esto quiere decir
que el primer modelo de maternidad y de paternidad –y en muchos de ellos el más relevante-
al que han sido expuestos es el de los propios padres.
Los hijos aprenden a ser padres a través de lo que observan en el comportamiento
de sus respectivos padres, en tanto que padres. Todavía más: cada hijo o hija sufre el
impacto de la filiación, además de en función de otras muchas variables, en dependencia de
la forma en que sus padres han entendido la maternidad y la paternidad.
Los hijos aprenden de los padres a tratar a sus futuros hijos, al mismo tiempo que
asumen activamente –con un diverso grado de libertad, según su modo peculiar de ser
personal- el papel de hijos. Los hijos aprenden la filiación y paternidad de dos profesores
diferentes (el padre y la madre). Los padres aprenden la maternidad y la paternidad de los
hijos que engendran y educan, y también de cómo haya sido su trato con ellos. El aprendizaje
de la filiación, paternidad y maternidad no son renunciables en la práctica, además de ser
deudores de las interacciones entre padres e hijos a lo largo de la convivencia familiar. La
diversidad, también aquí, contribuye al enriquecimiento de todos.
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Bibliografía
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