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I Congreso Internacional. Mujer y Empresa en el siglo XXI

El rol masculino ante los nuevos cambios sociales

Prof. Dr. Aquilino Polaino Lorente


Catedrático de Psicopatología
Director del Departamento de Psicología de la Universidad San Pablo-CEU

18. 4. 05. IESE. Madrid


14:30. 35 a 45 minutos

Acerca de las investigaciones actuales sobre los cambios de rol masculino


Los cambios socioculturales y los cambios de rol
La diversidad y los cambios de rol
Más allá de los cambios de rol: el sexo y el género
La construcción del género y la ideología
¿Cambios de roles y/o cambio de valores?
Lo que los hijos necesitan de sus padres
Identidad y diferencia como fundamento de las relaciones conyugales
Diversidad, complementariedad y donación
Doce principios acerca de la complementariedad de las relaciones
conyugales
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Acerca de las investigaciones actuales sobre los cambios de rol


masculino
El nuevo movimiento de gender equality, igualdad de género, a pesar de tratar de
homogeneizar las diferencias existentes entre la feminidad y la masculinidad, no parece
haberlo conseguido. En la actualidad la igualdad de género no sólo es una cuestión que no
está cerrada, sino que se considera ya superada como efecto del primer y arcaico feminismo,
hoy obsoleto (Lagarde, 1996; Elósegui, 2002).
De otra parte, las numerosas publicaciones sobre trabajos empíricos existentes al
respecto son un tanto confusas y de muy diferente validez empírica, dada la metodología no
muy rigurosa empleada y su mayor o menor perme abilidad y condescendencia respecto de
las presiones ideológicas existentes.
De ordinario, lo que se llaman roles son reinterpretados en función de ciertas
actitudes y comportamientos, que devendrían así en meros rasgos con cuya constelación,
posteriormente, se configuran los roles. Son, así pues, roles-resultado.
Al proceder así, lo que importa en última instancia es el mero análisis cuantitativo
referido a sólo dos contenidos principales: (1) el comportamiento del mercado y la igualdad
de oportunidades respecto del hombre y la mujer; y (2) el estilo de vida, es decir, el modo en
que el hombre y la mujer distribuyen su tiempo en las tareas domésticas.
Dado que sobre lo primero otros autores se han ocupado en nuestro país con
suficiente rigor (Chinchilla, 2004; Gómez López-Egea, 2004), trataré aquí de esta segunda
cuestión, mucho más desatendida que la anterior.
“La modernidad –escribe Bonke, 2004- ha sido interpretada como un fenómeno
caracterizado por el modo en que se emplea el tiempo, fuera del contexto laboral, por el
hombre y la mujer, en su respectiva consideración en tanto que padre y madre”.
Se sobreentiende aquí que ambos trabajan fuera de casa y que la evaluación
cuantitativa temporal se refiere en estos trabajos a sólo la denominada private sphere, esfera
privada. Este análisis es el que permitiría inferir cuáles son las preferencias y actitudes de
unos y otras. De acuerdo con esta hipótesis es como se han diseñado los estudios realizados en
numerosos países. Como ejemplo paradigmático de ellos tomaré aquí uno de los más
recientes: el realizado en Dinamarca.
En una investigación reciente de Bonke (2004), realizada en Dinamarca, se ha
estudiado el modo en que se reparte el tiempo en el ámbito del hogar, por parte del hombre y
la mujer. El autor compara los resultados obtenidos con los encontrados durante el año 1987.
Aunque es posible reconocer ciertos cambios, sin duda alguna la conclusión más persistente,
de forma significativa, es que la mujer continúa dedicando más horas al hogar que el varón,
y, además, todos los días de la semana.
Las tareas realizadas por el varón, según esta investigación, están caracterizadas
por una mayor flexibilidad, lo que permite al hombre organizar mejor su tiempo al no ir
presionado por la inmediatez de una determina da exigencia temporal que no puede esperar.
Por el contrario, los trabajos fijos que realiza la mujer, disponen de menos grados
de libertad y flexibilidad, a causa de la inaplazable exigencia temporal que demandan.
Esto explicaría algunos de los resultados obtenidos. Así, por ejemplo, el hecho de
que el hombre compense durante los sábados su ausencia de las tareas domésticas durante la
semana, con una mayor dedicación a su familia. Se diría que el sábado es para el hombre el
día de la semana que más tiempo entrega a su familia.
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La dedicación de la mujer a la familia, por el contrario, está presidida por la


urgencia y exigencia inaplazables de lo inmediato, de lo que debe ser hecho cada día, por lo
que su dedicación es mucho más rígida y menos flexible en muchos de sus formatos.
La actividad de ir de compras, no parece ser significativa según el género; y ello
tanto si se consideran las actividades que mujer y varón hacen por separado como aquellas
que realizan conjuntamente. Los días de la semana que con mayor frecuencia el hombre va
de compras es el jueves (casi siempre acompañado por su mujer, en el 10 o 12% de las
parejas) y él solo los viernes y domingos. En líneas generales, la mujer va más de compras
que el varón, y suele hacerlo de una forma más distribuida a lo largo de los días de la
semana.
A diferencia de lo que caracterizaba al comportamiento de la pareja en las últimas
décadas, en la actualidad habría que concluir que la mujer y el varón emplean el tiempo
doméstico de forma cada vez más similar.
El nuevo cambio que se ha producido es relativamente concluyente: la mujer emplea
hoy más tiempo en su trabajo fuera de casa y el varón destina más tiempo al trabajo en el
hogar.
Cuanto mayor es su nivel de educación más equidad se da entre ellos, en lo que se
refiere al tiempo destinado a las tareas domésticas. Lo más común es que dos de cada cinco
esposas se dediquen por completo al trabajo doméstico y a la educación de los hijos. Esto
constituye un principio de “vuelta al hogar”, dado que tanto el hombre como la mujer -en la
mayoría de los jóvenes matrimonios- destinan no menos de 37 horas semanales al hogar,
frente a sólo el 21% de las familias estudiadas en el 2001. A pesar de estos datos, no obstante
todavía son muy numerosos los varones que de stinan menos tiempo a la familia que sus
mujeres.
Las madres emplean más tiempo que los padres en la educación de los hijos. Sin
embargo, tres de cada cuatro madres y tres de cada cinco padres están realmente
comprometidos con la educación de sus hijos. En cualquier caso, los hijos en edad escolar
reciben poca atención de ambos progenitores.
Más allá del rigor cuantitativo de estas investigaciones, convienen señalar algunos
de los defectos en que estos estudios incurren. Así, por ejemplo, se silencian otras numerosas
variables cualitativas, sin cuya consideración resulta imposible hacerse cargo en la práctica
de cuáles son los roles masculinos y femeninos o de los roles de padres y madres. Es decir,
que del estudio de la dedicación temporal de los progenitores no puede inferirse casi nada o
muy poco acerca de los roles masculinos y femeninos. El silencio de la investigación
cualitativa –otra consecuencia más del positivismo dominante en la mentalidad cientifista- se
compadece mal con eso que precisamente se pretende estudiar.
De otra parte, el tiempo asignado a las diversas tareas no se identifica con sólo las
actitudes y comportamientos, sino que debería abrirse a un análisis más amplio de los
valores y aptitudes, con los que, sin duda alguna, aquellos están relacionados.
Otro de los resultados obtenidos se refiere a lo que el autor denomina con el término
de “especialización”, es decir, que mujer y varón se dedicarían a diversas actividades en las
que previamente se han especializado. Los datos encontrados ponen de manifiesto que la
especialización es muy moderada o inexistente en la práctica, entre las parejas sin hijos. Por
el contrario, la especialización es significativamente mayor entre parejas con hijos. Los
autores sugieren como explicación de este último resultado que la presión del tiempo entre
las parejas con hijos sería la causa principal en la génesis de esa forzada “especialización” en
los trabajos domésticos.
Aunque los datos anteriores, qué duda cabe, son significativos, no obstante habría
que establecer algún matiz acerca de su interpretación. Aunque el principio de la “división
del trabajo”, que está en la base de la especialización, sea muy útil en el ámbito empresarial,
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es probable que no lo sea tanto en el ámbito familiar. De hecho, hay principios funcionalistas
que fundamentarían mejor esa supuesta “especialización” doméstica. Este es el caso de
algunos criterios como los siguientes: la especialización debiera llevarse a cabo según el
grado de dificultad que cada tarea tenga para cada uno de ellos, en función de cuáles sean
sus respectivas aptitudes respecto de esa tarea; en función de lo que más agrade a cada uno
de ellos; en función de los requerimientos y personalidad de cada uno de ellos y de los las
peculiaridades singulares de los hijos a educar. No atenerse a las cuestiones apuntadas es
probable que constituya un desatino para la organización y el desarrollo sostenible de la
felicidad familiar.
Al filo de estas y otras investigaciones surgen preguntas un tanto inquietantes a las
que no es posible, por el momento, dar la oportuna respuesta. Así, por ejemplo, ¿no se estará
introduciendo en el estudio de la familia criterios empresariales que, por no ser conformes
con la naturaleza de la familia, la desvirtúan y contradicen?, ¿es que acaso se ha diseñado un
criterio cuantitativo para medir lo que es más importante, como el amor y la educación de los
hijos?, ¿puede medirse esto?
De acuerdo con los datos obtenidos, no se puede afirmar que esta pormenorizada
investigación sobre la equidad de la pareja -expresada en sólo la dedicación temporal de los
cónyuges- salga garante de una mejor educación de los hijos como tampoco respecto de una
mayor felicidad conyugal. A lo que parece, algo habrá que dejar a la improvisación, el estilo
de darse cada uno de ellos y al arte de la educación, cuyos contenidos no son tan patentes y
claros como para que sean objeto de una evaluación cuantitativa y aritmetizable.
No deja de ser curioso, sin embargo, que en aquellas parejas en que la mujer tiene
una formación superior en educación, el índice de segregación es significativamente más
bajo, a pesar de que asigne menos tiempo a los trabajos domésticos.
A pesar del supuesto de que ambos progenitores dediquen igual tiempo a las tareas
domésticas, ¿puede inferirse acaso una mayor felicidad para los cónyuges y sus hijos? He
aquí otra realidad que se ha tornado demasiado problemática, por cuanto las escalas hoy al
uso sólo evalúan lo que se ha dado en llamar “satisfacción familiar”. Pero el mismo concepto
de satisfacción familiar, nada o muy poco tiene que ver con la felicidad familiar.
Tampoco está demostrado –como se supone hoy en ciertas tesis postmodernas- que
mujer y varón hayan de emplear su tiempo del mismo modo, ni aún apelando a la equidad en
la pareja. Y ello, sencillamente, porque es imposible, porque en ambos hay un hecho
diferencial constitutivo que les hace diversos en su forma de ser y comportarse.

Los cambios socioculturales y los cambios de rol

Sin duda alguna, la sociedad y la cultura han cambiado, cambian y cambiarán


todavía más. Los cambios recientes han hecho sentir su presencia –su impacto tal vez- más
allá de lo que se había previsto o esperado. De aquí la sorpresa –en algunas cuestiones bien
fundada-, y hasta la confusión en ciertos sectores de la población que no saben a qué
atenerse. Sea por una cierta rigidez de las personas o sea por lo sorpresivo de estos cambios,
el hecho es que muchas parejas manifiestan hoy un cierto desajuste y desorientación respecto
de cómo han de comportarse como madres y padres, como mujer y varón. En el caso del
varón esto suele ser más frecuente todavía (Polaino Lorente, 1993, y 1994a y b).
Algunos han vinculado estos cambios socioculturales, profundos e incontestables, a
sólo los cambios de roles femenino y masculino. Y, en consecuencia, lo que sería menester
según ellos es cambiar los antiguos roles masculino y femenino, para adecuar el propio
comportamiento a los cambios sociales.
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En principio, parece existir una cierta conexión entre cambios culturales y cambios
de rol; pero tal conexión en modo alguno ha sido comprobada en modo suficiente. Es posible
que esos cambios sociales no sean sino la consecuencia de los profundos y repentinos cambios
que, con anterioridad, han sufrido de forma súbita los roles de la mujer por su incorporación
al mercado laboral.
Por eso también, aquí o precisamente aquí y ahora, importa mucho establecer hasta
dónde se ha de llegar en esos cambios, dónde han de establecerse los límites que los hacen
realizables, sostenibles y al servicio de la identidad personal y de la felicidad familiar.
De otra parte, tampoco está probado –al menos, desde una perspectiva empírica y
rigurosa- cuál es la naturaleza de la compleja articulación existente entre unos y otros
cambios. En lo que respecta a algunos de ellos, tal articulación no sólo no está probada sino
que hasta pudiera ser una mera atribución sin demasiado fundamento. Ésta como otras
muchas satisfacen más bien el perfil de las muchas atribuciones sociales que hincan sus
raíces en la deseabilidad social, las expectativas o la mera ficción de lo que se entiende por
“posmoderno”.
Es decir, en el ámbito de los cambios de rol masculino, por el momento, se trata más
de una propuesta social y teórica que de una realidad ya cristalizada y tozuda. Se habla –y
mucho- de los cambios de rol en el varón, pero mientras tanto los cambios reales de esos roles
se dejan siempre para después, para un después que nunca llega (Polaino Lorente, 1995 y
1996).
Esta disonancia entre los modelos teóricos de los roles masculinos y el
comportamiento masculino real, pone de manifiesto la dudosa conexión existente –y mucho
menos de forma causal y rectilínea- entre los cambios socioculturales y los cambios de rol.
No obstante, hay que admitir que lo que sí han cambiado –y de un modo rotundo-
son ciertos roles femeninos, especialmente todos aquellos que se derivan de la incorporación
de la mujer al trabajo. Pero tampoco está demostrado que esos cambios relevantes sean una
mera consecuencia de la incorporación de la mujer al trabajo y no la causa sumergida y
latente del cambio que sí se ha producido no sólo en la sociedad, sino principalmente en las
hipótesis teóricas acerca de la feminidad.
Este es el caso, por ejemplo, de lo que sucede en ciertas presunciones o propue stas
feministas. Cuando se estudian longitudinalmente el modo cómo han evolucionado a lo largo
de estas últimas décadas, es fácil observar en ellas los avances y retrocesos, las afirmaciones,
negaciones y deslegitimaciones, por no hablar de las continuas controversias, matizaciones y
ajustes gruesos y finos a que han sido sometidas por un sendero siempre zigzagueante
durante este tiempo.
A pesar de ello, lo que parece ser un hecho incontrovertible es que ha cambiado el
modelo hipotético y teórico acerca de la feminidad de que se habían servido las generaciones
anteriores: modelo que entonces se defendió con la desafortunada convicción de una verdad
bien fundamentada y que parecía definitivamente asentada.
Sin embargo, si se exceptúan los cambios de rasgos en la actual configuración del rol
femenino -que han podido derivarse de la incorporación de la mujer al mundo laboral-, hay
que afirmar que todavía hay muchos rasgos que en modo alguno han cambiado en los roles
femeninos. Es decir, que tal cambio de rol no ha sido ni tan pronunciado ni tan profundo y
cualitativamente diferente como suele sostenerse. Aquí también emerge una relevante
disonancia entre lo hoy afirmado y la tozuda realidad del comportamiento femenino, a lo
ancho y a lo largo de la vida cotidiana (Deaux, 1999).
De otra parte, es preciso estudiar cómo influyen los cambios de los roles femeninos
en los supuestos cambios que hoy habría que introducir en los roles masculinos, y que ya se
anuncian como ciertos, aunque todavía no se hayan implantado ni generalizado socialmente.
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Los cambios en los roles femeninos, qué duda cabe, han de tener consecuencias -y
consecuencias importantes- en el modo como se configuran los roles masculinos. Quien esto
escribe tiene la certeza de que la diversidad hombre-mujer tiene vocación perenne y alcanza
su sentido en la complementariedad entre ellos.

La diversidad y los cambios de rol

La diversidad entre hombre y mujer no exige la identidad entre ellos, sino que más
bien la contradice. La diversidad es la proyección del hecho diferencial que les constituye y
modula como hombre y mujer: un modo diverso de ser en el mundo. Pero ese modo diverso
de ser se iguala en lo relativo a su idéntica consideración en tanto que personas. Mujer y
varón son personas e igualmente personas, aunque modalizados de forma diversa.
De ser cierta la complementariedad que es consecuencia de esa diversidad –hay tal
vez demasiados resultados empíricos que así lo demuestran, en los que ahora no puedo
entrar-, habría que estudiar en qué medida los cambios experimentados en el rol de uno de
ellos afecta y condiciona la emergencia de nuevos cambios en el rol del otro, y viceversa.
Se trata, pues, de saber qué es causa o efecto en cada uno de los nuevos roles
femenino y masculino emergentes. Esta cuestión continúa estando hoy oscurecida y un tanto
opaca a nuestra mirada. Pero con los conocimientos hasta ahora disponibles, entiendo que es
posible sostener una cierta bidireccionalidad en el proceso de cambio de los roles masculino y
femenino. En realidad, esto pone de relieve, una vez más, la complementariedad que hay
entre ellos, la necesidad de que entre ellos se lleve a cabo un ensamblaje orgánico, funcional y
optimizador de la unión a que dan origen: el matrimonio y la familia.
Este ensamblaje ha de ser orgánico, lo que significa que ha de ser respetuoso y
compadecerse con lo que es propio del ser de cada uno de ellos. Este ensamblaje ha de ser
funcional, es decir, que no ha de sofocar ni obstruir el despliegue de sus respectivas
facultades, de acuerdo con sus respectivas formas de ser. Este ensamblaje, por último, ha de
ser optimizador de la singularidad irrepetible de cada uno de ellos, además de la
complementariedad a que están destinadas sus voluntades por vía de atracción y de unión.
El hecho del cambio pone de manifiesto la diversidad de las personas en que
acontece y los distintos grados de libertad de que disponen las personas en que acontecen. Lo
que no puede realizarse de diverso modo no puede estar sujeto al cambio. El cambio
establece, a su modo, la presencia de lo uno y lo múltiple, modificando lo múltiple y
ateniéndose y respetando lo uno (la unicidad de la persona).
Para que algo cambie, algo ha de permanecer. Si nada permaneciera, el cambio
sería sustancial, lo que comportaría la aniquilación de la persona que cambió. Hay pues, en
cada mujer y en cada hombre algo que yendo más allá y más acá del cambio, resiste al mismo
cambio. Esto es lo que funda su identidad de personas, modalizadas de forma diversa, con un
mayor alcance y profundidad que las modificaciones que pudieran derivarse de ese cambio
accidental –aunque relevante-, que es el cambio de roles femenino y masculino.
¿Estamos hoy en condiciones de saber, en lo que a los roles masculino y femenino se
refiere, qué rasgos han de cambiar y cuáles han de permanecer?, ¿cuáles están vinculados a
la complementariedad personal y cuáles no?, ¿qué roles pueden y hasta deben modificarse,
según justicia, y cuáles no? Y, ¿qué consecuencias pueden derivarse de ello?
Son éstas cuestiones previas a cualquier cambio, por lo que no deberían
considerarse como meramente procedimentales, sino que son sustanciales en lo que se refiere
a los cambios de roles. Una natural prudencia aconseja esclarecer estas cuestiones previas
antes de hacer propue stas o tomar decisiones en las que la humanidad del hombre y la mujer
puede quedar obturada, empobrecida y/o fragmentada.
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Más allá de los cambios de rol: el sexo y el género

El debate entre “género” y “sexo” ha suscitado una profunda crisis en las


convicciones acerca del significado de lo masculino y lo femenino, así como sobre el modo de
comportarse según el ser de la mujer o del hombre, en definitiva, sobre el sentido del ser
personal en función de ese hecho diferencial que les distingue.
Cambiar los códigos sociales en los que, supuestamente, los roles atribuidos al
hombre y a la mujer se prolongaban, manifestaban y expresaban –de forma rígida e
incontrovertible-, resulta ser una tarea muy arriesgada y nada fácil. Cierto que la
masculinidad y la feminidad eran prisioneras de esos códigos, en donde permanecieron
varados e invariables durante tal vez demasiado tiempo. Nada de particular tiene que esa
estabilidad sostenida de los roles haya contribuido a configurar una especia de “segunda
naturaleza” –una mera “construcción”, en algunos de sus aspectos- a la que socialmente
había que atenerse.
En el reciente pasado del clima cultural puede sostenerse que lo masculino y lo
femenino habían quedado cautivos en ciertas redes sociales, estereotipadas y muy poco
fundamentadas, dando origen a los roles sociales que, al menos desde la perspectiva social,
parecían caracterizarles y singularizarles.
Pero estos roles, tal vez arrastrados por su inercia, habían sido vividos con relativa
independencia de cuáles fueran las demandas exigidas por las respectivas naturalezas
psicobiológicas de la mujer y el varón, según el hecho diferencial que, significado por sus
respectivos sexos biológicos, sin duda alguna les distingue, singulariza y caracteriza.
Feminidad y masculinidad –preciso es reconocerlo- han sido rehenes de la historia –
mitad libres, mitad cautivos; en cierto modo consentidos y según otro cierto modo asumidos;
puestos en razón, unas veces, y faltos de ellas, otras-, de una forma muy especial en lo que a
los roles sociales se refiere.
En primer lugar, porque se estableció una fuerte y rígida analogía, un tanto
unívoca, entre el código genético (naturaleza) y el código social (roles y comportamientos).
Naturaleza y cultura (natura naturata y natura naturans) fueron articuladas de una forma
relativamente opresiva, sin apenas grados de libertad, sin posibilidad casi de alguna
variabilidad. Lo cultural (los roles, el género) fue entendido como una férrea e invariable
prolongación de lo natural (el sexo biológico).
Para ello había también algunas razones que sería injusto silenciar aquí. En cierto
modo, no todo fue negativo o artificialmente forzado en lo relativo a esas atribuciones de los
roles respecto del sexo genético y/o morfológico. Hubo, qué duda cabe, nume rosos aciertos en
algunas de las atribuciones que, por lo demás, estuvieron bien fundadas y todavía hoy
permanecen vigentes.
El balance resultante entre naturaleza y cultura se hizo, entonces, a expensas de
privilegiar la naturaleza (instancia subordinante) y minusvalorar la cultura (instancia
subordinada y, en principio, dependiente de aquella). Pero la articulación así concebida ni
estuvo fundamentada en modo suficiente ni fue cambiando, como era menester, con el
devenir de la historia.
En segundo lugar, porque este diseño de los comportamientos masculino y
femenino, este modo de configuración del estilo de vida de uno y otra se ofreció como una
posibilidad socialmente muy restringida –la única posibilidad, en la práctica-, a cuyo tenor y
bajo cuya guía debía de llevarse a cabo el desenvolvimiento de la conducta personal, como si
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tal forma de conducirse se tratara de una emanación natural del código genético o del sexo
biológico.
Y, en tercer lugar, porque el modelo resultante así configurado sirvió luego de
criterio normativo para etiquetar a las personas como socialmente ajustadas o no, en función
de que satisficieran o se opusieran a las reglas previamente determinadas. Esto no sólo
forzaba a que las personas se comportasen según lo establecido, sino que , además, contribuyó
poderosamente a fijar y a cristalizar ciertos modelos, de manera que se asegurase su
transmisión y perpetuación de unas a otras generaciones.
No se puede hablar, en la actualidad, de la identidad sexual de la mujer y el varón
sin apelar a los conceptos de género y sexo (Polaino Lorente, 1992). Género y sexo han
existido siempre, desde Adán y Eva, entre otras cosas porque la persona, cada persona sólo
puede serlo según uno de estos dos modos: hombre o mujer.
Pero estas dos versiones modales, en que las personas se constituyen y manifiestan,
no se habían categorizado con el peculiar significado que hoy se les ha dado. De aquí que el
uso que se hacía de ellas fuese mucho más sencillo y común, y sin complicaciones, sin los
distingos, sutilezas y matizaciones que en la actualidad se han vertido sobre ellas,
transformándolas en los conceptos, un tanto confusos y equívocos, con que hoy se les
caracteriza.
Por esta causa se ha abierto una profunda brecha entre “sexo” y “género”, algo que
parece ser una nota distintiva de la actual cultura fragmentaria. De hecho, en la última
década no sólo no se ha tratado de unir sexo y género, sino que se ha procurado disociar
todavía más lo significado por cada uno de ellos.
Con ello se ha contribuido a fragmentar la identidad de la persona humana. Tal
fragmentación se ha llevado a cabo primero en abstracto (a nivel de los conceptos) y después
en concreto (a nivel de los comportamientos). Lo que demuestra, una vez más, que los
conceptos, las ideas y el uso que de ellas se haga no es algo indistinto, algo que muy pronto
puede quedar relegado en un lejano marco “teórico” que, por no afectar a la persona, es
irrelevante.
Más bien sucede lo contrario: que los conceptos, pensamientos e ideas de que nos
servimos –ahora en amplia circulación social-, son los que a la postre resultan ser los
responsables de los cambios y transformaciones de los comportamientos. De aquí que, en la
actualidad, sea usual expresiones como la siguiente: “cada persona tiene que construir su
género”.
Es probable que algunos estén familiarizados con el término “constructivismo” o
“construccionismo”. Aunque estos términos tienen unos antecedentes filosóficos -en los que,
por el momento, no voy a entrar-, el hecho es que han sido divulgados hasta que se ha
generalizado su uso.
La nueva sociología del conocimiento constructivista lo que sostiene es que lo “real”
no existe en cuanto tal, sino que se construye socialmente (Berger y Luckmann, 1993). El
hombre de la calle, de acuerdo con esta teoría, “construye” su concepto de masculinidad –
con el que luego se identifica y trata de realizarlo en sí mismo -, conforme a las opiniones y al
pensamiento dominante propio de la época en que vive. No parece sino que se hubiera
seguido aquella afirmación de Hegel de que primero está la teoría y luego los hechos, que, en
cualquier caso, hay que forzarlos de acuerdo con la teoría, de manera que a ella se acomoden
y ajusten.
Según esto, en función de cuáles sean las interpretaciones que la sociedad hace de la
“masculinidad”, así será el modo en que cada ciudadano “construye” luego su “género”
(Lagarde, 1996).
Tal “construcción” -inicialmente teórica o sólo icónica y representacional- se hace
luego realidad y se encarna en la singular existencia de la persona, en forma de
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comportamiento. Esto es lo que acontece con una cuestión como esta del “género”, de la que
en última instancia ha de depender –y mucho - el propio comportamiento de la mujer y el
varón.

La construcción del género y la ideología

El punto de partida del constructivismo es la negación de la realidad. Es decir, lo


real no existe en cuanto tal, sino que cada quien lo construye a su manera. Esta negación de
la ontología, sustituye lo “real” por la “interpretación de lo real”. Pero en modo alguno
explica la “realidad” de la que parte o la “cosa” –pues, en principio, de alguna realidad hay
que partir-, que más tarde interpretará. A lo que parece, nadie sabe ni le interesa cómo,
porqué o para qué la “cosa” real es así o está ahí, aunque constituya un hecho indudable el
que sea así y esté ahí.
Esta teoría conduce de inmediato al vértigo del relativismo, en que ya nada es lo que
es, porque todo varía según sus “constructores” o las interpretaciones subjetivas que cada
persona hace de la “cosa” real.
Sin duda alguna, hay una cierta “construcción social” de la realidad, pero a partir
de la misma realidad -que también existe en tanto que real-, que es anterior a todo
constructivismo, hermenéutica o interpretación, pues de lo contrario ninguna construcción
sería posible.
A la realidad construida por las opiniones, interpretaciones, atribuciones y
estereotipias sociales sería mejor denominarla con el término de “realidad añadida”.
“Realidad” porque, sin duda alguna, acontece en el mundo observable y, además, nos afecta;
y “añadida”, porque presupone la realidad fontal y fundante sobre la que aquella se apoya,
de la que procede y sin cuya presencia la “realidad añadida” no sería posible.
Todo lo cual pone de manifiesto que lo que pensamos modifica la realidad y, en
cierto sentido, la recrea. Aunque, es verdad, sólo parcialmente. Pero es preciso admitir que
su fundamento no es la “construcción” que la persona o la sociedad hacen de la realidad,
porque ninguna persona ni la entera sociedad son dioses capaces de crear “ex nihilo” y “ex
novo” la realidad a la que necesariamente hay que atenerse –incluso también en el caso del
constructivismo.
Esto sucede en parte porque son muy pocos los que en la actualidad tienen una
profunda convicción acerca del poder del pensamiento, aunque usen de él para la
“construcción” de la realidad de su propio género. La sola convicción, firmemente asentada
en algunos según parece, es que lo único existente es lo que se cotiza en bolsa, es decir, el
dinero. Se ha olvidado que las ideas son más importantes que el dinero. Este desfondamiento
y oscurecimiento de la razón es lo que ha hecho posible la emergencia social de la
“construcción del género”, que ahora nos ocupa. En el fondo, lo que se ha producido con ello
es un cambio de pensamiento. Y ese cambio en el pensamiento es el que ha cambiado la
realidad y, al menos en la sociología, de forma muy relevante. Pero tal cambio de
pensamiento -y de la realidad que a su través emerge- está más cerca de la ideología que de lo
real.
Tal vez por eso está de moda afirmar que cada persona es libre para “construir” su
propio género. Sin embargo, con la otra realidad, la del sexo, son muy pocos -por ahora - los
que se atreven a sostener que también hay que “construirlo”. Es lógico, porque lo biológico
es una realidad tozuda y muy resistente a ser cambiada; de aquí que resulte en tantas
ocasiones inquebrantable e inmodificable. Pero, no obstante, en opinión de quien esto
escribe, es previsible que a la “construcción del género” muy pronto le siga o intente seuirle,
lamentablemente, la “construcción del sexo” (teórica, funcional y práctica).
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De todas formas, es mucho más difícil cambiar el sexo biológico, porque aunque
pueda cambiarse quirúrgicamente en muchos de los aspectos psicobiológicos que le
caracterizan no puede ser cambiado. Se observa aquí una limitación, una barrera ante la
que, de alguna manera, el constructivismo cultural ha de detenerse y asumir esa “realidad”
preexistente a él y por él inmodificable, y respecto de la cual ha de experimentar una cierta
impotencia al no poder modificarla, “construirla” o “deconstruirla”.
En cambio, en el caso del género, esta modificación autoconstructivista es mucho
más fácil, aunque también tenga sus consecuencias. Unas consecuencias éstas, tanto más
graves cuanto mayor sea la distancia real que media entre el “sexo” (biológico) y el “género
construido” (culturalmente).
Esto del género no es nuevo; también Adán construyó su género, aunque muy
probablemente sin que supiera que lo hacía. Entre otras cosas, porque una cierta y relativa
“construcción” del género acontece siempre, como consecuencia de la libertad humana y de
la sustancia misma del comportamiento sexual: la interacción comprometida con otra
persona, y las interpretaciones que luego cada una de las personas hacen de ello.
En el fondo, más que dar por finalizada la “construcción del género” sería más
pertinente tratar de contestar a preguntas como las siguientes: ¿cómo se forma el género de
una persona?, ¿elige cada persona, libremente, su propio género o lo hace condicionada por
sus circunstancias culturales?, ¿le impone alguna limitación su sexo biológico y la posible
vinculación existente entre éste y el género?, ¿dispone la persona de algunos límites a los que
atenerse para la “construcción” de su género?, ¿puede influir en esa “construcción”
acontecimientos o eventos no elegidos por la persona, pero que sí influyen en ella y la
condicionan?, ¿cuáles son las etapas evolutivas a cuyo través se desarrolla el género
personal?
Son muchas las preguntas sobre este particular, como acabamos de observar, que
todavía no tienen una respuesta rigurosa. Apelar, por eso, a una única teoría explicativa –la
del constructivismo-, por otra parte todavía no verificada, no parece que pueda calificarse tal
modo de proceder de riguroso. En mi opinión, la génesis y desarrollo del género de cada
persona depende de muchos factores, uno de los cuales es, sin duda alguna, las relaciones e
interacciones que esa persona establece con otras personas del mismo y de distinto sexo,
durante las etapas tempranas de su desarrollo. Estas interacciones están abiertas a un flujo,
a un universo indefinido de variables, la mayor parte de las cuales no son conocidas ni
controlables por la propia persona.
La “construcción” del género depende mucho de la educación, de la interacción con
los padres, de los valores, actitudes, proyectos vitales, sentimientos, percepción de la
realidad, convicciones, creencias, imaginación, emociones, fantasías e ilusiones, conducta
sexual, etc., es decir, de lo que constituye un universo de variables personales y culturales,
cuya imposibilidad de control por el sujeto resulta obvia (Vargas Aldecoa y Polaino Lorente,
1996). De aquí que la “construcción” del género, a pesar de que se hable tanto de ello,
todavía hoy sea un misterio si es que no una ideología fanática.
Por otra parte, la construcción del género –esto que parece ser lo último que en el
siglo XXI hemos descubierto-, es antiquísima. Es más, nunca ha habido una persona que, en
algún modo, no haya construido su propio género. Por tanto, en este punto parece
conveniente adoptar una actitud un poco menos ingenua y más crítica y desmitificadora.
Lo que tal vez sea nuevo es el intento de presentar el género como frontalmente
opuesto al sexo; como si se tratase de dos realidades –una “dada” y otra “conquistada”; una
“natural” y otra artificialmente “construida”- que nada tuvieran que ver entre sí. Este
planteamiento constituye un error más del pensamiento contemporáneo. Pues, la realidad –
tanto la del sexo, como la de ciertos rasgos sectoriales del género, que en aquél se
fundamentan- es tozuda y aunque también sea permeable, sensible y vulnerable a lo que
11

acerca de ella pensemos, y a su futura modificación, en cierta forma se torna también


resistente a la acción trans formadora ejercida desde el pensamiento (Haren-Mustin y
Marecek, 1990).
Si se estudia una cosa tan natural como el amor humano, se comprobará enseguida
lo mucho que ha cambiado desde, por ejemplo, el modo en que se concibió en la edad media,
el renacimiento, etc., y los diversos tipos que en esas diferentes etapas surgieron (el amor leal,
el cortés, el heroico, el burgués, etc.). En otras etapas anteriores, estas “construcciones”
sociales del amor humano, como representaciones mentales de la realidad, sustituyeron en
algún sentido el modo de concebir la realidad del amor, realidad que sin duda alguna resultó
alcanzada y transformada por ellas.
De aquí que se pueda sostener, hasta cierto punto, que contribuyeron a generar una
nueva realidad en el modo de concebir el amor humano. Pero de ello ni siquiera el
constructivista de aquella época -el arquitecto icónico y representacional-cognitivo de
entonces- fue apenas consciente. La ignorancia acerca del efecto hermenéutico y
trasformador del concepto de amor de esas etapas, no obstante, no dejó de afectar por ello a
todos -también al “ingeniero” icónico, tal vez un poco ignorante de lo que él mismo estaba
cambiando, sin apenas darse cuenta de ello.
Admitamos, por el momento, que el género tiene que ver más con lo cultural y que
siempre ha sido muy versátil, que no ha tenido un canon muy definido y bien fundamentado
en la biología, que nunca alcanzó a establecerse como una normativa rigurosa, excelente y
bien depurada. En definitiva, que el género no es algo rígido e inmodificable, por lo que está
abierto al cambio de las posibilidades que sus grados de libertad le ofrecen.
Esa relativa flexibilidad del género es precisamente la que posibilita aumentar los
grados de libertad respecto de las decisiones por las que cada persona opta y de los cambios
de roles que, en esto del género, se han sucedido a lo largo de la historia.
¿Tan importante es, hoy, que cambien los roles masculinos? En opinión de quien
esto escribe, tales cambios tienen una gran importancia, porque son dependientes de las
radicales modificaciones que en la década de los sesenta se produjeron en algunos roles de la
mujer, especialmente en los que se refieren a la maternidad y a su incorporación al ámbito
laboral.
Los cambios que hoy se demandan al hombre vienen exigidos por los que cuatro
décadas atrás se produjeron en la mujer, lo que manifiesta -una vez más- la natural
complementariedad existente entre ellos. Muchos de esos cambios, sin embargo, se están
produciendo sin saber por qué, ni cómo, ni para qué. Aquí hay muy poca ciencia y falta
mucha investigación, mientras que tal vez sobre cierto exceso de ideología. Y, sin embargo,
los cambios se están dando y de una forma acelerada, lo que constituye una tremenda
imprudencia.
¿Por qué proceder de esta manera es un error? Porque hombre y mujer se exigen
recíprocamente, según una mutua complementariedad, que tiende al perfeccionamiento de
ambos y al enriquecimiento de los dos, de lo que depende en última instancia el desarrollo
afectivo de los hijos y el progreso de la entera sociedad. Si esto falla –y necesariamente ha de
fallar si cada uno “construye” su propio género, de manera que resulte imposible el
ensamblaje con el de la otra persona-, se quebrará la afectividad de muchas personas de la
próxima generación, como resultado de lo cual amplios sectores de la sociedad se
empobrecerán.
Si cambian en los varones los roles de los que su género depende -como mujeres y
hombres tienen que ensamblarse en el tejido social al cual dan origen y en el cual están
inmersos los hijos-, el ensamblaje optimizador entre ellos no se producirá. Pero allí donde el
comportamiento del hombre y la mujer no logran ensamblarse –como consecuencia del
cambio introducido en los roles masculinos y femeninos- se producirán conflictos; y si hay
12

conflictos entre ellos se quebrará la armonía conyugal y el desarrollo emotivo de los hijos,
por lo que todos perderemos y nadie ganará.
Este tipo de conflicto está hoy servido, configurándose como un problema para el
que, por el momento, no se han encontrado soluciones. Allí donde no hay ciencia, hay pereza,
bostezo y cansancio, y la investigación resplandece por su ausencia. Allí donde no hay
ciencia, hay ideologías.
Si se supiera muy bien en qué consiste el rol masculino y el rol femenino, se acabaría
con el machismo y el feminismo, a pesar de lo mucho que pueda costar su extinción social.
Pero si supiéramos a qué atenernos se acabaría también con tanta verborrea, equivocidad y
confusión. Es decir, se pondría fin a esta perspectiva sutil, ideologizada, opaca e
intransparente, y no obstante tan útil a las interpretaciones manipuladoras, que constituye
un hito emblemático y característico de la actual sociedad fragmentaria.

¿Cambios de roles y/o cambio de valores?

Los cambios de roles determinan, por su propia naturaleza, un cambio de valores.


Esta cuestión ha sido desatendida y son muy pocos los autores que han reflexionado sobre
ella con la profundidad que exige.
No se entiende cómo puede cambiar de rol la mujer o el varón, y que no se afecten
los valores por los que han optado cada uno de ellos. Da la impresión como si los valores
fueran un ingrediente que es indiferente y no atraviesa la estructura del comportamiento
humano. Pero si así fuera, los valores no serían tales. Los valores no son la guinda de adorno
de la tarta antropológica que configura las relaciones entre el hombre y la mujer. Los valores
son los que penetran, fundamentan y sostienen el comportamiento de unas y otros. Por eso si
cambian sus valores, antes o después cambiarán los comportamientos por los que han
optado, y viceversa.
Las relaciones entre el hombre y la mujer, en el contexto del matrimonio y la
familia, constituyen un tipo muy peculiar de relación: la relación vincular por antonomasia
de la que depende el perc ibirse a sí mismo como desposeído de sí y dependiente y responsable
de otro.
El proyecto de cada uno de los cónyuges es querer en el otro el proyecto que Dios ha
querido para él o ella, y ayudarle a que lo satisfaga y realice en toda su plenitud. Por eso,
precisamente entre ellos, hay un compromiso tan exigente. De tal forma es esto así, que el
proyecto singular e independiente –sólo en apariencia- de cada uno de ellos es formar parte
del proyecto querido por Dios para el otro. Ahí precisamente es donde emerge esa relación
tan poderosa de interdependencia personal que llamamos compromiso.
Los roles importan menos que las personas y los compromisos adquiridos por ellas.
Una persona se destina y regala a otra (matrimonio), opción que esa persona no tomaría a su
cargo si sólo se tratase del ensamblaje de los roles que a cada uno le acompañan y
caracterizan. Silenciar lo que hay de compromiso interpersonal en la familia y sustituirlo por
los meros roles de la mujer y el varón –y sus posibles cambios-, constituye un modo
paradigmático de banalizar y vaciar de sentido dicho compromiso.
Importa mucho más el encuentro entre un “tú” y un “yo”, con el fuerte compromiso
de darse y aceptarse recíprocamente, que el análisis de los meros roles de una y otro, a pesar
de que tal análisis sea realizado con el mayor rigor y la mejor elegancia metodológica y
estadística.
En esa relación, allí donde hay un “Yo” gigante acontece, de forma inevitable, la
comparecencia de un “tú” enano. Pero entre un Yo gigante y un tú enano no hay paridad y,
13

por eso mismo, resulta tan difícil que en el seno de una relación así constituida emerja el
necesario “nosotros”.
Pero si está ausente la emergencia del “nosotros”, más difícil aún será que
comparezca el “vosotros”, es decir, la dedicación y entrega a los hijos. Desentenderse de estas
formas de relación y atenerse a sólo los roles masculino y femenino es volver la espalda a la
realidad o, por mejor decir, hacer un discurso sobre una realidad que nada tiene que ver con
la sustancia del matrimonio y la familia. Los cambios de roles, por eso, no pueden estudiarse
independientemente de los cambios de valores que les acompañan.
De otra parte, filiación y maternidad o paternidad suelen acontecer merced a la
libertad personal y a la connaturalidad de las relaciones conyugales. Dicho de otra forma: en
cada persona la paternidad y la filiación se concitan a lo largo de su personal historia
biográfica, como consecuencia del vínculo en el está fundada esta unión interpersonal.
¿Pueden reducirse a meros roles sociales la filiación y la parentalidad?, ¿es probable
que se pueda ser buen padre si no se ha sido o se es un buen hijo? Por el contrario, ¿se puede
ser buen hijo si no se ha sido o se es buen padre?, ¿es que el estudio de los nuevos roles –esos
que, según parece, habría que introducir en el varón- pueden sustituir a las irrenunciables
funciones de la paternidad y maternidad? Y si es así, ¿por qué no se les presta la atención
necesaria en las investigaciones que se llevan a cabo acerca de los roles femenino y
masculino?
Las personas son simultánea y/o sucesivamente padres e hijos. Y esto no es
reductible a un mero rol. Entre otras cosas, porque no hay paternidad sin maternidad, y
viceversa (aún recurriendo a la fecundación artificial).
Esto pone de manifiesto la natural complementariedad que hay entre ellos, además
de la complementariedad relativa a las generaciones pasadas y futuras (complementariedad
intergeneracional). De aquí también la conveniencia y pertinencia de educar a los hijos en la
paternidad y la filiación, una asignatura pendiente desde un tiempo multisecular. Y eso a
pesar de que paternidad y filiación se exijan mutuamente.
La filiación exige la paternidad y la paternidad exige la filiación. Es el nacimiento
del hijo el que, respectivamente, constituye a la mujer o al varón que le engendraron en
madre y padre. Sin hijo no habría ni lo uno ni lo otro. Del mismo modo que no hay hijo sin
padres, tampoco hay padres sin hijo.
Esto pone de manifiesto que no hay padres ad tempus, ni padres de quita y pon, ni
padres transitorios, ni sólo roles de padre y madre. La paternidad, como la filiación, tiene
vocación de eternidad y, por eso mismo, perdura más allá de la muerte. La muerte no
extingue ni la paternidad ni la filiación: las personas no cambian de padres o de hijos cuando
unos o otros mueren. Después de muerto el padre o la madre, sus hijos siguen siendo hijos de
ellos, sin cambio alguno de titularidad.
Si se redujeran estas experiencias a meros conceptos o roles, se incurriría de
inmediato en el conceptualismo y la irrealidad más absoluta: la que determina la ausencia
del otro. La ausencia de esa persona puede ser la del “otro” (el cónyuge), el “nosotros” (la
ausencia de vinculación entre hombre y mujer), los hijos (el “vosotros”) o, en general, la
ausencia de cualquier otra persona con la que se ha establecido una determinada relación (la
ausencia de “ellos”). Estas formas de ausencia remiten, de una u otra forma, a la ausencia del
Otro.
Este es uno de los fundamentos de la equidad entre generaciones, que forma parte
de la virtud de la justicia y que por sí misma demuestra que tal realidad nos afecta, interpela
y concierne, hasta el extremo de configurar el sentido de la propia identidad, por lo que ésta
no debiera reducirse a un mero rol. Es precisamente esa equidad en las relaciones
interpersonales la que configura la columna vertebral del “para qué” de nuestra propia vida,
la que da sentido a la existencia singular, la que mide la motivación, espesura, densidad,
14

intensidad y prioridad de la identidad personal, a cuyo través comparece el tamaño y la


estatura del propio Yo.
Muchos de los conflictos de pareja que hoy atendemos en Terapia Familiar tienen su
origen en estas u otras parecidas ausencias. Por sólo citar algunas, cabe mencionar aquí la
ausencia del “nosotros” y del “vosotros”, el “hambre de padre” de los hijos apartidas, ciertos
trastornos de la identidad sexual de los hijos, algunos casos de drogadicción, ciertos casos de
fracaso escolar, la excesiva dependencia del prestigio profesional, el narcisismo, la adicción al
trabajo, etc. Muchos de estos problemas ¿son meras consecuencias de apenas un cambio de
rol?
En opinión de quien esto escribe, parece que no. La clave hay que buscarla tal vez
en la crisis de valores, que acompaña a los cambios de roles, y a la desarticulación que se
produce en las relaciones interpersonales entre medios y fines.
El trabajo es siempre un medio al servicio de un fin, que es la familia. Si los fines se
mediatizan dejan de ser tales fines. Pero, entonces, si de la actividad laboral (medio) se hace
un fin, el trabajo pierde su valor de medio y ocupa la posición de fin que jamás debiera
ocupar. En esas circunstancias, el trabajo deviene en una actividad sin propósito, sin
teleología ni sentido alguno. Cuando una persona actúa sin ningún fin se dice que ha perdido
el juicio. Cuando se subordina la familia (fin) al trabajo (medio), es probable que se pierda la
una y el otro, con independencia de que se conserven y transformen o no los roles que
caracterizan a esa singular persona.
Esto es lo que sucede cuando los medios se transforman en fines. En ese caso la vida
humana pierde su significado y valor y se transforma en una vida mediada, manipulada y
desvivida, por despersonalizada y despersonalizante.
Sin valore s no se puede educar a los hijos de una forma sana; por el contrario, con
éste o aquél rol –cambiado, modificado, alternado o corregido-, sí que se pueden tener hijos
sanos, siempre que los cambios de rol no arrastren tras de sí e impongan un cambio o
ausencia de valores en la vida familiar. Sin hijos sanos, la familia sufre y aún puede perecer.
Sin familia no hay sociedades. Sin sociedad no hay empresas. Sin empresas y sociedades
intermedias no hay Estado. Sin valores, con sólo roles no hay familia ni sociedad ni Estado.

Lo que los hijos necesitan de sus padres

Dejando a un lado el tema de los roles, lo que los hijos necesitan de los padres son
valores. Aunque no es este el lugar para extenderme en la consideración de lo que se está
afirmando, permítame el lector que sintetice a continuación, en un sucinto inventario, lo que
en mi experiencia personal, como psiquiatra y terapeuta familiar, los hijos necesitan hoy de
sus padres:

1. Disponibilidad, seguridad y confianza.


2. Comunicación padres-hijos
3. Coherencia en los padres y autoexigencia en los hijos
4. Espíritu de iniciativa, inquietudes y buen humor.
5. Aceptación de las limitaciones propias y ajenas.
6. Reconocimiento y afirmación de ellos mismos en lo que valen.
7. Estimulación de la autonomía personal.
8. Ayuda y orientaciones para diseñar el apropiado proyecto personal.
9. Aprendizaje realista del adecuado nivel de aspiraciones
10. Elección de buenos amigos y amigas.
15

Ninguno de los diez apartados anteriores pueden derivarse de los meros roles a los
que, en alguna forma, pro bablemente estén vinculados. Todos ellos, por el contrario, están
vinculados a valores concretos, de los que son inseparables. ¿Podremos sostener todavía que
lo único que importa en la conciliación de familia y trabajo son los roles de la masculinidad y
feminidad, y sólo ellos?

Diversidad, complementariedad y donación


El problema, tal y como se ha planteado la distinción entre “sexo” y “género”, pone
de relieve otras cuestiones que no se han abordado. ¿No será esa misma distinción entre
“sexo” y “género” una construcción social más?, ¿está abierta tal distinción a lo que de
diverso hay en la mujer y el hombre? En ese caso, ¿se trata de diversas atribuciones para un
mismo hecho (el de la diversidad) o de una única atribución (la construcción social) para una
multitud de hechos (la diversidad)?
En el ámbito de la cultura las atribuciones que se han puesto en circulación han
prendido y, con el rodar de los usos, costumbres y modas, pueden condicionar –a través
también de la educación- los comportamientos huma nos. Cuando esto sucede, es probable
que las atribuciones devengan en estereotipias y sesgos culturales, con lo que se cierra así el
viciado etiquetado atribucional acerca de la diferenciación sexual humana. Poco sabemos, sin
embargo, acerca de cómo se pro duce la transmisión intergeneracional y multicultural de esas
atribuciones o qué consecuencias pueden derivarse de la súbita transformación de ellas.
Lo que sin duda alguna constituye un hecho cierto e inconstestable es la diversidad
existente entre hombre y mujer. Esta diversidad está vinculada, desde su origen, al hecho
diferencial que les distingue: estar modalizados como mujer o varón. Esas diferencias
comienzan a las pocas semanas de la fecundación y no se limitan a sólo ciertos detalles de su
morfología y desarrollo, sino que atraviesan todas sus funciones y facultades. Como tal hecho
tozudo, sostiene su permanente validez a lo largo de toda la vida de las personas.
La diversidad entre ellos no afecta para nada a su identidad como personas:
mujeres y hombres son igualmente personas (identidad), al mismo tiempo que personas
modalizadas de forma diversa (diversidad). Su identidad en tanto que personas convive con
su diversidad en el modo en que han sido modalizadas.
La identidad patentiza ese “común deno minador” que, a nivel personal, hay entre
ellos. Esta característica hace posible que pueda establecerse entre hombre y mujer un
vínculo unitivo radical, en el que se fundamentan todas las relaciones entre ellos.
La diversidad en el modo en que han sido modalizados, en cambio, no permite la
igualdad entre ellos, pero sí la unidad. La diversidad es la que precisamente suscita esa
mutua atracción así como la complementariedad entre ellos.
Lo que es igual no puede complementarse con lo mismo. Podrá sumarse –y habrá
más de lo mismo-, pero no complementarse. Por contra, lo diverso sí que puede
complementarse con aquello de que se diferencia, de manera que ambos se perfeccionen.
Identidad y diferencia entre hombre y mujer fundamentan las relaciones conyugales
y la unión entre ellos. Una unión que debería ser perfectiva de ambos. Gracias a la identidad,
en tanto que personas, la unidad entre ellos puede y debe transformarse en una auténtica
comunión, como la vivencia de cada uno de ellos ha de mudarse en con-vivencia, y la
pertenencia en co-pertenencia.
De aquí el sí definitivo a las diferencias, y el rotundo no a las atribuciones sobre las
“construcciones de género” masculino y femenino no fundamentadas. Lo que se trata es de
cambios cuantos roles sean necesarios, pero sin perder o exponer por ello la misma sustancia
16

del matrimonio y la familia. Se entiende que haya errores y sesgos en las atribuciones de
género, pero precisamente porque son identificables debieran ser rechazadas.
Mantener la diversidad no es sino afirmar el irreprimible hecho diferencial que
contradistingue, a la vez que caracteriza, al hombre y a la mujer. Al concepto de diversidad
se llega de forma intuitiva y clara, como consecuencia de la mera observación y también de
numerosos hallazgos científicos en el ámbito de la psicología, las neurociencias y las ciencias
del comportamiento.
Es precisamente gracias a esta diversidad como se llega a establecer entre hombre y
mujer una cierta comparación por connaturalidad. Buscar o tratar de imponer otro tipo de
comparaciones sería ilegítimo en este ámbito concreto de de la condición humana.
Por el momento, se ignoran cuáles serán los efectos sobre el cambio cultural que han
de derivarse de las diversas propuestas existentes acerca del así denominado cambio de rol
del varón.
Sobre este particular hay un gran vacío en la investigación realizada. Sin embargo,
se intuye su poderoso alcance transformador de la familia, la sociedad y la cultura,
transformaciones que a todos nos interpelan y concitan, por lo que no cabe mirar para otro
lado o ignorarlos.
Pero cualquiera que sea su efecto, los hechos están ahí y muestran una tozudez
inquebrantable. De otra parte, por ser claro su fundamento antropológico no cabe renunciar
a ello. Además, de nada serviría tal re nuncia, porque las mismas circunstancias sociales –y
los cambios ya operados- arrollarían a quienes tratasen de interponerse en el camino de los
cambios de roles masculinos.
De lo que se trata, pues, es de investigar en esta nueva cuestión emergente en el
medio laboral, a fin de optar por las estrategias más justas y acordes con la dignidad y el
respeto a la diversidad de las personas que se concitan en este problema.
Humanizar las estructuras sociales desde la presencia y convergencia de la
diversidad de funciones, acciones y comportamientos que caracterizan al hombre y a la
mujer, constituye una propuesta sensata y acorde con el momento cultural actual. Pero
conviene que antes de dar este paso se disponga de la suficiente y necesaria información
científica al respecto. ¿Cómo separar si no en esas diferencias la “ganga” cultural, que se ha
ido adhiriendo a través de ciertas atribuciones à la page, de lo que es propio y natural de la
diferenciación entre el hombre y la mujer, de lo que sin duda alguna enriquecerá los
resultados de la empresa y la excelencia personal de quienes en ella trabajan?
Llegado a este punto, considero no renunciable el dejar de insistir en lo que se
refiere a la complementariedad existente entre el hombre y la mujer, también en lo que atañe
a la conciliación entre familia y trabajo. Si me lo permiten, en las breves líneas que siguen
haré una presentación sucinta y sin apenas desarrollo alguno de lo que considero son doce
principios relevantes en torno a la complementariedad del hombre y la mujer. Es sobre ellos
donde hay que asentar las relaciones conyugales, familiares y laborales que les unen y no les
separan.

Doce principios acerca de la complementariedad de las relaciones


conyugales

En las líneas que siguen mencionaré apenas una síntesis de los que considero son los
principios que presiden y han de regular las relaciones de complementariedad entre la mujer
y el varón en el ámbito del matrimonio, la familia y el trabajo.
El lector podrá observar que se mencionan sólo como principios, sin ningún
desarrollo de ello, por las naturales exigencias de esta colaboración. Su desarrollo, no
17

obstante, será objeto de otra publicación independiente, que espero vea la luz en un futuro
próximo.
Si se cita aquí esta primicia es con el deseo de que ayude a pensar, de forma más
independiente y menos mimética –de lo cual, afortunadamente, he tenido sobrada
experiencia en el día de hoy-, a los participantes en este Congreso Internacional, en cuyo
honor el autor los menciona.

1. La complementarieda d no disuelve las diferencias, sino que las reafirma

Si disolviera las diferencias, éstas no serían complementarias. Si no hubiera


diferencias no habría complementariedad sino identidad. Cuanto más se afirmen las
diferencias más variado y rico será el ámbito de la complementariedad que hay entre ellos.

2. La complementariedad nos enseña mucho acerca de los propios límites

Nadie es una suma de perfecciones sin defecto alguno. Ninguna persona ha


desarrollado todas sus capacidades al máximo. Toda persona es limitada y debería conocer
sus propios límites, especialmente en las interacción con los otros. Pero los conocerá mejor si
sabe escuchar a la persona que le conocen y le quieren. No hemos de olvidar que uno de los
fines del matrimonio es la perfección de los esposos. El olvidado escenario de la recíproca
perfección conyugal es el ámbito específico donde ha de darse la complementariedad.

3. La complementariedad nos ilustra acerca de la necesidad del “otro”

La complementariedad pone de manifiesto la necesidad que cada persona tiene de


autodestinarse en favor de otro. La complementariedad es apenas una sencilla consecuencia
de la dimensión donal de la persona. La complementariedad desvela la necesidad que toda
persona tiene de darse a sí misma para encontrarse a sí propia.

4. La complementariedad nos desvela dimensionas ignotas de nuestro propio yo.

El hombre se conoce a sí mismo, pero al menos un cierto sector de sí mismo sólo se


revela en su relación con la mujer. Es en el encuentro hombre -mujer donde se completa, en
cada uno de ellos, el conocimiento que tienen de sí mismos. Un conocimiento que se opera,
precisamente, a través de lo que acerca de sí mismo y del propio ser se desvela en el otro.

5. La complementariedad desvela al “otro en mí” y a “mí en el otro”

La complementariedad conyugal manifiesta que el otro, diverso del yo, forma parte
inseparable del propio proyecto personal. El otro se desvela así como el “otro en mí”. Pero al
mismo tiempo, en ese encuentro entre hombre y mujer, el pro pio yo se desvela como
formando parte del “mí en el otro”.

6. El conocimiento de sí mismo a través del otro


18

El conocimiento de sí mismo se enriquece a través de las relaciones con el otro. Esto


es especialmente profundo y consistente, además de estable, en el matrimonio. Y no sólo
porque el otro le percibe de la forma en que lo hace, sino porque en esa percepción diferente
–aunque también pueda estar sesgada- comparecen sectores de la propia subjetividad que
para el propio observador habían permanecido ocultos. Este desvelamiento es recíproco, por
lo que se enriquece el conocimiento personal de cada uno de ellos, que queda así
contrabalanceado con una cierta objetividad –la que procede de la intersubjetividad de la
relación-, lo que constituye una poderosa ayuda en el ajuste fino del conocimiento subjetivo
de sí mismo.

7. El conocimiento propio a través del “nosotros”

En el matrimonio lo que se alumbra es la unión de dos personas, con una inusitada


intensidad y profundidad tal, que llegan a conforma r “una sola carne”. En el “nosotros” -que
es algo muy diferente del mero yo o tú- anida también una imagen muy rica de cada uno de
ellos. Esta imagen sólo comparece en el tejido interpersonal que constituye el “nosotros”.

8. La asunción de la propia responsabilidad paternal en el encuentro con el


“vosotros”

La paternidad conlleva la comparecencia de un tercero, autónomo y libre, con quien


relacionarse en otra forma diferente del “nosotros”, y esto a pesar de que por proceder de
dicha relación constituya como una dilatación y prolongación de sí misma. Los hijos son los
que configuran el “vosotros”. De esta forma, el “vosotros” más íntimo y primero en el orden
del ser es el que ha sido generado por el “nosotros”. En el encuentro con ellos emerge otra
dimens ión de sí mismo, completamente ignota y diversa de las anteriores: la de la
responsabilidad de los otros, fundamento de la maternidad y paternidad.

9. El derecho del hijo a la complementariedad entre sus padres

La complementariedad entre los padres no es cosa que quede reducida a sólo las
relaciones existentes entre ellos, a algo privado e incapaz de trascender el “vosotros”. Los
hijos tienen derecho a la complementariedad entre sus padres, que es tanto como afirmar
que tienen derecho a que ambos se ayudan a la perfección, a sacar cada uno de sí mismo la
mejor persona posible y, además, de diverso modo, de acuerdo con su ser natural de mujer o
varón.

10. El aprendizaje de la educación sentimental de los hijos se deriva de la


complementariedad de los pa dres

En esa complementariedad entre los padres –sobre todo en lo que se refiere al


ámbito de las relaciones afectivas entre ellos- es donde los hijos observan las primeras trazas
o huellas vestigiales de las que brota su propia afectividad en estado naciente. El modo en
que los padres se quieren entre sí constituye la escuela sentimental por antonomasia donde
los hijos son educados en los sentimientos.
19

11. El aprendizaje por los hijos de la relación hombre -mujer en la


complementariedad de los padres

El hecho de que el matrimonio sea bicéfalo y no monárquico, es decir, que haya en él


dos jefaturas -diversas además de complementarias- viene exigido por la educación
sentimental y personal de los hijos. De este modo, es más fácil la vertebración de la propia
identidad de cada uno de ellos, de acuerdo con su sexo. Pero no sólo eso. Gracias a esas
relaciones entre los cónyuges es como los hijos se relacionan por primera vez y aprenderán a
relacionarse en el futuro con las personas de distinto sexo.

12. El aprendizaje de la maternidad y paternidad en la relación con los propios hijos

Los hijos e hijas se relacionan con sus padres en tanto que padres. Esto quiere decir
que el primer modelo de maternidad y de paternidad –y en muchos de ellos el más relevante-
al que han sido expuestos es el de los propios padres.
Los hijos aprenden a ser padres a través de lo que observan en el comportamiento
de sus respectivos padres, en tanto que padres. Todavía más: cada hijo o hija sufre el
impacto de la filiación, además de en función de otras muchas variables, en dependencia de
la forma en que sus padres han entendido la maternidad y la paternidad.
Los hijos aprenden de los padres a tratar a sus futuros hijos, al mismo tiempo que
asumen activamente –con un diverso grado de libertad, según su modo peculiar de ser
personal- el papel de hijos. Los hijos aprenden la filiación y paternidad de dos profesores
diferentes (el padre y la madre). Los padres aprenden la maternidad y la paternidad de los
hijos que engendran y educan, y también de cómo haya sido su trato con ellos. El aprendizaje
de la filiación, paternidad y maternidad no son renunciables en la práctica, además de ser
deudores de las interacciones entre padres e hijos a lo largo de la convivencia familiar. La
diversidad, también aquí, contribuye al enriquecimiento de todos.

**********************

Ninguno de los anteriores principios se han tenido en cuenta a la hora de estudiar


los cambios de roles. En realidad, la misma complementariedad se diferencia de lo que es un
mero rol, no obstante haber demasiados hilos sutiles –pero poderosos y profundos- que unen
a ambos, y que no debieran ignorarse.
Desde luego, la filiación, la maternidad y la paternidad no pueden ser reducidos a
meros roles. Sin duda alguna, cada uno de ellos comporta algo adicional que acaso pudiera
denominarse con el término de rol (y en modo alguno me opondría a ello), pero dejando muy
claro y salvando la diferencia ontológica y sustantiva entre rol y paternidad, maternidad y
filiación.
Por supue sto que esta función autoconstitutiva (ser padre, madre o hijo de…) no
está en la oferta de lo que es posible modificar. Por el contrario, la mayoría de los roles
actuales, por no decir todos ellos, sí que son modificables.
Esta advertencia final tiene la aspiración de contribuir a que no se confunda lo
sustantivo con lo accidental, lo que es atoconstitutivo de la persona con lo que es una mera
función residual de su comportamiento, lo que hace referencia al ser de la identidad personal
de lo que sólo hace referencia al mero aparecer del ser.
20

Bibliografía

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