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AGUSTÍN DE HIPONA (nació en el 354 en Tagaste y murió en Hipona en el 430).

1.- Dios

Dios ocupa el puesto central en el pensamiento agustiniano porque en él se halla la verdad a la


que aspira el ser humano y la felicidad a la que tiende. Solo podemos comprender al hombre si
tenemos presente a Dios.

Agustín de Hipona no pretendió elaborar pruebas sistemáticas ni racionales de la existencia


de Dios. Sin embargo, en sus escritos es posible encontrar diversos argumentos que tratan el
problema: 1) por el orden y la belleza en el mundo: el universo en su conjunto manifiesta que
no se ha hecho a sí mismo, sino que ha sido hecho; si preguntamos a las cosas ellas nos hablan
constantemente de Dios. 2) por las ideas o verdades eternas que encontramos en nuestra
mente. Las verdades eternas e inmutables que descubrimos en el intelecto no pueden provenir
de nosotros mismos; únicamente pueden tener su origen en Dios ya que solo él es eterno e
invariable.

Agustín consideró que todos los nombres que se atribuyen a Dios son insuficientes para
entender su esencia. En todo caso, el nombre que mejor expresa su naturaleza es el que él se
dio a sí mismo cuando se reveló a Moisés: “yo soy el que soy”. Aunque nunca podemos
alcanzar un conocimiento pleno de Dios, podemos, en cambio, atribuirle diversas perfecciones
como la inmutabilidad, la perfección pura, el Bien supremo, lo absolutamente simple, único…

Dios creó todas las cosas a partir de la nada, libremente y de acuerdo con unas ideas
contenidas en la inteligencia divina. De modo semejante a como una obra de arte se contiene
en la inteligencia del artífice antes de realizarla, las esencias de las cosas se hallan como
ejemplares o modelos en la mente divina antes de crearlas. La doctrina agustiniana sobre la
Creación ha sido denominada ejemplarismo y se inspiró en la teoría platónica de las ideas;
pero mientras Platón consideraba que las ideas existían separadas del Demiurgo y eran
superiores a él, para Agustín, las ideas se encontraban en la inteligencia divina y no se
distinguen de Dios.

LA FE Y LA RAZÓN SON COMPLEMENTARIAS


1. LA RAZÓN AYUDA A ALCANZAR LA FE
2. LA FE ORIENTA E ILUMINA LA RAZÓN
3. LA RAZÓN ESCLARECE LOS CONTENIDOS DE LA FE.

2.- El ser humano

En el orden de la creación, las primeras criaturas son los ángeles, que solo conocemos por la
fe. A continuación se sitúa el ser humano que está compuesto de dos sustancias diferentes: el
cuerpo y el alma. El cuerpo constituye, como en Platón, la parte inferior del hombre pero no
es, para Agustín, la tumba del alma. El cuerpo, que Dios ha creado y es por lo tanto buena,
pertenece a la esencia del hombre: el alma necesita de ella para constituir un ser humano.

El alma es espiritual (simple e indivisible) como puede probarse en el conocimiento que tiene
de sí misma; basta meterse dentro de uno mismo para percibir que el alma es completamente
independiente de la materia y que no hay en ella composición alguna. Por ello, el alma es
también inmortal, como no tiene partes, no se puede descomponer ni corromper.

El alma es “una sustancia dotada de razón destinada a regir el cuerpo”. Sin embargo, el alma
del hombre no es todo el hombre (recordemos a Platón), sino la parte superior del mismo,
siendo el cuerpo su parte inferior. Se llama hombre a la unión simultánea de ambos
elementos.

Agustín no supo dar una respuesta al problema del origen del alma. No dudó en rebatir la
doctrina platónica de la preexistencia, pero su propia posición osciló entre dos posturas: el
creacionismo (Dios crea cada alma con ocasión de la concepción de un nuevo ser humano) y el
traduccionismo (los padres generarían el alma de forma semejante a como engendran el
cuerpo).

A Agustín le preocupó averiguar en qué consiste el mal, de donde proviene y por qué lo
permite Dios. El mal, según este autor, carece de entidad y no pude considerarse algo positivo
sino que solo puede ser defecto o privación de ser. Si Dios ha creado todo, necesariamente
todo cuanto existe ha de ser bueno. Estrictamente hablando, el mal no existe. Lo que
llamamos mal no es sino la ausencia de un determinado bien en un ser que podría poseerlo
(del mismo modo que la oscuridad no es más que la ausencia de luz). Dios, que es el Ser y el
Bien supremo, no puede ser su causa. Dios solo comunica a las criaturas el ser y la bondad.
Agustín distinguió dos tipos de males: el mal que el hombre sufre, el mal físico, y el mal que el
hombre comete voluntariamente que es el mal moral.

El mal físico es consecuencia del pecado y procede de la justicia divina que por medio de él
castiga el pecado original y los pecados particulares de los hombres. El mal moral es el
verdadero mal y consiste en la actuación voluntaria del hombre en contra de la ley de Dios. El
pecado es un desorden en la voluntad de la criatura humana que antepone libremente bienes
inferiores a aquellos que son más elevados. El mal moral, hay que tener presente que no es
sino una consecuencia del uso de nuestro libre albedrío, que en sí es un bien.

3.- La ética

Agustín de Hipona considera indudables los siguientes hechos:

a) el objetivo final de todo ser humano es ser feliz

b) para lograr la felicidad el hombre ha de volverse hacia el soberano bien, Dios, y


amarlo.
c) es la libertad la que capacita al hombre para dirigirse hacia Dios.

Como el hombre puede volver la espalda a Dios e interesarse por las cosas, puede caer en el
pecado. La voluntad es libre para apartarse del bien inmutable que es Dios y dirigirse a bienes
mutables, dedicándose a los bienes del alma o del cuerpo sin referencia a Dios. Es cierto que la
voluntad busca la felicidad y sólo la puede encontrar en Dios; pero el pecado original ha tenido
como consecuencia la ignorancia, de modo que el hombre, voluntariamente, puede dirigir su
atención a los bienes mutables y despreciar a Dios.

San Agustín está convencido de que, como consecuencia del pecado original, el hombre, por sí
mismo, es incapaz de superar la concupiscencia y volverse íntegramente hacia Dios: necesita
del auxilio de la gracia. Las leyes eternas de la moralidad están impresas en el hombre, y sólo
cumpliéndolas puede alcanzar la felicidad; pero sin gracia no es posible ni cumplirlas ni
conocerlas. Así, las buenas obras y su mérito nacen de la gracia. Para hacer el bien son
necesarias dos condiciones: un don de Dios, que es la gracia, y el libre albedrío. El efecto de la
gracia no es suprimir la voluntad, sino convertirla de mala en buena. El hombre en quien
domina por completo la gracia es el más libre y el más feliz.

Resumiendo, la ética de San Agustín es eudemonista (recordamos a Aristóteles), pues propone


alcanzar la felicidad como fin para la conducta humana; es también una ética del amor, ya que
la voluntad lleva al hombre hacia Dios, conocerlo y amarlo; y nada de esto es posible sin la
gracia que es un don gratuito del creador que nos capacita para amar lo que es amable.

4.- La política y la historia

En la obra de San Agustín es muy importante el amor. Es el amor a Dios el que nos capacita
para conocer la verdad, nos da la felicidad y dirige y orienta nuestra vida; y es también el
concepto clave para entender su teoría política y su consideración de la historia.

El amor une a los hombres entre sí. Cada hombre se sentirá necesariamente vinculado con
aquéllos que amen lo mismo que él ama. Así, una sociedad no es sino un conjunto de hombres
unidos porque coinciden en su amor a los mismos objetos. Y serán los objetos amados los que
determinarán el tipo de sociedad de que se trate.

A lo largo de la historia se han sucedido distintas sociedades a cuyos miembros les unía el
amor a unos mismos objetos que querían conseguir: los bienes temporales necesarios para la
vida; el más importante de todos, condición necesaria y suficiente para todos los demás, es la
paz (tranquilidad que nace del orden).

Todos los cristianos se hallan unidos por un mismo amor: su amor a Cristo. Todos los
auténticamente cristianos forman un solo pueblo que le daremos el nombre de “ciudad de
Dios”.

Aunque en el mundo se puedan distinguir muchas sociedades por sus costumbres, todas se
clasifican en dentro de dos tipos de sociedades: la de los que aman a Dios por encima de
cualquier otra cosa y que recibe el nombre de “ciudad de Dios” –como hemos dicho-, y la de
quienes anteponen el amor propio al amor de Dios y que se conocerá como “ciudad terrenal”.

La ciudad de Dios busca la gloria de Dios y en ella no es el imperio de la autoridad sino la


caridad la que mantiene unidos a sus miembros. Por su parte, la ciudad terrenal asienta su
unidad en la autoridad que logre dominar los intereses particulares que necesariamente
surgen cuando sus ciudadanos parten del amor a sí mismos.

San Agustín tenía muy claro que las dos ciudades se encuentran mezcladas entre sí y que los
ciudadanos de ambas ciudades viven en el seno de las mismas sociedades históricas. Pero lo
importante era que los ciudadanos de una y otra ciudad no son sólo los que actualmente están
vivos, pues a la ciudad de Dios pertenecen todos los justos, pasados y futuros, así como a la
terrenal los que a lo largo de la historia de la humanidad, pasada o futura, prefirieron otros
amores al amor de Dios. Además, la ciudad de Dios, en virtud de su amor, es indiscutiblemente
superior a la ciudad terrenal.

La ciudad de Dios es el modelo de toda sociedad ya que sólo en ella puede reinar la justicia, el
orden y la paz. Las sociedades que no reconocen el amor a Dios como el amor verdadero, no
dejan por ello de ser sociedades pero son incapaces de alcanzar la verdadera justicia, el orden
y la paz. Así, la ciudad de Dios se presenta como el ideal al que la ciudad terrenal debería
encaminarse ya que mientras el amor a Dios no sustituya al egoísmo, el orden, la paz y la
justicia serán imposibles por convicción y sólo realizables por coacción legal. Como se puede
ver, el sentido de esta distinción no es político, San Agustín no pretendía señalar cómo deben
ser las relaciones entre la Iglesia y el Estado, sino, más bien, distinguir entre las conductas
orientadas al amor de Dios y las conductas que rechazaban la ley de Dios.

San Agustín, como testigo de la desintegración del Imperio romano, escribió “La ciudad de
Dios” donde deja claro que la construcción progresiva de la ciudad de Dios es lo que da
sentido a la historia. Todos los acontecimientos culminantes de la historia universal no son sino
momentos en la realización del plan querido y previsto por Dios: la victoria final de la ciudad
de Dios. La historia no es más que el caminar de la humanidad hasta llegar a Dios.

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