Iglesia ni se inviste de autoridad apostólica sobre las personas a quienes es enviada. Es una exhortación práctica que reconoce aún a las doce tribus y la conexión que con ellas tienen los cristianos de origen judío, tal como Jonás se dirige a los gentiles, aunque el pueblo judío tuviera ante Dios su carácter de pueblo apartado por Él. De tal manera, el Espíritu de Dios todavía reconoce aquí la relación de Dios con Israel, tal como en el caso de Jonás reconoce relaciones con los gentiles y los inalterables derechos de Dios, sean cuales fueren los privilegios especiales concedidos a la Iglesia o a Israel, respectivamente. Se sabe que, históricamente, los cristianos de origen judío siguieron siendo judíos hasta el final de la historia que de ellos nos ofrece el Nuevo Testamento. Ellos eran, incluso, celosos por la ley, cosa extraña para nosotros, pero que Dios soportó por un tiempo.
La doctrina del cristianismo no es el tema de
la epístola de Santiago. Esta carta da a Dios su lugar en la conciencia y con respecto a todo lo que nos rodea. Ciñe así los lomos del cristiano al mostrarle la cercana venida del Señor y la presente disciplina que Él ejerce, ya que la Iglesia de Dios debía comprender esta disciplina y desarrollar una actividad fundada en ella. También el mundo y todo lo que en él exalta y da esplendor es juzgado desde el punto de vista de Dios.
Unas pocas observaciones sobre la posición de
los cristianos (esto es, sobre la manera en que esta posición es considerada con respecto a Israel) nos ayudarán a entender esta porción de la Palabra.
Israel conserva aún el carácter de pueblo de
Dios. Para la fe de Santiago, la nación aún tiene la relación que Dios le había dado consigo mismo. Santiago se dirige a los cristianos como integrantes de un pueblo cuyos vínculos con Dios todavía no estaban judicialmente rotos; pero de entre ellos solamente los cristianos poseían la fe en el verdadero Mesías, dada por el Espíritu. Tan sólo éstos entre el pueblo, juntamente con el apóstol, reconocían a Jesús como Señor de gloria. Con excepción de los versículos 14 y 15 del capítulo 5, esta epístola no contiene ninguna exhortación que, en su elevación espiritual, vaya más allá de lo que podría ser dicho a un judío piadoso. Ella supone que las personas a las cuales se dirige tienen fe en el Señor Jesús; pero no les llama a aquello que es exclusivamente propio del cristianismo y que depende de los particulares privilegios de éste. Las exhortaciones fluyen de aquella fuente más elevada y exhalan un aire más celestial, pero el efecto que procuran producir son pruebas reales, propias de la religión terrenal; las exhortaciones son las que podrían oírse en la iglesia profesante, vasto cuerpo, semejante a Israel, en medio del cual existen algunos cristianos.
La epístola no se basa, para impartir sus
enseñanzas, en las relaciones cristianas de aquí abajo; las reconoce, pero como un hecho particular entre otros que tienen derechos sobre la conciencia del escritor. El autor inspirado supone que aquellos a quienes se dirige mantienen una conocida relación con Dios, de la que no duda, una relación que es de antigua data. Él supone que el cristianismo se ha introducido en medio de aquellos que mantienen tal relación con Él.
Es importante hacer notar cuál es el nivel
moral de la vida que nos es presentada en esta epístola. En cuanto captamos la posición en la que ella considera a los creyentes, el discernimiento de la verdad sobre este punto no resulta difícil. Vemos, en efecto, que el nivel moral que la epístola nos muestra es el manifestado por Cristo cuando andaba en medio de Israel, haciendo brillar ante sus discípulos la divina luz y las relaciones con Dios, las que manaban para ellos de Su presencia. Por supuesto que al escribirse la epístola él estaba ausente, pero aquella luz y aquellas relaciones de las cuales hablamos son mantenidas cual medida de responsabilidad, medida que será aplicada en juicio, al regreso del Señor, contra aquellos que no quisieron aceptarla y que no anduvieron de acuerdo con esas relaciones. Hasta ese día los fieles tenían que tener paciencia frente a la opresión que sufrían de parte de los judíos, quienes todavía blasfemaban el santo Nombre por el que eran llamados. Es lo inverso de la epístola a los Hebreos, en cuanto a la relación de los fieles con el pueblo judío; no moralmente, sino a causa de la proximidad del juicio en la época en que la epístola a los Hebreos fue escrita.
Los principios fundamentales de la posición
de la que acabamos de hablar son éstos: la ley, en su espiritualidad y perfección, tal como Cristo la explicó y la resumió; una vida conferida, la que tiene los principios morales de la ley misma, es decir, la vida divina; la revelación del nombre del Padre. Todo esto era verdad en vida del Señor, y era por cierto el terreno en el cual él había colocado a sus discípulos —por escasa que haya sido la comprensión de éstos a ese respecto—, ya que les había dicho que debían ser los testigos de ello después de Su muerte, distinguiendo ese testimonio del que daría el Espíritu Santo.
Tal es Santiago aquí, si se agrega aun la
promesa del Señor acerca de su retorno. Es la doctrina de Cristo con respecto al andar en medio de Israel, según la luz y las verdades que él había introducido; y, ya que él todavía estaba ausente, incluye una exhortación a perseverar y tener paciencia en ese andar, aguardando el momento en que él aplique, mediante el juicio que ejecutará sobre los que oprimían a los fieles, los principios según los cuales éstos andaban.
Aunque el juicio ejecutado sobre Jerusalén
haya cambiado la posición del remanente de Israel a este respecto, así y todo la vida de Cristo siempre sigue siendo nuestro modelo, y tenemos que aguardar con paciencia hasta que venga el Señor.
La epístola no se refiere a la asociación del
cristiano con Cristo exaltado en lo alto ni, por consiguiente, al pensamiento de que iremos a su encuentro en el aire, como Pablo lo enseñó. Pero lo que ella contiene siempre sigue siendo verdad; y aquel que dice que mora en él (en Cristo) debe andar como él anduvo.
El juicio que debía llegar nos hace
comprender la manera en que Santiago habla del mundo, de los ricos que se regocijan en su porción en el mundo y de la posición del remanente creyente, oprimido, en medio de una nación incrédula; comprendemos por qué él comienza por la cuestión de las tribulaciones y habla de ellas tan a menudo, como así también por qué insiste en las pruebas prácticas de la fe. Ve a todo Israel aún en su conjunto; pero algunos habían recibido la fe del Señor de gloria, y se sentían tentados a valorar a los ricos y a los grandes de Israel. Al seguir siendo todos ellos judíos, fácilmente comprendemos el hecho de que, mientras algunos creían y confesaban que Jesús era el Cristo, no obstante, ya que estos cristianos seguían las ordenanzas judías, los meros profesantes podían hacer otro tanto sin que hubiera en ellos el menor cambio vital demostrado por sus obras. Resulta evidente que semejante fe, una fe muerta como ésta, no tiene valor alguno. Eso es precisamente la fe de los que ahora ensalzan las obras: una muerta profesión de la verdad cristiana. Ser engendrado por la Palabra de verdad es algo tan ajeno y extraño para ellos como lo era para los judíos de quienes habla Santiago.
Capítulo 1
El hecho de que los creyentes estuviesen aún
en medio de Israel con algunos que se decían creyentes y no eran más que simples profesantes, permite comprender fácilmente, por una parte, por qué el apóstol se dirige a la masa del pueblo como siendo aquellos que pudiesen participar de los privilegios acordados a este último —suponiendo que la fe en el Mesías existiera—; por otra parte, por qué se dirige a los cristianos como si tuvieran un sitio especial; y finalmente, por qué advierte al mismo tiempo a aquellos que profesaban creer en Cristo. La aplicación práctica de la epístola en todos los tiempos, y en particular en aquellos en los cuales un cuerpo numeroso pretende tener derecho hereditario a los privilegios del pueblo de Dios, es de lo más fácil debido a su perfecta claridad. Por lo demás, la epístola tiene una fuerza muy peculiar para la conciencia individual; ella juzga la posición, los pensamientos y las intenciones del corazón.
La epístola empieza entonces con una
exhortación a gozarse en las pruebas, las que son un medio para producir la paciencia (v. 2- 3). En el fondo, este tema de las pruebas, y del espíritu que conviene a quienes son ejercitados por ellas, prosigue hasta el final del versículo 20 de este primer capítulo, en el cual el pensamiento del pasaje se vuelve hacia la necesidad de poner freno a todo lo que se opone a la paciencia y hacia el verdadero carácter de alguien que se mantiene en la presencia de Dios. Tal dirección, como conjunto, termina al finalizar el capítulo. El hilo del razonamiento del apóstol no es siempre fácil de reconocer; la llave del mismo se halla en la condición moral a la que él se refiere. Trataré de hacer que la comprensión de esa llave sea lo más accesible que se pueda. Lo sustancial del tema consiste en que debemos andar ante Dios y mostrar la realidad de nuestra profesión, en contraste con la unión con el mundo, es decir, dar prueba de la religión práctica. La paciencia, pues, tiene que tener su obra completa (v. 4); así la voluntad es subyugada y sometida, y se acepta toda la voluntad de Dios; por consiguiente, nada le falta a la vida práctica del alma. Uno sufre, pero se atiene pacientemente al Señor. Es lo que Cristo hizo; ésta era su perfección: aguardaba la voluntad de Dios y nunca hacía la suya propia; así la obediencia era perfecta aun cuando el hombre fuera puesto a prueba. Pero, de hecho, a menudo carecemos de sabiduría para saber lo que deberíamos hacer. Para ello, dice el apóstol, el recurso es evidente: pedimos a Dios sabiduría y él da a cada uno liberalmente (v. 5); solamente que tenemos que contar con su fidelidad y con una respuesta a nuestras oraciones. De otra manera hay doblez de corazón; la dependencia no está sujeta a Dios; nuestros deseos tienen otro objeto (v. 6). Si únicamente buscamos lo que Dios quiere y lo que Dios hace, dependemos de él con un corazón seguro del cumplimiento de Su voluntad. En cuanto a las circunstancias de este mundo, las que podrían hacer creer que es inútil depender de Dios, se desvanecen como la flor del campo. Deberíamos tener conciencia de que nuestro lugar, según Dios, no es el de este mundo. Aquel que es de condición humilde debe regocijarse de que el cristianismo le exalte (v. 9), y el rico, de que a él le humille (v. 10). No debemos gozarnos en las riquezas, pues éstas pasan (v. 11), sino en el ejercicio de corazón del que habla el apóstol, porque después que hayamos sido probados gozaremos de la corona de vida (v. 12).
La vida de quien es probado y en el cual esta
vida se desarrolla con obediencia a toda la voluntad de Dios, vale más que la de un hombre que se entrega a todos los deseos de su corazón por el lujo. Con respecto a estas tentaciones, a las cuales uno se deja llevar por las codicias del corazón, no se debe decir que vienen de Dios. El corazón del hombre es la fuente de la codicia que conduce al pecado, y por éste a la muerte (v. 13-15). ¡Que nadie se engañe a este respecto! Lo que en lo íntimo tienta al corazón procede de uno mismo. Todos los dones buenos y perfectos vienen de Dios, y él nunca cambia, sólo hace lo bueno. Por eso nos ha dado una nueva naturaleza, fruto de su propia voluntad, la que obra en nosotros mediante la Palabra de verdad para que seamos primicias de sus criaturas (v. 16-18). Como es Padre de las luces, lo que es tiniebla no viene de él. Él nos engendró por la Palabra de verdad para ser los primeros y más excelentes testigos de este poder bienhechor que resplandecerá más tarde en la nueva creación, de la cual somos las primicias. Esto es lo opuesto al falso pensamiento que querría hacer de Dios la fuente de las codicias y atribuirle las tentaciones, las que tienen su origen en el corazón del hombre.
La Palabra de verdad es la buena semilla de
la vida; la propia voluntad es la cuna de nuestras codicias. La energía de esta voluntad nunca puede producir los frutos de la naturaleza divina, como tampoco la ira del hombre cumple la justicia de Dios. Por eso somos exhortados a ser dóciles, dispuestos a oír, lentos para hablar, lentos para airarnos; exhortados a poner a un lado todas las sucias codicias de la carne, toda energía de iniquidad, y a recibir con mansedumbre la Palabra (v. 19-20), una Palabra que, como es de Dios, se identifica con la nueva naturaleza que está en nosotros (la Palabra está implantada en nosotros; v. 21), formándola y desarrollándola según su propia perfección, porque incluso esta nueva naturaleza tiene su origen en ella.
Esta Palabra de verdad no es como una ley
que está fuera de nosotros y que, al oponerse a nuestra naturaleza pecaminosa, nos condena. Ella salva al alma; es viva y vivificadora; obra vitalmente en una naturaleza que es fruto de ella, y a la que forma e ilumina.
Pero es necesario que la Palabra obre
realmente en nosotros; es preciso que no sólo seamos oidores de ella, sino que ésta produzca frutos prácticos que sean la prueba de que obra real y vitalmente en el corazón (v. 22). De otra manera, la Palabra es tan sólo como un espejo en el que quizás nos podemos ver por un momento, y luego olvidamos lo que hemos visto (v. 23-24). Aquel que escudriña la ley perfecta, que es la de la libertad, y persevera haciendo la obra que ella indica, será bendecido en la actividad real y obediente que se desarrolla en él (v. 25).
Esta ley es perfecta, pues la Palabra de Dios,
todo lo que el Espíritu de Cristo ha manifestado, es la expresión de la naturaleza y del carácter de Dios, de lo que él es y de lo que él quiere, pues él quiere lo que él es, y esto necesariamente.
Esta ley es la ley de la libertad, porque la
misma Palabra, que revela lo que Dios es y lo que él quiere, nos ha hecho partícipes, por gracia, de la naturaleza divina; de manera que el hecho de no andar según esa Palabra sería no andar de conformidad con nuestra propia naturaleza nueva. Y andar según una regla que exprese los deseos de esta nueva naturaleza que es de Dios, y los dictados de su Palabra, esto es la verdadera libertad.
La ley dada en el Sinaí reprime y condena
todos los movimientos del viejo hombre, y no puede permitirle tener una voluntad, pues debe hacer la voluntad de Dios. Pero tiene otra voluntad, de modo que la ley le es una esclavitud, una ley de condenación y de muerte. Mas, como Dios nos ha engendrado por medio de la Palabra de verdad, la naturaleza que tenemos en virtud de haber nacido así posee gustos y deseos conformes a esa Palabra: ella es de esa misma Palabra. La Palabra, merced a su propia perfección, desarrolla esta naturaleza, la forma, la ilumina, como lo hemos dicho; pero la naturaleza misma tiene su libertad en el acto de seguir lo que esta Palabra expresa. Así sucedió con Cristo; si se hubiera podido quitarle su libertad (lo que espiritualmente era imposible), ello habría sido impidiéndole hacer la voluntad de Dios, su Padre. Lo mismo ocurre respecto al nuevo hombre en nosotros (el que es Cristo, como vida en nosotros), el cual es creado en nosotros según Dios, revestido de justicia y verdadera santidad, producidas en nosotros por la Palabra, que es la perfecta revelación de Dios, del conjunto de la naturaleza divina en el hombre, de la cual Cristo —la Palabra viviente, la imagen del Dios invisible— fue la manifestación y el modelo. La libertad del nuevo hombre es la libertad de hacer la voluntad de Dios, de imitar a Dios en su carácter, como querido hijo suyo, tal como ese carácter fue manifestado en Cristo. La ley de la libertad es este carácter, tal como es revelado en la Palabra, y la nueva naturaleza halla su gozo y satisfacción en ese carácter de Dios revelado en Cristo, así como ella extrae su existencia de la Palabra que Le revela y del Dios que en ella es revelado.
Tal es “la ley de la libertad” (v. 25), el
carácter de Dios mismo en nosotros, formado por la operación de una naturaleza engendrada por medio de la Palabra que Le revela a él y que usa como molde esta misma Palabra.
El primer elemento que traiciona al hombre
interior es la lengua (v. 26). Un hombre que parece estar relacionado con Dios y honrarle, y que no sabe reprimir su lengua, se engaña a sí mismo, y su religión es vana.
La religión pura ante Dios, el Padre, es la de
cuidar de aquellos que, alcanzados en las relaciones más tiernas por la paga del pecado, se ven privados de sus sostenes naturales; y de guardarse sin mancha del mundo (v. 27). En vez de destacarse y figurar en un mundo de vanidad, alejado de Dios, uno debe volverse, tal como lo hace Dios, hacia los afligidos, hacia los que precisan socorro, y guardarse de un mundo en el que todo contamina, en el que todo es contrario a la nueva naturaleza que es nuestra vida y al desarrollo y manifestación en nosotros del carácter de Dios, tal como lo conocemos por la Palabra.
Capítulo 2
El apóstol entra ahora en el tema de aquellos
que profesaban creer que Jesús era el Cristo, el Señor. Antes, en el capítulo 1, él había hablado de la nueva naturaleza en conexión con Dios; aquí la profesión de fe en Cristo es puesta en presencia de la propia piedra de toque, es decir, de la realidad de los frutos producidos por ella, en contraste con este mundo. Todos estos principios —el valor del Nombre de Cristo, la esencia de la ley tal como Jesús la manifestó, la ley de la libertad — son considerados para juzgar la realidad de la vida espiritual, o para convencer al profesante de que no la poseía. Dos cosas son reprobadas: la consideración de la apariencia exterior de las personas (v. 1-13), y la ausencia de obras como prueba de la sinceridad de la profesión (v. 14-26).
En primer lugar, pues, el apóstol censura la
consideración de la apariencia exterior de las personas (v. 1-4): se profesa que se tiene fe en el Señor Jesús (v. 1) y, no obstante, ¡se está animado por el espíritu del mundo! El Espíritu responde: Dios ha escogido a los pobres para que sean ricos en fe y herederos del reino (v. 5). Los profesantes les habían menospreciado; estos hombres ricos blasfemaban el Nombre de Cristo y perseguían a los cristianos (v. 6-7).
En segundo lugar, Santiago apela al resumen
práctico de la ley de la que Jesús había hablado, la ley real (v. 8). Se violaba la ley misma al favorecer a los ricos (v. 9), y la ley no consentía ninguna infracción de sus mandamientos, porque estaba en juego la autoridad del legislador (v. 10-11). Si uno menosprecia a los pobres, por cierto que no ama al prójimo como a sí mismo.
En tercer lugar, se debe andar como aquellos
cuya responsabilidad es medida por la ley de la libertad, como aquellos que, teniendo una naturaleza que saborea y gusta lo que es de Dios, están liberados de todo lo que le era contrario a él; de manera que no pueden excusarse si admiten principios que no son los de Dios mismo. Esta participación de la naturaleza divina introduce naturalmente el pensamiento de la misericordia, merced a la cual Dios mismo se glorifica. El hombre que no muestra misericordia se verá objeto del juicio sin misericordia (v. 12-13).
La segunda parte del capítulo se relaciona
con este pensamiento acerca de la misericordia, pues Santiago inicia su disertación sobre las obras, como pruebas de la fe, hablando de esta misericordia que responde a la naturaleza y al carácter de Dios, atributos de los cuales el verdadero cristiano, como nacido de Dios, ha sido hecho partícipe. La profesión de tener fe sin esta vida —cuya existencia se prueba por obras— no puede beneficiar a nadie. Esto es muy sencillo. Digo la profesión de tener fe, porque la epístola lo dice: “Si alguno dice que tiene fe” (v. 14). He ahí la llave de esta parte de la epístola: se dice tener fe, pero ¿dónde está la prueba de ella? En las obras. De esta manera las emplea el apóstol. Un hombre dice que tiene fe. Pero la fe no es una cosa que podamos ver. Por eso decimos con razón: “Muéstrame tu fe” (v. 18). Lo que el hombre requiere es la evidencia de la fe; solamente por sus frutos podemos hacer visible ante los hombres la existencia de la fe, pues la fe en sí misma no se ve. Pero si tengo esos frutos, entonces seguramente tengo la raíz, sin la cual no podría haber frutos. De modo que la fe no se muestra a los demás ni puede ser reconocida sin que medien las obras, pero las obras, frutos de la fe, prueban la existencia de la fe (v. 14-18).
Lo que sigue muestra que la fe muerta de la
que habla Santiago es la profesión de una doctrina, quizás verdadera en sí misma. Él supone que se reconocen ciertas verdades, pues es una verdadera fe la que tienen los demonios en cuanto a la unidad de Dios; ellos no dudan al respecto, pero no hay nada que ligue sus corazones a Dios por medio de una nueva naturaleza. ¡Muy lejos de ello! Pero el apóstol confirma esto por el caso de hombres en quienes la oposición con la naturaleza divina no es tan evidente. La fe, esa fe que reconoce solamente la verdad con respecto a Cristo, está muerta sin obras, es decir, que una fe que no produce frutos está muerta (v. 20).
Vemos (v. 16) que la fe de la cual habla el
apóstol es una profesión desprovista de realidad; el versículo 19 muestra que puede ser una certidumbre, sin fingimiento, de que lo que se cree es verdad; pero la vida engendrada por la Palabra, vida por la cual queda establecida una relación entre el alma y Dios, falta por completo. Como esta vida proviene de la simiente incorruptible que es la Palabra, es de la fe afirmar que, habiendo sido engendrados por Dios, tenemos una nueva vida. Esta vida actúa, es decir, la fe actúa conforme a la relación con Dios en la cual ella nos coloca, generando obras que emanan naturalmente de ella y que dan testimonio de la fe que las produjo. Desde el versículo 20 hasta el final del capítulo, él presenta una nueva prueba de su tesis, fundada en el último principio que acaba de enunciar. Y las pruebas que da de la demostración de la fe por las obras nada tienen que ver con los frutos de una naturaleza amable, porque hay frutos amables que produce la propia criatura pero que no provienen de una vida que tenga su origen en la Palabra de Dios, mediante la cual él nos engendra. Los frutos de los que habla el apóstol dan testimonio, por su propio carácter, de la fe que las produjo. Abraham ofrendó a su hijo (v. 21); Rahab recibió a los mensajeros de Israel, asociándose así al pueblo de Dios cuando todo se le oponía y separándose de su propio pueblo por la fe (v. 25). Todo sacrificado por Dios, todo abandonado por Su pueblo antes de que éste hubiera obtenido tan sólo una victoria, y ello mientras el mundo tenía su pleno poder: así son los frutos de la fe.
El uno se atenía a Dios y le creía de la manera
más absoluta, en contra de todo lo que hay en la naturaleza o en aquello en lo cual la naturaleza puede apoyarse; la otra reconocía al pueblo de Dios cuando todo estaba en contra de éste; pero ni el uno ni la otra eran el fruto de una naturaleza amable o de por sí naturalmente buena, según lo que los hombres llaman buenas obras. El uno era un padre a punto de dar muerte a su hijo; la otra era una mujer pecadora que traicionaba a su patria. Por cierto cumplióse la Escritura que dice que Abraham creyó a Dios (v. 23; véase también Génesis 15:6). ¿Cómo habría podido obrar como lo hizo, si no le hubiese creído? Las obras pusieron el sello sobre su fe, y la fe sin obras sólo es, como un cuerpo sin alma, una forma exterior desprovista de la vida que la anima. La fe actúa en las obras (pues sin ella las obras son una nulidad, no son las de una vida nueva), y las obras completan la fe que actúa en esta vida, produciéndolas; porque a pesar de la prueba, y en la prueba, la fe está activa en esta nueva vida. Las obras de ley no tienen parte alguna en la vida. La ley exterior que exige no es una vida que produce (aparte de esta naturaleza divina) esas santas y amantes disposiciones que tienen por objeto a Dios y a su pueblo y para las cuales nada más tiene valor.
Se notará que Santiago nunca dice que las
obras nos justifican ante Dios, porque Dios puede ver la fe sin sus obras. Cuando está la vida, él lo sabe. La fe se ejerce con respecto a él, hacia él, por la confianza en su Palabra y en él mismo, recibiendo su testimonio a través de todo, a pesar de todo, por dentro y por fuera. Ésta es la fe que Dios reconoce. Pero cuando se trata del hombre, cuando tiene que decirse “muéstrame” (v. 18), entonces la fe, la vida, se muestran por medio de las obras.
Capítulo 3
En este capítulo la epístola vuelve a referirse
a la lengua, el índice más dispuesto a revelar el estado del corazón y que muestra si el nuevo hombre actúa, si la naturaleza y la voluntad propia están refrenadas (v. 1-2). Pero en este capítulo no hay casi nada que precise comentario, aunque sí mucho que requiere un oído atento. Si la vida divina está en una alma, los conocimientos no se manifestarán en palabras, sino por el andar y por obras en las que será vista la mansedumbre de la verdadera sabiduría (v. 13). La amargura y la contención no son los frutos de una sabiduría que viene desde lo alto, sino de una sabiduría terrenal, de la naturaleza del hombre y del enemigo (v. 14- 16).
La sabiduría que viene desde lo alto, la que
posee su sitio en la vida, en el corazón, tiene tres características (v. 17). En primer lugar, es pura, pues el alma está en comunión con Dios, tiene intercambios con él (por eso tiene que haber esta pureza). Seguidamente es apacible, mansa, lista para ceder a la voluntad ajena, luego, activa para el bien y movida por un principio que extrae su origen y sus motivos de lo alto; ella actúa sin parcialidad, es decir, la acepción de personas y las circunstancias que influyen en la carne y en las pasiones no influyen en ella. Por la misma razón, la sabiduría es sincera y sin fingimiento.
Las instrucciones para refrenar la lengua
como primer impulso y expresión de la voluntad del hombre natural, se extienden en su aplicación a los creyentes. No ha de haber, en cuanto a la disposición interior del hombre, muchos maestros. Todos fracasamos, de manera que enseñar a otros y fracasar nosotros mismos es algo aun más digno de ser condenado, pues la vanidad puede alimentarse fácilmente al enseñar a los demás, lo que es muy diferente de una vida animada por el poder de la verdad. El Espíritu Santo da como le place. El apóstol se refiere aquí a la disposición en aquel que habla, no al don que puede haber recibido para hablar.
Capítulo 4
En todo lo que sigue, la epístola se refiere al
juicio sobre la naturaleza no refrenada, de la voluntad en sus diferentes formas: conflictos provenientes de las codicias (v. 1-2); peticiones hechas a Dios que proceden de la misma fuente (v. 3); deseos de la carne y de la mente que se desarrollan y encuentran su esfera en la amistad con el mundo, la que es así enemistad contra Dios (v. 4). La naturaleza del hombre codicia con envidia, está llena de envidia con respecto a otros. Pero Dios da mayor gracia (v. 6). Hay una fuerza que actúa contra esta naturaleza si uno se contenta con ser pequeño y humilde, con no ser nada en el mundo. La gracia y el favor de Dios están con nosotros para liberarnos de las perniciosas influencias de la carne, porque él resiste a los orgullosos y da gracia a los humildes. Sobre esto, el apóstol despliega la acción del alma dirigida por el Espíritu de Dios, en medio de la incrédula y egoísta masa de los judíos con la que estaba asociada (v. 7-10), porque supone que los creyentes a quienes se dirige están aún relacionados con la ley. Al hablar mal de su hermano, al cual la ley le daba un lugar ante Dios, se hablaba mal de la ley1, según la cual ese hermano tenía muy grande valor (v. 11- 12). Ese juicio pertenecía a Dios, quien había dado la ley y quien sabía preservar su autoridad, como así también conceder liberación y salvación.
En los versículos 13-16, la misma propia
voluntad y olvido de Dios son censurados; la falsa confianza fundada en el hecho de contar con la propia capacidad para hacer lo que se quiera y la ausencia de dependencia respecto de Dios son puestas de manifiesto. El versículo 17 es una conclusión general, fundada en el principio ya enunciado en el capítulo 3, versículo 1, y en lo que se dice con respecto a la fe. El conocimiento del bien, sin su puesta en práctica, hace que la propia ausencia de la obra que se sabe hacer sea un pecado positivo. La acción del nuevo hombre está ausente, el viejo hombre está presente; como el bien está ante los ojos, se sabe lo que se debería hacer, pero no se lo hace; no hay disposición a ello, no se quiere hacerlo.
Capítulo 5
Las dos clases que hay en Israel están aquí
nítidamente destacadas, en contraste la una con la otra, luego de lo cual el apóstol habla de la marcha que el cristiano debe seguir cuando es disciplinado por el Señor.
La venida del Señor es presentada como final
de su situación, tanto para los ricos opresores incrédulos de Israel como para el remanente pobre que es creyente. Los ricos han acumulado tesoros para los últimos días (v. 3); los pobres oprimidos han de tener paciencia hasta que el Señor mismo venga para liberarles (v. 7). Por eso la liberación no tardará. El labrador aguarda la lluvia y el tiempo de la cosecha; el cristiano espera la venida de su Señor. Esta paciencia caracteriza, como lo hemos visto, la vida de fe. Se la ha visto en los profetas; y cuando las pruebas y la persecución caen sobre otros, tenemos por dichosos a aquellos que las soportan por amor al Señor (v. 11). Job nos enseña los caminos del Señor: él tuvo que tener paciencia, pero el fin del Señor era bendición y tierna compasión.
Esta espera de la venida del Señor es una
solemne advertencia, un estímulo precioso, pero asimismo es lo que mantiene el verdadero carácter de la vida práctica del cristiano. Ella muestra también en qué terminará el egoísmo de la propia voluntad, y refrena toda acción de esta voluntad en los creyentes. Los mutuos sentimientos de los hermanos son puestos bajo la salvaguardia de esta misma verdad. No se debe tener un espíritu de descontento y de queja contra otros quizás más favorecidos en sus circunstancias exteriores: “El juez está delante de la puerta” (v. 9).
Los juramentos revelan aun más que se olvida
a Dios y, por consecuencia, la acción de la propia voluntad de la naturaleza. El “sí” debe ser sí y el “no”, no (v. 12). La acción de la naturaleza divina que es consciente de la presencia de Dios y la represión de toda voluntad humana y de su naturaleza pecaminosa, es lo que desea el escritor de esta epístola.
El cristianismo tiene recursos tanto para la
dicha como para la desdicha. Si alguien está afligido, que ore. Dios es la fuerza; él contesta (v. 13). Si se siente dichoso, que cante; si está enfermo, llame a los ancianos de la Iglesia, a fin de que oren por él y le unjan con aceite; el castigo será quitado y los pecados por los que ha sido castigado, según el gobierno de Dios, serán perdonados en cuanto se refiere a ese gobierno, porque sólo de eso se habla aquí (v.14-15). Aquí no se trata de la imputación de pecado para condenación.
Ahora nos es mostrada la eficacia de la
oración de fe; pero ella está supeditada a la sinceridad de corazón (v. 15). El gobierno de Dios se ejerce con respecto a su pueblo. Lo castiga por medio de la enfermedad, si es preciso; y es importante que la verdad en el hombre interior sea mantenida. Se ocultan las faltas, se desea andar como si todo fuera bien, pero ¡Dios juzga a su pueblo! Prueba el corazón y las entrañas. El creyente es mantenido en lazos de aflicción. A veces Dios le muestra sus faltas, a veces su propia voluntad sin quebrantar; sus huesos son castigados con fuertes dolores: “También sobre su cama es castigado con dolor fuerte en todos sus huesos” (Job 33:19). Entonces la Iglesia de Dios interviene por caridad y, según el orden establecido, por medio de los ancianos; el enfermo se encomienda a Dios al confesar su estado de necesidad; la caridad de la Iglesia actúa y pone ante Dios a aquel que es castigado, según la relación en la cual ella misma se encuentra según esta caridad, ya que la Iglesia goza de relaciones con Dios en las cuales se despliega el amor de Dios. La fe aduce esta relación de gracia; el enfermo es sanado. Si los pecados —y no meramente la necesidad de disciplina— fueran la causa de su castigo, esos pecados no impedirán que sea sanado, sino que ellos le serán perdonados.
Santiago presenta seguidamente el principio,
en general, como la dirección para todos, según el cual los cristianos deben abrir sus corazones los unos a los otros, para mantener la verdad en el hombre interior en cuanto a uno mismo, y orar los unos por los otros para que la caridad esté en pleno ejercicio con respecto a las faltas ajenas (v. 16). La gracia, la verdad y una perfecta unión de corazón entre los cristianos son así espiritualmente formadas en la Iglesia, de modo que aun las faltas mismas dan ocasión para el ejercicio de la caridad, así como ellas lo son para que Dios la ejerza a nuestro favor. Una entera confianza de los unos en los otros, conforme a esta caridad, como así también en un Dios que restaura y da gracia, es establecida en medio de los santos. ¡Qué hermoso cuadro de principios divinos que animan a los hombres y les hacen actuar según la naturaleza de Dios mismo y la influencia de su amor sobre el corazón!
Se puede notar que no se trata de hacer
confesión a los ancianos. Esta confesión habría sido confianza en algunos hombres, una confianza oficial. Dios desea la operación de la caridad divina en todos. La confesión recíproca de los unos a los otros muestra el estado que Dios desea para la Iglesia, y era el que realmente existía en el principio de ella. Dios quiere que el amor reine de tal manera que se esté lo bastante cerca de él como para tratar al pecador conforme a la gracia que se sabe que hay en Él, y que este amor divino en el corazón de los hermanos sea conocido de tal manera que la sinceridad perfecta e interior sea producida por medio de la confianza y la operación de esta gracia. La confesión oficial se opone a todo esto y lo destruye. ¡Qué sabiduría divina la que omitió la confesión cuando se refirió a los ancianos, pero que la prevé más adelante como la viva y voluntaria expresión del corazón!
Esto nos conduce también al valor de la
enérgica oración del hombre justo (v. 16). Es la cercanía respecto de Dios y, por consiguiente, la conciencia que se tiene acerca de lo que Dios es, lo que (por medio de la gracia y la operación del Espíritu) da su fuerza a esta oración. Dios tiene en cuenta a los hombres; tiene en cuenta, según lo infinito de Su amor, la confianza depositada en él, la fe que le merece su Palabra a un corazón que piensa y actúa según una justa apreciación de lo que Él es. Es siempre la fe lo que hace sensible aquello que no se ve —a Dios mismo—, y que obra en consonancia con la revelación que Dios ha dado de sí mismo. El hombre que en el sentido práctico es justo por medio de la gracia, está cerca de Dios; como justo, personalmente no tiene que ver con Dios respecto del pecado que mantendría su corazón a distancia; su corazón es libre de acercarse a Dios —según la naturaleza de Dios mismo— en favor de otros; es movido por la naturaleza divina que le anima y que le hace apreciar a Dios; procura, conforme a la actividad de esa naturaleza, de hacer prevaler sus oraciones ante Dios, sea para el bien de otros, sea para la gloria de Dios mismo, en su servicio. Y Dios responde, según esa misma naturaleza, bendiciendo esta confianza y respondiendo a ella para manifestar lo que él es para la fe, a fin de alentar a ésta a legitimar la actividad cristiana del amor y para poner su sello sobre el hombre que anda por fe2.
El Espíritu de Dios, sin duda, obra en nosotros
cuando el corazón es así activado, pero aquí el apóstol no habla del Espíritu, sino que se refiere al efecto de la fe práctica en el alma y presenta al hombre tal como es, actuando bajo la influencia de esta naturaleza, aquí en su energía positiva con respecto a Dios y cerca de Él, de manera que ella obra en toda su intensidad, movida por el poder de esa cercanía. Pero si consideramos la acción del Espíritu, esos pensamientos son confirmados. El hombre justo no contrista al Espíritu Santo, y el Espíritu obra en él según Su propio poder, al no tener que poner su conciencia en regla ante Dios, sino actuando en el hombre conforme al poder de la comunión de éste con Dios.
Finalmente, tenemos la seguridad de que la
ardiente y enérgica oración del hombre justo tiene gran eficacia: es la oración de la fe que conoce a Dios, que cuenta con él y se le acerca. El ejemplo de Elías, mencionado aquí, es interesante porque nos muestra (y hay otros ejemplos semejantes) cómo el Espíritu Santo actúa en un hombre en el cual vemos la manifestación exterior del poder (v. 17-18). La historia nos refiere la declaración de Elías: “Vive Jehová... que no habrá lluvia ni rocío en estos años, sino por mi palabra” (1 Reyes 17:1.) Ésta es la autoridad, el poder, ejercido en el Nombre de Dios. En nuestra epístola, la operación secreta (lo que pasa entre el alma y Dios), es manifestada: el hombre justo oró, y Dios le oyó. Tenemos el mismo testimonio de parte de Jesús junto a la tumba de Lázaro, sólo que en este último caso tenemos reunidas la oración secreta y la autoridad personal, si bien la oración del Salvador no nos es dada, a menos que fuera ese suspiro inexpresable que subió del corazón de Jesús (Juan 11:41-44).
Al comparar Gálatas 2 con la historia de
Hechos 15, vemos que es una revelación de Dios la que determinó la conducta de Pablo cuando subió a Jerusalén, cualesquiera hayan sido los motivos exteriores que todos conocían. Por medio de casos tales como los que el apóstol propone a la Iglesia, y los de Elías y del Señor Jesús, nos es revelado un Dios viviente, actuante, que se interesa en todo lo que ocurre en medio de su pueblo.
La epístola nos muestra también la actividad
del amor en favor de aquellos que se extravían (v. 19-20). Si alguien se aparta de la verdad, y alguno le vuelve a traer por medio de la gracia, éste debe saber que el hecho de hacer volver a un pecador del error de sus caminos es el ejercicio (por sencilla que sea nuestra acción) del poder que libera a una alma de la muerte; por ello todos esos aborrecibles pecados que se exhiben tan odiosamente ante los ojos de Dios y ofenden su gloria y su corazón mediante su presencia en Su universo, quedan cubiertos. En cuanto una alma es llevada a Dios por la gracia, todos sus pecados son perdonados, desaparecen, son borrados de delante de la faz de Dios. La epístola (del principio al fin) no habla aquí del poder que actúa en esta obra de amor, sino del hecho en sí; lo aplica a los casos que habían ocurrido entre los cristianos; pero establece un principio universal en cuanto al efecto de la actividad de la gracia en el alma por él animada. El alma que se descarriaba es salvada, pues sus pecados son quitados de delante de Dios.
La caridad en la Iglesia suprime, por así
decirlo, los pecados que de otra manera destruirían la unión, vencerían esa caridad en la Iglesia y aparecerían en toda su fealdad y malignidad ante Dios, mientras que, enfrentados por el amor en la Iglesia, no van más lejos, siendo disueltos —por así decirlo— y hechos a un lado por la caridad a la que no han podido vencer. El pecado es vencido por el amor que actuó contra él; los pecados desaparecen, son tragados por este amor. La caridad cubre así una multitud de pecados. Aquí se trata de su acción en la conversión de un pecador. J.N.D.
Études sur la Parole de J.N. Darby
(Traducidos al inglés bajo el título de Synopsis; traducido del original en francés): ÉPÎTRE de JACQUES
NOTAS
1 Compárese con 1 Tesalonicenses 4:8, en
donde el Espíritu toma el lugar de la ley aquí.
2 Es bueno recordar que esto se lleva a cabo
según los designios gubernamentales de Dios, en orden al título de Señor (dignidad que Cristo detenta de modo especial), aunque aquí el término se emplee en forma general. Compárese con el versículo 11 y con la referencia general judía del pasaje. Para nosotros tenemos un Dios y Padre, y un Señor Jesucristo. Él ha llegado a ser Señor y Cristo, y toda lengua confesará que Jesucristo es el Señor.