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TEMA 1:

HISTORIOGRAFÍA E HISTORIA SOCIAL

No siempre los historiadores y los sociólogos han sido buenos vecinos; entiéndase
vecinos intelectuales toda vez que los practicantes de la historia y la sociología se ocupan
de la sociedad considerada en su conjunto y de todo tipo de comportamientos humanos,
diferenciándose de las especificidades de geógrafos, politólogos, expertos en religiones,
etcétera. En todo caso, podríamos definir la sociología como un estudio de la sociedad
humana con énfasis en las generalizaciones sobre su estructura y desarrollo. Por otro lado,
la historia se define mejor como el estudio de las sociedades humanes (en plural),
destacando las diferencias entre ellas y los cambios que han experimentado a lo largo del
tiempo. Los dos enfoques han sido en ocasiones vistos como contradictorios, si bien
parece más pertinente tratarlos como complementarios: sólo comparando una sociedad
con otra podemos descubrir hasta qué punto una determinada sociedad es única. Los
cambios se estructuran y por ello las estructuras cambian.
Los historiadores, sin embargo, a menudo corren riesgos al olvidar lo anterior.
Habitualmente se especializan en una región particular y su “parroquia” puede llegar a
parecerles absolutamente única, en lugar de una combinación única de elementos que,
cada uno en singular, tiene paralelos en otras partes. Los teóricos sociales muestran, en
opinión de Burke, un espíritu parroquial en sentido metafórico: lo hacen siempre que
generalizan acercar de la “sociedad” con base sólo a la experiencia contemporánea o
cuando hablan del cambio social sin tener en cuenta procesos de largo alcance. Así las
cosas, puede decirse que no siempre los historiadores y los sociólogos han hablado o
hablan el mismo lenguaje. Braudel dijo al respecto que el suyo era “un diálogo de sordos”.
Puede que todo parta de los procesos de preparación de sus trabajos, de sus valores o de
sus estilos de pensamiento. Los sociólogos, por ejemplo, se preparan para anotar o
formular reglas generales, dejando a un lado a menudo las excepciones. Mientras que,
muchas veces, los historiadores prestan atención a lo concreto a expensas de lo general.
A continuación, se tratará de dar respuesta a dos cuestiones:
- ¿Cómo y por qué se desarrolló la oposición entre historia y sociología, o de
modo más genérico, entre historia y teoría?
- ¿Cómo, por qué y en qué medida se ha superado esa oposición?

1. LA DIFERENCIACIÓN

No se puede considerar que en el siglo XVIII hubiese disputas entre sociólogos e


historiadores dado que la sociología no existía todavía como disciplina independiente.
Pese a que Charles de Montesquieu, Adam Ferguson y John Millar han sido proclamados
por sociólogos y antropólogos como sus precursores y alguna vez han sido definidos
como los “padres fundadores” de la sociología, jamás se propusieron fundar una nueva
disciplina. Lo mismo puede decirse de Adam Smith, visto por algunos como el fundador
de la economía.
Es mejor definir a estos cuatro autores como teóricos sociales, que examinaban la
“sociedad civil” de la misma forma que pensadores anteriores, de Platón a Locke, habían
examinado el “Estado”. El espíritu de las leyes (1748) de Montesquieu, el Ensayo sobre
la historia de la sociedad civil (1767) de Ferguson, las Observaciones obre las
distinciones de rango (1771) de Millar y La riqueza de las naciones (1776) de Smith eran
obras de teoría general, interesadas en la “teoría de la sociedad”. Los autores estudiaban
sistemas sociales y económicos (el “sistema feudal”, el “sistema mercantil”. Tenían en
común la distinción de cuatro tipos de sociedades según sus modos de subsistencia ya
fueran estos la caza, la cría de animales, la agricultura o el comercio. Estos teóricos
sociales eran, en consecuencia, historiadores analíticos o “filosóficos” y prueba de ello es
que la referida obra de Smith era una breve historia económica de Europa. Asimismo,
Montesquieu escribió sobre la grandeza y la decadencia de roma, Ferguson sobre el
progreso y el fin de la república romana, mientras que millar se ocupó de la relación entre
el gobierno y la sociedad desde la época anglosajona hasta el reinado de Isabel I.
Además, por entonces otros autores estaban dejando a un lado los temas
tradicionales de la historia (la política y la guerra, fundamentalmente) para ocuparse de
la historia social entendida como el análisis de los procesos del comercio, las artes, el
derecho y los usos y costumbres. Voltaire escribió en 1756 su Ensayo sobre los usos, una
suerte de historia social de Europa desde la época de Carlomagno. Mientras que la History
of Osnabrück (1768) de Justus Möser, influido por Montesquieu, fue una buena
demostración del examen combinado de instituciones y ambiente en Westfalia. En este
sentido, también la Decadencia y caída del Imperio Romano (1776-1788) de Edward
Gibbon fue una historia tanto social como política. Los capítulos sobre las invasiones
bárbaras, destacando las características de las “naciones pastoriles” muestran deudas para
con Ferguson y Smith. Para Gibbon, la capacidad de ver lo general en lo particular era
una característica del llamado historiador “filosófico”.
Dando un salto en el tiempo, encontramos, sin embargo, que cien años más tarde
la relación entre historia y teoría social era menos simétrica de lo que lo había sido durante
la Ilustración. Leopold von Ranke, el más destacado historiador de finales del XIX, no
rechazaba de plano la historia social pero sus libros se concentraban por lo general en el
Estado. Es en su época cuando la historia política recupera su posición de predomino.
Son varias las razones que confluyen en el alejamiento de lo social. En primer
lugar, fue un periodo en el que los gobiernos europeos vieron en la historia un instrumento
para impulsar la unidad nacional, como medio de educación de la ciudadanía o, si se
quiere, como medio de propaganda política. En segundo lugar, la revolución
historiográfica asociada a Ranke tuvo mucho que ver con las fuentes y los métodos. Se
asistió a un viraje del uso de las historias o “crónicas” anteriores hacia el uso de los
registros oficiales de los gobiernos. Los historiadores empezaron a trabajar entonces
regularmente en los archivos y emplearon técnicas que reputaban más científicas para el
análisis de la documentación.
De modo que los historiadores sociales parecían poco profesionales comparando
su obra con la de los historiadores del Estado; se hablaba de que se ocupaban de
curiosidades sobre la vida cotidiana que no tenían cabida en la verdadera historia. Por
ello, puede decirse que la revolución histórica de Ranke tuvo una consecuencia social
imprevista. Como el nuevo enfoque “documental” funcionaba mejor para la historia
política tradicional, su adopción hizo que en cierto sentido muchos historiadores del siglo
XIX pareciesen más anticuados en la elección de sus temas que sus predecesores del siglo
XVIII. Rechazaban la historia social porque no se podía estudiar “científicamente”,
sostenían. Mientras que otros historiadores rechazaron directamente la sociología por una
razón que no difería demasiado de lo anterior: era demasiado abstracta y general y no
dejaba margen para los aspectos singulares de los individuos y los acontecimientos.
Benedetto Croce o Herman Ebbinghaus hablaban directamente de pseudociencia para
referirse a la sociología.
Por su parte, los teóricos sociales fueron adoptando una posición cada vez más
crítica hacia los historiadores, aunque continuaban estudiando la historia. El antiguo
régimen y la revolución francesa (1856), de Alexis de Tocqueville, era una obra histórica
basada en documentos originales y a la vez un hito en la teoría social y política. El capital
(1867), de Karl Marx, era una contribución innovadora tanto en la historia económica
como en la teoría económica: estudiaba la legislación laboral, el paso de las artesanías a
las manufacturas, las expropiaciones al campesinado, etcétera. Y ni que decir tiene que la
obra de Marx, aunque recibió poca atención de los historiadores decimonónicos, ha tenido
una influencia extraordinaria posteriormente. También Gustav Schmoller, figura de la
llamada “escuela histórica” de la economía política, es más conocido como historiador
que como economista.
No obstante, estos tres autores eran más bien raros cuando combinaban la teoría y
el interés por las situaciones históricas concretas. A finales del siglo XIX era mucho más
común la tendencia al largo plazo y al interés por la evolución. Comte hablaba de una
historia social indispensable para el trabajo teórico de la sociología, pero era una historia
“sin nombres de individuos e incluso sin nombres de pueblos”. Se hablaba, por ejemplo,
de tres edades: la edad de la religión, la edad de la meta-física y la edad de las ciencias y,
mediante un método comparativo, cabía ubicar a cada sociedad en un escalón evolutivo.
Etnólogos como Edward Tylor en La cultura primitiva (1871) o Lewis Henry Morgan en
La sociedad antigua (1872) presentaban el cambio social como una evolución desde el
salvajismo o el estado natural. El sociólogo Herbert Spencer empleó, a su vez, ejemplos
históricos, desde el Antiguo Egipto a la Rusia de Pedro el Grande, para ilustrar el paso de
sociedades “militares” a “industriales”.
En general, la evolución era vista como un cambio a mejor, pero no siempre. En
la obra Comunidad y sociedad (1887), de Ferdinand Tönnies, la evolución de la
comunidad tradicional a la comunidad moderna, caracterizada esta última por el
anonimato, era trazada con una notable nostalgia del orden antiguo.
Puede decirse, después de esta panorámica, que los teóricos se tomaban en serio
el pasado. No obstante, también es cierto que a menudo mostraban escaso respeto por los
historiadores. Comte hablaba despectivamente de los “ciegos compiladores de anécdotas
estériles”. En el mejor de los casos, los historiadores podían aspirar a recolectar material
para los sociólogos; en el peor, eran totalmente irrelevantes porque no suministraban
materiales adecuados para los constructores de las teorías. Spencer, así, decía que “las
biografías de los monarcas (y poco más aprenden nuestros hijos) arrojan muy poca luz
sobre la ciencia de la sociedad”. Así pues, la historia y el pasado podía ser interesante
pero no lo que hacían los historiadores.
Destacados sociólogos de comienzos del siglo XX habían demostrado esa
tendencia. En El tratado de sociología general, Vilfredo Pareto dedicaba en 1916 muchas
páginas al examen de la época clásica y tomaba ejemplos del Medievo italiano. Emile
Durkheim había estudiado historia con Fustel de Coulanges y solía reseñar reseñas de
libros de historia en L’année sociologique siempre y cuando fuesen más allá de los
acontecimientos. Por su parte, Max Weber atesoraba un profundo conocimiento histórico.
Antes de La ética protestante y el espíritu del capitalismo (1904-1905), había escrito
sobre las compañías comerciales medievales y se había preocupado por la historia agraria
de la Roma antigua.

2. EL ABANDONO DEL PASADO

A la muerte de Durkheim (1917) y Weber (1920), la siguiente generación de


teóricos sociales se apartó del pasado. En el caso de los economistas puede decirse que
eran arrastrados en dos direcciones. Unos, como, por ejemplo, François Simiand en
Francia, reunían datos estadísticos sobre el pasado para definir ciclos comerciales. Pero
combinaban su interés con un desprecio absoluto por la historia centrada en los
acontecimientos. Otros, en cambio, tendían a distanciarse del pasado y apostaban por una
teoría económica “pura”, siguiendo el modelo de la matemática pura.
Psicólogos tan distintos como Jean Piaget, autor de El lenguaje y el pensamiento
en el niño (1923) y Wolfgang Kohler, autor de La psicología Gestalt (1929), estaban
adoptando métodos experimentales que no se podían aplicar al pasado. Abandonaron la
biblioteca por el laboratorio, en opinión de Peter Burke. También los antropólogos
sociales descubrieron el valor del trabajo de campo en otras culturas, en contraste con la
lectura de las descripciones hechas por viajeros, misioneros e historiadores. Bronislaw
Malinowski, en sus estudios sobre el anillo Kula en las islas Trobriand, insistió en que el
trabajo de campo era el método antropológico por excelencia; solamente saliendo a las
aldeas, al campo, se podía captar “el punto de vista del nativo”.
También los sociólogos cambiaron su rumbo y se centraron en el presente. El
primer departamento de sociología de los Estados Unidos, el de la Universidad de
Chicago, había tenido a un ex historiador como primer director, si bien en la década de
1920 sus sociólogos se dedicaban exclusivamente a la sociedad contemporánea: lo hacían
a través de su propia ciudad, estudiando los barrios pobres, los guetos, los inmigrantes,
etcétera. También otra estrategia que se alejaba del pasado era la de la elaboración de
cuestionarios y las entrevistas sobre grupos seleccionados. Los sociólogos conseguían
generar sus propios datos mediante encuestas y no necesitaban, decían, del pasado.
Los motivos de estos cambios son variados. Señálese, en primer lugar, que el
propio centro de gravedad de la sociología estaba desplazándose de Europa a Estados
Unidos, donde el pasado no era tan importante ni tan visible en la vida cotidiana como en
Europa. Además, desde el punto de vista profesional, con la creación de asociaciones de
sociólogos, departamentos y nuevas publicaciones, existiría un afán de diferenciación.
Por otro lado, el ascenso del “funcionalismo” también habría jugado un papel
preponderante. Las costumbres y las instituciones podían ser explicadas según sus
funciones sociales presentes, por la contribución de cada elemento al mantenimiento de
la estructura.
Burke, ante este hecho, apunta que, aunque los avances obtenidos gracias a estas
posturas fueron notables y que los teóricos funcionalistas, así como los historiadores
neorrankeanos, eran más rigurosos que sus predecesores, pero también más estrechos.
Omitieron, o más bien excluyeron con deliberación, todo lo que no podían manejar en
forma compatible con las nuevas normas profesionales.

3. EL ASCENSO DE LA HISTORIA SOCIAL

Es irónico que los historiadores, justo cuando los antropólogos y los sociólogos
estaban perdiendo el interés por el pasado, comenzasen a reivindicar una “historia natural
de la sociedad”. A finales del XIX, algunos historiadores profesionales estaban cada vez
más descontentos con la historia neorankeana. Karl Lamprecht denunció al establishment
histórico alemán por su énfasis en la historia política y de los grandes hombres y pidió,
en cambio, una “historia colectiva” que tomase sus conceptos de otras disciplinas. Por
ejemplo, de la psicología social y de la geografía humana. Otto Hinze, más tarde seguidor
de Weber, pronto comprendió que la historia que proponía Lamprecht era un “progreso
más allá de Ranke”. Suya es esta cita: “Queremos conocer no sólo los picos y las cumbres
sino también la base de las montañas, no sólo las alturas y las profundidades de la
superficie, sino toda la masa continental”.
No obstante, hacia 1900 la mayoría de los historiadores alemanes no pensaba ir
más allá de Ranke. Cuando Max Weber escribió sus estudios sobre la relación entre
protestantismo y capitalismo, sólo pudo apoyarse en la obra de unos pocos colegas
interesados en problemáticas similares. En consecuencia, los intentos de Lamprecht por
romper el monopolio de la historia política en el ámbito alemán fracasaron.
En cambio, en Estados Unidos y en Fancia la campaña por la historia social
encontró más apoyos. En 1890, Frederick Jackson Turner, el gran historiador de la
frontera norteamericana, lanzó un alegato similar al de Lamprecht: era necesario
considerar todas las esferas de la actividad del hombre para hacer historia. Por su parte,
Marc Bloch y Lucien Febvre abogaron por lo que llamaron “un nuevo tipo de historia.
Los Annales d’histoire économique et sociale criticaban de forma contundente a los
historiadores tradicionales. Ambos se oponían al predominio de la historia política y
aspiraban a sustituirla por una historia más amplia y humana; había que procurar una
historia más atenta a las estructuras y no tanto a la narración de los acontecimientos. Los
dos representantes de la Escuela de Annales apostaban además por un aprendizaje por
parte de los historiadores de disciplinas próximas. Febvre se interesaba más por la
geografía y la psicología, mientras que Bloch se hallaba más cercano a la sociología de
Durkheim, mostrándose interesado en la idea de cohesión social y las representaciones
colectivas.
Bloch, es sabido, fue asesinado por los alemanes en 1944, pero Febvre sobrevivió
a la Segunda Guerra Mundial y se convirtió el gran dominador de la historiografía
francesa en la posguerra. Le sucedería Fernand Braudel, autor de El Mediterráneo y el
mundo mediterráneo en la época de Felipe II (1949). Había estudiado economía y
geografía y creía firmemente en una comunión de las ciencias sociales. Tanto la historia
como la sociología debían ser cercanas toda vez que ambas deberían tratar de la
experiencia humana en su conjunto.
En otros ámbitos geográficos, cabe destacar una estrecha comunión entre historia
y teoría social en la figura del brasileño Gilberto Freyre. Autor de Casa-grande e senzala
(1993), ha sido descrito tanto como un sociólogo como un historiador social. No obstante,
se trata de un autor controvertido al que se le acusa de negar o diluir el conflicto existente
en las relaciones raciales en el Brasil colonial al hacer un análisis del territorio a partir del
punto de vista de las élites dominantes de las “casas-grandes”, esto es, de los individuos
que dominarían las grandes haciendas y emplearían en ellas a los esclavos. Freyre, en
todo caso, fue uno de los primeros en estudiar temas como la historia del lenguaje, de la
comida, del cuerpo, la niñez, la historia de la vivienda, como una descripción integral de
las sociedades del pasado.

4. LA CONVERGENCIA DE LA TEORÍA Y LA HISTORIA

El vínculo entre historiadores y teóricos sociales, aunque muy endeble en


ocasiones como se ha visto, jamás llegó a perderse por completo. No obstante, fue sobre
todo a partir de la década de 1960 cuando la comunión entre las dos disciplinas -historia
y teoría social- comenzó a hacerse más fuerte. Social origins of dictatorship and
democracy (1966), de Barrington Moore, o Peasant wars (1969), de Eric Wolf, por citar
solamente dos ejemplos de la época, expresaban y estimulaban un sentimiento de
propósito común entre estas dos materias.
Desde entonces, un número creciente de antropólogos sociales (con Clifford
Geertz y Marshall Sahlins, a la cabeza) dieron una dimensión histórica a sus estudios. Y
otro tanto han hecho sociólogos británicos como Ernest Gellner, John Hall o Michael
Mann, resucitando el proyecto dieciochesco de la “historia filosófica”, apuntando a
“discernir diferentes tipos de sociedad y a explicar las transiciones de un tipo a otro. En
esa misma escala está la obra del ya citado Eric Wolf Europa y los pueblos sin historia,
estudio en el aborda la relación entre Europa y el resto del mundo a partir de 1500.
Además, desde esa década términos como “sociología histórica”, “geografía es histórica”,
“economía histórica e incluso “antropología histórica” comenzaron a ser cada vez más
frecuentes. Ello lleva a preguntarse dónde empieza, por ejemplo, la historia social y dónde
acaba la geografía histórica, si bien este tipo de dinámicas permite aprovechar habilidades
y puntos de vista distintos para una empresa común.
Hay razones obvias para la relación cada vez más estrecha entre la historia y la
teoría social. La aceleración del cambio social impuso éste a la atención de sociólogos y
antropólogos. Los demógrafos que estudiaban la explosión de la población mundial y los
economistas que estudiaban las condiciones para el desarrollo de la agricultura y la
industria en los llamados países “subdesarrollados”, observaron que estaban estudiando
el cambio en el tiempo, es decir, historia. Algunos de ellos se vieron obligados a extender
sus investigaciones a un pasado más remoto.
Mientras tanto se asistió a un desplazamiento masivo del interés de historiadores
de todo el mundo de la historia política tradicional a la historia social. Quizás tuviese que
ver el hecho de que a muchas personas les resultase más necesario hallar sus raíces y
renovar sus vínculos con el pasado de su propia comunidad: su familia, su ciudad, su
pueblo, su grupo étnico o religioso…
Dicho lo cual, tanto el “giro teórico” de los historiadores sociales como el “giro
histórico” de los teóricos resultarían sumamente beneficiosos siendo múltiples las formas
de combinar historia y teoría. E. P. Thompson, abogando por el materialismo histórico,
se ha definido en este sentido como a sí mismo como un “empirista marxista”. Mientras
que otros historiadores estarían interesados en teorías sin estar comprometidos con ellas:
las emplean para tomar conciencia de problemas, o dicho de otra manera, para hallar
preguntas antes que respuestas. Pero, en cualquier caso, las relaciones entre la sociología
y la historia no son fáciles y hay quienes han negado que pueda hablarse de
“convergencia” entre ambas al ser esta una palabra demasiado blanda para hacer justicia
a una relación “enmarañada y difícil”. Claro que, por otro lado, convergencia no implica
necesariamente concordar.
En otro orden de cosas, también se podría ver en la historia y la sociología dos
vías paralelas. Por ejemplo, cuando los historiadores descubrieron las explicaciones
funcionales más o menos en el momento que los antropólogos empezaban a encontrarles
defectos; en cambio, los antropólogos han venido descubriendo la importancia de los
acontecimientos cuando muchos historiadores ya habían abandonado la histoire
événementielle por el estudio de estructuras subyacentes. En fin, de lo que no hay duda
es de que en las últimas décadas a lo que se asiste es a una época de límites borrosos y
fronteras intelectuales abiertas. A su vez, son muchos los senderos que pueden localizarse
dentro de la historia social.

5. LOS ITINERARIOS DE LA HISTORIA SOCIAL

Hasta la década de 1980 la historia social, en su versión dominante, fue una


historia de lo colectivo y lo numeroso. Se trataba de una disciplina que pretendía medir
fenómenos sociales a partir de indicadores sencillos y cuantificables. En el haber de esa
historia se situaba su capacidad para recopilar y analizar un ingente material, pero al
precio de haber concedido prioridad a las estructuras dejando a un lado, en cierta forma,
a los individuos. Ese tipo de historia -dominada por el funcionalismo, el estructuralismo
y el marxismo- fue, sin embargo, abandonada por un creciente número de investigadores
que habían comenzado a preocuparse por la memoria, el aprendizaje, la incertidumbre o
la negociación en el seno de la sociedad; en definitiva, estos historiadores comenzaban a
apostar más por el sujeto que por los grandes modelos condicionados por el determinismo
material. Para ellos, el paradigma cuantitativo se había agotado y, así, apostaron por un
tipo de historia que no fuese concebida como una ciencia exacta, empeñada en encontrar
leyes objetivas que explicasen los hechos sociales, sino como una ciencia de lo singular.
Por otro lado, como ya se ha señalado, la historia social ya se había acercado a la
antropología y a la semiótica en las décadas pasadas. De este modo, si unos autores habían
identificado como su objeto de estudio los grandes grupos sociales (las clases), esta
incipiente historia social apostaba por la diversidad en las formas. Se interesaba por el
género, la edad, el patronazgo, la etnicidad o, más recientemente, la indigeneidad y la
subalternidad. E incluso si la historia social tradicional apostaba por variables
cuantificables como la tecnología, la demografía o la economía, ahora se preferían otras
variables culturales como por ejemplo aquellas visibles en los rituales o en las actividades
simbólicas. Del mismo modo, frente al marco de las monarquías o los imperios, se
priorizaba lo local incluyendo en el análisis espacios tan reducidos como el de la aldea.

BIBLIOGRAFÍA:

- Burke, Peter, “Teóricos e historiadores” en Peter Burke, Historia y teoría


social, México, Instituto Mora, 1992, pp. 11-33. [Texto de referencia].
- Juliá, Santos, “La historia social y la historiografía española”, Ayer, 10 (1993),
pp. 29-46.

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