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TEMA 5:

FAMILIA, GÉNERO Y COMUNIDAD

La vida social durante el Antiguo Régimen estuvo vertebrada por una serie de
instituciones -englobadas necesariamente dentro de los poderes inmediatos- que tuvieron
a menudo un mayor predicamento que los órganos más visibles del llamado “Estado
Moderno”. Estas instituciones encuadraban y controlaban a los hombres y a las mujeres
al tiempo que tendían a otorgarles una cierta protección y seguridad. La familia y la
comunidad son dos de esos poderes inmediatos que enmarcan los procesos vitales en la
Época Moderna si bien es de reseñar que fue también en su seno donde se produjeron
abusos, tensiones y conflictos. No son, por supuesto, estas instituciones específicas de
este periodo, pero sí lo es la presión que paulatinamente irán ejerciendo sobre ellas el
aparato burocrático-administrativo de un poder centralizado y la Iglesia, a través de
instrumentos tales como el disciplinamiento social o la confesionalización, así como, en
algunos casos, los señoríos. Por otro lado, en lo que se refiere a las mujeres, los estudios
de género han puesto, además, de manifiesto que las relaciones entre los sexos no están
determinadas por lo biológico sino por lo social, siendo, por lo tanto, de naturaleza
histórica. Quiere esto decir que la relación construida en la historia entre las mujeres y
los hombres no puede verse -tampoco en la Modernidad- supeditada a la sexualidad y al
reduccionismo biológico.

1. LA FAMILIA

Han sido varios los autores que han apuntado cómo en el periodo moderno, para
la inmensa mayoría de la población la vida transcurría en el marco de la familia; en
consecuencia, sólo los cabezas de familia podrían aspirar a tener cierta visibilidad en el
ámbito público. A ese status, se accedía generalmente cuando un individuo se convertía
en vecino; esto es, el individuo se establecía de forma independiente al frente de una
unidad familiar en una determinada comunidad. La familia era, además, una unidad de
reproducción biológica, una pieza clave en la reproducción social a través de la
descendencia: el acceso a determinados medios de producción o a un oficio, el cortejo o
la elección de un determinado matrimonio, la posibilidad, en consecuencia, de formar una
familia propia, eran aspectos que, en su totalidad, se regían por unos usos y costumbres
que regulaban la estructuración, la sociabilidad y el funcionamiento de las familias.

A. Los diferentes modelos de familia

Sería equivocado considerar que en la Europa Moderna sólo existió un único


modelo de familia. En el siglo XIX estaba bastante asentada la idea de que en la época
preindustrial las características principales de las familias habían sido su gran extensión
y su estructura compleja: múltiples parejas y varias generaciones conviviendo bajo un
mismo techo y bajo la autoridad de un único cabeza de familia. Se pensaba además que
la industrialización habría provocado una ruptura de ese modelo, que habría sido
sustituido por uno más simple: el conformado por la familia nuclear (pareja e hijos). Hubo
quienes consideraron que esta evolución redundó en una liberación del individuo de las

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trabas familiares. Pero hubo también quien defendió lo contrario: el cambio habría
provocado inestabilidad en la célula social básica. F. Le Play, el más célebre defensor de
la familia troncal frente a una legislación liberal de carácter individualista y frente a los
efectos de la industrialización, fue quien más contribuyó a difundir la idea de que el de la
familia troncal había sido el modelo más habitual en el pasado.
El llamado Grupo de Cambridge -liderado por Peter Laslett- difundió en cambio
una visión contraria, mostrando que el modelo familiar predominante en Inglaterra y otras
regiones de la Europa occidental habría sido el de la familia sencilla. En cualquier caso,
investigaciones posteriores, basándose en una metodología similar a la de aquel (análisis
de registros parroquiales), han puesto de manifiesto que la pluralidad habría sido la
norma. Han sido aceptados, no obstante, una serie de criterios básicos para la
organización de los grupos domésticos, que en su día fueron utilizados por Laslett. Así,
es fundamental establecer si se producen o no fenómenos de “neolocalismo” por el cual
la nueva pareja establece una residencia separada o sigue conviviendo en el núcleo
familiar; considerar los criterios familiares que afectan a la fecunidad, como es la edad de
acceso al matrimonio, el celibato definitivo o las segundas nupcias de las viudas; los lazos
de parentesco existentes en el grupo; o, en último término, la organización del trabajo en
esas unidades.
Encontramos tres grandes modelos familiares en la Europa moderna:
1. La familia nuclear o sencilla. Formada por pareja e hijos pero que,
evidentemente, atraviesa diferentes fases a lo largo de su existencia. Así
inicialmente es sólo el núcleo conyugal, mientras que en una llamada etapa de
plenitud se añaden los hijos del matrimonio. El ciclo se concluiría con la madre
viuda y algunos de los hijos solteros que habrían permanecido en la casa o
simplemente con la vida en solitario del padre o de la madre cuando los hijos
han abandonado el hogar.
2. La familia troncal. Se caracteriza porque la pareja formada por uno de los
hijos y la nuera (o yerno e hija) y su descendencia, convive con la pareja de
progenitores y también, temporal o definitivamente con algún hermano o
hermana solteros. En la fase teórica de plenitud estaría constituída por tres
generaciones.
3. La familia comunitaria o compleja. Se trata de una familia con varios núcleos
conyugales y su descendencia. La diferencia principal con la troncal es, por
tanto, que no se limita a una única pareja.
Los modelos ya estaban asentados en Europa desde épocas pasadas, pero durante
la Modernidad cada tipo parece adaptarse mejor a determinados condicionantes
socioeconómicos. La familia compleja dispone de una gran fuerza de trabajo familiar;
sin necesidad de asalariados puede ocuparse de grandes explotaciones. Predomina en
zonas donde el poder del señor o del propietario de la tierra es elevado y obliga a mantener
ese elevado nivel de fuerza de trabajo para evitar que se pierda la parcela de tierra que le
ha sido asignada a la familia. Es habitual del este de Europa, coincide con el área
geográfica de la Segunda Servidumbre. También es visible en zonas de aparcería del
centro de Italia, de Francia y los Balcanes. El interés del señor y el de los miembros del
grupo es que los hijos la abandonen.
La familia troncal predomina en áreas de economía pastoril y se adapta al objetivo
de la perduración de una casa. Este concepto de casa engloba no sólo un núcleo habitado
sino una unidad de explotación -tierras, prados-, y una serie de derechos comunitarios
sobre esos pastos, la explotación del bosque, etcétera. Incluye, además, aspectos
inmateriales como el nombre de la familia o la tradición del linaje. Está relacionada, pues,
con el Oikos de la tradición griega y los modos de proceder -centrados en la salvaguardia

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de la familia y de la “casa grande” en la que caben todas sus actividades- son de naturaleza
oeconómica, si se acude a la definición que hizo Otto Brünner de este concepto.
Una consecuencia de lo anterior es un sistema de herencia no igualitario: se
impone el heredero único que a la muerte del padre adquirirá el rango de cabeza de
familia. El resto de hermanos abandonan el núcleo, o bien integrándose en otra como
esposa o nuera, o buscándose la vida en la emigración, recibiendo una dote a menudo.
Los solteros pueden permanecer en el núcleo, pero sometidos al cabeza de familia.
La familia nuclear predomina en la Europa noroccidental y en amplias zonas del
Mediterráneo. No responde a objetivos tan específicos como los descritos para los otros
dos modelos. Está definida por su adaptación a un sistema desigualitario o a formas de
reparto más igualitarias. La formación de nuevas unidades domésticas sólo es posible a
la muerte del padre, o bien buscando acomodo en otras tierras o actividades. Abandonar
el hogar, salvo en el caso del heredero, es lo más habitual en Inglaterra a cambio de una
dote o ayuda y ello motiva que la edad de acceso al matrimonio sea baja siempre y cuando
los salarios sean altos; en caso contrario, asciende esa edad por lo que la dinámica familiar
se ve influenciada por el mercado.
En Francia, las costumbres hereditarias en el norte y oeste, zonas de predominio
nuclear, son de tipo igualitario frente a las desigualdades del sur. Es curioso el caso de
Normandía, donde los hijos deben aportar al conjunto de la herencia los bienes que han
recibido en vida de sus padres, normalmente la dote nupcial, produciéndose una
restauración obligatoria de los bienes que han de ser repartidos, materialmente o mediante
equivalente, entre todos.

B. Las tensiones familiares

La familia comunitaria es quizás la más estable de los tres modelos presentados;


es la que experimenta una evolución más lenta y la que exige de mayor cohesión,
contribuyendo a ello el poder del cabeza de familia. Esta situación, no obstante, no
excluye el surgimiento de tensiones. El relevo del patriarca es motivo habitual del
conflicto al verse relegados algunos de los aspirantes tal vez ante un miembro de una
generación posterior. También la convivencia entre las parejas puede ser motivo de
fricción. Si estos problemas llegan al extremo se podría producir una escisión incluso de
naturaleza traumática. Pero lo habitual es que la vida en el seno de la familia comunitaria
se desarrolle en un universo cerrado en el que la voluntad individual se ve supeditada a
las necesidades grupales. Los lazos de parentesco y las solidaridades suelen hacer que las
tensiones sean controladas.
La familia troncal se presenta, por su parte, como foco de grandes tensiones que a
menudo desembocan en la violencia. Existen en su ciclo vital dos coyunturas de gran
competencia: la designación del heredero -no siempre dependiente de la primogenitura-,
que enfrenta a los hermanos entre sí, y la cohabitación de la pareja joven con la de los
padres a la espera de un relevo al frente de la jefatura familiar que puede tardar años. Esos
dos problemas eran también visibles en las familias comunitarias, pero aquí son más
agudos.
La familia troncal proyectó esas tensiones en el establecimiento de alianzas
matrimoniales con otros grupos domésticos. Guiadas por el deseo de mantener o
engrandecer su casa, las familias desarrollaron estrategias que pueden ser calificadas de
“conquista” buscando alianzas ventajosas con los vecinos. Es a través de las dotes como
se desarrolla esa estrategia tratando que lo ingresado por la cesión de una nuera sea
superior al desembolso de las dotes otorgadas a las hijas. Otra fórmula para el
engrandecimiento de la casa es una estrategia que implica a varias generaciones y que

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aspira a reintegrar en la casa aquello que salió de ella en un momento concreto. Hablamos
pues de alianzas matrimoniales a menudo consanguíneas y que pueden suponer que la
voluntad de los interesados apenas cuente frente a las necesidades de la casa.
La familia nuclear encuentra sus mayores tensiones en el momento en el que los
niños pasan a la adolescencia (si no antes) y comienzan un ciclo en el que actúan como
trabajadores, sirvientes o ayudantes dentro de la casa. Su aportación a la fuerza laboral de
la casa es quebrada radicalmente cuando la abandonan debido a la emigración o el
matrimonio. No obstante, es habitual en muchas sociedades el intercambio de hijos
sirvientes. La socialización de los jóvenes se produce, así, estando separados de la familia
propia, bajo la autoridad de otro jefe de familia con menores vínculos afectivos,
favoreciendo la preparación para una vida independiente y un cierto individualismo.
En cualquier caso, la búsqueda de la alianza matrimonial se produjo generalmente
en un área bastante circunscrita, endogámica y consanguínea. Hay cuestiones económicas
que están detrás de todo ello, como se ha visto, pero también elementos vinculados a lo
simbólico: mediante las alianzas y los vínculos sociales se refuerza siempre la cohesión
de la comunidad, de ahí que la elección del matrimonio sea un proceso que interesa al
núcleo familiar y a la colectividad.

C. El papel de la mujer

Ya se ha referido la preponderancia del hombre en el ámbito doméstico a partir de


su rol de pater familias. Ese papel se encontraba, además, sustentado en el mundo
cristiano por la imagen de la Sagrada Familia, si bien en este ámbito no de menor
importancia fue el concedido a la mujer. Para los moralistas la figura femenina de María
ejemplificaba la bondad que se le suponía posible a las mujeres a la imitación de la
Virgen, sin mancha de pecado original. Pero, al mismo tiempo, era también en la Biblia
donde se encontraba a la Eva pecadora y la inclinación al mal de la estirpe femenina. De
este modo, ambas imágenes podían convivir en discurso moral como imágenes
contrapuestas.
Fue a partir de estos mimbres ideológicos a partir de los cuales elaboraron sus
discursos sobre las mujeres y para la formación de estas tanto los humanistas como los
representantes de la neo-escolástica. Así, Juan Justiniano, en el prólogo a la Formación
de la mujer cristiana de Luis Vives, no dudaba en la superioridad del hombre a la hora
de educar a la mujer: al hombre cabía formar y educar a las mujeres, así como gobernar
la casa y la república. Virtudes de la mujer cristiana eran, pues, el encierro y la
domesticidad, así como la fidelidad, la entrega y la abnegación. Del mismo modo, Vives
consideraba que la castidad y la obediencia, así como la sumisión, eran valores que debían
aprenderse en la más temprana juventud, desde niñas. Es el acatamiento al marido aquello
que produce la paz y la concordia familiar, sentenciará. Fray Luis de León, por su parte,
explicará en La perfecta casada que las mujeres que pretendían realzar su belleza eran
sospechosas de engaño hacia los hombres. Pero también hay testimonios como los del
padre Mexía que hablan de que fue Dios quien “crió a la mujer tan hermosa: para que,
mirando, hablando, riendo y llorando, le trayga a sí como piedra yman”. Sin negar la
imagen negativa de la mujer que se observa en este tipo de opiniones, a juicio de la
historiadora Isabel Morant, es posible, no obstante, vislumbrar una cierta capacidad de
actuación de las mujeres, concediéndoles un reconocimiento como actoras importantes
en la vida conyugal.
Este papel de mayor ascendencia en el matrimonio es visible, muy a menudo, en
los grupos privilegiados de la sociedad. La llamada diplomacia en femenino, en la que las
mujeres participaron no sólo a través de las estratégicas alianzas matrimoniales de las

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monarquías, sino dando pie a canales de transmisión de ideas, acuerdos, valores y
negocios pensados, gestionados y sellados por estas mujeres, pone en cuestión la idea de
sometimiento absoluto. Además, si en un ámbito más general puede pensarse que el
matrimonio condicionaba la libertad de la mujer, entonces podrá aceptarse que no pocas
veces la viudedad daba paso a una participación notable de la mujer en la vida pública.
Cuando la familia perdía al padre y los hijos no habían alcanzado la mayoría de edad -lo
cual debía de ser bastante frecuente-, la viuda pasaba a ser el cabeza de familia. A veces,
cierto es, volvían a contraer nuevas nupcias, pero hasta que lo hacían, gozaban de un
estatuto de notable autonomía por más que algún familiar cercano pudiese ejercer sobre
ellas cierta influencia. Eran esas mujeres quienes gestionaban los patrimonios, quienes
dotaban a sus hijas y quienes podían negociar sus casamientos; si bien no es menos cierto
que, en ocasiones, la viudedad podía precipitar a la miseria a toda una unidad familiar.
Por otro lado, si el desempeño de la mujer como fuerza de trabajo en el ámbito
doméstico es evidente, no de menor importancia son los casos que hablan de actividades
productivas fuera de ese contexto o al menos en intersticios donde el taller y la vivienda
se confunden, sin contar con la producción del método verlagystem. En todo caso, lo que
sí que parece evidente es que las mujeres -con la excepción de aquellas que se
desempeñaban como nodrizas, amas o criadas en las grandes casas- pasaron a ocupar
preferencialmente empleos en lo que se ha venido en llamar el sector periférico. Es decir,
frente a la “estabilidad” relativa de algunas procesiones de un sector central caracterizado
por una mano de obra cualificada, las trabajadoras se movieron por un arco ocupacional
en el que la cualificación no era reconocida, las bajas remuneraciones eran más habituales
y la estacionalidad y la irregularidad en el empleo más comunes. Hay datos, pese a todo,
que hablan de la importancia de la mujer en el sector textil: por ejemplo, en la Córdoba
de finales del siglo XVI, o en la Florencia de comienzos del siglo XVII. En el Madrid del
año 1625, conocemos que había mujeres que trabajaban como posaderas, gallineras,
mesoneras o incluso como tratantes en el Rastro.
Una palabra también para el mundo conventual. Fueron muchas las mujeres que
en el Antiguo Régimen pasaron sus días en clausura. Frente a lo que pudiera parecer, estas
mujeres no perdían el contacto con el exterior por competo: mantenían vínculos
familiares, recibían visitas en algunos casos y estaban al corriente de lo que sucedía
extramuros. Teresa de Jesús o María de Jesús de Ágreda son ejemplos paradigmáticos de
esta situación y, en consecuencia, representativos de esas capacidades.

2. LA COMUNIDAD

En el mundo rural, contexto en el que se desarrolló el ciclo vital de la mayor parte


de la población durante la Edad Moderna, la comunidad local (generalmente, la aldea)
jugó también un papel preponderante. Como en el caso de las familias, la organización
comunitaria observada en el periodo moderno surgía de unas raíces anteriores y que, por
tanto, entre los siglos XV y XVIII ya estaban plenamente definidas. La solidaridad entre
las distintas familias de un lugar era así visible en el aprovechamiento, a menudo
compartido, del medio natural o de los ciclos de trabajo. Pero también respondía a un
deseo común de lograr una paz pública interna o una defensa frente a las agresiones del
exterior, ya fuera desde las comunidades vecinas o desde ámbitos de poder superior. La
participación en festividades o en actividades religiosas fomentaba esa idea de comunidad
y garantizaba un refuerzo de la identidad local. Así las cosas, puede afirmarse que las
condiciones de contigüidad y estabilidad de la vida comunitaria conducirían a una
organización colectiva que se asentaba en tradiciones comunes y en la que la
miniaturización del espacio político-administrativo era la norma.

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A. La parroquia y la cofradía

La parroquia fue una de las instituciones que mayor predicamento tuvo en la


comunidad local. Su área de acción solía coincidir con el de la aldea si bien en zonas de
hábitats dispersos podía cubrir varios lugares de dimensiones aún más reducidas. La
parroquia encuadraba a los individuos desde su nacimiento hasta su muerte, siendo el
escenario de la ritualización de cada uno de los pasos fundamentales en el ciclo vital: el
nacimiento, el matrimonio, la paternidad y, en fin, la muerte. Pero influía además en el
cotidiano marcando además los ritmos semanales y estacionales vinculados al trabajo,
llegando incluso a definir periodos de abstinencia sexual a lo largo del año. Símbolo de
la constante presencia de la parroquia en las vidas de los miembros de una comunidad
serían las campanas que regularían ritmos, servirían de avisos frente a peligros o de
convocatoria para muchas de las actividades comunitarias.
La parroquia, además de ser pues un lugar de reunión e incluso de refugio,
estimulaba la organización comunitaria mediante la exigencia de respuesta colectiva a
algunas exigencias del culto. La construcción y el mantenimiento de las estructuras de las
iglesias, su ornamentación o su limpieza, podía depender de grupos de individuos
organizados en torno a las llamadas fábricas. Además, las ayudas mutuas, la beneficencia
o la enseñanza eran actividades que podían repercutir sobre la comunidad. Y, en efecto,
fueron las cofradías, esas sociedades de mutua ayuda bajo una invocación religiosa,
aquellas que tuvieron una mayor importancia a la hora de estrechar lazos y velar por una
vida ordenada y acorde al respeto de normas de convivencia establecidos por la Iglesia
de todos y cada uno de sus miembros.

B. El municipio

El carácter civil de la acción y organización de la actividad comunitaria fue visible


a través del papel de los municipios allá donde los núcleos de población alcanzaban
mayores dimensiones. Con un reconocimiento jurídico consolidado en el Medievo, los
municipios constituían instituciones de carácter permanente que actuaban en nombre de
todos los vecinos de un lugar. Sus funciones, como se podrá imaginar, eran amplísimas,
pero puede destacarse, en primer lugar, su papel en la regulación de la vida agraria. En
las zonas de campos abiertos de la Europa nororiental (donde predominaba la rotación
trienal), los municipios fueron responsables de la fijación del cultivo que se debía llevar
en cada una de las grandes hojas en que se dividen los campos, así como de las fechas de
la realización de las principales tareas agrícolas. La propiedad privada y la explotación
de cada familia podían verse sometidas así a una serie de servidumbres comunitarias cuya
regulación dependía del común. Además, el aprovechamiento de las tierras comunales,
ya fuera para pastos o para la extracción de leña u otros productos forestales, era regulada
dentro de su marco competencial.
Fundamental era también garantizar el abastecimiento de la población y para ello
el municipio debía vigilar que en épocas de escasez no se pudiesen extraer productos de
primera necesidad; igualmente, podía solicitar a poderes superiores permisos para la
organización de ferias o mercados, mientras que determinadas obras públicas, como la
reparación de los caminos y de los canales dependían directamente de ellos. Sus
ordenanzas, por último, se ocupaban de asuntos relacionados con la enseñanza e incluso
con la sanidad. En momentos de epidemias, los cercos sanitarios o el control de los
enfermos y posibles infectados dependió de ellos.

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Existiría, como telón de fondo, en el municipio y en la comunidad una constante
vocación autónoma que choca radicalmente con la idea de sumisión al poder político
central y es, de hecho, en sus relaciones con el mundo exterior donde más se haría notar
la actuación política del común. Cierto es que esa acción se vio amenazada tanto por la
Iglesia, como por los señoríos y el príncipe, pero el carácter resistente de las comunidades
no debe ser obviado pese a los retrocesos que en muchas ocasiones padecerían.
De estos últimos puede referirse que, en entornos rurales, obedecieron a tres
causas principales: el empobrecimiento, las divisiones en su interior y la pérdida de la
autonomía. Así, el empobrecimiento se traduce en endeudamiento y en una perdida de
bienes y derechos. Con ocasión de coyunturas extraordinarias, pero de relativa frecuencia,
como las malas cosechas, las epidemias o las devastaciones causadas por las guerras, no
serían pocas las veces en las que fue necesario recurrir al crédito cargando las rentas
municipales e hipotecando actuaciones futuras. Cuando las cargas son demasiado grandes
habrá que vender parte de los comunales, y es ahí cuando el señor o el príncipe tratan de
apropiarse de las tierras comunales. Un ejemplo significativo es el proceso de
cercamientos (enclosures) que se produce en Inglaterra.
Por otro lado, la división interna de la comunidad es el resultado de los intereses
divergentes de sus miembros y puede provocar una crisis en la solidaridad. Allá donde la
propiedad y la explotación es más desigual, mayor podrá ser la represión comunitaria y
(también) la reacción del común. Y, en efecto, los cargos políticos suelen estar en manos
de las oligarquías locales, pudiendo imponer sus decisiones a la mayoría.
La pérdida de la autonomía es el último eslabón de la decadencia municipal ante
la presión externa. Los corregidores, los intendentes u otros funcionarios hablan a las
claras de cierta intromisión externa; y lo mismo puede decirse de las visitas parroquiales
que se organizan desde el obispado y que condicionan a la comunidad. Los señores, por
su parte, pueden designar quiénes serán los líderes de una determinada población, de
forma directa o indirecta, haciendo uso además de sus redes clientelares.

C. El régimen señorial y las comunidades

Es fácil convenir en que el poder de los señores procedía de dos fuentes: la


propiedad efectiva de la tierra y su capacidad de mando militar y judicial en un
determinado territorio. Con respecto a la primera, cabe decir que su capacidad de
disposición de la tierra les otorgaba un enorme poder de presión sobre una comunidad
que precisaba de ella para su trabajo y su sustento. No obstante, los grados de dominio
que el señor tiene sobre las tierras de su señorío y la forma de cesión de estas a los
campesinos son muy variados. La capacidad de mando provenía de su papel de defensor
del territorio y de su función militar. En el Medievo, la importancia militar de los señores
había ido, en todo caso, disminuyendo frente al ascenso de las monarquías, quedando
poco a poco, el ejercicio de la fuerza sobre los vasallos en manos del aparato de estas.
Los señores, por su parte, mantuvieron un importante poder jurisdiccional, siendo esa una
de sus principales fortalezas.
Se pueden distinguir tres áreas de tipificación del señorío en la Edad Moderna:
1. La Europa al este del río Elba. Fue el escenario de la llamada Segunda
Servidumbre. Sus tres características básicas fueron las siguientes: a) una
enorme extensión de las reservas señoriales, es decir, de la tierra que el señor
se reservaba para explotarla directamente; 2) el recurso a la corvea: como
contrapartida de las parcelas familiares que el señor otorgaba, los campesinos
se veían obligados a trabajar, normalmente a cambio de nada y en ocasiones a
precios tasados por el señor, las tierras de este en una serie de días a la semana,

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cuyo número fue aumentando paulatinamente; 3) sujeción del campesino a la
tierra, impidiendo su posibilidad de emigración, controlando que los
matrimonios se realizasen dentro del señorío y a temprana edad, al tiempo que
se limitaban los aprendizajes de oficios. El sistema, pues, se basaba en un
enorme poderío nobiliario ante monarquías débiles, como la polaca, u otras
que, aunque se reforzaron, durante la Edad Moderna -piénsese en la Rusia de
los Romanov- hubieron de conceder a la nobleza el control de sus siervos a
cambio de su apoyo.
2. Europa occidental. La servidumbre había desaparecido prácticamente por
completo durante la Edad Moderna. No obstante, hay diferentes modelos
dependiendo del grado de control del señor sobre la tierra o la forma de cesión.
Así, se pueden observar características comunes en buena parte de Francia, en
los territorios de la corona de Aragón y en el norte de Italia. En esas regiones
los señores habían repartido la tierra en enfiteusis entre los campesinos. Esta
forma de cesión suponía una división del dominio sobre la tierra: el dominio
directo quedaba en manos del señor, mientras que el útil correspondía al
campesinado. De este modo los miembros de este último grupo tenían una
gran autonomía dentro del derecho útil: podían transmitir el usufructo por
herencia o dote, venderlo o hipotecarlo; a cambio, debían pagar censos anuales
al señor en dinero o especias. Así las cosas, el señor ejerce fundamentalmente
un poder jurisdiccional, si bien no faltarán los intentos de recuperar las tierras
cedidas en arrendamiento a corto plazo. Eso, de hecho, era lo que estaban
haciendo los señores en el norte de Francia o el sur de Italia y España,
territorios que se encuadran en una modalidad de cesión diferente. Allí sí que
mantuvieron grandes extensiones de tierra, que arrendaban a corto plazo o en
aparcería. De este modo, en estos casos su influencia en las regiones es más
en el papel de los grandes propietarios, siendo, en cambio, la élite local
arrendataria, la que suele actuar como administradores y delegados del señor,
quien tiene una presencia más visible en el territorio.
3. El caso inglés. En Inglaterra se observó un proceso de concentración de tierras
en manos de los señores a costa de los campesinos. El fenómeno fue el
resultado de tres fórmulas de actuación: la compra de esas tierras; la paulatina
expulsión de los campesinos del dominio útil aumentando los derechos de
transmisión entre generaciones; y, por último, la simple usurpación de los
terrenos comunales, que eran considerados por las élites poco improductivos.
De este modo, las fincas fueron arrendadas a empresarios capitalistas que
emplearon generalmente a asalariados y ello condujo a una pérdida del influjo
social del señor. Sin embargo, aunque estamos hablando de individuos que
generalmente residen en Londres, habitualmente mantuvieron sus mansiones
y se encargaron de gestionar las propiedades a través de intermediarios.

BIBLIOGRAFÍA:

- Benítez Sánchez-Blanco, “Los poderes inmediatos”, en Luis Ribot, “Historia del


Mundo Moderno”, Madrid, Actas, 1992, pp. 105-123. [Texto de referencia]
- García-Peña, Ana Lidia, “De la historia de las mujeres a la historia del género”,
Contribuciones desde Coatepec, 31 (2016). Recurso en línea:
https://www.redalyc.org/jatsRepo/281/28150017004/html/index.html.
Consultado el 22 de octubre de 2021.

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- Laslett, Peter, El mundo que hemos perdido, explorado de nuevo, Madrid,
Alianza, 1987.
- López Barahona, Victoria, Las trabajadoras madrileñas en la Edad Moderna,
Diploma de Estudios Avanzados, Madrid, Universidad Autónoma de Madrid,
2004.
- Morant, Isabel “Hombres y mujeres en el discurso de los moralistas. Funciones y
relaciones”, en Isabel Morant (Dir.), Histoira de las mujeres en España y América
latina II. El mundo moderno, Madrid, Cátedra, 2005, pp. 27-61.

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