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Los FUNDADORES

a los Quirquinchos, mi pueblo, a la memoria de sus primeros pobladores.

Eran altos, rubios, desafiantes.

Se llamaban: Vollenweider, Sarrabayrouse, Gerarhdt, Alberto Plater.

Cargaban todo en el ruido de sus carros:

semillas, mujeres, arados, guadañas.

También un yunque y su martillo.

Con una aurora en cada sien venían.

Todo era yuyal y sol y esperanzas con penurias y fatigas.

Pero los gringos trajeron un tesón de acero

junto a su cabello rubio como el trigo.

Con gran tesón también venían sus mujeres.

Se llamaban: Bazet, Wesser, Imaz, Francisco Schmidt

y hubo un criollo llamado Juan Molina.

¿Cómo habrán sido en esos años estos campos:

sin hacienda, sin arar, a puro pájaro perdido?

Le habrán dolido los ojos al suizo Vollenweider

de alegría laboriosa, de espacio, de fatiga?

Al frente iba su barba y su sombrero blanquecino.

Los otros eran alegres, parcos, mal vestidos.

Ellos tiraron las primeras semillas y segaron

con la rota luna de la hoz y su sudor europeo

el primer cabello áspero de trigo.

Todos los colonos están ocupados en la construcción

de nuevos ranchos. Abril 23, buen tiempo».

Esto se llamó primero Pueblo Baumann,

después Boliche Demarchi y luego La Portada,

donde José Nicoletti puso una fragua

Y una sonrisa como una mariposa parada en el camino.

El fuego le agrandaba el menudo cuerpo y le encendía

el Cabello en cinco mil estrías. Suyo fue el yunque

y suyo fue el martillo y suya la alegría

de su golpear seguro y cantarín.

Mientras tanto, Emilio Vollenweider, como un niño


que juega, trazaba en un papel las calles

de mi pueblo y con una tiza roja pintaba

el techo de la que iba a ser mi escuela:

«Nacional N° 156, Provincia de Salta», de tejas

rojas y raídas, por donde se coló inclemente

la una tría del Invierno

Dibujó también dos plazas: una grande para los pájaros

y la otra intima, para los novios y los niños.

«Feriado para todos, Se limpian las armas,

Quehaceres en la casa. Julio 7, hace buen tiempo»,

Con ellos también vino un panadero de barba

enharinada que se llamaba Ulrico Meder y tuvo

-dicen- voz de bajo para cantar al pan de oro florecido,

He nombrado hombres cubiertos de fatigas,

pero no dije aún de sus mujeres con tanto sol

sobre el pañuelo y el delantal cubriendo

Su preñez por los años repetida.

Con sus hombres las tareas

y también sus inclemencias compartieron,

Mientras afuera deteníanse los vientos

ante el coraje de los gringos y más de una liebre

se habrá muerto golpeada contra el farol

del centinela que cuidaba las herramientas

en la noche plagada de miedos y enemigos.

Se llamaban: Kuno Büttikofer, Alberto Geel,

Karl Kietz, Anker, Stirnimann,

y tenían sólo lunas y soles y un campo a puro cielo

y ningún rio de testigo (es un decir, contaban

con sus brazos y la estrella buena del camino),

«Domingo. Culto religioso, Sermón del cura Juárez,

Lectura de proverbios. Febrero, Bueno el tiempo»,

También hubo silencios y muertos y pestes y sequias.

Cuanto gringo lloró impotente la ausencia de la lluvia

sobre el campo esperando como mujer tendida,

Del otro lado del mar venían. Las mujeres querían


el regreso. Vollenweider, inquebrantable les decía:

«Cuiden los niños y la casa. Cuiden vuestros hombres,

que no ha de faltar el pan mientras el trabajo

y la esperanza vivan». De Carlos Casado rondaba

en sus oídos la promesa:

«Desde La Rivière hasta Laguna Larga -Beravebú

dicen los indios- será para usted y su gente.

Las tierras son muy buenas. Buenos los pastos.

Yo le prometo semillas, crédito, herramientas

y hasta el riel y la estación si usted me apura.

Vaya, rece por agua, que lo demás es del trabajo

y de Dios, que está con usted y está conmigo».

Bajo un ombú pararon. Clavó Vollenweider una estaca

que todos rodearon enseguida. «Este lugar será

La Lydia», se convino. Este lugar será de todos

y para todos el crocante pan y la caricia de la harina.

«Desde la mañana la lluvia continúa. Se limpian

las armas. Llegan arrendatarios italianos. Febrero 12».

Eran más dulces sus nombres: Nocino, Delmaschio,

Mellano, Gaborini, Schiozzi, Clérici, Mancini.

Eran guapos para el trabajo y bien dispuestos

y fornidos. Este era el sur y a trabajar venían.

Este era el sur con un aluvión azul de altura

y ellos rompían terrones sin mirar a lo alto

durante todo el día. Por las noches, desde el amor

crecían. Los hijos fueron su pena y su alegría.

En el pueblo que debió llamarse La Lydia

don Guillermo Plater era el Juez de Paz y la paz

alrededor crecía (incluso cuando contratistas

irlandeses bautizaron hacia el sureste al pueblo

con un nombre de indios: Los Quirquinchos,

que quiere decir sin dientes.

También cuando los habitantes exaltados

resistieron el pago de los faroles Kitson).

Y fue creciendo el caserío y fue esperándome


hasta ochenta años para que yo lo cantara.

Los gringos se sentaban al final de la mesa larga,

sin cepillar, de basto pino. Boina, toscano fuerte

y mirar severo para todos. Desde allí dirigían

las siembras, los hijos, las cosechas, los nacimientos

y las pariciones de los animales. A través de los grandes

bigotes llovidos daban las órdenes que no eran resistidas.

Eran padres bíblicos. Padres campesinos.

Eran colonos que se llamaban también: Juvenal Pozzi,

Juan Bivi, Santiago Zanelli, Luis Benedetto, José Collino,

y eran rectos como un cordel tendido. Eran la santidad

del pan y la alegría jocunda de los vinos.

Así poblaron esta pampa Virgen con la sangre

de la Europa cansada. Sólo la paz. Sólo el trabajo

honrado y el pan de sus hijos eran el norte ansiado.

Acá vinieron mis mayores y parieron hijos

díscolos y tristes, que sin embargo emigraron.

Por eso ahora canto desafiando al olvido

y al óxido que todo lo corroe y lo conmueve.

Me he propuesto ser la voz y la memoria

de los míos, porque a mí me ha sido dado el canto

-como a otros el fuego, el poder, los diluvios--

y la numerosa planicie poblada de pájaros.

1977, Otoño

1990, Invierno

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