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LA EDAD MODERNA

(siglos XV-XVIII)

Introducción

Los rasgos distintivos de la modernización

La Edad Moderna se distingue del Medievo por la aparición de la imprenta a mediados del siglo XV.

Por lo que a la economía se refiere, se desarrolla progresivamente el capitalismo. Vinculado al


capitalismo aparece la figura del burgués, poseedor de una mentalidad nueva y artífica principal de
la expansión capitalista. La Edad Moderna contempla una amplia y variada serie de luchas y
enfrentamientos que muestran la crisis de la sociedad estamental heredada de la Edad Media.

Desde el punto de vista político, el periodo se caracteriza por la progresiva imposición de poderes
centralizados y soberanos en los diversos reinos y territorios. La Edad Contemporánea empieza
cuando el pensamiento liberal, hijo de la Ilustración, margine las teorías absolutistas en favor de la
división de poderes y el constitucionalismo.

La emergencia de poderes soberanos y centralizados es un vasto fenómeno que lleva consigo toda
una serie de transformaciones características, como el desarrollo de la burocracia, el monopolio del
poder militar por parte del rey, el enorme crecimiento de las finanzas de él dependientes (Hacienda
actual), la aparición y generalización de la diplomacia.

Aparecerán una serie de normas que darán origen al Derecho internacional.

En el ámbito religioso, la ruptura de la unidad cristiana con Lutero y la Reforma agudizarán lo que en
el siglo siguiente será denominado como Ilustración.

En sus aspectos sociales, la mayoría de la población de Europa continuó inmersa en una economía
de subsistencia y una sociedad marcada por las monarquías y los feudos, básicamente idénticas a la
medieval.

En conclusión, la Edad Moderna se estudia desde la segunda mitad del siglo XV –con la
recuperación demográfica, económica y política; la expansión geográfica del mundo occidental, y la
difusión del Renacimiento italiano– hasta los años finales del siglo XVIII y primeros del XIX –con el
fenómeno revolucionario y el pensamiento liberal acabando formalmente con toda una serie de
instituciones del Antiguo Régimen, término acuñado en la Francia revolucionaria para definir el
orden público-social anterior a la Revolución Francesa–.
Periodización interna

La modernidad como periodo histórico puede dividirse en una serie de periodos o fases, que no
dejan de ser convencionalismos, puntos de referencia, donde las divisiones cronológicas pueden
aplicarse siempre de forma flexible.

La mayor parte de la historiografía divide la Edad Moderna en tres grandes periodos, coincidentes a
grandes rasgos con los siglos XVI, XVII y XVIII, o visto desde la historia de la cultura, las épocas del
Renacimiento, Barroco e Ilustración. Por otra parte, la historia económica nos habla de dos grandes
épocas de crecimiento, separadas ambas por una crisis.

Existe un largo siglo XVI, que comienza antes de 1500, un periodo de crisis y reajustes, y un siglo
XVIII, iniciado asimismo en algunos aspectos antes de 1700, en el que se produce un nuevo
crecimiento que abocará a las revoluciones y a la crisis del Antiguo Régimen. Hay por tanto una
cierta coincidencia entre los tres siglos cronológicos y los tres grandes periodos de la historia
moderna europea.

La primera etapa, que podemos denominar “el nacimiento de los tiempos modernos o el largo siglo
XVI”, entre mediados del siglo XV y las últimas décadas del XVI. En la segunda mitad de 1400 se dan
una serie de procesos característicos, tales como el inicio de la recuperación demográfica y
económica, el auge del Renacimiento, los descubrimientos geográficos, los primeros planeamientos
reformistas en el seno de la Iglesia, o la potenciación de las principales monarquías occidentales tras
una serie de guerras civiles. La fase final de este largo siglo XVI se caracteriza por la disminución del
ritmo del crecimiento demográfico, acompañado por las primeras muestras de agotamiento de la
tendencia expansiva. Desde los 70-80' del siglo XVI comienza a manifestarse una crisis económica
que alcanzará su máximo en las décadas centrales del siglo XVII.

Desde el punto de vista religioso, concluido el periodo clásico de la Reforma y tras la muerte de
Calvino (1564) y el final del Concilio de Trento (1563), se inicia una etapa, de aproximadamente un
siglo de duración, caracterizada por los enfrentamientos entre las diferentes ortodoxias, dando lugar
a una serie de grandes guerras religiosas y a los momentos más ásperos de la Contrarreforma, tanto
en el campo católico como en el protestante.

En el ámbito de la cultura, superada la fase más esplendorosa del Renacimiento, Europa se encamina
hacia nuevas manifestaciones de la sensibilidad y formas de expresión distintas, que cuajarán
definitivamente en la cultura barroca del siglo XVII.

En lo que a la política y a las relaciones internacionales respecta, y pese a la continuidad básica entre
la época de Carlos V y el periodo dominado por la España de Felipe II, el fortalecimiento de
Inglaterra con Isabel I, la revuelta de los Países Bajos y, más adelante, la subida al trono francés de
Enrique IV, iniciarán en las últimas décadas del siglo un periodo de conflictos generalizados, cuya
característica fundamental será el enfrentamiento entre las nuevas potencias atlánticas y nórdicas y
los Habsburgo de Madrid y Viena. La muerte de Felipe II (1598) y la pacificación general que se
realiza en estos años, antes de la gran oleada bélica del siglo XVIII, autorizarán a retrasar hasta este
momento la conclusión del periodo en lo relativo a la política y a las relaciones internacionales.
La segunda gran etapa de la Edad Moderna se extiende entre 1570/80 y 1660/80. Sus características
fundamentales son las dificultades demográficas y económicas. Dejando de un lado las múltiples
variaciones regionales existentes, la crisis conduce a una pérdida de protagonismo de las antaño
pujantes economías del Mediterráneo, en beneficio de las Provincial Unidas y, más adelante, de
Inglaterra.

Desde el punto de vista religioso, la época contempla una radicalización de los enfrentamientos,
cuyos máximos exponentes serán la larga Guerra de los Países Bajos (1566-1648) y, iniciada al final
del periodo anterior, y la Guerra de los Treinta Años (1618-1648/59). La crisis económica provoca
una mayor rigidez social y un incremente de la presión de los señores y poderosos frente a los
sectores populares, generando un sinnúmero de tensiones y rebeliones interiores que agudizan la
crisis en el terreno social y político.

Por lo que a la cultura se refiere, el espíritu crítico del Renacimiento deja paso a una auténtica
revolución en las ciencias de la naturaleza. El fin de este periodo puede situarse en la segunda mitad
del siglo XVII.

En la agotada Castilla, los años 70-80' marcan el inicio de una recuperación que no es general, y no lo
será hasta bien entrado el siglo XVIII.

En el ámbito religioso y cultural, las últimas décadas del siglo XVII contemplan el fenómeno llamado
crisis de consciencia europea, base, junto al racionalismo y la nueva ciencia del pensamiento crítico
que cuajará en la Ilustración dieciochesca.

En el terreno político, las paces de Westfalia (1648) y los Pirineos (1659) ponen fin a los grandes
conflictos de la primera mitad del siglo e inauguran la hegemonía francesa y el auge del modelo
absolutista representado por Luis XIV. Sin embargo, en ciertos aspectos la consolidación
internacional diseñada a mediados del siglo XVII no se produce hasta la época de la Paz de Utrecht
(1713). A finales de los 80’ Se cierra el ciclo revolucionario británico y se configura el modelo
parlamentario vigente en el futuro.

La tercera gran etapa abarca desde las últimas décadas del siglo XVII hasta el inicio de las crisis
revolucionarias, que podemos situar simbólicamente en el año 1789. Se caracteriza en un primer
momento por una recuperación demográfica y económica que se prolonga hasta los años 30’ o 50’
del siglo XVIII. Los años centrales y la segunda mitad de la centuria son una época de clara
expansión, que lleva a Inglaterra al inicio de la Revolución Industrial y que afecta también, pero en
menor grado, al resto del continente. El auge de la economía se ve acompañado por un crecimiento
demográfico determinado esencialmente por el retroceso de la mortalidad.

En el ámbito de la política, la consolidación en la segunda mitad del siglo XVII de dos modelos, el
absolutista y la Monarquía parlamentaria inglesa, servirán de base para las experiencias y
realizaciones del siglo XVIII, cuya manifestación más interesante será el absolutismo ilustrado,
coincidente con el auge de la Ilustración. El movimiento – o, mejor, la actitud ilustrada– es la fase
culminante en el desarrollo mental y cultural que se inicia en el Renacimiento. El hombre ilustrado
dispone del filtro universal de la razón y con él puede someter a crítica todo lo heredado, aportando
así la Ilustración las bases ideológicas para la liquidación del orden vigente.

El periodo concluye con el inicio de los procesos revolucionarios, que son el resultado del choque de
las nuevas ideas y de las clases sociales emergentes contra las viejas estructuras sociales y políticas.
La Revolución Francesa inicia la crisis del Antiguo Régimen, complejo de estructuras e instituciones
sociales, económicas y políticas que, a partir del ejemplo francés, irán desapareciendo en Europa
durante el siglo XIX.

Alta y Baja Edad Moderna

Teóricamente se distinguen dos grandes fases, denominadas Alta y Baja Edad Moderna y cada una
relacionada con sus periodos anteriores y posteriores respectivamente –Edad Media y Edad
Contemporánea –. Las determina, por tanto, su mayor o menor cercanía, y semejanza, con estos
periodos. La distinción entre estas dos grandes fases de la Edad Moderna se justifica por un carácter
práctico, pero es preferible el uso de la división por siglos de toda la vida.

Cambios y permanencias en la Historia

La expresión hecho histórico se ha aplicado habitualmente a lo que entendemos como “lo que se
sale de lo ordinario o habitual”, lo que supone una novedad destacada, un cambio. La Historia ha
estado ligada a dicha visión, pero, la gran renovación epistemológica y metodológica experimentada
por ella en el siglo XX ha cambiado el paradigma. La Historia no es ya la relación de los personajes
hechos distinguidos y cambios ocurridos en el pasado. Es ahora el estudio de las sociedades
humanas a lo largo del tiempo en todos sus aspectos y manifestaciones, lo que incluye, por
supuesto, los acontecimientos, los cambios y los personajes destacados, pero también el sustrato
profundo y apenas variable de tales sociedades; todos los hechos del pasado son hechos históricos,
de la misma forma que son personajes históricos todas las personas. Así concebida, la Historia no se
limita a los cambios, novedades y hechos destacados, sino que tiene en cuenta también las largas
permanencias, el universo estable en el que vivieron los europeos durante milenios, sin cambios
esenciales desde el Neolítico hasta la Revolución Industrial.

A partir de la Revolución Industrial el mundo se ha caracterizado por el notable predominio de la


ciudad sobre el campo, los progresos de la ciencia y la técnica, el crecimiento incontrolado de la
demografía mundial, la revolución de los transportes y comunicaciones, la difusión de los medios de
comunicación de masas, el constitucionalismo y la igualdad teórica de todos ante la ley. En
definitiva, el mundo que conocemos cuantos hemos vivido las décadas finales del siglo XX y
comienzos del XXI, no tendrá una permanencia tan dilatada en la Historia como el que precedió a la
Revolución Industrial.

La Edad Moderna se sitúa en la fase final de ese periodo milenario en el que muchas cosas
permanecieron básicamente iguales, y que, a finales del siglo XVIII, pudieran ya percibirse algunos
cambios. La demografía y la economía dependían enormemente de las circunstancias naturales de
cada individuo. La esperanza de vida de las poblaciones no había aumentado de forma significativa,
los saldos demográficos positivos producidos por una natalidad y una mortalidad elevadas se veían
corregidos con frecuencia por mortandades catastróficas, sin que la medicina tuviera una incidencia
digna de mención en tales procesos.
La economía no era muy distinta de la del mundo medieval o el antiguo. La tierra, se cultivaba con
técnicas similares y ofrecía una productividad escasa. Su propiedad pertenecía a los privilegiados,
que en muchos casos eran titulares de poderes feudales o señoriales sobre extensos territorios. La
manufactura y el comercio se orientaban esencialmente a la satisfacción de las necesidades básicas,
y la precisión de ocuparse de la propia subsistencia obligaba a las comunidades humanas de un
pequeño espacio geográfico a producir cuanto necesitaban.

La economía se estructuraba así en una infinidad de pequeñas células que eran autosuficientes en
una elevada proporción. Las sociedades, seguían organizadas sobre la base de la desigualdad de sus
diversos individuos y grupos ante la ley. Los territorios políticos eran esencialmente propiedad de
sus príncipes, que habían heredado de sus mayores y transmitirían a sus descendientes, pero tales
príncipes no dejaban de ser personajes lejanos y poco accesibles, mientras que, para la mayoría de
las gentes, la realidad del poder eran los poderes inmediatos. La educación y la cultura afectaban a
capas reducidas de la población, mientras que el analfabetismo alcanzaba altísimas proporciones. La
religión lo invadía todo, en un mundo fuertemente sacralizado, y la superstición y la mentalidad
mágica servían para llenar las carencias de comprensión de una realidad básicamente ininteligible,
cuando no hostil.
PRIMERA PARTE
EL UNIVERSO ESTÁTICO

CAPÍTULO 1: EL REGIMEN DEMOGRÁFICO ANTIGUO

El problema de las fuentes


Una de las grandes permanencias es la que se refiere a las características de la demografía del
Antiguo Régimen o de la Europa preindustrial. La primera de ellas es la ausencia de una mentalidad
estadística y la inexistencia de la noción individual de habitante. No existen fuentes demográficas,
por lo que el acercamiento a dimensiones y características de aquellas poblaciones ha de hacerse
por fuentes indirectas como los censos o recuentos y los registros parroquiales, pudiendo afectar a
todo un reino o territorio político, o a un espacio más reducido, como una localidad. Se efectuaban
habitualmente con una finalidad fiscal o militar, por lo que ofrecen datos del número de fuegos o
vecinos, creando un coeficiente poblacional aproximado.

Una excepción son los riveli di beni ed anime del reino de Sicilia, que se realizaban periódicamente
(entre 1570 y 1748) y que al número de fuegos de cada localidad añaden el de habitantes, el reparto
por sexos y, en el caso de los varones, distinguen los menores de dieciocho años de los mayores.

Sí proporcionan datos individuales los registros parroquiales de bautismos, matrimonios y


defunciones; los dos primeros apareciendo a finales de la Edad Media y generalizándose en el
mundo católico con la obligación de llevar registro de nacimientos y matrimonios, establecida en el
Concilio de Trento, mientras el de defunciones será obligatorio desde 1614.

También en el mundo protestante se llevaron registros parroquiales, a veces con más efectividad. En
Inglaterra, desde 1528, se realizarán de forma generalizada. En Suiza, algunos registros parroquiales
comenzarán ya en 1520. En otros países protestantes comenzaran bastante más tarde.

Pese a las lagunas, olvidos y omisiones, los registros son la mejor fuente para reconstruir la
demografía a pequeña escala, la cual nos indica las tendencias demográficas de un determinado
lugar y momento. Con las fuentes parroquiales a escala local han podido estudiares las edades, la
esperanza de vida y otra serie de cuestiones, siendo la base esencial para los estudios demográficos
del Antiguo Régimen. La dificultad llega cuando hay que calcular la población de espacios amplios,
en el mejor de los casos contamos con recuentos, pero las valoraciones son puramente estimativas,
carentes de rigor.

Ante la falta de fuentes directas fiables, nomás podemos contar con viajeros que llegan a una ciudad
y dan una cifra estimada de sus habitantes, cronistas que relatan los muertos en una batalla, testigos
o contemporáneos que nos dan una cifra de fallecidos en una localidad con ocasión de un
determinado contagio... pero en la mayoría de casos son conteos altamente subjetivos, sirviendo
como mera indicación del efecto que un determinado fenómeno produjo en quienes nos lo
transmitieron. En casos en los que se realizan estudios posteriores sobre fuentes fiables se
comprueba habitualmente su alto grado de error, casi siempre por exageración.
Características

La población se hallaba limitada por lo que Massimo Livi Bacci ha definido como síndrome de atraso,
una combinación de pobreza de bienes materiales con escasez de conocimientos. Dos de las
características básicas del llamado régimen demográfico antiguo eran la alta tasa de natalidad y la
elevada mortalidad ordinaria. Las razones de una mortalidad tan elevada estaban en hechos como
las debilidades de una producción agraria muy dependiente de la climatología, la existencia de
amplios grupos mal alimentados como consecuencia de la mala distribución de la riqueza, la
precariedad de la higiene, la escasa capacidad de la medicina o la tasa de violencia de aquellas
sociedades, en las que la vida humana no tenía excesivo valor. El saldo resultante tendía al
crecimiento, aunque fuera débil, pero ahí entraba la tercera característica fundamental: la
frecuencia de mortandades catastróficas o extraordinarias, debidas a causas como la guerra, el
hambre o las epidemias, que drenaban los saldos positivos dejando sobre las poblaciones afectadas
una huella que iba más allá de las numerosas víctimas.

Cualquiera que fuera la causa, o causas, el resultado era una crisis demográfica, que se definía por
un aumento de fallecimientos dos o tres veces superior, como mínimo, al número “normal” de
muertes. La mayoría fueron víctimas de virus, bacterias y otros microbios, que constituyeron el gran
elemento constrictor de la demografía del Antiguo Régimen. A ello contribuían las malas condiciones
higiénicas en que vivían amplias capas de la población, especialmente graves en las zonas con más
alta densidad de población. Los viajeros se convertían con frecuencia en transmisores de contagios.

Tras cada una de estas catástrofes demográficas, aumentaba la nupcialidad, produciendo a su vez un
incremento de la natalidad que buscaba rellenar los vacíos producidos. Este crecimiento provocó
una fuerte presión sobre los recursos alimenticios disponibles, pero había sido compensada con la
alta mortandad extraordinaria, suponiendo cierto reequilibrio que aliviaba estas tensiones
demográficas.

Otra de las características del régimen demográfico antiguo era la fuerte dependencia de la
demografía con respecto a la naturaleza.

Si el clima era propicio, menudeaban las buenas cosechas, los organismos estaban mejor
alimentados y eran, en consecuencia, más resistentes a la morbilidad. Sin contagios importantes ni
guerras que afectaran a un determinado territorio, las poblaciones tendían al crecimiento por causas
naturales. Por el contrario, cuando el clima se deterioraba, abundaban las malas cosechas y se
producían elevadas mortandades a causa del hambre y la enfermedad. Esta fuerte dependencia de
la naturaleza quedaba patente en hechos como la escasa capacidad de la medicina frente a la
enfermedad, o la dificultad de incrementar la productividad de la tierra en la mayor parte de la
superficie cultivada.

El saldo vegetativo era el resultado final, medido en un periodo concreto, de los dos factores ya
citados que influyen en el movimiento demográfico, natalidad menos mortalidad. Si tal saldo era
positivo hablaríamos de crecimiento vegetativo y si era negativo, de decrecimiento vegetativo. En el
comportamiento de la natalidad basada en una fecundidad natural, o no controlada, y con muy
escasa aportación de fecundidad ilegítima o fuera del matrimonio, influía un tercer factor, la
nupcialidad, que tendía a adelantarse en periodos optimistas y a retrasarse en los contrarios. Pero el
saldo vegetativo no era igual al demográfico. Para obtener este hemos de introducir un cuarto
factor, las migraciones o movimientos de población, que beneficiaban con la aportación de savia
nueva a los lugares de destino en la misma medida en que perjudicaban a los de origen.

Las migraciones suelen dejar una escasa huella documental, lo que hace muy difícil cuantificarlas.
Los registros parroquiales son el mejor testimonio cuando recogen datos sobre la procedencia de las
personas de fuera de la parroquia. Entre ellas estaban las que realizaban los pastores y encargados
del ganado en las ganaderías trashumantes tan habituales en el Mediterráneo, o las de segadores o
vendimiadores que acudían a ganarse la vida en las zonas cerealísticas o vitícolas. Las más
importantes, sin embargo, eran las migraciones definitivas. Tal vez la principal de todas en la Edad
Moderna, fue la que llevó a cientos de miles de europeos desde el mundo rural a las ciudades; el
crecimiento demográfico de estas se debía al aflujo desde el mundo rural, pues el saldo vegetativo
de las ciudades era habitualmente negativo por la alta mortalidad de los sectores pobres, entre los
que se encontraba la mayoría de inmigrantes. Similares fueron las migraciones que trasladaron a
gentes de las montañas hacia zonas llanas.

La Edad Moderna iba a caracterizarse por la intensificación de un tipo de migración permanente ya


conocida, la motivada por causas religiosas, estimulada a raíz de la Reforma, así como por la
aparición de dos nuevas migraciones: la de los europeos hacia otros continentes, y la forzada de los
esclavos negros hacia América.

Las epidemias
La Edad Moderna contempló una especial actividad epidémica. La principal de las enfermedades
durante esta época fue la peste –con gran protagonismo en el siglo XIV, conociéndola entonces
como peste negra o bubónica – permaneciendo buena parte de la Edad Moderna, y retirándose en la
segunda mitad del siglo XVII. La peste bubónica vivía en estado endémico en ratas y otros roedores y
era transmitida mediante la picadura de una pulga específica. Se trataba de una enfermedad
dolorosa provocada por la inflamacón de las glándulas linfáticas (bubones), acompañada de fiebre
alta y otras manifestaciones; en algunas ocasiones daba lugar a neumonías o enfermedades
pulmonares, que se transmitían a través de las vías respiratorias. En uno u otro caso moría un
elevado porcentaje de los afectados, llegando a entre dos tercios y cuatro quintos, según calculos
de expertos.

El tifus se manifestó también de una forma nueva y mucho más agresiva desde finales del siglo XV,
permaneciendo en Europa hasta las guerras napoleónicas. Su aparición tuvo lugar en el sitio de
Granada (1482-14492). Se traraba del tifus exantemático o petequial, causado por un microbio
transmitido por un piojo parásito del hombre. El tifus se veía favorecido por la malnutricuón, la
miseria, la suciedad o el hacinamiento, vinculándose históricamente a carestías y guerras.
Provocaba la muerte aproximadamente en el 20% de los casos.

Otras enfermedades que dieron lugar a epidemias durante la Edad Moderna fueron la viruela, la
sífilis, el sarampión, la difteria, la gripe o el paludismo.

La mortalidad catastrófica hacía desaparecer altos porcentajes de la población, llegando en algún


caso hasta la cuarta parte de esta, un tercio o incluso más, aunque habría que contar a demás a
quienes huían de forma temporal o definitivamente. Se considera que la epidemia de la peste
iniciada en 1348 eliminó, en menos de 3 años, a 25 millones de personas en Europa, que en esa
época contaba con una población de a penas 80 millones de personas y, aún rebrotaría en diversas
zonas durante los años siguientes. Tales desastres provocaban la desorganización del sistema
productivo, con las consiguientes consecuencias a corto y medio plazo, causando una muesca
característica sobre la pirámide de edades, al incidir especialmente sobre lactantes, niños y
adolescentes.

La repetición de las malas cosechas delibitaba unos organismos que, en muchas ocasiones, solían
estar mal alimentados, haciéndolos más propicios a la enfermedad y el contagio. De forma inversa,
se reducía la capacidad de la población para el trabajo, incrementando las posibilidades de que la
cosecha fuera peor de lo que hubiera podido esperarse. Además de la mortalidad y los daños que
provocaba a las personas, la guerra tenía un efecto demoledor en la actividad económica de las
zonas a las que afectava de forma más inmediata: reducción de la mano de obra por los
reclutamientos, paso y alojamientos de los ejércitos, interrupción del cultivo, destrucción de los
campos cultivados, requisas,… Al propio tiempo, su incidencia negativa sobre la higiene facilitaba la
aparición y difusión de enfermedades contagiosas.

La reacción frente a los contagios contra la peste se repetía de forma sistemática. La medicina
carecía de remedios y algunos de los que se proponían eran ineficaces e incluso nocivos para la vida.
Entre ellos la tracia magna, que admitía componentes tan extraños como la mirra o la carne de
vívora hembra, formando parte de rituales esotéricos. Otras pócimas del estilo eran el llamado
vinagre de los cuatro ladrones o la piedra bezoar. La mejor defensa era huir, cosa que pocos
lograban, pues se establecieron rápidamente rígidos cordones sanitarios. Las ventanas y puertas de
las casas de los afectados se clausuraban, condenando a veces a la muerte a personas sanas que se
hallaban en su interior, desapareciendo en ocasiones familias enteras. Se hacían hogueras para
quemar a los muertos y sus ropas, junto a otras para quemar productos que se pensaba que
purificarían el aire, al tiempo que se incrementaba la advocacion a los santos protectores, como san
Roque o san Sebastián, y se excitaba el odio contra minorías y extanjeros, a quienes se solía acusar
de envenenar el agua o el aire. La idea del aislamiento era la única acertada y eficaz, y es gracias a
ese aislamiento que se logró, al menos, frenar su expansión.

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