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HERRAMIENTAS

La historia comenzó un 24 de abril. Tenía que llegar pronto en la mañana para

realizar el trabajo que me habían encargado. De esa forma, a media tarde podría

emprender el regreso a casa y no tenía que hacer noche en ninguna parte. Las

cosas se me habían complicado en casa.

Evelyn, mi esposa, me dijo que la lavadora se había averiado y que si podía echarla

un vistazo.

Accedí pensando que sería cosa de poco y la cuestión fue que la casa terminó

llenándose de agua. Después de ayudarla a recoger todo el desastre le prometí

volver a mirarla a mi vuelta y aunque tarde, emprendí el viaje a unos kilómetros de

distancia, en la siguiente ciudad.

El cielo comenzó a adquirir los tonos rojizos y dorados del atardecer y el sol, inició su

descenso para darle paso minuto a minuto a la pesada oscuridad de la noche.

Tenía que pasar por una carretera sin asfaltar en un corto trayecto, eso me

ahorraba unos cuantos kilómetros. Nadie se había encargado de instalar alguna

farola para alumbrar ese solitario y lejano paraje. Fijé mis ojos todo lo que pude en

el estrecho camino iluminado solo por los faros de mi coche.

El sonido de las primeras gotas de una tormenta se mezcló con el extraño ruido del

motor de mi cuatro por cuatro que comenzó a reducir por sí mismo su velocidad y a

avanzar a duras penas, a fuerza de trompicones.

¡Dios mío! ─pensé─, solo esto me faltaba.

Giré hacia un lado y paré el coche entre la maleza de un lado del camino.

A unos metros, vi una pequeña luz y suspiré aliviado. Divisé una pequeña casa de

madera. A esas alturas la tormenta se había desatado por completo.

Los árboles que rodeaban la casa sacudían con fuerza sus ramas dibujando

sombras siniestras alrededor de la misma.


Desde un pequeño anexo de ladrillo, pegado a la casa se escuchaban unos

ladridos ─ahogados y furiosos─ procedentes del interior de las vastas paredes.

Caminé rápido sintiendo como mis pies se hundían en el barrizal.

─Quizás podrían prestarme ayuda ─pensé según me iba acercando─. Advertí que

había luz, una luz mortecina y amarillenta que salía de una de las ventanas sin

cortinas. Llamé a la puerta. Luego de unos minutos, la puerta chirriando se abrió. Al

otro lado una anciana de cabello blanco y encrespado y aspecto descuidado me

recibió con lo que a mí me pareció una expresión de satisfacción. No entendí muy

bien el porqué, tal vez estaría contenta de ver a alguien en medio de ese lugar

desierto.

─Buenas noches señora ─saludé─.

Ella simplemente asintió

─Verá ─proseguí─, mi coche se ha averiado y con las prisas dejé la caja de

herramientas en mi casa cuando intentaba arreglar la lavadora. ¿Sería tan amable

de prestarme alguna?

La anciana mirándome por encima de sus lentes por fin habló:

─ Si joven, yo tengo algunas herramientas, solo hay un problema.

La miré con cara de interrogación.

─Como yo nunca las uso y la casa es pequeña... están guardadas en el sótano

─me dijo a modo de explicación a la vez que me mostraba sus desdentada

sonrisa─.

No se preocupe ─contesté resueltamente─ yo puedo bajar.

Ella entonces me hizo paso para entrar a la reducida y polvorienta casa de una

sola pieza con un acceso al sótano en el fondo.

Mientras se apresuraba a coger una antigua linterna de un estante me pareció ver

la sombra de alguien que cruzaba ambas ventanas. Supuse que eran las ramas

creando esas incesantes sombras.


Tras poner la linterna en mi mano, la anciana giró el pomo de la puerta que daba

al sótano para invitarme a bajar las escaleras que crujieron bajo mis pies. El lugar

estaba oscuro. Desde abajo la grité:

─ ¿En qué parte están?

Ella contestó: joven, mire a la derecha.

Dirigí la linterna para buscar y ahí encontré el dantesco espectáculo.

Una hilera de cuerpos desnudos colgados por el cuello. Los ojos colgando con sus

nervios por fuera de sus cuencas, otros ya con solo los huecos. La carne había sido

desgarrada de su lugar y tendones y huesos quedaban al descubierto mezclados

con sangre oscura y seca.

Cuando lancé un grito de horror, la voz de la anciana sonó desde arriba con un

tono de tranquilo sarcasmo:

─ ¿No encuentra las herramientas, joven? No se preocupe, ahí le envío a mis perros

para que le ayuden.

Luego, solo alcancé a escuchar el sonido de la puerta cerrándose de un golpe…

***

Díganme solo una cosa, respóndanme a esta pregunta si se sienten capaces de

hacerlo.

Si yo hubiera sido devorado por esos perros que la anciana soltó con la esperanza

de que yo les sirviera de cena... ¿quién entonces hubiera podido contar mi historia?

No amigos, las cosas no sucedieron como vuestra imaginación os hubiese descrito

el desenlace final de mi agónica experiencia. El instinto de supervivencia aflora en

nosotros cuando nos encontramos en una situación límite, de manera tal, que a

veces nos desconocemos a nosotros mismos.

Actuamos de forma improvisada, violenta si es necesario; en cuestión de unos

instantes podemos actuar como esos héroes de película a los que siempre hemos
anhelado imitar. Yo, un tipo simple que jamás había matado ni a una mosca me

volví tan loco como esos perros rabiosos. Pero este tipo simple e inofensivo no iba a

permitir que ni Evelyn ni mis dos pequeñitos se quedaran solos. Los dos perros se

abalanzaron sobre mí antes de terminar de bajar completamente la escalera. Sus

bocas mostraban unos colmillos largos encajados en la mandíbula inferior y el

pelaje alrededor de éstas con muestras de la misma sangre seca y oscura que yo

había visto en los cadáveres.

Actuando con rapidez, descolgué uno de esos cadáveres tirando de él con fuerza,

hasta desprender su carne putrefacta del gancho y lo eche encima de uno de los

perros, mientras pateaba con fuerza al otro para evitar que me devorara las

piernas. Golpee su hocico con todas las fuerzas de que mis piernas eran capaces,

en un rápido vistazo, descubrí aliviado que el otro se entretenía con el cadáver que

yo había descolgado, para arrancarle delante de mis ojos un brazo de cuajo. Esto

me aterrorizó tanto que comencé a dar gritos desorbitados e incontrolables al

tiempo que me hacían sentir con las fuerzas suficientes para defenderme.

En esos momentos solo pensaba en sobrevivir. Actuando con rapidez tiré del

gancho metálico y punzante que unos momentos antes había tenido sujeto al

cadáver por el cuello. Cuando uno de ellos se acercó, sentí sus colmillos clavarse

en mi antebrazo como si mil cuchillos lo atravesaran al mismo tiempo.

En medio de mi intenso dolor comencé a clavar el hierro punzante en el cuello del

animal, una vez, y otra, y otra mientras gritaba enloquecido. El animal quedó

debilitado y sangrante en medio de mi salvaje ataque. El segundo perro dejó de

tener interés por el cadáver que yo había puesto a su disposición, acercándose a

mí de manera decidida.

Con la rapidez de un rayo se abalanzó sobre mí. Intenté arrastrarme hacia atrás

con la espada pegada en el suelo, la sangre de mi brazo comenzó a empapar la

tela blanca de mi camisa y llegó hasta mi mano, escurriéndose por mis dedos. Sentí

sus patas en mi pecho, su aliento sobre mi cara y aun con mis pocas fuerzas agarré
el hocico del animal cerrándolo con ambas manos, de una fuerte patada le lancé

hacia el borde de la escalera donde comenzó a lanzar alaridos de dolor. Cuando

volvió de nuevo al ataque yo ya estaba preparado y había tomado nuevamente el

cadáver como mi arma más poderosa. Me había dado cuenta de que el olor a

sangre seca era irresistible para él. El perro comenzó a olisquear y a lamer lo que

quedaba de los miembros inferiores del cadáver. Eso me dio tiempo para buscar la

manera de salir de aquel sitio horripilante. Con la linterna en mi mano temblorosa,

escudriñé aquel nauseabundo lugar, una chispa de esperanza resurgió al ver que

en la parte de arriba había una pequeña ventana.

Tenía que conseguir subir ahí a cualquier precio. En un rincón descubrí algo que

podía ser mi salvación. Una pesada pala de hierro. Aproveché mientras el animal

comenzaba a devorar el brazo de una de sus víctimas que había quedado suelto

en el suelo y de un solo palazo en la cabeza le dejé tan trastornado que ya no

pudo levantarse. Comencé a hacer huecos en el ladrillo del sótano para poder

introducir mis pies a modo de escalera. Casi estaba arriba cuando sentí el mordisco

en mi tobillo, a través de mis botas el perro al que yo había acuchillado en el cuello

había conseguido levantarse de nuevo. Tiró de mí hacia abajo y ambos rodamos

por el suelo, cogí al animal por el cuello y apreté con fuerza, entre ahogados

alaridos el animal quedó tan debilitado que por fin pude quitármelo de encima.

Totalmente maltrecho, conseguí subir por los huecos que había hecho un momento

antes hasta la ventana.

Una vez ahí, me introduje como pude y rodé hasta salir de nuevo al exterior. El aire

frío de la noche inundó mis pulmones, arrancando aquel olor desagradable que se

empeñaba en permanecer adherido a mi ropa. Como pude, me arrastré hasta

llegar de nuevo a la carretera. El trayecto hasta mi coche era corto, pero costoso a

causa del barrizal y de mis escasas fuerzas.

Tembloroso y herido, abrí como pude la cerradura y me senté echando los seguros

a las puertas, nervioso y apresurado. La sensación de seguridad, la pérdida de


sangre y el esfuerzo titánico cayeron sobre mí como una pesada plancha de

acero, sintiéndome incapaz de mover un solo musculo. Poco a poco me sumí en un

sueño ligero, aun no sé por cuánto tiempo.

El reflejo de unos faros con las luces largas me alumbró desde atrás, haciéndome

despertar de mi extraño letargo.

En esa delgada línea que separa la realidad del mundo de los sueños, vi el

centellear de las luces rojas y azules colocadas en el techo. Por el espejo retrovisor

vi como ambas puertas delanteras se abrían y como dos policías fornidos y altos

bajaban del coche. Uno de ellos golpeó el cristal de la ventanilla.

─ Caballero ─me dijo uno de ellos─ abra la ventana por favor. Obedecí mirándolo

con una mezcla de desconcierto y alivio a la vez.

─ ¿Qué le ha sucedido? ─preguntó, alumbrando mi rostro con la linterna─.

─ Pues verá... ─Comencé cubriéndome los ojos con uno de mis brazos─, el coche

se averió y...

─ ¿Y? ─inquirió el policía, bajando un poco la linterna─.

─ Fui a pedir ayuda a aquella casa.

─ ¿Casa?, ¿qué casa? ─los dos policías se miraron sin entender─.

─ La que se ve allí entre los árboles ─señalé─.

─ ¿Se refiere a la casa de la difunta señora Lisa Benson?

─ ¿Difunta? ¡No! ─contesté confundido─, es decir, no lo sé, ella no me dijo su

nombre.

─ ¿Cómo iba a decírselo?, ella murió hace más de dos años devorada por sus

propios perros. La casa fue derribada al poco tiempo.

─ ¡No! ─repetí enloquecido─, fueron sus perros los que me atacaron a mí.

─ Señor ─contestó el policía con voz impaciente─, tras la violenta muerte de su

dueña, se comprobó que esos animales tenían la rabia y fueron sacrificados.


─ ¿Entonces? ─pregunté desconcertado─.

─ ¿Entonces, qué? ─dijo el policía con un tono de voz más impaciente aún─.

Extendí mi brazo totalmente ileso, no había marcas de sangre en mis manos ni en mi

camisa, tampoco sentía ningún tipo de dolor en el tobillo.

─ Vamos, si no ha bebido, seguramente ha debido soñarlo, le ayudaremos a…

─ Un momento Tommy ─interrumpió el otro agente que hasta el momento apenas

había intervenido─, sabes que en todos los casos es así, y este no va a ser la

excepción. No huele a alcohol, pero hay que revisar el coche.

Tommy miró a su compañero y asintió, volviéndose de nuevo a mí y extendiendo su

mano.

─ La llave ─exigió─.

A punto de entrar en estado de shock saqué la llave de la cerradura y la puse en la

mano del agente.

─ Muy bien Glenn, toma la llave y comprueba tú el maletero.

El policía rodeó el coche para tomar la llave, dirigiéndose con ella a la parte de

atrás. Sacó la linterna que llevaba enfundada en el cinturón y empezó a escudriñar

el interior. Glenn miró minuciosamente el maletero.

─ ¿Y bien? ─preguntó Tommy desde donde yo estaba─.

─ No hay nada sospechoso ─contestó el otro con voz tranquila─. Lo único que veo

aquí; es una caja de herramientas.

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