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Cuando el siglo XIX se acercaba a su fin, los científicos podían considerar con satisfacción que habían

aclarado la mayoría de los misterios del mundo físico: electricidad, magnetismo, gases, óptica, acústica,
cinética y mecánica estadística, por mencionar sólo unos pocos, estaban todos alineados en orden ante ellos.
Habían descubierto los rayos X, los rayos catódicos, el electrón y la radiactividad, inventado el ohmio, el
vatio, el kelvin, el julio, el amperio y el pequeño ergio.
Si algo se podía hacer oscilar, acelerar, perturbar, destilar, combinar, pesar o gasificar lo habían hecho, y
habían elaborado en el proceso un cuerpo de leyes universales tan sólido y majestuoso que aún tendemos a
escribirlas con mayúsculas: la Teoría del Campo Electromagnético de la Luz, la Ley de Proporciones
Recíprocas de Richter, la Ley de los Gases de Charles, la Ley de Volúmenes Combinatorios, la Ley del Cero,
el Concepto de Valencia, las Leyes de Acción de Masas y otras innumerables leyes más. El mundo entero
traqueteaba y resoplaba con la maquinaria y los instrumentos que había producido su ingenio. Muchas
personas inteligentes creían que a la ciencia ya no le quedaba mucho por hacer.
En 1875, cuando un joven alemán de Kiel, llamado Max Plank, estaba decidiendo si dedicaba su vida a
las matemáticas o a la física, le instaron muy encarecidamente a no elegir la física porque en ella ya estaba
todo descubierto. El siglo siguiente, le aseguraron, sería de consolidación y perfeccionamiento, no de
revolución, Plank no hizo caso. Estudió física teórica y se entregó en cuerpo y alma a trabajar sobre la
entropía, un proceso que ocupa el centro de la termodinámica, que parecía encerrar muchas posibilidades para
un joven ambicioso.* En 1891 obtuvo los resultados que buscaba y se encontró con la decepción de que el
trabajo importante sobre la entropía se había hecho ya en realidad, en este caso lo había hecho un solitario
profesor de la Universidad de Yale llamado J. Willard Gibbs.
Es, concretamente, una medida del azar o desorden de un sistema. Darreil Ebbing sugiere con gran sentido práctico, en
el manual Química general, que se piense en una
Gibbs tal vez sea la persona más inteligente de la que la mayoría de la gente haya oído hablar. Recatado
hasta el punto de rozar la invisibilidad, pasó casi la totalidad de su vida, salvo los tres años que estuvo
estudian-do en Europa, sin salir de un espacio de tres manzanas en que se incluían su casa y el campus de
Yate de New Haven, Connecticut. Durante sus diez primeros años en Yale, ni siquiera se molestó en cobrar el
sueldo. (Tenía medios propios suficientes) Desde 1871, fecha en la cual se incorporó como profesor a la
universidad, hasta 1903, cuando murió, sus cursos atrajeron a una media de poco más de un alumno por
semestre.1 Su obra escrita era difícil de seguir y utilizaba una forma personal de anotación que resultaba para
muchos incomprensible. Pero enterradas entre sus arcanas formulaciones había ideas penetrantes de la
inteligencia más excelsa.
Entre 1875 y 1878 Gibbs escribió una serie de artículos, titulados colectivamente Sobre el equilibrio de los
sistemas heterogéneos, que aclaraba los principios termodinámicos de..., bueno, de casi todo:2 «Gases,
mezclas, superficies, sólidos, cambios de fase... reacciones químicas, células electroquímicas, sedimentación
y ósmosis», por citar a William H. Cropper. Lo que Gibbs hizo fue, en esencia, mostrar que la termodinámica
no se aplicaba simplemente al calor y la energía3 al tipo de escala grande y ruidosa del motor de vapor, sino
que estaba también presente en el nivel atómico de las reacciones químicas e influía en él. Ese libro suyo ha
sido calificado de «los Principia de la termodinámica»,4 pero, por razones difíciles de adivinar, Gibbs decidió
publicar estas observaciones trascendentales en las Transactions of the Connecticut Academy of Arts and
Sciences, una revista que conseguía pasar casi desapercibida incluso en Connecticut, que fue la razón por la
que Planck no oyó hablar de él hasta que era ya demasiado tarde.
baraja.5 Una baraja nueva recién sacada del estuche, ordenada por palos y numéricamente del as al rey, puede decirse que esta en su
estado ordenado. Baraja las cartas y W pondrás en un estado desordenado. La entropía es un medio de medir exactamente lo desordenado
que está ese estado y de determinar la probabilidad de ciertos resultados con posteriores barajeos. Para entender plenamente la entropía
no hace falta más que entender conceptos como nouniformidades térmicas, distancias reticulares y relaciones estequiométricas, pero la
idea general es ésa. (N. de/A.)
Planck, sin desanimarse -bueno, tal vez estuviese algo desanimado-, pasó a interesarse por otras
cuestiones.*
* Planck fue bastante desgraciado en la vida. Su amada primera esposa murió pronto, en 1909, y al más pequeño de sus hijos le
mataron en la Primera Guerra Mundial. Tenía también dos hijas gemelas a las que adoraba. Una murió de parto. La superviviente fue a
hacerse cargo del bebé y se enamoró del marido de su hermana. Se casaron y, al cabo dedos años, ella murió también de parto. En 1944,
cuando Planck tenía ochenta v cinco años, una bomba de los Aliados cayó en su casa y lo perdió todo, artículos, notas, diarios, lo que
había acumulado a lo largo de toda una vida. Al año siguiente, el hijo que le quedaba fue detenido y ejecutado por participar en una
conspiración para matar a Hitler. (N. del A)
Nos interesaremos también nosotros por ellas dentro de un momento, pero tenemos que hacer antes un leve
(¡pero relevante!) desvío hasta Cleveland, Ohio, y hasta una institución de allí que se llamaba por entonces
Case School of Applied Science. En ella, un físico que se hallaba por entonces al principio de la edad madura,
llamado Albert Michelson, y su amigo el químico Edward Morley se embarcaron en una serie de
experimentos que produjo unos resultados curiosos e inquietantes que habrían de tener repercusiones en
mucho de lo que seguiría.
Lo que Michelson y Morley hicieron, sin pretenderlo en realidad, fue socavar una vieja creencia en algo
llamado el éter luminífero, un medio estable, invisible, ingrávido, sin fricción y por desgracia totalmente
imaginario que se creía que impregnaba el universo entero. Concebido por Descartes, aceptado por Newton y
venerado por casi todos los demás desde entonces, el éter ocupó una posición de importancia básica en la
física del siglo xix para explicar cómo viajaba la luz a través del vacío del espacio. Se necesitó, sobre todo, en
la década de 1800, porque la luz y el electromagnetismo se consideraron ondas, es decir, tipos de vibraciones.
Las vibraciones tienen que producirse en algo; de ahí la necesidad del éter y la prolongada devoción hacia él.
El gran físico británico J. J. Thompson insistía en 1909: «El éter no es una creación fantástica del filósofo
especulativo; es tan esencial para nosotros como el aire que respiramos», eso más de cuatro años después de
que se demostrase indiscutiblemente que no existía. En suma, la gente estaba realmente apegada al éter.
Si necesitases ejemplificar la idea de los Estados Unidos del siglo xix como un país de oportunidades,
difícilmente podrías encontrar un ejemplo mejor que la vida de Albert Michelson. Nacido en 1852 en la
frontera germanopolaca en una familia de comerciantes judíos pobres, llegó de muy pequeño a Estados
Unidos con su familia y se crió en un campamento minero de la región californiana de la fiebre del oro,6
donde su padre tenía una tienda. Demasiado pobre para pagarse los estudios en una universidad, se fue a la
ciudad de Washington y se dedicó a holgazanear junto a la puerta de entrada de la Casa Blanca para poder
colocarse al lado del presidente, Ulysses S. Grant cuando salía a oxigenarse y estirar las piernas dando un
paseo. (Era, no cabe duda, una época más inocente.) En el curso de esos paseos, Michelson consiguió llegar a
congraciarse tanto con el presidente que éste accedió a facilitarle una plaza gratuita en la Academia Naval.
Fue allí donde Michelson aprendió física.
Diez años más tarde, cuando era ya profesor de la Case School of Applied Science de Cleveland,
Michelson se interesó por intentar medir una cosa llamada desviación del éter, una especie de viento de proa
que producían los objetos en movimiento cuando se desplazaban por el espacio. Una de las predicciones de la
física newtoniana era que la velocidad de la luz, cuando surcaba el éter, tenía que variar respecto a un
observador según que éste estuviese moviéndose hacia la fuente de luz o alejándose de ella, pero a nadie se le
había ocurrido un procedimiento para medir eso. Michelson pensó que la Tierra viaja una mitad del año hacia
el Sol y se aleja de él la otra mitad. Consideró que, si se efectuaban mediciones lo suficientemente cuidadosas
en estaciones opuestas y se comparaba el tiempo de recorrido de la luz en las dos, se obtendría la solución.
Michelson habló con Alexander Graham Bell, inventor recién enriquecido del teléfono, y le convenció de
que aportase fondos para construir un instrumento ingenioso y sensible, ideado por Michelson y llamado
interferómetro, que podría medir la velocidad de la luz con gran precisión.

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