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Proyecto

Transversal:
Compendio
Bibliográfico
Stephanie Miranda Moreno
Literatura
ALFONSO REYES
Alfonso Reyes nació el 17 de mayo de 1889 en Monterrey, México. Su padre, el
general Bernardo Reyes, era por entonces gobernador del estado de Nuevo León
y de y Doña Aurelia Ochoa de Reyes. Estudió en la escuela Manuela G. Viuda de
Sada, el Instituto de Varones de Jesús Loreto y el Colegio Bolívar, y el bachillerato
en el Liceo Francés de la Ciudad de México, y estudió Derecho en esta ciudad.
En 1909 fundó, conjuntamente con otros escritores como Pedro Henríquez Ureña,
Antonio Caso y José Vasconcelos Calderón, el Ateneo de la Juventud. Cuando
tenía 21 años de edad, publicó su primer libro Cuestiones Estéticas.
La Revolución Mexicana, de 1910, trajo funestas consecuencias a la familia
Reyes.
En agosto de 1912 fue nombrado secretario de la Escuela Nacional de Altos
Estudios, y en 1913 fue nombrado parte de la Legación de México en Francia. Su
padre participó en un golpe de estado en contra del presidente Francisco I.
Madero, lo que derivaría en la lucha fraticida conocida como la decena trágica, y
murió el primer día de la contienda, esto hizo imposible que Reyes pudiese
regresar al país, y decidió vivir en España donde permaneció hasta 1924. Fue
colaborador de la Revista de Filología Española, de la Revista de Occidente y de
la Revue Hispanique. En España se consagró a la literatura y la combinó con el
periodismo; trabajó en el Centro de Estudios Históricos de Madrid bajo la dirección
de Don Ramón Menéndez Pidal. Una vez asentados los vientos de la revolución,
la fama de Reyes en Europa llegó a México y el gobierno lo incorporó al servicio
diplomático, fue nombrado segundo secretario de la Legación de México en
España, Encargado de negocios en España, Ministro en Francia, y Embajador en
Argentina hasta 1930, en Buenos Aires Reyes convivió con la brillante generación
literaria, Victoria Ocampo le presentó a Xul Solar, Leopoldo Lugones, Jorge Luis
Borges, Adolfo Bioy Casares y Paul Groussac. Después fue enviado a Brasil, y en
abril de 1939 presidió la Casa de España en México, una institución fundada
principalmente por refugiados de la Guerra Civil Española y que después se
convertiría en el prestigiado Colegio de México. Fue miembro de número de la
Academia Mexicana de la Lengua.
Reyes se convirtió en el principal animador de la investigación literaria en México,
y uno de los mejores críticos y ensayistas en lengua castellana.
Murió en 1959 en ciudad de México, víctima de una afección cardiaca.

Sus obras completas abarcan veintiséis volúmenes que incluyen: libros de versos,
crítica, ensayos y memorias, novelas, archivo, prólogos y ediciones comentadas,
traducciones y doscientos dos libros en total.
Entre ellos destacan:
Cartones de Madrid (1917)
Visión de Anáhuac (1917)
Simpatías y diferencias (1921-1926)
Ifigenia cruel (1924)
La crítica en la Edad Ateniense (1945)
La antigua retórica (1942)
Junta de sombras (1949)
El deslinde (1944)
Letras de la Nueva España (1948)
Ultima tule (1942)
Tentativas y Orientaciones (1944)
Norte y Sur (1945)

PREMIOS

Premio Nacional de Literatura en México, 1945

ENLACES
http://www.alfonsoreyes.org/
http://cvc.cervantes.es/literatura/escritores/a_reyes/default.htm
http://www.epdlp.com/escritor.php?id=2200
http://www.poesia-inter.net/indexar.htm
http://www.los-poetas.com/PICTOS/rey1.htm© Escritores.org. Contenido
protegido. Más información: https://www.escritores.org/recursos-para-
escritores/19593-copias
0.1 Alfonso Reyes

«Por mayo era, por mayo…»


I
¿Y tú la edad no miras de las rosas?
Rioja

Ya sabe la flor lo que la espera. Los poetas se lo han revelado mil veces. Pero hay
una flor perdurable, y es la de las artes o las letras, la que se nombra o la que se
figura, la ausente de todo ramillete, que decía el maestro Mallarmé. Cuando todas
estas maravillas naturales se hayan marchitado, todavía seguirán luciendo, con
intacta virtud, esos cuadros y aquellos poemas en que el hombre se ha apoderado
de las primaveras del mundo. Sólo así cobran, como en los ensueños de Díaz Mirón,

inmarcesible juventud los campos


y embriagadora eternidad las flores.

Conforme la flor se traslada de la tierra al espíritu, gradualmente se va trocando


menos mortal. Pero también el cultivo de lo efímero, si ello es hermoso, posee sus
encantos irónicos. La mente se venga de la muerte adorando lo que vive un día. No
sólo entre los indígenas de Bali, sino dondequiera que hay hombres, se alza un altar
a la belleza instantánea. Los antiguos cultivaban, con supersticioso arrobamiento,
aquellos diminutos Jardines de Adonis, que nacían por la mañana y estaban mustios
a la noche. La huella de lo perecedero se inmortaliza sólo en el alma, y Fausto es
capaz de comprar un beso a cambio de la eternidad. Como el instante de dicha se
apaga casi al encenderse, podemos gritar en su seguimiento, tocando levemente la
palabra de Goethe: «¡Detente!... ¡Eras tan bello!» Pero si es bello «es» para
siempre: «Es un goce eterno», ha dicho otro poeta. Imagen de amor y de poesía, la
flor, como la sensitiva, se cierra apenas se la toca, apenas se la disfruta. Gran
privilegio humano, magia concedida al hijo de Adán, es perpetuarla en su adoración.
Y tal es la historia, la fantasía árabe, de la flor que no ha muerto nunca.
Grande es, hasta donde alcanzan los documentos, la tradición del culto a la flor en
la poesía mexicana; es decir, en la sensibilidad mexicana. Desde los poemas
prehispánicos, el cantor indígena nos dice que «se reconcentra a pensar en las
vistosas flores». Sor Juana lloró sobre la «rosa divina» Un indio moderno, El
Nigromante, férreo caudillo liberal y poeta de corte clásico, llamó a la flor «madre de
la sonrisa». Nuestro pueblo, en sus cantares, sigue pidiendo amores a la amapolita
morada. La flor nos acompaña en vida y en muerte, con aquella fidelidad renaciente
del ciclo de las estaciones. Somos una raza prendada de la flor; y acaso la mejor
enseñanza y la más pura experiencia contra los ímpetus de la baja sensualidad está
en que la flor se disfruta con los ojos y con la mente, o por su aroma a lo sumo, sin
que nos sea dable acariciarla, a riesgo de deshacerla entre las manos. Hay que
amarla con desinterés: casi, casi, como a una idea. Porque ¿quién ha poseído
nunca una flor? Y, sin embargo, «la inconsciente coquetería de la flor prueba que la
naturaleza se atavía a la espera del esposo».
Las flores del jardín mexicano han salvado nuestras fronteras. Entre nuestros más
vivos recuerdos del Servicio Exterior, nos acude la evocación de cierto día en que
ofrecimos al Jardín Botánico de Río de Janeiro una reproducción del dios
primaveral, Xochipilli, para que presidiera el rincón mexicano que, en aquel lugar
paradisiaco, quiso y supo arreglar un enamorado de nuestra flor, Campos Porto.
Desde entonces, en el cielo de la ciudad maravillosa se establece un diálogo etéreo
entre dos númenes mexicanos: el Xochipilli, que nos tocó consagrar, y aquel
Cuauhtémoc que llevó a las playas cariocas, años antes, nuestra Embajada al
Centenario de la Independencia Brasileña.

II
Por mi mano plantado tengo un huerto.
Fray Luis de León

Pero ¿por qué hablar de la flor y no de la planta? ¿De una cabeza degollada, y no
del cuerpo cabal que la sustenta? Y hablar de la planta ¿no es ya, en cierto modo,
comenzar a hablar de la agricultura? Procedamos del ramillete al jardín, y del jardín
al campo.
La agricultura es la base física de la civilización. No sólo base de origen, sino base
permanente: con ella comienza la ciudad. Pues, como decía Aristóteles, la
ganadería es una manera de cultivo para cosechas en movimiento. Y la «metalería»,
podemos añadir, es una manera de cosecha para un género de plantas rígidas que,
dichosa o desgraciadamente, no nos es dable sembrar ni fomentar a nuestro
arbitrio.
Hay más: la conservación de nuestra especie es también un orden agrícola, y el
orden agrícola le es tan principal que aun desvanece ciertas fronteras entre bestias
y hombres. Así se explica que los antiguos consideraran al buey, auxiliar de la
agricultura, asociado al hogar del hombre y que comparte su existencia y su casa,
como un miembro más de la tribu, unido a ella por los vínculos totémicos de la
sangre. El sacrificio del buey es considerado como una excelsa y dolorosa oferta a
los dioses. La magia inventa fraudes para tranquilizar la conciencia, convenciendo
al hombre de que el propio buey ha solicitado el sacrificio; y el cuchillo con que se
lo mata es juzgado por delito de sangre y arrojado al mar en castigo. Las
hecatombes de los guerreros de la Ilíada eran verdaderas carnicerías de reses,
porque se vivía en áspero régimen de guerra. Pero cuando los guerreros regresan
a su vida pacífica, vuelven al respeto tradicional. En casa de Néstor, mientras los
destazadores degüellan y asan los bueyes a presencia de la diosa Atenea, las
mujeres se deshacen en lamentaciones y gritos: mueren algunos de los suyos,
aquellos compañeros de labor a quienes precisamente las mujeres seguían,
arreándolos por los surcos.
En una novela de Aldous Huxley, cierto químico se pregunta con angustia qué
porvenir reservaría la política a un plan cuyo objeto fuera evitar el desperdicio del
fósforo. El fósforo es indispensable a la vida, y resulta que plantas, animales y
hombres destruimos las reservas de la naturaleza, sin poder crear restituciones. Así,
en unos millones de años, la vida habrá desaparecido.
Esta relación entre el ser y su ambiente, que la ciencia llama ecología y es condición
de la existencia, admite, en todo caso, el ser sometida a la previsión humana, bajo
una proporción práctica, ya que no bajo la proporción cósmica del sabio de Huxley.
La política agrícola es indispensable a la conservación social, y más en tiempos
como el presente, cuando el caballo de Atila destruye la yerba que pisotean sus
cascos y hay que preparar las trojes para el hambre universal que viene después
de las guerras.
A diferencia de la mayoría de las plantas, que se alimentan exclusivamente de
sustancias inorgánicas, el hombre necesita, como el animal, de sustancias
orgánicas. La base del sustento humano es agrícola en principio. Esta base agrícola
determina la subsistencia histórica y, en mucha parte, conduce la política. Para
reconocer cosa tan obvia no hace falta sentar profesión de materialismo histórico.
Mientras el hombre se consideró el centro y el amo de la naturaleza, al modo que el
sistema tolemaico ponía a la tierra en el centro del universo, la historia fue entendida
como iniciativa caprichosa de unos cuantos héroes. El monarca persa mandaba
azotar al mar, que no permitía bogar a sus flotas. Un día acontece la revolución
copernicana en la Historia. Y hoy el mismo Napoleón, héroe si los hay, nos aparece
como un satélite más, arrastrado en los torbellinos de los grandes mercados. El
héroe victorioso sólo se caracteriza por una conciencia más clara de los destinos.

Y ahora los destinos mandan que México se provea y prepare. La intensificación de


la agricultura es tarea en que la compañera del hombre puede volver a ayudarlo
eficazmente, como en los tiempos primitivos. Es tarea seductora y estética,
adecuada a la sensibilidad femenina, y corresponde al instinto maternal, en cuanto
puede rendir frutos relativamente a corto plazo. El instinto varonil, en cambio, está
volcado sobre la abstracción del porvenir. Los frutos sociales que anhelamos, ni
siquiera soñamos que lleguen a verlos nuestros ojos. Nos basta saber que han de
aprovecharlos nuestros hijos o nuestros nietos. Y una ambición inerradicable en
esta familia de Prometeo a que todos pertenecemos, mujeres y hombres, nos hacen
concebir nuestra satisfacción como un descuento sobre el crédito de la gloria futura.
Para contribuir al rendimiento agrícola no es necesario contar vastas posesiones
territoriales ni complicados implementos, más propios de la administración y del
músculo de los hombres. Se puede hacer agricultura en el jardín o en el patio de la
casa, en el parterre de la escuela y hasta en el tiesto del balcón. Cuanto se intente
en este orden merecerá la gratitud nacional, y un día será el consuelo de nuestros
años soledosos. Que, como en el Cándido de Voltaire, cada cual cultive su propio
jardín. El poeta latino Ausonio, desengañado de la corte, las mundanidades y la
grandeza, y aun despechado de la nueva religión, por cuanto no supo ella amparar
a su imperial protector Graciano, regresa al fin a su«parva heredad», busca los
consuelos nunca engañosos de la naturaleza, y se consagra a cultivar sus espesos
viñedos y sus vivas rosas bordelesas, junto con sus versos, que son otras rosas
menos perecederas.

Alfonso Reyes
Visión de Anáhuac (1519)
I
Viajero: has llegado a la
región más transparente del aire.
En la era de los descubrimientos, aparecen libros llenos de noticias extraordinarias
y amenas narraciones geográficas. La historia, obligada a descubrir nuevos
mundos, se desborda del cauce clásico, y entonces el hecho político cede el puesto
a los discursos etnográficos y a la pintura de civilizaciones. Los historiadores del
siglo xvi fijan el carácter de las tierras recién halladas, tal como éste aparecía a los
ojos de Europa: acentuado por la sorpresa, exagerado a veces. El diligente Giovanni
Battista Ramusio publica su peregrina recopilación Delle Navigationi et Viaggi en
Venecia en el año de 1550. Consta la obra de tres volúmenes in-folio, que luego
fueron reimpresos aisladamente, y está ilustrada con profusión y encanto. De su
utilidad no puede dudarse: los cronistas de Indias del Seiscientos (Solís al menos)
leyeron todavía alguna carta de Cortés en las traducciones italianas que ella
contiene.

En sus estampas, finas y candorosas, según la elegancia del tiempo, se aprecia la


progresiva conquista de los litorales; barcos diminutos se deslizan por una raya que
cruza el mar; en pleno océano, se retuerce, como cuerno de cazador, un monstruo
marino, y en el ángulo irradia picos una fabulosa estrella náutica. Desde el seno de
la nube esquemática, sopla un Éolo mofletudo, indicando el rumbo de los vientos —
constante cuidado de los hijos de Ulises—. Vense pasos de la vida africana, bajo la
tradicional palmera y junto al cono pajizo de la choza, siempre humeante; hombres
y fieras de otros climas, minuciosos panoramas, plantas exóticas y soñadas islas. Y
en las costas de la Nueva Francia, grupos de naturales entregados a los usos de la
caza y la pesquería, al baile o a la edificación de ciudades. Una imaginación como
la de Stevenson, capaz de soñar La isla del tesoro ante una cartografía infantil,
hubiera tramado, sobre las estampas del Ramusio, mil y un regocijos para nuestros
días nublados.

Finalmente, las estampas describen la vegetación de Anáhuac. Deténganse aquí


nuestros ojos: he aquí un nuevo arte de naturaleza.

La mazorca de Ceres y el plátano paradisíaco, las pulpas frutales llenas de una miel
desconocida; pero, sobre todo, las plantas típicas: la biznaga mexicana —imagen
del tímido puerco espín—, el maguey (del cual se nos dice que sorbe sus jugos a la
roca), el maguey que se abre a flor de tierra, lanzando a los aires su plumero; los
«órganos» paralelos, unidos como las cañas de la flauta y útiles para señalar la
linde; los discos del nopal —semejanza del candelabro—, conjugados en una
superposición necesaria, grata a los ojos: todo ello nos aparece como una flora
emblemática, y todo como concebido para blasonar un escudo. En los agudos
contornos de la estampa, fruto y hoja, tallo y raíz, son caras abstractas, sin color
que turbe su nitidez.

Esas plantas protegidas de púas nos anuncian que aquella naturaleza no es, como
la del sur o las costas, abundante en jugos y vahos nutritivos. La tierra de Anáhuac
apenas reviste feracidad a la vecindad de los lagos. Pero, a través de los siglos, el
hombre conseguirá desecar sus aguas, trabajando como castor; y los colonos
devastarán los bosques que rodean la morada humana, devolviendo al valle su
carácter propio y terrible: —En la tierra salitrosa y hostil, destacadas profundamente,
erizan sus garfios las garras vegetales, defendiéndose de la seca—.

Abarca la desecación del valle desde el año de 1449 hasta el año de 1900. Tres
razas han trabajado en ella, y casi tres civilizaciones —que poco hay de común
entre el organismo virreinal y la prodigiosa ficción política que nos dio treinta años
de paz augusta—. Tres regímenes monárquicos, divididos por paréntesis de
anarquía, son aquí ejemplo de cómo crece y se corrige la obra del Estado, ante las
mismas amenazas de la naturaleza y la misma tierra que cavar. De Netzahualcóyotl
al segundo Luis de Velasco, y de éste a Porfirio Díaz, parece correr la consigna de
secar la tierra. Nuestro siglo nos encontró todavía echando la última palada y
abriendo la última zanja.

Es la desecación de los lagos como un pequeño drama con sus héroes y su fondo
escénico. Ruiz de Alarcón lo había presentido vagamente en su comedia de El
semejante a sí mismo. A la vista de numeroso cortejo, presidido por Virrey y
Arzobispo, se abren las esclusas: las inmensas aguas entran cabalgando por los
tajos.

Ése, el escenario. Y el enredo, las intrigas de Alonso Arias y los dictámenes


adversos de Adrián Boot, el holandés suficiente; hasta que las rejas de la prisión se
cierran tras Enrico Martín, que alza su nivel con mano segura.

Semejante al espíritu de sus desastres, el agua vengativa espiaba de cerca a la


ciudad; turbaba los sueños de aquel pueblo gracioso y cruel, barriendo sus piedras
florecidas; acechaba, con ojo azul, sus torres valientes.

Cuando los creadores del desierto acaban su obra, irrumpe el espanto social.

El viajero americano está condenado a que los europeos le pregunten si hay en


América muchos árboles. Les sorprenderíamos hablándoles de una Castilla
americana más alta que la de ellos, más armoniosa, menos agria seguramente (por
mucho que en vez de colinas la quiebren enormes montañas), donde el aire brilla
como espejo y se goza de un otoño perenne. La llanura castellana sugiere
pensamientos ascéticos: el valle de México, más bien pensamientos fáciles y
sobrios. Lo que una gana en lo trágico, la otra en plástica rotundidad.

Nuestra naturaleza tiene dos aspectos opuestos. Uno, la cantada selva virgen de
América, apenas merece describirse. Tema obligado de admiración en el Viejo
Mundo, ella inspira los entusiasmos verbales de Chateaubriand. Horno genitor
donde las energías parecen gastarse con abandonada generosidad, donde nuestro
ánimo naufraga en emanaciones embriagadoras, es exaltación de la vida a la vez
que imagen de la anarquía vital: los chorros de verdura por las rampas de la
montaña; los nudos ciegos de las lianas; toldos de platanares; sombra engañadora
de árboles que adormecen y roban las fuerzas de pensar; bochornosa vegetación;
largo y voluptuoso torpor, al zumbido de los insectos. ¡Los gritos de los papagayos,
el trueno de las cascadas, los ojos de las fieras, le dard empoisonné du sauvage!
En estos derroches de fuego y sueño —poesía de hamaca y de abanico— nos
superan seguramente otras regiones meridionales.

Lo nuestro, lo de Anáhuac, es cosa mejor y más tónica. Al menos, para los que
gusten de tener a toda hora alerta la voluntad y el pensamiento claro. La visión más
propia de nuestra naturaleza está en las regiones de la mesa central: allí la
vegetación arisca y heráldica, el paisaje organizado, la atmósfera de extremada
nitidez, en que los colores mismos se ahogan —compensándolo la armonía general
del dibujo—; el éter luminoso en que se adelantan las cosas con un resalte
individual; y, en fin, para de una vez decirlo en las palabras del modesto y sensible
Fray Manuel de Navarrete:

una luz resplandeciente


que hace brillar la cara de los cielos.

Ya lo observaba un grande viajero, que ha sancionado con su nombre el orgullo de


la Nueva España; un hombre clásico y universal como los que criaba el
Renacimiento, y que resucitó en su siglo la antigua manera de adquirir la sabiduría
viajando, y el hábito de escribir únicamente sobre recuerdos y meditaciones de la
propia vida: en su Ensayo político, el barón de Humboldt notaba la extraña
reverberación de los rayos solares en la masa montañosa de la altiplanicie central,
donde el aire se purifica.

En aquel paisaje, no desprovisto de cierta aristocrática esterilidad, por donde los


ojos yerran con discernimiento, la mente descifra cada línea y acaricia cada
ondulación; bajo aquel fulgurar del aire y en su general frescura y placidez, pasearon
aquellos hombres ignotos la amplia y meditabunda mirada espiritual. Extáticos ante
el nopal del águila y de la serpiente —compendio feliz de nuestro campo— oyeron
la voz del ave agorera que les prometía seguro asilo sobre aquellos lagos
hospitalarios. Más tarde, de aquel palafito había brotado una ciudad, repoblada con
las incursiones de los mitológicos caballeros que llegaban de las Siete Cuevas —
cuna de las siete familias derramadas por nuestro suelo—. Más tarde, la ciudad se
había dilatado en imperio, y el ruido de una civilización ciclópea, como la de
Babilonia y Egipto, se prolongaba, fatigado, hasta los infaustos días de Moctezuma
el doliente. Y fue entonces cuando, en envidiable hora de asombro, traspuestos los
volcanes nevados, los hombres de Cortés («polvo, sudor y hierro») se asomaron
sobre aquel orbe de sonoridad y fulgores —espacioso circo de montañas—.

A sus pies, en un espejismo de cristales, se extendía la pintoresca ciudad, emanada


toda ella del templo, por manera que sus calles radiantes prolongaban las aristas
de la pirámide.Hasta ellos, en algún oscuro rito sangriento, llegaba —ululando— la
queja de la chirimía y, multiplicado en el eco, el latido del salvaje tambor.
La esgrima del ensayo
Por Alfonso Rangel Guerra*
I
La prosa de Alfonso Reyes ofrece al lector una belleza que puede reconocerse tanto en el
lenguaje como en la composición de conjunto. Sin embargo, es evidente que tal belleza no tiene
su origen tan sólo en la perfección en el uso de las palabras, sino que hay otros elementos que
la hacen posible. En estas páginas intentaremos identificar dichos elementos y establecer ciertos
aspectos que permitan entender el origen y el sustento de esta belleza prosística.

Además de la corrección en el manejo de la lengua española, en la prosa de Reyes se pueden


identificar otros valores. Algunos de ellos proceden de las palabras utilizadas y se relacionan con
los aspectos fonético y semántico del lenguaje que inciden de manera evidente en la
composición, es decir, en el ritmo y la cadencia, y en buena medida explican la belleza de la
escritura. Pero quizás hay en ella algo más que es necesario identificar, elementos que de
alguna forma ya se ponen de manifiesto en los aspectos fonético y semántico antes señalados,
pero que no solamente se reducen a ellos: se trata de valores que se originan en el universo
interno del escritor, que pertenecen al ámbito del espíritu.

Apoyados en estas premisas, podemos adelantar desde ahora la siguiente afirmación: la belleza
de la prosa de Alfonso Reyes radica en la conjunción de los valores fonéticos y semánticos
contenidos en las palabras mismas, y en los valores procedentes de su espíritu, de su universo
interior. Como el significado de las palabras nos remite por fuerza a lo semántico, a aquello que
el escritor pretende develar con su lenguaje, es difícil desprender estos valores del valor de las
palabras mismas. No obstante, a sabiendas de la dificultad que esta empresa implica,
intentaremos identificarlos.

Alfonso Reyes, hacia 1950.


Alfonso Reyes escribió prosa, y también poesía. Es más, sus inicios fueron como poeta. Él mismo
se encargó de afirmarlo al decir que su primera salida en letra impresa (el 28 de noviembre de
1905, en El Espectador, periódico de Monterrey) fue con tres sonetos titulados «La duda»,
inspirados en un conjunto escultórico de Cordier. Pero la belleza y el poderío de su prosa han
provocado que, entre quienes se acercan a sus libros, prevalezca la afirmación de que la poesía
de Reyes no posee un rango similar al de su prosa, con lo que su obra en verso ha sido relegada
a un segundo plano. Sin embargo, de una lectura atenta, profunda, de lo escrito por Alfonso
Reyes puede desprenderse que tanto prosa como poesía cuentan con un mismo origen, por lo
que la belleza y el rango superior de ambas son semejantes. Si tal afirmación fuera válida,
tendríamos que reconocer que la prosa de este autor responde a distintos requerimientos
formales que la poesía, pero las dos parten de la misma fuente, lo que significaría, por una
parte, que la belleza de la prosa en Alfonso Reyes proyecta algo más que una mera
comunicación de ideas, pero, por la otra, que la belleza de su poesía se sustenta, por lo tanto,
en algo más que la pura sonoridad de las palabras, sostenida en el ritmo de la acentuación y la
rima, o en otros elementos del lenguaje.
Una aclaración: al hablar de la prosa nos referimos a los ensayos de Alfonso Reyes. Y, para
constreñir un poco más el significado, tendríamos que precisar que sólo nos referimos a ciertos
ensayos, pues la concepción del ensayo literario se ha extendido en las últimas décadas a textos
que quizás, en estricto sentido, no posean las características canónicas del género, como los
artículos periodísticos, la exposición más o menos extensa de algún problema de cualquier orden
(social, histórico, religioso o económico) o los trabajos de crítica literaria.

Ya en otra ocasión propusimos, como definición del ensayo, el escrito dedicado al planteamiento
de una idea, a la recuperación de un recuerdo, a la presentación de crónicas o testimonios de
experiencias intelectuales, sociales, culturales o políticas. A esta definición nos acogemos ahora
para referirnos a ciertos ensayos o escritos de Alfonso Reyes.

Es necesario formular esta acotación, porque los textos en prosa de Alfonso Reyes cubren una
inmensa variedad de propósitos. Existen desde los meramente enfocados a comunicar cierta
información, hasta los trabajos sistemáticos donde plantea una tesis o la exposición metódica de
un problema, como en El deslinde. Prolegómenos a la teoría literaria, obra que, según un crítico,
Alfonso Reyes escribió con prosa árida y llena de tecnicismos, dejando de lado la elegancia en
las frases. En este amplio espectro existe una gama infinita de variantes, desde el artículo
periodístico hasta el texto de crítica literaria, y una serie de escritos, más breves que largos,
donde el autor recogió impresiones o juicios sobre diversas circunstancias vitales.
Siento por Alfonso Reyes una grande admiración. Difícilmente podría asegurar cuál
es la personalidad que en él predomina, si la del crítico de cultura honda y vasta o la
del literato refinadísimo.

Gabriel Alomar, 1921


Si tomamos como ejemplo el volumen V de sus Obras completas, encontramos dos unidades que
pueden identificarse cada una como libros: Historia de un siglo y Las mesas de plomo. La
primera es una relación de los sucesos histórico-políticos más importantes del siglo XIX; la
segunda es una historia del periodismo, centrado particularmente en las prensas inglesa,
española y bonaerense. Podríamos decir que se trata de textos meramente informativos, aunque
en determinados instantes, como suele ocurrir en casi todo lo escrito por él, surge de pronto,
junto a la belleza del estilo, esa gracia difícil de definir por medio de la cual el lenguaje absorbe
elementos no necesarios para la estricta comunicación que otorgan al conjunto una nueva
dimensión, que en rigor lo legitima como texto literario. En ellos la belleza se impone a pesar de
la intención original del autor. Pero, en cambio, Reyes escribió otros textos que contienen, de
principio a fin, esta propiedad cuya característica primordial consiste precisamente en ofrecer
una visión superior del asunto tratado, donde la luz propia emanada de las frases y las palabras
ilumina el conjunto, otorgándole una dimensión superior. Estos escritos son a los que nos
referimos particularmente al identificar la poesía y la prosa de Alfonso Reyes como procedentes
de la misma fuente creadora del espíritu.

En su primer libro, Cuestiones estéticas (París, 1911), se recogen textos redactados entre 1908
y 1910, cuando el autor contaba entre diecisiete y veintiún años de edad. Uno de ellos, escrito
en 1909, se titula «Sobre el procedimiento ideológico de Stéphane Mallarmé». En él se ofrece al
lector un estudio sobre la posición asumida por Mallarmé en el proceso verbal de la creación
poética. Según Reyes, el poeta francés intentó lo inalcanzable: lograr que el lenguaje tradujera
en palabras todo aquello que se agita en su interior. La cita es larga, pero merece recogerse
completa:
Esfuerzo poderoso para perfeccionar el tosco lenguaje, anhelo sabio y
meditado de hacer más directa la manifestación literaria; rebeldía de una
mente original, nueva, integrada, por traer el medio defectuoso a la obediencia
de los fines y de los modos de pensar; delirio, en suma, de perfección; tenaz
empeño de pulir todo frotamiento, de destruir toda aspereza; obra tan vasta y
de tan pasmosa congruencia racional que, con ser sólo de lingüística, supone,
de por sí, la solución de muchos y más profundos problemas y acaso la de la
soñada correspondencia cabal entre las cosas y la voluntad teórica; éste fue el
empeño de Stéphane Mallarmé y en tan vasta obra se gastaron todos sus
alientos.1
Humanista
Ensayista
Preceptista
Prosista
Cuentista
Narrador
Traductor
Profesor
Dramador
Memorialista
Periodista
Poeta, inventor.
Si trece Alfonsos Reyes
—y el rabo por desollar—
el singular
¿qué tal?
Más vale el as que el rey,
pero al plural
¿qué tal?
Si trece Alfonsos Reyes
el singular
¿qué tal?
Max Aub, 1949
La tarea imposible a la que se dedicó Mallarmé proviene del problema de nuestro lenguaje,
derivado de su estructura en letras y palabras, en «elementos distintos y separados», que no
responden al «dinamismo esencial de nuestras almas en su continua y fugaz carrera» y, en
suma, de que nuestro interior está poblado de «pensamientos y no de palabras, de imágenes
interiores y no de ruidos expresados».2 Se trata del problema de todo lenguaje, es decir, de
todos los que utilizan el lenguaje para exteriorizar su pensamiento y sus imágenes; de los
poetas, que intentan expresar su mundo interior en palabras. Años más tarde, treinta y tres,
para ser exactos, Alfonso Reyes retomó este desajuste vital de todo escritor en su libro El
deslinde, con el fin de explicar el problema de la creación poética.
Ya sean poetas, narradores o dramaturgos, no todos los escritores teorizan acerca de su trabajo.
Alfonso Reyes sí lo hizo. A lo largo de su trayectoria, su obra contiene incontables reflexiones
sobre la creación literaria. La mencionada arriba es una de las primeras, y después de ella
escribió un buen número de textos en torno a este tipo de problemas teóricos. Sólo de los
treinta ensayos que integran el primer volumen de sus Obras completas, escritos entre 1907 y
1913, por lo menos en cuatro se dedica a reflexionar sobre los problemas de la creación, y en
muchos más, quizá en todo el resto, aborda la crítica literaria, lo que nos muestra a un Reyes
entregado a la tarea literaria desde sus años juveniles.
Este primer volumen de su obra completa contiene toda la prosa escrita por el autor antes de su
partida a París en 1913, poco después de la trágica muerte de su padre, aunque varios de los
textos (ensayos, cuentos y poesía) no se publicarían sino hasta más tarde. Lo que Reyes escribió
tras esta etapa, incluida su poesía, es diferente: se advierte en su estilo una mayor capacidad
expresiva cuyo sustento es una estructura equilibrada y una conciencia más clara del ritmo, de
los tiempos que permiten a la prosa enriquecerse en el proceso del discurso lingüístico. Un año
después de su arribo a París, el estallido de la Gran Guerra, aunado a los problemas que se
derivaron de una decisión gubernamental en México que afectó a nuestra legación en Francia, lo
obligó a partir. Reyes decidió no regresar a su país y se fue a radicar en Madrid. Un año
después, en 1915, acuciado por la lejanía de la patria, escribió Visión de Anáhuac, un bello texto
en prosa que fue reconocido, desde su primera edición en 1917, como una obra donde el
castellano alcanza una de sus más altas expresiones. Además de la prosa, en este ensayo
destaca la concepción de conjunto, donde predomina la presentación visual: inicia con una
dimensión abierta para continuar con un acercamiento de la imagen, procediendo en cada paso
a la observación directa de lo que es propiamente el objeto de la visión, la gran ciudad de
Tenochtitlán; de ahí describe sus calzadas, mercados, el templo y, finalmente, el palacio de
Moctezuma. Todo un mundo perdido que se recobra por la palabra.
Alfonso Reyes. París, 1924. G.R. Manuel/Fotógrafo.

Tras Visión de Anáhuac vinieron Cartones de Madrid (1917), El plano oblicuo y Retratos reales e
imaginarios (1920), El cazador y la Primera y Segunda Serie de Simpatías y
diferencias (1921), Huellas, poesía (1922) y Calendario (1924), obra con la que concluye la
etapa de su primera época mexicana, los textos de París en 1914 y la producción literaria escrita
durante sus años de Madrid. Con excepción de Huellas, el resto es prosa: un volumen de relatos
y varios de ensayo. En este largo periodo, que si lo referimos a la obra escrita empieza en 1905
y termina en 1924, se define la línea de creación que Alfonso Reyes seguirá el resto de su
trayectoria: el cultivo de la poesía y el ensayo, primordialmente, y algunas narraciones.
Los libros sistemáticos no aparecieron sino años después, a partir de El deslinde, publicado en
1944. Cuando esto ocurrió, ya hacía mucho tiempo que Pedro Henríquez Ureña le había
reclamado a Reyes no escribir obras de mayor envergadura y haberse quedado en los múltiples
textos (ensayos) que comprendían su obra. Al concluir El deslinde, Alfonso Reyes le escribió una
carta a su amigo Henríquez Ureña, en la que le decía:
Carlos Monsiváis
Carlos Monsiváis
(Ciudad de México, 1938 - 2010) Ensayista, cronista y narrador mexicano
considerado una de las inteligencias más lúcidas de la cultura de su país. Cursó
estudios en la Escuela Nacional de Economía y en la Facultad de Filosofía y Letras
de la Universidad Nacional. Dirigió suplementos culturales en los más importantes
diarios y revistas de México y durante mucho tiempo fue asiduo colaborador de
múltiples publicaciones periódicas. Con el tiempo llegaría a ser cofundador y director
de destacados diarios que ejercerían una gran influencia en el desarrollo del
periodismo mexicano. Debe destacarse, por otro lado, su labor como investigador
en el Instituto Nacional de Antropología e Historia de México.
Dotado desde muy joven de un vasto bagaje cultural, su humanismo polifacético
hizo de Monsiváis uno de los pensadores que mejor supo indagar en los aspectos
fundamentales de la sociedad, la política y la cultura mexicanas. Monsiváis cultivó
especialmente la crónica y el ensayo, con una temática y un interés estrechamente
relacionados con los problemas actuales y comprometidos con las luchas populares
de México y América Latina. Su aguda inteligencia se manifiesta a través de una
eficaz ironía y de su estilo crítico, festivo y desenfadado.
Sus crónicas periodísticas se recopilaron en numerosos volúmenes: Principios y
potestades (1969); Días de guardar (1971), sobre la matanza de estudiantes en la
plaza de Tlatelolco el 2 de octubre de 1968, durante el mandato de Gustavo Díaz
Ordaz; Amor perdido (1976), libro centrado en algunas figuras míticas del cine, la
canción popular, el sindicalismo, la militancia de izquierda y la ideología burguesa;
Entrada libre (1987), donde recogió sus crónicas sobre la nueva sociedad mexicana;
Escenas de pudor y liviandad (1988), que disecciona con humor, acidez y ternura el
mundo del espectáculo; Los rituales del caos (1995), donde pinta una panorama
desolador, en medio de la debacle de la clase política y la crisis de la democracia;
y otras recopilaciones como Sabor a PRI, ¿De qué se ríe el licenciado? y Rostros
del cine mexicano.
Pero su género predilecto fue el ensayo, en el que trató variados temas relacionados
con la cultura mexicana. Destacan entre ellos Características de la cultura nacional
(1969); Historias para temblar: 19 de septiembre de 1985 (1988); Aires de familia:
cultura y sociedad en América Latina (2000) y Yo te bendigo, vida (2002), sobre la
vida y la obra de Amado Nervo. Editó además diversas antologías literarias en las
que su puso de relieve su reivindicación de la poesía y la canción popular: La poesía
mexicana del siglo XX (1966), La poesía mexicana II, 1914-1979 (1979), La poesía
mexicana III (1985), Lo fugitivo permanece. 20 cuentos mexicanos (1990) o
Amanecer en el valle del Sinú: antología poética (2006), a partir de la obra del poeta
Raúl Gómez Jattin.
Entre sus textos biográficos destaca el dedicado a la singular artista mexicana Frida
Kahlo (Frida Kahlo: una vida, una obra, 1992). Su única incursión en la narrativa fue
el Nuevo catecismo para indios remisos (1982). Recibió entre otros reconocimientos
el premio Villaurrutia (1996) y el Anagrama de Ensayo (2000), que le fue concedido
en España por su obra Aires de familia: cultura y sociedad en América Latina. En
2006 recibió el premio Juan Rulfo y publicó Imágenes de la tradición viva. Sus
últimos títulos fueron Las alusiones perdidas (2007) y El 68, la tradición de la
resistencia (2008).

ENSAYOS:
 Principados y potestades (1969)
 Días de guardar (1970)
 «Notas sobre la cultura mexicana en el siglo XX» en Historia General de
México (1976)
 Amor perdido (1977)
 El crimen en el cine (1977)
 Cultura urbana y creación intelectual.
 El caso mexicano (1981)
 Cuando los banqueros se van (1982)
 De qué se ríe el licenciado.
 Una crónica de los 40 (1984)

Ensayo en PDF Días de guardar:


https://books.google.com.gi/books?id=FdzRMloT5N8C&printsec=copyright&hl=es#
v=onepage&q&f=false
Jorge Luis Borges.
Jorge Luis Borges Acevedo. (Buenos Aires, 24 de agosto de
1899 - Ginebra, Suiza, 14 de junio de 1986). Poeta, ensayista y
escritor argentino.
Estudia en Ginebra e Inglaterra. Vive en España desde 1919
hasta su regreso a Argentina en 1921. Colabora en revistas
literarias, francesas y españolas, donde publica ensayos y
manifiestos.
De regreso a Argentina, participa con Macedonio Fernández en
la fundación de las revistas Prisma y Prosa y firma el primer
manifiesto ultraísta. En 1923 publica su primer libro de poemas,
Fervor de Buenos Aires, y en 1935 Historia universal de la
infamia, compuesto por una serie de relatos breves (formato que utilizará en
publicaciones posteriores).
Durante los años treinta su fama crece en Argentina y publica diversas obras en
colaboración con Bioy Casares, de entre las que cabe subrayar Antología de la
literatura fantástica. Durante estos años su actividad literaria se amplía con la crítica
literaria y la traducción de autores como Virginia Woolf, Henri Michaux o William
Faulkner.
Es bibliotecario en Buenos Aires de 1937 a 1945, conferenciante y profesor de
literatura inglesa en la Universidad de Buenos Aires, presidente de la Sociedad
Argentina de Escritores, miembro de la Academia Argentina de las Letras y director
de la Biblioteca Nacional de Argentina desde 1955 hasta 1974. En 1961 comparte
con Samuel Beckett el Premio Formentor, otorgado por el Congreso Internacional
de Editores. Desde 1964 publica indistintamente en verso y en prosa.
Borges utiliza un singular estilo literario, basado en la interpretación de conceptos
como los de tiempo, espacio, destino o realidad. La simbología que utiliza remite a
los autores que más le influencian -William Shakespeare, Thomas De Quincey,
Rudyard Kipling o Joseph Conrad-, además de la Biblia, la Cábala judía, las
primigenias literaturas europeas, la literatura clásica y la filosofía.
Publica libros de poesía como El otro, el mismo, Elogio de la sombra, El oro de los
tigres, La rosa profunda, La moneda de hierro y cultiva la prosa en títulos como El
informe de Brodie y El libro de arena. En estos años Borges también publica libros
en los que se mezclan prosa y verso, libros que aúnan el teatro, la poesía y los
cuentos; ejemplos de esta fusión son títulos como La cifra y Los conjurados.
La importancia de su obra se ve reconocida con el Premio Miguel de Cervantes en
1979.

ENSAYOS DE BORGUES

Ensayo: Acerca de mis cuentos.

Borges entabla en su peculiar una especie de dialogo con el lector. Introduce el te


Acaban de informarme que voy a hablar sobre mis cuentos. Ustedes quizás los
conozcan mejor que yo, ya que yo los he escrito una vez y he tratado de olvidarlos,
para no desanimarme he pasado a otros; en cambio tal vez alguno de ustedes haya
leído algún cuento mío, digamos, un par de veces, cosa que no me ha ocurrido a
mí. Pero creo que podemos hablar sobre mis cuentos, si les parece que merecen
atención. Voy a tratar de recordar alguno y luego me gustaría conversar con ustedes
que, posiblemente, o sin posiblemente, sin adverbio, pueden enseñarme muchas
cosas, ya que yo no creo, contrariamente a la teoría de Edgar Allan Poe, que el arte,
la operación de escribir, sea una operación intelectual. Yo creo que es mejor que el
escritor intervenga lo menos posible en su obra. Esto puede parecer asombroso; sin
embargo, no lo es, en todo caso se trata curiosamente de la doctrina clásica.
Ensayo: Historia de la eternidad
Si los destinos de Edgar Allan Poe, de los vikings, de Judas Iscariote y de mi lector
secretamente son el mismo destino —el único destino posible—, la historia universal
es la de un solo hombre. En rigor, Marco Aurelio no nos impone esta simplificación
enigmática. (Yo imaginé hace tiempo un cuento fantástico, a la manera de León
Bloy: un teólogo consagra toda su vida a confutar a un heresiarca; lo vence en
intrincadas polémicas, lo denuncia, lo hace quemar; en el Cielo descubre que para
Dios el heresiarca y él forman una sola persona.) Marco Aurelio afirma la analogía,
no la identidad, de los muchos destinos individuales. Afirma que cualquier lapso —
un siglo, un año, una sola noche, tal vez el inasible presente— contiene
íntegramente la historia.
Ensayo: El tamaño de mi esperanza.
Dos presencias de Dios, dos realidades de tan segura eficacia reverencial que la
sola enunciación de sus nombres basta para ensanchar cualquier verso y nos
levanta el corazón con júbilo entrañable y arisco, son el arrabal y la pampa. Ambos
ya tienen su leyenda y quisiera escribirlos con dos mayúsculas para señalar mejor
su carácter de cosas arquetípicas, de cosas no sujetas a las contingencias del
tiempo. Sin embargo, acaso les quede grande aquello de Dios y me convenga más
definirlas con la palabra tótem, en su acepción generalizada de cosas que son
consustanciales de una raza o de un individuo. (Tótem es palabra algorquina: los
investigadores ingleses la difundieron y figura en obras de Spengler y de F.
Graebner que hizo traducir Ortega y Gasset en su alemanización del pensar
hispánico).
Pampa. ¿Quién dio con la palabra pampa, con esa palabra infinita que es como un
sonido y su eco? Sé nomás que es de origen quechua, que su equivalencia primitiva
es la de la llanura y que parece silabeada por el pampero. El coronel Hilario
Ascasubi, en sus anotaciones a Los mellizos de la flor, escribe que lo que el
gauchaje entiende por pampa es el territorio desierto que está del otro lado de las
fronteras y que las tribus de indios recorren. Ya entonces, la palabra pampa era
palabra de lejanía.
Inquisiciones (1925)
El tamaño de mi esperanza (1926)
El idioma de los argentinos (1928)
Evaristo Carriego (1930)
Discusión (1932)
Historia de la eternidad (1936)
Aspectos de la poesía gauchesca (1950)
Otras inquisiciones (1952)
El congreso (1971)
Libro de sueños (1976

ENSAYO SOBRE EL IDIOMA ANALÍTICO DE JOHN WILKINS, DE


JORGE LUIS

Este texto gira en torno a una de las curiosidades expuesta en un ensayo de Borges,
El idioma analítico de John Wilkins. Esta curiosidad a la que nos referimos es “la
posibilidad y principios de un lenguaje mundial”.Lo que pretendía Wilkins era unificar
todos los pensamientos humanos en un solo idioma.Nada se puede definir ni
clasificar, pues, por ejemplo, algo tan simple como el Derecho, es a su vez, algo
complicado, ya que en cada país, el Derecho abarca unos temas distintos, o se
aplica de forma diferente. Pues en todo el mundo, hay varias familias jurídicas que
hace que en cada sitio, el derecho se aplique de distinta forma.Vamos a ver un poco
todas las familias jurídicas, y después nos centraremos en las más abundantes: La
familia neorrománica y la Familia del common law.La primera es los sistemas
mixtos. Consiste en la existencia de varias tradiciones jurídicas dentro de un mismo
sistema.Continuamos por la familia islámica. Ésta es un conjunto de países que
llevan acabo la misma religión, que es el Islam.Ahora hablaremos de los sistemas
religiosos. Éstos no tienen tradición jurídica común, por lo que no se les puede
llamar familia.Finalmente vamos a ir con las familias jurídicas más abundantes, que
son la Familia Neorrománica y la Familia del Common Law. Empezaremos con la
neorrománica. Esta familia es la que se da aquí en España, entre otros muchos
sitios. Vuelca toda su preocupación en los valores de justicia y moral. Tiene sus
raíces en el Derecho Romano, por lo que se considera la familia jurídica más
antigua. Éste pasó por tres etapas: -La primera de todas fue La Monarquía, donde
había poder absoluto, regía la costumbre y la rigidez.-La segunda etapa fue La
Republica, aquí se originaron tanto el senado como las principales fuentes de este
derecho.-Finalmente, la última de estas etapas fue El Imperio. Fue en este momento
donde se fueron creando las constituciones imperiales.Esta familia se caracteriza
por que la ley es la fuente principal del derecho, por la importancia que tiene la
Codificación del Derecho, por la separación existente entre el derecho privado y el
derecho público y, finalmente, porque el derecho procesal es un derecho escrito y
no oral.Ahora pasamos a la Familia del Common Law. Esta familia de sistemas se
anexionó a una tradición jurídica que surgió en Inglaterra en el siglo XIX. Sus
normas jurídicas se crean mediante las decisiones dadas en la sentencia judicial.
Hay una serie de diferencias dadas entre la familia neorrománica y la familia del
common law. La diferencia más importante se encuentra en sus fuentes del
derecho.

https://www.escritores.org/recursos-para-escritores/19593-copias
https://www.caracteristicas.co/jorge-luis-borges/
Octavio Paz
(Ciudad de México, 1914 - id., 1998) Escritor mexicano. Junto con Pablo Neruda y
César Vallejo, Octavio Paz conforma la tríada de grandes poetas que, tras el declive
del modernismo, lideraron la renovación de la lírica hispanoamericana del siglo XX.
El premio Nobel de Literatura de 1990, el primero concedido a un autor mexicano,
supuso asimismo el reconocimiento de su inmensa e influyente talla intelectual, que
quedó reflejada en una brillante producción ensayística.
Nieto del también escritor Ireneo Paz, los intereses literarios de Octavio Paz se
manifestaron de manera muy precoz, y publicó sus primeros trabajos en diversas
revistas literarias. Estudió en las facultades de Leyes y de Filosofía y Letras de la
Universidad Nacional. Sus preocupaciones sociales también se dejaron sentir
prontamente, y en 1937 realizó un viaje a Yucatán con la intención de crear una
escuela para hijos de trabajadores. En junio de ese mismo año contrajo matrimonio
con la escritora Elena Garro (que le daría una hija y de la que se separaría años
después) y abandonó sus estudios académicos para realizar, junto a su esposa, un
viaje a Europa que sería fundamental en toda su trayectoria vital e intelectual.
En París tomó contacto, entre otros, con César Vallejo y Pablo Neruda, y fue
invitado al Congreso de Escritores Antifascistas de Valencia. Hasta finales de
septiembre de 1937 permaneció en España, donde conoció personalmente a
Vicente Huidobro, Nicolás Guillén, Antonio Machado y a destacados poetas de la
generación del 27, como Rafael Alberti, Luis Cernuda, Miguel Hernández, Emilio
Prados y Manuel Altolaguirre. Además de visitar el frente, durante la Guerra Civil
española (1936-1939) escribió numerosos artículos en apoyo de la causa
republicana.
Tras volver de nuevo a París y visitar Nueva York, en 1938 regresó a México y allí
colaboró intensamente con los refugiados republicanos españoles, especialmente
con los poetas del grupo Hora de España. Mientras, trabajaba en un banco y
escribía diariamente una columna de política internacional en El Popular, periódico
sindical que abandonó por discrepancias ideológicas. En 1942 fundó las revistas
Tierra Nueva y El Hijo Pródigo.
Desde finales de 1943 (año en que recibió una beca Guggenheim para visitar los
Estados Unidos) hasta 1953, Octavio Paz residió fuera de su país natal: primero en
diversas ciudades norteamericanas y, concluida la Segunda Guerra Mundial, en
París, después de ingresar en el Servicio Exterior mexicano. En la capital francesa
comenzó su alejamiento del marxismo y el existencialismo para acercarse a un
socialismo utópico y sobre todo al surrealismo, entendido como actitud vital y en
cuyos círculos se introdujo gracias a Benjamin Péret y principalmente a su gran
amigo André Breton.
De nuevo en México, fundó en 1955 el grupo poético y teatral Poesía en Voz Alta,
y posteriormente inició sus colaboraciones en la Revista Mexicana de Literatura y
en El Corno Emplumado. En las publicaciones de esta época defendió las
posiciones experimentales del arte contemporáneo. En la década de los 60 volvió
al Servicio Exterior, siendo destinado como funcionario de la embajada mexicana
en París (1960-1961) y más tarde en la de la India (1962-1968); en este último país
conoció a Marie-José Tramini, con la que se casó en 1964. En 1966 editó con José
Emilio Pacheco y Homero Aridjis la antología Poesía en movimiento. Cerró su
actividad diplomática en 1968, cuando renunció como protesta contra la política
represiva del gobierno de Gustavo Díaz Ordaz frente el movimiento democrático
estudiantil, que culminó con la matanza en la Plaza de las Tres Culturas de
Tlatelolco.
Ejerció desde entonces la docencia en universidades americanas y europeas, a la
vez que proseguía su infatigable labor cultural impartiendo conferencias y fundando
nuevas revistas, como Plural (1971-1976) o Vuelta (1976). En 1990 se le concedió
el Nobel de Literatura, coronación a una ejemplar trayectoria ya previamente
reconocida con el máximo galardón de las letras hispanoamericanas, el Premio
Cervantes (1981), y que se vería de nuevo premiada con el Príncipe de Asturias de
Comunicación y Humanidades (1993).

Obra ensayística

Poeta, narrador, ensayista, traductor, editor y gran impulsor de las letras mexicanas,
Paz se mantuvo siempre en el centro de la discusión artística, política y social del
país. Tanto la curiosidad insaciable como la variedad de sus intereses y su aguda
inteligencia analítica se hicieron patentes en sus numerosos ensayos, que cubrieron
una amplia gama de temas, desde el arte y la literatura hasta la sociología y la
lingüística, pasando por la historia y la política. La enjundia, la profundidad y la
sutileza caracterizan estos textos.

De tema literario son El arco y la lira (1959), profunda reflexión sobre la creación
poética, y Sor Juana Inés de la Cruz o las trampas de la fe (1982), completo estudio
sobre la obra y la compleja personalidad de Juana Inés de la Cruz, poetisa mexicana
del siglo XVII. La identidad mexicana es en cambio el tema de El laberinto de la
soledad (1950) y Posdata (1970). De sus últimos ensayos cabe destacar La llama
doble (1993). La obra recorre la literatura universal en busca de la génesis de
la idea poética del amor, el amor cortés provenzal, del que halla precedentes
en las milenarias religiones indias y chinas y en el helenismo (con su fusión
de Oriente y Occidente). Después de los poetas provenzales, el cristianismo
desarboló el amor cortés; la pasión carnal, consumación del amor, fue
relegada en favor de la divinización del objeto amado (Dante, Petrarca y el
neoplatonismo).
Según el autor, hubo que esperar a la Revolución Francesa para que el amor
recobrase su humanidad en manos de poetas y prosistas. Pero en el mundo
moderno, la revolución sexual de 1968 condujo al fin del alma a manos del
materialismo científico; dicho de otro modo, el amor ha sido víctima de la
crisis de la idea de persona: un pesimismo extremo cierra esta obra.

ENSAYOS
Cuadrivio (1965)
Claude Lévi-Strauss o el nuevo festín de Esopo (1967)
Conjunciones y disyunciones (1969)
Los hijos del limo (1974)
El ogro filantrópico (1979)
Hombres de su siglo (1984).

Los hijos del limo (Octavio Paz, 1972) REFLEXION


ensayo.

Introducción

Hemos querido comenzar esta reflexión con unas palabras pronunciadas por el
escritor mexicano en la Academia Sueca de la Lengua, pues creemos que
simbolizan en parte lo que pretende este trabajo. Sabemos que la tarea que nos
hemos impuesto es compleja, tan compleja como la literatura misma, pues ella -
como toda creación humana- está determinada por infinitos pliegues imposibles de
abarcar en un discurso. Precisamente, ahí reside lo maravilloso del universo
literario: no se agota en un axioma, en una noción común (como en el campo de
las ciencias), se desenvuelve en un espacio cargado de simbolismos y exégesis
que no periclitan en una manifestación; vuelven una y otra vez con infinitas
facetas, cada cual más compleja que la anterior.

Encontramos atingentes las palabras del escritor y poeta, porque es un lugar


común hallar en Occidente personas que en algún momento de sus vidas se han
sentido próximas a aquel imaginario. Excluimos de nuestro marco analítico a las
otras culturas, no porque no tengan su imaginario propio, sino porque su
imaginario está compuesto por otros contenidos; estos contenidos pueden tener
también lugares comunes, pero sus puntos de fuga obedecen a otros arquetipos.
Con esto, no negamos que el género humano no posea un tronco común, por el
contrario, sabemos que esa es una verdad imposible de desconocer; lo que
afirmamos es que por estar signados por diferentes visiones de mundo, no
compartimos el mismo ethos. De aquí que sus modos de representar las distintas
manifestaciones culturales traigan aparejadas diferencias de tonalidad.
La teoría literaria en América Hispana ha elaborado distintas visiones teóricas,
iniciándose con el ensayo Nuestra América (1891) de José Martí. Esta corriente de
pensamiento ha pasado por distintas fases en su desarrollo, las que oscilan entre
los enfoques americanista (cf. Henríquez Ureña 45-56), el cual ensalza la idea de
rescatar la producción literaria autóctona como una manera de conquistar una
identidad regional propiamente hispanoamericana; y prooccidental, que ve en la
tradición literaria un fenómeno eminentemente adscrito a los modelos cristianos
occidentales, pasando por distintas variantes intermedias. Así es como, en este
contexto, al ya complejo panorama se han sumado otras disciplinas, las que han
intervenido tratando de apropiarse del espacio literario, como una herramienta
más para reafirmar sus respectivas posiciones ideológicas; no obstante, no es
hasta comienzos del siglo XX cuando estas disputas comienzan a hacerse más
marcadas, y ello precisamente con motivo del desarrollo y predominio de la
burguesía, la que a fines del siglo XIX se instauró como el paradigma por
excelencia en el mundo occidental.

Cabe preguntarse: ¿qué pasaba en el periodo inmediatamente anterior?

Pues bien, pensamos que la literatura en sus distintas expresiones estaba


centrada esencialmente en Europa, ya que el continente americano aún se
encontraba en pleno proceso de desarrollo político y económico, y su auge
artístico en relación al continente europeo fue más bien tardío. Esto no significa
que en América en tal periodo no existiera creación literaria -por el contrario,
existía y en cantidad no despreciable-, sino que sus obras estaban más bien
enmarcadas en relaciones de corte nacional, con algunas producciones visionarias
notables que constituyen la excepción más que la regla. Octavio Paz lo comenta
en estos términos:

En el siglo XVII Nueva España era una sociedad más fuerte, próspera y civilizada
que Nueva Inglaterra pero era una sociedad cerrada no sólo al exterior sino al
porvenir. Mientras la democracia religiosa de Nueva Inglaterra se transformó, al
finalizar el siglo XVIII, en la democracia política de los Estados Unidos, Nueva
España, incapaz de resolver las contradicciones que llevaba en su seno estalló y,
en el siglo XIX, se desmoronó (Sor Juana 67).
Es indiscutible que hay grandes puntos de convergencia entre eximios autores de
la literatura americana, que van desde América del norte a Sudamérica, pero lo
que queremos destacar es que no hay una visión de conjunto acerca de los
grandes temas que ocupan al mundo occidental. América es un continente nuevo,
que va en una fase de su desarrollo material muy por detrás del mundo de las
grandes metrópolis europeas. Escribimos desarrollo material -y queremos hacer
hincapié en esto-, pues no hay un ser en el mundo que sea más o menos
desarrollado respecto de otro habitante del planeta en cuanto a sus capacidades;
por ejemplo, Cervantes no era subdesarrollado respecto de Shakespeare porque
España era materialmente menos avanzada en la revolución industrial que
Inglaterra. Si a eso se le suma el haber sido colonizados fundamentalmente por
dos grandes estados imperiales como España e Inglaterra, y en menor grado,
Francia y Portugal, con una visión de mundo católica y protestante diametralmente
opuesta, es plausible formarse una idea acabada de cuál es la sensibilidad
imperante en los espacios geográficos hispanoamericanos.

La reflexión de nuestro trabajo se enmarca en la línea de quienes piensan que la


tradición literaria hispanoamericana es tributaria de la cultura occidental.
Pensamos que Octavio Paz es uno de ellos. Por lo mismo, hemos elegido una de
las obras más representativas de su pensamiento, como es Los hijos del limo, no
sin antes dejar en claro que en ningún caso aseveramos que en otros títulos del
autor no se transite por las mismas ideas, sino que, a nuestro entender, aquella es
la que mejor condensa la perspectiva que queremos abordar.
I

Antes de comenzar nuestra disquisición respecto de la tradición del quiebre o la


ruptura, como afirma Octavio Paz, se hace imprescindible hacer una sucinta
digresión anteponiendo un proemio. La tradición occidental no ha aparecido en la
historia sin antes haber permanecido en varios estadios. En el comienzo, la
humanidad se encuentra en una faceta que muy bien describe Mircea Eliade: "El
Mundo se presenta de tal manera que, al contemplarlo, el hombre religioso
descubre los múltiples modos de lo sagrado y, por consiguiente, del Ser. Ante
todo, el Mundo existe, está ahí, tiene una estructura: no es un Caos, sino un
Cosmos; por tanto, se impone como una creación, como una obra de los dioses"
(71). De este punto se pasa al racionalismo griego, que si bien estaba teñido por
ideas heredadas de su pasado mítico más inmediato, es el primer esfuerzo
sistematizador del conocimiento en el mundo occidental. Allí se instalan dos
grandes tendencias: una corriente que va por la línea de Platón y otra que circula
por la corriente de pensamiento que pasa por Aristóteles. En medio de ambas se
situará el cristianismo, que es una variante del judaísmo, religión monoteísta por
excelencia. En las dos primeras concepciones, hay un concepto del tiempo
radicalmente opuesto al tiempo lineal cristiano, que establecía un momento de la
creación y un tiempo del fin de esta. Este hecho es de enorme trascendencia,
pues se legitima una visión que parte del supuesto de que hay un principio que
debe desembocar necesariamente en un telos, en el cual se termina la historia.
Este estado de cosas permanece casi inalterado hasta el final de la Edad Media y
el principio de la modernidad, tiempo en el que opera una revolución que
trastrocará todos los modelos hasta entonces vigentes. Cabe preguntarnos: ¿qué
pasó con la tradición? Octavio Paz señala a este respecto:

Se entiende por tradición la transmisión de una generación a otra de noticias,


leyendas, historias, creencias, costumbres, formas literarias y artísticas, ideas,
estilos; por tanto, cualquier interrupción en la transmisión equivale a quebrantar la
tradición. Si la ruptura es destrucción del vínculo que nos une al pasado, negación
de la continuidad entre una generación y otra, ¿puede llamarse tradición a aquello
que rompe el vínculo e interrumpe la continuidad?" (Los hijos del limo 17).
Efectivamente, la modernidad no rompe los lazos definitivamente con la tradición
anterior a ella, sino que hace uso de esta y al mismo tiempo subvierte su escala
de valores, se sirve de ella y genera su propio universo. Lo que singulariza a la
modernidad respecto de todas las demás épocas en la historia de Occidente es
precisamente su ruptura con el hilo conductor que venía desde los tiempos
anteriores, especialmente con el cristianismo. La modernidad vista así es un
fenómeno distinto, ahí radica todo su poder de seducción. Ya nos lo dice Octavio
Paz: "Lo nuevo nos seduce no por nuevo sino por distinto; y lo distinto es la
negación, el cuchillo que parte en dos al tiempo: antes y ahora" (20-1).

No obstante, a pesar de no sentirse tributaria de ningún otro periodo, no escatima


esfuerzos en ir a beber del manantial del mundo clásico grecolatino e inclusive
más atrás. Leemos:

Lo viejo de milenios también puede acceder a la modernidad: basta con que se


presente como una negación de la tradición y que nos proponga otra. Ungido por
los mismos poderes polémicos que lo nuevo, lo antiquísimo no es un pasado: es
un comienzo. La pasión contradictoria lo resucita, lo anima y lo convierte en
nuestro contemporáneo. En el arte y en la literatura de la época moderna hay una
persistente corriente arcaizante que va de la poesía popular germánica de Herder
a la poesía china desenterrada por Pound, y del Oriente de Delacroix al arte de
Oceanía amado por Bretón. Todos esos objetos, trátese de pinturas y esculturas o
de poemas, tienen en común lo siguiente: cualquiera que sea la civilización a que
pertenezcan, su aparición en nuestro horizonte estético significó una ruptura, un
cambio (21).
La modernidad es una revolución total, su pretensión no conoce límites; el
cortapisas está dado sólo por el sujeto, el mismo que ve en permanente
transformación y cambio. Si los antiguos se imaginaban los acontecimientos como
una constante repetición de ciclos, para el hombre moderno cada momento es
único e irrepetible. De este modo, la crítica moderna reafirma su mirada en la
otredad como baluarte de su impronta. Como toda revolución totalizadora, el
tiempo moderno solo puede situarse allende la contingencia, Octavio Paz refiere:

El remedio contra el cambio y la extinción es la recurrencia: el pasado es un


tiempo que reaparece y que nos espera al fin de cada ciclo. El pasado es una
edad venidera. Así, el futuro nos ofrece una doble imagen: es el fin de los tiempos
y es su recomienzo, es la degradación del pasado arquetípico y es su
resurrección. El fin del ciclo es la restauración del pasado original -y el comienzo
de la inevitable degradación. La diferencia entre esta concepción y las de los
cristianos y los modernos es notable: para los cristianos el tiempo perfecto es la
eternidad: una abolición del tiempo, una anulación de la historia; para los
modernos la perfección no puede estar en otra parte, si está en alguna, que en el
futuro (29-30).
De esta manera, la tragedia cósmica pasa de lo impersonal en el tiempo mítico al
drama personal del cristianismo, el que busca la salvación del sujeto a fuerza de
que se someta a los designios decretados por el creador. No será hasta los
comienzos de la modernidad que se posicionará el cambio como eje central de su
ideario. Esto en principio no es nuevo, ya que en Grecia los grandes filósofos
habían indagado en la misma querella, solo que con otros actores; del ser inmóvil
de Parménides se pasó a las esencias puras de Platón, para llegar a la filosofía de
un aristócrata misántropo como Heráclito de Éfeso, que postulaba que todo está
sujeto a la inevitabilidad del cambio.

II

La insurrección moderna, recogiendo en parte este legado, también adoptará el


cambio como una de sus ideas axiales. Este principia en dos dualismos, Dios y
ser, revelación y razón, ambas posturas irreconciliables. El Dios del evangelio no
tolera la insumisión, la razón, por el contrario, siempre se ve a sí misma escindida
y, en tanto tal, otra. Cuando se realiza una introspección, en su imagen especular
se aprecia siempre como diferencia, puro devenir y alteridad. De este modo, su
manera de ser se perpetúa.

La idea de progreso es connatural al discurso moderno, por eso el hombre


instalado en la modernidad vive inmerso en un mar de especulaciones que se
inventa y recrea en un perpetuo devenir. De ahí su afición por la historia, pues
esta le provee de un suceder en constante transformación a través de escalas
progresivas, y un sitio en el que encuentra un metarrelato tan fuerte como aquel al
que pretende suplantar. Tal es su anhelo metafísico, uno que no parte de la fe,
sino de su anverso, su doble, pero laico. Para ello se aferra a una categoría
temporal como es el futuro, al que le otorga un rango ontológico tan inclusivo
como la divinidad. Octavio Paz nos recuerda:

El gran cambio revolucionario, la gran conversión, fue la del futuro. En la sociedad


cristiana el porvenir estaba condenado a muerte: el triunfo del eterno presente, al
otro día del Juicio Final, era asimismo el fin del futuro. La modernidad invierte los
términos: si el hombre es historia y sólo en la historia se realiza; si la historia es
tiempo lanzado hacia el futuro y el futuro es el lugar de elección de la perfección;
si la perfección es relativa con relación al porvenir y absoluta frente al pasado,
pues entonces el futuro se convierte en el centro de la tríada temporal: es el imán
del presente y la piedra de toque del pasado. Semejante al presente fijo del
cristianismo, nuestro futuro es eterno. Como él, es impermeable a las vicisitudes
del ahora e invulnerable a los horrores del ayer. Aunque nuestro futuro es una
proyección de la historia, está por definición más allá de la historia, lejos de sus
tempestades, lejos del cambio y de la sucesión. Si no es la eternidad cristiana, se
parece a ella en ser aquello que está del otro lado del tiempo: nuestro futuro es
simultáneamente la proyección del tiempo sucesivo y su negación. El hombre
moderno se ve lanzado hacia el futuro con la misma violencia que el cristiano se
veía lanzado hacia el cielo o al infierno (54-5).
Si se vierten estos conceptos al campo literario, esto produce un radical cambio en
la sensibilidad: la que había empezado con los prerrománticos toma renovados e
intensos bríos y va a posicionarse con gran fuerza en el romanticismo alemán.
Edificar un poema equivale a crear un mundo aparte, todo se critica: el lenguaje, la
literatura, la prosa. Como lo indica Octavio Paz:

La sensibilidad de los prerrománticos no tardará en convertirse en la pasión de los


románticos. La primera es un acuerdo con el mundo natural, la segunda es la
transgresión del orden social. Ambas son naturaleza, pero naturaleza humanizada:
cuerpo. Aunque las pasiones corporales ocupan un lugar central en la gran
literatura libertina del siglo XVIII, sólo hasta los prerrománticos y los románticos el
cuerpo comienza a hablar. Y el lenguaje que habla es el lenguaje de los sueños,
los símbolos y las metáforas, en una extraña alianza de lo sagrado con lo profano
y de lo sublime con lo obsceno (58).
El anuncio moderno que difundía un mundo donde el hombre había asumido un rol
autopoiético, que se había abandonado a la idea de progreso infinito de manos de
la suprema razón, será enjuiciado por los románticos, pues si bien ellos celebran
el desplazamiento de Dios, no son menos caústicos a la hora de criticar la razón.
Los vanguardismos modernos no han desplazado al cristianismo para caer en su
reverso seglar, sino para edificar un nuevo orden, en que el hombre y la creación
poética son el centro y fin último de todas las teleologías posibles. Citamos:

La crítica de la religión emprendida por la filosofía del siglo XVIII quebrantó al


cristianismo como fundamento de la sociedad. La disgregación de la eternidad en
tiempo histórico hizo posible que la poesía, en una suerte de regreso a sí misma y
por la misma naturaleza de la función poética, indistinguible de la función mítica,
se concibiese como el verdadero fundamento de la sociedad. La poesía fue la
verdadera religión y el verdadero saber. Las biblias, los evangelios y los coranes
habían sido denunciados por los filósofos como compendios de patrañas y
fantasías; sin embargo, todos reconocían, incluso los materialistas, que esos
cuentos poseían una verdad poética (Paz 81).
Si se revisan las proposiciones teóricas de algunos de los representantes más
destacados de la poesía moderna, nos percatamos inmediatamente de que la
lírica anhela un espacio gravitante; por ejemplo, William Blake ve la filosofía como
supersticiosa, a la racionalidad como idólatra y se muestra pesimista respecto del
nuevo culto a la nueva religión del progreso. Un ejemplo de ello es que Blake
signa a los instrumentos de la sociedad del capital, como usinas, fraguas,
maquinarias que reproducen bienes en serie, como artefactos malignos que
oprimen al hombre en lugar de liberarlo. Octavio Paz nos recuerda:

Los poetas románticos fueron los primeros en afirmar, lo mismo ante la religión
oficial que ante la filosofía, la anterioridad histórica y espiritual de la poesía. Para
ellos la palabra poética es la palabra de fundación. En esta afirmación temeraria
está la raíz de la heterodoxia de la poesía moderna tanto frente a las religiones
como ante las ideologías (82-3).
Otro tanto ocurre con otros poetas, como Goethe en Doctor Fausto, Mallarmé en
el Igitur o Baudelaire en Las flores del mal -por mencionar algunos-. Todos de
alguna forma retornan a saberes hermético-paganos que simultáneamente
alternan con un retorno a lo clásico griego, cuando el mundo estaba aún
involucrado con creencias místico-mágicas; hecho que no es una mera
casualidad, sino que atiende justamente a ese sentimiento de rebeldía, a causa de
la censura a este periodo anterior al cristianismo, que durante siglos la religión
oficial se había ocupado de hacer digna de la más perseverante clausura. La
retórica del escritor mexicano es contundente al respecto:

Esas fronteras fueron también y sobre todo lingüísticas: el romanticismo nació y


alcanzó su plenitud en las naciones que no hablan las lenguas de Roma. Ruptura
de la tradición que hasta entonces había sido central en Occidente y aparición de
otras tradiciones: la poesía popular y tradicional de Alemania e Inglaterra, el arte
gótico, las mitologías celtas y germánicas e incluso, frente a la imagen que la
tradición latina nos había dado de Grecia, el descubrimiento (o la invención) de
otra Grecia -la Grecia de Herder y de Hölderlin, que será más tarde la de
Nietzsche y la nuestra. El guía de Dante en el infierno es Virgilio, el de Fausto es
Mefistófeles. ¡Los clásicos! -dice Blake refiriéndose a Homero y Virgilio-, fueron los
clásicos, no los godos o los monjes, los que asolaron a Europa con guerras (96).
Cómo no coincidir con el Nobel mexicano cuando Gerard de Nerval en Las
Quimeras declama:

¡Hombre, libre pensador! - Te crees tú el único pensante


en este mundo donde la vida estalla en todas las cosas
Las fuerzas que tú tienes tu libertad dispone.
Pero de todos tus consejos el universo está ausente.

Respeta en la bestia a un espíritu activo...


cada flor es un alma a la naturaleza abierta;
un misterio de amor en el metal reposa:
¡"Todo es sensible" y todo en tu ser es poderoso!
Teme en el muro ciego de una mirada que te espía:

a la materia misma un verbo está agregado...


¡No la hagas servir en algún uso impío!

A menudo en el ser oscuro, habita un dios escondido;


y como un ojo naciendo cubierto por sus párpados,
¡Un puro espíritu crece bajo la corteza de las piedras! (7).

O cuando en un sentido similar se expresa Baudelaire en Las flores del mal, en el


poema Lesbos, incluido en las poesías condenadas, que recita:
Madre de juegos latinos y voluptuosidades griegas,
oh Lesbos, con besos lánguidos o alegres,
como el sol ardientes, como la sandía frescos,
que adorno son de noches y días de gloria,
madre de juegos latinos y voluptuosidades griegas (182).
Subversión e inversión del orden establecido, los poetas a través de la creación
literaria buscan un lugar en el que puedan permanecer a resguardo tanto del
paradigma cristiano como de la tradición positivista moderna; ni una ni otro les
satisface, ambos les saben igualmente opresores, por eso no quieren renunciar a
su prerrogativa de ser sujetos excepcionales que necesitan legitimarse como
opción a los grandes sistemas. Al mundo moderno con su linealidad agustiniana,
su historicidad y cambio permanente, el poeta interpondrá el arbitraje de la
metáfora. De este modo, conjura la existencia de la alteridad instalada por el
empirismo y la ciencia moderna, que ha revocado la unidad del cosmos, ese libre
albedrío sustentado en la libertad y el derecho a la rebelión.

Si el cambio de paradigma moderno produjo el romanticismo alemán y el


simbolismo francés como los dos grandes ejes temáticos literarios occidentales,
no es menos cierto que ambas corrientes perderán su empuje inicial o se
degradarán en otras manifestaciones en la segunda mitad del siglo del XX; no con
la fuerza ni la originalidad de sus primeros periodos, pero sí obrando como un
referente que introduce configuraciones que se mostrarán bajo otras expresiones,
derivando hacia disciplinas que no estaban en su inmediata esfera de influencia.
Dicho de otro modo, cobran relevancia otras áreas del saber que, por ser más
especializadas, ocuparán el espacio dejado por las vanguardias y llevarán sus
planteamientos a planos nuevos e insospechados, como el psicoanálisis, la
lingüística y la antropología, solo por mencionar algunas más cercanas al campo
de significancia vanguardista.

En lo que respecta al mundo de habla hispana, por tener fuertes influencias de la


península, prácticamente casi no experimentó la modernidad. La sociedad
española, fuertemente controlada por la iglesia, no conoció los efectos de la
Ilustración ni de la Revolución Francesa, por lo que era básicamente un mundo
aparte del resto de Europa. Su inveterado dogmatismo y enclaustramiento
religioso impidió que los nuevos aires modernos permearan su cuerpo social. No
obstante, un evento vino a modificar la situación: el descubrimiento de América,
espacio geográfico nuevo que se convirtió en escenario de la confrontación entre
los dos grandes modelos: el de América del Norte, conquistado por ingleses y
franceses, donde se consolidó el ideario de la reforma así como la expansión
ideológica de los valores e ideas modernas de corte empirista, y el español, que
venía lastrado por un conservadurismo, herencia del medioevo. Hasta tal punto en
la América Hispana se puede constatar esta diferencia ideológica, que hemos
recurrido a un artículo de Mario Rodríguez para refrendar nuestra postura, quien lo
describe maravillosamente refiriéndose a la novela latinoamericana:

Un nacimiento espurio el de la novela, en cuanto el relato de las mundanidades


más pequeñas la llevó a incursionar en los secretos mejor guardados, en los
deseos más desvergonzados, en acciones que hasta ese entonces sólo se
verbalizaban en el confesionario, donde una vez dichos se evaporaban en el aire.
Obligada a traspasar los límites, a registrar en un archivo lo que había
permanecido en el secreto del confesionario, a descubrir en forma insidiosa o
brutal los pensamientos más privados, la novela desplazó las reglas y los códigos
para constituirse en un discurso de la infamia, un discurso que no se refería a
hechos y hombres famosos, sino a lo más intolerable, lo peor, lo más oculto, lo
más alejado de la fama (13-4).
Contemplado desde otra perspectiva, si en Europa el cisma protestante obró como
un vehículo que expandió el capitalismo, el continente recién incorporado al
patrimonio occidental también sirvió como un espacio territorial para experimentar
el nuevo modelo. No ocurrió lo mismo en América, colonizada por la España
católica y Portugal, en la que era casi inexistente la crítica al igual que en la
península, en la que durante siglos el ethos ciudadano permaneció casi inalterado.
Como era de esperarse, este quietismo fue traspasado a todos los países
fundados por la Corona, con la salvedad de que en el nuevo mundo las ideas
conservadoras fueron aun mucho más severas que en la misma metrópolis. Como
lo indica Octavio Paz:

El romanticismo hispanoamericano fue aún más pobre que el español: reflejo de


un reflejo. No obstante, hay una circunstancia histórica que, aunque no
inmediatamente, afectó a la poesía hispanoamericana y la hizo cambiar de rumbo.
Me refiero a la Revolución de Independencia. (En realidad debería emplear el
plural, pues fueron varias y no todas tuvieron el mismo sentido, pero, para no
complicar demasiado la exposición, hablaré de ellas como si hubiesen sido un
movimiento unitario.) Nuestra Revolución de Independencia fue la revolución que
no tuvieron los españoles -la revolución que intentaron realizar varias veces en el
siglo XIX y que fracasó una y otra vez. La nuestra fue un movimiento inspirado en
los dos grandes arquetipos políticos de la modernidad: la Revolución francesa y la
Revolución de los Estados Unidos. Incluso puede decirse que en esa época hubo
tres grandes revoluciones con ideologías análogas: la de los franceses, la de los
norteamericanos y la de los hispanoamericanos (Los hijos del limo 124).
Tal estado de cosas solo pudo ser modificado bien avanzada la modernidad,
gracias a las ideas nuevas que llegaron a América de la mano de los nuevos
próceres que lideraban el movimiento emancipador, tanto en Estados Unidos
como en el resto del continente americano. Este ideario transformó lentamente las
viejas estructuras sociales impuestas por la Corona. A este escenario se agrega la
inmigración, la que se hizo mucho más frecuente, con el consiguiente
cosmopolitismo e intercambio de ideas que trajo aparejado. Ángel Rama nos
refiere en La ciudad letrada:

La constitución de las literaturas nacionales que se cumple a fines del XIX es un


triunfo de la ciudad letrada, la cual por primera vez en su larga historia, comienza
a dominar a su contorno. Absorbe múltiples aportes rurales insertándolos en su
proyecto y articulándolos con otros para componer un discurso autónomo que
explica la formación de la nacionalidad y establece admirativamente sus valores
(74).
Ciudad letrada, ciudad emergente, ciudad que se instala en las antípodas de la
urbe colonial española, pero que, no obstante, en ningún momento puede
abstraerse del reciente acontecimiento de las ideas modernas, fruto del marco
ideológico de Occidente. Roberto Hozven nos recuerda el modernismo en
América, el que describe en estos términos:

La primera operación poética que resalta se refiere al acto por el cual los
modernistas se apropian de la historia ajena como si fuera propia, lo que trae
aparejado, por inversión recíproca, experimentar la propia subjetividad como si
fuera la proyección de una otredad. Esta operación intersubjetiva mutante, y no ya
sólo subjetiva, enlaza el signo histórico de vivir bajo la dependencia de lo que se
aborrece, lo que nos hace "oscilar entre la rebelión y la abyección", con la
necesidad de traducir y configurar el nuevo espacio cultural como un espacio de
operaciones hecho de invenciones y de sorpresas. Por ejemplo, manifestar su
desdén, como Poe, pero con los mismos materiales de lo desdeñado o afirmar su
vitalismo, como Whitman, pero con aquello mismo en que se enajenan (119).
Al igual que sus pares románticos y simbolistas europeos, los modernistas
hispanoamericanos tienen una posición ambivalente, las diferencias son de
matices y fuentes. No será hasta después de la segunda mitad del siglo XIX que la
producción literaria latinoamericana va a insertarse en planos de igualdad con la
vieja Europa. Rama escribe:
Debe observarse que la modernización se extiende impetuosamente por un
periodo de casi 40 años, partiendo de los primeros tanteos al establecerse el
orden liberal positivo hacia 1870, desarrollándose bajo la cerrada oposición que
también ilustrara Fray Candil, conquistando progresivamente su nuevo público
para encontrar en el mismo centenario de la independencia, ya alcanzada su
oficialización, la recusación de los nuevos sectores sociales que promoverán el
regionalismo y el vanguardismo (o modernismo en el Brasil): En la década de los
años diez ya están produciendo, coetáneamente, Rómulo Gallegos y Vicente
Huidobro (La crítica de la cultura 89).
Haciendo una cronología del vanguardismo en América, se puede establecer la
siguiente disposición:
La vanguardia latinoamericana desarrolla su acción y propuesta en dos momentos
igualmente importantes, uno que va de 1915 a 1929 y otro que va de 1930 a 1940.
Estos dos momentos en que se desarrolla el proceso de la vanguardia se
enmarcan históricamente por los hitos que corresponden a la Primera Guerra
Mundial (1914-1918), la crisis económica mundial conocida como el crack del '29
(1929-1930) y el inicio de la Segunda Guerra Mundial (De la Fuente 6).
En este lapso de tiempo hacen su puesta en escena algunos giros que son
representativos de una identidad vanguardista americana. Bien lo menciona
Octavio Paz:

Pero la alternativa extrema fue la aparición de un nuevo cosmopolitismo, ya no


emparentado con el simbolismo, sino con la vanguardia francesa de Apollinaire y
Reverdy. Como en 1885, el iniciador fue un hispanoamericano: a fines de 1916 el
joven poeta chileno Vicente Huidobro llega a París y poco después, en 1918 en
Madrid, publica Ecuatorial Poemas árticos (Los hijos del limo 200-1).
A él se le suma Cesar Vallejo con su obra Los Heraldos Negros de 1918. Como
alternativa al creacionismo de Vicente Huidobro, harán su puesta en escena el
dadaísmo, el surrealismo, el futurismo, el realismo socialista, el cubismo, entre
otras tendencias. De hecho, Octavio Paz es más bien de la opinión de que en
Hispanoamérica casi no existió el surrealismo, salvo una excepción a la regla,
como fue el grupo chileno "La Mandragora", con Braulio Arenas, Enrique Gómez
Correa, Gonzalo Rojas y Jorge Cáceres. En un artículo publicado recientemente,
un articulista dice de la vanguardia latinoamericana:

La estabilidad del conjunto de sus expresiones artísticas y literarias se sostiene en


los polos de una dialéctica: cosmopolita o nacionalista, colectivo o individual,
racional o irracional; cualquiera sea el modo en que se resuelva, opera desde
fuera la articulación con las utopías sociales americanas (la revolución mexicana
por ejemplo), en un momento en que se constituyen los movimientos
reivindicativos, impulsados por el afán de los cambios en las condiciones de vida y
la superación de las crisis de los años 30 y la situación de posguerras, que afectó
de modo global las distintas sociedades (Ferrada 124).
Más allá de cualquier análisis minucioso, lo que sí se puede decir es que las
vanguardias, tanto en el viejo como en el nuevo continente, comparten ideas.
Muchas de ellas estuvieron comprometidas con corrientes políticas como el
marxismo, el fascismo o el anarquismo, porque, a pesar de sus diferencias, hubo
al menos algo en lo que estuvieron de acuerdo: su arrebato transgresor de un
modelo antropológico que había conducido a dos guerras mundiales. En lo que
difirieron fue en sus respectivos enfoques: la vanguardia hispanoamericana era
más decimonónica, pues sus planteamientos políticos, más allá de toda crítica,
seguían buscando la transformación social. Por eso rescataron las expresiones
culturales del continente africano, al que miraban con especial deferencia por ser
el símbolo de la exclusión y el paradigma más brutal del expolio moderno; así
como todas las manifestaciones autóctonas americanas, que consideraban con
particular detenimiento por ser también sectores excluidos del universo de las
clases dominantes europeizantes. Citamos:
Basta observar la fecundidad de algunos de esos itinerarios, cuando son vividos
por intelectuales como Vallejo, Mario de Andrade, Oswald de Andrade, Borges,
Carpentier o Mariátegui; y basta detenerse en la forja de ciertos conceptos
polémicos (como "nacionalismo pragmático" y "nacionalismo crítico" de Mário;
"antropofagia" de Oswald; "nación incompleta", "esbozo de Nación" de Mariátegui;
o, en otra perspectiva "realismo mágico" de Asturias y "real maravilloso" de
Carpentier) para reconocer en esas invenciones del pensamiento la fantasía y el
trabajo de una razón interna y la expresión de un hambre de verdad (Schwartz
22).
Tras la segunda mitad del siglo XX, muchos de estos movimientos declinaron o
simplemente se diluyeron. El desgaste y agotamiento de los metarrelatos condujo
a un desencanto generalizado. La sociedad posindustrial va a ceder el paso a otro
tipo de narrativa, más centrada en el individuo, sin grandes apetitos universales.
Como conclusión, e independientemente de que otras posturas teóricas acerca de
la obra literaria en el continente americano sostengan sus propios planteamientos,
es incontrovertible que somos tributarios de una tradición que tiene su principio en
otra práctica más antigua y que viene de Europa; por lo mismo, compartimos
plenamente con Jorge Luis Borges lo que afirmó acerca de la producción literaria
en América.
Creo que nuestra tradición es toda la cultura occidental, y creo también que
tenemos derecho a esa tradición, mayor que el que pueden tener los habitantes de
una u otra nación occidental. Recuerdo aquí un ensayo de Thorstein Veblen,
sociólogo norteamericano, sobre la preeminencia de los judíos en la cultura
occidental. Se pregunta si esta preeminencia permite conjeturar una superioridad
innata de los judíos, y contesta que no; dice que sobresalen en la cultura
occidental, porque actúan dentro de esa cultura y al mismo tiempo no se sienten
atados a ella por una devoción especial; "por eso -dice- a un judío siempre le será
más fácil que a un occidental no judío innovar en la cultura occidental"; y lo mismo
podemos decir de los irlandeses en la cultura de Inglaterra (160-1).

https://www.biografiasyvidas.com/biografia/p/paz_octavio.htm

https://www.gob.mx/cultura/prensa/octavio-paz-poeta-y-ensayista-de-
trascendencia-universal

LITERATURA
SEGUNDO GRADO.

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