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Sicarios, delirantes y los efectos del

narcotrá fico en la lit era tu r a


colombiana.
Gabriela Polit Dueñas
SUNY, Stony Brook

La emergencia del narco no es ni la causa ni la consecuencia de la pérdida de


valores; es, hasta hoy, el episodio más grave de la criminalidad neoliberal. Si allı́
está el gran negocio, las vı́ctimas vienen por añadidura. Y con ellas la protección
de las mafias del poder.
—Carlos Monsiváis, ‘‘El narcotráfico y sus legiones’’ (2004).

El fenómeno del narcotráfico ha modificado el orden polı́tico, social y


económico en América Latina y ha sido el detonante principal de una serie
de cambios en el imaginario cultural de la región.1 Con la declaración de la
‘‘Guerra contra las drogas’’ ciertas prácticas ilegales se convirtieron en asunto
de seguridad de los estados. Desde las organizaciones que controlan la dis-
tribución, el comercio y consumo de drogas (i.e. la DEA, las agencias de
narcóticos, ejércitos y gobiernos locales) se produce una concepción acerca
de estas prácticas que enfatiza la dimensión del crimen para legitimar su
necesario castigo. Sin embargo, el discurso legal poco o nada dice acerca de

1. El decreto de la ‘‘Guerra contra las drogas’’, establecido en 1986 bajo la administración Reagan,
implicó la participación de ejércitos e intensificó la corrupción de autoridades frente al poder de
las mafias. Con la aprobación del ‘‘Plan Colombia’’ durante la administración Clinton, se legitimó
el apoyo logı́stico y militar y la presencia de la marina de los EEUU (US Marines) en territorio
andino.

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la realidad que viven los seres humanos involucrados. El negocio se adapta a


formas de organización y polı́ticas locales, la corrupción de autoridades y
sectores del gobierno toma caracterı́sticas propias en cada lugar. Esto va
acompañado de un amplio repertorio de expresiones culturales que van
desde la gesta épica de los narcocorridos, la estetización de ciertos rituales de
muerte, nuevas formas hı́bridas de lo religioso en las que la devoción por la
Virgen es también la súplica por la buena punterı́a a la hora de matar y, por
supuesto, la producción de objetos de arte. Esta última muestra de manera
contundente que el narcotráfico tiene diferentes efectos en el norte y en el
sur de México; en Medellı́n y en Cali, Colombia; que no se manifiestan del
mismo modo en Ecuador o entre los grupos dedicados al cultivo de coca en
Colombia, Perú y Bolivia, y que afectan de manera distinta a campesinos,
procesadores, jefes, traficantes, autoridades comprometidas, lavadores, mulas
y sicarios.
Por la actualidad y controversia del tema, el periodismo ha sido el discurso
que más se ha ocupado de difundirlo. Desde lo periodı́stico, sin embargo, se
da prioridad a la veracidad de la noticia y poco o nada se cuestionan las
relaciones de poder dentro de las que se cometen ciertos actos ‘‘delictivos’’ o
cuáles son los marcos legales y polı́ticos que determinan su ilegalidad.2 Desde
las ciencias sociales cada vez hay más interés en comprender el narcotráfico
y sus efectos: la historia busca genealogı́as; la sociologı́a trata de comprender
los nuevos repertorios de violencia; la antropologı́a, reconocer las prácticas
culturales vinculadas con la participación en el negocio; las ciencias polı́ticas
se ocupan de cuestiones de soberanı́a. Al otro lado de estos discursos está la
ficción, que dada su versatilidad para entrar y salir de los mitos y rumores,
su heteroglosia y posibilidad de hablar de lo real desde el umbral de lo in-
ventado, puede mostrar de una manera más comprehensiva, cómo afecta el
fenómeno del narcotráfico al imaginario colectivo.3
En este ensayo me remito a leer dos novelas fruto de la reciente produc-
ción de literatura del narcotráfico en Colombia: La virgen de los sicarios
(1994) de Fernando Vallejo y Delirio (2004) de Laura Restrepo.4 A pesar de
que sus autores distan mucho de ser los únicos preocupados por el tema en

2. Un excelente ejemplo de esto es el libro Con la muerte en el bolsillo, de Marı́a Idalia Gómez y
Fritz, que fue galardonado con el Premio Planeta de periodismo en 2005.
3. La cursiva indica la pregunta que Carlos Monsiváis se hace en un iluminador ensayo sobre el
tema, de donde sale el epı́grafe de este trabajo. El ensayo se titula ‘‘El narcotráfico y sus legiones’’.
4. Con esta novela Restrepo ganó el Premio Alfaguara de novela en el año 2004.
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su paı́s, Vallejo y Restrepo están entre los escritores colombianos que más
venden con Alfaguara (casa editorial de mayor distribución en los mercados
de habla hispana), y parte de su éxito lo alcanzan con la publicación de estas
obras.5 Las novelas gozan de una visibilidad privilegiada que me permite
presentarlas como lo que Max Weber llama ‘‘tipo ideal’’ (en este caso son
tipos ideales), concepto que sirve para mostrar que en lo particular se puede
comprender la complejidad de un todo. Por la visión que dan estas dos obras
acerca del impacto y la formación de formas culturales ligadas al narcotrá-
fico, merecen ser analizadas en contraste.
El acercamiento teórico que propongo para analizar las obras sigue las
consideraciones de Levinas acerca del arte y la crı́tica. Levinas concibe la obra
de arte como un camino para llegar al conocimiento. El arte, sin embargo,
no es la realidad, sino su caricatura, o su sombra; el objeto de arte, además,
tiene una temporalidad propia, cerrada. La crı́tica, aparte de descifrar el mé-
todo y las técnicas usadas en el proceso creativo, debe reinsertar la obra de
arte en la historia. Tal como propone Levinas, hay una dimensión ética en la
lectura crı́tica.6 Desde esta perspectiva, una vez que el narcotráfico entra en
el espacio de la representación de lo literario, posibilita un renacer de ciertas
preguntas que habı́an estado en desuso desde hace algún tiempo en la crı́tica
literaria: la relación entre literatura y periodismo; el lugar del escritor en
momentos de gran expansión de mercados y los giros que toma el campo
literario respecto a las exigencias de este mercado en cuanto a los temas; las
propuestas estéticas y la incorporación de los lenguajes que representan el
mundo marginal de la ilegalidad. Entre todas estas posibles indagaciones,
quizá la más importante sea la preocupación por la ética de la representación
en el arte, ya que el sujeto que ocupa a la literatura en la narrativa del narco-
tráfico es traficante, drogadicto, criminal, y en el peor de los casos, asesino.
Reconocer las propuestas éticas en las narrativas de Restrepo y Vallejo es lo
que me ocupa en este ensayo.
Leer en conjunto estas obras presenta riesgos por las diferentes preocupa-
ciones que manifiestan sus autores. En La virgen, Vallejo se preocupa, al
menos de manera aparente, por los sicarios. En Delirio, Restrepo se preocupa
por el tema de las complicidades. Dos fenómenos vinculados con el narcotrá-

5. Como siempre sucede, las épocas de mayor convulsión polı́tica y social suelen ser las más
fecundas en el arte. En Colombia ha habido una proliferación de literatura sobre el tema.
6. ‘‘Reality and its Shadow’’ en Collected Philosophical Papers.
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fico y la violencia: el sicariato es quizá su parte más objetiva y visible mientras


que el de las complicidades es más oscuro y difı́cil de desentrañar porque
tiene que ver con el poder. Vallejo se ensaña con las clases bajas, Restrepo
con la elite; Vallejo despliega una misoginia exacerbada y excluye completa-
mente al sujeto femenino de su obra; Restrepo hace de una mujer la protago-
nista de la suya. Vallejo escribe una novela erudita criticando a la iglesia y
al lenguaje para restablecerlos como atalayas desde donde mira Medellı́n y
Colombia con abierto nihilismo. Restrepo reivindica la locura como único
lugar desde donde comprender y redimir Colombia. Estas diferencias, sin
embargo, constituyen también el reto para una lectura que señale en el Me-
dellı́n de Fernando en La virgen y en la Bogotá de Agustina en Delirio, más
de una cicatriz en la faz de la nación.
El origen, trayectoria literaria y polı́tica de ambos autores difiere bastante.
Restrepo viene de la elite intelectual bogotana y tiene una larga experiencia
como periodista profesional dentro y fuera de Colombia. En los 80 participó
como mediadora en los diálogos entre el gobierno y la guerrilla y desde el
desencanto de esa experiencia escribió Historia de una traición (1986). La veta
del periodismo serio caracteriza su literatura como un deseo o una preocupa-
ción por comprender. El leopardo al sol (1993), Dulce compañı́a (1995) y La
novia oscura (1999), son algunas de sus novelas que dan buena cuenta de ello
y Delirio no es una excepción. Si algo le debe la literatura de Restrepo al
periodismo, es una temática de la que la autora quiere mostrarnos el lado
oculto. La práctica de su oficio periodı́stico, como veremos más adelante,
resulta ser también la mayor traición a su literatura que por momentos se
empeña en explicar lo narrado.
Vallejo, por su parte, viene de otra elite regional, la clase terrateniente de
Antioquia, estado cuya capital es Medellı́n, y cuyos intereses la han ligado
con grupos paramilitares. Como Restrepo, Vallejo ha vivido gran parte de su
vida fuera de Colombia, estudió cine en Italia para luego radicarse en Mé-
xico. Ha sido un escritor prolı́fico desde el inicio de los 80: en 1983 publica
Logoi: una gramática del lenguaje literario y en 1984 una biografı́a del poeta
Porfirio Barba-Jacob titulada El mensajero. Como escritor de ficción co-
mienza en 1985 con una obra autobiográfica publicada en varios volúmenes:
Los dı́as azules (1985); El fuego secreto (1987); Los caminos a Roma (1988) Años
de indulgencia (1989) y Entre fantasmas (1993). Termina esta fecunda década
de producción literaria con La virgen de los sicarios, una novela que a partir
de su traducción al francés en 1997, lo convierte en uno de los autores colom-
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bianos más vendidos dentro y fuera de su paı́s.7 Esta vasta obra literaria es,
entre otras cosas, una muestra del registro literario de Vallejo, que como
veremos, está muy presente en su novela.

El origen de un tema

A pesar de su larga historia de violencia, la visibilidad de los sicarios en


Colombia es relativamente reciente. Comenzó en los años ochenta, cuando
sus crı́menes afectaron no solamente a mafiosos y moradores de comunas,
sino también a la elite.8 En 1984 dos sicarios fueron acusados del asesinato
del Secretario de Justicia Rodrigo Lara Bonilla. Desde ese dı́a los colombianos
supieron que todos eran vulnerables al odio de los narcos y de Pablo Escobar,
quien ordenó el asesinato.9 Esta visibilidad atrajo la atención de periodistas y
escritores.
Con la publicación y el éxito comercial de La virgen de los sicarios, Vallejo
se convirtió en uno de los autores colombianos contemporáneos más conoci-
dos.10 Su consagración llega a su cima cuando, en el año 2000, el director
Barbert Shroeder lleva la novela al cine con una adaptación escrita por el
mismo Vallejo. La carrera fı́lmica de Shroeder establecida en cı́rculos euro-
peos y estadounidenses garantiza la circulación de la pelı́cula en centros me-
tropolitanos. Sin embargo, la pelı́cula está hecha en Medellı́n, está filmada en
español con subtı́tulos y sus actores son colombianos, profesionales y no
profesionales. Esto, por supuesto, le da un halo de autenticidad sobre la ver-

7. En años posteriores Vallejo publica El desembarcadero (2001), una biografı́a de José Asunción
Silva, Almas en pena, Chapolas negras (2002), y La rambla paralela (2004).
8. Es notable que el cultismo sicario (latı́n) aparece en la prensa a mediados de los 80, para
reemplazar a ‘‘asesinos de la moto’’, como se conocı́a a estos muchachos anteriormente.
9. Lara Bonilla fue secretario de Justicia en el gobierno de Virgilio Barco. Se le acusó de que en
algún momento de su carrera polı́tica Lara Bonilla tuvo contacto y recibió dinero del narcotráfico.
Con el fin de salvar su reputación y sen̄alar sus diferencias con Pablo Escobar, Lara Bonilla em-
prendió una feroz campaña contra el capo y promulgó la ley de extradición. Esto le costó la vida.
Sobre el asesinato de Lara Bonilla, ver Salazar (2001) y Fabio Castillo Los jinetes de la cocaı́na
(1987) y La coca nostra (1991). Los autores dan dos versiones distintas sobre la posición de Lara
Bonilla y su relación inicial con sectores del narcotráfico.
10. Sin hacerlo responsable de lo escrito, agradezco a Óscar Montoya un diálogo que afinó mis
ideas sobre la novela de Vallejo.
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sión que da de los sicarios y de Colombia en general.11 A pesar de las obvias


diferencias entre los géneros, novela y pelı́cula ofrecen una perspectiva más
que problemática acerca de los sicarios, perspectiva que ha sido masivamente
difundida y que ayuda a concluir que Vallejo aporta una visión hegemónica
de los sicarios, en el sentido gramsciano del término.12 Por ende, la obra de
Vallejo genera una serie de cuestiones a nivel ético y estético, que se exploran
en el análisis.
La virgen es una novela que ofrece al lector un amplio registro cultural, un
lenguaje hiperintelectual y lo enfrenta con el vasto capital cultural del narra-
dor. Por otro lado está la frialdad lacerante con la que el narrador describe
los actos violentos de los que él deja de ser simple testigo para convertirse en
cómplice. Este contraste ha hecho que algunos crı́ticos la lean como una
novela de ironı́as (Pratt, Franco); como un misal de oraciones nazis (Tas-
cón); y como un discurso fascista cuyo exceso lo lleva a anularse a sı́ mismo
(O’Bryen). También se la ha leı́do como una novela que desacraliza y critica
lo execrable del paı́s, y a la literatura de Vallejo, en general, se la emparenta
con la literatura de antioqueños que lo preceden y que se destacaron por
su tono mordaz y escandalizador, Tomás Carrasquilla, Porfirio Barba-Jacob
(Jaramillo).
Sobra decir que el elemento más seductor de la novela es la presencia de
los sicarios. En el mundo del tráfico ilegal de drogas en el que están involu-
crados autoridades, polı́ticos corruptos, mafiosos y, en el caso particular de
Colombia, guerrilla, grupos paramilitares y comités de autodefensa, y en el
que no se puede establecer con claridad la diferencia (si la hay) entre unos y
otros, el sicario es la última rueda del coche. Al mismo tiempo, encarna

11. Vı́ctor Gaviria, cineasta colombiano que ha hecho dos pelı́culas sobre los jóvenes de las co-
munas: Rodrigo D. No futuro (1990) y La vendedora de rosas (2000), incorpora en su narrativa el
lenguaje de sus protagonistas, quienes no son actores profesionales sino jóvenes de los barrios.
Shroeder sigue los pasos de Gaviria y da mayor veracidad al relato. Ası́ Joshua Martson también
filmó Marı́a, llena de gracia, (2004), en español y con un reparto colombiano. Estas pelı́culas no
sólo cuentan historias distintas, sino que presentan visiones por momentos radicalmente opuestas
acerca de los muchachos de los barrios.
12. Vallejo muestra la realidad de los sicarios como absoluta. Los sicarios son representaciones
estáticas cuyas identidades no están en proceso de construcción, y por lo tanto, no tienen posibili-
dad de negociación con el poder que las define. El autor no cuestiona la imagen de los sicarios,
sino que reproduce y replantea la concepción que los discursos dominantes dan de estos mu-
chachos. Esto, a su vez, garantiza el éxito de su propuesta y refuerza una imagen hegemónica, en
la que los dominados asumen una serie de prácticas y concepciones dominantes como propias,
con lo cual se perpetúa y legitima la situación de desigualdad.
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todas las perversiones del sistema: criminalidad, consumismo, una ilimitada


capacidad de violencia y la aparente indiferencia ante la muerte. Si el narco-
tráfico es la criminalidad neoliberal, como propone Monsiváis en el epı́grafe,
el sicario constituye el personaje perfecto para describir su ethos siniestro.
Pone en evidencia el perverso valor de sus virtudes: el súbito enriqueci-
miento, el culto a la individualidad a través de una sumisión a las normas del
mercado en el consumo de modas, marcas y objetos. Además el sicario ejecuta
muertes como sı́ntoma de ese mismo sistema y como su producto final.
Mario Vargas Llosa afirma que los sicarios ocupan el territorio mı́tico tan
apreciado por los escritores, donde cohabitan ficción y realidad. Desde una
perspectiva menos literaria y más crı́tica, el peligro de los sicarios es que se
convierten en personajes fascinantes a quienes la literatura trata de descifrar
convirtiéndolos, a veces, en monstruos por la falta de valores, y otras, en
vı́ctimas por lo mismo. Sin registrar que su destino no es más que el de toda
una sociedad que ha desencadenado contra ellos rabia, olvido o, lo que es
peor, la indiferencia más feroz. Más allá de que el sicario sea vı́ctima y/o
autor de la violencia, problemática que reservo a los sociólogos el derecho de
analizar, propongo mirar al sicario desde la crı́tica literaria, como objeto de
violencia en la representación en la novela de Vallejo.
Para comprender la dimensión de la violencia en la representación de los
sicarios, es necesario tener presente que toda caracterización literaria implica
un acto de violencia porque saca al sujeto representado del tiempo histórico
para ponerlo en el tiempo de la ficción, un tiempo cerrado. En este sentido,
como afirma Levinas, los personajes de novela no pueden sino repetir una y
otra vez sus acciones, perdiendo toda movilidad porque están fuera del
tiempo y eso, por lo tanto, elimina la posibilidad de dilucidar sus orı́genes o
su historia (1987).13 En esta concepción el reclamo ético está en una lectura
crı́tica que esclarece la manera en que la obra de arte entabla un diálogo con
la historia.

Digresiones en el tiempo, La Virgen y La Divina Comedia

Una lectura sugerente de La virgen señala cierto guiño dantesco, especial-


mente la parte del ‘‘Infierno’’ de La Divina Comedia, cuando Dante desciende

13. Miguel Ángel Asturias, sensible a la sumisión violenta de sus personajes en la novela escribe en
1967 un ensayo en el que los personajes de El señor Presidente le reprochaban haberlos condenado a
repetir su padecimiento al infinito en cada lectura de su novela.
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a ese mundo de la mano de Virgilio. Se establece ası́ una relación alegórica


entre la Florencia medieval y la Colombia moderna, ambas corruptas y des-
quiciadas en su orden polı́tico (Fernández L’Hoeste).14 Otros crı́ticos sen̄alan
un parecido entre el infierno dantesco y la visión apocalı́ptica de Medellı́n en
Vallejo (Restrepo-Gautier). El reto intelectual de leer a Dante en Vallejo, más
allá de la mención de Caronte (43) y otras formalidades, es desentrañar la
concepción que da este último de Colombia. Tomando en cuenta la enorme
diferencia entre el mundo del florentino y el del colombiano, además de la
infinita distancia que existe entre el lugar que ocupa el conocimiento y la
literatura en el saber y quehacer literario de Dante y el de Vallejo, la emula-
ción al poeta renacentista da una clave para la concepción que Vallejo tiene
de las letras y que además está cargada de un profundo nihilismo polı́tico.
Elementos, que, paradójicamente, no figuran en la obra de Dante.
Dante desciende al infierno guiado por Virgilio. Recordemos que el nom-
bre del amante de Virgilio en sus Églogas es Alexis. Alexis es también el nom-
bre del primer amante de Fernando, aquel sicario con quien él recorre el
dantesco Medellı́n. En este caso, sin embargo, es Fernando quien guı́a a Ale-
xis y a los lectores varones (33), a quienes se dirige en su monólogo. Fernando
se convierte ası́ en autor y emulador al mismo tiempo—Virgilio y Dante—o
un Dante avirgiliado para quien el amor homosexual no es pecado. De esta
manera, Fernando resuelve la gravı́sima contradicción de seguir a Dante,
quien proscribe el amor entre hombres y lo describe como uno de los cı́rcu-
los del su Infierno. Subsanada esta contradicción y más allá de las repeticio-
nes formales, la alusión a La Divina Comedia sirve como metanarrativa que
permite a Vallejo construir su voz autorial. Fernando, personaje principal y
narrador de la novela es la manifestación literaria del autor Fernando Vallejo
y, por lo tanto, es más real y significativo.15 ‘‘Es que este libro mı́o yo no lo
escribı́, ya estaba escrito: simplemente lo he ido cumpliendo página por pá-
gina sin decidir’’ (23). La literatura, entonces, es el horizonte último, y es ahı́
donde tenemos que encontrar lo real.

14. Entre los elementos que cabe recordar, Fernández L’Hoeste menciona algunos en la obra de
Vallejo: el recorrido por Medellı́n como el descenso a los infiernos; las visitas a las iglesias como
los cı́rculos de la Comedia; la galerı́a de polı́ticos y hombres públicos que aparece en la novela
(polı́ticos y autoridades del clero) de la misma forma en la que aparecen este tipo de personajes
en la obra de Dante; la referencia a un detective asesinado en los años treinta que Fernando ve
metido en un ataúd y que alude a la vida circular de un Medellı́n que vive muriendo (2001).
15. En la Comedia los personajes son tomados de figuras históricas, pero su representación es más
real en el poema que es la realización del personaje histórico (E. Auerbach cit. en Bloom 3).
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Si bien no se puede hablar de manera estricta de la presencia de lo sagrado


en la novela de Vallejo, su tı́tulo sugiere una contraposición entre lo sagrado
(i.e. la Virgen) y lo secular-demonı́aco (i.e. los sicarios).16 El tono religioso
que fluye en la narrativa, aun en esa postura intelectual-anticlerical de Fer-
nando, asume lo religioso como algo propio de la cultura; sin embargo,
aparece revertida: Dios no es el agente del bien, sino del mal. La omnipoten-
cia divina es, en última instancia, lo que explica la existencia del infierno en
Medellı́n y por eso la peregrinación a las iglesias se convierte en la búsqueda
de los orı́genes del mal.
Además del aspecto religioso, que en la novela es un tema cultural, está el
lenguaje como agua que separa orillas. El conocimiento del lenguaje es la
diferencia fundamental entre Fernando y los sicarios. El narrador critica el
español incorrecto de los muchachos y, al mismo tiempo, en un gesto in-
icialmente prepotente, se acerca a ellos a través de ese lenguaje. Al principio
lo traduce y, al hacerlo, más se distancia de ellos: ‘‘Con ‘el pelao’ mi niño
significaba el muchacho; con ‘la pinta esa’ el atracador; y con ‘debió de’
significaba ‘debió’ a secas: tenı́a que entregarle las llaves’’ (27). El cerco de las
comillas en cada palabra que no es suya, hace más fuerte la diferencia, (i.e.
‘‘el muñeco,’’ ‘‘el cascado,’’ ‘‘el man,’’ ‘‘la pinta,’’ etc.). El fenómeno del len-
guaje cercado, tan propio de la literatura que manifiesta un interés por el
otro, sólo puede eliminarse cuando no se necesita identificarlo o señalarlo
como perteneciente a ese otro, sino que el lenguaje se vuelve su expresión
misma.17 Poco a poco, acaso consciente de ello, Fernando empieza a hacer
suyas las expresiones de los muchachos, increpa al lector llamándolo parcero
y habla la jerga de sus amantes.18 La metamorfosis de la forma escrita, sin

16. Auerbach llamó a Dante el poeta secular porque fue el primero en transferir el mundo de lo
sagrado al lenguaje de lo secular. Podrı́amos decir que Fernando representa el mundo secular en
las imágenes de lo sagrado.
17. Para la literatura, el lenguaje es la materia prima para la labor artı́stica; en él se expresan y
resuelven las contradicciones entre autor/personaje, o yo/otro, y con él se propone una estética.
Recordemos el uso de lenguajes locales en las vanguardias y los relatos como en costumbristas,
Huasipungo, de Jorge Icaza, o La vorágine de José Eustasio Rivera, entre muchı́simos otros, en los
que el lenguaje de aquel descrito, (i.e. el indio, el cauchero) aparece entre comillas. Autores como
José Marı́a Arguedas o Juan Rulfo no señalan el lenguaje del otro y la riqueza de su narrativa está
en el lenguaje mismo. Un ejemplo de novelas que tratan el fenómeno del narcotráfico usando el
lenguaje como un instrumento de creación y no de diferencia(ción) son las del sinaloense Elmer
Mendoza, Un asesino solitario (1999) y El amante de Janis Joplin (2001).
18. Parlache se llama el lenguaje de los muchachos de las comunas. Para estudios sobre el parlache,
véase ‘‘¿Cómo surge el parlache?’’ de Luz Stella Castañeda Naranjo y José Ignacio Henao Salazar
en Lingüı́stica y Literatura (30–42).
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embargo, no afecta a Fernando, que no ha sufrido ningún cambio al relacio-


narse con estos muchachos, ni cuestiona el lugar de enunciación, ni su posi-
ción de privilegio. Al usar esas palabras Fernando no cobra autenticidad sino
que asume una pose. Al Fernando erudito y lingüista, el parlache no le sirve
para construir un mundo propio, sino para encubrirlo.
Erna von der Walde bien ha señalado que la religión y el lenguaje son los
elementos con los que la clase letrada colombiana tradicionalmente imaginó
y forjó la nación. Algunos crı́ticos han visto una posición irreverente frente
a estos dos elementos que Vallejo integra de forma magistral como ejes del
relato (Jaramillo). En un inicio, debido a la intensa crı́tica a la religión y al
lenguaje, éstos aparecen como elementos caducos e inoperantes. En una se-
gunda lectura, sin embargo, notamos que siguen siendo elementos indispen-
sables en los que se erige el relato. La crı́tica a la religión no es a la religión
sino a la iglesia, y la crı́tica al lenguaje no es a la institución sino a un habla
en particular, la de los muchachos de las comunas. Él habla español, ellos
no; él toma distancia del culto religioso, ellos lo reproducen. A Fernando le
molesta la religión en una de sus formas y el lenguaje en una de sus manifes-
taciones, no todas. Dios sigue siendo un dios-ex-machina aunque sea del
caos; por eso la peregrinación a las iglesias. El lenguaje es lo que distingue al
que nombra, Fernando, del aquel nombrado, el sicario; por eso el uso de
parlache en Fernando no es más que una postura aprendida y poco natural
que, sin embargo, da el efecto de cercanı́a.
Religión y lenguaje siguen siendo los elementos que ponen de un lado al
letrado, y del otro al no letrado. Ese es el registro literario en el que se
inscribe la propuesta de Vallejo, pese a que él toma distancia del letrado por
el escepticismo que proyecta ante cualquier proyecto colectivo.19 Fernando
no sólo no cree en un proyecto nacional, sino que se posiciona voluntaria-
mente fuera del mundo que describe: ‘‘Recuerdo que ı́bamos de bache en
bache ¡pum! ¡pum! ¡pum! por esa carreterita destartalada y el carro a toda
desbarajunstándose, como se nos desbarajustó después Colombia, o mejor
dicho, como se ‘‘les’’ desbarajustó a ellos porque a mı́ no, yo aquı́ no estaba,
yo volvı́ después’’ (9). Él puede entrar y salir de Colombia, aún de sus zonas

19. Éste es el elemento fundamental que rompe paralelismos con Dante. Para Dante, el exilio de
su Florencia natal marcó su tragedia personal y el particular desarrollo de su literatura. Marı́a
Luisa Menocal tiene dos libros que han guiado mi particular acercamiento a Dante como un poeta
polı́tico: Writing in Dante’s Cult of Truth (1991) y Shards of Love: Exile and the Orgins of the Lyric
(1994).
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más peligrosas, pero en ciertos momentos niega su condición de colombiano:


‘‘Yo no soy de aquı́’’. Más adelante dice: ‘‘Me avergüenzo de esta raza li-
mosnera’’ (19). Y en un gesto no poco arrogante, admite describir las comu-
nas pese a no haber pisado, sino sólo una vez, en ellas.20

Origen sin historia

La propuesta ética del relato se hace evidente en la concepción que Fernando


tiene del tiempo, el suyo y el de los jóvenes que lo acompañan. Él es un
erudito de clase alta que se describe más viejo de lo que realmente es, gesto
que trasluce una profunda amargura.21 Llega a Medellı́n con la muerte como
único horizonte. Mientras espera su llegada, visita a un amigo que le ofrece
chicos jóvenes con quienes establece relaciones. ‘‘José Antonio es el personaje
más generoso que he conocido. . . . ¡a quién si no a él le da por regalar
muchachos que es lo más valioso! Los muchachos no son de nadie—dice él
[José Antonio]—son de quien los necesita’’ (15). Ası́ se reproduce y legitima
la idea de que los muchachos son objetos a quienes buscan narcos y polı́ticos
para matar, ciertos hombres para tener sexo y algunos escritores para hacer
novelas.
Alexis, el muchacho con quien establece su primera relación, es su com-
pañero de peregrinación. Mientras recorren la ciudad, Fernando recuerda un
pasado idı́lico, el Medellı́n de su infancia que nada tiene que ver con el del
presente. ‘‘Habı́a en Medellı́n un pueblo silencioso y apacible que se llamaba
Sabaneta. Bien que lo conocı́ porque allı́ cerca, a un lado de la carretera que
venı́a de Envigado, otro pueblo, en la finca Santa Anita de mis abuelos, a
mano izquierda viniendo, transcurrió mi infancia’’ (7). Más allá de este lugar,
prosigue Fernando, estaba el fin del mundo. Y en ese cerco imaginario que
es ‘‘el fin del mundo’’ Fernando deja por fuera la Colombia de la violencia
que se desencadenó con el asesinato del candidato a la presidencia por el
partido liberal, Jorge Eliécer Gaitán en 1948, (cuando Fernando Vallejo tenı́a

20. Hay un eco de las narrativas del siglo XIX en las que sus autores (Sarmiento, en Facundo, o
Juan León Mera en Cumandá) describen lugares sin haberlos conocido para ası́ construir la idea
de una invasión de la barbarie frente a la cual la civilización debe protegerse. En Vallejo, las
comunas representan la barbarie y el resto de Medellı́n los rezagos de una civilización en vı́as de
extinción.
21. En la pelı́cula Fernando tampoco es viejo; aunque mayor que sus amantes, no aparenta más
de 50 años.
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6 años), y que generó el primer éxodo masivo del campo hacia la ciudad.
Deja de lado, no sólo el acontecimiento más violento y largo de la historia
de la Colombia de su infancia, sino también la violencia que afectó a esos
moradores de Sabaneta que él describe en su novela como moradores de un
retrato costumbrista de finales del XIX: ‘‘Las casitas a la orilla de la carretera
en el pesebre eran como las casitas a la orilla de la carretera de Sabaneta,
casitas campesinas con techitos de teja y corredor’’ (18). Me pregunto ¿cómo
una novela que deja por fuera la historia que ha llevado a Medellı́n, y a
Colombia en general, al descalabro de los últimos años, puede ser leı́da como
una narrativa que desacraliza y presenta una crı́tica mordaz, como afirman
sus crı́ticos?
Pero no es eso lo único que el relato deja de lado. Ese ‘‘fin del mundo’’
también sepulta un pasado. El mismo pasado que es lo más valioso que tiene
Fernando: ‘‘Mira Alexis, tú tienes una ventaja sobre mı́ y es que eres joven y
yo ya me voy a morir, pero desgraciadamente para ti nunca vivirás la felici-
dad que yo he vivido’’ (17). El pasado se construye, entonces, como el archivo
donde guarda recuerdos idı́licos, el registro de los libros leı́dos, de los paı́ses
visitados, del conocimiento adquirido, pero, sobre todo, representa eso que
ha perdido, esa identidad que no tiene con quien reinventar. Recordemos
que Fernando es un hombre solo, su familia murió, heredó un departamento
en el que no hay ningún objeto en el que pueda rastrearse la pertenencia a
un mundo (cualquiera), no hay ni muebles, ni ropa. La única referencia a
ese pasado es su nostalgia por un Medellı́n que dejó de existir cuando la
invasión de las comunas. La retórica de esta nostalgia se entiende mejor si
seguimos a Raymond Williams en lo que él define como un elemento re-
sidual de formaciones culturales y sociales previas y que están presentes, aun-
que de manera inconsciente, en la escritura (122). Hay en la construcción de
ese pasado personal idı́lico, la manifestación de una nostalgia de clase que
está presente como un residuo cultural, como remanencia del privilegio de
hombre letrado. En este sentido, a la imagen de intelectual posmoderno que
proyecta Fernando de manera consciente en su discurso nihilista, le traiciona
un gesto de clase que aparece de manera inconsciente en la escritura y revela
la nostalgia de una clase extinta. Por eso el referente especı́fico que no parece
tener juicios de valor, se lo encuentra en un registro más conservador y pelig-
roso.
El pasado es otra diferencia que establece con sus amantes, porque ellos
no lo tienen. ‘‘Alexis y yo diferı́amos en que yo tenı́a pasado y él no; coincidı́a-
mos en nuestro mı́sero presente sin futuro en ese sucederse de las horas y los
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dı́as vacı́os sin intención, llenos de muertos’’ (108). Esa falta de pasado exime
de cualquier dimensión ética a sus actos, porque, según Fernando, los
muchachos no tienen identidad, o acaso, acceso a ella. Los muchachos se
mueven en un mundo amoral. Fernando no les reconoce historia ni a ellos
ni a sus padres: ‘‘A machete, con los que trajeron del campo cuando llegaron
huyendo dizque de ‘la violencia’ y fundaron estas comunas sobre terrenos
ajenos, robándoselos, como barrios piratas o de invasión. De ‘la violencia’.
. . . ¡Mentira! La violencia eran ellos. Ellos la trajeron, con los machetes. De
lo que venı́an huyendo era de sı́ mismos’’ (119). Al negarles historia, les niega
identidad y les anula su capacidad de acción.
Después de presenciar/instigar varios asesinatos de los que Alexis es el
autor, Fernando lo llama ‘‘mi ángel exterminador’’. Ángel, palabra/imagen
que tiene la doble connotación de lo que Fernando considera una belleza
angelical y la maldad del ángel caı́do. La imagen de un ángel sin historia
contrasta con la que Walter Benjamin usó para hablar de la historia misma:
memoria fundamental que nos permite labrar un camino hacia el futuro,
nuestra única posibilidad de construir una identidad. El ángel de Benjamin
tiene el dorso volteado hacia atrás pero sus alas anuncian un próximo vuelo
hacia el futuro. Por eso la idea de que la historia está llena de la presencia del
ahora (257). Si no tienen pasado, mal pueden los sicarios aspirar a un futuro.
Esta concepción ahistórica que Fernando tiene sobre esos otros colombia-
nos explica las soluciones que propone para su paı́s. ‘‘¿Tiene este problemita
solución? Mi respuesta es un sı́ rotundo como una bala: el paredón.’’ (41)
‘‘Mi fórmula para acabar con ella [la pobreza] no es hacerles casa a los que
la padecen y se empeñan en no ser ricos: es cianurarles de una vez por todas
el agua y listo; sufren un ratico pero dejan de sufrir años’’ (97). La frialdad
para mirar la muerte lo pone en la misma posición de los sicarios que matan
como única solución a sus problemas. Ambos apelan a la muerte desde el
lugar de lo amoral. Los sicarios porque no tienen pasado ni identidad y Fer-
nando porque dejó de tener una identidad con referente, por eso la insisten-
cia en la propia muerte. La superioridad de Fernando yace en la negación del
otro al que representa. Al mismo tiempo, al hablar de las soluciones que
propone para Colombia, reivindica en estos muchachos la capacidad de ase-
sinar a sangre frı́a. Él no comete asesinatos, pero los instiga, y se constituye
en su autor intelectual. Genera ası́ doble juego borgeano en el que lo literario
y lo real son dos lados de la misma ficción.
La violencia en la mirada de Fernando es absoluta con respecto a todo lo
femenino. Es tan recalcitrante su odio por todo lo que se parezca a una mujer
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que parte de la pureza que encuentra en sus dos amantes es que ellos no han
tenido relaciones con mujeres. Para él sus niños no se contaminaron: ‘‘Con-
que era eso pues lo que habı́a detrás de esos ojos verdes, una pureza inconta-
minada de mujeres’’ (25). Y como si le sirviera de excusa para mostrar su
misoginia sin pudor, también la atribuye a su formación religiosa con los
salesianos que le enseñaron que tener relaciones con mujeres es el pecado de
la bestialidad (25). Resulta imposible leer con ironı́a los párrafos en los que
Fernando habla de lo femenino con desprecio, de la mujer con asco, sobre
todo de su función reproductiva, como si las mujeres fueran hermafroditas
que se reproducen solas y fueran únicas responsables de la pobreza: ‘‘surgen
niños de todas partes, de cualquier hueco o vagina como las ratas de las
alcantarillas cuando están muy atestadas y ya no caben’’ (102).
Proponiendo, como Fernando lo hace, el amor homosexual como lı́cito y
aceptable, algunos trabajos crı́ticos conciben ese discurso anti-homofóbico
como una propuesta de género abierta y egalitaria (Jaramillo). No hay que
volver a los griegos para encontrar en prácticas homosexuales visos de una
profunda misoginia; en la cultura homosexual contemporánea hay ciertas
instancias en que lo homosexual y lo misógino no son únicamente ecos el
uno del otro, sino en que la homosexualidad es fruto de la misoginia.22 La
manera peyorativa de referirse a polı́ticos y sacerdotes como ‘‘maricones’’
también confunde, porque estas expresiones hacen eco de un discurso homo-
fóbico que Fernando rechaza. Sin embargo, más allá de esos mensajes contra-
dictorios acerca de la concepción sobre el género, predomina una singular y
profunda misoginia.23 Si la propuesta de la novela es la ironı́a y la crı́tica
mordaz a instituciones, como se ha afirmado, y si lo que busca Fernando en
su narrativa es exponer lo execrable de Colombia de una forma brutal, la
excesiva misoginia que recorre el texto lo vuelve sospechoso y lo aleja de
cualquier propuesta de crı́tica seria.
Varios de estos elementos en la obra resultan seductores porque despistan.

22. Una excelente etnografı́a sobre la dificultad de clasificar de manera tajante las identidades de
género, las orientaciones sexuales y las valoraciones respecto a ellas es el libro de Annick Prieur,
Mema’s House: Mexico City. On Travestis, Queens, and Machos. (1998). Para un estudio sobre la
homosexualidad y la homosociabilidad en la literatura ver el clásico estudio de Eve Sedgwick
Kosofsky Between Men. English Literature and Male Homosocial Desire (1985).
23. Mary Louise Pratt sugiere que la eliminación de todo lo femenino en la novela se transforma
en una clave para comprender la violencia.
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El hecho de que Fernando sea homosexual y convierta a estos asesinos en sus


amantes hace pensar en una novela de vanguardia; el tono insolente frente a
la religión mientras se narra un recorrido obsesivo por todas las iglesias de la
ciudad, hace pensar en el peregrinaje de un tı́pico intelectual latinoamericano
de izquierda, atormentado y frustrado; la erudita mención a Dovstoievsky,
Kafka, Borges junto con comentarios racistas, generan un espectro de ironı́a.
En una lectura atenta reconocemos que a esa ironı́a le falta un referente que
contraste. En la historia que cuenta Fernando no hay con qué contrastar su
visión nihilista. Sus comentarios acerca de Colombia no provocan hilaridad,
sino que develan odio y evocan las palabras de Slavoj Žižek: ‘‘Today neo-
Fascism is more and more ‘postmodern,’ civilized, playful, involving ironic
self-distance . . . yet no less Fascist for all that’’ (64).
La virgen es una novela cautivante, con chispas posmodernas, pero no deja
de ser un discurso cargado de un profundo neo-fascismo. En el contexto de
violencia en el que se publica esta obra es difı́cil concluir que el fascismo del
texto se anula por exceso, como propone uno de sus crı́ticos (O’Bryen). Por
el contrario, el complejo marco en el que Vallejo propone esta narrativa de
sicarios crea la necesidad de una lectura que reinscriba a sus personajes en la
historia, pese a las muchas resistencias que ofrece el texto.

El delirio

Restrepo cuenta una historia en la que muestra su preocupación por las com-
plicidades y las transacciones ilegales que se dan tras la cortina de violencia
que vive la sociedad colombiana a finales de los años ochenta. El dinero del
narcotráfico circula por los mundos financieros locales y, naturalmente, cier-
tas inversiones favorecen a las elites. Las fortunas de terratenientes ancestra-
les que constituı́an la base material de las burguesı́as más tradicionales han
mermado. Los narcotraficantes le ofrecen a esa elite la opción de mantener
una posición de privilegio sin comprometerse legalmente, a través de meca-
nismos de lavado de dinero. Esto, a su vez, genera prácticas de complicidad
y participación que deben ocultarse. Cuando se debate la posibilidad de la
ley de extradición, los narcotraficantes, liderados por Pablo Escobar, arreme-
ten con violencia contra la elite que en ese momento aboga por expulsarlos
y que otrora se valió de ellos y de su dinero para aferrarse al poder. Restrepo
escribe contra esa actitud hipócrita que, además de juzgar aquello de lo que
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fue parte, no asume una responsabilidad cı́vica frente a la debacle que vive el
paı́s.24
A diferencia de los sicarios que son personajes con cuerpos marcados y
lenguajes propios, la corrupción es invisible y los sı́mbolos para representarla
son indeterminados. Restrepo propone el delirio como un discurso que apela
a representar aquello casi irrepresentable y, al menos en principio, exige a su
lector decodificar los significados de ese delirio.25
Con el fin de lograr un paralelismo simétrico y vincular La virgen y Delirio
con el Renacimiento, se podrı́a sugerir una lectura de esta última a la luz de
El elogio de la locura de Erasmo de Rotterdam. Restrepo también utiliza la
locura como un recurso literario y adopta una posición apologética respecto
a ella porque desde la locura se permite revelar una verdad alterna. Esa vin-
culación general que se puede establecer con Erasmo, sin embargo, tiene
manifestaciones concretas que, en el caso de la protagonista de Delirio, se
deben exponer dentro de un registro más cercano.
La literatura latinoamericana está llena de mujeres cuya falta de cordura es
cautivadora—por ejemplo, Susana Sanjuán en Pedro Páramo de Juan Rulfo
y Laura, en ‘‘A imitaçao da rosa’’, de Clarice Lispector. Ambos personajes
manifiestan locuras con las que lectoras y lectores pueden simpatizar, ya que
son deliberadas, casi voluntarias. Tanto Susana como Laura ejercen una resis-
tencia fı́sica para evitar doblegarse ante el sistema patriarcal que las oprime.
Su locura es el lugar de un obstinado combate. Son locuras que tienen una
chispa de agencia, y aunque sea mı́nimo, hay en ambos personajes un res-
quicio de voluntad de resistir individual. Esto las hace objeto de lecturas de
género que acertadamente buscan decodificar su locura como una clave para
comprender el sistema que las oprime.
A pesar de que Agustina nos recuerde a otras locas de la narrativa latino-
americana, y de que las coordenadas que las definan como locas sean las del
sistema patriarcal, hay que definir qué las distingue. Agustina delira por ser
fruto y cómplice involuntario de un sistema de mentiras. El delirio de Agu-
stina, ası́ como el de Susana y el de Laura, contrapone la lógica con lo arbitra-

24. El tema de esta corrupción está presente en varios libros, aunque no siempre como tema
principal. Para una visión general sobre el mismo, ver Alonso Salazar (2001), Juan Tokatlián
(2000), Luis Fernando Sarmiento y Ciro Krauthausen (1991), Betancourt y Garcı́a (1994).
25. Al proponer la lectura del delirio como un discurso que revela aquello que lo produce, sigo a
Foucault en su propuesta de analizar la locura a nivel discursivo. La locura que propone Restrepo
no concierne a lo patológico, sino a lo que sus sı́ntomas representan.
Polit : s ic ar io s, de li ra nt es y l os ef ec to s j 135

rio. Su delirio es el otro lado de la razón que la contiene y la define; como


bien dice Foucault, ‘‘[esta] locura tiene que ver con los extraños caminos del
saber’’ (43). Lo que la hace distinta, sin embargo, es que al (tratar de) de-
volverle su cordura, no se le reivindica como mujer en su relación con el
mundo de mentiras en el que vive. La pregunta sobre lo femenino, en su
caso, reside en mirar al delirio como espacio tı́picamente—aunque no exclu-
sivamente—femenino en la literatura. Es necesario, entonces, descifrar por
qué al escribir una novela en la que denuncia el descalabro de la sociedad
colombiana, la autora se propone lograrlo mediante la mente perturbada de
una mujer.
El delirio de Agustina es acucioso; sus obsesiones son el orden, los colores
claros en las paredes, la purificación de los ambientes. Todos sus sı́ntomas
dialogan con el desorden, la corrupción y la violencia que vive la sociedad
colombiana. La relación entre el mal de Agustina y el lugar que Restrepo elige
para la enunciación son evidentes, al punto que Restrepo decide comenzar el
relato con un epı́grafe de Gore Vidal en el que cita a Herny James advirtiendo
que un loco no debe ser el protagonista de la narración porque no es un
personaje moralmente responsable de sus actos y, por lo tanto, nos deja sin
historia que contar. Restrepo lo hace a contrapelo, muestra su obstinación al
hacer del delirio el tı́tulo del relato, a su protagonista una delirante y de ella
a Colombia. La novela, sin embargo, no propone una protagonista (ir)res-
ponsable de sus actos, sino vı́ctima de los actos de otros. Su delirio denuncia,
pero no muestra; su delirio sugiere, y ahı́ reside su poder simbólico.

Genealogı́a de la locura

Freud nombra al mecanismo por el cual el sujeto rehúsa aceptar las contra-
dicciones propias y las proyecta sobre otro como un acto/gesto de negación.
Para Freud la negación (Verneinung) es un mecanismo de defensa tı́picam-
ente masculino.26 Si la negación lleva a una proyección de las contradicciones
propias sobre otro, el otro puede asumirlas como propias y actuar según

26. Ver sobre todo ‘‘Fetichism’’, ‘‘Some Physical Consequences on the Anatomical Distinction
Between the Sexes’’ y ‘‘Negation’’. La traducción del término me parece problemática, ya que
negación no refleja la complejidad del problema. La palabra ha sido traducida al inglés como
disavowal, que en español quiere decir un ‘‘descargo de responsabilidades’’. Es a esto último a lo
que me refiero en el texto.
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ellas. Este gesto se ha interpretado como un recurso tı́picamente femenino,


al punto que ha servido a muchas feministas para definir la histeria.27 Actuar
según las contradicciones ajenas es lo que hace Agustina en el centro de su
historia familiar. Ella absorbe las contradicciones de los otros y su delirio se
convierte en la metáfora que nos permite comprender esos errores, esas faltas
colectivas. La verosimilitud del relato se da porque ella presenta los sı́ntomas
de una locura tı́picamente femenina, y no por su historia personal. El registro
cultural que le permite a Restrepo hacer de la loca su protagonista, a Agustina
serlo, y a los lectores establecer una empatı́a con ella, es que su vulnerabilidad
nos resulta familiar.
La historia del delirio de Agustina comienza en la niñez, en medio de una
profunda fase edı́pica y con un padre en extremo indiferente. La niña en-
cuentra unas fotos en las que su tı́a, hermana de madre, posa desnuda para
su papá. Sin tener palabras para expresar eso prohibido que muestran las
fotos, ella las usa junto con varios envases con agua, en los ritos de conjuro
para evitar que su padre castigue a Bichi, el menor de sus hermanos. Bichi es
un niño bello pero su temprana afección femenina saca al padre de casillas y
hace al niño vı́ctima de violentas golpizas. La primera arbitrariedad en la
mirada de Agustina es la socialización que se separa de los cuerpos, el del
Bichi que tiene que ser hombre, aunque no quiera. La arbitrariedad de la ley
es evidente porque se impone con violencia desde un lugar de transgresión:
un padre que se acuesta con la tı́a de los niños, hermana de su madre. Agus-
tina, la niña, no comprende la agresión en contra del Bichi y trata de evitarla,
actúa en base a las contradicciones de ese padre que ella adora. Siguiendo la
clave freudiana, comprendemos que, paradójicamente, los rituales de Agus-
tina no son para proteger al Bichi, sino a su padre.
La madre frı́a, siempre distante, y el padre autoritario e hipócrita, están
embelesados con la perfección de su hijo primogénito. Joaquı́n es el vivo
retrato de ambos: ambicioso, mandón, vividor, engreı́do. Como adulto será
quien establezca negocios con los narcos, arrebate la fortuna a sus hermanos:
a Agustina por loca y al Bichi por homosexual, y quien tenga a la madre bajo
su amparo, después de la muerte del padre. Al hacer del relato familiar el
centro de la narrativa, la autora nos propone mirar estos orı́genes como si
fueran la infancia en la que se identifican ya problemas futuros: Joaco es el

27. Elaine Showalter propone esta lectura en su libro Sexual Anarchy (1990). Véase también el
clásico de Elisabeth Bronfen, The Knotted Subject (1998).
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oportunismo de polı́ticos, autoridades, terratenientes y empresarios; Agu-


stina es el sı́ntoma de la debacle de su sistema, el nódulo de las contra-
dicciones; y el Bichi, su motivo. Esto último, al menos, es la historia que le
hicieron creer a Agustina.
Hay varios narradores y varias historias que pretenden dar unidad al re-
lato. Por un lado están los recuerdos de Agustina y las ceremonias que reali-
zaba de niña con el Bichi. Por otro; están las narraciones del Midas y de
Aguilar, que quieren contarle a Agustina su propia vida como buscando de-
volvérsela. Aguilar, antiguo profesor de Agustina, es su marido/compañero y
el Midas McAlister, es un antiguo amante. Aguilar dejó la cátedra para tener
más tiempo para cuidar a Agustina. Su estrato social es mucho más bajo que
el de Agustina y, por ende, es invisible para la familia de êsta. El Midas es un
amigo de Joaquı́n; su origen social es parecido al de Aguilar pero, como su
nombre lo indica, supo hacer dinero y ayudó a sus ı́ntimos amigos, todos de
la élite, a invertir con Pablo Escobar. En palabras del Midas, si no fuera por
él, todas esas fortunas tradicionales y sus alcurnias hubieran desaparecido.
Cuando los negocios con los narcos estaban en sus orı́genes, el Midas dejó
embarazada a Agustina y no quiso casarse con ella debido a su locura, pecado
que la familia perdonó en aras del interés económico. Agustina aborta y el
Midas sigue siendo amigo de la familia. Momento de negación por parte de
su familia en complicidad con su ex-novio y que deja a Agustina sin referente
en una sociedad patriarcal donde el código del honor y el buen nombre rigen
la moral, sobre todo el de mujeres como ella.
Una reunión familiar a la que, como siempre, Agustina asiste sin Aguilar,
desata una larga e intensa crisis que inicia el relato. Agustina se encuentra
con el Midas, que también estaba invitado. La familia anuncia la próxima
visita del Bichi después de varios años de ausencia. Agustina oye, sin em-
bargo, una discusión privada entre su madre y Joaco en la que éste dice que
en su casa no se hospedará un maricón. Esto perturba a Agustina que entra
en estado de delirio, y Midas, al notarlo, la saca de allı́. Termina Agustina en
un hotel del centro de Bogotá a cargo de un guardaespaldas del Midas que
llama a Aguilar para que la recoja. Aguilar trata de reconstruir este oscuro
evento del que no entiende nada. ¿Qué hace Agustina en un hotel con un
hombre desconocido y totalmente fuera de sı́? Ella es incapaz de explicarlo.
En medio de este caos llega a su casa una mujer desconocida que dice ser
Sofi, la tı́a de Agustina. Sofi es la otra memoria de Agustina, no la de su
infancia, sino la de su juventud, donde reposa la caja negra de su delirio,
aquella que encierra la historia familiar.
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Por Sofi sabemos que cuando Agustina tenı́a diecisiete años su hermano
Bichi, después de una tremenda paliza que el padre le propina gratuitamente
frente a toda la familia, pone en evidencia la relación entre su padre y Sofi
revelando a los presentes las fotos prohibidas. Al hacerlo el Bichi espera la
aprobación o la alianza con su madre, verdadera vı́ctima de la traición. El
resultado, sin embargo es otro. La madre toma las fotos con mucha naturali-
dad, las guarda en la bolsa de su tejido y le dice a Joaquı́n: ‘‘Vergüenza
deberı́a darte, Joaco; ¿esto es lo que has hecho con la cámara de fotos que te
regalamos de cumpleaños, retratar desnudas a las muchachas del servicio?’’
y, acto seguido, se dirige a su marido: ‘‘Quı́tale la cámara a este muchacho
hasta que no aprenda a hacer buen uso de ella’’ (321). La madre desvı́a la
mirada, no confronta la mentira, la esconde. Después de este confronta-
miento, Bichi sale de la casa y atrás de él sale la tı́a Sofi con algo de dinero y
ropa. Al ver el cuadro familiar en el momento de salir de la casa, Sofi com-
prende que la vı́ctima de esa mentira es Agustina, para la que no hay espacio
en esa narrativa familiar. Sofi se promete volver a rescatarla, lo que explica
su aparición en casa de Aguilar.

Piezas que faltan al delirio

Si Agustina encarna el delirio de un grupo en la sociedad que no termina de


asumir la responsabilidad de lo que pasa, debemos mirar los muchos signifi-
cados que tiene, dependiendo de quien la mire. Aguilar tiene una posición
frente a la locura de Agustina que resulta coherente con su condición de
intelectual, clase media y sin mayores intereses económicos. A pesar de que
confiesa haberla llevado a un centro de psiquiatrı́a durante alguna de sus
crisis anteriores, en ésta, que es la más aguda, ni se lo plantea. La locura ha
cambiado de lugar, dejó de ser una enfermedad médica para ser simple-
mente, la falta de coherencia en la historia personal. Aguilar sabe que la
manera de devolverle cordura a su mujer es contándole la verdad, devolvién-
dole las palabras que le faltan para reconstruir su relato. La historia que en
algún momento Agustina quiso escribir con su ayuda y que Aguilar rehusó
hacer. Aguilar se confiesa culpable por no haber ayudado a Agustina cuando
ella le pidió que escribieran juntos la historia de su vida.
La responsabilidad del escriba de poner en papel la historia, de darle racio-
nalidad, es la que Restrepo asume frente a la realidad de Colombia. Su es-
critura tiene un gesto autocosiente de buscar redención, de curar, de
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remediar. En última instancia, ésta es la traición a su propuesta literaria,


porque a partir de este gesto redentor nos explica su relato y lo boicotea. La
locura que en un inicio es un discurso poroso, permeable—en el que las
significaciones de los silencios y las hipocresı́as cobran sentido en el sin-
sentido—al ser explicada, se convierte en un aspecto sedimentado, óseo, y
deja de simbolizar eso perverso que sugieren el tı́tulo y el epı́grafe del libro.
Al explicar el delirio, Restrepo cambia el registro literario y su propuesta
estética deja de tener la fuerza que inicialmente present su tema.
Ası́ se puede comprender esa larga digresión de la historia de los abuelos
de Agustina. Hacia el final del relato los tres, Agustina, Aguilar y la tı́a Sofi
viajan a la casa de campo donde vivı́an los abuelos maternos de Agustina,
para recuperar los diarios de ambos. La casa está abandonada por estar en la
zona tomada por la guerrilla y el narcotráfico, lo que dificulta el desplaza-
miento hasta allá. En esta sección de la novela, intercalada con los recuerdos
de la infancia de Agustina y las historias que relatan el Midas y Aguilar,
Restrepo quiere construir el archivo de su narrativa apelando tanto a la tradi-
ción literaria colombiana, como a la existencia de un mı́tico pecado original:
los años de la violencia. La historia de los abuelos de Agustina es una serie
de escenas que tienen el eco de las historı̀as del viejo Melquı́ades en Cien
años de soledad. La historia de Nicolás Portulinus y de su esposa Blanca, es
también el génesis de los silencios en la familia Londoño. Nunca se habló de
los motivos por los que murieron los delirantes Nicolás y su hermana, tam-
poco de los estragos que dejó la visita de cierto personaje siniestro que car-
gaba soldaditos de plomo en el morral y al que apodaron Farax. Personaje
que alude a los perturbadores años de violencia en el campo en la historia de
Colombia. En estas largas secciones de la novela, Restrepo nos propone ver
el delirio de Agustina como algo que corre por su sangre—como corre la
sangre colombiana en los interminables años de violencia y como, en última
instancia, corren los ecos de Garcı́a Márquez en su propia narrativa.
Esta cuota de responsabilidad que asume la escriba respecto a la historia
(la de Aguilar respecto a la locura de Agustina y la de Restrepo respecto a la
historia de Colombia), y que todo lo explica, vacı́a al relato de su contenido y
traza una historia simplificada. El delirio de Agustina pierde fuerza simbólica
porque cuando se explican su génesis y sus propósitos, devela el discurso que
lo contiene. Es como si el relato mismo resolviera el dilema que propone.
Por otro lado está la posición que asume el Midas frente a la locura de
Agustina. Él no se hace cargo de nada, ni del hijo que hubieran tenido en
común, ni de su aborto, ni siquiera de su delirio final, porque la deja con
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uno de sus guardaespaldas en el hotel donde la hospeda. El Midas es más


práctico: ama de Agustina su pedigrı́ y su hábito de varias casas, de servidum-
bre, de espacios amplios, y de faldón de bautismo, como dice él. Cuando le
cuenta a Agustina lo que pasó esa noche, pone énfasis en lo que la suerte le
jugó a él, Midas. La mala pasada del destino fue regresarle a su lugar de
origen, al seno materno, ahora también su escondite. Queda claro que el
lugar que llegó a ocupar en la sociedad le fue prestado por una bonanza
económica que no le cambió el pedigrı́. En ese mundo, no se tienen aliados.
Al Midas no sólo le busca la policı́a por un asesinato ocurrido en el gimna-
sio de su propiedad—donde lavaba el dinero recibido de Pablo Escobar—
sino, lo que es peor, por una trampa que le tendió Escobar: al Midas se le
acusa de haber robado millones de dólares y sus amigos más cercanos lo
acechan. Escobar se venga del Midas porque él negó a sus parientes la mem-
bresı́a en su gimnasio, desden̄ando su apariencia. Niega a los demás lo que
él sı́ pudo disfrutar. El Midas reconstruye esa parte de la historia en la que
Agustina reconoce a su familia, a Joaco y a sus amigos: las grandes fortunas
venidas a menos, las inversiones de dinero con Pablo Escobar, los lujos en
clubes y fiestas privadas, y los hábitos nuevos de una burguesı́a que vive la
gloria a costa de su falta de valores. Es una clase en quiebra a la que se
describe como impotente. El Araña, amigo de Joaco, embriagado, cae de un
caballo en un juego de polo y pierde movilidad de la cintura para abajo.
Todos los problemas que tiene el Midas se originan en una apuesta por la
virilidad (perdida) del Araña.
La vulnerabilidad de Agustina, sin embargo, contrasta con la prepotencia
que otorga el dinero. Cuando ciertos cı́rculos colombianos pretendieron ac-
tuar con su tradicional forma de negación frente al que hasta en ese mo-
mento era su aliado económico, Pablo Escobar Gaviria, el precio fue mucho
mayor. El capo entró en un delirio, pero no como el de Agustina a la que
hombres como Aguilar—y en cierta manera, el Midas—ayudaron a restable-
cer. Su delirio fue una venganza, y una venganza feroz. Aun ası́, para recupe-
rar la cordura, las Agustinas de Colombia siguen buscando el apoyo de los
Aguilares que fomenten momentos de reconocimiento y reencuentro con los
Bichis que fueron expulsados del paı́s por la intolerancia.

Paradojas finales

Las novelas presentan dos maneras de abordar los múltiples procesos y


efectos perversos de la presencia del narcotráfico. En la novela de Vallejo hay
Polit : s ic ar io s, de li ra nt es y l os ef ec to s j 141

una negación de la historia que exacerba el erotismo con el que se describe


al sicario, objeto/sujeto del deseo. La manera en que Fernando se refiere a
sus amantes se puede definir, haciendo eco de Said, como una suerte de
sicarismo. Esta palabra muestra el poder que ejerce Fernando sobre sus perso-
najes a través de sus formas de nombrar. El ejercicio de su escritura es narci-
sista y el sicario puede llegar a verse como un instrumento accidental.
En la novela de Restrepo el delirio femenino es una manifestación que
confronta el poder, un tema más vaporoso y escurridizo que el de los sicarios,
pero que exige mayor compromiso con lo que se narra. La sugerente pro-
puesta, sin embargo, se anula en el momento en que la autora nos cuenta la
historia y el origen de este delirio y lo convierte en objeto de la razón. (Res-
trepo justifica no sólo el origen del delirio de su personaje, sino la genealogı́a
de su propia narrativa). La historia que le falta al relato de Vallejo, le sobra al
de Restrepo. La paradoja es ejemplo de las dificultades de narrar esa realidad
próxima y turbia que está ligada a la ilegalidad del narcotráfico. Es también
una muestra de las innumerables aporı́as éticas y estéticas presentes en estos
relatos.

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