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Mario Martz

N
863.44
M388 Martz, Mario
Los jóvenes no pueden volver a casa /
Mario Martz. -- 1a ed. -- Managua : anamá
Ediciones, 2017
158 p.

ISBN 978-99924-75-53-9

1. CUENTOS NICARAGÜENSES-SIGLO XXI


2. LITERATURA

© Mario Martz, 2017


© anamá Ediciones, 2017

Primera edición, 2017


Managua, Nicaragua

anamá Ediciones
Res. El Dorado No.187
Managua, Nicaragua
Teléfono: (505) 2249-0597
E-mail: anama.ediciones@gmail.com

Cuidado de edición/Diagramación: Friné López Solórzano


Ilustración de portada: Detalle de Nighthawks/Edward Hopper

De conformidad con la ley se prohíbe la reproducción parcial o total


de esta obra en cualquier tipo de soporte, sea éste mecánico, fotoco-
piado o electrónico, sin la respectiva autorización del autor.
Mario Martz
Los jóvenes no pueden
volver a casa
Aquí estoy sentado y aguardo,
teniendo a mi alrededor viejas tablas rotas
y también tablas nuevas a medio escribir.
¿Cuándo llegará mi hora?

Friedrich Nietzsche,
Así habló Zaratustra

Los jóvenes no pueden volver a casa


porque ningún padre los espera
y el amor no tiene lecho donde yacer.

Jorge Teillier,
El lenguaje del cielo
Para mis padres
UNO
POBRES NIÑOS QUE FUIMOS

A Clara volví a verla años después de nuestro último


encuentro en la pieza que yo solía llamar mi aparta-
mento, una casa ubicada en el Barrio San Antonio que
mi tío Efraím me había confiado poco después de que
a mi prima la encontraran colgada de una de las vigas
de la sala. La vivienda no era gran cosa, pero tenía dos
cuartos y quedaba cerca del viejo centro amurallado
por edificios en ruinas, cuando aún no estudiaba cine
y me ganaba la vida haciendo traducciones o dando
clases de inglés en algún colegio de segunda.
Esa tarde nos encontramos en el parque Luis Alfonso
Velásquez y recuerdo que no dejé de preguntarle qué
había sido de su vida después de aquellos años, después
de aquellos días, pero ella, en lugar de responder, me
preguntó si mis padres seguían juntos. Le confirmé que
mis padres seguían viviendo en la misma casa, y para mí
aquello era algo sin importancia: mamá seguía cuidan-
do al hombre que la había abandonado a inicio de los
noventa. Papá, según me había dicho ella, no sólo re-
gresó con ciudadanía gringa, sino con una enfermedad
en el hígado que ella se dedicó a cuidar hasta el último
día en Miami.

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¿Te acordás cuando subíamos a los edificios viejos?,
preguntó ella de pronto, pasándose la mano por la
frente bañada de sudor y secándose con la manga de
la blusa negra.
Sí, lo recuerdo muy bien, respondí, y me acordé de
cuando nos subíamos a los edificios de la antigua Ave-
nida Roosevelt, ahora Avenida Sandino.
A Clara, sin embargo, le fue difícil reconocer el sitio.
Le recordé cuando nos sentábamos a esperar las prime-
ras manifestaciones del sol: desde la azotea de algún
edificio observábamos la ciudad y la enorme silueta de
Sandino erguida en la Loma de Tiscapa. ¿Sabés quién
jodido hizo eso?, preguntó una vez Pablo señalando la
silueta negra, mientras daba tragos a su cerveza. Ernes-
to Cardenal, le dije, ¿quién más? ¿Y será que la hizo con
sus propias manos? Eso sí no lo sé, repliqué: a lo mejor
él la diseñó y le pagó a alguien para que la construyera.
Para entonces no se había instalado el árbol metálico
amarillo a la par de la silueta y esa tarde Pablo contó un
par de cosas sobre su padre: que en los ochenta había
sido un contrarrevolucionario y que le parecía curioso
que su viejo se hubiera enamorado de una mujer mili-
tante sandinista; que hacía mucho no tenía noticias de
él, pues desde que se había marchado a Los Ángeles, el
fantasma de su padre rondaba la casa como un alma en
pena pidiendo perdón.
A mí me daba lo mismo, no me interesaba la vida
de los padres de mis amigos. Y como escuchaba y res-
pondía sin poner atención, le comenté a Pablo que era
una historia curiosa, que era más o menos igual a las
historias que ya había escuchado antes: hombres y mu-
jeres que se casaron durante o después de terminada

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la guerra de los ochenta. Eso abunda, agregué, y me
quedé contemplando la silueta de Sandino.
Pero ahora, mientras paseábamos por el viejo centro
que alguna vez fue la guarida de mendigos y prostitu-
tas, Clara se detuvo y me dijo que hacía mucho que
no regresaba al país. Me extrañó que me lo dijera, pero
luego me acordé de que la había visto por última vez
en 2006, poco antes de las elecciones presidenciales,
cuando Pablo y ella buscaban la manera de huir de sus
padres y la casa del tío Efraím terminó convirtiéndose
en el refugio de los hermanos Reyes.
¿Y dónde estabas?, pregunté.
En México: me dieron una beca para estudiar una
maestría. No sé qué voy a hacer después, me falta un
año para terminar: no quiero volver, quiero irme a Ale-
mania a estudiar un doctorado. Lo que más miedo me
da es volver.
Eso nos pasa a todos, comenté, no sólo a vos.
Sí, supongo, balbuceó, sacando un cigarro de la ca-
jetilla –lo tuvo un rato entre sus dedos, luego dirigió la
vista hacia el mensaje que informaba que estaba prohi-
bido fumar; lo guardó y seguimos caminando.
Esta vez la descubrí más guapa. Me di cuenta cuan-
do nos sentamos en una banca a observar a un grupo
de niños que jugaban béisbol en un campo pequeño de
grama artificial. Seguí preguntándole qué había sido de
ella después de aquellos años, después de aquellos días
en la casa de mi tío, pero su respuesta fue una clara eva-
sión apoyada de silencio. Me respondió hasta que me
levanté de la banca para sacudirme la pereza. Encendió
el cigarro, me preguntó por el tío Efraím, yo le respon-
dí que estaba muerto, que llevaba dos años muerto.

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Pobre señor, dijo, con un tono falso de lástima y
dando una calada al cigarro.
Sí, dije, pobre mi tío: no pudo superar la muerte de
su hija. Nadie lo quería. Pobre, porque...
Ni vos lo querías, se adelantó a decir, alargando la
siguiente calada, sin importarle que estuviéramos en
«zona libre de humo».
Luego dijo lo siento, pero en un tono seco, entrece-
rrando los ojos. Subió las piernas a la banca. Hacía un
día caliente, un día sofocante, dijo ella: Esto es el in-
fierno, el infierno tropical. Apagó el cigarro a la mitad
cuando descubrimos la sombra de un policía asomar-
se. Lo tiró al piso disimuladamente, y después clavó
la cabeza entre sus rodillas, y en ese momento volví a
preguntarle por su hermano.
No sé nada, dijo ella levantando la cabeza, cubrién-
dose del sol con la palma de su mano levantada a la
altura de su frente.
¿Y tu mamá?, pregunté.
En la casa, de hecho, te manda saludos. Dice que
tiene mucho de no saber de vos.
Me imagino, desde la vez que llegamos a sacar tus
cosas no volví a verla. ¿Se acuerda de mí?, pregunté.
Sí, se acuerda, claro que sí.
¿Y tu papá?
Ése sí no se acuerda, sobre todo porque está muerto,
y además que nunca lo conociste y si no lo conociste y
si está muerto, es muy difícil que se acuerde de vos o
que te envíe saludos.
Dije lo siento y ella respondió no hay problema.

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Y ¿cuándo murió?, pregunté recobrando mi falsa
sorpresa, pues se me figuraba como alguien lejano;
tampoco me pareció que ella estuviera tan conmovida
por la muerte de su viejo.
Hoy es su velatorio, será en la funeraria Reñazco.
¡A la puta!, exclamé, ¿tan rápido?
Así es, todo tan exprés. Así es la muerte, no hay de
qué asustarse.
Repetí lo siento y ella en lugar de agradecer sonrió
y comentó que no pasaba nada, ahora toca enterrarlo
y seguir como si nada, explicó, mi mamá no irá al en-
tierro, pues sería fatal que fuera: ella aún no supera lo
ocurrido en la familia.
Me quedé pensando en Pablo, me pregunté si él sa-
bía que su padre estaba muerto. Pablo, ah, el mucha-
cho que no dejaba de hablar de su padre, el muchacho
que siempre estaba interpretando el papel de su viejo
deportado, me dije. Luego reparé en su acento, sonaba
diferente, una mezcla divertida de mexicano y nica-
ragüense. Conseguía soltar frases nicaragüenses, pero
con el cantadito norteño. Me quise burlar, pero ella
sospechó mi intención y en lugar de reírme en su cara,
me quedé pensando en su historia. ¿Quién era Clara
antes de ser Clara? ¿Quién era Pablo antes de ser mi
compañero de casa? No sabría decirlo, hasta ese día yo
no recordaba a Pablo, alguien a quien yo había consi-
derado un hermano y a quien había dado posada des-
pués de que se marchara de su casa.
¿Y de qué murió tu viejo?
Es una larga historia, respondió, y si te la cuento
ahorita no voy a terminar: puedo decirte que el cadáver
llegó ayer, y que me enteré de su muerte hace un par de

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días, por eso regresé. De hecho, ¿podés acompañarme
al velatorio?
Su pregunta me dejó por primera vez desconcerta-
do. No sabía si responderle al instante. Me di cuenta
de que estaba urgida de mi respuesta. Y como me ganó
la curiosidad, le respondí que podía acompañarla, no
tengo nada que hacer, añadí luego, un poco resignado:
ojalá pueda ver a Pablo.
Se quedó callada. Luego se levantó y mientras bus-
cábamos la salida del parque, me contó que no conocía
a nadie de la familia de su padre, y que por ello me ha-
bía llamado. De modo que todo iba sucediendo de una
manera inusitada, por lo que hice un resumen mental:
Clara no vivía en Managua, sino en México. Estudiaba
una maestría; y Pablo, su hermano, era hasta ese mo-
mento un viejo conocido de quien se sabía muy poco.
Sólo me quedaba reconstruir el relato a partir de los re-
tazos que ella fuera soltando a través de la conversación.

En el interior de la sala descubrimos a un grupo de


gente que ni Clara ni yo conocíamos. Éramos dos pa-
rientes lejanos del muerto, no sabíamos ni siquiera
a quién darle el pésame. Clara era una acompañante
más, una hija que iba al funeral de su padre, pero nadie
de su otra familia sabía que ella era la hija del hombre a
quien velaban. Nos sentamos en una esquina, un mese-
ro nos ofreció café, yo tomé una taza para dársela a ella,
pero la rechazó levantando una mano en señal de no.
Me da asco, dijo luego, y se encogió de hombros y
se cruzó de brazos, en la misma posición que se había
puesto en el parque Luis Alfonso Velásquez.

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Pasamos un buen rato en silencio y de repente, como
si nos acabáramos de descubrir huérfanos, me dijo que
me contaría la otra historia de su padre. Antes de que
comenzara a dar cuenta de su relato, busqué la forma
de abrazarla, ella accedió, se recostó sobre mi hombro.
Los rostros de la gente, igual que el de Clara, cobraban
una tristeza palpable. La abracé más fuerte. Luego me
volvió a decir gracias, ¿por qué?, pregunté. Por haber
venido, dijo. No pasa nada, dije. Luego sonreí y le co-
menté que también me daba gusto verla. Ella también
sonrió y me dijo sos el diablo, sos el mero diablo.
Volví a sonreír, y un rato más tarde nos salimos a la
terraza. Afuera, la noche: la ciudad envuelta en su caos.
Otro mesero vino hacia nosotros, nos ofreció café; esta
vez no me lo dijo a mí, sino al mesero: me da asco. El
mesero, un tanto ofendido, dio media vuelta y siguió
ofreciendo café a los demás.
Es que no sé cómo la gente puede tomar café o co-
mer con un muerto enfrente.
Pues sí, dije, acabando la segunda taza de café.
Nos sentamos en las gradas de la entrada de la fune-
raria, y soltó un par de palabras.
Sabés qué es lo más difícil.
¿Qué?, pregunté.
Que yo le creí todo a mi padre.
Miramos el cielo. Nuestra vista se perdió en el brillo
que desprendían los arbolatas que custodiaban la ciu-
dad. En un momento pensé que éramos dos descono-
cidos que se miraban por primera vez, o dos enfermos
tratando de curarse de un dolor ajeno. En cualquiera
de los dos casos me pareció una escena absurda; pen-

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sé que tanto Clara como yo deseábamos largarnos de
aquella sala funeraria atestada de lamentos de los cua-
les no éramos partícipes.
Un vigilante enfundado con uniforme gris se acercó
a nosotros, nos dijo que no podíamos sentarnos en las
gradas. Clara ni se inmutó. Yo le dije que estábamos
velando a un tío, que el hombre que estaba dentro del
ataúd había sido como nuestro padre. Clara seguía per-
dida, con la mirada concentrada en un terreno baldío
ocupado como parqueo. El vigilante nos exhortó a mo-
vernos de lugar, y en cuanto se dio la vuelta, y se metió
en la caseta, la volví a abrazar.
Más tarde nos levantamos a caminar por los alrede-
dores de la funeraria. Eran quizá las ocho de la noche.
Entramos a un bar, pedimos un par de cervezas y con-
versamos sobre cualquier cosa. Me confesó que estaba
a punto de casarse, que tenía un novio en México y
otro en Nicaragua. ¿Cómo es posible eso?, le pregun-
té un tanto irónico. Pues como vos hacías cuando yo
llegaba a tu casa, repuso ella, y de inmediato contesté
que de eso hacía tiempo, me hice el desentendido y le
propuse pedir más cervezas.
Pasada la medianoche pedimos la cuenta y regresa-
mos a la funeraria. Nos sentamos a un par de metros
del ataúd. Había menos gente, quizá diez, o siete per-
sonas. Clara me preguntó si alguna vez me había en-
señado una foto de su padre. Le dije que no, que nada
más sabía lo que ella y Pablo me habían contado de él.
¿Y qué es lo que sabés de mi padre?, preguntó. Muy
poco, dije. En realidad no sé nada. No sé cómo murió
tu padre, ni sé por qué lo están velando hasta ahora. El

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cuento es largo, pero aquí te va, dijo finalmente. Pensé
que sacaría alguna foto o que me pediría que me acer-
cara al ataúd; por suerte soltó las primeras palabras, mi
padre, dijo, con hastío... mi padre regresó dos veces...

Cuando los conocí vivían en Residencial Paradiso, ubi-


cado detrás del aeropuerto Augusto C. Sandino. Para
entonces –como hemos dicho– el padre de Pablo era
tan sólo un retrato casi borrado por el tiempo que col-
gaba de una pared, y con el salario de su madre, quien
trabajaba en una fábrica de zapatos en Tipitapa, era
imposible hacer frente a los gastos domésticos.
Pablo tuvo que asumir el papel de jefe de la casa, se
vio obligado a trabajar en una ferretería y luego en una
agencia aduanera. Sin embargo, nunca dejó de estudiar
filología ni teatro. Con lo que ganaba pagaba la renta
de la casa y la universidad de su hermana.
Pero una noche de 2006 recibieron una llamada. Era
el padre, contando al otro lado del teléfono que estaba
de regreso; seis años después de vivir en Estados Unidos.
Dijo que había estado en Los Ángeles. Pablo tomó la
noticia con desgano, ya que era lo que menos esperaba.
Cuando me lo contó, me dijo que se iría de casa, pues
no podía soportar que su madre perdonara al hombre
que los había abandonado sin dejar siquiera una nota.
Recuerdo que estábamos bebiendo en el Aka-bar, si-
tuado a pocas cuadras de la Universidad Nacional. Esa
noche me dispuse a escuchar. Un rato más tarde, con
el alcohol corriendo en sus venas, se levantó y dijo que
a su padre lo habían deportado, y alzando la voz, dio
lugar a la interpretación del papel de su viejo al teléfono

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hablando con su madre. Vimos la actuación y después
hubo un silencio incómodo, seguido de una cascada de
aplausos, como si se hubiera tratado de una función real.
El caso es que, tras el regreso de su padre, Pablo
no tuvo más opciones que aceptar las peticiones de su
hermana y su madre. Le habían dicho que debían hos-
pedarlo; que al fin de cuentas era su padre, ¿por qué no
hacerlo, Pablo? Y si regresó es porque está arrepenti-
do. El relato no le fue convincente, pero aceptó que su
madre decidiera sobre el asunto, y fue así que semanas
después el padre estaba instalado en el cuarto del hijo.
Pasaron los días, las semanas y los meses hasta que
una mañana, según me contó Clara esa noche en la
funeraria, Pablo se encontró con su padre. Hasta en-
tonces evitaba coincidir con él. A veces llegaba pasada
la medianoche o salía muy temprano de casa para no
toparse con el viejo.
Era una mañana. Clara estaba alistándose para irse a
la universidad cuando de pronto escuchó las voces en
la planta de abajo; se escondió bajo las escaleras y escu-
chó con atención el diálogo entre padre e hijo. Era la
primera vez que se hablaban, la primera vez en mucho
tiempo que se dirigían la palabra. La forma, natural-
mente, no fue la esperada por Clara. Ella deseaba que
los dos se reconciliaran, y de pronto, lo que parecía una
conversación tranquila terminó en una discusión que
fue subiendo de tono. Pablo atravesó la sala y, antes de
que saliera a la calle, papá se apresuró a tomarlo por los
hombros, dijo Clara, con su voz cansada, y recostada
sobre la pared. Se escucharon frases como «nunca fuis-
te un padre», o «si de verdad querés ayudar, podés irte».

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Clara se acercó disimuladamente a la puerta de la
calle, afinó el oído para escuchar qué le respondería el
viejo.
A ver hijueputa, ¿creés que yo fui a jugar?, exclamó
agarrando a su hijo del cuello.
¿Y a qué fuiste?
A trabajar, a eso fui, a trabajar; y si no les escribí fue
porque ni siquiera tenía qué comer.
Eso debiste pensarlo antes, le respondió Pablo. No
es culpa mía que hayás regresado como un desgraciado.
Varios días después ocurrió otro incidente. Fue du-
rante la cena, dijo Clara. Pablo le preguntó a su padre
qué se sentía regresar, sobre todo al lugar que aban-
donaste, papá. El viejo respondió que era difícil, que
después de todo se sentía muy mal con la familia y que
por ello pedía perdón –perdón por el abandono, per-
dón por dejarlos solos, perdón por nunca escribirles,
perdón por regresar a casa con las manos vacías.
¿Y te cuesta conseguir trabajo, papá?, preguntó Pablo
después de escuchar con desgano la sarta de perdones.
El padre entrecerró los ojos. La madre trató de apa-
ciguar la situación, pero la conversación fue poniéndo-
se cada vez más violenta, al punto que varios vecinos
salieron de sus casas para descubrir de dónde venían
los gritos.
La madre hizo todo lo posible por calmar al hijo, y
cuando por fin lo logró, Pablo repitió, ahora un poco
tranquilo, la pregunta, a lo que su padre respondió que
le era difícil encontrar trabajo, que nadie iba a contra-
tarlo, pues ya estaba viejo y cansado.
No estás tan viejo, sentenció Pablo, más sereno.

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Esa noche acordaron que el padre se pondría a bus-
car empleo. Y fue así que varias semanas después, lo
llamaron de una empresa de seguridad; no ganaría mu-
cho, pero al menos alcanzaría para pagar los servicios
básicos: agua, luz, y un poco de dinero para que Clara
se comprara algún libro de la universidad.
Todo marchaba en calma, según Clara, pero los
aportes no fueron bien recibidos por Pablo: ahora se
sentía desplazado. El padre comenzó a exigir un mejor
trato. También limitó a Clara de sus salidas nocturnas
con sus amigos. Él también tenía derecho a exigir. Eso
les dijo a todos una vez mientras cenaban, y fue así que
una mañana encontré a Pablo en la puerta de mi casa.
Traía consigo una mochila. Lo invité a pasar. Camina-
mos del porche a la sala en silencio; colocó la mochila
en la mesa de la cocina, y salimos a tomar unas cervezas
al Aka. Creo que era sábado. Fue hasta que regresamos
al apartamento que me contó todo lo que había ocu-
rrido. Me preguntó si podía quedarse en mi casa. Le
dije que sí, que podía hacerlo sin problemas. Pusimos
un colchón inflable en la sala y mientras limpiábamos
la pieza, habló del negocio. Yo lo había olvidado. Me
senté a escucharlo, porque no sabía qué otra cosa hacer
en aquella situación. En nuestras conversaciones an-
teriores habíamos hablado de abrir un bar. Habíamos
pensado en la ubicación; incluso, una vez hicimos una
lista de posibles nombres y caracterización del local.
Para mí aquella idea era asunto olvidado. La locura
consistía en abrir un bar en una terraza de los edificios
abandonados en la antigua Avenida Roosevelt. Debía-
mos arrojarnos con todo. Yo seguí escuchando; ahora
venían nombres, nombres interesantes para un bar:

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¿Qué te parece Gatopardo? ¿Barcino? ¿Trágame tierra?
¿Doble AA: Alcohólicos Aferrados? ¿El Establo?
No suenan mal, pero no creo que llamen la atención.
¿O Pobres Niños que Fuimos?, preguntó con los co-
dos apoyados en el colchón.
¡Como la película!, exclamé.
Sí, sí, de hecho puede ser un buen nombre, estoy
seguro.
Pablo se refería a una película de David Hobsbawm,
un director inglés que nos gustaba mucho. Recordé la
historia y me pareció más triste que antes. Se trata de
una historia cuyos protagonistas son un padre y un
hijo locos. Los dos están internados en el mismo psi-
quiátrico y durante todo el filme se cuenta cómo padre
e hijo se relacionan dentro del mismo centro.
Me parece bien, dije, al fin de cuentas no suena mal.
Vamos a ver qué pasa.
Pactamos que cuando estuviese mejor cocinado se
lo comentaríamos a Clara, porque ella, desde luego,
debía ser la administradora. Lo vi entrecerrar los ojos,
intentó mantenerlos abiertos, pero finalmente se con-
venció de que el cansancio había ganado terreno.
Cuando haya dinero, lo montamos, murmuré, con
la mano derecha en el interruptor de la luz.
Él volteó, asintió (creo que dijo algo) y agregó lue-
go: Yo sé, loco, yo sé...
A la mañana siguiente le propuse que tomara por
asalto el cuarto libre. Yo no pagaba renta y con lo que
ganaba me ajustaba para pagar los gastos básicos. Di-
gamos que no tenía necesidad de cobrarle, así que ese
día procedimos a limpiar y a instalar sus pocas per-

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tenencias en el cuarto desocupado. En la noche nos
pusimos a fumar, tomar cervezas y a hablar del nego-
cio. Creo que fuimos al Aka, ya no recuerdo bien. Pero
esa fue la rutina de los siguientes días. A veces íbamos
a las terrazas de los viejos edificios. A veces también
quedábamos con amigos en mi casa y fumábamos y
tomábamos hasta altas horas de la noche cuando los
vecinos nos tocaban a la puerta para decirnos que nos
calláramos, que si no llamarían a la policía.
A diferencia de Pablo y Clara, mis padres estaban
bien. Vivían juntos y reconozco que nunca me faltó
nada. Yo vivía lejos de mis viejos por el simple capri-
cho de vivir solo y por eso sentí que al ayudar a Pablo
estaba ayudando a un hermano.
Uno de esos días, después de regresar del colegio don-
de trabajaba como profesor de inglés, encontré a Clara
sentada en el sofá. Me sorprendió encontrarla allí. Le
pregunté por Pablo, ella dijo que no estaba, que había
salido. ¿Tenés idea de dónde está?, pregunté. Me aclaró
que estaba en casa de su novia, que ahí pasaría la noche.
¿Lo estás esperando?
Respondió que no sacudiendo la cabeza; me dijo
que estaba por otra cosa.
¿Me puedo quedar a dormir aquí?
Sí, claro, podés quedarte, dije. Te recomiendo ha-
blar con tu hermano, te puede dar espacio en su cuarto.
Hubo problemas en mi casa; ya hablé con Pablo.
Ajá, dije, en tono de sorpresa. No hay problema,
ustedes son bienvenidos.
Como estaba cansado, cerré la puerta de la habita-
ción y me metí en la cama. A la mañana siguiente, tras

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levantarme, la encontré sentada en el mismo sillón. Me
preguntó si podía quedarse por un tiempo, mientras
se arreglaban las cosas en su casa. Le afirmé que podía
hacerlo, y esa mañana la acompañé a su casa.
Mientras metía las dos maletas en el carro, su madre
salió al porche y la tomó del brazo. Le preguntó ¿estás
segura de que querés hacer esto? Clara respondió sa-
cudiendo la cabeza. No se volvieron a decir nada. Ni
siquiera se abrazaron. Su madre se quedó en la puerta,
viendo cómo el carro se enfilaba a salir por la siguiente
calle en busca del portón del fraccionamiento.
En la carretera, con mis manos al volante, me pre-
gunté si de verdad estaba seguro de que Clara viviera
conmigo. El asunto, me dije, va más allá de una ruptura
familiar. No le pregunté qué había ocurrido realmente.
La breve conversación con su madre me dejó más du-
das que respuestas, sin embargo decidí hospedarla.
Esa tarde arreglamos la casa, colocamos sus cosas en
el cuarto de su hermano. A los días apareció Pablo, me
ofreció disculpas y me dijo que ayudaría con los gastos
de la casa. Le aclaré que no hacía falta, que su hermana
podía quedarse el tiempo que fuera necesario. Esa no-
che nos pusimos a tomar los tres y creo que hablamos
del bar, y de los edificios abandonados.
Cabe decir que esos días fueron memorables. Todo
marchaba bien hasta que una mañana de domingo se
apareció mamá. Llevaba un buen rato golpeando el por-
tón. Salí en calzoncillos y cuando vi su silueta desde la
ventana, me regresé al cuarto, me cambié y salí a abrirle.
Pensé que eran los testigos de Jehová, bromeé.
No dijo nada, entró y se sentó en el sofá, pues al
final, me dije, ya estaba acostumbrada a mis bromas

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religiosas. Ella recién se había cambiado de religión y
todos en la familia le hacían burlas por semejante con-
versión, pues tanto ella como mis tías se habían criado
en una familia católica.
Recorrió con la mirada el apartamento; se levantó y
caminó por toda la casa, inspeccionó pared por pared:
los baños, la sala, el jardín y la cocina. Se detuvo a re-
visar las bolsas negras de basura repletas de botellas de
cervezas.
¿Quién más vive aquí?, preguntó.
Una amiga, respondí.
Clara seguía dormida, se despertó cuando mamá es-
taba lavando los platos y al verla, mamá la escrutó con
la mirada y segundos más tarde le preguntó si podía
entrar a la habitación.
Clara dijo que sí, y acto seguido mamá entró al
cuarto. Salió y se sentó en el sofá, y empezó a hablar-
me del tío Efraím. Clara se metió al baño, se alistó y
después pasó a despedirse de nosotros porque iba a la
calle, pues debía firmar los documentos de una beca.
Tengo que decirte algo importante, afirmó mamá,
cuando nos quedamos solos en la sala.
Ajá, dije: ¿Qué es? ¿Me tengo que ir de la casa?
Algo parecido, pero eso lo vas a decidir vos; en rea-
lidad vine porque tu tío Efraím está muy enfermo y tu
papá también, debemos llevar a tu padre a Miami y no
hay nadie que cuide a tu tío, así que vendrá a vivir con
vos. También vendrá tu tía, pero ella sólo pasará unos
cuantos días, no puede vivir aquí: ella no supera lo de
tu prima.

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Me encogí de hombros. No tenía opciones, así que
esa tarde nos pusimos a limpiar el cuarto. Sacamos las
cosas de Clara a la sala y, después de limpiar y arreglar,
mamá se marchó. Regresó un par de horas más tarde
con el tío Efraím.
Recuerdo que traía un ojo vendado y la pierna de-
recha amputada. En cuanto me vio manifestó su satis-
facción, exhibiéndome su diente de oro, y preguntán-
dome si me encontraba bien. Le respondí muy bien, y
lo tomé de los brazos para acompañarlo a su cuarto y
acomodarlo en la cama. Mamá se marchó luego. En la
casa quedamos el tío Efraím y yo, en silencio, como dos
extraños buscando compañía en un asilo de ancianos.
Ese día Clara regresó entrada la noche y no tuve pala-
bras para decirle que debía marcharse, que no era culpa
mía. Me dijo que no era necesario que le explicara, que
comprendía muy bien la situación. Metió sus cosas en
las maletas y esa noche durmió en el colchón inflable.
A la mañana siguiente, cuando me desperté, vi que
las maletas ya no estaban. En aquella pieza solitaria nos
quedamos mi tío y yo. Me levantaba temprano, me
iba a dar clases y paseaba por los edificios; dejaba que
me agarrara la noche. Cuando eran las once regresaba
a casa, pues era el momento en que mi tío Efraím ya
estaba dormido.
Varios días después hice lo mismo que Pablo y Clara
habían hecho. Empaqué mis cosas y me fui a rentar
un apartamento lejos del Barrio San Antonio. Quise
contarle a Pablo mi decisión, lo llamé varias veces pero
nunca contestó; tampoco Clara respondió mis llama-
das. Pasó el tiempo y no volví a saber de ellos sino hasta

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el día en que me encontré con Clara en el parque Luis
Alfonso Velásquez.

Estaba amaneciendo y ella seguía hablando. Tenía el


rostro cansado y parpadeaba como quien lo hace a tra-
vés del agua de la ducha. Pero no era el agua cayendo
sobre ella sino la pesadez del sueño, el cansancio. Yo
traté de recordar toda la historia. La había contado en
tercera persona, pero al fin de cuentas era también su
propia historia. Anunciaron que el féretro sería tras-
ladado a una iglesia católica, la misma que su madre
solía visitar.
Se dirigió hacia el féretro, volteó hacia mí y clavó
sus ojos en el cristal destapado donde se podía ver el
rostro de su padre. Salimos a la terraza: el sol despun-
taba al otro lado de la ciudad. Me acerqué a ella, in-
tenté abrazarla, pero esta vez se escurrió. Se quedó en
silencio, con los ojos clavados en el horizonte. Volví a
ofrecerle disculpas por haberla dejado ir así. Me res-
pondió que no me preocupara, que comprendía muy
bien lo ocurrido.
Retomó el relato, y fue hasta entonces que me en-
teré de cómo había muerto su padre. Me contó que él
nunca estuvo en Estados Unidos.
¿Cómo así? Esa sí no me la sabía, le dije.
Ni yo me la sabía, respondió, sucede que él nunca
estuvo en Los Ángeles. En realidad, la primera vez que
se fue tenía todas las intenciones de llegar a territorio
gringo, pero lo retuvieron en Guatemala y no quiso
volver a Nicaragua.

30
Por lo que ella me contó, su padre se había fabrica-
do la historia de que lo habían deportado de Estados
Unidos. Pero en realidad vino a Managua porque venía
huyendo de la muerte. Durante el tiempo que pasó en
Ciudad de Guatemala se involucró sentimentalmente
con la hermana de un sicario de una empresa delictiva
cuyo nombre parecía una broma de alguna deidad mal
intencionada: «Doble AA: Asesinos Anónimos».
Su padre trabajaba como guardia de seguridad, y
por vergüenza o miedo, vaya uno a saber, nunca lla-
mó a su familia para comunicarle que ahora vivía en
Guatemala, y no en Los Ángeles como algunos tíos de
Clara afirmaban.
Después de que se marcharan de la casa del tío
Efraím, los hermanos Reyes se fueron a rentar un apar-
tamento en Bolonia. A Clara le dieron una beca para
estudiar una maestría en Ciencias Políticas. Su madre
no volvió a saber nada de ninguno de sus hijos, hasta
que Clara pasó por la casa para despedirse, días antes
de volar a México.
En cuanto a su padre, éste regresó a Guatemala.
Hasta entonces nadie en la familia sabía que el viejo
no había estado nunca en Los Ángeles. Cuando dejó el
hogar por segunda vez, pensaron que había intentado
cruzar de nuevo la frontera. Pero no. Su padre regre-
só a Guatemala porque su amante le había prometido
que el peligro era un asunto del pasado, y tuvo la mala
suerte de encontrarse con la muerte.
De Pablo se dice que se gana la vida dando clases de
teatro en una comunidad de San José de Bocay, en el
norte de Nicaragua. Pero nadie ha podido confirmarlo,
nadie tiene certeza de su paradero. De vez en cuando

31
madre e hija se preguntan cómo fue que ocurrió todo,
¿cómo fue que nos dejamos engañar por mi padre? Mi
padre volvió dos veces, repitió Clara esa madrugada
en la funeraria: la primera huyendo de la muerte y la
segunda, en un ataúd.

Eran las nueve de la mañana, la gente empezaba a salir;


hubo un grupo que coordinó el traslado del ataúd a
la iglesia. Clara y yo nos fuimos directamente al ce-
menterio. Esperamos a que llegara el cortejo fúnebre,
y cuando hubo llegado hasta el lugar donde su padre
sería enterrado, nos detuvimos a observar el ambiente
a menos de diez metros. Vimos que una mujer ofre-
ció una oración, y varios niños lloraban alrededor del
ataúd. Vi a Clara, no lloraba; no dejaba de morder-
se los labios y negar con la cabeza. Vimos penetrar el
ataúd en la tierra, se volteó hacia mí y me preguntó si
la invitaba a una cerveza.
Moví la cabeza en señal afirmativa, sonriendo, de
manera obediente. Nos dirigimos en busca de la salida
del cementerio y varias horas más tarde, repararía en el
comienzo de esta historia, cuando estábamos en la sala
y de repente me preguntó si podíamos ver la película.
¿Qué película?, dije.
La que le gustaba mucho a Pablo.
Ah, sí, confirmé, arrastrando la lengua y escupiendo
las palabras a causa del alcohol. Se llama Pobres niños
que fuimos, añadí.
Fui a buscar la computadora, apagué las luces, y
mientras el resplandor de la pantalla nos iluminaba,

32
ella siguió hablando, como una voz emergiendo del
fondo de la noche.
Y vos, le pregunté, ¿lo perdonaste?
En lugar de responderme pasó una de sus manos
por mi cabeza para después abrazarme. En ese momen-
to decidí callarme, no volver a hablar de Pablo ni de
su madre. Tampoco de su padre. Finalmente la pelí-
cula comenzó a proyectarse: en medio de la oscuridad
aparecieron los créditos, ahora en letras grandes Pobres
niños que fuimos, y allí estaba la primera escena: un
niño que entre la multitud busca con desesperación a
sus padres.

33
EL OTRO HIJO DE LOS WANG

Abra la puerta, ábrala, dice el señor Wang.


Puedo imaginarlo: de pie, en su bata roja y con san-
dalias negras, tocando con su pequeña mano la puerta.
Sólo cuando deja de tocar y escucho sus lentos pasos
en dirección a la planta baja, pienso en la noche en
que yo toqué esa puerta. Pero ahora doy vueltas entre
las sábanas y reconozco el lugar: la misma habitación
invadida de cajas repletas de ropas y objetos que los
Wang ya no usan y que en un par de semanas donarán
a una organización de beneficencia.
A decir verdad, llevan tiempo diciéndome que al-
gún día donarán todo, pero ese día nunca llega, y yo
no hago más que insistirles que lo hagan de una buena
vez: así podrán despejar el cuarto y, sobre todo, librarse
de la vida que cargan los objetos dentro de esas cajas.
Y ahora que me levanto, busco mis cosas y me dis-
pongo a bajar a la primera planta. Los Wang me invitan
a que me siente con ellos, me preguntan si dormí bien.
Muy bien, respondo, arrastrando una silla.
Es la primera vez que duermo con ellos. Todo co-
menzó hace un par de semanas, cuando el señor Wang
me invitó a quedarme a dormir. Hasta ayer me negaba

35
con firmeza, pero no tuve otra opción pues había to-
mado demasiado y estaba tan ebrio, que apenas podía
sostenerme de los brazos del señor Wang. Según ellos,
estuve gritando que me dejaran ir, pero el señor Wang,
en tono insistente, decía «no amigo, ésta es su casa,
somos amigos».
Los Wang están en el país porque buscan a su hija
desaparecida y cuando me enteré de que eran los nue-
vos inquilinos, toqué a la puerta como quien llega a
la casa del nuevo vecino para decirle: «Si se les ofrece
algo, sólo búsquenme. Vivo a la vuelta». Fue muy fácil
convencerlos, pues a las semanas el señor Wang tocó
a mi puerta, me preguntó si conocía a alguien que le
sirviera de chofer, le propuse que yo podía hacerlo: que
no me costaba nada encender mi camioneta y pasear-
los por la ciudad y acompañarlos a la calle cuando fue-
ra necesario, así como ayudarles a practicar su español.
Al señor Wang, sin embargo, le pareció extraño,
pues no concebía que un desconocido fuera tan ama-
ble con él y su esposa. Aclaro que yo tampoco esperaba
serlo, pero me daba curiosidad saber por qué estaban
en el país y cómo habían dado con este condominio.
¿Seguro, seguro?, preguntó el señor Wang.
Sí, respondí. ¿Por qué?
Por nada, amigo, por nada. ¡Gracias!
Antes de ellos estuvo una familia brasileña; les ofrecí
ayuda, pero a las semanas abandonaron la casa. Luego
llegaron unos rusos, a quienes les pregunté si mi exes-
posa les había rentado la casa. Ellos respondieron lo
mismo: «No conocemos a ninguna Laura. La renta se
negocia a través de una agencia inmobiliaria».

36
Pero con los Wang fue diferente, especial. No para
ellos, sino para mí. Aceptaron mi compañía, sobre
todo el señor Wang, ya que en el fondo reconoce que
la amistad está marcada por la inevitable complicidad
de la pérdida. Hay visitas que se convierten en noches
inolvidables; noches cargadas de historias, obsesiones
y esperanzas. Noches en las que el señor Wang, en su
español accidentado, cuenta en distintas versiones su
vida de campesino en su China natal y, entre fascina-
ción y lástima, el día que conoció el mar y la suerte que
acompañó a su familia cuando él tenía once años, pues
su padre fue un perseguido político tras el triunfo de
los comunistas en 1949.
Fue muy duro, amigo, repite cuando recuerda el
episodio.
Llevo varios meses dedicado a descifrar su historia,
mientras ellos intentan descifrar la mía.
La señora Li, en cambio, me habla de Zhao, el hijo
que vive en Nueva York y a quien no ven desde hace
cinco años. También me cuenta –esto lo repiten cada
tanto, como si fuera el único tema de conversación–
de la hija desaparecida en Honduras. Se llamaba Mei.
Tienen la esperanza de encontrar algún indicio de ella
y esperan que un día, alguna autoridad competente les
llamará para decirles que finalmente la encontraron.
Ya no viva; al menos su cuerpo, musita el señor Wang,
entrecerrando los ojos, levantando su taza de té y dán-
dole una calada honda a su cigarro. Sólo eso, amigo,
sólo eso, agrega.
Mei viajaba en autobús con otros siete turistas a las
ruinas de Copán. Habían salido de madrugada de Ma-
nagua; y después de cruzar la frontera fueron intercep-

37
tados por un grupo de maras. La noticia la recibieron
tarde, un mes después, cuando un representante de su
embajada en Managua los llamó para contarles la trage-
dia. Vendieron todas sus pertenencias y realizaron una
larga travesía a un país cuya lengua balbuceaban gra-
cias a sus cursos previos al viaje; y mi compañía, según
me ha dicho el señor Wang, ha sido muy importante
para ellos, sobre todo en un país que no conocemos,
porque sabe, amigo... buscar a una hija desaparecida
en un país extranjero es como caminar hacia la muerte
de uno mismo.
Hasta ahora las autoridades han informado que no
saben nada del paradero de Mei ni de los otros turistas.
Todas las versiones coinciden en que fueron secuestra-
dos, asesinados, y que los cuerpos fueron quemados en
alguna montaña de Honduras. ¿Cómo saben todo eso
las autoridades?, se preguntan los Wang con desconfian-
za. Nadie ha podido aclararlo, es algo que solamente
con el tiempo se sabrá, les digo. Varios periódicos de la
región han publicado investigaciones en torno al tema,
pero ningún informe ha aclarado la desaparición de Mei.
Hace una semana los Wang se alertaron de una serie
de crímenes. No podían creerlo; en cuanto vieron las
imágenes de los cuerpos flotando sobre los lomos de
las aguas grisáceas de un lago, corrieron a llamar a su
embajada, pero nadie les atendió, luego me buscaron
a mí. Intenté calmarlos, les dije que eso no era real,
que este país es un país seguro, pero los Wang no ha-
llaron la forma de decirme que se sentían inseguros y
que querían regresar a su China ahora ya lejana. No sé
cómo logré calmarlos. No dejaron de preguntarme si
esto era frecuente, les dije que no, ¿cómo van a pen-

38
sar eso? Pero la foto publicada en el diario La Prensa
demostraba lo contrario, varios cuerpos quemados y
algunos enterrados en un bosque; intenté explicarles
que esa había sido una noticia ocurrida hacía ya va-
rios años; pero la señora Li, que nunca habla, me pidió
que no les mintiera. Les dije que no, que no estaba
mintiendo. Al final, sin embargo, decidí contarles lo
verdaderamente ocurrido, y confirmar sus sospechas y
durante el resto de la tarde se dedicaron a repetir las
siguientes palabras: «peligro, país peligroso».
Pobres viejos, pensé: no saben a dónde jodido vi-
nieron a parar y ahora podría ocurrir lo mismo. Por
suerte la señora Li cambia de tema, menciona el nom-
bre de Mei, el señor Wang se apresura a servirnos más
té; no habla, solamente observa, escucha, y enciende
otro cigarro. Confundido con la sombra de la mañana,
comenta: Va a llover; mueve su cabeza verticalmente y
señala con su cigarro hacia la ventana. Me doy la vuelta
y descubro que los niños vecinos juegan en el jardín de
enfrente. Uno de ellos lanza la pelota contra la casa de
los Wang. No la tirés tan fuerte, dice el otro, y me mira
con culpa a través del cristal de la ventana. Los Wang
no se percatan. El otro niño, al descubrir que los escu-
driño con odio, responde: ¡¡Se me fue!! Y se alejan del
jardín, hacia el otro extremo de la calle.
Cuando los niños se alejan por completo, regresa-
mos al tema de Mei. Ambos coinciden en que esperan
un milagro, que no se irán del país hasta encontrar al-
gún indicio de Mei. ¿Y si no la encuentran?, me pre-
gunto ahora que veo los ojos del señor Wang. Su espo-
sa suspende la narración de la historia; no comprendo
lo que hablan, quizá discuten, y mientras hablan o dis-

39
cuten, yo me sumerjo en mis recuerdos, en mis propias
palabras, en mi propia historia: Yo también me senté
en el lugar donde ahora lo hace el señor Wang. Discutí
como lo hace cualquier hombre casado. La discusión
que aún recuerdo tuvo lugar la noche en que levan-
tamos a Emilia, cuando todos los vecinos dormían al
compás de la lluvia. Yo seguía despierto; trataba de leer
un libro y de pronto escuché timbrar el teléfono. No
pensaba atender, pero levanté el auricular después de
escucharlo sonar cuatro veces.
Era Laura. Semanas atrás habíamos firmado los do-
cumentos del divorcio: cinco años juntos, cinco años
de apariencia familiar condenados al fracaso.
¿Sabés qué hora es?, pregunté.
¡Emilia está encerrada! ¡No sé qué hacer!
¿Cómo así?, pregunté.
Sí, está encerrada; la puerta se cerró; las llaves están
dentro de la habitación. ¡No sé qué hacer, no sé qué
hacer!
Me levanté de la cama y caminé bajo la llovizna de
la noche.
Laura, todavía desesperada, siguió diciendo: ¡Emilia
está adentro; no sé qué hacer! Subí a toda prisa a la
segunda planta y empecé a llamar a Emilia.
¿Ya le hablaste?, le pregunté a Laura.
Respondió moviendo el mentón en señal afirmativa.
Seguí llamando a Emilia, pero ella dormía; al rato,
escuchamos los ronquidos de la niña. Traté de forzar
la puerta. Primero con ambas manos, después con un
trapo apoyado de un cuchillo. Fue entonces que Laura
me dijo que si intentaba abrir de esa manera, iba a
despertar a Emilia.
40
Pero eso es lo que queremos, ¿no?
No, dijo ella, la idea es despertarla, no asustarla.
Se me ocurrió llamar a un cerrajero; se lo comenté,
pero ella volvió a poner objeción. La misión parecía
imposible y opté por creer que ella había cerrado a pro-
pósito. «¿Y si dejó las llaves adentro y encerró a Emilia
para que yo viniera?». Nos quedamos en silencio. La
vi a los ojos, volvimos a escuchar los ronquidos de la
niña. «Nunca antes había escuchado dormir profunda-
mente a Emilia», pensé.
Me hizo a un lado y susurró su nombre. Con sus
labios pegados a la puerta, decía «Emilia, Emilia, tu
padre está aquí. Quiere darte un abrazo». Por primera
vez sentí que ella me daba mi lugar; que en realidad era
paranoia mía pensar que Emilia tuviera una imagen
nefasta de su padre.
La niña seguía durmiendo. Luego intenté yo.
Emilia, es papá, hija; despertá. Emilia...
Sus ronquidos eran cada vez más fuertes.
De pronto Laura me recriminó el fracaso de nuestra
relación. Yo hice lo mismo. No nos hablábamos; a ve-
ces conversábamos por teléfono, y cuando lo hacíamos,
era para hablar sobre asuntos relacionados con Emilia.
Subimos el tono. ¿Quién había sido primero? Ella
dijo que yo; yo dije que ella. Que la culpa la tenía el
tiempo; la edad. Nos convertimos en padres a los dieci-
nueve y fue algo que nunca quisimos, pero aceptamos;
en los primeros años fingimos ser un matrimonio nor-
mal, como esos que los padres de antaño esperan de sus
hijos primogénitos.
Cada quien había encontrado excusas para dejar la
relación, y las infidelidades mutuas fueron la mejor sa-

41
lida; pero ni ella ni yo aceptamos la culpa. Mientras
nos gritábamos, Emilia comenzó a llorar; escuchamos
sus exclamaciones: ¡mamá, mamá!, ¿estás allí? ¿Qué
pasa? ¡Tengo miedo!
En ese momento llamamos a Emilia al unísono; le
dijimos cómo debía abrir; a sus cinco años nadie le
había enseñado cómo dar vueltas al pestillo de la cerra-
dura, por lo que fue todavía más difícil calmarla.
Dale vuelta a la manecilla; a la bola donde están las
llaves. ¿Hija? ¿Me escuchás?
¡No puedo, no puedo! ¡Está muy dura!
Tomé el cuchillo; le pedí a Emilia que se hiciera a
un lado, rompí la cerradura de un golpe. En cuanto
nos vio, Emilia dejó de llorar, corrió a mis brazos. Lue-
go a los de su madre; se la arrebaté a Laura, la niña
me abrazó con más fuerza. Le susurré al oído «ya, está
bien, no fue nada, nada más fue un susto» mientras la
llevaba a su cama.
¿Te vas a quedar?, preguntó.
Acariciando su cabello le respondí que no, pero le
aseguré que volvería pronto. Vi en su rostro una sonrisa
y me quedé a su lado hasta que finalmente se durmió.
Todavía recuerdo que mis manos seguían enredadas con
las suyas cuando Laura llegó y me dijo que debía mar-
charme. Levanté la cabeza, pensé en decirle que quería
quedarme, pero finalmente desistí. Al fin de cuentas
éramos dos vecinos que tenían en común una hija, y
el amor, por decirlo de alguna manera, era apenas un
personaje de reparto y no tenía caso sacarlo de allí.
A la mañana siguiente, tras despertarme y recons-
truir lo ocurrido, me levanté de la cama. Era fin de
semana y me tocaba ver a Emilia, tal como el acuerdo

42
lo demandaba; yo pasaría por ella y luego nos iríamos
al cine al caer la tarde, pero esa mañana me fui a com-
prarle un regalo.
De vuelta en el condominio, opté por guardarlo.
Luego desistí, me dije que debía dárselo cuanto antes.
Me bajé de la camioneta y caminé a la casa, o lo que yo
antes llamaba mi casa. Toqué varias veces, pero nadie
respondió. Me asomé por una de las ventanas, la casa
estaba custodiada por el silencio. Regresé a mi cuartu-
cho, y más tarde, cuando la penumbra empezaba a caer
y las calles quedaban a oscuras, iluminadas apenas por
las farolas, retorné a la casa: toqué por más de media
hora como un idiota la puerta. Se me ocurrió que Lau-
ra se había ido a pasar el fin de semana con sus padres.
Dejé pasar los días; me concentré en asuntos del traba-
jo, y el jueves de la siguiente semana volví a tocar. Mo-
tivado por la curiosidad, o más bien por la necesidad
de saber de Emilia, saqué la copia de la llave que yo
aún guardaba y decidí entrar, no sin antes asegurarme
de que nadie me estuviera observando.
La casa estaba a oscuras, los muebles permanecían
en el mismo lugar, el cuarto y armario estaban vacíos;
entré al cuarto de Emilia y tampoco estaba su ropa.
Fue entonces que corrí a llamar a Laura y al no obtener
noticias de ella llamé a sus padres; tampoco ellos me
dieron señales de Laura.
Desde entonces no he vuelto a ver a Emilia, y cuan-
do los Wang preguntan por mi familia, yo respondo
que no tengo, que no quiero hablar, y a veces comento
que tengo una hija de la que hace mucho tiempo no
sé nada. En ese momento intento contarles la verdad,
pero a mitad del relato callo, y me abstengo de confe-

43
sarles que la casa donde viven es la misma que yo pago
al banco. Así que sólo les cuento que soy un padre que
busca a su hija, que al igual que ellos estoy en busca
de la familia que una vez tuve y que espero algún día
encontrarla. Los Wang me aseguran que encontraré a
Emilia, y mientras los días pasan, mi amistad con ellos
crece y es casi una fraternidad que va más allá de ser
simples vecinos.

Los Wang dejan de discutir. Una mano me roza el bra-


zo: es el señor Wang, me pregunta qué pasa, ¿en qué
piensa, amigo? ¿Todo bien? No respondo sino hasta
que pregunta por tercera vez y advierto que el señor
Wang se impacienta.
En la historia de Mei, respondo.
Se ven a la cara, y ella pone una mano sobre el hom-
bro de su marido; luego se levanta y coloca su taza
vacía en la bandeja. El señor Wang, sin pronunciar
palabra, también se levanta. Me quedo sentado, finjo
entristecerme, conmoverme con la historia de su hija;
comento que yo también albergo la esperanza de que
pronto aparezcan señales de Mei.
El señor Wang me da un apretón de mano; apaga
su cigarro y camina hacia la segunda planta, y desde
la cocina la señora Li y yo escuchamos el golpe de la
puerta. La señora Li regresa a la mesa, y tras descubrir
que mi taza está vacía, pregunta si puede levantarla.
Le respondo que sí. Sigo sentado, pensando. Mientras
ella lava los platos yo me pregunto qué estará haciendo
el señor Wang. ¿Acaso abriendo las cajas selladas don-
de también están las pertenencias de Mei? ¿Al final se

44
decidió a donar todas las pertenencias de su hija? ¿Le
dirá a su mujer que es suficiente, que no encontrarán
ninguna respuesta, que mejor se van de este país?
Cuando dejo de pensar en el señor Wang, volteo
hacia el frente y descubro que los niños siguen jugan-
do. Desde aquí escucho sus voces y los veo correr en
mitad de la calle. Una lágrima empieza a resbalar por
la ventana. Alguien los llama: recogen la pelota y co-
rren hacia su casa. Observo los árboles mecerse con el
viento. La señora Li regresa a la mesa; se sienta, y me
dirige una sonrisa al tiempo que se seca las manos en
su delantal y las pone sobre la mesa. Me sonríe como
idiota, yo hago lo mismo.
¿Quiere algo más?, pregunta.
No, respondo. De hecho, ya me voy.
Nos levantamos; me da un abrazo y le pregunto por
su marido.
En la bodega, responde. Cada vez que hablamos de
Mei, como usted sabe, se pone triste.
Me imagino, respondo, con algo de desgano e inde-
ciso porque a decir verdad no quiero irme de aquí. Es
sábado, y me veo haciendo lo mismo: leer, ver alguna
película, pasar dormido, pensar en Emilia; dar vueltas
por todo el cuartucho.
Aprieto los labios y se me escapa una sonrisa falsa.
Imagino al señor Wang en el cuarto de Emilia, obser-
vando ceremoniosamente las prendas de Mei, sentado
en la misma cama donde yo también estuve pensan-
do en mi hija. Finalmente la señora Li comenta que
no me preocupe, que conoce muy bien a su marido, y
que la tristeza, al igual que la lluvia, pasará. Ahora me
pregunta si me siento bien; le respondo que sí, que ya

45
no tengo dolor de cabeza, pero es el momento cuando
más mareado me siento, como si me dieran con un
mazo en los sentidos. Luego me da las gracias por ve-
nir –lo dice tan bien, que ni siquiera me percato de la
erre. La felicito por su pronunciación, ella junta las dos
manos, como una niña complacida con sus méritos, y
me manifiesta que todo es gracias a mí, a mis clases de
pronunciación de español.
Le respondo sonriendo que no se preocupe, que
seguiré dándoles clases de español: el tiempo que sea
necesario. Ella asiente, complacida. Me levanto y, tras
pasar el umbral de la puerta, comienzo a correr hasta
llegar al apartamento; busco las llaves, no las encuen-
tro. Observo cómo el agua engulle el asfalto. Desde
mi rincón veo también a los niños vecinos reír entre
ellos, o acaso saludarme, quizás invitándome a pasar
a su casa porque les dijeron a sus padres que afuera
está el vecino oficinista mojándose. El agua sube a las
aceras. El viento amenaza con romper el vidrio de las
ventanas. Relampaguea. El cielo se cierra como si fuera
el fin del mundo y la idea de volver donde los Wang se
convierte en un deseo constante. Entonces repito para
mis adentros las palabras de la señora Li y me arrinco-
no en la puerta, evitando la lluvia.

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LOS JÓVENES NO PUEDEN VOLVER A CASA

Yeri debía reunirse con papá para arreglar algunos de-


talles relacionados con las peleas de gallos que tendrían
lugar en los próximos días, y para ello, iba a presentar-
me con él como su nuevo socio. Nos habíamos citado
en la tienda de una gasolinera para comprar cervezas y
quizá serían las seis o las siete de la noche, cuando lo vi
aparecer sudoroso y con prisa porque ya era muy tarde.
Mientras nos atendían, y con el six pack en una de sus
manos y golpeando suavemente mi hombro izquierdo
con su mano libre, me preguntó si estaba seguro de
acompañarlo. Levanté la cabeza –él era más alto que
yo– y le contesté que sí, que estaba seguro: más seguro
de lo que yo mismo podía creer.
Meses atrás habíamos planeado visitar al hombre
que yo recordaba como padre. Para entonces mamá ya
se había marchado a Costa Rica para trabajar como
ayudante de cocina en un restaurante chino: de ella
recibía noticias por el correo o cuando llamaba por
teléfono a la casa de un vecino. Con su voz ahogada
por el olvido aseguraba que pronto regresaría, pero ese
pronto nunca se materializó, jamás volví a ver a mamá
después de que se marchara.

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Ese día, al salir de la tienda, las calles se quedaron
en absoluta oscuridad. Negra la noche, como negra era
la soledad que nos acompañaba y bajo ese sentimiento
debíamos caminar un trecho muy largo que por suerte
Yeri acortó tomando un atajo. Aquella era la época de
los apagones y no era remoto que en cualquier mo-
mento se fuera la energía y volviera hasta el siguiente
día. También pasaba lo mismo con el agua, por ello to-
caba bañarse de noche y esperar a la madrugada a que
el agua volviera para abrir los grifos y llenar los reci-
pientes que durante el día se consumían en los menes-
teres domésticos. Cada quien debía salir de casa con su
lámpara de mano y, de ser posible, el dinero suficiente
para regresar en taxi o al ride, pero nunca, repetía mi
tío, nunca caminando a oscuras: «Esta es la mierda de
país que heredamos».
Mi tío, inválido de guerra y simpatizante sandinista
–o lo que él entendía por sandinista–, soñaba con el
regreso de la revolución, algo que no compartía su es-
posa, ya que para ella la odisea revolucionaria era una
mancha que debía limpiar en el vidrio de la oficina de
su jefe. Cuando hablaba mal del gobierno liberal de en-
tonces, cerraba los ojos y afirmaba que no se arrepentía
de haber perdido su pierna izquierda durante la guerra
de los ochenta. Mi tía le refutaba que estaba loco y
que él era el único que soñaba con la supuesta pen-
sión que merecía por haber sido un supuesto miembro
destacado del Servicio Militar. Su participación sólo le
había dejado un diploma que decía Reconocimiento al
compañero José Gabriel Martínez, por haber cumpli-
do con abnegación y Sacrificio el deber patriótico de
haber defendido la soberanía, la dignidad Nacional y

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el derecho a la Paz y Reconciliación con Justicia Social
para el pueblo nicaragüense. Dado en la población del
Río Coco, a los diez días de septiembre de 1990.
Era evidente. No había necesidad de discutírselo.
Mi tío trataba de convencernos de que él había sido al-
guien importante y que seguía siéndolo, incluso bajo el
gobierno de Enrique Bolaños, en una época que para
él era peor que los años ochenta, cuando el país pasa-
ba por el bloqueo de Estados Unidos. Aseguraba que
él sí había vivido una crisis a causa de un bloqueo, y
que los gobiernos neoliberales de los noventa habían
empeorado todo. Nunca le pregunté cómo había sido
su juventud durante esos años, y tal vez nunca lo hice
porque nunca me interesó conocer más de lo que ya
sabía de su vida, pues el diploma colgado en la pared
de la sala era suficiente.
Para mí, la única verdad estaba frente a un hombre.
Un hombre que nunca luchó por su país. Un hombre
llamado por mi tío un «don nadie», y a quien mi ma-
dre jamás le perdonó su huida después de quedar em-
barazada de su único hijo. Es decir, de alguien parecido
a mí, cuyo apellido ni siquiera compartimos porque
llevo el de mi madre.
En el fondo yo sabía a lo que me estaba enfrentan-
do. Y no había necesidad de que mi tío me lo repitiera
cientos de veces. Mi padre no fue un héroe de guerra
postrado ahora en una silla de ruedas, pero al fin de
cuentas, era el hombre que yo recordaba como padre.
El hombre cuyo rostro se desfiguraba en mi memoria
con el pasar de los años y mis ganas de volver a verlo
pasaba de ser un viejo capricho; quería saldar una deu-
da con mi madre, y eso me hizo moverme con Yeri esa

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noche, después de escaparme de las responsabilidades
de la casa.
Recuerdo que seguimos caminando, apenas guia-
dos por las luciérnagas brillando en las manos de la
gente que caminaba en la oscuridad. Sin embargo, las
calles volvieron a iluminarse a escasos metros de llegar
a nuestro destino. Escuchamos la euforia de la gente,
pues esa noche se celebraba la final de la liga profe-
sional de béisbol nacional. Escuchamos en la misma
cuadra los altavoces de los televisores del vecindario,
los narradores deportivos comentando el juego y la al-
garabía de algunos gritando desde las ventanas de los
carros que el León estaba a punto de vencer al Bóer.
Nos detuvimos frente a la puerta, y poco antes de to-
car, Yeri me volvió a preguntar si estaba seguro de entrar.
Esta vez no hablé, sino que moví la cabeza en señal de
sí o diciéndole no sé si estoy seguro, pero quiero entrar,
ahora ya estamos aquí, ¿por qué hijueputa me lo volvés
a preguntar? ¿Acaso no lo hablamos muchas veces?
Entonces tocó dos veces. Esperamos, y acto seguido
la puerta se abrió. Adentro descubrimos primero a una
niña que nos hizo pasar. Papá estaba sentado frente al
televisor en un sofá café. Nos esperaba desde hacía una
hora. Eso fue lo que dijo, y luego agregó: Supongo que
se tardaron por el corte de luz. Yeri asintió. Yo hice
lo mismo y nos sentamos detrás de él. La irresponsa-
bilidad de Yeri era ya conocida no sólo por mí, sino
también por papá. Supongo que por eso no le reclamó.
Conocía la clase de amigo que tenía. Y al igual que
papá, ya sabía muy bien cómo era Yeri. Recuerdo que
el viejo tenía un cigarro en la mano derecha y en la
izquierda, una botella de cerveza. Si estos hijueputas

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no anotan, nos jodimos, dijo dando una calada a su
cigarro. Luego se levantó, y aclaró que los jugadores
eran una mierda, que ni siquiera se merecían su des-
precio. Los narradores seguían comentando el juego.
Después de sentarnos abrimos dos botellas de cerveza.
Yeri y yo nos quedamos en silencio; mientras tanto nos
dedicamos a tomar y escuchar al viejo gritar, putear
en nombre de todos los santos al mánager del equipo
del León. Después alzó su botella y dijo salud, bien-
venidos, y clavó de nuevo su atención en el televisor.
Ya no recuerdo cómo estaba el juego, porque no me
interesaba, nunca me interesó. Papá se dio cuenta de
ello, que no me gustaba el béisbol. Fue en el momento
de la publicidad; me preguntó que a qué equipo le iba.
A ninguno, respondí, y continué tomando mi cer-
veza. No me gusta el béisbol, primero porque no lo en-
tiendo y segundo porque me parece un juego aburrido,
añadí un momento más tarde.
Papá movió la cabeza reprochándome mi respuesta.
A mi padre le gustaba, repuse luego.
Ah sí, dijo él. ¿Y quién era tu padre?
Un hijueputa, respondí, no tiene caso, y de inme-
diato escuchó la voz de los narradores deportivos y me
calló señalando la pantalla.
Volteó hacia mí y, frunciendo el ceño, dijo: ¿Cómo
es posible que Yeri tenga un amigo al que no le gusta
el béisbol? Se fue, se fue, se fue la bolaaaa. Esta vez gri-
tó todavía más fuerte, era el momento en que le daba
hondas bocanadas a su cigarro como muestra de su
ansiedad. El fútbol, dijo luego, es un deporte de ma-
ricones; pendejos que andan detrás de una pelota. El
béisbol, en cambio, es más estratégico; es cosa seria, de

51
hombres. No se vaya con la mala, váyase con la buena:
juegue la lotería, lotería nacional; ahí viene, corredor en
primera base. Yeri me observó e hizo el ademán de que
no le hiciera caso pero no me contuve y le respondí que
tampoco me gustaba el fútbol.
Me detuve a escudriñar su rostro, seguía siendo el
mismo. Él no me recordaba, pero yo sí, incluso hasta
en los momentos más fríos. Sus ojos negros estaban
obsesionados con saber qué iba a ocurrir durante ese
juego que tenía en vilo a toda la ciudad. Es el mismo,
le susurré a Yeri negando con la cabeza.
No hay dudas, respondió Yeri, y claro, no había
duda; pues recordaba muy bien ese rostro: nariz chata
y el bigote pronunciado, su lunar en el pómulo dere-
cho. También tenía la misma actitud de tener siempre
la razón, o de sentirse el primer ministro de la casa...
me sentí estúpido, o empezaba a sentirme por segunda
vez idiota, no debí haber venido, y en más de una oca-
sión me dieron ganas de levantarme e irme.
Pero el que se levantó fue Yeri. Se dirigió al baño,
y me hallé solo, con la sombra de mi padre delante de
mí. Pasé revista por el interior de la casa, y fue allí que
vi por primera vez a la hija mayor de papá, de quien
Yeri se declaraba un enamorado confeso. Y sí: él tenía
razón, mi hermana era guapa. Yo sabía que tenía her-
manos, pero no una mayor y menos que fuera guapa.
Frente a mí, el retrato de la hija de papá, sonriendo
junto a sus padres para la cámara. Y su sonrisa ancha
exclusiva para mis ojos. Me la imaginé frente a mí,
conversando sobre cualquier cosa o fumando un ciga-
rrillo. También la imaginé como Yeri me la dibujaba.
Tu hermana, hijueputa, además de guapa, está buena,

52
dijo una vez en el parque, encendiendo un cigarrillo
mientras mirábamos pasar a las chicas que salían a esa
hora del colegio La Asunción. No sé cómo naciste vos,
agregó luego, sonriendo: no sacaste nada a tu herma-
na. Siguió fumando y escuché que mi hermana era la
adoración de papá; él cree que su hija es una santa,
pero la verdad no, yo le sé muchos secretos. ¿Cuáles?,
le pregunté. No te los puedo decir porque sería traicio-
narla, dijo él esa vez. Entonces no me digás ni verga,
hijueputa, repliqué.
Y ahora, en medio de las voces provenientes del tele-
visor, escuché la de papá hablándome al oído:
Es muy guapa. Vive fuera con su novio, se va a casar.
Así que no te hagás ilusiones.
No, no me estoy haciendo ilusiones, respondí. Ni
siquiera la estaba viendo a ella.
Ajá, eso decís, ya te vi que le clavaste los ojos, mor-
boso.
Se me ocurrió preguntarle con quién se iba a casar.
Por su comentario intuí que papá creyó que yo no lle-
gaba con Yeri para presentarme como un socio suyo,
sino porque quería conocer a su hija.
Después de varios minutos Yeri regresó, se sentó
junto a papá, en el mismo sillón, y le dio una palmada
en el hombro.
Esperate, dijo papá, dejá que pase este inning.
Vinieron los comerciales.
Juan, te presento a Emilio, dijo Yeri.
Papá no me vio. Ni a mí ni a Yeri. Dijo estás en tu
casa, bienvenido y repuso su atención en el juego. Hijo
de puta, pensé: ésta siempre ha sido mi casa; la casa que

53
una vez le prometiste a mi madre. La casa donde vivi-
ríamos cuando yo era pequeño. Yeri lo sabía y por eso
insistía en llevarme, porque yo siempre le preguntaba
cómo era la casa de mi padre. Normal, respondía Yeri,
como todas las casas. Y si se lo preguntaba era porque
siempre me acordaba de la vez que papá nos llegó a
buscar a mamá y a mí para decirnos que nos íbamos a
vivir a una casa decente. Fue una mañana después de
salir del colegio. Mamá y papá me esperaban afuera,
recostados en el jeep.
Primero me pareció extraño porque mamá no deja-
ba que ningún hombre se le acercara y cuando ocurría,
yo me enojaba y le reclamaba. A veces caminábamos
de la mano a altas horas de la noche, después de que
ella me recogiera por la casa donde yo pasaba el resto
del día tras de salir del colegio, y no faltaba quien le
lanzara piropos con mensajes atrevidos. En ocasiones
ella sonreía, no por lo que le decían los hombres en la
calle, sino porque yo me enojaba y les reclamaba con
un gesto de amenaza. Pero esa vez, la primera vez que
miraba a mis padres juntos, me acerqué a ella con la
pregunta entre los dientes. Papá se acercó a mí. Hasta
entonces él apenas sabía mi nombre y cuando me ha-
bló fue como escuchar a un desconocido; a uno de esos
hombres a los que yo amenazaba en la calle.
Quién es él, le pregunté a mi mamá.
Es tu padre, dijo ella, saludalo.
¿Por qué tengo que saludarlo?, pregunté.
Mamá pareció molestarse.
Luego lo miré de cabo a rabo y él se acercó a mí;
trató de pasar su mano por mi cabeza y acto seguido
me escurrí.

54
¿Cómo estás?, preguntó él.
No le respondí.
Mamá se apresuró a amonestarme, pero él, en ade-
mán de decirle no pasa nada, intentó pasar de nuevo su
mano sobre mi cabeza. Volví a escurrirme. Luego dijo
regresé para que vivamos los tres en casa.
¿Estás seguro?, pregunté.
Mi madre dijo ya basta, estás insolente. Entonces
me callé y me refugié detrás de ella. No supe si alegrar-
me o entristecerme. Nuestra vida antes de mi padre era
una vida llena de penurias, y lo siguió siendo después
de conocerlo. En nuestras noches de insomnio ella me
leía una y otra vez las tres únicas cartas que él envió
desde la prisión. Ella nunca ocultó su paradero y yo
siempre supe que estaba en la cárcel y no en el extran-
jero, como me dijo esa vez.
Su condena fue de nueve años.
Mis primeros nueve años.
Pasada la presentación entre mi padre y yo, fuimos los
tres a almorzar a un restaurante del centro. El encuentro
había sido planeado por papá, según supe después.
Al salir de la cárcel buscó a mamá y la convenció
de escaparse de su trabajo para ir por mí al colegio.
Le había dicho que quería conocerme. Ni siquiera sa-
bía mi nombre, mamá tuvo que decírselo, y él, al fin
de cuentas, respondió que era mi padre y que por ello
quería conocerme.
Recuerdo que una vez a la hora de la cena le pre-
gunté a mamá si papá sabía que yo era su hijo, y ella
negó varias veces con la cabeza y entonces mi tío, que
conocía muy bien la historia de papá, dijo que era un

55
ladrón. Mamá se sonrojó de vergüenza y se echó a llo-
rar porque no aguantaba la humillación que cada tanto
le hacían en casa. Al parecer mi madre había cono-
cido a mi padre a través de mi tío, pero eso es algo
que nunca constaté. Siempre que buscaba la manera
de preguntárselo, mi tío me aseguraba que no me diría
nada; preguntáselo a tu padre. Él ya sabía de antemano
que cuando le preguntaba sobre mi padre, era porque
quería saber la verdad. ¿Quién era mi padre? ¿Quién
era mi madre antes de conocer a mi padre? ¿Cómo se
conocieron? ¿Quién tuvo la ingeniosa idea de presen-
tarlos? Son preguntas que nunca hice.
Y esa vez, cuando estábamos a punto de abando-
nar el restaurante, poco después de que el mesero tra-
jera la cuenta, papá dijo que se marchaba pero que en
dos semanas volvería por nosotros. Según él, le habían
ofrecido un empleo, unos amigos, dijo fumando. Eso,
desde luego, nos convenía a nosotros. Mamá, todavía
incrédula, le preguntó si estaba seguro de lo que decía.
Segurísimo, ¿cuándo te he mentido, mujer? Mi madre
me vio a los ojos y yo incliné la cabeza hacia la mesa.
Al parecer se había molestado por las inseguridades de
mamá. Después respondió con un golpe en la mesa, yo
me asusté, y dirigiéndose a mí, dijo que ya sabía que
yo era un niño insolente. Mamá me auxilió. Cuando
por fin pagó la cuenta, sentí un alivio inmenso. Lle-
vaba más de una hora tratando de convencer a mamá
de que nos fuéramos. A ella se le empezaron a aguar
los ojos; una mirada fría en medio del desierto. Nunca
tuve claro cuánto pesaba en ella la palabra «casa». Era la
noticia que tanto esperaba, estábamos acostumbrados
a las mudanzas y la última había sido a casa de mis tíos.

56
Esa tarde, después de despedirnos de papá, regresa-
mos a casa dando saltos de alegría. Mamá ya no estaba
triste, exclamaba que por fin, que ya era hora, y yo
repetía sus palabras. Mamá me ordenó recoger toda mi
ropa, hizo que metiera todas mis cosas en unas male-
tas. Ella hizo lo mismo y al día siguiente empacamos
en cajas de cartón el resto de cosas. Se lo anunciamos
a mi tío con aires de triunfo. Y en mis adentros le dije:
viejo culiado, ya no te voy a volver a ver. Mi tío sonrió
y dijo que papá no iba a cambiar, que era un desgra-
ciado, que lo conocía muy bien. Pero mi madre no se
dejó amedrentar.
Tu padre volvió porque le remuerde la conciencia
tener un hijo bastardo, dijo mi tío más tarde.
No lo pensé dos veces y le respondí que era un vie-
jo culiado y envidioso porque no tenía una pierna. Se
echó a reír y se encerró en su cuarto, sin salir hasta el
día siguiente.

En el octavo inning, casi a punto de coronarse cam-


peones los Leones, papá me pidió que le pasara una
cerveza. En la bolsa quedaban cuatro; saqué una bote-
lla de Victoria y se la abrí. Dándole un trago a su bo-
tella y viendo de reojo el partido, preguntó: ¿Y dónde
se conocieron? Antes de que yo abriera la boca, Yeri se
adelantó a decir: En el casino, viejo; donde nos cono-
cimos vos y yo.
Y es que Yeri y papá llevaban varios años de ser ami-
gos, y aunque él era menor que papá, se manejaba muy
bien en el negocio de las galleras y casinos y conocía
muy bien lo que era vivir sin un padre. Entonces Yeri

57
me dijo que esa era la manera correcta de conocer a
mi padre. Como el hijueputa que es, le había dicho
semanas atrás.
Cuando Yeri me pedía que lo acompañara a las pe-
leas de gallos yo pensaba en papá. Para entonces no le
había contado quién era mi padre. Nunca supe su ape-
llido; logré unir los hilos cuando le dije que le decían
el Gallo Rojo, pues en su adolescencia había vivido en
México porque se había inscrito en una escuela de bo-
xeo. Por eso mi tío lo odiaba tanto, porque había sido
un desertor y no un patriota como él.
Desde entonces mi padre se dijo que su vida estaba
ligada a las apuestas, a las peleas, y que cuando triunfa-
ra, iba a comprar una casa decente para sus padres. Eso
lo supe por mi tío, y quizá fue el único dato importan-
te que me dio sobre papá.
En cuanto a Yeri, me parece que a él lo conocí cuan-
do yo tenía dieciséis y él diecisiete. Esa fue la edad en la
que intenté ser un fumador, pero fracasé, pues era una
vergüenza para el gremio de los fumadores. Yo le pedía
cigarros y él me decía: pero fumá bien, no jodás, que
no son baratos.
Nos reuníamos en el atrio de la catedral a escuchar
las campanadas y a contarnos historias o a repasar las
tareas. Una de esas tardes Yeri me confesó que su padre
era un grandísimo hijo de puta y yo le respondí: el mío
también. Luego me enteré de que su padre había sido
mi profesor de solfeo, un guitarrista de poca monta
que se ganaba la vida tocando en un grupo de música
cumbiera y que estaba acusado de violar a una de sus
sobrinas. Yeri no tuvo que decírmelo pues era vox po-
puli en toda la ciudad la clase de calaña que era su pa-

58
dre. Cuando le conté la historia de mi padre, con algu-
nas señas, sobre todo que su apodo era el Gallo Rojo,
Yeri me interrumpió, y dijo: Lo conozco, no jodás, es
mi bróder, incluso somos amigos de peleas de gallos.
Me quedé helado, no esperaba que mi padre fuera su
amigo. Sólo falta que yo te diga que tu padre es ami-
go mío, le respondí. No estoy bromeando, dijo él, y
sacó de su billetera una foto en donde aparecía junto
a mi padre sosteniendo un gallo de pelea. Le pedí un
cigarrillo; le dije: esta vez sí lo voy a fumar bien. Más
te vale, aprendé a fumar –comentó él, y nos quedamos
fumando cigarro tras cigarro.
Esa misma tarde me contó que tras la derrota del
FSLN en las elecciones presidenciales de los noventa,
su mamá se dedicó a vender postales de la revolución
en el aeropuerto Sandino. Era un asunto de extender
en el piso de la entrada una manta y ordenar las fo-
tografías en blanco y negro donde aparecían hombres
y mujeres, en su mayoría jóvenes, aglutinados en una
plaza, la silueta de Sandino con letras negras FSLN, o
la caída de un monumento, símbolo del reducto final
de la dictadura somocista.
Ya sé cuáles, le dije, yo las vi muchas veces en restau-
rantes y tiendas de artesanías.
Sí, dijo Yeri, pero mi mamá las compraba en las ven-
tas y nos íbamos dos veces por semana a Managua a
sentarnos en la entrada del aeropuerto a vender las pos-
tales a los extranjeros que querían llevarse un souvenir
del país.
Vaya souvenir, dije luego.
Sí, pero ni modo, era lo que había. Y lo hacíamos
para apalear el hambre.

59
Había pasado hora y media cuando Yeri me pregun-
tó si me sentía bien. Le respondí que sí, y luego me
advirtió que ya no quedaban más cervezas. Señaló la
bolsa y me hizo señas de que nos fuéramos. Era lo que
yo estaba esperando desde hacía rato. El León iba ga-
nando el partido. La alegría de papá era evidente y,
tras sus gritos, apareció su esposa. Se sentó a su lado y
preguntó por los resultados del juego, a lo que papá,
todavía emocionado, gritó que los Leones eran cam-
peones. También apareció su hija pequeña, se sumó a
la reunión. Se metió entre en el regazo de su madre
y después de un rato preguntó si ya podía sentarse a
ver televisión. Papá le respondió que en un ratito y la
niña le preguntó a la madre que por qué no podía ver
televisión, a lo que su madre replicó que ya había es-
cuchado a su padre. Entonces empezó a llorar, y en ese
momento Yeri y yo advertimos una discusión marital.
Dale chance de que vea la televisión, Juan.
Esperá, mujer, esperá, ya voy.
Se volteó hacia la niña y, dirigiéndose a su esposa,
dijo: ¿Viste?, de todo llora esta niña.
Su mujer cambió de color; sentó a la niña a un lado
y se levantó a apagar el televisor. Papá se levantó a en-
cenderlo y su mujer volvió a apagarlo, y así estuvieron
hasta que de un momento a otro el televisor cayó al
piso. Mi padre le gritó que ya lo tenía harto, que se iba
de la casa, que ya no aguantaba más.
En ese momento Yeri me dijo levantate, vámonos, y
de inmediato buscamos la salida. De pronto escucha-
mos el nombre de la hija mayor de mi padre; luego el
de mi madre.
Por eso se fue tu hija, arguyó su mujer.

60
¿Por qué se fue la hija de papá?, le pregunté a Yeri.
No lo sé, dijo Yeri, preguntáselo a él.
De pronto surgieron las preguntas. ¿Quién había
sido mi madre para papá? Una puta, afirmó su mujer,
una cualquiera que tuvo la mala suerte (según la mujer
de mi padre) de cruzarse en el camino de papá.
Yeri me vio, y sonreí y me encogí de hombros. Le
dije que nos fuéramos. Caminamos y a mitad de la
cuadra escuchamos que alguien nos gritó. Era papá,
venía corriendo detrás de nosotros.
No me dejen, nos dijo. Ya se le va a pasar.
¿Estás seguro, viejo?, dijo Yeri.
Sí hombre, dijo él. Siempre me amenaza con lo mis-
mo. Vámonos a la verga.
Llegamos al centro. Entramos en el primer bar que
encontramos. En la barra estaban dos mujeres. Una
de ellas me jaló el ojo, papá se dio cuenta y comentó
que si no me gustaba el béisbol al menos debían gus-
tarme las mujeres. No dije nada, y seguí caminando
hasta el fondo del bar; luego atravesamos una puerta y
del otro lado nos hallamos en la parte del casino. Papá
me preguntó si me gustaba jugar. Le respondí que no
y después, tratando de parecer interesado en el tema,
preguntó de nuevo que cómo nos habíamos conocido
Yeri y yo. Yeri, algo emputado, respondió qué jodés,
loco, ya te dije dónde y cómo. No nos paraste bola.
Es que estaba metido en el juego.
Sí, por eso tu mujer te corrió. Sos un maje caballo,
siempre la estás cagando.
Papá pareció tener vergüenza y por primera vez lo
escuché ofrecer disculpas. El mesero se acercó; Yeri pi-
dió que llevaran dos cervezas a las chicas de la barra.
61
Después el mesero regresó con los dos litros de cerve-
za para nosotros. Por la calle pasaba una caravana de
carros y camiones con gente eufórica gritando que el
León era campeón. A papá no pareció importarle. Mi
euforia, dijo, quedó en casa. Nos tomamos el primer
trago. No brindamos, ni siquiera papá dijo algo respec-
to al triunfo del León. Así estuvimos: entre cerveza y
cerveza, hablando de mujeres, deportes, casinos y jue-
gos que yo no entendía. Mi atención estaba concentra-
da en las dos mujeres de la barra; ellas seguían viendo
a nuestra mesa; luego Yeri las invitó a sentarse con no-
sotros, pero ellas se negaron.
Ya no estoy para eso, dijo papá. Ustedes sí. Vayan a
hablar con ellas.
Lo vi inclinando la cabeza hacia la mesa; quizá era la
primera vez en toda la noche que me sentía en confian-
za con él. Pero las quejas de su mujer seguían sonando
en mi cabeza. En una mezcla de tristeza y desprecio;
comenté que me sentía cansado. Yeri me pidió que me
quedara, y él lo secundó. Siguieron hablando de apues-
tas; minutos más tarde me levanté a conversar con una
de las chicas. No tuve éxito y para esconder mi rechazo
hice como que iba al baño.
¿Te batearon?, preguntó Yeri.
¿Vos qué creés?, respondí.
Papá se carcajeó y agregó que así no se enamoraba
a una chica.
¿Cómo se hace, loco?, dije. Parece que tenés expe-
riencia. Tu mujer te restregó todas las infidelidades.
Yeri se me atravesó en la conversación y dijo que
habláramos de gallos.

62
En aquella conversación yo era el tipo que en una
mesa de amigos se ríe de todo y asiente cada que los
demás hablan de algo que no conoce. Así estuve por
un largo rato hasta que Yeri dijo que debía ir al baño.
Papá se dirigió a mí, me dijo que sólo quedábamos él
y yo. Pues sí, le dije. Luego me preguntó por mi vida.
No es nada interesante, dije. Pasado el rato habló de su
hija mayor, dijo que la miraba muy poco y que casi no
sabía nada de ella.
No vive con nosotros. Se fue después de cumplir
diecisiete.
¿Y con quién se va a casar?
Con un jodido de Managua, al parecer con el dueño
de un restaurante, dijo.
Yeri está enamorado de ella, comenté.
Sí, dijo él, pero ella no le va a parar bola. Él me pre-
gunta siempre por ella. Yo le digo que ella no se va a
fijar en alguien como él.
¿Eso le decís?
Sí.
Es un buen tipo, sostuve; y él, en lugar de asentir, le
dio otro trago a su cerveza.
Poco a poco el alcohol nos fue consumiendo. Papá
se estaba quedando dormido, y a ratos se despertaba
sobresaltado.
Vi el reloj: eran más de la una y media, y Yeri no ha-
bía vuelto del baño. Me levanté a buscarlo; lo encontré
en un rincón de la barra conversando con una de las
chicas. La chica sonrió cuando descubrió que detrás
de Yeri había alguien que los observaba. Yeri me hizo
señas para que le diera tiempo; busqué rápidamente

63
a la otra chica y por el mesero me enteré de que ya se
había marchado.
Regresé a la mesa. Pedí la cuenta y fue cuando papá
se levantó gritando el nombre de su hija, se pegaba pal-
madas en el pecho diciendo que la extrañaba. «Hija»,
decía, «¡tu papá se está muriendo, vení a verlo!».
El mesero me responsabilizó de lo que pudiera pasar.
Vámonos, loco, vámonos, le dije, pero él clavó sus
codos en la mesa y empezó a llorar. Volví a buscar a
Yeri, pero ya no estaba. Me levanté a preguntar a la ba-
rra por él. Me dijeron que se había ido con la chica.
Volví a la mesa y le solicité a papá que nos fuéramos; me
lanzó un manotazo y me dijo que no quería volver a su
casa. Se levantó de la silla tambaleándose y de improvi-
so comenzó a vomitar. Intentó caminar, pero resbaló en
su propio vómito y pegó la frente con el filo de la mesa.
Toda la gente del bar se nos quedó mirando. Lo le-
vanté. Insistió en que quería estar solo. Me aventó y se
dirigió a una de las máquinas y sacó dinero del panta-
lón para cambiarlo por fichas.
El mesero lo ignoró, y fue hasta la barra en tono
amenazante diciendo que él conocía al dueño, que lo
dejaran jugar. Yo me ocupé de seguir buscando a Yeri.
Pero nada. Se fue, repitió el mesero.
¿Seguro?
Sí, dijo él. Es más, ustedes deberían hacer lo mismo;
deberías llevarte a tu viejo.
¡No es mi papá!, aclaré.
Pues parece; ese señor ya está borrachísimo y si no se
van, vamos a llamar a la policía.
Regresé en busca de papá; él estaba discutiendo con
la máquina.
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Estás ebrio, loco, vámonos.
¿Qué? ¿Vos me vas a sacar de aquí, hijueputa?, gritó.
No, loco, vámonos, ya es tarde.
Me vale verga, si querés andate vos. Estás peor que
mi mujer.
El mesero se acercó a él, y papá siguió gritando; me
regresé a la mesa y desde allí observé su espectáculo,
hasta que vi a dos guardias de seguridad agarrar a papá
y sacarlo a empujones hasta la salida. Papá se puso to-
davía más violento, y repartió golpes a doquier. «Luego
voy yo», pensé, así que me levanté y mientras me enca-
minaba a la salida, vi que papá intentaba entrar, pero
los guardias de seguridad lo sacaron de una patada y
esta vez fue a dar a la cuneta. En eso aparecieron dos
policías y el mesero me señaló. Me agarraron de los
brazos y me sacaron a golpes; uno de ellos me puso
contra la pared y me aclaró que si no nos íbamos, la
cosa se pondría peor.
Ya nos íbamos, aseguré.
En respuesta, el otro oficial me dio un codazo en las
costillas que me dejó temblando de dolor. Confundido
entre el mareo y la adrenalina, busqué a papá. Lo vi re-
costado junto a un poste de luz, vomitando, tosiendo.
Me acerqué y le insistí que era hora de irnos, ya va, no
estés diciéndome qué debo hacer, respondió él. «Fue el
golpe», pensé, «lo que debió devolverlo al terreno de
los sobrios».
En su rostro un hilo rojo empezó a resbalar desde la
cabeza hasta su mejilla. Se limpió con la manga, y estu-
vo presionando fuerte. Se incorporó sosteniéndose del
poste. Llamé a tres taxis, pero ninguno quiso llevarlo,
hasta que finalmente el cuarto decidió realizar el viaje.

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Papá hizo varios intentos por acordarse de la dirección,
hasta que el taxista respondió que conocía muy bien
la zona. Abrí la puerta de atrás y, agarrándolo de los
hombros, lo tiré al asiento. El taxista observaba desde
el retrovisor. Me di la vuelta, pero luego escuché que
dijo que no podía llevarlo.
¿Por qué?, pregunté.
Si no vas con él, no lo llevo, dijo el taxista. Este
hombre está borracho.

Son muchos años los que han pasado y hasta hoy tengo
la oportunidad de contar lo que ocurrió después de
subirnos al taxi. Antes no quise escribirlo porque me
parecía una falta de respeto a la memoria de mi padre.
Es cierto: Papá fue un hijueputa, pero también fue mi
padre, o así me lo hizo saber mi tío cuando le conté la
visita. Su comentario me extrañó, pues hasta entonces
mi padre era un «don nadie», y esa vez no supe si lo
decía de broma o trataba de compadecerse de mí.
El caso es que, al llegar a la esquina de la casa, nos
topamos con un nudo de gente aglomerada frente a la
puerta de la casa de papá. Pensamos que era gente que
seguía celebrando el triunfo del León. Pero no, no era
eso. En cuanto llegamos desperté a papá, le di un golpe
en la cara. Él ni siquiera se inmutó.
¿Qué pasó ahí?, le pregunté al taxista.
No lo sé, respondió asomándose por la ventana. Al-
gún accidente. Quién sabe. A lo mejor algún imbécil
se pasó de tragos y chocó contra esa casa.
Puede ser, dije, asomándome por la ventana. Pero
no había indicios de que fuera un accidente. Vi a una
66
mujer gorda venir en dirección a nosotros. Entre gritos
y lágrimas nos dijo que no podíamos cruzar. Papá se-
guía recostado a mí, roncando y cabeceando. Le propi-
né otro golpe en la cabeza, hasta que por fin se levantó.
Ya llegamos, le dije.
¿A dónde?
A tu casa, loco. Ya llegamos.
Pero parece que pasó algo, dije.
Papá se apresuró a salir del carro. Caminó lenta-
mente por la calle. La gorda regresó donde estaba el
grupo de personas. Tras acercarnos más, descubrí que
la gente estaba reunida frente a la casa de papá. Cada
vez el tumulto se hacía más grande. Papá siguió cami-
nando despacio, pero de repente aceleró el paso.
Ese jodido trae el hígado reventado, dijo el taxista.
Eso y otras cosas, respondí, y me salí del carro. El
taxista hizo lo mismo y caminamos detrás de él a unos
cuantos metros de distancia.
La mujer gorda se acercó a otra mujer que cargaba
entre sus brazos a un niño: le susurró algo al oído. Papá
se abría paso entre la marea de gente. Vimos llegar una
ambulancia. Toda la gente se movió alrededor del ve-
hículo. Se escuchó un murmullo.
El taxista y yo nos quedamos a pocos metros de la
ambulancia y papá abrió con dificultad la puerta de su
casa. Hasta entonces me fijé en la fachada mal ilumina-
da por los focos de los carros. En la penumbra vi que la
luz del cuarto de arriba estaba encendida. Y el balcón
cerrado por la oscuridad exhibía dos asientos, varias
plantas y un letrero maltratado por la lluvia y el sol...
Casa en venta. Se vende o se alquila. Pregunte aquí...

67
De pronto se oyó un grito acompañado de una voz
masculina. Los paramédicos entraron, seguidos de los
bomberos, que tumbaron las dos alas de la puerta. Del
interior sacaron un cadáver, después otro. Los vecinos
habían llamado a la ambulancia porque habían oído dis-
paros... pensamos que eran cohetes, pero no, ¿cómo van
a ser cohetes a esta hora de la noche y en la casa vecina?
La policía aún no llegaba. Una camioneta de una
radio local se estacionó junto a la ambulancia. De ella
bajó un tipo moreno y con una chaqueta que llevaba
impreso el logo de una radio. Una mujer nos señaló y
el periodista se acercó a nosotros.
¿Es amigo de ustedes?, preguntó al taxista.
¿Quién?
El tipo ebrio, respondió el periodista.
No, no es nada mío. No sé de él, dijo señalándome.
¿Qué es tuyo? ¿Amigo? ¿Tu papá? ¿Algún familiar?
No, respondí; tampoco es nada mío. Apenas lo co-
nocí ayer. Me lo topé en el centro, cuando caminaba
con un amigo. Se fue a beber con nosotros, y después
lo encontré con el cerebro molido. No podía dejarlo
solo, así que lo traje a su casa.
Mientras hablaba, el taxista movía su cabeza como
aprobando mis declaraciones.
¿Tu nombre?, preguntó luego.
Yeri, mentí: Yeri Rodríguez.
Se dio la vuelta y se dirigió a entrevistar a la mujer
gorda. Ella contó que había oído un disparo... luego
oí el otro, por eso desperté a mi marido y le dije que
llamáramos a la policía.

68
De pronto divisé a papá llorando frente al cadáver
de su hija. En toda la cuadra se oían sus lamentos. «¡Mi
hija!». «¿Por qué a mí, por qué?» «¡Si apenas era una
bebé!». Se agarraba la cabeza con ambas manos; luego
tomaba los brazos de la niña y se los ponía en el pecho.
Varios hombres lo apartaron y los paramédicos subie-
ron los cuerpos a la ambulancia.
Papá se subió a la ambulancia y la mujer gorda, to-
davía llorando, corrió a todos los mirones. De lejos se
veía el destello de las luces del alumbrado público. Bo-
rrosas. En aquella escena el taxista y yo éramos simples
personajes secundarios, gente extraña asomando sus
rostros a la superficie de la penumbra. Poco después
llegó la policía. La ambulancia salió de escena. Des-
pués los bomberos. La casa fue cercada por una cinta
amarilla. Y la gente se fue dispersando.
En mi memoria, la escena se torna turbia. También
la mujer gorda salió del cuadro. Otra mujer nos gritó:
¿¡Y ustedes qué ven!?
Me di la vuelta y caminé despacio en dirección a
casa. Atrás solamente quedaba el eco de las sirenas de
la ambulancia llorando en alguna calle. Caminé cada
vez más rápido tratando de alejarme de aquel lugar. No
quería volver a saber de aquella esquina. Estaba claro
que algún día hablaría con mi tío sobre el paradero de
mi padre. Me lo imaginaba reaccionando con burlas,
no por mi padre, sino por mí, de modo que esa noche
decidí no regresar a casa de mis tíos.

69
DOS
CUIDAR DE LA FAMILIA

Siempre voy a recordar el día que Elena se volvió loca,


sobre todo porque fue la primera vez que tuve ganas
de abandonar definitivamente el sitio que yo había lla-
mado hogar, donde el grito de los niños era un silencio
dilatado en las paredes de la casa.
Esa mañana la encontré llorando en el cuarto de los
niños. Me acerqué a ella y le pregunté por qué lloraba,
y lo que hizo fue repetir mi pregunta y callarme con
el dedo índice, advirtiéndome que alguien nos obser-
vaba. Me asomé a la ventana y, en efecto, alguien nos
observaba, pero no el asesino de su imaginación, sino
Theo, el gato que los niños trajeron a casa una tarde
soleada después de salir de clase. Eso te imaginás por-
que te pasás viendo esos noticieros, argüí, aludiendo a
que semanas atrás habían transmitido por la televisión
un reportaje sobre varios asesinatos sucedidos en Gra-
nada, donde habían encontrado un cementerio con ca-
dáveres quemados. Recuerdo que la abracé tan fuerte
como pude. Nos sentamos en una de las camas de los
niños; intenté apaciguar sus miedos diciéndole todo va
a estar bien, debés olvidarte de todo, y le di varios be-
sos en la frente hasta que dejó de llorar. Estaba fría, sus

73
ojos desorbitados me decían que algo no estaba bien,
pero es normal, me dije, pues hacía dos semanas había
tenido un ataque de ansiedad que, sin embargo, no
pasó a más.
De pronto sentí que algo vibraba en mi pecho, era
ella: estaba temblando y, con los ojos cerrados, levantó
el rostro hacia el techo y luego lo bajó y me miró fija-
mente. La abracé más fuerte, ella tomó mi cabeza y la
llevó hacia su vientre. Más tarde advertí que la escena
no era normal, por lo que intenté levantarme, pero ella
no me dejó. Me manifestó que deseaba salir a la calle,
que quería irse de casa, de la ciudad. Luego me pregun-
tó si podía escucharlos.
¿A quiénes?, pregunté.
A los niños.
No, Elena, no puedo escucharlos, no sé de qué me
estás hablando, dije.
Son los latidos de tus hijos, escuchalos, anunció, y
apretó más fuerte mi cabeza contra su vientre.
Entonces me quedé allí, junto a ella, como la pri-
mera vez que los niños patalearon en su vientre. Pero
esta vez no había nada en su vientre, se trataba de una
falsa ilusión fabricada por la desesperación y la pérdi-
da. Logré zafarme de sus manos y caminé en busca del
teléfono; ella me siguió, se detuvo frente a mí y me
preguntó a quién iba a llamar.
A tu madre, respondí.
No tenés que hacerlo, sólo estamos vos y yo, dijo
ella.
Sí, respondí, pero debo ir al trabajo.
No te vayás, quedate conmigo, vamos a la cama.

74
Me abrazó. Puse mis labios en los suyos, ya no le
temblaba el cuerpo, ahora los labios; por un momento
pensé que se estaba inventando una enfermedad para
que yo me quedara en la cama junto a ella. Pero me
negué a aceptar esa idea. Me levanté de la cama; cami-
né hacia la sala y marqué el número y por fin, del otro
lado de la línea, la voz de su madre salió en mi auxilio.
Elena está mal, dije.
¿Qué tiene?
Parece una recaída, sobreestrés, no sé, respondí.
Voy para allá, dijo; y colgó.
Cuando regresé con Elena, me pidió que la llevara
a la cama.
Theo entró por la ventana de la cocina. Elena lo vio,
soltó un grito todavía más fuerte. Estiró un pie y le
clavó una patada al gato que lo hizo soltar un maullido
ahogado.
¡Theo sólo pedía comida!, protesté. ¿Qué te pasa?
Me acerqué al gato y lo tomé entre mis brazos, pero
él se escabulló clavándome las garras.
¿Viste lo que te hizo?, dijo Elena. Por eso te pedí que
lo regalaras. Es un animal violento.
No le respondí. Fui detrás de Theo y lo llamé varias
veces para que viniera a comer. Pero no hizo caso. Theo
me miraba con odio o desprecio. Tomé la taza llena
de croquetas y la llevé junto a la ventana. La levanté y
continué llamándolo, pero él seguía viéndome, si no
con odio, quizá con compasión.
Debimos haberlo regalado hace tiempo, prosiguió
Elena.

75
El gato es lo único que nos queda. Ni siquiera te
dignás en darle de comer. Ni siquiera porque lo traje-
ron tus hijos.
Sí, respondió ella, mis hijos que vos llevaste a la
muerte.
Me volví a quedar callado. Siempre que discutíamos
por el mismo tema, yo respondía que había sido un ac-
cidente. Sin embargo, la situación empezaba a hartar-
me, así que volví a optar por el silencio. Habían pasado
dos años desde la tragedia y, según nuestros acuerdos,
no volveríamos a hablar del asunto. Traté de ignorar-
la. Fui a la cocina por té y al rato, mientras intentaba
tomar el primer trago, Elena dejó caer su taza al piso y
se lanzó a llorar contra la almohada. Era un pequeño
caracol metiéndose en su caparazón; hice un esfuerzo
por entenderla. No sé exactamente qué fue lo que sen-
tí; debió de haber sido en ese momento que sentí por
primera vez las ganas de irme de casa. «No es ella quien
debe irse», reflexioné, «soy yo quien debe marcharse».
Y la idea de dejarlo todo se hizo cada vez más presente
en mis pensamientos. Estaba cansado de que se me ad-
judicara la muerte de los niños.
A veces, antes de dormir se ponía a llorar, y cuando
ya estaba dormido, me despertaba en mitad de la ma-
drugada. Y siempre, siempre lo mismo. Quiero decir,
los reclamos de siempre, el no debiste llevarlos, el eso
ya pasó Elena, sí, pero vos sos el culpable.
En fin. Culpable era su palabra no sé si favorita,
pero la que más pronunciaba cuando se sentía ahogada
de desesperación. También era la palabra favorita de
su madre, quien no me hablaba y si lo hacía, era para

76
comentarme cosas específicas sobre el estado de salud
de Elena. Con ella en realidad las cosas siempre fueron
difíciles, desde que Elena y yo nos casamos, y solamen-
te cuando nacieron los niños, cambió de parecer. Pero
ahora que los niños están muertos, la situación es to-
davía más hostil.
Volví a ver el rostro de Elena. Me detuve en sus ex-
presiones; daba vueltas sobre sí misma. ¿Qué miraba
yo en ella? Ansiedad, miedo y desesperación. Ahora lo
veo claro, y sí, eso dejaba ver su rostro. Luego con-
sulté el reloj de la pared de la sala. Tomé de nuevo el
teléfono y, cuando estaba a punto de marcar, escuché
el motor del carro, del cual bajó su madre. Entró sin
saludarme. Se dirigió al cuarto y convenció a Elena de
que saliera, va a ser por tu bien, acompañame amor,
ojalá estuvieras viviendo conmigo; si vivieras conmigo,
estas cosas no te sucederían.
Yo me quedé sentado en el sofá, con las manos jun-
tas sobre las piernas. Vi pasar a Elena de los brazos de
su madre, gritándome que yo era el culpable de todo.
Una vez dentro del vehículo, su madre pisó el acelera-
dor hasta el fondo. Elena y yo íbamos en el asiento de
atrás, sin hablarnos. Dejaba escurrir sus lágrimas y me
agarraba de la mano como diciéndome que no la deja-
ra sola. Su madre nos observaba desde el retrovisor del
centro, tal vez intentando preguntarme qué le había
hecho ahora a Elena.
Una hora más tarde, entre la espera y la congoja, la
indignación y la culpa, me volví a perder en mis pensa-
mientos. Me pregunté si de verdad hacía bien viviendo
con una familia que ya no me pertenecía; el sentimien-

77
to de si realmente yo había tenido la culpa me atravesó
la cabeza. Me quedé colgado de esos pensamientos has-
ta que por fin escuchamos que alguien preguntó por
el marido de Elena. Levanté mi mano; la mano de un
«yo» culpable. Era el médico. Dijo que Elena debía ser
internada, que debía tomar psicofármacos y evitar con-
tacto con el mundo. Pero esta vez, agregó después, se
queda internada, y debe tomar todas las medicinas. La
dejaremos en observaciones, pueden visitarla.
Cuando escuché las palabras del médico sentí alivio.
Primero porque ya no iba a escuchar los reclamos de
Elena, y segundo porque estar solo me permitiría re-
plantearme la situación de si irme o quedarme en casa.
Sobre todo en días en que mi crisis nerviosa se agudi-
zaba y las deudas económicas crecían cada vez más. Me
distraje pensando que si Elena no salía del psiquiátrico
podría quedarme el resto del tiempo solo; o bien po-
día aprovechar para empacar mis cosas, agarrar a Theo
e irme a otra ciudad. No sabía exactamente a dónde.
Me encontraba en el momento de dejarlo todo. Por
dentro, sin embargo, algo me decía que no debía mar-
charme, que mi lugar estaba con Elena.
Como ya era mediodía, decidí no ir al trabajo, y me
fui a la casa, a encerrarme y a beber durante el resto de
la tarde. Theo llegó a mis pies y dio varias vueltas alre-
dedor de mí; sus maullidos me hicieron recordar cuan-
do los niños jugaban a cazarlo. Me acosté en la cama, y
después de pasar más de dos o tres horas tumbado, me-
dio ebrio y con calor, me levanté y me dirigí al cuarto
de los niños. Las fotografías de Diego y Teresa estaban
en una mesa y me acerqué a verlos de frente, sonrien-
do los dos el día de su último cumpleaños, es decir, su

78
cumpleaños número seis, pues habían nacido el mismo
día con un par de minutos de diferencia. Lo celebramos
yendo a ver una obra de teatro, y después nos fuimos
a comer los cuatro a la casa de su abuela, la madre de
Elena. Fue un día hermoso, quizá el mejor para ellos
porque ese mismo día Elena y yo les anunciamos que
al finalizar el año iríamos fuera del país para celebrar
sus calificaciones. Entonces Teresa, que era la que más
quería a Theo, se apresuró a preguntar si el gato iría
con nosotros, y Elena, sin pensar en las consecuencias,
le respondió que no; y de inmediato Teresa comenzó
a llorar. Pero vino Diego en su auxilio, y la consoló
diciéndole que no se preocupara, que Theo iba a estar
bien en casa de la abuela. Entonces Teresa se calmó. Yo
hasta ese momento no me había fijado en el papel que
jugaban los niños dentro de su relación de hermanos.
También recordé la escena que me hicieron pasar el
día de su nacimiento; esa tarde corrí como un loco por
los pasillos de la clínica, intentando llegar a tiempo al
momento del parto; o la vez que fuimos de paseo a la
playa y el susto que Diego nos metió cuando una ola se
lo llevaba y entonces Elena corrió a jalarlo del cabello.
De no haber sido por ella, Diego hubiera muerto ese
día, con apenas cuatro años.
Fueron muchas las cosas que se me pasaron por la
cabeza. Me convencí de que Elena era ya una carga
para mí, que suficiente tenía con la responsabilidad de
todo. Cerré la puerta del cuarto de los niños y regresé
a la cama, y en ese momento Theo corrió directo hacia
donde estaba su taza con croquetas. Recuerdo que me
levanté más tarde; parecía que iba a llover, y aunque no
llovió, volví a pensar en Elena; su miedo a los rayos, a

79
la lluvia, y a los días que le tocaba quedarse sola cuan-
do yo salía de la ciudad.

Cinco semanas pasó Elena internada en el hospital. Las


visitas fueron un dolor de cabeza, porque tocaba salir
del trabajo y correr al psiquiátrico, y aunque no me
dejaban hablar con ella, yo me inventaba conversacio-
nes; todas relacionadas, desde luego, con los niños. La
miraba desde una ventana –era como visitar a un reo–
y la verdad es que no era la misma Elena. Su peso, su
tez, sus cabellos mostraban a otra Elena. Una Elena
demacrada. Sin vida. Envuelta en su bata blanca, con
una etiqueta y un brazalete en su mano derecha, dando
vueltas como un hámster por toda la habitación. La
idea de irme de la casa no menguó durante esas cinco
semanas. Cada día de esas semanas fue un día angus-
tioso porque no sabía qué hacer. Me sentía de algún
modo responsable y a la vez obligado a cuidar de Ele-
na. Me sentía fatal por pensar en abandonarla. Y sólo
una vez, tres días antes de que le dieran de alta, cuan-
do me dejaron hablar con ella, tuve las intenciones de
decírselo. Nuestra conversación fue una conversación
apagada, con la voz de Elena enterrada en algún episo-
dio de su vida. Acordamos que no volveríamos a hablar
de los niños, y nada de cuentos de historias suicidas ni
de ver reportajes en la televisión. Nada de libros, ni sa-
lir a pasear sola por las calles de la colonia. Nada de ver
las fotos de los niños. Nada de volver a restregarnos en
la cara el pasado. Ella movía la cabeza y asentía a todas
mis condiciones; luego se quedó sentada, en silencio,
con los brazos apoyados sobre la cama. Me miró con

80
pánico, y luego me pidió como único favor que me
deshiciera de Theo.
Acepté su condición; así que no me quedó de otra
que buscarle un hogar a Theo y despedirme de él en
nombre de los niños, todo va a estar bien, si querés vol-
ver, ya conocés el camino a casa, y ojalá te traten bien.

Salimos del hospital poco antes del mediodía. Después


de un trámite que no debió de durar más de una hora,
en el que nos indicaron los psicofármacos que Elena
debía tomar, atravesamos los pasillos del edificio de
paredes descascaradas, e insalubre a juzgar por el piso
manchado y tierroso. La escena, por primera vez, me
pareció horrenda y me pregunté por qué habíamos lle-
vado a Elena a aquel hospital. «A vos debieron haberte
traído aquí», me dije. Subimos al carro. De camino a
casa, Elena propuso desviarnos. Su madre venía en el
asiento de atrás y, hasta entonces, no decía nada y se li-
mitaba a observar nuestras espaldas. Ahora pienso que
la madre de Elena siempre estuvo detrás de nosotros,
que siempre fue una sombra en nuestras vidas.
Quiero que demos un paseo, dijo ella.
¿Adónde?, pregunté.
Donde sea.
¿Estás segura de que eso querés?
Ella asintió, pero a su madre no pareció gustarle la
solicitud de su hija. Intentó persuadirla de que no nos
desviáramos, que debíamos llegar a casa cuanto antes.
Elena insistió en que no, que quería dar un paseo y que
por eso se lo pedía a su marido.

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Pero yo soy tu madre.
Yo sé, mamá, pero por ahora quien conduce es él.
Elena no volvió a dirigirle la palabra. Dimos varias
vueltas, y le conté todos los cambios que la ciudad ha-
bía sufrido en su ausencia. En realidad, me dije luego,
para qué le cuento todo esto si ella nunca había salido
de casa desde la muerte de los niños. Y después de un
largo rato en silencio, escuchamos un comentario de
su madre: Yo me haré cargo de Elena. Vayan a mi casa.
Cuando la escuché tuve el presentimiento de que su
madre conocía mis intenciones. «Además», pensé, «es
mi oportunidad». Pero si lo decía, me iba a ver mal.
Finalmente decidí contradecir a mi suegra; le acla-
ré que yo podía cuidar de Elena. Y viéndola de reojo,
le pregunté si quería irse con su mamá y ella respon-
dió que no, que deseaba volver a casa. Luego desvió
la mirada y sacó una mano por la ventana y después
se asomó y sonrió al momento de observar las calles
amuralladas de arbolatas pintorescos que el gobierno
había hecho instalar en menos de un mes con motivo
del Aniversario de la Revolución. Nuestro viaje duró
apenas cuarenta minutos; primero por los alrededores
del Puerto Salvador Allende, luego por la Avenida Bo-
lívar hasta llegar a la glorieta Hugo Chávez.
Ese monumento no estaba, dijo ella, señalando el
rostro del presidente venezolano ahora ya muerto, cus-
todiado de dos arbolatas.
No, lo acaban de poner, respondí, agregando que
había muchos adornos instalados en la ciudad.
Una se vuelve loca cinco semanas y se encuentra con
estas cosas, dijo. Pero quien haya puesto esos árboles,

82
agregó luego señalando un arbolata pintado de amari-
llo canario, está más loco que yo.
De seguro que sí, comenté; y solté una sonrisa co-
rrespondida por ella; luego miró a su madre a través del
retrovisor del copiloto. Le tomé la mano y seguí son-
riendo para mis adentros hasta que por fin buscamos la
calle que conecta con Rubenia.
Bajamos del carro. Elena se fijó primero en las ven-
tanas. Desde afuera podía verse que estaban cerradas
y era imposible saber si adentro vivía o no alguien.
Entramos a la casa. Su madre también entró y en un
costado de la sala puso las maletas. Elena se sentó en
el sofá y, clavando su mirada en la puerta del cuarto de
los niños, preguntó si podía entrar.
La mandé a sellar, dije.
¿Y los niños?, preguntó.
Ya hablamos de eso. ¿Querés seguir con lo mismo?
Se quedó callada, y acto seguido se recogió el cabe-
llo por encima de los hombros. Me senté a su lado y le
pregunté si quería té.
Un poco, dijo.
Regresé con las dos tazas. Las examinó y observó
con lujo de detalles el juego de tazas nuevas.
¿Y las otras?
Las tiré a la basura, porque ya no te gustaban.
Se echó a reír, y apoyó una de sus manos en mis
piernas; me dijo gracias. Luego busqué a su madre; la
invité a sentarse con nosotros, pero ella se negó; aclaró
que estaba ordenando las cosas de Elena y, después de
un rato, salió de la habitación y anunció que se iba.
Muchas gracias, dije.

83
No respondió. Le dio un beso en la frente a Elena y
tras tirar la puerta, buscó su carro.
Vi a Elena resbalar sus manos por el mueble, y lue-
go por la taza, la estaba examinando cual si fuera un
souvenir que alguien le había traído desde muy lejos, y
se levantó y dijo: Igual, algún día tendré que tirar estas
tazas, al fin y al cabo son tuyas.
Se refería a que, cuando estaba enojada conmigo,
agarraba las tazas que yo le había comprado y las tiraba
a la basura. Entonces yo abría el dispensador, las lavaba
y las volvía a poner en su lugar.
No te queda de otra, comenté cerrándole un ojo: Ya
sé que algún día vas a tirarlas a la basura.
Regresó a la puerta del cuarto de los niños. Se quedó
de pie, con la taza entre sus manos.
¿Puedo entrar?, preguntó.
Ya te lo dije, está cerrada.
Está bien, dijo finalmente, un tanto resignada.
Pensé que se soltaría a llorar tal como lo había hecho
la última vez. Pero no, en lugar de llorar o reclamarme
vino a sentarse junto a mí en el sofá.
Nos abrazamos, luego nos estuvimos viendo frente
a frente, tocándonos como si fuera la primera vez. La
casa empezaba a inundarse de oscuridad. Pensé decirle
que en los próximos días debía salir de la ciudad. Pero
me abstuve. Luego me pidió que nos fuéramos al cuar-
to; atravesamos la sala a oscuras, tomados de la mano.
Llegamos a la habitación e intenté encender la lámpa-
ra, pero ella me pidió que no lo hiciera; que así estaba
bien... no es necesario.
¿Segura?, pregunté.

84
Sí, dijo ella.
Nos acostamos en la cama, sin tocarnos, sin decir-
nos nada. Intenté recordar el día que nos conocimos,
nuestro primer encuentro, el nacimiento de Diego y
Teresa y el día que Theo llegó a nuestra casa. Tomó
una de mis manos, intenté zafarme, pero ella se aferró
a no soltarme. Me inquietó la forma en que se aferraba
a mí, me sentía como Theo, como cuando los niños lo
fastidiaban de cariño y él apartaba la cabeza y pelaba
los dientes.
¿Está todo bien?, preguntó.
Sí, dije. Quiero salir a fumar.
Pero vos no fumás.
Desde hace cinco semanas que fumo, respondí.
No sabía. Me lo habrías dicho la vez que hablamos
en el hospital.
No quise. Además, no quisiera pelear por esto.
Está bien, dijo. Aquí te espero. No voy a pelear,
andá fumá.
Volví a atravesar el umbral en penumbras. Sentí el
vacío de Theo en la sala. Extrañaba sus maullidos y el
cascabel sonando al compás de sus movimientos. Abrí
la puerta de la calle, y después de salir, la cerré a me-
dias. La tímida luz del alumbrado público era mi única
compañía. Encendí un cigarro, y otra vez los pensa-
mientos sobre la situación que ahora nos envolvía a
Elena y a mí. Es el momento, me dije. Apagué el ci-
garro y me preparaba para cerrar la puerta con llave,
cuando, de repente, escuché los maullidos de Theo. Lo
reconocí enseguida. Por acá andás, susurré; me agaché
para saludarlo y de inmediato el gato empezó a dar
vueltas alrededor de mí. «La ceremonia de despedida»,

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pensé. Traté de cerrar con seguro la puerta, pero Theo
seguía dando vueltas, maullando. De pronto escuché la
voz de Elena al otro lado de la puerta.
¿Es Theo?, preguntó.
Sí, dije, parece que regresó.
Conoce muy bien el camino de regreso a casa.
Así parece, dije, e inmediatamente me pidió que
abriera la puerta.
Theo entró y dio varias vueltas alrededor de ella.
Esta vez no gritó; ni siquiera dijo algo con relación
al gato.
Entrá, me dijo luego, y me extendió su mano y lla-
mó a Theo para que la siguiera. La situación me des-
concertó. Quise preguntarle si no era mejor llevar a
Theo a donde su nuevo dueño, pero me dejé llevar
por la curiosidad de qué pasaría luego, y ella, en lugar
de pedirme que sacara al gato de la casa, me preguntó
dónde estaba la comida.
En el mismo lugar, respondí con mi cara de asom-
bro, señalando la parte baja de la cocina. Sirvió lo últi-
mo que quedaba de la bolsa de croquetas y acompaña-
mos a Theo a comer, en medio de un silencio abismal
y expandido dentro de la casa que a ratos era interrum-
pido por los maullidos parsimoniosos del gato.

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ELISA VUELVE A CASA

Conocí a Elisa un par de años atrás en el aeropuerto de


Ciudad de Panamá, cuando no pudo viajar a Madrid
porque las autoridades migratorias no le permitieron
tomar el avión y tuvo que esperar ocho horas antes de
volver a Managua. Digamos que esa fue la primera vez
que Elisa regresaba a casa, aunque haya sido de un viaje
truncado por no convencer al oficial sobre la dirección
donde se alojaría en España. Su intención era viajar a
Madrid, según ella, para visitar a su hermana, a quien
no miraba desde hacía varios años. Mientras esperába-
mos a que abrieran la puerta de abordaje, conversamos
sobre los viajes y lo simpática que parecía ser la ciudad
desde el aire. Me dijo que era su primera salida del
país, yo repliqué que era mi tercera, algo totalmente
falso pues era la segunda y no venía –como le dije más
tarde– de Miami sino de La Habana, donde había pa-
sado una semana tortuosa y triste a razón de la ruptura
con mi novia cubana de mis años de estudiante en la
escuela de cine de San Antonio de los Baños.
A Elisa le conté que había estado en Miami de visita
en casa de mis padres, a quienes no miraba desde hacía
muchos años, y que el viaje lo había realizado en virtud

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del delicado estado de salud de papá. Ella dijo que eso
era lo que un buen hijo debía hacer, yo habría hecho lo
mismo, pero lástima, mis padres están muertos y vivo
con mis abuelos.
Te felicito, repitió y soltó una risa cálida.
Cuando dejó de hablar asentí y me preparé para
preguntarle su número de teléfono, pero una voz mas-
culina y ronca avisó por los parlantes que en breve
abordaríamos el avión.
Tras salir de migración y tomar las maletas, la invité
a tomar una cerveza, pero me aclaró que no tomaba
alcohol, que un café sí me lo aceptaba. Dios no me lo
permite, añadió luego. Me dijo que era cristiana, y en-
tonces le pregunté qué se sentía ser una mujer cristiana,
a lo que ella me respondió que Jesús era el gran amor
de su vida, y que estaba segura de que no podía amar a
alguien que no fuera Jesús, no puedo amar a otro que
no sea Él, ¿me entendés? Hace mucho que tomé la de-
cisión de entregarme a la vida cristiana. Intenté enten-
derla, se lo dije, a medias, algo así como lo entiendo,
creo que yo a veces también siento el llamado divino,
pero nunca me he decidido a asistir a alguna iglesia.
Aún la recuerdo parpadeando y sonriendo con de-
licadeza al explicar que era una mujer plena y que se
sentía satisfecha por lo que le había ocurrido en el ae-
ropuerto de Panamá. Sus ojos cafés brillando al men-
cionar la palabra Dios, y con la emoción en la gargan-
ta, agradeciendo lo ocurrido. Para mí, en cambio, era
una hijueputada. Se lo dije, y me repitió Dios sabe lo
que hace –al final, me dije después en mi cuarto, fue
eso lo que me llamó la atención de ella–. No había co-
nocido a nadie que estuviera tan convencido del poder

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de sus palabras, de su fe, y fue la primera vez que me
sentí tentado en visitar las iglesias evangélicas, pero esa
tentación, desde luego, se trataba de una curiosidad
infundada por la belleza de Elisa.
Después de ese día volvimos a vernos.
Nos encontrábamos desde muy temprano y pasá-
bamos hablando horas, que yo hacía eternas a veces
incluso preguntándole cosas que ya le había pregun-
tado y ella respondiendo por educación o porque de
verdad no tenía con quién conversar, pues vivía sola
en un cuartito en el Colonial Los Robles y ahora se
encontraba en busca de un nuevo empleo –el último
lo había perdido porque estaba convencida de que via-
jaría a Madrid, y con su liquidación había comprado
el boleto.
Todo transcurría de manera normal, hasta que una
mañana, mientras nos tomábamos el primer café, me
dijo que se iba. ¿A dónde?, le pregunté. Me respon-
dió que a Jinotega. Hasta entonces yo no hacía ningún
viaje al norte del país, y puesto que no podía dejar de
verla, decidí perseguirla. Ella no lo sabía. Días después
de que se marchara, empaqué un par de cosas en una
maleta y tomé un autobús rumbo a esa pequeña ciu-
dad, fundida a veces en la neblina del atardecer.
Era una mañana fría. Una mañana cubierta por
una neblina espesa. Yo estaba sentado en la banca de
un parque y de pronto escuché que alguien me llamó
por mi nombre. Me preguntó qué estaba haciendo en
aquella ciudad. Le dije que estaba de paso, que mis
intenciones eran ir más al norte, que estaba trabajando
en un documental para una oenegé, y entonces ella, sin
que yo se lo propusiera, me invitó a un café. La verdad,

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y quizás no sea necesario decirla, es que yo iba detrás
de ella porque tenía la ilusión de finalmente concretar
algo con Elisa. No sabía exactamente qué, era evidente
que me gustaba mucho y por ello me había movido
hasta su ciudad.
Caminamos por una calle empedrada que lleva a
una cafetería. Más tarde me preguntó por mis padres;
en especial por papá. Le dije que estaba bien; en rea-
lidad, rectifiqué después, está mal, se está muriendo.
Pero voy a volver a visitarlo, le dije. Entonces ella me
felicitó. Le pregunté que por qué me felicitaba. Me res-
pondió que porque estaba haciendo lo correcto. Y fue
en ese momento que me pregunté qué era exactamente
hacer lo correcto. Para ella yo había estado en Miami,
y mi sorpresa fue descubrirme en mi propia mentira. A
veces pienso que esta historia no debería titularse Elisa
vuelve a casa sino Los últimos días de mi padre, porque
fue con esa mentira que yo la conocí y la última vez
que supe de ella.
El caso es que ese mismo día, después de tomar-
nos varias tazas de café, fuimos a caminar por el par-
que. Fue una caminata breve, no duró ni una hora.
Habíamos recorrido el pueblo conversando y antes de
despedirnos, me preguntó dónde me estaba quedando.
Le dije el nombre del lugar y me comentó que era un
hostal de paso adonde llegaban camioneros y prostitu-
tas. Me doy cuenta, le dije, y le detallé los ruidos que
venían del cuarto vecino. Se lo conté esperando una
respuesta concreta, que me dijera que podía quedarme
en su casa, pero lo que hallé fue un silencio extendido.
A la mañana siguiente me llamó muy temprano para
decirme que me invitaba a su casa, que también me

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presentaría a sus hermanos. ¿Hermanos?, pregunté. Sí,
respondió ella. A mis hermanos en fe, dijo cuando me
presenté en su casa. Me tomó de la mano y atravesamos
una sala custodiada por retratos familiares. Al fondo
descubrimos a un grupo de gente sentada en un círcu-
lo. Elisa me presentó como un amigo que quería unirse
al grupo y todos me dieron la bienvenida, uno de ellos
dijo que era un placer conocer a un hermano en fe
dispuesto a congregarse en la misma iglesia que Elisa.
Más tarde salimos a almorzar juntos y después fui-
mos a visitar a sus abuelos. Fue un día como cualquier
otro; yo regresé como lo había hecho todos los días,
caminando despacio, perdido entre la neblina y el atar-
decer. Y ese día como cualquier otro fue el último día
que vi a Elisa en esa ciudad, pues al siguiente, muy
temprano, me escribió al celular para decirme que no
podíamos vernos. Le pregunté qué pasaba y me res-
pondió que debía marcharse a Madrid. Yo respondí de
inmediato puedo ir con vos, no hay problema; pero
su respuesta fue terminante: Mejor regresá a Managua.
Al siguiente día me largué de aquella ciudad; apenas
amaneció tomé el primer autobús de regreso a Mana-
gua. Durante el camino seguí pensando en el rechazo
de Elisa, y fue en ese momento que me sentí estúpido
por todo lo que había hecho. ¡Cabrona!, me dije, sólo
a mí me pasan estas cosas, por imbécil. No tenía claro
qué hacer con mi vida. Mamá me esperaba en Miami
para cuidar de papá. Eso era una responsabilidad de la
que huía, y al parecer cada vez más se hacía imposible
escapar.
Lo primero que hice fue buscar trabajo. Seguía so-
breviviendo de los ahorros de las remesas que mamá

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me enviaba. No volví a saber de Elisa sino hasta que
pasó por Managua rumbo al aeropuerto: me había es-
crito diciéndome que quería despedirse de mí y discul-
parse por todo, y no pude decirle que no, de modo que
me fui a buscarla a la terminal de buses. Le insistí que
se quedara en Managua, que se quedara conmigo, y le
rebatí que en Madrid no iba a encontrar nada, a lo que
ella respondió: claro que sí, voy a encontrar algo, voy
encontrarme con mi hermana.
Mi última esperanza era que no la dejaran tomar
el avión, pero esta vez tuvo suerte: la dejaron pasar, y
finalmente pudo encontrarse con su hermana en Ma-
drid. Lo supe porque a los días me puse a revisar su
perfil de Facebook... imágenes de celebración, ambas
hermanas estaban felices por el reencuentro. Los men-
sajes de amigos y familiares atestaban su muro, todos le
enviaban bendiciones. Reconocí a uno de sus hermanos
en fe, Elisa, Dios te cuide, acá te esperamos, ya quere-
mos verte pronto y ojalá se cumplan todos tus sueños.
Todo rayaba en la obsesión. Mi obsesión se llama-
ba Elisa. Cada noche, en la oscuridad de mi habitación
apenas con el resplandor de la pantalla, revisando las
fotos de su perfil en Facebook. No me perdía ninguna
y, cuando aparecía con algún tipo a su lado, trataba de
consolarme diciéndome que se trataba de un amigo, o
algún familiar, ojalá regrese pronto, ¿y si viajo a buscarla?
En cuanto a mi familia, mamá me enviaba mensajes
urgentes que yo tardaba en responder, y, a veces, ar-
chivaba en una carpeta del correo a la que había nom-
brado «La muerte de papá». Sin embargo, hubo una
vez que respondí de inmediato, cuando mi madre me
llamó por teléfono y me dijo que a papá lo habían tras-

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ladado a un hospital. Me levanté asustado de la cama,
y esa fue la primera vez que sentí el remordimiento
de que mi viejo se muriera sin haberlo visto. Busqué
la manera de conseguir dinero, fui al banco, intenté
hacer un préstamo, contar los ahorros, pero fue inútil:
no logré reunir el dinero.
Seguí buscando trabajo. No tenía cómo comprar un
boleto de avión. Lo que mamá me enviaba lo ocupaba
para mantenerme, y meses atrás me había dado para
comprar un boleto a Miami que terminé ocupando
para irme a La Habana. No tuve de otra que trabajar
en un call center. Mi carrera de joven cineasta estaba
arrojada al abismo, y mi vida se convirtió en una mo-
notonía estúpida.
Hubiera preferido seguir haciendo comerciales de
empresas u oenegés, pero en aquellos meses estaba difí-
cil. Muy poca gente me conocía y apenas me contrata-
ban para editar algunos videos que cariñosamente mis
colegas llamaban videos de la BBC: Bodas, Bautizos y
Cumpleaños.
La meta era trabajar tres meses. Con el trabajo me ol-
vidé completamente de Elisa. O, bueno, eso creí cuan-
do me di cuenta de que ya no la extrañaba de la misma
manera en que la extrañaba los primeros meses. Ahora
mi prioridad era comprar un boleto de avión. Incluso
pensé pedir prestado a mi hermana, pero al final a ella
no le importaba apoyar a un medio hermano, menos
prestarme para que yo visitara a su padrastro golpeador.
Me entregué de lleno al trabajo y, mientras pasaban
las semanas, enviaba mensajes por correo electrónico a
mamá. Le decía que pronto compraría el boleto, y ella,
en sus largos mensajes, me contaba la rutina y lo mal

93
que lo estaba pasando papá, que siempre preguntaba
por mí –ese jodido anda en otros lados, viaja a todos
lados y no viene a vernos, leí una vez al final del men-
saje, que, según mamá, eso le había dicho mi padre
sobre mí.
Cuatro meses después compré el boleto a Miami.
Y lo que son las cosas, el azar, llámenlo como quieran,
en esa misma semana volví a saber de Elisa, días antes
del viaje, cuando me puse a escudriñar en su muro de
Facebook. Me llamó la atención una serie de mensajes
escritos en el muro. «Todo estará bien», «Dios cuida de
ti, amiga», o «nosotros siempre te recordaremos como
la muchacha feliz y sonriente que fuiste». Al comienzo
pensé que se trataba de simples mensajes cursis, pero
cuando leí repetidas veces «Todo estará bien» me que-
dé atónito.
Seguí buscando; no encontré nada: ningún mensaje
que me diera más indicios sobre Elisa. Esa noche no
dormí, pensando qué había pasado con ella. Me pre-
gunté si estaba viva, si había muerto; y si había muerto,
cómo había ocurrido y en dónde.
A la mañana siguiente tuve las respuestas. Estaba en
el cafetín del call center, en mi break, y en el televisor
transmitían el reportaje Elisa vuelve a casa. La noticia
me desconcertó. Una foto suya apareció de repente en
la pantalla, y no era Elisa, parecía otra mujer; pero,
viéndola más cerca, era ella, era la misma Elisa. Sentí
rabia. Rabia y tristeza. María Celeste, en su programa
Al Rojo Vivo de Telemundo, daba la noticia de que Eli-
sa, mejor conocida por sus amigas como Eli, regresaba
al país después de una larga travesía de trámites bu-
rocráticos entre autoridades españolas y nicaragüenses.

94
Contaba, además, que Elisa no volvería a hablar y que
ni sus familiares la reconocieron a su regreso al país.
Ahora estaba en una silla de ruedas, paralítica y con
los ojos hundidos en la tristeza. Pesaba menos de cin-
cuenta kilos. La mirada ida, tratando de emitir alguna
palabra. Un cadáver respirando en una silla de ruedas.
Más tarde aparecieron los abuelos de Elisa dando de-
claraciones. Luego sus hermanos en fe, como ella los
llamaba, que pasaban día y noche orando por la salud
de Elisa. Pude reconocer a varios. Invitaban a todo el
país a orar por Elisa. María Celeste siguió dando más
detalles de los sucesos. A Elisa la habían atacado en una
calle de Madrid, mientras paseaba con su novio ecuato-
riano. Varios hombres aparecieron de un callejón y los
cargaron a tubazos, a ella y a su novio, y un golpe fuerte
en la cabeza la mandó al hospital, donde estuvo varias
semanas, sin recuperarse, hasta que una mañana des-
pertó del coma, y quedó postrada en una silla de ruedas.
Apagué el televisor y salí a caminar. No quise volver
al trabajo. Mientras caminaba pensaba en Elisa, en mi
viaje a Jinotega. Llegué a un parque. En el cielo un
racimo de nubes sucias desafiaba con llover. A mi lado
varios hombres tomaban alcohol a pico de botella. Me
senté en una banca y estuve un largo rato observándo-
los de manera impasible. Me recordaron a mi padre,
cuando aún vivía en Managua y me tocaba buscarlo en
las cantinas de los barrios, o en las del Roberto Huem-
bes. Los hombres me observaron, me preguntaron si
quería tomar, levantaron la botella y me invitaron a
sentarme con ellos. Volteé hacia el otro extremo, y a
través del sarro de una malla descubrí a una niña que
se lanzaba de un resbaladero. Pronto me quedé solo,

95
esperando a que lloviera. Cuando había pasado más de
dos horas allí, sentado en esa banca, pensando en Elisa,
me levanté y caminé en dirección a casa. En un par de
días debía abordar el avión, en un par de días... me
dije. Pensé en llamar a casa de Elisa, recordé que guar-
daba su número en una libreta, lo busqué, y después
de marcar tres veces, del otro lado de la línea emergió
una voz masculina.
Aló, ¿quién habla?, dijo la voz desvanecida. ¿Con
quién quiere hablar?
Me quedé en silencio, un silencio corto que se sintió
como si hubiese sido de una hora. Vi hacia el interior
de la sala, en la computadora el rostro de Elisa, son-
riendo en algunas de sus fotos de Facebook.
¿Qué quieren, jodidos?, replicó el hombre a voz en
cuello condenada a la impaciencia. Era su abuelo: el
mismo timbre, sus palabras perforadas por la vejez, la
tristeza. Insistió que quién llamaba, y que con quién
quería hablar. No pude responder, decidí colgar y ce-
rrar la cuenta de Facebook. Me quedé escuchando los
golpes de la lluvia sobre el techo y al rato preparé mis
maletas; no volví a poner un pie en el call center, pues
dos días después volé a Miami y esa fue la última vez
que supe de Elisa. Desde entonces todo queda ya leja-
no y borroso, y lo único que suena con precisión es el
titular de la televisión, Elisa vuelve a casa.

96
UN HOMBRE DE BIEN

Si algún día me hicieran confesar, lo primero que diría


es que todo fue accidental y que la tragedia tuvo lugar
la noche en que escuché unos pasos sobre el jardín ve-
cino, varias horas después de que Marta se marchara
a casa de sus padres. Que yo recuerde era una noche
de Semana Santa, estaba completamente asustado, así
que me levanté y me asomé a través de la rendija: algo
había debajo de la ventana. Era el tipo de camiseta
blanca, que estaba escondido en posición fetal junto a
la puerta. Al parecer su acompañante se había marcha-
do y ahora me inquietó la idea de que conocieran mi
dirección; y aunque en la calle sólo había uno, pensé
que el otro podía aparecer en cualquier momento. ¿Y
si llamo a la policía? No, me dije, a la policía no; yo
mismo debo resolver este asunto. Volví a escuchar esas
voces dentro de mí, las mismas que escuchaba desde
muy joven durante mis días en el ejército. Volví a sen-
tir esa inexplicable necesidad de protegerme incluso de
mí mismo. Hasta entonces reconstruí en mi cabeza la
persecución: allí estaba yo, caminando de regreso de la
librería, convirtiéndome sin querer en el único testigo
de cuando el tipo ebrio fue lanzado brutalmente del

97
bar y fue a dar a la puerta del taxi con el motor encen-
dido. Él se sostuvo de la puerta, todavía tambaleán-
dose, le gritó algo al taxista justo cuando éste arrancó.
Volteé y me fijé que llevaba puesto un pantalón azul
y una camiseta blanca. Seguí caminando, pero lo que
parecía algo normal terminó convirtiéndose en el co-
mienzo de algo inesperado; sobre todo cuando escuché
que alguien me llamaba. Era el tipo de camiseta blan-
ca, que venía a paso lento detrás de mí, apoyándose
de las paredes. Poco antes de subir unas gradas traté
de evitarlo, pero él también se detuvo, agarrándose de
las verjas de las ventanas de una casa. Sonrió y movió
su cabeza, al tiempo que restregó su nariz contra su
antebrazo.
Reanudé la marcha y volvimos a toparnos en el se-
máforo peatonal. Mientras esperábamos a que cambia-
ra a verde, me dirigió un par de palabras; me preguntó
si tenía miedo. ¿Miedo?, le dije sin verlo. No era la
primera vez que alguien se me acercaba con la misma
pregunta. Una de tantas fue cuando me bajé de un au-
tobús y un hombre, quizá de mi misma edad, me cortó
el paso preguntándome si tenía miedo. No sé por qué,
pero relacioné ambas situaciones y me quedé pensando
en lo que vendría después. No, mentí. ¿Por qué tendría
miedo? Parece que sí tenés, sentenció, y restregó una
de sus manos en su abdomen. Mirá, dijo, alargando la
otra mano. Volteé y me puso en la mano libre una pe-
queña bolsa, la misma que se había restregado en la na-
riz. Me dijo que probara. Se la rechacé y de inmediato
el semáforo cambió a verde. En las calles asomaba un
aura lúgubre. Reanudamos la marcha y, poco antes de
llegar al siguiente semáforo, apareció un tipo de cabe-
llo corto que vestía pantalones flojos y camiseta larga a
98
lo Nicky Jam. Me di media vuelta y el tipo ebrio movió
el mentón y le hizo señas a Nicky Jam, así que comen-
cé a caminar más rápido, hasta que finalmente decidí
correr. Doblé en la entrada de un callejón que llega al
patio de mi casa. Abrí a toda prisa y cerré la puerta de
una patada. En mi curiosidad por saber si los había
perdido, me acerqué a la puerta de la calle. Observé
por la rendija de la ventana que venían en dirección a
mi casa. Regresé a la puerta del patio y cerré con doble
llave. La tarde empezaba a bañarse de oscuridad; en el
cielo, una luz débil era todo lo que quedaba del atar-
decer. Con mi oreja izquierda apoyada contra la pared,
junto a la ventana, escuché que uno de ellos dijo: Lo
vamos a agarrar, vas a ver. Creo que lo dijo el tipo que
parecía estar ebrio. ¡Abrí la puerta, maricón!, gritó el
otro. «Por supuesto que no, par de hijueputas», pensé.
La sala fue invadida de silencio, un silencio hondo y
oscuro. Imaginé a mis amigos comentando mi muerte
ocurrida en plena Semana Santa, de una forma cobar-
de, justo cuando nadie puede auxiliarte. «Pero si no le
había hecho nada a nadie; eso es lo peor. ¡Hijueputas!
Lo hicieron porque el tipo no se metía con nadie y
era una víctima fácil de cazar. Seguro alguien le pasó
la cuenta por condenar a algún familiar desgraciado».
Pensamientos que iban y venían y que no me llevaban
a ningún lado. Incluso lamenté no haber ido con Mar-
ta a casa de sus padres. Me dije que de haber pasado
con ella esos días, habría sucedido el milagro que tanto
necesitábamos: regresar a los días de cuando éramos
novios y nos mirábamos dos veces por semana en casa
de su mejor amiga, ya que sus padres no le permitían
que anduviera conmigo, un loco, decían ellos, un loco
traumado por la guerra de los ochenta.

99
Esa Semana Santa, Marta y yo discutimos porque
no logramos ponernos de acuerdo en dónde pasar las
vacaciones. Por eso me había quedado en casa solo,
en el vecindario. Son días en que la ciudad permanece
abandonada, pues la mayoría de la gente suele pasar
fuera de casa. Pero a mí me daba igual. Salir de casa
en días feriados no era un asunto discutible. Quería
estar sin compañía y hacer con mis vacaciones lo que
se me viniera en ganas. Bastaba con tomar las pastillas
puntual y argumentar mi fobia al mar, a la gente y,
sobre todo, a las reuniones familiares. Nunca me gustó
sentarme a la mesa con los padres de Marta. Me daba
tirria conversar con ellos. Y cuando lo hacía, me tocaba
fingir cierta atención y por ello cada que preguntaban
sobre mi tratamiento médico no respondía, y comen-
zaba a hablar de los casos judiciales que me tocaba
atender. Sus padres me decían que debía ser difícil te-
ner un puesto como ése, yo les aseguraba que sí, pero la
verdad es que hasta entonces la ciudad era una ciudad
tranquila, una ciudad cuyas calles coloniales transmi-
ten una tranquilidad inagotable y en la que los turistas
se pasean como si fuera la sala de su casa.
Después de escuchar los pasos sobre la hierba del
jardín vecino me dirigí a la cocina. Encendí la lámpara
y regresé de puntillas a la sala. Me acosté en el piso y
seguí pensando en todas las posibilidades de salvarme,
pero ninguna me pareció la más adecuada. Era la pri-
mera vez que miraba a estos tipos. Opté por pensar que
se trataba de ladrones de barrio. Me levanté del piso y
recorrí la sala por un buen rato, ahogado en las últimas
palabras de Marta, quien antes de salir a la calle dijo
que nuestra relación era una desgracia. Tiró la puerta,
subió sus cosas al carro y, sin verme, agregó: Espero que
100
no nos volvamos a ver. Yo también lo pensé, pero no
lo externé; intenté detenerla, sentarla en el sofá, hablar
con ella; pero no me dejó. Volverá, me dije más tarde,
cuando ya se había marchado. Era la primera vez en
mucho tiempo sin la compañía de Marta. No salíamos
con frecuencia, salvo algunos fines de semana que pa-
seábamos por la Calzada y a veces, cuando ella estaba
de buen humor, me llevaba a la librería y a cafeterías y
me acompañaba en mis insólitos domingos de matiné.
Además, me tenía prohibido leer, argumentaba que leer
me metía cosas en la cabeza. Creo que hasta cierto pun-
to tenía razón. Las historias que leo se confunden con
frecuencia en mi cabeza y quedan sonando como cuan-
do te das un golpe y tenés la sensación de ver estrellitas
con las voces dilatadas en un eco profundo y llega el
momento de la confusión, donde no sabés si lo soñaste,
lo leíste o simplemente está sucediendo en la vida real.
Por ello esa Semana Santa que me había quedado
en casa, hice todas las cosas que Marta no me dejaba
hacer.
Cuando salí de casa, me distraje recorriendo las ca-
lles como si yo fuera un turista; vagué entre edificios
antiguos y me entretuve en el parque viendo cómo los
árboles se mecían al ritmo del viento. Caminé a la úni-
ca librería de la ciudad y repasé varios títulos; ninguno
me llamó la atención hasta que me encontré con un
libro manoseado por muchas manos. La sola sensación
de saber de quiénes eran las manos que habían mano-
seado ese libro me hizo que lo abriera y me sentara a
hojear los primeros capítulos. Estaba metido de lleno
en la historia cuando escuché que una voz me dijo que
ya iban a cerrar.

101
Me levanté y pagué por el libro. Salí de nuevo a
la calle, aún había luz, estaba tranquilo como si nada
malo pudiera ocurrir en aquella ciudad, una tranqui-
lidad detenida en el tiempo. Mientras caminaba, deci-
dí detenerme en una banca y seguir leyendo el libro.
Avancé en la lectura. Me cansé, ya había poca luz, el
día comenzaba a palidecer. Serían quizá las cuatro y
media, o algo así. Me levanté y caminé en dirección a
mi casa, atravesando una calle angosta, custodiada por
casas de adobe pintadas de colores pasteles. Fue en ese
momento que me topé con el tipo ebrio y dio lugar la
persecución que ya he contado antes.
Ahora me encontraba encerrado, con el tipo ebrio
afuera, y otra vez cavilé en llamar a la policía. La impa-
ciencia ganaba terreno. La solución fue irme a la cama
–ya se me ocurrirá algo, pensé–, y como de costumbre:
me puse el pijama y me acosté, pero el calor, el inso-
portable calor no me dejó dormir. Abrí los ojos y vi que
la lámpara de la cocina seguía encendida. Me levanté a
apagarla y aproveché para abrir las ventanas del patio.
Regresé a la cama; quizá para entonces eran las diez u
once de la noche. Imposible sueño. Imposible dormir.
Encendí la lámpara de la habitación y, en silencio, me
dirigí a la puerta.
El tipo seguía acostado en la acera.
Vagué entre el pasillo y la habitación. Tomé el libro
y me senté en el piso, al lado de la cama. Busqué la
última página y la frase saltó sin pedir permiso: «Algún
día este bosque será un bosque inmenso, el sitio donde
cada tarde nos sentaremos a conversar». Me pregunté
qué hacer, si de verdad estaba seguro de hacer lo que
pensaba hacer.

102
Al fin, me dije, el miedo hace a un hombre fuerte.
Cerré el libro y me levanté del piso. Salí al patio y tomé
la escalera, la apoyé contra el muro del vecino y subí.
Al encontrarme de nuevo afuera vi hacia todos la-
dos. Las calles seguían desiertas, pero esta vez a oscuras.
A lo lejos, las luces de la ciudad: un pequeño baño de
luces fundido con el resplandor de la luna. Me dirigí
al jardín. Bordeé la casa y me aseguré de que en la calle
solamente estuviéramos el extraño y yo. Me acerqué.
Él seguía durmiendo en posición fetal. Me arrodillé
y puse las dos manos sobre su cuello. Presioné y no sé
si fueron cinco o diez minutos los que estuve presio-
nando. Sus pies bailaban y el alivio llegó hasta que por
fin dejaron de moverse. Luego puse su cabeza cuida-
dosamente en el piso e imaginé sus últimas palabras,
sus gemidos implorando un poco de misericordia. Me
quedé contemplando su cuerpo; también vi hacia to-
dos lados. Todo seguía en silencio y oscuro.
Levanté un pie y me apoyé de una esquina de la
acera para abrir la puerta. Fue hasta entonces que me
asaltó una culpa, pero me libré de ella cuando exploré
una satisfacción hasta entonces inédita. Sin embargo,
seguía sintiendo miedo, y la necesidad de protegerme
de mí mismo me asaltó de nuevo.
Me dirigí al lavabo, y mientras miraba el chorro en-
tre mis dedos, pensé en la vida de este hombre, si tenía
familia, trabajo, esposa. El argumento del libro se me
estaba confundiendo con la realidad. Lo seguí pensando
mucho después de ese día, cuando empezaron a apare-
cer cadáveres en las calles y la ciudad colonial y aparen-
temente tranquila fue azotada por una ola de violencia.

103
Me quité la camisa, el pantalón y los calcetines. Los
metí a la lavadora y me quedé por un largo rato viendo
cómo daban vueltas dentro de la máquina. Ya no pen-
saba en el nombre del tipo ebrio. Ni siquiera en lo que
dijeran los noticieros. Más tarde me duché y al salir del
baño puse a secar la ropa. También me puse el pijama
que Marta me había comprado dos semanas atrás, en
ocasión de nuestro aniversario de bodas. Luego doblé
las prendas y las ordené con cuidado en el armario. Sin
embargo, algo me recriminaba. Era la primera vez que
hacía algo parecido. Dejé de pensar en ello cuando re-
gresé a la cama y esta vez por fin me dormí. Quizá por
dos o tres horas, no estoy seguro; pero me despertó un
mal sueño o una pesadilla. O tal vez la voz de Marta
en el sueño. Me levanté y recordé que el tipo seguía
afuera. Me dirigí a la sala y tomé el teléfono.
Hay un hombre afuera de mi casa, dije.
¿Cómo?, preguntó la voz al otro lado del teléfono.
Sí, un hombre tirado; escuché unos ruidos y me
desperté. Deben venir.
Colgué y en menos de quince minutos llegó la
policía, seguida de una ambulancia. Me hicieron las
preguntas de rigor; expuse enfáticamente todo lo que
sabía. Que al tipo ebrio lo había visto por primera vez
cuando salió del bar. Y luego, cuando saludó a un hom-
bre en la calle. ¿Y podría describir cómo era el hombre
que lo saludó después del bar?, preguntó uno de los
oficiales. Hice el ademán de no recordarlo todo, y lue-
go contesté: Sí, desde luego; a ver si la memoria no me
falla. Creo que puedo reconocerlo, agregué.
Y como todo hombre de ley, declaré mi versión de
los hechos. A éste nada más lo vi tres veces. Es decir,

104
la primera cuando salió del bar; la segunda cuando se
encontró con Nicky Jam; y la tercera cuando llegó la
policía y abrí la puerta de mi casa en presencia de los
oficiales.
En su curso, como debía ser, la policía hizo sus pes-
quisas con los dueños del bar. Una mujer gorda, de
edad avanzada, contó que a este hombre lo habían
echado del lugar después de insultar a una de las mese-
ras. Pero antes de esto, había estado bebiendo con otro
hombre, al parecer un amigo suyo que llegó una hora
antes de que la víctima se acabara la primera botella de
ron. Empezaron a discutir. La víctima empezó a gritar
y a patear sillas y mesas. ¿Un pleito de faldas? Nunca
se supo. El caso es que los demás clientes lo atajaron,
y entre todos los echaron. Primero a su acompañante
y luego a él.
La muerte del tipo ebrio trajo consigo más críme-
nes. A los días apareció el cadáver del taxista y el de
Nicky Jam, y luego varios cadáveres flotando en las
aguas del Cocibolca. Cada víctima presentaba señales
de tortura; los cuerpos aparecían boca arriba, algunos
sin cabeza, y a veces colgados de algún puente con le-
treros en el cuello.
A veces no dejo de preguntarme si hice bien en ha-
ber informado a la policía el hallazgo del cadáver...
mejor lo hubiera enterrado en este bosque. Las inves-
tigaciones, al menos, habrían tardado más tiempo. Y
quizá nadie reclame por los cadáveres, porque ¿quién
reclamará a un ladrón o violador absuelto por el mis-
mo sistema judicial que yo represento? Nadie. Supon-
go que sería más difícil que encontraran el cadáver de

105
un violador quemado o enterrado en un bosque con
los árboles que tanto le gustaban a Marta.
Con ella, sin embargo, fue algo excepcional.
No fui capaz de enterrarla sino dos días después de
su muerte. Repasé cada momento de nuestra vida jun-
tos, las conversaciones con sus padres. Cada vez que
hablábamos de árboles –su eterna obsesión– me decía
que cuando muriera la sepultara en un lugar poblado
de malinches. No sé si lo decía de broma. Quizá le
gustaban porque le recordaban un sueño de infancia.
Al día de hoy no puedo borrar de mi cabeza la imagen
de ella colgada de las vigas de la casa de sus padres. Fue
un momento terrible, y no puedo olvidar esa imagen y
el llanto de sus padres al encontrarla muerta. Aunque
parezca mentira, la vida sin ella es aburrida, nada de
lo que hago en mi función de juzgador de las acciones
de los demás me hace sentir pleno como la vez que
ocurrió el accidente con el tipo ebrio. Todo me parece
aburrido, triste. Ella nunca mostró indicios de hacerse
daño; y quizás por eso ahora, cuando intento separar
mis muertos de los que aparecieron en el lago, se me
ocurre pensar que algún día este bosque será un bosque
infinito: el sitio donde cada fin de semana me sentaré a
conversar con Marta.

106
TRES
EL DESCENSO

Esta noche es la última noche con ella y por suerte


mañana es sábado, piensa Jorge mientras sube las esca-
leras e imagina todo lo que debe hacer cuando Clara
se haya marchado, cuando ella ya no sea una interrup-
ción en su rutina. Hace tres años no pensaba lo mismo,
hace tres años era ella quien pensaba que Jorge era una
interrupción en su vida, un impedimento para irse a
estudiar a México una maestría en Ciencias Políticas y
luego un doctorado a la Universidad Libre de Berlín;
pero ahora que ha vuelto es ella la que impide que Jor-
ge siga su rutina como ha sido desde la última vez que
se vieron y el drama fue protagonista de una relación
que ya había terminado desde hacía mucho tiempo.
Estoy hablando del tiempo en que Clara quería irse
a estudiar su maestría y no quería ningún compromi-
so. Ni con Jorge ni con nadie. Así se lo hizo saber a su
entonces novio, y él no tuvo más opción que aceptar
sus condiciones, pues le seguía pareciendo una mala
jugada que ella no se quedara con él. Le había prome-
tido volver, y sí, ella había vuelto, pero no de la manera
que él esperaba.

109
Por otro lado, hay que decir que hasta entonces
Clara sólo había vuelto dos veces al país, la primera
cuando su madre sufrió un infarto mientras intentaba
dormir una noche de octubre y la segunda, para ente-
rrar a su padre. Fue en este segundo viaje cuando Clara
aprovechó para decirle a Jorge que no podían seguir
juntos. Al parecer Clara no soportó el peso de su pro-
pio engaño (suena atrevido decirlo), pero todo fue así:
Desde su primer viaje ella estaba segura de no que-
rer nada con Jorge, pero no fue capaz de decirle la ver-
dad. Así que la segunda vez no hubo compasión y le
dijo: debemos terminar, loco. Él, como era de espe-
rarse, preguntó si estaba segura de lo que decía; a lo
que ella, sin prever lo que vendría luego, le confesó
que tenía novio y que se llamaba Andreas, un alemán
que estudiaba con ella en México y con quien, una vez
finalizada la maestría, se marcharía a Alemania.
Esa noche en la habitación de Jorge –segundo piso–,
la misma en la que ha vivido toda su vida, Clara sólo
tenía puesto el calzón y fumaba un Windsor como si
fuera el último cigarro sobre la faz de la tierra; lo con-
templaba y lo cuidaba incluso más que las palabras que
soltaba al momento de decirle a Jorge que no podían
seguir; le explicó además que no se sentía segura de vol-
ver al país y que su inseguridad era más por un asunto
laboral que sentimental. Se quedó en silencio, acaso
pensando en sus padres, en su vida anterior, y en lo
que vendría después. También pensaba en lo que había
ocurrido. Su padre ya estaba muerto y su madre seguía
recibiendo una escuálida pensión de la fábrica de zapa-
tos donde había trabajado por más de doce años, y en
cuanto a su hermano desaparecido, le deprimía la idea

110
de volver al lugar donde ni siquiera sus amigos le eran
ya cercanos. Clara buscaba una nueva vida, y estaba a
punto de consolidarla, aunque años después termina-
ría volviendo a Managua para enterrar a su madre.
Esa noche, tras escuchar las palabras de Clara, Jorge
pensó en retenerla haciéndole una propuesta indecoro-
sa. A diferencia de ella, podríamos decir que él era un
tipo anodino, un hombre de treinta y tres años inten-
tando irse de la casa de sus padres y viajar y tratar de ser
alguien importante en la vida de Clara.
Pasado un rato, en silencio, Jorge reanudó la con-
versación.
Pero dijiste que ibas a volver, comentó, de pie, en
la oscuridad, mientras ella desde la terraza subía una
pierna al barandal y respiraba profundo. Sí, lo sé, loco,
respondió ella, pero la verdad no quiero nada. No con
vos, como ya te dije: no sé si regrese y si regreso, ¿qué
jodido voy a hacer aquí?
Jorge pensó en una respuesta inteligente, pero no
encontró ninguna. Nunca tenía las palabras exactas
para el momento adecuado y cuando las encontraba
era ya muy tarde, como ocurrió esa noche, pues encon-
tró la respuesta exacta cuando Clara ya se había mar-
chado de Nicaragua.
Por un momento Jorge pensó que Clara se estaba
inventando todo. Y podía hacerlo, tenía todos los in-
sumos para hacerlo: estudiaba en la UNAM, tenía un
compañero que se llamaba Andreas y tenía seguridad
de que después se postularía a un doctorado en Ale-
mania. Para entonces ya había hecho un viaje rápido
a Alemania como investigadora externa de un institu-
to donde pasó seis meses y donde conoció a Andreas,

111
quien después se convertiría en su compañero de clase
cuando él se fue a estudiar un semestre a la UNAM.
De modo que esa noche él no supo cómo retenerla,
se hundió en la tristeza y, después de cavilar una res-
puesta inteligente –que no hubo–, dijo algo así como
«podemos seguir cogiendo». Clara se volteó y se puso
a reír. Él agregó: cada quien por su lado, no habrá dra-
ma, lo prometo.
Ella continuaba riéndose, y después de un rato,
cuando el cigarro se había vaciado en sus pulmones, se
asomó a la ventana, cruzó los brazos y desde allí con-
templó la figura de Jorge: acostado, boca arriba, y con
un brazo debajo de su cabeza.
Estás loco, ya te lo dije, respondió ella, riéndose en
un tono totalmente sarcástico. Y luego, de tajo, sin
compasión, sin pensarla dos veces, agregó: a la mier-
da, loco. ¿Para qué querés estar con alguien que no te
quiere?
¿Para qué querés estar con alguien que no te quiere?
Esa fue la pregunta que quedó sonando en su cabeza...
¿Para qué, Jorge? ¿Para que te sigan humillando? ¿Para
sentirte menos? ¿Para sentirte abandonado justo cuan-
do estás con la persona a quien según vos amás?
Las preguntas iban y venían. Se dijo que Clara era
una egoísta, que debía tratarla como a una hijueputa,
pero no podía hacerlo porque en el fondo él la quería.
Y si preguntaba por una oportunidad, aunque fuera de
un modo indirecto, era porque deseaba estar con ella,
acaso de una forma ilusa: casarse, tener hijos, y todas
esas cosas que los padres esperan de uno. Pero para ella
eso no tenía ningún caso. No quería ninguna relación, y
si estaba con Andreas era porque con él había acordado

112
que cada quien hiciera su vida por separado. Ella estaba
enamorada de Andreas y una vez finalizara la maestría,
se iría con él, así que no, no había forma de volver con
Jorge. Aunque en esa relación era Andreas quien duda-
ba si continuar o no con ella. El alemán quería seguir
recorriendo América Latina, pensaba irse por Centro-
américa, recorrer el Caribe centroamericano, liarse con
las comunidades hippies que subían fotos de sus viajes
por las sierras tarahumaras o por las ruinas de Copán o
Machu Picchu. Todo esto, sin embargo, lo sabría Clara
cuando regresara de su tercer viaje a Nicaragua.
Y esa noche, la noche de su segundo viaje, ella se
quedó contemplando la silueta de Jorge en la oscuri-
dad. Él agradeció que estuviera oscuro, sintió un golpe
en el pecho, un golpe que se expandía cada vez más
incluso en su estómago. Sintió que el abdomen se le
encogía. De pronto la primera gota resbalando, como
si nada pasara, como si todo siguiera normal. Clara
se dio cuenta de lo que estaba ocurriendo. Tomó su
teléfono y con el resplandor de la pantalla alumbró la
cama. Pudo darse cuenta. El rostro de Jorge desprendía
un brillo húmedo en medio del reflejo.
Se sentó en la cama y se dejó llevar por el silencio
con que sus pensamientos estaban fundidos. De vez en
cuando soplaba el viento y entraba a la habitación y re-
frescaba el interior, pues hacía un calor de caldera que a
veces el ventilador, en lugar de refrescar, intensificaba,
como si escupiera fuego.
Jorge seguía llorando, ella no debía escucharlo. A
Clara la escena le pareció patética, pues no estaba de
más pensarlo, ella ya lo había advertido: estaba fren-
te a un drama innecesario, algo que podía resolverse

113
respondiendo que sí. ¿Sintió culpa? ¿Remordimiento?
Nada de eso. O tal vez sí cuando se acercó a él y pasó
su mano por la espalda y después se acostó en la misma
posición y rozó con su mano izquierda su rostro. En-
tonces, y sólo entonces, sintió compasión por el mu-
chacho treintañero con quien había tenido su primera
experiencia sexual, por el primer hombre en su vida de
quien de verdad se había enamorado.
Dejó que él terminara de llorar y después, cuando
ya no había ningún resquicio de humedad en su rostro,
lo abrazó por detrás y rozó sus pechos contra la espalda
hasta que todo terminó con un orgasmo que sería re-
cordado como «memorable» por ella.
Pero esa era la segunda vez que se reencontraban.
Y ahora, la tercera vez que vuelven a verse en mu-
cho tiempo, quizá dos años, vale verga, piensa Jorge,
no importa, porque ahora mete su mano debajo de
las sábanas y ubica la entrepierna de ella; recuerda con
precisión todo lo ocurrido durante el segundo viaje de
Clara a Nicaragua. Ya sabemos lo que ocurrió, piensa
Jorge, así que esta vez siente morbo con nada más pen-
sar que está cogiendo con su ex ahora comprometida
con un alemán.
Resbala la lengua por su espalda y le habla al oído, y
es en este momento que podemos decir que los papeles
se han invertido. Parece la escena de una mala película,
pero Jorge sigue pensando que ella ha regresado por él.
Pobre ingenuo, si supiera. Sin embargo, desde hace un
mes y medio no piensa en otra cosa más que escribir su
carta de motivación para postularse a una maestría en
literatura en una universidad gringa, y si es aceptado
ella lo verá con otros ojos, es decir, ella querrá quedarse

114
con él y mandará al carajo al alemán. Entonces ya no
tendrá que seguir escribiendo reseñas de libros y tesis
de estudiantes mediocres de una carrera mediocre.
La vida de Jorge, a diferencia de la de Clara, no ha
sido tan interesante. A él no le han ocurrido cosas im-
portantes, como viajes o becas o asistencias a congresos
literarios. Es un oenegero puro, dedicado a su oficio de
reseñista de libros y autor de tesis universitarias. Siem-
pre ha pensado que Clara no se quedó con él porque
ella no vio una vida de viajes a su lado.
Y para ser más exactos, han pasado nueve días des-
de que ella regresó por tercera vez a Managua y a él
le cuesta creer que todo fue tan de repente. Como si
de pronto algún dios pagano hubiera devuelto lo que
una vez –según él, en su mente loca– le pertenecía.
Pero cuando piensa en que todo fue sin previo aviso, se
refiere a que no esperaba volver a verla, menos en esas
circunstancias.
A lo mejor cree que Clara está arrepentida, al menos
eso pensó cuando se enteró de que ella regresaba por
tercera vez al país. Pero no. La verdad es que regresó
por tercera vez porque la invitaron a dictar un taller
de liderazgo en una comunidad del norte, donde ha
pasado cinco días compartiendo algunas técnicas de
liderazgo comunitario.
De modo que cuando le confirmaron su viaje a Ni-
caragua, no dudó en escribirle a Jorge para decirle que
volvería al terruño y, puesto que no tenía dónde que-
darse, esperaba que él le ofreciera hospedaje.
Ese día, Jorge, un tanto extrañado, leyó varias veces
el mensaje y esperó varias horas para escribir su res-
puesta, la cual fue algo así como: «Vos sabés que aquí

115
tenés un lugar donde quedarte», a lo que Clara respon-
dió después: «Me quedaré nueve días, pasaré cinco en
una comunidad y los demás en Managua, ¿qué hare-
mos durante los días restantes?».
Jorge no respondió de inmediato. Esperó que se
acercara la fecha, tal vez tres o cinco días antes de que
ella pisara suelo nicaragüense.
Fue a buscarla al aeropuerto y la primera noche dur-
mieron juntos. Intentaron guardar el deseo de sentir
sus cuerpos distantes en una cama caliente. Al comien-
zo algo se los impedía. Él estaba contra la pared, dán-
dole la espalda a ella, y ella, en un arrebato de locura
–porque no pudo describirlo de otra manera cuando se
lo contó a Andreas–, le besó la espalda. Jorge se dio la
vuelta y de inmediato se vieron como la primera vez,
compenetrados y sin otra salida que terminar lo que ya
había comenzado.
Esa vez, después de que Jorge le acariciara los pechos,
Clara, sin pensarlo dos veces, le preguntó si tenía con-
dones. Jorge no contestó, se levantó en silencio y fue a
buscar a la gaveta los últimos que quedaban, pues una
semana antes de que ella llegara, se había pasado ence-
rrado varios días con Hilary, una periodista gringa de
Washington que había vivido durante un año en el país.
Regresó a la cama con la impresión de quien está a
punto de coronar.
Después de coger no se volvieron a dirigir la palabra
y al amanecer Clara se fue a San José de Bocay, y no
volvió sino hasta cinco días después.
Fue por ella a la terminal de buses del Mayoreo y,
de camino a la casa, le propuso que fueran a dar una
vuelta por la ciudad. Clara dijo que no tenía ganas, que

116
podía encontrarse a algunos familiares y que por eso
quería ir fuera de Managua; mejor vamos a la playa,
salgamos de aquí, ojalá podamos salir, dijo.
Puesto que Jorge no tenía nada que lo retuviera,
además, desde hacía varios meses estaba enfocado en
un proyecto mucho más productivo que escribir y co-
rregir tesis mediocres de estudiantes mediocres de una
universidad mediocre, aceptó la propuesta de Clara.
Esa misma mañana metieron en dos mochilas ropa
y cosas prácticas que fueran a necesitar durante los
siguientes cuatro días en la playa. Salieron a eso del
mediodía rumbo al Roberto Huembes, más tarde to-
maron el bus y llegaron a San Juan del Sur a eso de las
cuatro y media.
Los días en San Juan del Sur no tienen mucha im-
portancia, pero huelga decir que no salieron de la ha-
bitación del hotel durante los primeros tres días, y sólo
al cuarto día caminaron por la playa y se sentaron a
escudriñar el atardecer. De pronto se vieron frente a
frente rememorando lo sucedido. Evaluaron todas las
veces que habían tenido sexo. Fue Clara quien los cla-
sificó. Para ella el último había sido el mejor. Me diste
como si no hubiera mañana, dijo luego, apoyada con
sus codos en la arena.
Se quedaron tirados en la playa hasta que el cielo
quedó completamente oscuro, y fue hasta ese momen-
to que se pusieron a repasar qué había sido de sus vi-
das. Jorge no soltó los nombres de sus amantes, Clara,
en cambio, enfatizó que después de él sólo había esta-
do con Andreas. No hay nadie más en mi vida, sólo
Andreas, insistió.

117
Más tarde él se preguntó por qué no le contó los
detalles de sus aventuras así como ella había contado
todo sobre Andreas. Por algún momento pensó en
contarle de Matías, su hijo de dos años producto de
una relación con una abogada dedicada a la docencia, y
que llevaba año y medio escribiendo una novela y que
esa era la razón de que le urgiera escribir su carta de
motivación para que por fin alguna universidad grin-
ga lo aceptara. También esa era la razón de que todo
terminara al día siguiente, porque al fin se sentaría a
escribir y corregir los primeros párrafos de su carta, y
seguir escribiendo su libro, su novela, su gran novela.
Su vida de negro literario de estudiantes universita-
rios le aburría, y no sólo eso: lo ahogaba en la más puta
de las desgracias, pues no tenía cómo pagar la pen-
sión alimenticia de Matías. Las tesis versaban sobre las
obras de Carlos Martínez Rivas y Ernesto Cardenal,
o el simbolismo en la obra de Darío, o la resignación
en la Generación del Desasosiego. Su intención, sin
embargo, era dedicarse a escribir su libro, pues la ne-
cesidad de escribir, le había dicho una vez a Clara, me
carcome: es una obsesión permanente, una necesidad
que me ronda desde la infancia. Todos sus amigos se
habían marchado, algunos estudiaban en universida-
des extranjeras, otros simplemente se habían ido en
busca de un mejor empleo lejos de las fronteras de Ni-
caragua, y él seguía siendo el hijo mimado y abnegado
que se resistía a irse de casa.

Regresan a Managua hoy viernes, y puesto que maña-


na es sábado, Jorge sigue pensando en Clara y en cómo

118
será la despedida. Clara sigue boca abajo, sin dirigirle
la palabra. Él está sentado contra la pared, en la misma
posición que Clara estuvo la vez anterior. De pronto se
ve allí, inútil, sin hacer nada, por un momento pensó
que iban a coger, pero lo cierto es que la última vez
fue en San Juan del Sur, y para Clara ya todo terminó;
no quiere saber nada; sólo espera a que amanezca y así
agarrar sus maletas e irse en busca de un taxi. Sin em-
bargo, Jorge prepara en su imaginación la despedida,
«debe ser una despedida solemne», piensa con esmera-
do énfasis; se le ocurren varios escenarios: él se levanta
temprano –el vuelo de Clara sale a las dos de la tarde–
y prepara el desayuno, el último desayuno con Clara,
y después de desayunar baja las maletas del segundo
piso, atraviesa la sala, llama a un taxi y la despide en
la puerta; le dice adiós y agrega algo como ojalá volva-
mos a vernos, entonces ella comienza a llorar y le pide
que vaya a Berlín, que puede quedarse en su casa, pero
luego desiste y descarta este escenario, pues le parece
completamente ridículo.
Por un momento deja de pensar, pues estando allí,
sin hacer nada, lo hace sentir estúpido, así que se le-
vanta y da un rodeo por el cuarto, se queda en una
esquina de la habitación, luego sale al balcón y pien-
sa en otro escenario, «uno menos patético», piensa: Él
la acompaña hasta el aeropuerto y espera a que Clara
haga el check in en el mostrador de la aerolínea; mien-
tras tanto, él la espera del otro lado, sentado en una
mesa y con un café, se queda pensativo viendo el color
del café... entonces llega Clara, y ella le pregunta en
qué piensa. Él le responde que en nada, y ella insiste
en saber qué está pensando, pero la verdad es que él
nunca ha compartido sus pensamientos con ella, y si
119
los cuenta, sería una enumeración de mentiras o ver-
dades a medias. Nunca lo hace, no lo hará esta vez, y
si lo hiciera, sería como entregar su única defensa. En-
tonces están en una cafetería del aeropuerto, la invita
a sentarse; le pregunta si quiere algo, ella dice que no;
argumenta que tomar café antes de viajar la pone más
ansiosa, entonces él recuerda su primer viaje juntos a
Corn Island y la ansiedad que ella pasó antes de abor-
dar el avión y también recuerda la vez que se perdió en
un concierto de Milly Majuc y la encontró dos horas
después llorando en la acera de un edificio en la Carre-
tera a Masaya.
Se convence de que todos los escenarios suceden
en situaciones ingenuas; ninguno le parece el más ade-
cuado, así que se concentra en retomar lo que estaba
intentando, se regresa donde ella y le acaricia la espal-
da, al tiempo que busca con su mano los pequeños
pechos temblorosos, y se mete bajo las sábanas. Esta
vez nadie pregunta por los condones, además, pien-
sa Jorge, sería abandonar todo ahora. Así que le recita
versos, y a Clara esto le parece patético, pero no le dice
nada porque su concentración está en llegar al primer
orgasmo. Ella juraba que no volvería a acostarse con
él, y ahora que viene, que llega el último orgasmo con
Jorge, borra todo pensamiento negativo y se concentra
en su silencio, en las palabras lejanas de su amante que
vienen como una estampida de potros salvajes a estre-
llarse contra el abismo.
Cuando por fin lo logra, avienta a Jorge contra la
pared, le pide que no termine dentro y le interrumpe
su coito; un coito frustrado. ¿Te viniste?, le pregunta
asustada. No, dice él. Ella se levanta, y Jorge permane-

120
ce sentado contra el respaldar de la cama. Clara entra
al baño y no sale de allí, lleva más de quince minutos;
pasa media hora. Entonces él se levanta, se viste y baja
al primer piso. Sale al patio, y se queda sentado en una
hamaca con la mente en blanco; a ratos escucha los
ronquidos de su padre que duerme con su madre en el
cuarto contiguo de la primera planta, y a quienes no ha
visto en varios días.
Cuando son más de las once, siente las picaduras de
los mosquitos, se levanta, sube las gradas y piensa: por
suerte mañana es sábado y esta noche es la última no-
che con ella, entonces voy a tener tiempo para trabajar
en mi novela y en la carta de motivación.
Va subiendo los escalones con cuidado, no quiere
hacer ruido, abre la puerta de la habitación, se mete a
la cama, intenta abrazar a Clara, pero ella lo rechaza.
En realidad no lo rechaza, ella está durmiendo pro-
fundamente y él sigue pensando en cómo será mañana
cuando amanezca y tenga que verla a la cara.
Amanece y Clara es la primera en levantarse; él si-
gue dormido, intenta despertarlo, él pregunta qué hora
es. Clara responde que las siete y le propone que siga
durmiendo, Jorge ni siquiera se inmuta y se da media
vuelta. Clara baja su maleta y atraviesa el porche. Re-
gresa a la habitación, piensa en levantarlo, pero al final
desiste. La verdad es que no quiere ninguna despedida
y agradece que Jorge siga dormido; así podrá cerrar la
puerta y caminar por el andén en busca de un taxi.
Durante el camino sonríe y no deja de pensar en
Jorge. Ahora es en él en quien piensa y sigue pensando
en él incluso después de abordar el avión.

121
En cuanto a Jorge, se levanta después de las dos,
enciende su computadora y encuentra varios mensa-
jes de estudiantes que le solicitan escribir un artículo
sobre Walter Benjamin. Lo mismo de siempre, piensa
entonces. Cierra el correo y abre el archivo de Word
de la carta de motivación, escribe algo, lo borra, luego
abre el archivo de su libro, tampoco es capaz de escribir
siquiera una sola palabra.
No le gusta nada de lo que ha escrito, elimina el ar-
chivo, la carta, y se levanta en busca de un libro. Es un
libro de poemas. ¿Por qué poesía? Porque tiene la cos-
tumbre de leer un poema cada mañana, y, ahora, en lu-
gar de avanzar en su novela, se le atraviesan por la cabeza
varios versos. Desde hace rato que le vienen sonando en
la cabeza, la prosa se torna verso, las palabras eligen su
camino y entonces, en lugar de convertirse en negro li-
terario de su personaje, calibra las emociones a través de
las palabras que saltan sobre la pantalla: Estoy viejo, me
pesan los años y mis botas ya no soportan tanta juventud.
Los lee de nuevo, y entonces borra, reescribe y vuel-
ve a escribir sobre los primeros versos: Mi juventud pesa
como pesan los años en los libros de Historia. Tampoco
le gusta. Agarra el libro de Nietzsche, Así habló Zara-
tustra, que hace una semana empezó a leer, y están allí,
las palabras que definen mejor su estado. Lee a golpe
de emoción. Ahora la imagen de Clara quemándole
el pecho. Recupera los archivos de Word de la pape-
lera y los relee, pero no saldrá nada; además, es muy
tarde, pues en cinco horas vence el plazo para subir su
postulación y es una lástima: este año tendría que ser
el año de su maestría en Estados Unidos, pero deci-
de que es mejor quedarse en casa, buscarse un trabajo

122
decente y mantener a su hijo, pues no hay otra cosa
más importante que su hijo. ¿Y su libro? ¿Y los viajes?
Algún día habrá tiempo para eso, piensa, ya un tanto
resignado, por no decir invadido por un vacío abismal
y la autoflagelación por dejar a última hora su postula-
ción; en lugar de haberse ido con Clara debió quedarse
revisando y escribiendo su carta de motivación. Ya no
hay tiempo extra que valga. Por ahora debe enfocarse
en las solicitudes de los estudiantes mediocres que le
piden que escriba un artículo académico, debe entre-
garlo a primera hora del lunes, y puesto que es sábado,
lo mejor será que comience ahora mismo a redactar las
primeras líneas, al menos servirá para algo, al menos
para aflojar la mano, al menos para convencerse de que
«la verdadera vida» parece estar lejos de casa.

123
PERSONAJES SECUNDARIOS

En nuestro taller de teatro nos inventamos personajes,


y deben pensar, explica el maestro, en el drama que
más les haya impactado, recuerden que se trata de una
obra de ficción. Como todo viejo lobo de las tablas, el
maestro Vorobiov tiene la obsesión de hacernos ensa-
yar por más de tres horas, a veces nos grita hay fuego
en el piso y se están quemando, actúen como si se les
quemaran los pies. ¡Cuidado!, advierte, hace sonar su
bastón contra las tablas, y nos anuncia que hay una
serpiente, viene hacia ustedes, no es una, aclara, ¡son
tres! Ahora viene la lluvia, corran, deben guarecerse,
uno de ustedes lleva prisa porque carga bajo el brazo
unos documentos, son documentos importantes y está
lloviendo fuerte.
Todos corremos como locos por la sala, y eso es lo
que más le divierte al viejo Vorobiov, quien es profesor
de teatro de esta escuela desde hace más de quince años.
Aplica el método Stanislavski y dice que todo consis-
te en hacernos actuar como si de verdad estuviéramos
viviendo la vida dentro de una obra de ficción. Es un
viejo muy simpático y a su vida basta agregar que es

125
un viejo que vive en un cuarto de la Colonia Centroa-
mérica; llegó al país en la década de los ochenta, en los
tiempos de la Nicaragua revolucionaria, como parte de
las brigadas culturales provenientes de Rusia y Cuba,
y se quedó después de perder sus documentos migra-
torios, por lo que a veces le hacemos bromas: Oiga,
Vorobiov, ¿y su pasaporte? ¿Dónde quedó su pasaporte
ruso? ¿Todavía sigue siendo rojo? El viejo sonríe jovial
y un mapa de arrugas se expande en su rostro.
Si no fuera por él, la escuela de teatro Pilar Aguirre
ya hubiera cerrado, son muchos los que venimos aquí
con la ilusión de convertirnos en actores. Hay quienes
no soportan las críticas del viejo Vorobiov, y pocos lle-
gan a segundo año, en realidad son pocos los que pasan
primero, porque si no tenés talento, Vorobiov no tiene
compasión: No servís, al carajo, fuera de aquí.
Y fue así que una tarde conté por primera vez la
historia de mi personaje; Vorobiov nos sometió al ejer-
cicio de reconstruir un hecho, algo que haya sucedido
en la vida real. Recuerden que este ejercicio nos va a
adentrar a un personaje, a un drama o relato. No dejen
de pensar en los detalles, pueden contarla de la forma
que quieran, el escenario es de ustedes, instruyó el vie-
jo, obligándonos a pasar a todos al centro del salón.
Su pelo entrecano y sus labios rojos y reventados dan
incluso miedo, y al recordarlo, me ahogo en la ansiedad,
pues me sudan las manos, me tiemblan los pies, como
ese sábado, cuando caminé y me quedé frente al resto
de mis compañeros y Vorobiov se paró detrás de mí.
¡Marta!, grité, ese es el nombre de mi personaje.
¿Así se llama?, preguntó Vorobiov. A ver, contanos
qué hay allí en tu cabeza hueca, dijo el viejo susurrán-

126
dome al oído, y cerré los ojos, desplazándome por el
escenario, recordando lo que Marta intentaba contar-
me varias semanas atrás, después de que ella regresara
de la casa de sus padres. Yo escuchaba con la esperanza
de que no se me perdiera ningún dato; la dejé hablar y
no quise al final preguntarle sobre Amelia, o Amelio,
en fin, el caso es que el relato de Marta comenzaba una
mañana, aquella mañana, dijo ella, me sentía cansada
y le dije a Fidel que no quería salir de la cama, así que
nos quedamos acostados y puesto que era domingo,
pasamos el resto del día viendo televisión. Vimos varias
películas, no manejo todos los títulos; entonces, tal y
como hacía cada que mirábamos una película, ocurrió
lo que ya estaba previsto que ocurriera: me quedé dor-
mida. No sé qué fue lo que me despertó; ya era medio-
día, puesto que el sol comenzaba a calentar el interior
de la habitación. El calor se hacía más espeso y estaba
sacándome las cobijas cuando escuché que Fidel dijo
algo: «La gente prefiere ver una pantalla a contemplar
los atardeceres». ¿Perdón?, dije yo, y me saqué el resto
de las sábanas y me senté de espalda a él. Intenté re-
cordar lo que acababa de decir y observé a través del
espejo que estaba limpiando algo.
¿No me entendiste?, preguntó él con voz penetrante.
¿Ah?, musité, y me amarré el pelo; él volvió a decir la
gente prefiere ver una pantalla en lugar de atardeceres.
Entonces me volteé, lo vi a los ojos, y cuando dirigí
la mirada a sus manos, me di cuenta de que estaba lim-
piando la pistola que él guardaba debajo de la cama.
Hacía mucho que no limpiaba el arma, en realidad
nunca lo había visto hacer tal cosa, pues cuando lo ha-
cía, sólo me lo comentaba y aunque llevaba tiempo

127
sin disparar un arma, esa vez lo vi convencido de que
quería matar a alguien.
Acostate, me dijo, no tenés por qué levantarte.
No tengo sueño, dije, y él, clavándome los ojos, me
hizo callarme sin que yo tuviera la oportunidad de dar
más alegatos.
No supe qué decirle, la piel se me empezó a erizar.
¿Qué estás haciendo?, pregunté confundida.
Él me volvió a dirigir una mirada de odio, y después
se echó una carcajada que se oyó hasta el fondo de la
cocina. Además de reírse, no respondió nada, y me vio
con furia a través del espejo; me preguntó si estaba ner-
viosa. Le respondí que no me sentía nerviosa, que por
qué debía sentirme nerviosa. Habrase visto, no jodás,
que un cabrón me diga esas cosas. Pero la verdad sí lo
estaba. No nerviosa, ¡estaba cagada de miedo! ¡Me ori-
naba debajo de las sábanas!
No sé por qué estaba con aquel loco, no sé cómo
me fui a enamorar de él. Y lo que son las cosas, esta es
una historia que trata de dos locos. El caso es que no
sé por qué Fidel me dijo que ya sabía todo, que no era
necesario que se lo ocultara, que me había seguido a
todos lados y que tenía intervenido mi teléfono celular.
Se me heló la sangre.
¿Qué sabés, Fidel?, le pregunté en tono desafiante.
¿Qué es todo? Hablá.
Pues todo lo que vos no querés contarme, ya sé que
no te fuiste a casa de tus padres, ya sé que no pasaste las
vacaciones con ellos, sino con un tal Amelio.
Amelia, dije atajando su respuesta para que no si-
guiera con sus suposiciones.

128
No, querida, eso no es cierto, pues tu teléfono dice
–me dio un beso en la mejilla, cosa que me descon-
certó todavía más, y después reanudó su comentario–
Amelio. Y tengo aquí todos los informes, así que no te
hagás la tonta.
Me levanté y le dije no, esperá, a ver –él extendió la
mano izquierda, y se llevó los dedos de la mano dere-
cha haciendo el ademán de callarme. Me dijo que no
hablara, que me volviera a acostar. Le obedecí, ¿qué
jodido iba a hacer yo con aquel loco en casa?
Contámelo todo, dijo luego: no te va a pasar nada.
¿Por qué debería pasarme algo?, pregunté, un poco
asustada.
¿Qué sucedió esa semana que no estuviste con tus
padres?
Nada, respondí, pero después de un momento pre-
ferí contarle la verdad, pues Amelia era ahora Amelio.
Fidel tenía razón.
En aquel entonces yo no quería saber nada de él, y
sucedió que en lugar de tocar a la puerta de mis padres
toqué a la de Amelia y no estoy segura si Fidel llegó a
conocerla ya que cuando nos conocimos yo vivía con
Amelia, pero él nunca entró a la casa porque ella y yo
habíamos pactado no llevar a nadie a la pieza. Aunque
aquí miento, porque la verdad Fidel llegó un par de
veces a casa, sobre todo cuando Amelia estaba fuera de
la ciudad. Fue en esa pieza donde Fidel y yo tuvimos
sexo por primera vez.
Amelia me recibió en calzones. Me dijo que me es-
taba esperando. Eso fue lo que más me extrañó.
¿Cómo sabías que venía?

129
Pues me dije que algún día regresarías, pasá, no te
hagás la boba. Además, seguro tu marido ni siquiera
sabe que estás aquí. ¿O sí? ¿Querés que le llame para
que venga a buscarte?
Me quedé callada. Ahora ya estaba metida en un
enredo.
Entré y la casa estaba más desordenada que de cos-
tumbre. Para entonces muchas cosas estaban pasando
en la vida de Amelia. Me dijo que estaba trabajando
en un performance. Le conté mi situación con Fidel, le
dije que las cosas no andaban bien, ella me abrazó y me
besó. Me dijo que podía quedarme con ella. Que esa
también era mi casa.
Y a decir verdad no me costó acostumbrarme. Aquel
cuartucho había sido el reducto final de nuestras vidas
de adolescentes.
Esa noche Amelia me ofreció un trago de ron.
Después de varios tragos le dije que estaba en pro-
blemas.
¿Qué tipo de problemas?
Es Fidel, dije, se está volviendo loco o eso es lo que
dicen mis papás.
Pero si ese está loco desde antes de que lo conocie-
ras, dijo Amelia, dando un trago a pico de botella. Se
levantó de la mesa y se metió a su cuarto.
Y es que mi vida con Fidel –le expliqué a Amelia
desde la sala– ha comenzado a joderse. Yo sabía que
tarde o temprano iba a despertarme con un hombre
hecho una furia. Me casé con él muy joven, nos fuimos
a vivir a una comunidad de Río San Juan, pues el go-
bierno le había ofrecido un puesto de fiscal, y la verdad

130
es que al principio fue como vivir en el paraíso, pero
varios meses después, Fidel y yo nos sumergimos en
una burbuja de intrigas, pues los lugareños nos ame-
nazaban de muerte y él, que se hacía el valiente, decía
que esperaba ver eso, y así fue una tarde, después de
que yo regresara de dar un paseo –el pueblo se recorría
en cinco minutos, apenas de una calle, pero yo daba
vueltas y vueltas por el mismo lugar para hacerme la
idea de que vivía en un lugar grande– y encontré un
conejo degollado en la entrada de la casa. Corrí a lla-
mar a Fidel; él estaba en el fondo de la casa, pues la
misma casa era la oficina, y le pregunté si ya sabía lo
que estaba en la entrada. No, respondió él, y se levantó
de inmediato y caminamos a la puerta. Al llegar ya no
había nada, y entonces me vio a los ojos y me preguntó
si estaba jugando. Te juro que no, respondí, y comencé
a llorar, y así siguieron ocurriendo cosas, hasta que una
vez, por fin, el propio Fidel encontró no un conejo
degollado, sino varios pájaros muertos en la entrada de
la casa. Fidel se enojó, y corrió a buscar la pistola que
guardaba con recelo debajo de la cama. Hizo varios
disparos al aire, y varias familias salieron a la calle, y
después de que Fidel disparara al aire, gritó que a quien
se metiera con él –o con nosotros– se lo llevaría la puta
que lo parió.
El enojo de los lugareños no se hizo esperar. Vino
un grupo de gente armada hasta los dientes de cuchi-
llos y machetes. No nos hicieron nada, lo que ocurrió
es que a los días nos fuimos de ese lugar ya que alguien
había puesto la denuncia al distrito de San Carlos.
Esa noche, sin embargo, no dormimos. Fidel quería
matarlos a todos. Pero se contuvo. No sé qué milagro

131
fue ese. No sé por qué no me di cuenta a tiempo. Un
tipo loco cuya adolescencia había transcurrido en las
montañas de San Juan del Río Coco, como miembro
del Servicio Militar.
Nos volvieron a trasladar a Granada, en una casa
que está frente al lago Cocibolca. Pero el traslado fue
un premio, pues lo ascendieron, no sé cómo, a Juez de
lo Penal.
La cosa comenzó a tensarse cuando mis padres pre-
guntaban por él y yo les decía que Fidel estaba traba-
jando, y otra vez la cantaleta de que Fidel era un loco,
un desquiciado, un traumado de guerra.
Cada que regresaba de la casa de papá, Fidel me
reclamaba que por qué lo dejaba tanto tiempo solo,
pero la verdad es que yo prefería dejarlo en casa por-
que ya no me apetecía estar con él; sin embargo, no
encontraba la forma de decírselo. Una vez –y esto fue
lo más terrible–, nos pusimos a ver una película y de
pronto sentí el filo de una navaja en mi yugular. Si no
me contás una historia, no salís viva de aquí. Si gritás,
me dijo esa vez, te corto el cuello. Me quedé atónita, y
después él empezó a reír y me dijo que era una broma.
Estúpido, le grité.
No me gustan tus bromas, le dije más tarde, un
poco más calmada, pero él siguió riéndose y me besó
la frente. Esa noche no pude dormir. Sabía que estaba
loco, pero en el fondo yo sabía que era una broma.
Después descubrí que la navaja era de plástico, no real,
y me había asustado, según él, para que no me durmie-
ra durante la película, pues, como ya dije, siempre me
duermo en las películas.

132
Decidí alejarme un rato de él, después de tantas lo-
curas, me fui a casa de mis papás.

Por un momento me paralicé, sobre todo cuando sentí


la mano pesada de Vorobiov. Abrí los ojos; todos en
la sala escuchaban con atención. Vorobiov preguntó si
eso era todo, no, falta, respondí, sólo quería saber si
iba bien. Claro que vas bien, pero no debés detener-
te, carajo, estamos en una puesta en escena, senten-
ció, con sus erres atropelladas por su singular acento.
Caminé hacia una esquina; me volví a concentrar en
las palabras de Marta, el momento en que me contaba
que había sido un error haberse ido al apartamento de
Amelia. Esa noche, dijo Marta, dormimos en la misma
cama. A la mañana siguiente me levanté y fui a buscar
mis cosas, quería irme. Pero cuando estaba por salir,
escuché la voz de Amelia, me dijo que era hora de que
yo la escuchara a ella.
Me contó lo de su performance, y que debía hacer
algo que pareciera real. No entiendo, le dije, ¿de qué
estás hablando? Se echó a reír como una loca, y por pri-
mera vez sentí más miedo de lo que sentía viviendo con
Fidel. Me dijo que estaba haciendo una investigación.
¿Qué tipo de investigación?, le pregunté.
Se llama «Personajes secundarios». Personajes que
fueron parte de una historia concreta.
Amelia siguió hablando y después, no sé cómo,
saltó a otro tema, ahora el cine. Tenemos un club de
cine. Tenemos quiénes, pregunté yo. Vos y yo, dijo ella,
riéndose a la sordina. Siguió hablando al golpe de la

133
emoción. Después de explicarme en qué consistía el
club de cine, me pidió que me quedara. Entonces no sé
cómo, terminamos viendo una película tras otra. To-
das, desde luego, aburridas, y se lo dije bostezando. No
había terminado de decir que me parecía aburridísima
cuando sentí una presión en mi cuello. Amelia empezó
a reír a grito partido. Yo me cagué de miedo, no jodás.
Así es como te despierta tu marido, dijo ella, rién-
dose todavía.
Sí, le respondí, pero con una navaja de plástico, dije,
intentando no moverme para que no me hiriera.
Esta también es de plástico, aclaró, y también te
puede cortar, no seás imbécil.
Intenté levantarme de la silla. Quise gritar. Pero
Amelia me lo advirtió. Me dijo que me callara, que si
no, me haría lo que Fidel no me había hecho. No sabía
qué hacer. Quería correr y llamar a Fidel, pero si lo
llamaba sabía que podía hacerme algo porque entonces
se daría cuenta de que no estaba en casa de mis papás.
Llegué a pensar que Fidel podía estar muy loco, pero
nunca haría tal cosa. Jamás me hizo daño. Que intentó
hacerme daño, eso sí. No sé cuál es la diferencia. Pero
el asunto es que después de sentir una presión en mi
cuello, le dije a Amelia que me dejara ir al baño. Me
levanté, y me escurrí por el pasillo y corrí a encerrarme
en el cuarto. Amelia me decía que saliera, que nada
malo me sucedería. No jodás, le grité, si tenés un cu-
chillo en tus manos.
Ya te dije que es de plástico, me respondió.
Pero es lo mismo, me vas a hacer daño, dije.
No recuerdo cuánto tiempo pasé encerrada. ¿Ha-
brán sido siete horas? Quién sabe. No sabía qué hacer.

134
Me había dormido, dormía profundamente. Estaba
cansada de llorar, y cuando daba vueltas en las sábanas
escuché que pateaban la puerta. Era Amelia. Estás loca,
estás loca, le grité. Hasta el día siguiente, cuando el sol
ya empezaba a despuntar y la habitación calentaba, me
decidí a salir. Agarré valor. Abrí la puerta y atravesé la
sala corriendo, y de pronto la voz de Amelia detrás de
mí me pedía perdón.
En la calle busqué un taxi. Llegué a casa de mis padres
llorando, me preguntaron qué había pasado. No les dije
nada. Asumieron que mi estado se debía al maltrato de
Fidel. El resto de la Semana Santa pasé con ellos y les
dije que no quería regresar, pero a los días, después de
superar todo y perder contacto con Amelia, llamé a Fi-
del para que fuera por mí a la casa de mis padres. Ellos
supusieron que Fidel era el culpable de que yo hubiera
llegado llorando, activaron las alarmas del loco y por
ello Fidel se dio a la tarea de investigar todo y unos días
después amanecimos como si nada hubiera ocurrido,
pero mis miedos aumentaron cuando aquel domingo
en la mañana lo encontré limpiando el revólver.
Me dijo que nada malo me sucedería; que no dejaría
que una loca como Amelia se me cruzara en el camino.
Me quedé tumbada en la cama, mientras él limpiaba el
arma y apuntaba hacia el espejo; luego hacia el techo,
las ventanas, la puerta.
Finalmente guardó el arma debajo de la cama. No
volvimos a tocar el tema. Nunca más me volvió a hacer
esas bromas pesadas, pero una vez busqué el arma y no
estaba en el lugar donde él acostumbraba guardarla.
Pensé que la había cambiado de lugar, busqué en toda

135
la casa, pero nada. Quién sabe, me dije. Quién sabe a
dónde la habrá guardado.
Varios días después apareció el cadáver de Amelia
colgado de un árbol. La escena me pareció horrorosa.
Los medios no tuvieron reparos en pasar las imágenes
íntegras. Cuando la vi tuve ganas de vomitar. Fidel lle-
gó cuando transmitían la escena en la televisión, en el
preciso momento en que un bombero bajaba el cadá-
ver del árbol. No hice ninguna pregunta, ni siquiera
intenté leer los detalles de su muerte. Desde entonces
no dejo de pensar en la imagen de Amelia y en mis
chillidos implorando que me dejara salir.

Cuando terminé de contar mi relato, Vorobiov dio va-


rias vueltas por el salón, les preguntó a los demás: ¿qué
les pareció el relato?, uno de ellos dijo que hacía falta
algo, ajá, dijo Vorobiov, claro que falta algo, ¿dónde
quedamos nosotros? No entiendo, dije, claro que lo en-
tendés, replicó, furioso, pues la historia debe seguir, sos
Sherezada, no saldrás de aquí viva hasta que no consi-
gás un final donde aparezcamos nosotros, y claro, no se
me ocurrió nada mejor que decirles que después de que
Marta me contara su historia, ella se suicidó colgándo-
se de las vigas de la casa de sus padres. ¿Cómo ocurrió
eso? Pues de la siguiente manera. Según yo, Marta me
buscó para que su marido no la encontrara, pues temía
por su vida, por la de sus padres. Marta soñaba con la
muerte. Me decía que no quería seguir viviendo, que
soñaba con la muerte, pero no con la suya, sino con la
de Amelia, que en sus sueños alguien le revelaba cómo
es que había sido asesinada la pobre Amelia. Con eso

136
que Marta me contó no hice sino traumarme por la
visita que ahora tenía en casa. A los días me narró con
lujo y detalles cómo es que había muerto Amelia. Me
quedé impávida. Varios días después, Marta fue encon-
trada en la misma posición y en las mismas condicio-
nes que encontraron a Amelia. Tras conocer su deceso,
comencé a procesar en mi imaginación todo lo que ella
me había contado. No me fue posible pasar la página
fácilmente. Todos los días me levantaba viendo el ros-
tro de Amelia, a quien ni siquiera conocí, imaginando
también los últimos momentos de Marta.
Y sólo cuando conté esta historia en la clase de tea-
tro, sentí que el peso ya no era mío, sino de todos, a lo
que Vorobiov, un poco satisfecho, comentó que todo
estaba tamizado por la realidad; sin embargo, cuan-
do trataba de sentarme, argumenté que dentro de la
historia yo era nada más la intérprete de Marta, pero
Vorobiov, en un tono amenazante, y haciendo sonar
su bastón contra las tablas, me dijo que no: vos sos
Marta, ahora todos sabemos qué hiciste antes de mo-
rir, y quién mató a Amelia Ramos y por qué Fidel, tu
marido demente, te amenazó aquella mañana después
de que vieran varias películas cuyos títulos no podés
recordar.

137
OFELIA

Voy a hablar de la mujer con la que compartí por algún


tiempo mi cama, de la mujer que se presentó como
Valeria cuando ese no era su verdadero nombre; pero
antes permítanme advertirles que a veces pienso que
tampoco su historia fue la historia que me contó, que
nunca existió; y si no se llamaba Valeria, de lo que sí
estoy seguro es que se llamaba Ofelia y que por mucho
tiempo fue la mujer que yo estuve buscando y que por
esos azares de la vida, me la encontré en el lugar menos
esperado.
La conocí en un tugurio de mala muerte, cuando
un amigo mexicano de padre nicaragüense –y a quien
pondremos de nombre Rubén, aunque ese tampoco
era su verdadero nombre– vino a Managua para mon-
tar un bar hippie en lo que antes había sido la casa
de su abuela en León. Típico extranjero que regresa
al terruño de sus padres y se siente como en casa para
adentrarse en los bienes familiares y por fin sentirse en
su verdadera patria. El caso de Rubén es nada más un
ejemplo; se trataba del regreso de un abogado sin tra-
bajo, egresado de una universidad de garaje de Ciudad

139
de México y con las mejores intenciones de rehacer su
vida. Siempre vivió como si cada día fuera el último
instante de su vida, y en esta historia, como cualquier
personaje secundario que termina convirtiéndose en
testigo de la vida de los otros, entra y desaparece cuan-
do tiene que desaparecer.
Como no teníamos dinero suficiente, decidimos ir a
un club nocturno de los que están en Carretera Norte,
donde la vida no vale nada, donde las mujeres de la zona
–según Rubén– «te ofrecen los tres platos por el precio
de uno». Bajamos del carro medio ebrios, pues la coca
empezaba a hacer efecto. El local estaba vacío, de modo
que Rubén y yo éramos los únicos visitantes. En el tubo
bailaba una mujer morena, de ojos hundidos, pelo negro
y con una marcada cicatriz en el labio superior. ¿Dónde
he visto este rostro?, me pregunté más tarde, cuando
el mesero nos sirvió la primera ronda. Yo recordaba la
cicatriz, pero no tenía precisión de dónde. Le dije a Ru-
bén que me parecía conocida, y como estábamos solos y
la chica no estaba nada mal, Rubén la invitó a la mesa.
Fue así que, después de terminada su intervención, nos
hizo señas con la mano de que la esperáramos, a lo que
nosotros correspondimos emocionados. Se sentó al lado
de Rubén, todavía acomodándose el brasier. Dijo que
debíamos pagar por adelantado, por lo que hubo que
pagar tres cervezas más y de inmediato nos preguntó de
dónde éramos y por qué estábamos en aquel lugar tan
horripilante. No parecen ser de este lado, dijo, ¿a qué te
referís con de este lado?, preguntó Rubén. Quiero decir
que nunca los he visto por aquí. Y tienen pinta de no
ser de aquí, de no frecuentar estos lugares, parecen más
bien estudiantes, hijos de papi. Rubén y yo nos reímos,

140
y ella se empinó la botella de cerveza. Quizá tenía razón,
tal vez no. La verdad es que yo conocía muy bien el
ambiente de aquellos lugares –en ese tiempo yo era un
visitante consuetudinario de bares de mala muerte–, y
aunque tenía tiempo de no visitar el Dragón de Oro, la
chica me pareció familiar y a la vez desconocida. Es de-
cir, no la había visto antes en este tugurio, y a la vez no
dejaba de parecerme familiar. Y el Dragón de Oro tenía
el mismo ambiente que cualquiera de los bares de mala
muerte de la zona norte de la ciudad. Preservaba el mis-
mo olor a creolina, y la impresión de que el interior no
era sino el escenario perfecto de una película de ficheras
mexicanas o el set de una de las películas de Lola la trai-
lera. Rubén –como era costumbre suya– se presentó pri-
mero, y sin dar tantos rodeos –«porque los rodeos son
para los vaqueros», decía– le propuso a la chica que nos
acompañara a mi casa. Ella se negó aduciendo que no
le estaba permitido, que el bar le prohibía irse con ex-
traños. Pero no somos extraños, dijo Rubén, y le agarró
una nalga; luego una teta y después deslizó una de sus
manos por sus muslos, hasta meterla debajo del calzón.
La chica se escurrió y dijo ey, qué te pasa, calmate, y se
volteó hacia el bartender y de inmediato hizo el ademán
de levantarse, pero gracias a las insistencias de Rubén se
sentó de nuevo y llamó al mesero. Le preguntamos si
podíamos llevar a la chica con nosotros, el mesero la vio
a los ojos y después negó con la cabeza.
En realidad fue Rubén el que preguntó. Yo seguí
pensando en la cicatriz de la chica. Aunque quizá estoy
pecando de mentiroso, porque dentro del bar era di-
fícil fijarse con lujo de detalles, su rostro no dejaba de
parecerme conocido. Podía ser una de las chicas que yo

141
había entrevistado en mi trabajo como pasante de una
organización gringa que atiende a trabajadoras sexuales
sindicadas. Pero no, me dije, ella no puede ser porque
nunca vine a entrevistar a alguien del Dragón de Oro.
Pasé la media hora siguiente así, colgado de la duda de
su cicatriz en el labio superior, y aunque ya nos había
dado su nombre, volví a preguntárselo. Ella sonrió, y
dijo ya te lo di, ¿se te olvidó, amor? Es que tengo mala
memoria, respondí. Me dijo que se llamaba Valeria,
y entonces Valeria, actuando contra las insistencias de
Rubén, dijo que sólo podía acostarse con él dentro del
bar. La verdad es que soy nueva aquí, dijo. ¿Nueva?,
pregunté extrañado. Sí, respondió Valeria, soy nueva
en este mundo, así que de entrada me disculpo. No
tenés por qué disculparte, dijo Rubén intentando me-
terle de nuevo la mano debajo del calzón. Si seguís así
voy a irme, arremetió ella. Pronto, después de lidiar un
rato con nosotros, se dio cuenta de que no teníamos
dinero. Y como consuelo dijo que volviéramos otro
día. Todavía tenemos para seguir tomando, dije, y ella
sonrió, y quizá porque éramos los únicos dentro de ese
cuchitril, se apiadó de nosotros y llamó al mesero para
que trajera tres cervezas más. Si quieren usar los servi-
cios, explicó el mesero, deben pagar por adelantado,
y le cerró el ojo a Valeria. Ya ven, dijo ella, se fijan, el
mesero ya se dio cuenta de que no van a contratar mis
servicios y si sigo aquí me pueden correr.
En medio de la música –para remate, empezó a so-
nar «A horse with no name», vaya ambiente– Rubén
sacó a bailar a Valeria.
Rubén, tan loco y divertido, porque siempre fue así,
loco y divertido, empezó a bailar en medio de la sala,

142
movía los hombros parafraseando In the desert you can
remember your name, y Valeria, viendo que sus demás
colegas se reían de Rubén, se levantó y correspondió.
Yo no paraba de reírme; una de las chicas de la otra
mesa se acercó a mí. Me preguntó si quería bailar.
No sé bailar, dije, y ella, riéndose de Rubén, respon-
dió: Pero tu amigo tampoco sabe bailar. Nos reímos.
Le pregunté por Valeria, ella dijo que la conocía muy
poco, que apenas tenía algunas semanas. En cuanto
terminó de sonar la canción, Rubén y Valeria regresa-
ron a la mesa. La otra chica se levantó y regresó a sen-
tarse con las demás. Le pregunté a Valeria por su edad,
por su dirección; tampoco respondió. No crean que
soy idiota, dijo. Ya me conozco a este tipo de hombres.
¿Qué tipo de hombres?, pregunté. Pues a ustedes, que
quieren sacar todo sin pagar nada. Si me pagás, puedo
decirte mi fecha de nacimiento para que me mandés
regalos, dijo. No, no lo creo, dije. No tenemos, así que
ya nos vamos, le dije a Rubén, y él ni se inmutó. Seguía
trabado en la espalda de Valeria. Ella movía la espalda
tratando de sacudírselo. Nos acabamos las últimas cer-
vezas, y cuando ya nos íbamos, Valeria volteó hacia el
otro lado. Por primera vez vi los rostros del pequeño
ejército de mujeres sentado a la mesa del fondo; dos
de ellas me sonrieron y me llamaron, pero Valeria se
apresuró a darme su número de teléfono. Para que no
la descubrieran, me susurró tres veces el número; lo
memoricé y corrí al baño para guardarlo en mi telé-
fono. Esperé un momento prudencial y salí del baño
haciendo el ademán de cerrarme la bragueta.
Valeria estaba sentada en las piernas de Rubén. Es
inevitable, me dije: es guapa, ¿cómo está aquí? Todavía

143
–y por más esfuerzo que hiciera– no lograba reconocer
de dónde conocía a Valeria. Le hice señas a Rubén, y
salimos en busca de un taxi que nos llevara al Parking.
Creo que eran la una o las dos de la madrugada. No
volví a saber de Valeria sino hasta cinco días después,
cuando estaba eliminando varios mensajes del celular
y de pronto vi su número. Sin mediar la decisión, le
escribí un mensaje de texto. Me respondió hasta el día
siguiente, a eso de las seis de la mañana. Su respuesta
fue breve; breve como había sido mi saludo. «Muy bien
y vos, ¿quién sos?».
Enseguida comenzamos a conversar a través de men-
sajes de textos, y sin que yo se lo pidiera, me refirió algu-
nos datos de su vida. Todo eso ocurrió, naturalmente,
después de que yo le dijera que era el amigo del chico
en cuyas piernas ella había estado sentada. Se disculpó
diciendo que de día no era la misma persona y agregó
que no atendía solicitudes que no fueran dentro del
bar. Y era cierto, el tono de sus mensajes era totalmente
distinto al que yo recordaba en el bar. Le dije que no
me interesaba contratarla. Siguió soltando más datos.
Era divorciada y madre de dos niños. Los niños vivían
con su padre, y viajaba todos los días al caer la tarde de
Masatepe a Managua para estar puntual en el Dragón
de Oro. Su padre había muerto, su madre también. No
creí conveniente preguntarle cómo ni cuándo.
Valeria me escribía una vez que se encontraba fuera
del bar, quizá a eso de las cinco o seis de la mañana. Sus
mensajes eran de buenos días y casi siempre, después del
saludo de buenos días, me encomendaba a Dios dicién-
dome: «Que Dios te bendiga». Ella trabajaba en el Dra-
gón de Oro por necesidad. Eso me lo repetía en todos

144
los mensajes. No era algo que le gustara, decía, y hago
hincapié en que no quiero que las cosas se confundan.
Me dijo que lo nuestro –en tan poco tiempo llegó
a emplear «lo nuestro»– era algo distinto a lo que ella
vivía cada noche. Pronto voy a ver a mis hijos, decía. ¿Y
dónde están?, preguntaba. No me respondía, pero una
vez, después de preguntarle más de cuatro veces, me
dijo que en Honduras, con su abuela. ¿Por qué viven
en Honduras?, pregunté. Porque su abuela se los llevó
a vivir con ella, no se quedaron en Nicaragua porque
ni su padre ni yo estamos aptos para cuidarlos. Se los
llevó la abuela hace dos años, y no he podido verlos. ¿Y
están bien?, pregunté. Sí, supongo, dijo. Esa tarde me
preguntó por mi vida. Le dije que no era interesante,
que trabajaba en Sitel, que era de León, y que había
estudiado diseño gráfico en una universidad equis. ¿Y
tu amigo?, preguntó ella, ¿dónde está? No le respondí,
o quizá sí, creo que le dije que Rubén estaba fuera de
Managua, visitando a algunos amigos.
Un día Rubén me llamó para decirme que quería
regresar al Dragón de Oro. Le comenté que no podía,
que me encontraba en la lipidia. Me respondió que él
me invitaba y me negué rotundamente; nunca antes le
había negado una invitación. A decir verdad, me in-
venté un montón de excusas; y por ello Rubén pasó
varios días sin hablarme, pero a las semanas volvió a
buscarme. Me confesó que se sentía deprimido. ¿Por
qué?, le pregunté, mientras daba vueltas a la botella de
cerveza. No voy a conseguir trabajo, me vine de Méxi-
co porque estaba harto de vivir allí, esa ciudad culera
que no deja de ser el verdadero infierno, wey. ¿Sabes lo
que eso significa? Negué con la cabeza, haciéndome el

145
idiota. Claro que lo sabía. Pero opté por escucharlo, y
ver cómo se emborrachaba durante toda la noche.

El caso es que pasaron varias semanas. Valeria me escri-


bía, como ya dije, apenas amanecía, pero fue una ma-
ñana que me dijo, no sé por qué, que me iba a contar
su verdadera historia.
¿Qué historia?, pregunté.
Mi historia, dijo, mi verdadera historia. No me lla-
mo Valeria, tampoco soy de Masatepe, ni viajo todos
los días de Masatepe a Managua.
¿Entonces qué?
Y lo que me contó fue una serie de cosas que me sa-
caron de lugar, y no fue sino hasta la mañana siguiente
que pude desenredar el hilo de dónde conocía a Valeria.
Pero si debo contar la verdadera historia de Valeria,
tengo que decir para empezar que la primera vez que
supe de su existencia fue en la casa de mi padre, cuan-
do vi una foto en la que ella aparecía sonriente junto a
su familia, con un diploma de graduación en sus ma-
nos. Su nombre era Ofelia, y no Valeria. Valeria era su
nombre de combate, y Ofelia, su nombre de pila. Ofe-
lia era la hija adorada de mi padre. Ofelia era mi medio
hermana y a quien apenas conocía por los rumores de
mi madre, por los rumores de mis tíos de León, por los
rumores de todo aquel que tuviera un vínculo cercano
con la familia de mi padre.
Me contó que se había graduado de odontología y
se había trasladado a Managua para empezar su nueva
vida. Así me lo había dicho: vivir la nueva vida. La

146
nueva vida significaba la independencia de su padre,
trabajar en su carrera y dedicarse al matrimonio. Su
marido era dueño de un restaurante en Managua, pero
el alcohol y el consumo excesivo de drogas hicieron
que se viniera a la quiebra. Los problemas en casa em-
pezaron a ser más fuertes. Ofelia salió huyendo de la
casa de su marido porque no aguantaba el maltrato, y
lo primero que hizo fue regresar a León. En esa ciu-
dad no encontró ayuda, sino el desprecio de su propia
familia, de sus tíos maternos, ya que ella se había ido
de casa contra la voluntad de su madre y eso era una
ofensa para la familia. Resignada, y sin más esperanzas,
tuvo que regresar a la casa de su marido. Vivió la humi-
llación, y no tuvo de otra que realizar varios trabajos.
Ninguno relacionado con su profesión, hasta que tuvo
la mala suerte de conocer «a una amiga» que la conven-
ció de trabajar en el night club. Para Ofelia esto era lo
peor, pero no tenía con qué comer, peor aún, con qué
pagar la renta. No era madre, pero había sufrido dos
abortos a causa de los golpes de su exmarido. Ella era la
misma mujer del cuadro, la hija de mi padre. Yo había
huido de la historia familiar, y pensaba que nunca más
iba a toparme con la memoria de mi padre, pero cuan-
do Ofelia me contó lo ocurrido en su familia, no dejé
de pensar en la noche que visité a mi padre, esa misma
noche que salimos a tomar cervezas a uno de los bares
del centro de León y sin que él se diera cuenta de que
quien lo acompañó hasta su casa era su hijo.
También pensé en mamá, en mis tíos, y la última
vez que había visto a papá acompañado de Yeri, el ami-
go que ambos teníamos en común. Descubrir a mi
medio hermana puta no fue lo que me insolentó, no.

147
Más bien me ofendió la bofetada de la vida, encontrar-
me con la historia familiar. Me pareció una broma. La
broma de algún dios pagano. Pero también debo decir
que sentí ganas de llorar. Pensé en mi madre, y en la es-
cena con ella y mi padre cuando los vi por primera vez
juntos. También sentí ganas de vomitar. El corazón, los
nervios y todos mis pensamientos adheridos al despre-
cio. Y lo que son las cosas, el nombre de combate de mi
hermana era el nombre de mi mamá.
Resignado y devastado no tuve más opción que de-
cirle a Rubén que había conseguido el número de telé-
fono de Valeria. Él no sabía de mi vida pasada y asumí
que no debía contarle nada de la vida de Ofelia. Lo lla-
mé y lo primero que hice fue decirle podés llamarla. ¿Y
eso?, preguntó, ¿a qué se debe ese cambio, wey? Nada,
respondí. Estoy enamorado de una maje del call center,
así que prefiero evitar problemas. Es más, podés lla-
marla en la mañana, siempre contesta, dije. No le digás
que yo te di el número y si pregunta por mí decile que
estoy desaparecido, que llevás varios días sin verme.
Dejé de frecuentar los mismos bares, decidí no llamar
a Rubén ni buscarlo. Sin embargo, Ofelia me seguía es-
cribiendo. No le respondía. Cada que llegaba un mensa-
je lo eliminaba de inmediato. Cambié de número y me
volví más ermitaño de lo que ya era. Esos meses fueron
deprimentes. Sin embargo, pasado el tiempo, volví a mi
vida de antes: frecuentar eventos culturales, salir con los
demás compañeros del call center y hacerme de una vida
falsa que consistía en comunicarme en inglés con mis
amigos de trabajo y salir a jugar fútbol a la cancha que
el call center alquilaba a una empresa de fitness.

148
Me cambié de casa, me mudé a un apartamento pe-
queño que está en uno de los callejones en la Colonia
Centroamérica, y no salía de la pieza salvo que fuera
con alguien del trabajo. De vez en cuando recibía men-
sajes de Rubén; me contaba que estaba saliendo con
Ofelia. Él seguía llamándola Valeria, entonces asumí
que ella no le había revelado su verdadero nombre.
Nunca supe qué tipo de relación tuvieron, sé que no
duró mucho, meses más tarde recibí un mensaje suyo.
Decía que se marchaba a Canadá; le habían dado una
beca para hacer una residencia de investigación de nue-
ve meses en Montreal. Para ello convocó a una fiesta
de despedida en su casa, y fue inevitable ver a Ofelia.
Rubén estaba decidido a vivir con ella, pero primero
debía pasar los próximos meses en Canadá, no pasaría
por México, sino que se iría directamente a Canadá,
así lo anunció.
En cuanto me vio entrar, lo primero que hizo Ru-
bén fue preguntarme que dónde me había perdido. En
mi casa, dije, y procedí a servirme una cerveza. Fue una
noche tranquila, llena de comentarios y burlas en tor-
no a los amigos que Rubén y yo teníamos en común.
A eso de la medianoche decidí marcharme. Me despedí
de mi amigo y no faltó la invitación para que fuera a
Canadá a verlo. Podés venir con Valeria, agregó, ya ella
me contó todo. No quise preguntarle a qué se refería
con «todo». Asumí que Ofelia le había contado que yo
tenía su número desde hacía meses.
A la siguiente semana reapareció Ofelia, después de
que su novio se marchara a Canadá; primero con un
mensaje a través de Facebook y después con una serie
de mensajes sms, hasta que por fin, sin más espera, me

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soltó que no tenía dónde vivir, que su marido –había
vuelto con él– la había corrido de casa y que esta era la
cuarta vez que recibía golpes del mismo hombre.
Por suerte, me dijo, te encontré a vos.

Puesto que la pieza no era muy grande, tocaba acoplar-


nos, acomodarnos en aquel cuartucho que mi casero
me alquilaba como apartamento. La primera semana la
ocupamos para arreglar el lugar. Puesto que solamen-
te había una cama, decidí dársela a Ofelia, pero una
noche me dijo que durmiera con ella. Yo me negué
rotundamente, y a la mañana siguiente, mientras desa-
yunábamos, me dijo que yo era extraño.
¿Por qué decís eso?, pregunté.
Levanté la taza de café y la vi a los ojos, ella me ob-
servó con detenimiento.
Sí, dijo ella, o sea, te digo que vengás a dormir con-
migo y decís que no, ¿te gustan las mujeres?
Claro, respondí, me gustan, pero preferiría que no
pasara nada.
¿Por qué? ¿Porque fui puta?
No, respondí. Me levanté a servirme más café. Pasa-
mos el resto del rato en silencio. Luego salí a la calle, a
caminar, a dar vueltas por los callejones de la colonia.
Regresé pasada la tarde, después de caminar y sentar-
me a leer en un parque vacío, donde ni una sola alma
asomaba ni siquiera por curiosidad.
Cuando regresé, Ofelia no estaba.
Me acosté un rato en la cama y me dormí hasta que
escuché que alguien estaba abriendo la puerta. Me le-

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vanté de la cama, pero ya era muy tarde. Ofelia había
entrado, me vio salir a toda prisa del cuarto, y lo prime-
ro que hizo fue decirme que había ido al supermercado.
¿Dormiste bien?, preguntó.
Le dije que sí, y me senté a la mesa, ella también se
sentó, y comenzamos a hablar de mi amigo y de todos
los mensajes que Rubén le enviaba desde Canadá.
Ofelia trabajaba ahora como mesera de un McDo-
nald’s. Salía muy temprano de casa y regresaba a eso de
las diez u once de la noche. A veces me escribía dicién-
dome que llegaría tarde, y yo le respondía que estaba
bien, que no tenía que decirme todo lo que hiciera.
Asumí que vivir con Ofelia iba a ser asunto de unas
cuantas semanas, pero el tiempo se fue prolongando.
Una vez, después de regresar del trabajo, la encontré
en el porche, sentada en el jardín, fumando. Me dijo
que no había ido a trabajar, que no se sentía segura
de seguir en el McDonald’s. Me dijo que en el night
club ganaba más y que, para colmo, pensaba terminar
con el mexicano. ¿Qué pensás de eso?, me preguntó,
en medio de la oscuridad. Intenté ubicar su rostro a
través de las sílabas que su boca dejaba escapar, pero
me quedé de pie, pensando. Que es asunto tuyo, dije;
y entré a la pieza para preparar café. Regresé con la taza
en la mano, y ella seguía fumando.
Encendió otro cigarrillo, y luego otro con la pun-
ta del anterior. Me senté a su lado y nos pusimos a
escuchar los maullidos de los gatos. Toda la colonia
estaba llena de gatos, y alguna vez Ofelia y yo llegamos
a pensar que había más gatos que gente. La mayoría de
la gente era mayor, como el casero, que estaba jubila-

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do y con frecuencia, cada que lo encontraba por algún
callejón de la colonia, me preguntaba si Ofelia era mi
novia. Le aseguraba que era una amiga que estaba de
visita, una amiga a quien yo hospedaba, pero el viejo
no me creía. Se ponía a reír y me daba una palmadita
en el hombro diciéndome sos bandido, muchacho, ya
veo que así le llaman ahora.
Muchas veces, cuando llegaba temprano del trabajo,
o cuando me tocaba hacer turnos en la mañana, me
sentaba en el jardín a esperar a Ofelia. Encendía la ca-
fetera y ponía agua caliente. Me quedaba esperándola,
como quien espera a sus hijos cada que salen a algu-
na fiesta. A veces me escribía diciéndome que llegaría
tarde, entonces me metía a la casa y me ponía a leer
hasta que escuchaba el ruido del cerrojo. Yo me hacía
el dormido, y me daba vueltas contra el respaldar del
sofá. Ella entraba despacio, a veces descalza, para no
despertarme, escuchaba incluso cuando abría y cerraba
la puerta del cuarto. Conocía muy bien sus pisadas, con
y sin zapatos, con y sin calcetines. Sabía muy bien cuan-
do estaba adentro o afuera del cuarto. Sabía muy bien si
se quedaba detenida, o avanzaba a pasos largos o cortos.
Pero una vez no sólo fueron las pisadas de Ofelia
las que sentí desplazarse por la sala. Esa noche había
llovido, y pasada las doce, abrieron la puerta de la calle.
Hubo risas y un shhhh de parte de Ofelia. Un mo-
mento más tarde, cuatro pies atravesaron la sala y lo
demás fue silencio, seguido de jadeos en la cama. Pude
escuchar incluso los besos ahogados, y por primera vez
sentí la punzada en mi estómago, la misma que había
sentido cuando descubrí a mi madre con un amigo de
la familia. Al siguiente día me quedé en casa, no quise

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ir a trabajar y me senté en el sofá a esperar a que Ofelia
saliera. Cuando me vio sentado, dio un salto.
Pensé que estabas en el trabajo, dijo.
No me siento bien, mentí.
Me levanté a preparar café. Ante mi presencia, era
inevitable que no supiera que algo no estaba bien con-
migo con relación a lo que ella había hecho.
Tengo que decirte algo, expuso luego, tomando una
taza de café.
¿Qué?, pregunté.
Anoche se quedó un amigo.
No le respondí. Seguí sorbiendo mi café, hasta que
al fin le dije lo que pensaba.
Se limitó a decir que se disculpaba, y minutos des-
pués el tipo salió del cuarto, Ofelia se apresuró a pre-
sentarnos, le ofrecí café, pero dijo que tenía prisa, que
ya iba muy tarde al trabajo. Se llamaba David y traba-
jaba con Ofelia.
Un par de días después, Ofelia me preguntó si podía
llevar a David a dormir. Yo estaba en el jardín, sentado
en una piedra, esperando a que ella llegara, cuando leí
en la pantalla del teléfono su mensaje. Apagué el celu-
lar, y me metí a la pieza a dormir.
Me levanté temprano, me vestí y me fui a dar vuel-
tas por los callejones de la colonia. Cuando vi que era
hora de ir al trabajo, tomé un taxi y durante el trayecto
no dejé de pensar sobre lo que vendría o lo que estaba
a punto de venir.
David siguió llegando a casa, primero una vez por
semana y luego dos, hasta que pasó dos o tres fines de
semana seguidos. No tuve más opción que decirle a

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Ofelia que debía marcharse. Se lo dije una noche, des-
pués de que llegó del trabajo. La invité a tomar unas cer-
vezas, fuimos a uno de los bares que hay en la colonia.
No me contuve más, hasta que finalmente le dije que
debía irse ya que el casero me había reclamado de que
varios vecinos habían puesto queja de nosotros. Ofelia
se extrañó. Yo también me extrañé de mi mentira.
Pero si no hemos hecho nada, replicó.
Luego sacó un cigarro y se puso a fumar, todavía
extrañada de mi comentario.
No tenés que mentir, loco, ya sé que es por todo lo
que he hecho estas semanas, dijo. No respondí, y des-
pués de un par de segundos, añadió: No hay falla. Te
agradezco mucho todo lo que has hecho por mí. Me
voy en cuanto encuentre un cuarto.
Pagamos la cuenta, y caminamos rumbo a casa.
Esa noche, cuando me preparaba para dormir, me
propuso que no durmiera en el sofá. ¿Por qué?, pre-
gunté.
Porque me gustaría que durmieras conmigo, dijo
ella, de pie, recostada sobre la puerta del cuarto.
Me volví a negar, pero después de pensarlo, decidí
acceder a su petición. Nos acostamos pasadas las doce
de la noche. Estábamos lado a lado, ella en el izquier-
do; yo en el derecho. Mientras trataba de dormirme,
no dejaba de preguntarme si estaba haciendo bien o
mal. Sabía que nada iba a suceder; me lo repetí varias
veces y sólo así pude quedarme tranquilo, hasta que
finalmente cerré los ojos.
A los dos días Ofelia me dijo que se marchaba, que
había encontrado una habitación. Ese mismo día me
confesó que su padre, es decir mi padre, no estaba

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muerto. Después de encontrar a su esposa e hija menor
muertas, papá se fue al hospital con ellas y una ma-
ñana, una mañana cualquiera, salió de casa. Algunos
dicen que se volvió loco, que deambula por las calles de
León. Otros cuentan que lo han visto en Chinandega,
dijo ella. Creí conveniente decirle la verdad a Ofelia, lo
que yo sabía de ella, pero me limité a escuchar; ya no
era necesario, pues era la última vez que la miraba.
Se despidió con un beso en la mejilla. Me agradeció
por todo lo que había hecho por ella. Hizo referencia
a mi trato. Que ningún hombre la había tratado como
yo. Que ningún hombre la había respetado como yo.
A partir de aquel día no volvió a casa, tampoco la
volví a ver en McDonald’s de Carretera a Masaya. Yo
seguía durmiendo en el sofá, me hacía la idea de que
ella estaba en el cuarto. Todas las noches, el mismo
ritual: preparaba café y me sentaba a esperarla en el
jardín, hasta que daban las once o doce, y me acostaba
en el sofá.
Pero una noche recogí las sábanas y me metí en la
cama. No podía dormir, no dejaba de pensar en Ofe-
lia, en la noche que dormimos juntos, en qué estaría
haciendo, si seguiría con David o con otro novio. Tam-
bién pensaba en papá deambulando por las calles. Yo
lo hacía muerto. Pensé regresar a León, visitar a mis
tíos, pero el cansancio me fue venciendo y la imagen
de Ofelia y de mi padre se confundió con el sueño.

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ÍNDICE

UNO
Pobres niños que fuimos 13
El otro hijo de los Wang 35
Los jóvenes no pueden volver a casa 47

DOS
Cuidar de la familia 73
Elisa vuelve a casa 87
Un hombre de bien 97

TRES
El descenso 109
Personajes secundarios 125
Ofelia 139

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