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Impreso en Litho & Arte S.A.C., ubicado en Jr. Iquique, 046 - Breña.
Nota de la autora 13
La casa del dolor 15
Secretos familiares 19
Mi más sentido pésame 29
Aleja tu dolor de mí 35
Los sentimientos ocultos 41
El mapa de los sueños 45
Día de la madre 49
Pastillas para dormir 51
Volver de la muerte 55
La tiranía del olvido 61
Mi brazo izquierdo 67
El idioma de la pérdida 71
La primera vez que te vi 75
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¿Por qué a mis sesenta años
empezó a gustarme Pearl Jam? 77
Al otro lado del espejo 83
El club de los padres tristes 87
Buenas noches, mamá 95
El fin de la inocencia 99
Carboplatino 109
Carta 115
Agradecimientos 119
Nota de la autora
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hacer con su dolor, padres que aseguraban que sus vidas ya no
eran las mismas, hijos que buscaban formas de consolar a sus
progenitores. Pero también hombres y mujeres que no habían
perdido a nadie y entendían mis palabras. De pronto, sentí que
el esfuerzo invertido en cada artículo tenía un sentido, que quizá
valía la pena tantas horas frente a la computadora. Meses después,
cuando me propusieron convertir esos textos en un libro, decidí
reescribirlos, aumentarlos, dotarlos de una complejidad mayor.
Algunos de ellos, sin embargo, se han mantenido tal cual para
no perder la emoción con que fueron escritos. Es imposible
reproducir la intensidad de un sentimiento luego de haberlo
experimentado en su total dimensión. Y eso he buscado en
estas páginas: capturar el sufrimiento en su estado más puro.
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La casa del dolor
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se convierte súbitamente en una redundancia: la memoria del
hijo perdido. Y yo he decidido hacer de esa redundancia y esa
memoria un testimonio, una disección emocional para tratar de
entender el dolor, un registro minucioso sobre la fragilidad de la
vida y cómo, a pesar del desconsuelo más atroz, nuestras pérdidas
se transforman en una salvaje indagación sobre quiénes somos.
Toda muerte es una grieta por donde vislumbramos la fisio-
nomía del horror, pero la muerte de un hijo es el horror mismo,
su entraña más profunda e inaccesible. Es la destrucción de to-
das nuestras convicciones, creencias y certezas sobre la vida y el
mundo. Quizá por eso no exista en nuestro idioma una palabra
para definir esa condición. Mientras que los hijos que pierden a
sus padres son huérfanos y los esposos a quienes se les muere
su pareja son viudos, las personas que vemos morir a nuestros
hijos no somos nada. No se puede nombrar lo que no existe, y la
lógica de la vida parece enseñarnos que la muerte de un hijo es
algo inconcebible, un hecho que supera nuestro entendimiento:
son ellos quienes deberían enterrarnos. Por eso, cuando ocurre,
todo lo que conocemos desaparece. Nuestro sentido de la reali-
dad se derrumba. Perdemos la noción del tiempo y el espacio, y
nos quedamos atrapados en un limbo confuso que casi siempre
adopta la forma del pánico. “Nadie jamás me dijo que el dolor
se sentía tan parecido al miedo”, escribió C. S. Lewis en la pri-
mera línea de Una pena en observación, un libro sobre la muerte de
su esposa. Cuando el dolor es tan grande que te desarma por
dentro, que te deja vacío y destruye todo lo que eres, cuando el
dolor es tan intenso que socava hasta tu propia identidad, en-
tonces empieza a gobernarte el espanto. Sientes terror de lo que
estás sintiendo. De que no pare nunca. De que empeore. De que
te quedes así para siempre. Paralizado. Aterrorizado. Petrificado
ante la muerte.
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Antes de ver a mi hijo sin vida sobre su cama, yo creía saber
lo que era el dolor. Lo había experimentado numerosas veces: a
mediados de los ochenta, perdí a mi hermano más querido en
un accidente de auto, mi madre falleció después de tres años por
un cáncer de pulmón, otro de mis hermanos perdió la vida de un
infarto en la soledad de un hotel, mi padre, anciano y enfermo,
terminó sus días en su propia habitación, el mismo lugar donde
doce años después moriría Renzo. Todas las muertes de mi fa-
milia han sido trágicas y devastadoras, pero hasta que enterré el
cuerpo de mi hijo no supe lo que significaba el verdadero dolor.
Desde entonces, estoy condenada a dar vueltas en este limbo
sin fronteras, tratando de retener la memoria de mi hijo, de dar-
le sentido a su muerte, de no sucumbir al implacable paso del
tiempo y al olvido. El escritor español Sergio del Molino, quien
perdió a su hijo de casi dos años a causa de la leucemia, habla de
este limbo como una ‘hora violeta’: “Nuestros relojes no están
parados, pero marcan la misma hora una y otra vez. Cuando
parece que el segundero va a forzar a la manija horaria a saltar
a la siguiente hora, ésta vuelve a la anterior”. Quienes firmamos
los certificados de defunción de nuestros hijos vivimos fuera de
cualquier tiempo, exentos de calendarios y relojes, como si la
vida se hubiese suspendido en ese último suspiro, en ese latido
final, en esos ojos inertes que se cerraron para siempre.
Este libro es un recorrido por el centro del dolor. Una
visita guiada al insondable abismo de la pérdida. Es cierto
que la experiencia del sufrimiento es incompatible con las
palabras. Que tal vez, a diferencia del amor, la muerte no puede
ser narrada. Que el lenguaje es insuficiente para transmitir la
verdadera desolación. Todos los que hayan atravesado por
acontecimientos traumáticos en donde se han visto desbordados
por la pena o el espanto lo saben. Sin embargo, son palabras lo
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único que yo dispongo para enfrentarme a la muerte. Palabras
y recuerdos. Pero también llanto. “Las lágrimas —escribió
Georges Bataille— son la última forma de comunicación”.
En el duelo, las lágrimas no solo son un modo de comunicar
y experimentar el sufrimiento, sino sobre todo un puente
vacilante que nos conecta con los muertos. Una manera de
recordar y pensar en ellos. Un llanto no es solo melancolía pura:
es también una posibilidad hacia la reflexión. En el desconsuelo
de la pérdida, sentir y pensar son la misma cosa.
He llegado a creer que la muerte de un hijo es la definición
del dolor, su manifestación más precisa y auténtica: no hay
sufrimiento más palpable que el de ver morir a la persona a
quien tú has dado la vida. Y esta experiencia nos transforma en
lo que yo he resuelto llamar dolientes a tiempo completo: alguien que
ha visitado forzosamente la casa del dolor, que se ha perdido
en ella, que ha contemplado largamente sus paredes hasta
desgarrarse los ojos, que se ha arrastrado como un animal por
sus esquinas, que ha gritado y escuchado con terror el eco de la
soledad, que ha delirado como un moribundo en su escabrosa
penumbra. Los padres que sobreviven a sus hijos habitan cada
uno su propia casa del dolor, un espacio sin espacio, una cueva
personal a la que nadie más tiene acceso. Ese es el lugar en que
me encuentro ahora. Ese es el lugar que intento nombrar por
escrito, que me empecino en retratar aunque sepa que es una
tarea imposible. Mi casa del dolor es este libro.
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Secretos familiares
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Aquel día, sumergidos en el espanto de la muerte, mi hijo
menor, mi ex esposo y yo decidimos decir que Renzo había
fallecido de un ataque cardíaco. En ese momento éramos solo
los tres: mi hijo mayor, Junior, vivía en Francia y no sabía nada
de lo que pasaba (su padre le dio la noticia horas después, tras
lo cual resolvió volver al país para quedarse). Frente al cuerpo
aún caliente de Renzo, los tres hicimos algo así como un pacto:
a excepción de Junior, ninguno iba a mencionar a nadie lo que
ocurrió. Nunca. Sería nuestro secreto familiar. Cuando alguien
preguntara sobre la causa de muerte, diríamos sin pestañear que
fue un infarto y que preferíamos no entrar en detalles. Era una
solución sencilla que nos ahorraría explicaciones incómodas y
quizá también una lástima innecesaria, pero que al mismo tiem-
po despertaría sospechas. Por supuesto, a muchos les pareció
extraño que un muchacho sano de veintisiete años muriese
repentinamente de un infarto. Tiempo después, me enteré de
ciertos rumores que empezaron a circular el día del velorio. Ru-
mores de los cuales no quise enterarme demasiado: cualquier
comentario ligero o inoportuno me iba a causar un disgusto que
no estaba dispuesta a soportar. Así que dejé que hablaran. No
tenía la fuerza ni el ánimo para desmentir o aclarar ningún he-
cho. Pero hoy, cuatro años después, todo ha cambiado. Escribir
me obliga a decir en el papel lo que mi boca calla.
El seis de abril del 2014, Renzo se echó a dormir alrededor
de las diez y media de la noche. Había pasado toda la tarde
encerrado en su cuarto, sin hablar con nadie y escuchando mú-
sica a un volumen altísimo. Un poco antes de las ocho, uno de
mis hermanos llegó a la casa para hablar sobre un incidente en
la familia, un hecho menor que entonces me parecía de gran
importancia. En medio de la conversación, vi que Renzo bajó
las escaleras, saludó a su tío y caminó directamente a la cocina.
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Fue entonces que noté algo en su rostro, un gesto desencajado
y amargo que exhibió a lo largo de ese fin de semana y que, sin
embargo, era habitual en él cuando las cosas no andaban bien.
Un gesto entre la ira y el dolor. Me quedé pensando en eso
mientras mi hermano seguía hablando. Luego lo vi otra vez:
cruzó el comedor con la cabeza hacia abajo y, justo antes de
subir las escaleras, volteó su rostro para despedirse de mí. Por
un segundo pude ver sus ojos. Unos ojos encendidos y desam-
parados que me miraban por última vez. A veces, obstinada en
hallar un sentido a ese instante final, pienso que él ya lo sabía.
Que quizá en esa mirada fugaz, en ese brevísimo tiempo de
contemplación, él trataba de decirme que se iba a morir. Lo
cierto es que todo sucedió demasiado rápido: Renzo me miró,
alzó su mano para despedirse y se fue. Dos horas después, me
acerqué a la puerta de su cuarto y escuché que dormía. No en-
tré. No vi su rostro. Al día siguiente, alrededor de las ocho y
diez de la mañana, lo encontré tendido en su cama, boca arriba,
con un hilo de vómito que caía de sus labios. Quiero recordar
con nitidez cada detalle de ese momento pero no puedo. Mis
recuerdos se confunden, se enmarañan en una nebulosa que no
consigo desaparecer. La imagen de mi hijo muerto, o murién-
dose ante a mis ojos, es inescrutable: soy incapaz de repetirme
mentalmente, y con absoluta claridad, lo más espantoso que me
ha tocado presenciar. Mi mente ha editado algunas escenas, las
ha vuelto borrosas o vacías para protegerme.
Mi hijo menor, quien asegura recordar todo sobre ese día,
dice que lo desperté gritando una sola cosa: “¡Es Renzo, es Ren-
zo!”. Ambos corrimos al otro cuarto. Lo primero que hizo Juan
fue levantar el cuerpo de su hermano y ponerlo de costado.
Según su versión, Renzo aún respiraba cuando lo encontramos
en su cama esa mañana de abril. Aún respiraba, pero estaba
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inconsciente y se asfixiaba. El vómito lo estaba matando. Sus
arcadas eran débiles y arrojaba de a pocos un líquido oscuro.
Mi hijo dormía, pero su cuerpo luchaba por sobrevivir. Era una
batalla horrenda y silenciosa: la muerte avanzando salvajemente
por dentro, capturando su organismo en ese nuevo mundo de
lo inerte. Busqué un balde y se lo puse entre las piernas mien-
tras Juan lo hacía vomitar. En medio de la desesperación, me
dijo que llame a su padre y a una ambulancia. Salí del cuarto.
No sé cuánto tiempo pasó desde entonces hasta que conseguí
el número de emergencias y llamé. No sé qué palabras dije por
teléfono. No sé cómo le hablé al padre de mis hijos. Lo que sí
sé es que no lloraba. Estaba tan horrorizada que no podía llorar.
El horror no tiene nada que ver con las lágrimas: el llanto siem-
pre es posterior al primer estremecimiento. Mientras tanto, Juan
intentaba salvar a su hermano: introducía un dedo por su boca
para hacerlo vomitar, inclinaba su cabeza hacia abajo para que
el líquido salga, golpeaba su espalda una y otra vez, una y otra
vez. Sin hallar respuesta.
Cuando volví, me dijo que Renzo había dejado de respirar.
Poco después llegó el paramédico. Lo examinó rápidamen-
te. “Ya no tiene signos vitales”, dijo, mirándonos a los ojos y
luego se calló. Para entonces, había llegado también el padre de
mis hijos. Estábamos los cuatro al borde de la cama, frente al
cuerpo pálido y sin vida de Renzo. No recuerdo qué pensé, qué
sentí, qué dije. Tampoco recuerdo la reacción de ellos. Estaba en
shock, por supuesto, pero no es tan sencillo como eso. El shock
es algo inexplicable: te enteras de un hecho terrible, de un acon-
tecimiento que descompone tu realidad, pero tú no te das por
aludida, eres incapaz de reconocer la magnitud de la devastación.
El shock es creer que no hay shock. Y eso puede durar minutos
o meses o años. A mí me duró hasta que, cinco horas después, el
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carro fúnebre se llevó a mi hijo. O tal vez me duró más: un par
de años o tres. O tal vez sigo en shock. Tal vez escribir este libro
sea un modo de sacudirme, por fin, de la conmoción.
Esa mañana, cuando entré al cuarto de Renzo y lo vi as-
fixiándose con su propio vómito, lo supe de inmediato. Mi hijo
sufría de depresión. Vivió con la enfermedad durante los últi-
mos siete años de su vida, aunque siempre, desde la infancia,
lo persiguió una sensación de angustia. Tomaba pastillas para
no derrumbarse. Solía tener crisis que lo hundían en la deses-
peración y el agobio. A diario luchaba contra sí mismo: para
levantarse de la cama, para trabajar, para hablar con los demás,
para estar bien. Cuando el desasosiego lo asaltaba, Renzo se
aislaba del mundo. Se encerraba en su cuarto y ponía música
a todo volumen. El sonido era lo único que lo sostenía, que lo
hacía sentirse menos solo. Escuchaba Pearl Jam, Bob Dylan,
The Doors, bandas y cantantes que entonces no me interesaban
demasiado, pero que hoy se han convertido en mi refugio: solo
en el ruido de una guitarra distorsionada y una voz rasposa o
melancólica me siento cerca de mi hijo.
Desde el 2008, Renzo empezó a medicarse con ansiolíticos.
Todas las noches, antes de dormir, tomaba dos o cuatro pastillas
de Alprazolam. Era su dosis normal. Dos años después, ante las
continuas crisis, la psiquiatra le recetó además antidepresivos
y estabilizadores del ánimo. Renzo tomaba los psicofármacos,
pero al cabo de un tiempo los dejaba. No le gustaba verse a sí
mismo como alguien que necesitara pastillas para poder vivir.
Lo hacía sentir débil, avergonzado, menos que el resto. Una vez
que la angustia disminuía, abandonaba el tratamiento hasta que,
en algún momento, volvía a recaer. A lo largo de siete años, le
prescribieron toda clase de antidepresivos, estabilizadores del
ánimo y antipsicóticos. Poco a poco las dosis y el calibre de los
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medicamentos fueron aumentando. Renzo era un escéptico y, al
mismo tiempo, un creyente por obligación: estaba en contra de
los fármacos pero a la vez no encontraba nada mejor para apla-
car el sufrimiento. Sabía que las píldoras afectaban su estructura
cerebral, que deformaban su psiquis y su modo de interactuar
con la realidad, que no resolvían estrictamente el fondo del pro-
blema, pero tomarlas era una suerte de atajo para no sentirse
tan mal. A veces las aceptaba con resignación e indolencia, pero
otras veces las rechazaba con amargura. En realidad, no tenía
muchas opciones. Durante años, o quizá durante toda su vida,
mi hijo combatió desde sí mismo y contra sí mismo. A solas.
Quería probarse que podía lidiar con la depresión. Que no era
un caso perdido. Que si se esforzaba lo suficiente y persistía en
la batalla encontraría, finalmente, la paz en medio del caos.
Pero el tiempo le fue destruyendo toda forma de esperanza.
Tras varios meses sin pastillas, mi hijo recayó y la psiquia-
tra tuvo que recetarle un medicamento más fuerte. Fue en ese
momento, en enero del 2014, que todo empezó a colapsar. Ren-
zo reaccionó mal al tratamiento. Se volvió sombrío y pesimista.
Cada día, al volver del trabajo, se encerraba en su cuarto para
extraviarse en la música. Dejó de sonreír. Algo profundo e indes-
cifrable cambió repentinamente en su interior. Sin embargo, él
jamás protestó: siguió tomando la medicina como un autómata,
como si no tuviera otra opción. Ingería por las noches una dosis
de Quetiapina de 200 mg y cuatro Alprazolam de 0,5 mg. En los
últimos siete años, hubo veces en que Renzo intentó calmarse a
sí mismo tomando más ansiolíticos de los que debía. Acorralado
por la ansiedad, sin saber qué hacer, engullía decenas de píldoras
para sumergirse en el sueño. En esos episodios de sobredosis su
cuerpo nunca rechazó el medicamento, sino que más bien, poco
a poco, se fue volviendo inmune. Mi hijo tomaba un número
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exagerado de pastillas, se tumbaba en la cama y al cabo de unas
horas despertaba como si nada hubiera ocurrido. Luego, un tan-
to arrepentido, trataba de convencerme de que no lo hacía para
quitarse la vida, sino porque necesitaba dormir. Su mente no lo
dejaba descansar. Era una voz que lo atormentaba, que lo opri-
mía, que lo hundía en el más oscuro de los abismos. Las noches
eran para él una selva negra por la que debía transitar hasta la
mañana siguiente. Yo estaba aterrada. Esperaba que se durmiera
para yo poder dormir. Lo vigilaba a escondidas. Inventaba excu-
sas para entrar a su cuarto y asegurarme de que estuviera bien. El
desasosiego se convirtió en mi normalidad.
Hasta que sucedió. Y entonces el desasosiego se convirtió
en espanto.
Aquella mañana, luego de que el paramédico nos anunciara
la muerte, Juan indagó en la habitación de su hermano y encon-
tró la caja de pastillas vacía. Renzo había ingerido 29 tabletas
de Quetiapina. Nunca sabré la hora exacta en que las tomó, si
fue antes de oírlo dormir o si fue después, en algún punto de la
noche. En casos de sobredosis con antidepresivos o ansiolíti-
cos, los síntomas suelen aparecer rápido: pérdida de conciencia,
convulsiones, vómito. El cuerpo absorbe el medicamento y lo
rechaza de inmediato, arrojándolo por la boca. Es muy probable
que mi hijo despertara en medio de la madrugada y, sumido en
la desesperación, decidiera tomar las pastillas. Sin embargo, no
sé qué tan consciente haya estado en ese momento. No sé si fue
realmente una decisión. No sé si de verdad lo hizo para acabar
con todo. Lo único que sé es que no dejó rastros de querer hacer
algo así. En su cuarto no había indicios de premeditación. Todas
las cosas estaban como si él pensara despertar al día siguiente:
la ropa lista sobre el mueble, su morral a un lado del velador, su
celular cuya alarma sonó a las siete y que él no llegó a desactivar.
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Desde que ocurrió, no dejo de pensar en eso: si verdadera-
mente decidió hacerlo, por más que haya sido algo que planeó en
un segundo, una decisión ligera y nada lúcida, pero una decisión
al fin; o si más bien lo hizo sin medir las consecuencias, creyendo
que pasaría como las otras veces en que tomaba pastillas de más
y no sucedía nada. Me torturo imaginando qué cruzó por su ca-
beza en esos momentos. ¿Pensó en mí, en su familia? ¿Sabía que
esos eran los últimos instantes de su vida? Mi hijo no era alguien
que olvidara despedirse. Cuando hacía algo importante, siempre
dejaba una señal de su decisión. Muchos años atrás, en una de
sus crisis, Renzo se fue de la casa. No se lo dijo a nadie. Cogió
sus ahorros y se marchó. Con su padre y mis otros dos hijos,
lo buscamos por todas partes. No lo encontramos. Horas más
tarde, mientras revisábamos sus cosas, Juan descubrió una nota:
“Me fui de casa. No se preocupen por mí”. Si realmente hubiera
querido quitarse la vida, habría hecho lo posible por dejar alguna
pista. O algo. Renzo no era el tipo de persona que simplemente
se va. Que parte en silencio, misteriosamente, dejando a su espal-
da decenas de preguntas sin respuestas.
“La depresión es una grieta en el amor”, escribe Andrew
Solomon en la primera línea de El demonio de la depresión. En
realidad, la depresión es una grieta en todo. Rompe los circuitos
que nos unen con el mundo. Nos aísla. Encerrado en sí mismo,
Renzo siempre ocultó sus problemas ante el resto. Su tormento
era algo tan íntimo y deshonroso como un secreto impúdico.
A excepción de sus padres, hermanos y su mejor amigo, Fito,
nadie sabía por lo que atravesaba. Mantener esa privacidad lo
hacía sentir protegido y con cierta dignidad. Para él, sufrir de-
presión era un hecho vergonzoso: algo que produce lástima,
burla, incomprensión, abandono. Fue víctima del estigma, de
esa falta de empatía que nos convierte a diario en bestias con
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ropa, de esa maldita idea que afirma campantemente que la ale-
gría es siempre una decisión y la tristeza un síntoma de pereza
y egoísmo. Frente a esto, mi hijo prefirió esconderse silenciosa-
mente en su laberinto, negando el acceso a los demás. Cuando
murió, ese fue el motivo principal por el que decidimos dar otra
versión: para protegerlo, para no traicionarlo.
Pero estábamos equivocados.
Aislarse nunca va a ser la mejor opción. Evitar la verdad,
tampoco. Todo duelo trata precisamente de eso: de enfrentar la
verdad con los ojos muy abiertos, de contemplarla cara a cara y
relatarla sin miedo, sin complejos, en voz alta, porque las heri-
das de las que no podemos hablar se pudren por dentro hasta
matarnos. Porque los secretos familiares, cuando son tan dolo-
rosos, necesitan revelarse.
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Mi más sentido pésame
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cuando tuve que alistarme: voy a actuar distinto a como actuó
mi madre. Me vestiré de blanco.
Velamos dos días el cuerpo de Renzo. Al tercero, lo en-
terramos. Todo el tiempo estuve sentada a un lado del ataúd.
Quería estar cerca de mi hijo. Quería que todos se fueran y me
dejen a solas con él. Quería llorar como una niña y que nadie me
tranquilice. Había demasiada gente y faltaba gente. Me sentía
aturdida. A menudo temblaba por la conmoción de saber que
ese muchacho tendido en el féretro era Renzo, mi hijo. Obser-
vaba las dos fotos que pusimos delante del cajón, una de ellas
de tan solo unas semanas atrás, y me parecía inverosímil estar
sentada allí, en medio de decenas de personas que me daban las
condolencias, personas que me abrazaban llorando y trataban
de consolarme, personas que no sabían qué decir. Enfrentar
la muerte también es aprender a soportar frases impertinentes.
Durante esos días, mucha gente buscaba animarme con expre-
siones como: “Ahora tienes un angelito en el cielo”; “Déjalo
descansar, no lo llores tanto”; “Sé fuerte, tienes otros hijos”;
“La vida continúa”. Sí, la vida continúa, pero no es la misma
vida, es una vida distinta y espantosamente triste, porque la que
antes conocía se fue a la tumba con mi hijo. Quería decirles que
la muerte había inaugurado ante mis ojos una nueva realidad:
una en la que ya no podré besar a Renzo, una en la que no po-
dré escuchar su voz, una en la que jamás lo veré casarse o tener
hijos. Un mundo sin él es un mundo peor.
En una circunstancia así, cualquier frase alentadora puede
ser una invitación al enfado. Con mi hijo metido en un ataúd, no
necesitaba que me dijeran que todo iba a estar bien, que debía
ser fuerte, que Renzo era ahora un ángel que me vigilaba desde
el cielo. Ante algo tan terrible, quizá lo más empático es el silen-
cio. El pésame —esa convención creada para afrontar el dolor
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ajeno— es la prueba de que no sabemos encarar la muerte. De-
cimos “mi más sentido pésame” porque no sabemos qué más
decir. Las frases hechas y algunos lugares comunes son produc-
to de nuestra incapacidad para soportar el silencio. En un mun-
do en el que todos hablan demasiado y en el que todos esperan
que lo hagas —en el trabajo, en la casa, en las redes sociales—,
cerrar la boca es una extravagancia, un acto insólito y a veces
sospechoso. Se tiende a pensar que ante la muerte de alguien
uno debe decir algo reconfortante. Que el silencio es una forma
de descortesía o una muestra de insensibilidad o torpeza. En
mi caso ocurrió lo contrario. Una amiga, a quien no veía desde
hacía tiempo, apareció en el velorio y me abrazó largamente sin
decir una sola palabra. Luego me miró a los ojos y me apretó los
hombros. Sentí un repentino consuelo: fue el mejor pésame que
recibí. Las palabras dejan de ser útiles, de ofrecer un verdadero
significado, cuando la intensidad de los sentimientos las supera.
En Lo que no tiene nombre, el libro que Piedad Bonnett escribió
tras la muerte de su hijo, ella cuenta cómo le asombró ver que
muchos escritores e intelectuales “se abochornan ante la muerte,
no saben abrazar, se paralizan al verme”. Sujetos acostumbra-
dos a trabajar con las palabras y las emociones no sabían cómo
actuar frente al dolor ajeno. En cambio, el maestro de obra que
iba a su casa para hacer reparaciones se acercó, conmovido por
la noticia, y le mostró los antebrazos con la piel de gallina: “Mire
cómo me he puesto”, le dijo afectado. A veces un gesto sencillo
y honesto, que no intenta consolar sino más bien mostrarse afli-
gido o empático, reconforta más que un discurso entero. Ante
algo así nadie espera que lo consueles porque no hay consuelo
posible. Los héroes del dolor no existen en la muerte de un hijo.
Recuerdo un fragmento del libro Funerales, de Emily Post,
que la escritora Joan Didion cita en El año del pensamiento mágico:
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“Nadie debe imponer su presencia a los que están en duelo y
hay que mantenerlos a salvo de las personas demasiado emo-
tivas, con independencia de lo cercanas o queridas que sean.
Aunque es un gran consuelo el saber que sus amigos les quieren
y sufren por ellos, se debe proteger a los deudos más cercanos
de cualquier persona o situación que pueda alterarles los ner-
vios, ya de por sí muy alterados, y nadie debería sentirse dolido
si le dicen que no puede ayudar o ser recibido. En tales momen-
tos, ciertas personas encuentran consuelo en la compañía, en
cambio, otras se alejan de los amigos más queridos”. Publica-
do en 1922, Funerales ofrece todo tipo de consejos sobre cómo
actuar frente a una persona en duelo. La minuciosidad de sus
recomendaciones es asombrosa: sugiere sentar al doliente “en
una habitación soleada”; ofrecerle poca comida: té, café, tostada
o un huevo pasado por agua, leche caliente, porque la fría “es
mala para quien ya está escalofriado”; aconseja que un amigo se
encargue de las cosas prácticas: los gastos del entierro, la lim-
pieza de la casa, la comida. “También es oportuno —apunta
Post— preparar un poco de té caliente o caldo para servir al
doliente luego del funeral, y no esperar a que lo pida. Las per-
sonas sometidas a una fuerte angustia no quieren comer, pero si
se les ofrece, lo tomarán mecánicamente, y lo que más necesitan
es algo caliente para empezar a digerir y estimular su deteriorada
circulación”. Post escribió su libro hace casi un siglo, cuando no
había conocimientos científicos sobre cómo reacciona el cuer-
po ante un hecho traumático. En la actualidad, algunos de esos
consejos forman parte de la etiqueta social que todos aplicamos
en los entierros.
Un funeral, por otro lado, permite establecer una tipología
de los abrazos. Hay abrazos tímidos que se olvidan muy pron-
to, abrazos tan fríos que queman por su indiferencia, abrazos
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que te quiebran en un segundo y luego te recomponen, abrazos
que te debilitan, abrazos que te asfixian, abrazos tan blandos
que ni se sienten, abrazos largos y firmes, abrazos abiertos que
producen paz, abrazos arrebatados que marcan la piel, abrazos
pueriles y veloces, abrazos que quisieras que no acaben nunca,
abrazos tiernos, abrazos llorones, abrazos de una sola mano,
abrazos protectores, abrazos que por un instante te hacen olvi-
dar la tragedia, abrazos que te sostienen, abrazos que te acom-
pañan por días, abrazos mudos. Pero ninguno de esos abrazos
pudo arrebatarme de la soledad. En el duelo, por más gente que
haya a tu alrededor, por más sonrisas que logren sacarte, siem-
pre te sentirás desgarradoramente solo.
Desde el primer día me impuse no reprimirme ninguna
emoción. Cuando mi hijo se marchó, descubrí una forma de
llorar que no sabía que existía dentro de mí. Un llanto que me
expulsaba hacia fuera, como si un monstruo buscara salir por
mis ojos y mi boca. Llorar la muerte de Renzo me hizo dar
cuenta de que hay miles de maneras de hacerlo: la palpitación en
el pecho, la opresión en la garganta, el bloqueo de las vías res-
piratorias, el latido incesante de los ojos. Comprendí entonces
que el duelo había que vivirlo así: con la vehemencia de quien
necesita expulsarlo todo. “Uno no se cura de una pena sino
sufriéndola intensamente”, escribió Marcel Proust. Cuando nos
permitimos gritar como desquiciados, cuando nos hundimos en
el odio y la desesperación, cuando aprendemos a evocar al hijo
que se ha ido, solo entonces podremos combatir a la muerte.
Para sobrevivir, primero hay que pasar por el infierno.
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Aleja tu dolor de mí
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esto ocurrió en 1963, tras la muerte de John F. Kennedy. En el
funeral —que fue transmitido en vivo—, su esposa Jacqueline
exhibió en todo momento un gesto imperturbable. No hubo
lágrimas ni lamentos ni ninguna muestra de dolor. Su marido
había sido asesinado de una forma espantosa —en un even-
to público y con ella a su costado—, pero Jacqueline aparecía
firme y tranquila en el entierro, desplegando una entereza que
sorprendió a todo el mundo. Muchos celebraron esta actitud
impávida y serena diciendo que era propio de una mujer valero-
sa, de una esposa fuerte que no se hundía en la angustia. ¿Pero
es realmente valiente alguien que no llora por una pérdida? ¿Ex-
poner el dolor está mal? ¿La tristeza es de verdad algo negativo?
Hoy aceptamos que una persona llore en un funeral, pero
nos parece poco sano que siga haciéndolo en las semanas o me-
ses siguientes. Llorar mucho incomoda: nadie quiere ver esce-
nas tristes en ningún lado. Si advertimos un rostro quejumbro-
so, nos apresuramos a aconsejar que debe superar la pérdida,
que no puede dejarse vencer, que tiene que seguir adelante. La
psicología llama “duelo patológico” al dolor excesivo y prolon-
gado. En la DSM V —la edición actual del manual diagnóstico
y estadístico de los trastornos mentales—, se sugiere que si una
persona lleva seis meses sufriendo por una pérdida, se le debe
medicar con antidepresivos. La tristeza se ha convertido en una
enfermedad: un padecimiento anormal que debe eliminarse con
pastillas. En otras palabras: si lloras demasiado por la muerte de
tu hijo, estás enferma y necesitas ayuda.
En una sociedad que todo el tiempo te dice que debes ser
feliz, la experiencia del duelo es vista como un estorbo, un pro-
ceso que se debe suprimir o acelerar. En el libro La moda negra,
del psicoanalista Darian Leader, se cita una investigación de la
Universidad de Harvard en donde se revela que más de la mitad
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de las viudas entrevistadas se sintió obligada a ocultar sus lágri-
mas. Lo mismo me pasó a mí: al poco tiempo de morir mi hijo,
mucha gente me pedía que deje de llorarlo. A veces cambiaban
de tema cuando hablaba de él o percibía reacciones incómodas
con tan solo mencionar su nombre. “A lo mejor habría que en-
cerrar a los que están en duelo en establecimientos especiales,
como a los leprosos”, escribió C. S. Lewis. Es una frase dura,
pero refleja la intolerancia y la falta de empatía que suele sentir
una persona que atraviesa por una pérdida. La gente te pide que
no llores y algunos se alejan de ti: se aburren de escucharte ha-
blar siempre de lo mismo. Se divierten viendo escenas de muer-
te en el cine, pero cuando se enfrentan a ella en la realidad vol-
tean la cara, se escapan. Poco a poco, dejas de comunicar lo que
sientes. Finges que te duele menos o que continúas con tu vida.
Tienes la delicadeza de no molestar a nadie con tu dolor. Pero
cuando estás solo, rompes a llorar. Te conviertes de pronto en
dos personas: el que sonríe en público y el que sufre en privado.
Para el antropólogo Geoffrey Gorer, actualmente “la muer-
te y el luto se tratan casi con la misma mojigatería que, hace cien
años, se trataban los impulsos sexuales”. Hoy, el duelo es lo más
parecido a un tabú: se evita hablar de él o se habla en voz baja,
con eufemismos. Pero no siempre fue así. Antes del siglo XX,
las manifestaciones de dolor no significaban eventos incómodos.
Durante muchos siglos, se contrataba a dolientes profesionales
para que lloren en los funerales: era un modo de permitir a los
afligidos entrar en contacto con su desdicha —contagiarlos de
llanto— y poder manifestarlo públicamente. Antes se buscaban
las lágrimas: ahora las reprimimos. Por otro lado, en el siglo XVI
era común que la sociedad impusiera a la familia un periodo de
reclusión tras la pérdida de uno de sus miembros: el objetivo
era impedir que los sobrevivientes olviden al muerto demasiado
37
pronto. Los parientes y amigos debían hacer visitas diarias para
acompañarlos y, de paso, cuidarlos contra los excesos de la pena.
A veces, cuando alguien no se sentía realmente afectado, su en-
torno lo obligaba a manifestar un desconsuelo inexistente. En
ese entonces, convivir con la tristeza era tan normal que solía
incluírsela como causa de muerte en las actas de defunción. Esta
cercanía con el sufrimiento permitía procesar la tragedia de una
manera más natural. En las viejas civilizaciones, la mayoría de
los viudos volvía a casarse tras la pérdida de su mujer. Ahora,
en cambio, como indica Philippe Ariès en Morir en Occidente, se
ha comprobado que la mortalidad de los viudos y viudas al año
siguiente de la muerte es mucho más alta. Al no poder compartir
el duelo, nuestro propio tormento termina matándonos.
Darian Leader relata esta historia: “Cuando el escritor
Nikolái Gógol tenía dieciséis años, su padre enfermó y murió
dos años después a la edad de cuarenta y tres. Al cabo de un
tiempo, él escribió a su madre: ‘Verdad que al principio estaba
terriblemente impactado por la noticia; sin embargo, no dejé
que nadie supiera que estaba triste. Pero cuando estaba solo, me
abandonaba a todo el poder de la loca desesperación. Incluso
quería atentar contra mi propia vida’. Esto es exactamente lo
que hizo Gógol más de veinte años después, cuando cometió
suicidio por inanición a los cuarenta y tres. Poco antes de morir,
dijo que su padre había muerto a la misma edad y ‘de la misma
enfermedad’”. Un duelo no resuelto es una bomba de tiempo:
en algún momento explotará por dentro haciéndonos un daño
irreparable. No importa cuántos años hayan pasado. El dolor
reprimido jamás desaparece: sigue ahí, agazapado dentro de no-
sotros, carcomiendo lentamente nuestro universo emocional.
Todos hemos perdido o vamos a perder a alguien en al-
gún momento. Así sea tu madre, tu padre, tu esposa o tu hijo.
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Cuando eso ocurre, tomar un atajo para evitar sentirte mal no
es una opción. Si no podemos tolerar la tristeza no podremos
experimentar nunca la felicidad. En un mundo que privilegia el
placer y la fiesta, la melancolía es tan extraña que asusta. El ac-
tor Jim Carrey, cuya novia se suicidó en setiembre del 2015, dijo
en una entrevista: “Todos tenemos miedo al río de lágrimas.
Pero lo cierto es que atravesarlo es el camino hacia la libertad.
Si entras, no saldrás indemne al otro lado de la orilla. Saldrá
tu cuerpo, pero tú serás otra persona”. La verdadera aflicción
transforma todo lo que eres y modifica tu visión de las cosas.
Cualquier adversidad, por más dramática que sea, activa nuestra
adormecida lucidez. No sabías nada y de pronto lo entiendes
todo. Estás al otro lado de la orilla.
Hace veintidós siglos, Ovidio escribió: “Bienvenido sea
este dolor, porque de él aprenderemos”. Si algo sé tras la muer-
te de mi hijo es que en la vida uno aprende más del dolor que
de la felicidad: la alegría no suele exigir ninguna reflexión ni
autoconciencia; en cambio, el dolor casi siempre nos impulsa
al cuestionamiento y la introspección. Cuando uno es feliz no
necesita cuestionar su felicidad, pero cuando uno es desdichado
constantemente se interroga sobre el origen de su desdicha. La
tristeza nos hunde en el pensamiento, mientras que la alegría
nos aleja de él para experimentar el regocijo sin interrupción. La
felicidad es irreflexiva, el sufrimiento meditabundo.
Así, reprimir el duelo es un modo de dejar de pensar. Es
olvidar que la vida no puede entenderse sin la muerte. Es su-
cumbir al falso bienestar de un mundo al que no le interesa tu
dolor. Tan terrible como perder a un hijo es pedirle a su madre
que no lo llore.
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Los sentimientos ocultos
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Era una mujer que reía con sus amigos y que, de pronto, se po-
nía a llorar. Una madre que sentía muchísimo amor por su hijo,
pero a la vez un odio profundo por todo lo demás. El mundo
se convirtió para mí en un páramo terrible: solo podía contem-
plar el espejismo de mi propio dolor. No entendía cómo el sol
seguía saliendo todos los días con una brutal indiferencia, cómo
la gente continuaba yendo despreocupada a sus trabajos, cómo
podían celebrar fiestas mientras mi hijo yacía muerto en una
tumba. La bestia de la pérdida se apoderó de mí, inyectándome
lo que con el tiempo he denominado los sentimientos ocultos. Aun-
que resulte difícil aceptarlo, es legítimo y necesario sentir rabia,
odio o envidia tras la muerte de alguien que amamos.
Pero el duelo también tiene trampas y peligros. La auto-
compasión, el desprecio, el egocentrismo. Creer que eres el úni-
co que sufre tanto. Reclamar una atención excesiva. Pensar que
tu tragedia es especial. El escritor Julian Barnes, cuya esposa
murió de un tumor en el cerebro, apunta en Niveles de vida: “El
duelo puede ser competitivo: mira cuánto lo amé y lo demues-
tro con mis lágrimas (y gano el trofeo). Existe la tentación de
sentir, cuando no de decir: caí desde más altura que tú; exa-
mina mis órganos reventados. Los afligidos exigen compasión,
pero, irritados por cualquier desafío a su primacía, subestiman
el dolor que otros están padeciendo por la misma pérdida”. La
magnitud de la angustia es tan tremenda que incluso la persona
más lúcida se ensimisma. Nadie está libre de caer en estas tram-
pas. De dejarse arrastrar por ellas hasta un punto irracional. De
hundirse en la vanidad del sufrimiento. Si ocurre, somos inca-
paces de admitirlo. El duelo, esa experiencia intransferible, es
tan oculto y salvaje que preferimos callar lo que nos avergüenza.
Nadie jamás te dice que sentirás unas ganas espantosas
de matar a medio mundo, que envidiarás secretamente a otras
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madres por tener a sus hijos, que odiarás las palabras de quienes
no sepan entender tu dolor. Recuerdo que hace poco vi un do-
cumental en donde la protagonista, una madre cuya hija de nue-
ve años fue violada y golpeada brutalmente, relata lo que sintió
en ese momento. Tras la masacre, unas personas encontraron a
la niña tirada en unos matorrales. La llevaron al hospital y le sal-
varon la vida, pero quedó con daños físicos y emocionales para
siempre. Al enterarse, la reacción de la madre es impactante:
le dice a su esposo que desearía que todas las niñas del mundo
pasen por la experiencia de su hija para que pudiera sentirse
acompañada. Cuando escuché estas palabras se me escarapeló
el cuerpo. No solo por la crudeza de la frase, sino porque en
algún momento yo llegué a pensar algo parecido: que todas las
madres del mundo pasen por la experiencia de perder a un hijo
para sentirme igual de acompañada. Es un pensamiento infame,
pero del que no se puede culpar a nadie. La desgracia vuelve a
todos frágiles y egoístas. Nos deforma el espíritu.
Un modo de salir de ese pozo oscuro es aprender a mi-
rarnos. El ejercicio de ver hacia adentro es áspero y tortuoso,
pero el viaje interior nos reconcilia. Muchas madres que experi-
mentan estas emociones deciden callar por temor a ser tildadas
de malas personas. Yo misma pasé mucho tiempo encerrada
en mi laberinto, horrorizándome de mis propios pensamientos.
Entonces comprendí que si no sacaba todo lo que tenía en mi
cabeza, no iba a poder sobrevivir.
Un día le dije a mi hijo menor que ya no creía en Dios, que
ahora solo creía en Renzo. Él sonrió en silencio y me abrazó.
Con ese simple gesto empezó a desaparecer mi miedo a decir lo
que sentía. Supe entonces que nadie podría extinguir la voz que
asomaba dentro de mí y que, con una nitidez conmovedora, me
susurraba al corazón: mi hijo es mi nuevo credo.
43
El mapa de los sueños
Una vez soñé que Renzo se moría. Fue hace mucho tiempo. Él
tenía diecinueve o veinte años, aún estudiaba publicidad. Entré
en su cuarto y lo vi tumbado en la cama, boca arriba, con los ojos
cerrados. En el sueño yo sabía que él estaba muerto. La imagen
fue tan precisa y espantosa que me hizo despertar de inmediato,
completamente agitada, y entonces corrí a su habitación para
verlo. Para saber si era verdad. Lo encontré igual —boca arriba y
con los ojos cerrados—, pero esta vez acerqué mi cara y advertí
que dormía. Recuerdo que tuve miedo: a mi madre y mi herma-
no Pedro también los soñé muertos, en tiempos distintos, mu-
chos años antes de que cada uno falleciera. Siempre era la misma
imagen: el cuerpo tendido, el rostro pálido y sin expresión, la
sensación de muerte. Cuando soñé con Renzo, no se lo conté
a nadie. Lo tomé como una simple pesadilla y, al cabo de un
tiempo, lo olvidé. Hasta que esa mañana de abril el horror me al-
canzó: la escena de mi hijo muerto era idéntica a la de mi sueño.
Cuando un ser querido fallece, lo buscamos al dormir. A
mí me ha ocurrido dos veces con Renzo. Un mes después de
su muerte, soñé que él entraba en mi cuarto vestido con una
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camisa blanca. Tenía los brazos abiertos y un gesto travieso en
el rostro. Se acercó para darme un beso, pero justo antes de
abrazarnos desapareció. Me desperté pensando que estaba vivo.
Meses después, volví a soñar con él. Había una fiesta familiar,
todos estábamos comiendo y brindando sentados en la mesa.
De pronto, vimos que Renzo entró con dos garrafas de vino en
sus manos, las puso sobre el mantel y se quedó de pie, mirándo-
nos en silencio. Fue un instante asombroso, pero también car-
gado de desconcierto: yo sabía que mi hijo estaba muerto. Es lo
único que pensaba mientras veía su rostro: no puede ser verdad,
no puede ser verdad. Y entonces, en algún momento, desperté.
En cierto modo, ambos sueños me consolaron. Me gustaba
repasar esas imágenes en mi mente. Me gustaba sentir que ha-
bía visto a mi hijo, que había experimentado —de nuevo— la
sensación de tenerlo enfrente de mí. Me gustaba engañarme
pensando que él lo había hecho a propósito, que había ingresa-
do en mis sueños con el objetivo de calmarme. También pensé
que era una señal: un mensaje que yo debía descifrar para saber
lo que Renzo trataba de decirme desde el más allá. En el duelo,
los sueños tienen cierto grado de peligro: nos empecinamos en
dotar las imágenes de significados místicos, sobreinterpretamos
lo que vemos porque somos vulnerables, porque estamos deses-
perados por establecer una conexión con el hijo perdido.
Para el psicoanálisis, los sueños son una forma de saber
en qué parte del proceso se encuentra el afligido, una especie
de mapa de su estado emocional. Después de una pérdida, es
común representar a la persona amada como totalmente bue-
na, idealizarla al punto de alterar su verdadera naturaleza, pero
también sucede lo contrario: lo vemos como alguien extrema-
damente malo, una especie de encarnación de la maldad. El ex-
tremismo es habitual en el duelo. Las representaciones oníri-
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cas sirven para entender nuestro dolor y casi siempre —como
sostiene la psicoanalista Melanie Klein, quien perdió a su hijo
mientras investigaba sobre el luto— son una forma de reparar
el daño. Darian Leader cuenta el caso de un hombre que, tras
la muerte de su madre, soñaba constantemente con una ballena
que tenía una herida enorme en el cuerpo. Su labor diaria era
coser la lesión con un cable de arpón para salvarla. En terapia,
se supo que ese hombre necesitaba reparar a su madre simbó-
licamente para aminorar la culpa que sentía por su muerte. Lo
que él no podía entender de manera consciente, los sueños se lo
dijeron a través de la representación.
Yo no sé qué trataban de decirme los míos. En tres años, he
soñado poco con mi hijo. Quizá porque en la vida real pienso tan-
to en él que mi inconsciente no necesita indicarme nada. Quizá
mi tormento sea tan abierto y tangible que angustiarme en sueños
sería un exceso y una crueldad innecesaria. Pero quizá algo está
faltando: quizá aún no puedo representar a mi hijo tal y como lo
recuerdo, sin alterar su imagen ni creer que aún sigue vivo. Quizá
mis sueños prefieran reservarme ese espacio para cuando esté
lista y pueda ver a Renzo a los ojos y saber que, incluso en mi
inconsciente, soy capaz de convivir con la idea de su muerte.
47
Día de la madre
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misma las palabras “feliz” y “madre”. En aquel momento yo era
una mamá que no podía ser feliz. Una mamá que había compren-
dido que, por más hijos que tuviera, cuando uno de ellos muere
se convierte de pronto en el adorado especial: todos los hijos que
perdemos son hijos únicos. La muerte no solo nos arrebata a la
persona que trajimos al mundo, sino que, con su feroz desampa-
ro, nos hace sentir que dejamos de ser un poco madres.
Enterramos a un hijo y nos partimos en dos. Sin darnos
cuenta, la pérdida nos expulsa a un abismo en el que descubri-
mos una versión sombría y melancólica de nosotras mismas.
Con el tiempo, tuve que aprender a convivir con dos mujeres
dentro de mí: la madre que aún puede abrazar a sus hijos y la
otra, la que está rota, la que acaricia y besa a una fotografía, la
que deja flores sobre una tumba.
Me costó entender que el aprendizaje del duelo consistía
en aceptar que esas dos personas soy yo. No fue así durante el
primer Día de la Madre: para entonces la mujer sin hijo había
colonizado a la otra mujer, y lo único que yo lograba contem-
plar era mi rabia y mi oscuridad. Para el segundo año, las dos
madres ya empezaban a conocerse y a sentir que, con dolor y
una silenciosa voluntad, podían habitar el mismo cuerpo. Ahora
ambas mujeres han conseguido vivir juntas y, aunque a veces
una se interpone sobre la otra, la opaca o la vulnera, sé que las
dos forman parte de mí. Soy la madre rota que besa a los hijos
que aún tiene consigo. Soy la madre que, a fuerza de llanto y
desesperación, ha cultivado la memoria de su hijo muerto.
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Pastillas para dormir
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tanto, un dolor de ese calibre no podía soportarse en el desvelo,
así que no se alarmaron demasiado. Pero al segundo y tercer día
intentaron despertarme y, al ver que no reaccionaba, llamaron a
un doctor. Creían que la pena había afectado mi mente, que es-
taba perdiendo la cordura. Yo también, a mi manera, me estaba
muriendo. El médico pidió a mis hijos que revisen los medica-
mentos que había tomado en los últimos días. Sospechaba que
había hecho alguna mezcla o que quizá, hundida en la triste-
za, me había excedido con las dosis. Entonces uno de mis hijos
indagó en el cajón donde guardo las pastillas y descubrió que
desde hacía tres días venía ingiriendo la medicina equivocada. Se
trataba de un error extraño. El domingo anterior, pedí a Juan que
comprara un medicamento para la presión, llamado Losartán,
que en esa época yo tomaba todas las mañanas. Cuando fue a
comprar, el farmacéutico confundió el blíster de Losartán con el
de Lorazepam, un ansiolítico muy fuerte, y mi hijo no advirtió la
equivocación. Volvió a casa, me entregó el blíster y al día siguien-
te tomé el fármaco sin percatarme de nada. Ambas pastillas eran
idénticas: el mismo laboratorio, la misma caja, el mismo tamaño
y color. Desde ese momento mi organismo recibió dos ansiolíti-
cos distintos cada doce horas: dos dosis de Lorazepam (mañana
y noche) y una de Alprazolam, recetado por el mismo médico
para calmarme los nervios de aquellos días. Sin saber, cada vez
que despertaba ingería otra pastilla para seguir durmiendo. Al
cuarto día, ya consciente, me di cuenta de lo que ocurría y fui
con Juan a exigir una explicación al chico de la farmacia. Hubo
una breve discusión, un altercado sin importancia, pero al final
el muchacho terminó aceptando su error.
Desde hace una década sufro de hipertensión y jamás he te-
nido problemas con los fármacos. En otro momento, el inciden-
te me hubiese parecido un descuido lamentable, pero ahora era
52
distinto. En medio de la confusión y el dolor en que me encon-
traba, ese equívoco tan inverosímil me había alejado de la realidad
que vivía. Como si la sucesión de hechos se hubiera ordenado
de un modo exacto para que yo pudiese descansar, al menos por
unos días, de la pesadilla de ver morir a mi hijo. Como si él, desde
donde sea que se encontrase, me hubiera mandado a la cama para
rescatarme de la angustia, para obligarme a tener un respiro, para
sacarme de ese mundo al que yo ya no quería pertenecer.
Aquellos tres días fueron una pausa de la vida, un parénte-
sis del sufrimiento, una forma de morir siguiendo los pasos de
Renzo. Luego desperté y seguí viviendo su muerte, porque la
muerte, como escribió Francisco Umbral en Mortal y rosa, “hay
que vivirla en la vida, luego en la muerte ya no hay muerte”.
Pero cuando un hijo muere, no es extraño que los padres sien-
tan una violenta necesidad de ir tras él. La actriz británica Billie
Whitelaw contó que llevaba píldoras en sus bolsillos cuando su
hijo estuvo al borde de la muerte, para poder seguirlo si moría.
Todos los padres del mundo tienen miedo de que se les mueran
los hijos. Todos los padres del mundo han tenido alguna vez
visiones fúnebres sobre ellos. Hace unos años yo solía decirles
a los míos que cada vez que salían a la calle, imaginaba la figura
de un ángel sobre sus cabezas. Un ángel que los protegía y que,
en mi fabulación de madre temerosa, me hacía sentir un poco
más tranquila. En realidad, lo que quería decirles era que me ate-
rraba, me espantaba, me horrorizaba la idea de perderlos. Cuan-
do sucedió, mi primer impulso fue querer desaparecer. Todos
los padres en duelo han sentido ese fatídico deseo de claudicar,
de buscar la muerte para hallar al hijo perdido, de tirar de una
vez la toalla por amor y melancolía. La actriz Debbie Reynolds
murió un día después de que lo hiciera su hija Carrie Fisher, la
recordada Princesa Leia. La hija tuvo un paro cardíaco, la madre
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un derrame cerebral. Reynolds preparaba el funeral de su hija
cuando de pronto empezó a sentirse mal. Todavía consciente, le
dijo a su hijo Todd: “Extraño tanto a Carrie que desearía estar
con ella”. Quince minutos después sufrió el derrame y murió.
No es una novedad que, tras un severo estrés emocional,
una persona puede experimentar daños físicos de cualquier ín-
dole. Uno de los más habituales es el llamado “síndrome del
corazón roto”, un tipo de miocardiopatía que consiste en una
repentina insuficiencia cardíaca inducida por un impacto emo-
tivo, como es la muerte de un ser querido. Los síntomas son
parecidos a los de un infarto: dolor en el pecho, dificultad para
respirar, latidos irregulares del corazón. Esta afección sobrevie-
ne poco después del estallido del estrés, a diferencia de otras
reacciones psicosomáticas que por lo general aparecen con las
semanas, meses o incluso años.
En mi caso, no sufrí el síndrome del corazón roto, pero
desde que Renzo murió siento a menudo un dolor penetrante
en el pecho, un vacío terrible que me conduce a un estado de
ansiedad difícil de controlar. Como si de pronto algo faltara en
mi cuerpo, algo que me paraliza y me corta la respiración. Suele
ocurrirme por las noches, cuando todos duermen y estoy a solas
conmigo misma, pero también sucede en cualquier momento
del día. A veces dura horas y no sé cómo aliviarlo. Me quedo en
mi cuarto, tratando de respirar hondo para esfumar ese hueco
que poco a poco va abriéndose hacia dentro. En esos instantes
de muda desesperación pienso en mi hijo. Cierro los ojos para
verlo. Le hablo en silencio. Sé que nada me salvará de la angustia
que súbitamente aparece en mi pecho, pero estar con él en mi
ansiedad es una manera de sentirme resguardada. De imaginar
que, así como lo hacía en vida, él viene a mi lado cuando todo
parece derrumbarse.
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Volver de la muerte
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que yo perseguí esa mañana se ajustaba a ese recuerdo: lentes os-
curos, barba, pelo largo. Era perfecto para crear la ilusión de que
Renzo había vuelto de entre los muertos. Seguirlo por las calles,
como si fuera la detective de un fantasma, no era otra cosa que
aferrarme a la idea de que aún podía encontrarme con él. Al cabo
de unas cuadras, sin embargo, le perdí el rastro. El chico dobló en
una esquina y cuando llegué allí ya no estaba. Por un instante no
supe si volver a casa o seguir buscándolo, empecinada en prolon-
gar esa inútil y loca esperanza de que los muertos pueden apare-
cer. “Si verdaderamente los muertos regresaran, ¿qué sabrían al
volver? ¿Podríamos enfrentarnos a ellos?”, se pregunta la perio-
dista Joan Didion. ¿Qué me diría Renzo si un día se presentara en
la puerta de la casa? ¿Qué le diría yo? ¿Sabría lo mucho que lo he
llorado? ¿Sabría que escribo un libro sobre él?
Esa mañana, tras perder de vista al muchacho, sentí una
extraña sensación de abandono. Me culpaba en silencio por per-
mitir que mi hijo se marchara de nuevo. Por dejar que desapa-
rezca otra vez. Sabía que era una culpa irracional, pero en ese
entonces todo era irracional: el deseo de ver a mi hijo estaba tan
instalado en mí que cualquier pretexto servía para convertir ese
deseo en realidad. No importaba si solo era unos segundos. No
importaba si solo era una fantasía. A veces el autoengaño puede
ser también un consuelo. Un modo de conjurar la insoportable
herida a la que nos sume una pérdida.
Volví a casa y me eché en la cama. Tenía el corazón acele-
rado. Necesitaba pensar con tranquilidad en lo que había suce-
dido. Necesitaba procesarlo. Pronto, la culpa desapareció para
abrir paso a una especie de alegría cómplice: ver y perseguir a
un hijo falso era un modo de acercarme al hijo verdadero. Es-
taba tan ensimismada en mis pensamientos sobre Renzo que
cualquier detalle —por más lejano a su identidad y naturaleza—
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lo vinculaba con él. Lo cierto es que, desde entonces, todos los
chicos con barba y pelo recogido tienen algo de mi hijo. Todos,
de alguna forma, son él.
Decidí no contarle a nadie que había perseguido a un extra-
ño. Lo oculté por vergüenza y porque, básicamente, había sido
una insensatez. Una cosa absurda. Sé que cualquiera hubiera
dicho eso. Pero también sé que dentro de mí el hecho de seguir
a ese muchacho por la calle tenía todo el sentido del mundo. No
estaba loca: estaba triste, desgarrada, abatida. Necesitaba ver a
Renzo aun sabiendo que no lo estaba viendo, aun sabiendo que
no era él. Necesitaba imaginar su figura dentro de una normali-
dad rutinaria, como quien sale a comprar el pan o a encontrarse
con un amigo. Necesitaba sentir otra vez lo que era verlo. No
es algo tan extraño. En su libro sobre el duelo, Darian Leader
indica que un cincuenta por ciento de dolientes experimenta
alucinaciones sobre la persona perdida: escuchan su voz al otro
lado del teléfono, sienten su presencia en la casa o lo ven ca-
minar por las calles. Esas pequeñas alucinaciones son las que nos
salvan, las que nos permiten seguir despertando en las mañanas.
Pero también son un signo de desesperación.
Joan Didion, que perdió a su esposo de un paro cardíaco,
cuenta que durante un tiempo no pudo deshacerse de sus zapa-
tos porque creía que él los iba a necesitar cuando volviera. “Yo
no estaba preparada en modo alguno para aceptar la noticia
como algo definitivo: en algún plano de mi conciencia pensaba
que lo que había sucedido era reversible. Por ese motivo nece-
sitaba estar sola”, escribe. Lo definitivo de la muerte hace que
nos cueste aceptarla. No hay vuelta atrás. “Todo en la vida tiene
solución, menos la muerte”, dice el lugar común, pero cuan-
do ocurre, no lo aceptamos. Lo más difícil de aceptar cuando
alguien muere es que está muerto.
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Creer que esa persona puede volver es parte de nuestro
aclimatamiento en las comarcas de la muerte. Estando allí, lo
irracional parece algo completamente lógico: los incrédulos se
vuelven supersticiosos, los ateos se convierten en creyentes, los
escépticos ven señales en todas partes. La pérdida nos transfor-
ma en alguien que jamás pensamos ser. El escritor C. S. Lewis,
conocido por su ferviente y activo catolicismo, empezó a dudar
de Dios tras la muerte de su esposa. En Una pena en observación,
cuestiona su propia fe y reniega de su religión. Nunca imaginó
que algo así podía suceder y, sin embargo, sucedió. En un mo-
mento señala: “Muchos me dicen que mi esposa ahora es feliz,
me dicen que descansa en paz. ¿Qué les hace estar tan seguros
de esto? […] ¿Cómo pueden estar tan seguros de que la angustia
acaba con la muerte? Más de la mitad de los cristianos del mun-
do y millones de seres en todo Oriente, piensan de otra manera.
¿Cómo pueden saber que descansa en paz? ¿Por qué la separa-
ción, esa separación que es agonía para el amante abandonado,
habría de ser indolora para el amante que nos deja? ‘Porque
ella ahora está en las manos de Dios’, responden. Pero si esto
fuera así, tendría que haber estado en manos de Dios todo el
tiempo, y yo he sido testigo del trato que esas manos le dieron
en la tierra. ¿Van a volverse más cariñosas para nosotros justo
en el momento en que nos escapamos del cuerpo? ¿Y por qué
razón? Si la bondad de Dios no es consecuente con el daño que
nos inflige, una de dos: o Dios no es bueno, o no existe; porque
en la única vida que nos es dado conocer nos golpea hasta gra-
dos inimaginables, nos hace un daño que supera nuestros más
negros presagios. Y si Dios es consecuente al hacernos daño,
puede seguírnoslo haciendo después de muertos de una forma
tan insoportable como antes”. Más adelante, escribe con amar-
ga ironía: “Lo que realmente me asusta es pensar que somos
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ratones atrapados en una ratonera. O, todavía peor, ratones en
un laboratorio. Creo recordar que alguien dijo: ‘Dios siempre
geometriza’. ¿No querría decir en realidad: ‘Dios siempre des-
cuartiza’?”.
La muerte que te toca de verdad, que llega hasta la médula
de tus miedos, deja poco de ti. No solo te desequilibra y aparta
de la realidad, sino que vacía tus principios más arraigados. Tras
perder a su padre, Hamlet lo ve aparecer como un fantasma
en las afueras del castillo real. En el encuentro, el espectro le
pide que vengue su muerte. Aunque en un principio duda de la
veracidad de su visión, Hamlet decide hacer caso al comprobar
que lo que dice el fantasma es verdad. Tiene que matar a su tío,
el verdadero asesino del padre, pero al final su búsqueda de
venganza origina otras muertes y la obra culmina en un terri-
ble baño de sangre. En la historia de Shakespeare, la aparición
trastoca la realidad y el destino de Hamlet, convirtiéndolo en
alguien ajeno de sí mismo. El duelo por su padre se intensifica
con ese hecho y no se resolverá hasta que cumpla el mandato de
venganza. Su obsesión termina matándolo.
El deseo de ver otra vez a nuestros muertos no desaparece
nunca, pero poco a poco el tiempo va calmando la ansiedad
de la ausencia, esa dolorosa inquietud por contemplar, al me-
nos por última vez, lo que hemos perdido. Quien antes parecía
tan idéntico al ser querido, ahora no lo parece tanto. Dejamos
de verlo en todas partes o de sentirlo con esa proximidad tan
palpable, tan poderosa. Salir a la calle ya no es una forma de
buscarlo entre la gente.
Al cabo de unas semanas me crucé de nuevo con el mu-
chacho que había perseguido. Me enteré de que, poco después
de la muerte de mi hijo, se mudó a la misma cuadra en donde
yo vivo, a tan solo unos metros de distancia. No lo conozco ni
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sé su nombre, pero he vuelto a verlo muchas veces. Cada vez
que ocurre, suelo estremecerme al primer golpe de vista. Solo
es un instante, hasta que mi cerebro me recuerda que se trata de
otra persona y no de Renzo. Pero con el tiempo he aprendido
a mirar a ese muchacho. He aprendido a distinguirlo de mi hijo.
Ya no creo que se parezca tanto. Es más viejo, camina distinto,
tiene otro color de cabello. Pero si lo miro de lejos puedo reco-
nocer a Renzo en su figura. A veces, cuando lo veo, me gusta
imaginar que es él, que ha vuelto de la muerte y ahora juega a
esconderse de mí. Que hace como si no me conociera y camina
frente a la casa para vigilarme, para vigilarnos, para asegurarse
de que ninguno de nosotros se ha derrumbado. Es algo que él
haría, jugar de esa manera sin dejar de cuidarnos, pero también
pienso que quizá un día no podría más y tocaría la puerta de la
casa, tocaría una y otra vez ansiosamente hasta que alguno de
nosotros, quizá yo misma, le abriría sin saber lo que va a ver, sin
intuir lo que va a pasar, y entonces él diría, al fin: “He vuelto,
mamá, aquí estoy. Ya no tienes por qué llorar”.
60
La tiranía del olvido
61
la tragedia, de enfrentarnos de pie y con los ojos abiertos al
monstruo de la muerte. A veces, quienes nos rodean piensan
que recuperarse del duelo supone olvidar el llanto. Que dejar de
hablar del hijo muerto es un indicio de que nos sentimos mejor.
Que sobreponerse a la pérdida significa sonreír frente al resto.
En mi caso, la forma más sana y honesta de atravesar la muerte
ha sido evocar a Renzo todo el tiempo. Nombrarlo, pensarlo,
añorarlo. Son las palabras y las lágrimas las que lo traen a la vida.
Todo duelo consiste en aprender a recordar. Esto no im-
plica perpetuarse en el pasado, sino más bien poder reconciliar
la memoria con la ausencia. Aprender a ver una fotografía sin
que nos haga daño, mirar el nombre de nuestro hijo sobre una
lápida sin derrumbarnos, hablar de él sin que nadie se sienta in-
cómodo. Entender que los recuerdos serán alegres, sombríos y
tristes, y que debo asumir esa intensidad de las emociones. Que
no puedo huir de mí misma y mucho menos de mi propio hijo.
Que la única manera de sobrellevar su pérdida es cruzando el
oscuro túnel del dolor.
Pero este aprendizaje del recuerdo significa saber evocarlo
en voz alta. En un principio, me costaba nombrar a Renzo con
naturalidad frente a amigos y familiares. Ellos también evitaban
hacerlo por miedo a entristecerme. Un día, sin embargo, durante
el primer Año Nuevo sin mi hijo, una sobrina pidió hablar en
medio del brindis. Dijo: “Sé que todos aquí estamos pensando
en Renzo, pero no lo decimos. Yo quiero recordarlo esta noche y
brindar por él”. Estas palabras rompieron el hielo. Me rompieron
a mí. Una madre siempre va a querer que los demás hablen de
su hijo, que lo recuerden en las reuniones familiares, que cuenten
todo tipo de anécdotas sobre su vida. Convertir el vacío en una
presencia inagotable, renovada, completamente natural. Porque
el hecho de que mi hijo esté muerto no quiere decir que no exista.
62
Cuando hablo con Renzo, suelo decirle que nunca apren-
deré a perderlo. Hace cuatro años enterré su cuerpo, pero jamás
podré enterrar su memoria. Voy a mantenerlo con vida como la
persona que fue, como el joven de pelo largo que escuchaba to-
das las noches las canciones de Pearl Jam, las mismas canciones
que ahora yo escucho para llorar. Le digo que existe dentro de
mí como existe mi conciencia, con la misma energía de mis emo-
ciones, con la misma nitidez de mis pensamientos. Es mi alegría
y mi tristeza. Es esta boca que solo sabe pronunciar su nombre.
***
63
Nunca tuve la oportunidad de despedirme, de decirte: “Oye, feliz año
nuevo”. Ninguno de los dos llegamos. Llegamos tarde. O tal vez muy
temprano.
Las personas tienen su propia forma de recordarte, algunos actúan
como si realmente no quisieran hacerlo, como si acordarse de ti les arruinara
su “feliz y risueña vida”, su rutina. Pero seamos sinceros: ¿a quién le gusta
hablar de tragedias? Nos entristece, nos hace reflexionar, ¿y quién quiere
reflexionar? Nadie. Todos queremos seguir ‘juergueando’, cerrar negocios,
comprar bloqueadores, cambiar nuestra foto de perfil en Facebook. ¿Y eso
está mal? No lo sé. Pero el mundo sigue girando, pasan los meses y te
olvidan, hablan de ti como una anécdota, como si dijeran:
64
sensación con otra menos dolorosa? No lo sé. Pero cuando me refiero a esa
‘gente’ son todos menos tu familia y amigos más cercanos. No imagino el
dolor que deben de sentir al escuchar los fuegos artificiales este año y no, no
puedo ir más allá. Soy incapaz de ir más allá.
Mi título lo resume todo. Por eso hoy, y quizá siempre, sienta esa
extraña culpa, esa sensación de que no eras tú el que debía irse.
65
Mi brazo izquierdo
Escribo este libro con una sola mano. Hace siete años, un cán-
cer inmovilizó por completo mi brazo derecho. Desde entonces
batallo para cocinar, abrir una botella o cambiarme de ropa.
El tumor que se alojó en mi cuerpo me hizo creer que estaba
a punto de morir. Me lo detectaron en mayo del 2012. Renzo
estaba conmigo cuando el doctor anunció el diagnóstico: un
carcinoma al nivel de la clavícula. Sin embargo, no era la prime-
ra vez que enfrentaba esta enfermedad. Dieciocho años atrás,
a mediados de los noventa, me había salvado de un cáncer de
mama luego de someterme a una mastectomía radical y a seis
meses de quimioterapia. Cuando el tumor al fin desapareció, el
doctor me dijo que el brazo derecho había quedado debilitado y
no debía forzarlo. Durante la siguiente década tuve que cuidar-
me de levantar cosas pesadas o recibir algún golpe en esa parte.
Pero continué con mi vida. Vi crecer a mis hijos. Me jubilé. Has-
ta que a mediados del 2011, de un momento a otro, empecé a
perder la movilidad del brazo. Me tomó un tiempo darme cuen-
ta de que aquello podía tener relación con el cáncer que había
sufrido antes. O no quería aceptarlo. Me aterraba la idea de que
67
fuera cierto. Acudí a varios médicos. Todos coincidieron en lo
mismo: era un linfedema, una enfermedad típica en pacientes
operados de cáncer de mama. En la mastectomía me habían
extirpado ganglios que, con los años, hicieron falta en mi siste-
ma linfático. Cuando esto sucede, la extremidad se hincha y, en
algunos casos, pierde la movilidad. No hay cura para este mal.
Lo que entonces no sabía era que, al mismo tiempo, se es-
taba formando otro tumor en mi clavícula.
Fue Renzo el que insistió para ir a un oncólogo. El dolor
del brazo era insoportable. Un dolor electrizante que irradiaba
toda mi mano y cuya intensidad me hacía llorar como una niña
desamparada. Recuerdo días enteros postrada en mi cama, sin-
tiendo que desfallecía por la brutalidad del dolor, viendo a mis
hijos a mi lado sin poder hacer nada. El tumor y el linfedema me
estaban destrozando. Para cuando comencé la quimioterapia,
que también duraría seis meses, estaba convencida de que esta
vez no lograría sobrevivir. El segundo carcinoma me derrotaría
y yo iba a dejar a tres hijos huérfanos de madre. Entonces iba
todas las semanas al hospital para recibir el tratamiento. Mi pelo
se volvió a caer. Me sentía débil, cansada, sin ánimos de luchar.
Pero continué. No podía hacer otra cosa que continuar. La en-
fermedad hace eso: te obliga a acostumbrarte a una realidad
distinta, una realidad dominada por el miedo en la que no tienes
opciones, en la que estás a merced de un grupo de células que
pretende conquistar tu cuerpo y acabar contigo. Tras la quimio,
recibí radioterapia durante un mes; luego me indicaron pastillas.
El proceso duró más de un año y, contra todo pronóstico, surtió
efecto: el tumor se redujo. Fue entonces que, en medio de mi
recuperación, cuando creía que comenzaba de nuevo con mi
vida, Renzo murió repentinamente y otra forma de dolor, mu-
cho más terrible que un cáncer maligno, se instaló dentro de mí.
68
Tuve que sobrellevar mi duelo con un solo brazo —el cual
quedó inútil para siempre— y un tumor en la clavícula que em-
pezaba a extinguirse. Al mismo tiempo que luchaba contra el
dolor de la pérdida, debía aprender a vivir con una sola mano:
escribir de nuevo, abotonarme una blusa, cocinar, cortar un
simple trozo de carne, bañarme. Pronto entendí que perder a
un hijo con un brazo no es lo mismo que perderlo con dos.
Cuando vi a Renzo muerto sobre su cama, no pude abrazar-
lo como él merecía. Me fue imposible acariciar su rostro con
ambas manos por última vez. En el funeral, solo fui capaz de
devolver el pésame de la gente con abrazos incompletos. Ahora,
cada vez que voy al cementerio, necesito ayuda para limpiar la
lápida y cortar el césped que crece sobre su tumba. En menos
de tres años, perdí a Renzo y a mi brazo derecho, pero desde un
inicio decidí dar pelea, amputada de un hijo y con cinco dedos
para defenderme.
El duelo es una forma de tumor emocional: surge dentro
de nosotros con la amenaza de matarnos. El dolor de la pérdida
busca hacer metástasis y colonizar toda nuestra vida. Se ramifica
silenciosamente por el cuerpo, como si fuera un grupo de célu-
las enfermas que inicia una reproducción insensata y peligrosa.
Como sucede con el cáncer, el duelo no es un virus que nos
infecta desde afuera; está en nosotros, forma parte de lo que
somos. Yo soy mi dolor y mi dolor es mi hijo. No se irá jamás,
no quiero que se vaya. Pero del mismo modo en que aprendí
a vivir con un brazo vivo y el otro muerto, tuve que aprender
a domesticar mi dolor. No podía permitir que la pena acabara
conmigo, sino que ella misma debía impulsarme a sobrevivir.
Hoy mi brazo izquierdo —el lado sano que ha tenido que
ingeniárselas a solas— encarna la fuerza con la que, día tras
día, me levanto de la cama para honrar a Renzo. Ambos son el
69
símbolo de la mujer en que me he convertido: una madre que
debe luchar para abrir una botella, para cortar un limón en dos
mitades, para arreglar la tumba de su hijo. Cada pequeña victoria
es la prueba de que batallo por estar viva. Y Renzo, el hijo que no
pude despedir con mis dos manos, es el emblema de esa batalla.
70
El idioma de la pérdida
71
que pasó con él”. Enfrentar una pérdida significa aprender un
nuevo lenguaje. Nuestro léxico se atiborra de expresiones ex-
trañas: “cementerio”, “defunción”, “lápida”. Palabras que hace
unos años casi nunca pronunciaba y que ahora digo todas las
semanas. Sin darnos cuenta, la muerte inaugura ante nosotras
el idioma del dolor. Somos de pronto adultas balbuceantes que
deben aprender a hablar de nuevo.
Ser conscientes de ciertas expresiones nos permite recono-
cer las trampas del lenguaje. Una sola palabra puede cambiarlo
todo. No se trata de “superar” sino de “aceptar” o “sobrellevar”
una muerte. No se trata de “seguir adelante” sino de “vivir con
ello”. No se trata de “voltear la página” sino de “conservar la
memoria”. Además, insistir en reflexiones inútiles como “hu-
biera hecho” tal o cual cosa solo consigue perpetuar una culpa
peligrosa. Mi hijo ya está muerto. No puedo hacer nada para
cambiar lo que ocurrió. Solo tengo mi vida y su recuerdo. Cami-
nar en el duelo es comprender que no sirve torturarse por algo
de lo que ya no tienes control.
Ante un suceso tan doloroso, el uso de las palabras no es
un asunto menor. Ellas nos ayudan a encontrar un sendero en
medio de la oscuridad, a darle sentido a las emociones y los he-
chos, a comprender un poco mejor qué cosa significa perder a
un hijo. El lenguaje que usamos, el modo cómo verbalizamos el
trauma, revela la forma en que enfrentamos la pérdida. Encon-
trar las palabras exactas ayuda a fijar y enmarcar los sentimien-
tos, a darles un orden específico dentro del caos. En mi caso,
atravesar por esta experiencia me dio el vocabulario necesario
para luchar por mi salvación.
En un momento, decidí dar un nuevo sentido a la muerte
de mi hijo. Yo no soy precisamente una escritora. Nunca lo he
sido. Mi hijo menor escribe. Mi padre escribió dos libros en su
72
vida. Mi tío fue un conocido autor de literatura infantil y ama-
zónica, Francisco Izquierdo Ríos. Su hermana, mi tía Cecilia, es
poeta. Dos de mis hermanos también escribieron: un poemario
y una novela. Pero yo no soy escritora. Nunca he pretendido
serlo. He escrito, por supuesto. Escribí un día después de que
me extirparan un tumor maligno del seno. Escribí tras la muerte
de mi padre. Y ahora que ha muerto mi hijo he vuelto a hacer-
lo. No sé qué relación tenga yo con las palabras. Quizá sea de
auxilio o desesperación. Quizá ellas sean mi refugio. Pero una
noche, frente a mi computadora, empecé a teclear como si fuera
lo último que haría en mi vida. Escribí para expulsar mi dolor,
pero también para entenderlo. Escribí con furia y con llanto
para no dejarme vencer por la muerte. Fue un instante lumino-
so: descubrí que mi forma de enfrentarme al terrible monstruo
de la pérdida iba a ser con palabras. Ante la tétrica connotación
que solemos dar a la muerte, yo decidí convertir mis palabras
en vida. Así nacieron estos textos: como una lucha para hacer
que mi dolor valga la pena, para acompañar a otras personas en
su duelo, para seguir hablando con mi hijo. Mientras yo pueda
escribir, Renzo estará vivo.
73
La primera vez que te vi
Hoy Renzo cumpliría 30 años. Desde que se fue, no hay un solo día en que
no piense en él. Todo lo que hago, lo que veo, lo que digo me recuerda a su
vida. Contemplar a mis otros dos hijos es un recordatorio de que Renzo ya
no está aquí. Despertarme sintiendo un vacío en el pecho es el reflejo perpe-
tuo de su muerte. A veces pienso que mi cabeza está monopolizada por un
solo rostro, y que lo único que sé hacer es cultivar su recuerdo. El duelo es
un baúl enorme en donde depositamos la memoria de la persona que perdi-
mos. Soy una recolectora de imágenes mentales de mi hijo, de viejas escenas
en donde solo aparece él, de emociones que han resistido al paso del tiempo.
Tantas horas juntos, tantas palabras dichas, tantos besos a lo largo de los
años no pueden extinguirse en la nada. Se ocultan por una temporada,
pero luego, con el oscuro golpe de la pérdida, aparecen convertidas en algo
más: una historia que escribimos todos los días en la mente, una imagen
que vuelve una y otra vez como el viento, un catálogo disperso de recuerdos.
La muerte nos impulsa a socavar en la memoria para recuperar todos
esos instantes que parecían perdidos. Uno de ellos, por ejemplo, ha sido el
75
momento en que vi a mi hijo por primera vez. Estaba echada en la cama
del hospital cuando, de pronto, alguien trajo un cuerpecito envuelto en una
manta blanca. Vi su rostro rosado, los pocos pelos que sobresalían de la
cabeza, aquellos ojos hermosos que de inmediato empezaron a llorar. Era
mi segundo hijo, un niño precioso que se convertiría en un muchacho apa-
sionado por la música, el fútbol y el amor. Jamás pensé que llegaría el día
en que ese niño de ojos verdes no celebraría su nacimiento.
Pero cuando llegué a casa ocurrió algo que hoy percibo como una ex-
traña premonición. Mi madre rompió a llorar al ver a Renzo. Fue un llan-
to triste y repentino, que ella jamás había tenido por ninguno de sus nietos.
En ese momento no entendí sus lágrimas, pero ahora, luego de treinta años
y con Renzo muerto, he entendido. Meses atrás, su propio hijo, mi hermano
Pedro, había fallecido en un accidente de auto. Por diversos motivos, ella
llevó un duelo callado y solitario, un duelo que ni siquiera yo, una de sus
personas más cercanas, pude comprender en su verdadera dimensión. No
supe ayudar a mi madre, y ahora que mi hijo también ha muerto pienso en
todas las cosas que debí hacer, en todo aquello que no dije porque era inca-
paz de entender su dolor, en el terrible tormento que ella tuvo que atravesar
sin decir una sola palabra. Mi madre acababa de perder a su hijo y ver a
Renzo significaba recordar esa pérdida. Ella no lloraba por mi hijo, sino
por el suyo que ya no tenía a su lado. Por un instante, el rostro de Renzo
encarnó a su tío muerto. Pero yo, en ese entonces, no podía darme cuenta.
Estaba obnubilada por ese niño que acababa de traer al mundo. El mismo
que 27 años después se marcharía en silencio, dejándome extraviada en un
laberinto en el que todas las paredes tienen el retrato de sus ojos.
Renzo ha cumplido 30 años.
Hijo, esta noche esperaré despierta para volverte a ver.
76
¿Por qué a mis sesenta años
empezó a gustarme Pearl Jam?
77
Renzo siempre fue un apasionado de la música. Empezó a
escuchar rock a los nueve años por su hermano mayor. Nirvana,
Pearl Jam, Soundgarden, Smashing Pumpkins, Collective Soul,
Silverchair. Recuerdo que mis tres hijos pasaban tardes enteras
junto a los parlantes de la radio. A veces me aturdía el ruido de
la música, pero no les decía nada. La prohibición y el castigo
nunca fueron mi estilo. Oía las canciones a lo lejos, como si for-
maran parte de una costumbre doméstica, y sin darme cuenta
fui aprendiendo los ritmos, el sonido de las guitarras distor-
sionadas, los coros a gritos. Pearl Jam era lo que más sonaba.
Con el tiempo, el único de los tres que continuó escuchando a
la banda fue Renzo. Sus canciones le hablaban, lo guiaban, lo
hacían sentir menos solo. La música era eso para él: un modo
de estar acompañado. Un refugio ante la confusión. Cuando las
cosas no andaban bien, Renzo ponía Pearl Jam a todo volumen.
Era como si en vez de oír canciones, mi hijo escuchara prédicas
contra la desesperación. Había algo religioso en su manera de
prestar atención al sonido. De hecho, durante los últimos diez
años, esa fue su rutina más constante: llegaba del trabajo por la
noche, se encerraba en su cuarto en penumbra y dejaba correr la
música por horas. El ruido invadía toda la casa como una banda
sonora que acompañaba nuestros actos.
La vida de Renzo no se entiende sin la idea de Pearl Jam.
Para él no se trataba solo de una banda, sino de una manera de
comprender el mundo, un modo de formar su identidad. Así
como otros construyen una visión de la realidad a través de
libros o películas, mi hijo lo hizo con las letras y la música de su
grupo favorito. Él aprendió de la vida no tanto en la calle, sino
sobre todo en el rock. Me tomó algunos años vislumbrar este
grado de fanatismo, pero cuando murió, todo se aclaró de pron-
to. Rebobiné varios episodios en los cuales su manera de pensar,
78
las cosas que decía u opinaba, estaban dictadas por alguna frase
de la banda o de su cantante, Eddie Vedder. Es raro ver cómo la
música puede moldear el pensamiento de alguien, su estructura
reflexiva, pero en el caso de Renzo fue así. Para saber quién era,
o al menos para conocerlo a un nivel más íntimo, había que
explorar en las letras de las canciones, en la personalidad de
Vedder, en la historia de la banda.
Al principio, en los primeros días después de su muerte, yo
no podía escuchar Pearl Jam. Me quebraba con tan sólo advertir el
inicio de cualquier tema. Aquellos sonidos, que por años oí desde
mi habitación, eran inseparables al recuerdo de Renzo. Pero con
las semanas eso cambió. Para la misa del primer mes de falleci-
miento, uno de sus amigos tocó “Just breathe”, una composición
que trata sobre la pérdida y el duelo. Conforme fui explorando el
universo de Pearl Jam, escuchando detenidamente sus canciones
y leyendo sus letras, me di cuenta de que muchas de ellas hablan
de la muerte. En “Light years”, Eddie Vedder canta: “A dónde
sea que hayas ido / y a dónde sea que vayamos / no parece
justo / que desaparecieras. / Tu luz se refleja ahora / se refleja
desde lejos / nosotros éramos solo piedras / pero tu luz nos
volvió estrellas”. En “Come back”, se lamenta por la ausencia de
un ser querido: “En algún lugar debe haber una puerta abierta /
para que tú regreses. / Por las noches espero / la posibilidad real
de encontrarte en mis sueños. / A veces estás ahí, hablándome
otra vez. / Al llegar la mañana, yo podría jurar que estás a mi
lado. / Regresa, regresa / yo estaré aquí”. En “Release” le habla a
su padre muerto: “Querido padre, ¿puedes verme ahora? / Sigo
siendo el mismo. / Como tú, de alguna manera. / Esperaré sin
dormirme en la oscuridad / hasta que tú me hables”. En “Sad”,
se cuenta la historia de un hombre que sufre por la muerte de su
mujer: “Todas las fotografías se han estropeado / y los colores
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han cambiado a gris. / Él se quedó en su cuarto durante días,
solo con los recuerdos. / Enfrentó la resaca de un futuro desola-
dor / abrazando la pérdida de lo que no podría reemplazar. / No
había razón para que ella muriera / y no hay un Dios con ningún
plan. / Es triste, y su soledad es la prueba”.
No es extraño que hablen tanto de la muerte: su carrera ha
estado marcada por la fatalidad. En el 2000, durante un concier-
to en Dinamarca, nueve chicos murieron aplastados por la mul-
titud. Se le conoce como la “Tragedia de Roskilde”, un evento
que marcó un antes y un después en la historia de la banda. Hay
videos de esa noche en los que Vedder aparece arrodillado en el
escenario, llorando mientras observa cómo se llevan a los cadá-
veres. “Me acuerdo que sacaron a alguien del público, lo acosta-
ron, y estaba azul. Había cuarenta mil personas más esperando
que el show volviera a empezar. Muchos se pusieron a cantar
‘Alive’ [Vivo], que iba a ser la siguiente canción. Fue en ese mo-
mento que mi cerebro hizo clic. Sabía que a partir de esa noche
no volvería a ser la misma persona”, detalló en una entrevista.
El grupo estuvo a punto de separarse tras el incidente. Para el
siguiente disco, dedicaron muchas de las canciones a lo que ha-
bía ocurrido. En “Love boat captain”, la letra dice: “Perdimos
a nueve amigos que nunca conoceremos / hace ya dos años. /
Si nuestras vidas se volvieran muy largas / ¿agregaríamos eso
a nuestra culpa?”. En “Arc”, una canción instrumental, Eddie
Vedder entona nueve voces distintas (o lamentos) en honor a
los nueve muchachos que fallecieron.
Recuerdo la primera vez que supe de la tragedia. Fue en el
documental Twenty, estrenado en 2011 por los veinte años de
la banda. Renzo estaba tan emocionado que insistió en que la
familia viera la película con él. Compró entradas para todos: su
papá, su hermana, su hermano y yo. Fuimos al cine un domingo
80
en la noche. Él sabía que quizá no entenderíamos algunas cosas
(entonces yo no conocía mucho del grupo), pero no le importa-
ba: solo quería que estuviéramos juntos en ese momento. Com-
partir su pasión con las personas más cercanas era algo clásico
en él. Durante dos años ahorró todo el dinero de su trabajo para
ir a Francia y ver a Pearl Jam con Junior, su hermano mayor, que
en aquel tiempo vivía allá. Renzo no era de esos fanáticos que
tienden al egoísmo, por el contrario: cuando algo lo apasionaba,
todos debíamos formar parte de esa pasión.
Ahora que él ya no está, que he dejado de escuchar la mú-
sica salir de su habitación, soy yo la que coloca las canciones
de su banda favorita. Si antes Renzo se refugiaba en Pearl Jam
para aplacar la angustia, ahora soy yo la que lo hace. Realizo mi
duelo con el grupo porque siento que estoy más cerca de él. Lo
mismo sucede con otros familiares y amigos: la manera en que
todos tienen de recordarlo es a través de la voz de Eddie Ved-
der. Para el 2 de agosto del 2015, el día en que Renzo hubiese
cumplido 29 años, organizamos un concierto privado de Pearl
Jam. Contratamos al grupo oficial que hace los tributos en Lima
y durante dos horas más de cuarenta personas nos sentamos
a escuchar las canciones que acompañaron a mi hijo toda su
vida. La gente bebía cerveza, algunos conversaban entre ellos,
era como un concierto cualquiera, con la única diferencia de
que todos estaban allí por Renzo. Días después, Juan escribió
esto en su muro de Facebook: “Fue un momento extraño y
conmovedor: un grupo de personas reunida solo para oír a la
banda favorita de alguien que ya no está”. Era una manera de
invocarlo, pero también de homenajear su vida, de honrar su
pasión por las cosas que amaba.
Siempre que podemos, en los aniversarios de muerte o
en su cumpleaños, hacemos cosas de este tipo. Nos reunimos,
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encendemos la música y recordamos anécdotas o historias de
mi hijo. Es lo único que nos queda para mantenerlo vivo: nues-
tra memoria y amor.
Hay dos canciones que no son de Pearl Jam y que me siguen
estremeciendo como antes: “Comfortably Numb” y “Wish you
were here” de Pink Floyd. Renzo solía escucharlas cuando caía
en una crisis depresiva. En casa, nos acostumbramos a identifi-
carlas con la tristeza: apenas sonaban los primeros acordes, ya
sabíamos que él no estaba bien. Mi hijo encerrado en su cuarto,
yo en el mío: era un código de alerta. Entonces me acercaba para
hablarle, para ayudarlo a salir de su laberinto emocional. Acari-
ciaba su cabello largo y trataba de reconfortarlo. Hoy, cuando
oigo esta música y la de Pearl Jam, es como si él me consolara a
mí. Su ausencia me hace sentir que mientras más escuche estas
canciones, más posibilidades tengo de encontrarlo, como si al
final la música fuera un ritual para estar juntos, una forma de
acompañarnos en el dolor.
82
Al otro lado del espejo
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que recordármelo. Sin embargo, el terror de verme a mí misma
(o, mejor dicho, de no verme) fue desapareciendo con el tiem-
po. Poco a poco, y sin darme cuenta, empecé a aceptar a esa mu-
jer que todos los días me miraba con tristeza y curiosidad desde
el espejo de mi baño. Emprendí una labor de reconocimiento
y aceptación de mí misma. El verdadero dolor es así: trastorna
todos los rincones de la mente y te hace creer que tu rostro, tus
manos, tus piernas han cambiado. Que tu piel es otra. Y que tú
misma eres una intrusa.
Vallejo también escribió en un verso que “la vida está en el
espejo”. Ahora, cada vez que me levanto y entro al baño veo a
alguien que se parece mucho a mí, que tiene los ojos menos hú-
medos y el ceño más calmado. A veces, esa mujer mueve doce
músculos de su rostro para sonreír, y entonces pienso que sí,
que la vida ha vuelto a estar en el espejo, pero que a su lado,
impetuosa y acechante, está también la muerte, y que juntas di-
bujan mi nuevo retrato.
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El club de los padres tristes
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casa, una pareja de esposos que vio morir a su niño de una ex-
traña enfermedad. Éramos poco más de doce personas y casi
todos se animaron a hablar. A excepción de nosotros, ninguno
era nuevo: llevaban meses y años asistiendo al grupo de apoyo.
Rodeada de aquellos padres cuyas vidas estaban tan rotas como
la mía, me sentí acompañada por primera vez. Ellos no sabían
casi nada de mí, jamás nos habíamos visto las caras, pero estar
allí era una manera de conocernos a través del dolor, de identifi-
carnos como miembros de una misma tribu. Sin embargo, esto
lo pienso ahora que puedo racionalizar el recuerdo, que puedo
darle un sentido y entenderlo, que me permito verlo con ma-
yor claridad. Pero en ese entonces no pensaba nada. Escuchaba
los relatos con estremecimiento pero a la distancia, extrayendo
de cada testimonio aquello que me recordara a Renzo o a algo
vinculado con mi dolor. Una imagen o una palabra dicha por
un extraño podían derrumbarme al relacionarlo con mi propia
experiencia. De modo que no dejaba de llorar. Me sentía libre
de hacerlo y quizá eso es lo que más recuerdo de aquella noche:
mi llanto arrojado en público con absoluta libertad.
Al terminar la sesión, Mauricio y yo nos fuimos sin hablar
con nadie. Ni siquiera hablamos entre nosotros. Estábamos tan
abrumados, aturdidos y agotados que cada uno buscaba estar
solo. No recuerdo si comentamos qué tal nos había parecido la
reunión o si quedamos en volver la semana siguiente. Solo sé
que la segunda vez yo volví sola. Pensaba que ahora sí iba a po-
der hablar, que mi llanto cedería paso a las palabras, que tendría
ánimos de ser escuchada. No fue así. Me acuerdo de una mujer
que acababa de perder unos días atrás a su hijo de cinco años.
Pidió dar su testimonio, sospecho que sentía que debía hacerlo,
pero al cabo de unos instantes empezó a llorar y no pudo con-
tinuar. Yo estaba igual. Veía con admiración a quienes relataban
89
calmadamente sus tragedias. Imaginaba que habían logrado un
nivel de reconciliación con el mundo que yo aspiraba alcanzar.
No sabía, no podía saber, que aquellas personas solo habían
cruzado el umbral del sollozo público. Seguían sintiéndose tan
miserables como yo, pero podían verbalizar sus emociones y ex-
ponerlas dentro de ese pequeño grupo de padres desconsolados.
Fui una tercera vez y luego ya no fui más. Suponía que nun-
ca iba a poder hablar y, en el fondo, creo que no quería hacerlo.
Me conformaba con estar allí escuchando experiencias ajenas,
tan o más atroces como la mía. Me hacía dar cuenta de que ha-
bía padres con desgracias más traumáticas, personas que habían
visto a sus hijos desangrados o moribundos o colgados de una
viga. Meses después, me volví adicta a los programas de críme-
nes. Me quedaba pegada a la televisión mirando casos forenses
de todo tipo: el esposo que por celos apuñala a su mujer, el pa-
dre que siempre había sido ejemplar y que de la nada descuarti-
za a su esposa y sus hijos, la chica de quince años que es violada,
masacrada y arrojada al río en una bolsa de basura. Asesinatos
llenos de sangre, cuerpos desmembrados, rostros desfigurados
por los golpes. Para mí, ver estos crímenes era un recordatorio
de que no soy la única sufriendo por la pérdida de su hijo y de
que, peor aún, hay otras muertes realmente crueles y feroces.
Yo necesitaba eso: la espectacularidad de la muerte para aplacar
mi sufrimiento, para no ensimismarme en mi propia desdicha.
***
90
que aun hoy se utiliza como método terapéutico para aliviar a
los afligidos. Según este modelo, lo primero que uno siente al
perder a alguien es una sensación de aturdimiento, el célebre es-
tado de shock, seguido por una negación de los hechos. Luego
viene un periodo de ira o de rabia. Todo te encoleriza, maldices
a la persona que murió, le reprochas el haberse ido. Entonces,
surge un tiempo de pensamiento mágico, ese momento en que
deseas (y crees realmente) que puedes encontrarte con el falle-
cido. A veces incluso escuchas su voz en la soledad de la casa
o lo ves caminar por la calle. Pero cuando te das cuenta de que
eso es imposible, de que tu mente te ha jugado una mala pasada,
sobreviene la depresión. Te hundes en la pena hasta que, lenta-
mente, con una resignación sombría, empiezas a aceptar lo que
ocurrió y asumes el hecho de que no hay vuelta atrás.
En un principio, Kübler-Ross aplicó este modelo a perso-
nas que acababan de ser diagnosticadas de una enfermedad ter-
minal. Luego a quienes habían sufrido cualquier tipo de pérdi-
da, ya sea una muerte, una ruptura amorosa, un despido laboral,
etc. Sin embargo, para el imaginario popular esta teoría solo
habla del duelo por fallecimiento. Su excesiva difusión ha hecho
que se simplifique y desvirtúe la experiencia del luto. Muchos
creen que las fases suceden en orden o que todos pasamos por
cada una de ellas. Que la aceptación implica olvido o sanación.
Que el duelo es un evento estructurado que puede explicarse
en cinco pasos. En realidad, todo es más complejo, confuso
y caótico. Cada duelo es personal y no hay uno igual a otro.
Tampoco existe un tiempo específico de cuánto debería durar.
Ciertas terapias psicológicas nos indican que si un duelo exce-
de al año o a los seis meses significa que se ha convertido en
una patología. Pero las emociones no son rígidas y la muerte
de alguien cercano nunca se procesa de la misma manera. Esta
91
forma esquemática de ver el duelo no ayuda al afligido, pues
crea en él una culpabilidad que agrava su situación. En el caso
concreto de la pérdida de un hijo, los padres experimentan una
ruptura total que les transforma la vida. Esta se paraliza con la
muerte y se convierte en otra cosa: un dolor permanente con
el que hay que aprender a convivir. En vez de dejar la pérdida
atrás, de lo que se trata es de hacer que sea parte de la vida. Al
fin y al cabo, todos también somos lo que perdemos.
La hija de la escritora Isabel Allende murió hace más de
veinticinco años. En una entrevista de agosto del 2017, la auto-
ra habla sobre el proceso de duelo: “¿Hay algún consejo que le
puedes dar a una madre que ha perdido a un hijo?”, pregunta la
reportera. Ella responde: “No se le puede decir nada, más que
abrazarla y dejarla que llore, llore y llore todas las lágrimas del
mundo. Cuando Paulita murió, mi mamá me dijo: ‘Mira, esto es
un largo túnel, el duelo por un hijo es un largo túnel oscuro que
hay que recorrer paso a paso. Lágrima a lágrima. Sola. Nadie
puede ir contigo. Lo único que te puedo decir es que al final hay
luz. Tú camina, sigue caminando. Hay luz al final’. Por eso, lo
único que le puedo decir a una madre en duelo es que se sigue
viviendo y que se aprende a llevar esa especie de tristeza bajo la
piel. Pero no es una cosa mala. Esa tristeza es buena. Te hace
vulnerable, más compasiva, te hace apreciar mejor lo bueno, la
alegría y sientes a tu niño adentro, contigo siempre. Se aprende
a vivir con el espíritu”.
Aunque para algunos pueda sonar a consejo de autoayuda,
lo que dice Allende es completamente cierto: el duelo es una
experiencia solitaria cuyo fin es convertir el desconsuelo en una
tristeza benigna. Para eso no hay reglas ni pautas ni fases que
uno debe cumplir. Un error habitual en el que caen los ma-
nuales o libros de superación es que nos dicen cómo debemos
92
sentirnos. Los consejos o recomendaciones pueden aliviar a al-
gunos, pero a otros no les dirá absolutamente nada. El modelo
de Kübler-Ross puede explicar el proceso de ciertos afligidos,
pero no reflejará el desarrollo emocional de otros. Nada que
leas, veas o escuches aplacará tu pena, pero sí puede producir
cierta sensación de consuelo, o incluso de compañía. Las tres
veces que asistí al grupo de apoyo, nadie intentaba dar consejos
ni pretendía que los demás sufrieran menos: simplemente expo-
nían sus desgracias. Abrían su cuerpo y mostraban sus vísceras.
Se desgarraban a través de los relatos. No era necesario dar dis-
cursos de optimismo o pensamiento positivo o brindar ningún
tipo de consejería. Allí las etapas del duelo eran algo tan abs-
tracto y difuso que no importaban. Lo único real estaba en las
palabras de quienes sufrían. Es cierto que todo dolor es siempre
individual, pero ofrecer nuestro testimonio, nuestro punto de
vista, nuestra experiencia puede ser la luz de un faro en medio
de la penumbra. A veces, los relatos ajenos sirven como un bál-
samo ante la soledad más feroz.
93
Buenas noches, mamá
95
Durante muchos meses, me reproché por no haber entrado
en la habitación de Renzo. Me culpé por ignorar su gesto de bue-
nas noches desde la escalera. Me maldije porque preferí quedarme
conversando en vez de ir a abrazarlo. No podía saber que Renzo
iba a morir, pero pude haberle dado al menos un último beso.
Desde entonces, he repasado ese instante millones de veces en
mi cabeza, he imaginado que vuelvo a verlo con la mano alzada
diciéndome adiós y que, en vez de quedarme sentada, me levanto
del sofá para asegurarle que no se morirá, para decirle que al día
siguiente su cuerpo no descansará en un ataúd sino que abrirá los
ojos, como todos los días, que se vestirá, que tomará desayuno y
se marchará al trabajo. Imagino que lo sostengo entre mis brazos
durante toda la noche y que ese simple acto lo salva de la muerte.
Cuando perdemos a un hijo, nuestra primera reacción es
culparnos de todo lo que no hicimos para evitar que eso suceda.
Nos arrepentimos de pequeños detalles: haberlo dejado salir la
noche en que se accidentó, no haber estado con él cuando esta-
ba deprimido, habernos percatado tarde de su enfermedad. La
culpa es una oscura bestia que nos persigue ante cualquier pér-
dida cercana. Pero cuando la persona que ha muerto es nuestro
hijo, esa bestia es aún más malvada: nos hace sentir que hemos
fallado como padres, que no hicimos lo suficiente para que él
sea feliz, que si está muerto es porque nosotros lo permitimos.
Nos asalta una película de la culpa de todas las veces en que
lo regañamos, de las absurdas peleas por cosas que no tuvieron
importancia, de cuando era niño y no quisimos comprarle el
juguete que tanto anhelaba. Nos cuestionamos por qué no le
dijimos más veces que lo amábamos. Nos increpamos no haber
aprovechado mejor todos los momentos alegres con él. Perder
a un hijo nos obliga a sentir que nuestra vida es una sucesión
inagotable de descuidos y equivocaciones.
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Sin embargo, en un duelo la culpa no solo se restringe al re-
cuerdo del hijo, sino también al dolor que sentimos por su pérdida.
Durante mucho tiempo, luego de divertirme en alguna reunión,
volvía a mi casa y me encerraba en el baño para llorar. De repente,
me convertí en una mujer que se sentía culpable de reír. La única
forma de vida que me permitía era la de la tristeza. Sumergirme
en el dolor significaba honrar a mi hijo, no quitarle importancia a
su partida, estar más conectada con él. Incluso el simple hecho de
respirar era motivo de remordimiento. En un inicio, para una ma-
dre en duelo resulta intolerable seguir viviendo. Se cuestiona por
qué le tuvo que suceder a su hijo y no a ella. Se dice a sí misma: si
él está muerto, yo no merezco vivir. Entonces empieza una extra-
ña tortura en la que dejar de sentir pena por la pérdida se siente
como una traición. La culpa, esa bestia negra que nos corroe por
dentro, puede conducirnos a la absoluta destrucción.
Pero experimentarla no siempre es algo negativo. La gente
suele espantarse de ella, suele decir a la otra persona que no se
sienta culpable (aunque de hecho tenga responsabilidad), suele
aconsejarle que se aleje de la culpa porque de lo contrario se
hundirá en las aguas más turbias. Pero en realidad no existe due-
lo de una madre, o quizá de nadie, sin remordimiento. Sentirlo
forma parte del proceso natural: es inevitable y hasta necesario.
En el fondo, tener culpa es un modo de mirarse a uno mismo,
una forma dramática de ser honestos con quienes somos. El pe-
ligro reside en perpetuarla por dentro hasta volverla un enemi-
go. Esa oscura bestia debe acompañarnos por un tiempo hasta
que, lentamente, empiece a desvanecerse. Es una desagradable
inquilina de la conciencia que, sin embargo, nos ayuda a sobre-
vivir: sin ella nos convertimos en cínicos.
En mi caso, la amarga sensación de la culpa me permitió
entender que, frente a algo tan irreparable como la muerte,
97
resultaba inútil persistir en una censura de mí misma. Ahora
recuerdo de otra manera la última vez que vi a mi hijo: en vez de
torturarme por lo que no hice, prefiero ver a Renzo alzando su
mano desde la escalera, con una tibia sonrisa, diciéndome con
la mirada: “Buenas noches, mamá”.
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El fin de la inocencia
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o apenado. Su modo de enfrentar las tragedias era con una se-
veridad implacable. Yo no le entendía, no tenía cabeza, estaba
envuelta en mis propios tormentos y preocupaciones. En un
año perdí a mi madre, mi esposo se marchó de la casa y nació
el último de mis hijos. Tuve que criar a tres niños mientras ha-
cía el duelo por mamá. Al inicio pensé que no podría, que las
desdichas me tragarían, pero pasaron los años y poco a poco,
sin darme cuenta, todo se fue ordenando. Mi padre me ayudó
con los niños, volvimos a tener el mismo vínculo de antes, la
misma complicidad, el mismo modo de contarnos las cosas. Se
convirtió en mi compañero.
Hasta que sucedió otra vez.
Un lunes 7 de febrero de 1994, mientras almorzábamos en
casa, una mujer llamó por teléfono a preguntar si éramos fa-
miliares de Hildebrando Izquierdo Vásquez. Se trataba de una
llamada extraña, de mal augurio, y así lo interpreté desde que
advertí la voz inquieta de esa mujer. Hildebrando era el cuarto
de los diez hermanos, a quien llamábamos Gringo por sus ojos
verdes, su piel blanca y su cabello rubio. Dos meses atrás, mi
hermano había viajado a Moyobamba —el lugar de donde viene
toda la familia— para hacer campaña política. El año anterior
había postulado sin éxito a la alcaldía, y ahora su objetivo era
mantenerse como figura pública hasta las nuevas elecciones. Iba
todo el tiempo a la selva —aparte de la política, estaba metido
en un proyecto de electrificación de la ciudad—, pero cuando
estaba en Lima vivía en nuestra casa, en una habitación que
quedaba en el patio, a la cual siempre nos referíamos como el
“Palomar”. Llevaba casi diez años separado de su esposa y de
sus dos hijos —quienes se habían marchado para siempre a Es-
tados Unidos—, su empresa había quebrado, no tenía un traba-
jo fijo. A veces lo veía sentado en la sala, vestido elegantemente,
100
mirando la calle con una mezcla de nostalgia y resignación. Su
vida parecía estar en caída libre, pero jamás hablábamos de eso.
Jamás le pregunté nada. Hay cosas que uno recién entiende
cuando es demasiado tarde, cuando ya todo está perdido.
Antes de viajar a la selva esa última vez, Gringo discutió con
mi padre. Estábamos almorzando en el comedor, ya nos había
contado que se iba a Moyobamba ese mismo día, tenía su maleta
lista en la puerta, volaba en menos de cuatro horas. Pero papá
no estaba de acuerdo, volvió a reprocharle —como tantas otras
veces— por qué no conseguía un trabajo estable. Le decía que
en política se ganaría problemas con todo el mundo, que no valía
la pena, que lo mejor era tocar puertas y obtener un puesto en
alguna empresa. Gringo era un hombre de carácter explosivo,
alguien que te decía las cosas en la cara, que se encrespaba con
facilidad. No recuerdo qué respondió, pero entre ambos se gri-
taron algunas cosas hasta que mi hermano, harto y colérico, se
levantó de la mesa y se fue. Yo corrí tras él, lo detuve en la puerta
y le pregunté si volvería para Navidad. “No —me dijo—, me
quedo allá, pero quizá regrese para Año Nuevo. Todavía no lo
sé, Anita”. Había melancolía en su cara, melancolía y rabia. Me
dio un abrazo, cogió la maleta y salió por la puerta vestido con un
jean oscuro, una camisa blanca y un sombrero de paja, caminan-
do como quien escapa de su vida, como quien huye para salvarse.
No supimos nada de él hasta dos meses después, aquella tar-
de de febrero de 1994, en que recibimos la llamada de esa mujer.
“¿Allí vive la familia del señor Hildebrando Izquierdo Vás-
quez?”, preguntó desde el otro lado de la línea. “Sí, soy su her-
mana, ¿qué sucede?”. Entonces la mujer me pidió que espere
un momento, volvería a llamar en unos minutos. “Esté atenta”,
me dijo antes de colgar. Papá subió a su cuarto, yo me quedé
esperando en la sala. Con el tiempo, al evocar ese momento,
101
he recordado que Renzo deambulaba por allí, quizá con sus
hermanos, quizá solo. Pero estaba cerca, e intuía que algo raro
pasaba. Por eso, cuando cuarenta minutos después, la mujer vol-
vió a llamar para decirme que habían encontrado muerto a mi
hermano en la habitación de un hotel de Lima, esa misma ma-
ñana, tendido boca arriba en la cama y completamente desnudo,
Renzo me escuchó llorar y se acercó para saber qué ocurría.
No reparé demasiado en él, estaba desorientada, no sabía cómo
decirle a mi padre. Eso era todo lo que pensaba en ese instante:
¿cómo le digo a papá que otro de sus hijos se ha muerto?
“Parece que fue un infarto”, especificó la mujer, que resultó
ser la conserje del hotel. Luego pidió que fuéramos a reconocer
el cuerpo para empezar los trámites legales. Cuando subí, me di
cuenta de que mi papá ya sospechaba lo peor. Nos encontra-
mos en el hall del segundo piso. Se quedó mirándome cuando
le di la noticia, después apoyó una mano en la baranda de la
escalera y empezó a llorar. Esa fue una de las pocas veces que
lo vi romper en llanto, como un chiquillo. Lo abracé. Nos abra-
zamos. En ese momento, con una ternura conmovedora, sentí
los bracitos de Renzo rodeando nuestros cuerpos. Había estado
allí todo el tiempo, detrás de mí, escuchando lo que pasaba. No
preguntó ni dijo nada, actuaba como alguien que entiende la
tragedia y prefiere no incomodar, pero también —aunque esto
lo comprendí mucho después— como un niño que ha recibido
una noticia catastrófica y está impactado. Una noticia que, sin
saberlo, lo marcará de por vida.
Mi hermano fue para Renzo lo más cercano a un segundo
padre. Desde que nació, en agosto del 86, Gringo se encariñó
con él de una manera en que no lo había hecho con nadie. En-
tonces acababa de perder a sus hijos, quienes ya tenían una nue-
va vida en el extranjero. La separación había sido abrupta y él se
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quedó solo de un momento a otro, sin trabajo, teniendo que vi-
vir en la casa de sus papás a los cuarenta años. Tiempo después,
a inicios de 1989, yo también me separé de mi esposo. Mauricio
siempre fue un buen padre, pero en esa época el vínculo con sus
hijos se quebró por la distancia y la falta de comunicación a par-
tir del divorcio. Se veían todos los fines de semana, de viernes a
domingo, pero había entre ellos cierto desapego, una ausencia
de confianza que tomó algunos años recobrar. El hecho de no
convivir juntos, de no verlo a diario, de no poder entablar una
relación cotidiana y familiar, hizo que a los niños les costara
acercarse a él.
No es casual que, poco a poco, en la intimidad de la casa,
Renzo y Gringo se volvieran inseparables. Uno encontró en el
otro lo que le faltaba: mi hijo a un padre con quien jugar en la
casa; y mi hermano, un hijo a quien engreír. Pero no fue solo una
necesidad afectiva lo que los unió, sino también una similitud
de caracteres y rasgos físicos. Así como Gringo, Renzo tenía los
ojos verdes, la piel blanca, el cabello castaño. Cuando mi her-
mano lo llevaba a pasear la gente creía que era su hijo. Ambos
poseían el mismo temperamento salvaje, la misma forma de re-
beldía. Eran, los dos, un huracán. Gringo se mostraba arisco con
todos, excepto con él. Le permitía hacer lo que quisiera. Una vez,
en un examen psicológico del colegio, le preguntaron a Renzo
quién era su imagen paterna y respondió que su tío. Él no lo lla-
maba Gringo ni Hildebrando, sino Conco. En algún momento
de su niñez, probablemente mientras aprendía a hablar, empezó
a decirle así y desde entonces todos en la casa hicimos lo mismo.
Ahora mis hijos y algunos sobrinos lo llaman Conco.
Cada semana mi hermano lo llevaba a comer churros en la
avenida Larco. Caminaban agarrados de la mano hasta el café
Manolo’s, pedían un dulce para cada uno y luego paseaban por
103
el parque Kennedy y el óvalo de Miraflores. Renzo tenía cinco
o seis años. Veía a su tío con asombro y admiración, como si
fuera el único adulto capaz de sorprenderlo con las cosas que
contaba. Conco solía hablarle de sus viajes —por esos años se
fue a la China y trajo regalos para todos, pero especialmente
para Renzo—, de la vida en Moyobamba y de sus hijos, con
quienes solo hablaba de vez en cuando. Mucho tiempo después,
Renzo recordaría esas caminatas como una suerte de edad de
oro, una época feliz en la que no existía el dolor ni la angustia,
un periodo de candidez absoluta que, sin imaginarlo, se acabaría
intempestivamente en el verano de 1994. La muerte de Conco
fue para mi hijo lo más parecido al fin de la inocencia.
“Quiero ir contigo”, me dijo Renzo cuando vio que me
alistaba para el velorio. Había pasado un par de horas desde que
recibimos la llamada. Dos de mis hermanos habían ido a reco-
nocer el cuerpo y certificar la muerte con un médico. Me llama-
ron después para indicarme que el velorio iba a ser en la iglesia
Fátima, en Miraflores. Para entonces, aún no sabía los detalles
de lo que había sucedido. Mis hermanos prefirieron no contar-
me nada por teléfono. “Hablamos allá”, me dijo Carlos y colgó.
Era extraño que Conco se instalara en un hotel tras su regreso
de Moyobamba. Quizás seguía resentido con papá por la última
pelea. Su orgullo casi siempre lo dominaba y eso lo llevaba a
actuar impulsivamente. Pero quizá no quería que nadie se ente-
rara de que había vuelto, tal vez quería mantenerse oculto por
un tiempo. No podía saberlo. Pensaba en todo esto mientras
me arreglaba en mi cuarto. Papá me había dicho que prefería
quedarse: sufría de hipertensión y tenía miedo de ponerse mal.
Renzo estaba en el hall, con los ojos rojos, esperando que saliera
para pedirme que lo lleve. Recuerdo exactamente sus palabras y
el tono en que las pronunció. “Quiero ir contigo, mamá, quiero
104
ver a Conco”. Fue casi una súplica. Me sorprendió cuando lo
escuché, pero al mismo tiempo sabía lo mucho que quería a su
tío, así que decidí llevarlo. Lo vestí con una camisa celeste y un
pantalón azul marino. Fuimos solo los dos. Junior y Juan, mis
otros dos hijos, se quedaron en casa con su abuelo.
En la iglesia empecé a dudar si había hecho lo correcto.
Renzo estuvo todo el tiempo al lado del ataúd, arrodillado,
como un niño que reza, pero él, en vez de rezar, lloraba. Lloró
solo y en silencio durante horas. La escena se me quedó grabada
para toda la vida. Tenía solo siete años, pero su dolor era tan
serio y profundo como el de un adulto. No había manera de
calmarlo. En algún instante de la tarde, me pidió ver a Conco
en el ataúd, pero se lo negué. A pesar de su corta edad, mi hijo
entendía lo que era la muerte. No sé cómo lo procesaría en
ese entonces, pero sabía que su tío favorito, el que lo llevaba a
comer churros y le contaba cosas sorprendentes, ya no existía.
Me acuerdo haber pensado eso: que su pérdida era tan fuerte y
desgarradora como la mía. O quizá más.
En cierto momento, le expliqué a Renzo lo que había ocu-
rrido según lo que dijeron mis hermanos. Al parecer, un día
antes de volver a Lima, Conco tuvo una discusión pública con
un político de Moyobamba. Ambos habían sido invitados a un
programa de televisión, como rivales que eran, pero al cabo de
unos minutos la conversación se tornó agresiva y mordaz. Nun-
ca supe el tema por el cual debatieron ni las cosas que se dije-
ron en vivo. Pero sí sé que mi hermano quedó afectado tras el
encuentro. Lo primero que hizo al salir del canal fue arreglar su
maleta para volver. Se despidió de su novia —una moyobam-
bina de quien recién nos enteramos después de su muerte— y
tomó el primer vuelo. Fue ella quien nos contó todo algunos
años después. Mi hermano llegó a Lima el sábado 5 de febrero,
105
pero no quiso ir a la casa. Había decidido pasar unos días solo,
sin hablar con nadie, libre de cualquier crítica o comentario de
papá. Se hospedó en el hotel Carusso, que entonces quedaba en
Lince, y pidió una habitación con teléfono. Durante la noche
recibió la llamada de su enamorada, a quien le dijo que todo
estaba bien y que quería descansar. Es probable que ese diálogo
haya sido su último contacto con otra persona. Al día siguiente,
por la tarde, la chica llamó varias veces pero no obtuvo res-
puesta. Esperó unas horas. Volvió a intentar en la noche. Na-
die contestó al otro lado de la línea. Preocupada y nerviosa, se
comunicó con la recepción del hotel para pedir que revisen el
cuarto. Cuando la conserje abrió la puerta, encontró el cuerpo
de Conco sobre la cama, boca arriba, totalmente desnudo. Tenía
el ceño fruncido y una de sus manos exhibía un gesto de rabia
o desesperación: el dedo pulgar metido entre los dedos índice y
medio. Mis dos hermanos, que estuvieron en el hotel y contem-
plaron la escena, dijeron después que eso había sido lo que más
los impresionó. “Es una imagen que de vez en cuando me viene
a la cabeza —comentó uno de ellos hace poco, cuando le pedí
detalles para escribir este texto—. Es como si antes de morir,
Gringo hubiera mandado a la mierda a todos”.
La autopsia confirmó la causa de defunción: ataque car-
díaco. Ocurrió alrededor de las siete u ocho de la noche del
domingo 6 de febrero. Nunca supimos por qué estaba desnudo.
Con los años, mis tres hijos se fueron enterando de los por-
menores de esta muerte, así como de la de Pedro y de mi madre.
A veces les hablaba de esa época y ellos me hacían preguntas
con la típica curiosidad de un niño. Pero no fue hasta mucho
después que llegué a comprender el verdadero impacto que
tuvo en Renzo. A diferencia de sus hermanos, él sintió con más
intensidad las pérdidas de su infancia. Primero fue su abuela,
106
quien lo cuidó hasta los dos años y con la que solía dormir;
luego fue la separación de sus padres, una suerte de pérdida
simbólica; y finalmente Conco, su tío predilecto. Tras la muer-
te de mi hijo, descubrimos un archivo en su computadora en
donde escribía pensamientos y frases sueltas. En él hay muchas
referencias a mi hermano. Dice, por ejemplo: “Yo lo recuerdo
como ustedes. Pero yo no soy ustedes: Conco no es un recuerdo
para mí” o “Quiero ser más Conco y menos tonto”. También
hace una lista de sus personas favoritas y pone a su tío en segun-
do lugar. A menudo, cuando pienso en todo esto, me pregunto
en qué momento de su vida reside el origen de su sufrimiento,
en qué punto de su biografía empezó a invadirlo el dolor y la an-
gustia. ¿Hubo un momento de quiebre? ¿Cuándo fue que algo
se rompió para siempre dentro de él?
Renzo no solía hablar de la muerte, pero cuando evocaba a
Conco o a su abuela lo hacía con un tono admirativo y nostál-
gico. Ambos fueron presencias épicas en su vida, modelos que
siguió intuitiva y silenciosamente. Al escribir estas líneas, pienso
en la imagen un tanto lúgubre que he creado de mi hermano, en
que hasta ahora sólo he descrito una parte de su compleja per-
sonalidad, en que he dejado de lado lo más alegre y fascinante
que tenía. No he hablado, por ejemplo, de su amor por el arte
y de la amistad que entabló con el pintor Víctor Humareda,
quien llegó a retratarlo algunas veces. Conco solía recoger al
artista del Hotel Lima, en donde vivía en la habitación 283, y lo
traía a la casa para tomar el clásico lonche de café con leche y
pan francés. Tampoco he hablado de la novela que mi hermano
escribió sobre el narcotráfico en la selva, titulada Entre la coca
y la metralleta, que por diversos motivos nunca llegó a publicar.
Aunque dedicó gran parte de su vida a la ingeniería mecáni-
ca, Conco mostró en los últimos años un interés artístico muy
107
similar al que, tiempo después, Renzo desarrolló por la música
y la pintura. A mi hijo le gustaba hacer retratos de sus héroes
personales: César Vallejo, Jim Morrison, Eddie Vedder. Para él,
el arte —en cualquiera de sus formas— era una manera de ex-
plorar su mundo interior. Ese mundo tan frágil y quebrado que
le costaba habitar, que trataba de entender y conquistar a toda
costa, que era tan inmenso que a veces lo aterraba.
Hace unos años, uno de sus tíos, Rubén, le regaló un retrato
al óleo de Conco. Es un cuadro hecho por el artista Bruno Por-
tuguez en donde aparece mi hermano con los ojos muy abier-
tos, los brazos extendidos sobre una mesa, el cabello peinado
hacia atrás. A Renzo le encantó. Decía que reflejaba su fuerza
y temperamento. Un par de veces, lo descubrí contemplando la
figura de su tío, pensativo y distante, como si buscara invocarlo
con la mirada. Tras el fatídico abril del 2014, pusimos el cuadro
en una esquina de la sala junto a una serie de fotos de mi hijo.
Me parecía natural que ambos sigan unidos más allá de la vida,
en un espacio que los representa y recuerda. Como si después
de tanta ausencia se encontraran al fin en la realidad de las imá-
genes, esa realidad que siempre es más justa que la vida.
108
Carboplatino
El cáncer ha vuelto otra vez. Estuve sana dos años, sin quimio-
terapia ni pastillas, luciendo una cabellera de cincuenta centíme-
tros, pero en febrero del 2017 mi cuerpo regresó al mundo de
los enfermos. Aparecieron unas manchas oscuras en mi hom-
bro derecho —la zona de mi anatomía que parece maldita—, y
la biopsia arrojó que era cáncer de piel. Como en el 2012, volví
a la sala de quimioterapia todas las semanas. Volví a sentarme
por cuatro horas a esperar que los químicos ingresen a mi or-
ganismo. Volví a ser parte de ese grupo de personas sin cabello,
pálidas pero serenas. Era la tercera vez que me diagnosticaban
el mismo carcinoma. No tuve miedo: estoy tan acostumbrada
a este mal que lo siento parte de mí, un elemento imprescin-
dible de mi biología. Un poco en broma, les dije a mis hijos
que con los años se había vuelto una enfermedad crónica, así
como la diabetes, la artritis o la hipertensión, algo con lo que
tendría que vivir el resto de mi vida. Una aflicción sin cura por
la que no siento espanto ni rencor. No se trataba de una cues-
tión de valentía, sino de costumbre. En algún momento enten-
dí que mi cuerpo produce células cancerígenas, que no puedo
109
huir de ellas, que es inútil tratar de desaparecerlas porque, tarde
o temprano, volverán a brotar con la intención de matarme.
Aunque no quiera, la enfermedad permanecerá ahí, acechante,
esperando cualquier descuido para desarrollarse. De modo que
mi esquema de pensamiento cambió: ya no buscaba derrotar al
cáncer, sino más bien domarlo, aplacar su crecimiento, someter-
lo a mi voluntad.
Recibí quimioterapia de febrero a mayo del 2017. No se me
cayó el pelo por completo, pero decidí raparme de todas mane-
ras. Las cosas siguieron su curso natural, sin sobresaltos, hasta
que en julio de ese año descubrí que tenía derrame pleural. Me
hospitalizaron. Aún no se sabía si el líquido era producto de un
cáncer, pero la doctora dijo que debía drenarse lo antes posible.
Estuve casi un mes recluida en el hospital Rebagliati, metida
en una habitación compartida, sometiéndome a una serie de
exámenes. Me hicieron otra biopsia, una tomografía, tres ra-
yos X, una ecografía, dos hemogramas y una gammagrafía. Me
nebulizaron un par de días. Me pusieron un tubo en la espalda
para expulsar la sustancia pleural: un fluido amarillento que iba
directo a una botella. El drenaje duró dos semanas, mucho más
de lo que imaginé. En todo ese tiempo debía estar recostada
hacia un lado, sin levantarme de la cama excepto para ir al baño,
procurando no obstruir la vía del tubo. Todos los días, a las seis
de la mañana, una enfermera entraba a verificar si seguía botan-
do líquido. El proceso parecía interminable. Los doctores me
preguntaban a menudo si tenía dificultad para respirar y yo de-
cía que no, lo cual era cierto: no me sentía agitada a pesar de que
el pulmón derecho estaba lleno de agua. Cuando al fin expulsé
todo el líquido, me hicieron una cirugía para sellar la pleura.
Luego, a los dos días, recibí un nuevo curso de quimioterapia.
La muestra de la biopsia había salido fallida, por lo que no se
110
pudo determinar el tipo de cáncer, pero los médicos prefirieron
no arriesgarse: era casi seguro que el derrame se debiera a una
actividad cancerígena. Es decir: la enfermedad no solo estaba
en la piel, sino que ahora también en el pulmón.
Me cambiaron de tratamiento por uno más fuerte. El nuevo
fármaco se llamaba Carboplatino. En medio de tantos nombres
impronunciables como Paclitaxel, Capecitabina, Doxorrubicina
o Ixabepilona, la actual quimioterapia no sonaba tan aterradora.
Empecé a recibirla en agosto, una vez al mes, y en el momento
en que escribo estas líneas voy en mi sexta sesión. Los efectos
secundarios no me han derrumbado, pero a veces, por las maña-
nas, me despierto extremadamente cansada, sintiendo un sabor
metálico en la boca, sin ganas de comer nada. Mi temperatura
sube y baja repentinamente, me invaden las náuseas, mi cuerpo
se vuelve más pesado. Afronto estos días con cierto estoicismo,
sabiendo de antemano el horizonte de padecimientos. Sé lo que
me espera, sé lo que estoy enfrentando. Conozco este territorio
del dolor físico, así como el otro, el que intento retratar en este
libro. Mi cáncer y mi duelo son dos caras del sufrimiento, dos
formas de experimentar los caminos más oscuros de la vida.
***
111
Viejo diera el discurso en los momentos importantes. A Renzo
le gustaba escucharlo. Lo admiraba. Decía que era el ejemplo de
alguien que deja todo para dedicarse a lo que lo apasiona: el arte.
A los cincuenta años, el Viejo se jubiló de profesor y empezó a
pintar. Viajó por todo el Perú retratando las costumbres de la
sierra y la selva. Firmaba sus cuadros como “El Tigrillo” y los
vendía en distintas galerías. En más de treinta años de carrera,
expuso su obra en casi todas las regiones del país, en el Con-
greso de la República, e incluso en Francia. Llegó a fundar un
taller en Chuquitanta, una zona rural de San Martín de Porres,
en donde daba clases gratuitas de pintura a niños de extrema
pobreza. Toda su vida fue un hombre activo. A los ochenta
años, transmitía la energía de un veinteañero: pintaba a diario,
viajaba solo, se movía por el mundo sin la ayuda de nadie. Por
eso cuando nos enteramos de su diagnóstico fue un golpe in-
esperado. Otra vez la muerte en la familia, otra vez el dolor y la
desolación, otra vez la batalla por mantener viva una memoria.
Pero para entonces la desgracia no había terminado. Un
mes después del deceso de mi hermano, falleció uno de sus hi-
jos, mi sobrino Lucho. En ese momento pensé que la sombra de
la muerte volvía a arremeter contra la familia. Desde el falleci-
miento de mi hermano Pedro, en 1985, la idea de la fatalidad ha
estado presente entre nosotros. Entonces fueron tres pérdidas
significativas en menos de diez años. Luego, en la década de los
2000, murieron mi padre y otro sobrino, el hijo de mi herma-
no Carlos. Ahora la historia se repite fatídicamente: Renzo, el
Viejo y su hijo Lucho. Cada familia tiene su propio proceso de
madurez y aprendizaje colectivo. A su manera, las tragedias son
una forma dramática de enseñanza. Nos hacen más conscientes
de lo esencial, más lúcidos sobre el sentido del amor y la triste-
za, más tolerantes ante las riñas y los conflictos menores. Con
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frecuencia, las familias que no conocen la pérdida suelen enfras-
carse en discusiones pueriles o resentirse por ingratitudes que
no merecen mayor atención. Las muertes pueden unir o separar
a las personas, pero inevitablemente nos hacen entender cosas
de la vida que antes no podíamos saber.
Me sucedió con mis propios hijos. Mi forma de verlos
cambió abruptamente tras la ausencia de Renzo. El pánico de
perderlos me hizo apreciar con más intensidad cada sonrisa,
cada conversación, cada momento juntos. Para mí, los almuer-
zos diarios ya no significan lo mismo que antes: son un día más
en que puedo gozar de ellos, en que tengo la oportunidad de
darles un beso, en que disfruto de prepararles la comida, en que
puedo escuchar sus historias. He aprendido a mirarlos mejor.
En su visión práctica de las cosas, Junior acude a mí para con-
tarme sus proyectos o pedirme consejo sobre cualquier tema.
Es reservado, de pocas palabras, pero le gusta hacerme bro-
mas de improviso. Por su personalidad, lleva un duelo discreto,
enfocado en el trabajo, sus planes profesionales y su esposa.
Con Juan, solemos hablar de cosas familiares. Gracias a él leí
muchos de los libros de duelo que he citado en estas páginas.
Por su labor como editor, me ha ayudado a trabajar estos tex-
tos, a reflexionar obsesivamente las ideas, a darle un sentido a
las emociones a través de la escritura. Desde que Renzo mu-
rió, hemos vivido los tres bajo el mismo techo. Cada uno lleva
el duelo a su manera, según su temperamento, pero cuando
estamos juntos es como si todo tuviera que ver con él. “¿A
dónde se va una voz cuando deja su cuerpo?”, escribió una vez
Renzo sobre una tela que pegó en su pared. Quisiera decirle
que la suya sigue aquí, que no se ha ido a ningún lado, que a
pesar de los años se mantiene firme y brillante en las palabras
de sus hermanos, en las conversaciones que tenemos, en los
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recuerdos que evocamos con su nombre. Quisiera decirle que
él sigue hablando a través de nosotros, de cada miembro de su
familia, de cada letra escrita en este libro.
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Carta
Amado Renzo:
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fortaleza. Lo que más me preocupaba de morir era dejarte solo.
Me espantaba al imaginar tu sufrimiento y no poder consolarte
con mis palabras. Me aterraba la idea de ser culpable, con mi
partida, de tu desesperación. Recuerdo que la escribí el día de
tu cumpleaños del 2013 (el último que celebraste), luego la metí
en un sobre blanco que decía “Para Renzo” y la guardé en un
cajón de mi velador. Quería que la encuentren al revisar entre
mis cosas, quizá después del funeral o al momento de decidir
con qué pertenencias se quedarían. Era mi forma de decirte:
estoy contigo más allá de la vida. Jamás pensé, hijo mío, que tú
serías el que se marche.
Un par de meses después de tu muerte, encontré la carta y
volví a leerla. En ella te decía cosas como: “Lo que más deseo
en este mundo es que vivas una vida llena de fuerza. Que cuan-
do te derrumbes, puedas volver a levantarte y caminar. En los
tormentos, no desesperes. La luz siempre es más fuerte que la
oscuridad. Pero por encima de todo, quiero que vivas sabiendo
que naciste amado y que serás amado siempre. Cuando ríes, mi
alma ríe contigo, pero cuando lloras, mi corazón se rompe”. No
podía saber que esta carta no tendría destinatario, que al final yo
me quedaría sola con mis propias palabras, y mojando el papel
con mi llanto.
Algo parecido me ocurre ahora en que termino este libro.
Lo he escrito para ti, aunque no puedas leerlo. Lo he escrito
para encontrarte en las páginas y, al verte, reconocerme en tu
figura. Lo he escrito porque no tolero que la vida continúe sin ti,
porque me niego con todas mis fuerzas a olvidarte un solo día.
Lo he escrito como un grito de protesta ante la muerte, ante la
enorme injusticia de no volver a verte. Este libro acabará, pero
para mí las cosas no cambiarán con el punto final. De eso quería
hablarte en esta carta: de nuestro dolor. Aunque la muerte te
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haya arrebatado de mis brazos, quiero que sepas que nunca de-
jarás de ser mi hijo, mi niño de ojos verdes, a quien tanto protegí
y por quien no hubiera dudado un segundo en hacerme matar
para que todo tu sufrimiento, toda esa tristeza acumulada con
los años, desaparezca de un momento a otro.
No voy a mentirte: siempre lloraré por ti. Este libro no es
otra cosa que un enorme llanto que brota de mis dedos. A ve-
ces, cuando estoy sola, te pregunto en voz alta: Hijo, ¿por qué
no te levantas de la tumba? ¿Por qué no vuelves para escuchar
juntos las canciones de Pearl Jam? No sé si soy una mujer fuerte,
pero si aún estoy viva es por el amor que tú me diste y el que
me dan ahora tus hermanos. Lo que siente una madre por sus
hijos es siempre primitivo y animal. Por eso, aunque la realidad
me diga que tú ya no estás, yo seguiré esperándote. Seguiré so-
ñando con volver a verte hasta que yo misma deje de existir. La
muerte no es un obstáculo para no sentirte a mi lado. Es el lazo
que me une a ti.
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Agradecimientos
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