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ASN-12

Rev. 4/2008
Este documento es una de las 35 copias autorizadas para utilizar en el MPTF17-1, ASN, A. Siu, 2016, 2016-12-08

El club

El Club de Golf de la Sierra estaba considerado como uno de los más selectos clubes deportivos
de Madrid. Sus magníficas instalaciones permitían practicar el golf, el tenis (el club disponía de
45 pistas de tierra batida), el squash, la gimnasia, el paddle y la natación. Los locales sociales
disponían de salas de masaje y sauna, biblioteca, sala de televisión, sala de bridge y de una
guardería infantil. Finalmente, el club ofrecía un servicio de cafetería-restaurante de cierto
renombre, que gozaba de un enorme éxito (los socios tenían un excelente servicio «familiar» en
fines de semana, con una magnífica carta que incluía un menú de 9 euros, un agradable
entorno para almuerzos o cenas de negocios y, si se reservaban los comedores con algunos
meses de antelación, era incluso posible organizar fiestas de comuniones, cumpleaños o
banquetes de boda).

El club, como la gran mayoría de instituciones de este tipo, estaba regido por una junta
directiva elegida cada cuatro años por todos los socios mayores de edad. Aunque
el presidente y los distintos vocales supervisaban la buena marcha del club, lo cierto es que,
desde 1985, el día a día había quedado a cargo de un gerente, Luis García, economista de
38 años e hijo de un antiguo capataz del propio club.

Luis García se conocía todos los entresijos de la casa pues, no en vano, había vivido de los
4 a los 22 años en una de las viviendas situadas dentro del propio club y que se ofrecían a
los empleados de más antigüedad. Luis, en los 8 años que llevaba como gerente, creía haberse
enfrentado ya a todos los posibles problemas que podían generar los más de 140 empleados
(personal de mantenimiento, entrenadores, camareros, personal de vestuarios y vigilancia) y
10.000 socios (¡incluso la Federación Española de Golf le felicitó por el gran trabajo que llevó
a cabo su equipo al organizar el Master de 1992!). Por esto se encontraba incómodo ante el
conflicto que se le había planteado en la peluquería.

Caso preparado por el profesor Frederic Sabrià, como base de discusión en clase y no como ilustración de la gestión,
adecuada o inadecuada, de una situación determinada. Octubre de 1993. Revisado en abril de 2008.

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Última edición: 21/4/08

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ASN-12 El club

En el vestuario de caballeros los socios podían disfrutar de una peluquería que, desde la
fundación del club a principios de siglo, ofrecía un servicio esmerado, barato y, sobre todo,
entretenido (para muchos socios participar en la tertulia de la peluquería se había convertido
en un verdadero ritual). De siempre, el ambiente que se respiraba en aquel rincón del
vestuario era distendido, alegre y, en algún momento, hasta algo ruidoso.
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En 1980, Martínez, que se había ocupado de la peluquería desde 1943, enfermó. El servicio se
había degradado en los dos o tres años anteriores, había habido alguna que otra queja y por
ello se le otorgó la baja definitiva y se contrató a Rodríguez que, con 51 años y treinta de
oficio, parecía el candidato idóneo.

Rodríguez no defraudó. Era un peluquero extremadamente hábil, clásico, poco dado a cortes
«modernos» y que, rápidamente, se ganó la confianza y respeto de los socios.

«Rodri», como le llamaban todos, era muy trabajador, de fácil conversación y, aunque solía
ser algo socarrón, sabía encontrar en todo momento el tono justo para que cualquier socio se
encontrara cómodo en la que él pronto denominó «su» peluquería.

La peluquería volvió a ir viento en popa, y los sábados y domingos se empezaron de nuevo a


observar aglomeraciones de socios esperando turno, el uno vestido de tenis, el otro recién
duchado, etc.

Para Rodri, el club significó la estabilidad: pasó a ser un empleado más de un gran club y,
aunque el sueldo no era ninguna maravilla, las propinas eran generosas y el horario cómodo
(de martes a viernes de 9 a 2 del mediodía y de 4 a 7 de la tarde, y los fines de semana de 9 a 2).

Para los socios, la llegada de Rodri fue una gran noticia. Todos querían a Martínez, pero en
los últimos meses había perdido facultades. Ahora todo volvía a ser como antes: un precio
barato (5,5 euros en 1993) y un servicio excelente.

Rodri era una persona culta, casado y padre de tres hijos (una maestra, un estudiante de
ingeniería de telecomunicaciones y otro de informática). Le encantaba conversar, tenía una
memoria prodigiosa y esperaba (al menos eso decía él) escribir sus memorias (hasta tenía
pensado un título: «Las cabezas que corté»).

Cuando tenía una cola de clientes, Rodri establecía una disciplina estricta (era «implacable»
como decía el presidente del club, uno de sus clientes habituales) y trabajaba a un ritmo
asombroso (en veinte minutos podía terminar un servicio).

Rodri se quejaba («me hacéis trabajar mucho») pero no miraba el reloj. Los sábados
y domingos siempre acababa marchándose a las dos y cuarto o dos y media, después de
recoger sus herramientas de trabajo y dejar la peluquería limpia como un quirófano.

Entre semana era menos frecuente que tuviera largas colas y, por tanto, servía un cliente en,
más o menos, media hora.

En enero de 1993 hubo elecciones y un grupo de socios jóvenes, medio en serio medio en
broma, se presentaron como una alternativa de cambio. Ante la sorpresa general lograron
ganar por un escasísimo margen. El presidente, un ingeniero de 35 años, tenía numerosos

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proyectos y supo incorporar a su junta a algún empresario con experiencia. De todas formas,
ninguno de los miembros de la nueva junta había ocupado nunca un cargo similar.

Durante 1992, el club había ingresado 8,6 millones de euros y había registrado unas pérdidas
de 150.000 euros. Ante esta situación, el nuevo equipo propuso a Luis García una serie de
medidas tendentes a disminuir el gasto y aumentar la recaudación.
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El tesorero sugirió, en primer lugar, extremar el control de accesos. Durante el «Master» y las
cuatro semanas que lo precedieron, el comité organizador estableció unas normas de
seguridad extremadamente duras para evitar atentados. Unos guardias jurados exigían
el carnet a todos los socios, y con ellos no valían ni las sonrisas ni las excusas a las que
estaban acostumbrados los porteros del club. La regla era sencilla: si no se llevaba el carnet,
no se entraba. Súbitamente parecieron desaparecer centenares de «socios de toda la vida».

El tesorero, un alto directivo de unos grandes laboratorios y uno de los miembros de más
edad de la junta, parecía tenerlo todo muy claro:

«Desde que estoy en la junta me he ido fijando en el comportamiento de nuestros


consocios. Los hay que creen sinceramente que las toallas que se pueden pedir en los
vestuarios son gratis. Otros, le echan mucha cara. El otro día repasé las cuentas del
restaurante. ¿Sabíais que factura 1,5 millones de euros al año y que, en 1992, perdió
60.000 euros? Bueno, pues hay una decena de socios, de esos que cada domingo vienen a
comer con toda la familia, que, a base de decirle al bueno del “maître” “Apúntamelo a mi
cuenta”, nos deben más de 3.000 euros cada uno.

»Esto tiene que terminar. Hay que controlar mejor, como en las entradas. ¿Que no se tiene
carnet? Pues no se entra. ¿Que no se paga? Pues no hay ni toalla ni cocido. En muchos
casos creo que la solución podría pasar por centralizar el cobro de servicios.

»Pensad en los servicios de masaje y peluquería, por ejemplo. Rodri, como sabéis, entrega
cada semana la recaudación realizada, pero yo me he hecho algún cálculo aproximado y,
teniendo en cuenta las colas que sufro cada vez que me corta el pelo, creo que se queda
corto. En fin, yo no quiero entrar en polémicas con nadie y menos con Rodri, así que
propongo que, a partir de ahora, quien quiera utilizar el servicio de peluquería compre un
tiquet en conserjería.»

A la mañana siguiente, un empleado de mantenimiento se acercó a la peluquería y, mientras


Rodri acababa de afeitar a uno de los entrenadores de tenis, clavó un cartel en la puerta que
explicaba las nuevas normas de funcionamiento. En cuanto pudo, Rodri las leyó y se quedó
de piedra.

Durante el fin de semana siguiente la peluquería empezó a funcionar mal. Rodri estaba muy
silencioso, algún socio (especialmente los muy mayores) no acababa de entender aquello de ir
a buscar el vale, y algún otro estuvo a punto de sacar al peluquero de sus casillas:

- «Vaya Rodri, veo que la junta ya no se fía de ti. No me digas que te quedabas con
parte de la recaudación.»

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Otros se ponían de su lado:

- «Ya está. Nueva junta y ya tienen que ponerlo todo patas para arriba. ¿No iba bien
esto? ¡Pues, por qué lo cambian, hombre!»

A la semana siguiente, Rodri apenas si charlaba. Pero cuando un socio le incitaba a hablar
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lanzaba una larga ristra de quejas:

«Esto no son maneras de hacer las cosas... Con el nuevo sistema la gente viene con el vale
y, como ya han pagado, no me dejan propinas... Si se ponen en este plan yo me pondré a
trabajar a reglamento y, si me canso de ellos, me retiro, que sólo me falta un año...»

Rodri trabajaba a un ritmo mucho más lento del que era habitual. Se lo tomaba todo con
calma, con precisión y, en promedio, requería 45 minutos para servir a un cliente. Como
limpiar la peluquería requería según él 15 minutos, una hora antes de cerrar admitía al
último cliente.

Las colas se hicieron insoportables. Rodri no intervenía en ninguna de las «discusiones» que
surgían entre los socios que hacían cola:

«...Es que yo estaba haciendo cola pero he ido un momento al bar... Es que yo hacía cola
pero le guardaba el sitio a mi hermanito pequeño que estaba en la guardería para que no
se portara mal mientras esperábamos...»

Cuando alguien pedía la intervención salomónica de Rodri, su respuesta era tajante:

«Yo cobro para cortaros el pelo, así que no me metáis en vuestros líos.»

Los socios se empezaron a quejar a los miembros de la junta.

En la siguiente reunión se habló de la organización del Campeonato del Mundo de Tenis para
Veteranos (que debía organizarse a finales de 1993), y de Rodri.

El tesorero expuso la situación:

«Mirad, la cuestión es que desde que tenemos los vales estamos recaudando el 10% más de
lo que nos venía entregando Rodri.»

El vocal de la sección de tenis (un habitual de la peluquería) pidió la palabra:

«Os dije que era una mala idea. ¿Qué significa aumentar la facturación de la peluquería en
un 10%? ¡Es ridículo! ¿No nos sale más a cuenta que la gente esté contenta? Además,
Rodri se va a retirar a finales de año. ¿Por qué no nos olvidamos de todo hasta que
incorporemos a otro peluquero? Rodri está tan enfadado que hasta me da miedo.» Y,
sonriendo, añadió: «Por si acaso, ya no le pido que me afeite.»

El marqués de Palacios, vocal de la sección de golf, intervino enseguida:

«No podemos dar marcha atrás. Yo no conozco a Rodríguez, pero me parece que todos
estamos de acuerdo en que, posiblemente, nos la estaba jugando con la recaudación. Yo
propongo que nuestro gerente lo controle de cerca y, a la mínima, que lo despida.»

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El ambiente se iba caldeando. El presidente tomó la palabra:

«No creo que podamos criticar mucho a Rodri. El ha cortado el pelo a la mayoría de
nuestros predecesores y me parece que se había establecido una especie de acuerdo
implícito. Mientras la peluquería fuera bien y él entregara un mínimo (seguramente lo que
entregaba el bueno de Martínez), todos hacían la vista gorda. Quizá sea mejor dejarlo y,
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dentro de un año, alquilar la peluquería. De hecho, muchos clubes lo hacen.»

El gerente pidió la palabra:

«Señor presidente, llevan ustedes poco tiempo al frente del club y, quizá por ello, no saben
que nos es imposible arrendar a terceros ningún tipo de instalación. El club alquila los
terrenos que ocupa y el contrato de arrendamiento, firmado a principios de siglo, es muy
explícito en este tema. Yo creo que no nos podemos arriesgar a llevar a cabo una solución
de este tipo. Los actuales propietarios de la finca, que por cierto son socios, podrían
ponernos en apuros si llegaran a enterarse.»

El vocal de la sección de squash se levantó:

«Mirad, a Rodri yo le quiero mucho, pero no creo que tengamos ninguna alternativa. ¿Qué
van a decir los socios? ¿Y los otros empleados? ¿Qué van a pensar los masajistas, los
empleados que reparten las pistas y cobran las toallas, las pelotas de alquiler? Si Rodri
está enfadado y trabaja a reglamento, pues nos tendremos que aguantar.»

La reunión siguió media hora más y acabaron despidiéndose sin haber llegado a ningún
acuerdo. Al salir, el presidente le pidió al gerente que, durante la semana siguiente, hablara
con Rodri y «tratara de hacerle entrar en razón».

El martes siguiente Rodri estaba en su puesto, como siempre, a las nueve en punto. No había
ningún socio presente, así que Luis se le acercó y le expuso las quejas que se habían ido
recibiendo:

«Mira Luis, estoy muy disgustado. Las cosas no se llevan de esta forma. Sois muy libres de
hacer lo que queráis en el club, pero podríais haber tenido un poco más de mano
izquierda. Yo, con el nuevo sistema, interpreto que ya no confiáis en mí y, además, me
quedo sin propinas (que para mí, con un sueldo de 12.000 euros brutos –es decir,
857 euros brutos en 14 pagas–, son importantísimas). Así que he perdido la ilusión.
Vosotros queréis funcionar a base del reglamento, ¡pues yo también! Yo ahora trabajo
como cualquier otro empleado del club y me voy a mi casa a la hora en punto. Si hay
colas, si se pelean porque uno se cuela, si tienen prisa... a mí me deja frío. Yo corto el pelo
del socio que tengo sentado en el sillón. Se lo corto a conciencia y tardo lo que tarda
cualquier buen profesional. Tengo 64 años y no voy a hacer de Fittipaldi. En cuanto a las
colas, ¿qué te voy a decir? Si las hay es porque lo hago bien, digo yo. Y si se pelean, pues
manda por aquí a Manolo o a Paco (dos de los guardias de la entrada) y que con sus
porras pongan orden. En el fondo, Luis, no sé por qué os metéis conmigo. Menos tiquet,
menos peluquería y más esfuerzo en aclarar lo que pasa en el restaurante y en los bares.
Allí sí que tendríais que meter vales, que facturan cien, mil veces más que yo. Luis, que tú
naciste en este club y no te tengo que contar nada.»

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En aquel momento llegó un socio y Luis decidió aplazar la discusión.

Al llegar a su oficina hizo algunas llamadas y comprobó que, según el convenio, un oficial
mayor de peluquería de caballeros tenía que cobrar, como mínimo, 510 euros brutos por paga
(en el caso de Rodri, sin tener en cuenta los pluses de antigüedad, quedarían, netos, 403 euros).
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Por otra parte, un socio del club, que regentaba uno de los salones de peluquería de más
renombre de Madrid, le había comentado que uno de sus buenos colaboradores podía llegar a
ganar más de 1.500 euros al mes.

El martes, un socio paró a Luis cerca de la piscina:

«Señor García, el domingo estuve en la peluquería y aquello es un desastre. Rodríguez,


Rodri, parece otra persona; hasta le diré que está un poco desagradable. Trabaja muy
lentamente, no hay revistas (me dijo que él no tenía por qué ponerlas) y, de vez en
cuando, si lo provocan un poco, deja a los de la junta de vuelta y media. En fin, lo del
tiquet es otra molestia, porque a veces lo compras y luego, como hay cola, no lo puedes
usar. ¡Ah!, y luego vi que Rodri le cortó el pelo al señor Uzcanga, le cobró y le dijo que ya
pasaría él, después de cerrar la peluquería, a pagar el tiquet. Me pareció una idea
estupenda. ¿Por qué no la institucionalizan?»

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