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3155 o El número de la tristeza, de Liliana Bodoc

Por decreto Nº 3155, publicado el 13 de octubre de 1977,


fue prohibida la distribución, venta y circulación de un libro
para niños. Dicho de otro modo, amordazaron a un elefante.

Y hubo una madre.


La mía. Ella era asustadiza. Mala, no. Asustadiza. Esa tarde entró a mi dormitorio y se puso a
revolver los estantes.
-¿Dónde se metió? -decía para sí misma.
-¿Qué buscás? -pregunté.
-Ese libro que te regalaron para el cumpleaños. ¡El del elefante!
Sabía que mi mamá no podía estar buscando el libro para leerlo, porque siempre tenía cosas mucho
más importantes que hacer. ¡A ver si iba a perder el tiempo con tonterías!
Entonces, ¿para qué lo buscaba?
-¡Acá está! -dijo. Y miró al elefante de color violeta y pantalones rayados como si estuviese frente
al demonio.
-¿Para qué lo querés? -pregunté.
Ella me respondió mientras se iba, por eso pensé que no había entendido bien. No pudo haber dicho
“para quemarlo”. No pudo haber dicho eso. La alcancé en mi cocina y volví a mi pregunta.
-¿Para qué, mamá?
Se dio vuelta y me miró con expresión severa.
-Para quemarlo, Mariana. Para quemarlo.
Antes de preguntar alguna otra cosa, necesitaba entender. Y la verdad, yo no lograba hacerlo. Mi
mamá se detuvo apenas en una explicación.
-Lo prohibió el gobierno. No se puede tener en casa ni en la escuela. ¡Mucho menos leerlo! -y
agregó-: No me explico cómo tu tía te regaló una cosa así.
-Es lindo -le dije. Hay muchos animales que quieren volver a ser libres…
-¡Ni me hables!
Mamá buscó los fósforos, en los que tres patitos se alineaban en formación estricta, y caminó hacia
el patio. Yo fui detrás. Era tan evidente su determinación que ni siquiera me atrevía a pedirle que no
lo hiciera. ¿Por qué prohibían un libro? A lo mejor contagiaba alguna enfermedad. Me pasé las
manos por la pollera.
Mientras tanto, mi mamá había puesto el libro en un fuentón de aluminio. Me gustaría decir que le
temblaron las manos, pero la verdad es que no fue así. Ni las manos ni los ojos. Más bien me
pareció que se sentía importante. Miró su obra durante un rato, y se fue. Una frase del cuento me
vino de pronto a la cabeza.
-¿Qué disparate es este? ¡A las jaulas! -y los látigos silbadores ondularon amenazadoramente.

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