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Hagiografía: Apuntes para una teología de la santidad

Carlos Andrés Giraldo Gómez, Pbro.


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HAGIOGRAFÍA
Apuntes para una teología de la santidad

UNIDAD 1: ETIMOLOGÍA Y ACLARACIÓN DE TÉRMINOS (Definir para saber de qué vamos a hablar)

La palabra “santidad”, según parece, tiene dos acepciones:

1. Pureza, y según esto, significa lo que la palabra griega agios, que es como decir sin tierra.
2. Firmeza. De ahí el que los antiguos llamasen santo a lo firmemente establecido por las leyes,
de suerte que se lo debiera considerar inviolable; y el que se llame sancionado (o santo) a
lo prescrito de manera inmutable por la ley.

La palabra santo, según los latinos, puede referirse asimismo a pureza, si se toma sanctus (santo)
como derivado de sanguine tinctus (teñido de sangre), porque antiguamente quienes querían
purificarse se mojaban con la sangre de la víctima, como dice san Isidoro en sus etimologías
(Etymol. 1.10 ad litt. S).

Uno y otro sentido convienen en atribuir santidad a lo que está destinado al culto divino, de tal
modo que no sólo los hombres, sino también los templos, cálices, y otras cosas parecidas se dicen
que están santificadas por el mismo hecho de destinarlos al culto divino. La pureza, pues, es
necesaria para que nuestra mente se una a Dios. Porque la mente humana se mancha al mezclarse
con las cosas inferiores, como se ensucia cualquier materia al mezclarse con otra más vil; por
ejemplo, la plata con el plomo.

Es preciso, según esto, que nuestra mente se separe de las cosas inferiores para que pueda unirse
al ser supremo. De ahí que sin pureza no haya unión posible de nuestra mente con Dios. Por eso se
nos dice en la carta a los hebreos 12,14: “Procurad tener paz con todos y santidad de vida, sin la
cual nadie podrá ver a Dios”. También se exige firmeza para la unión de nuestra mente con Dios:
se une a él, en efecto, como a su último fin y a su primer principio, extremos que necesariamente
están dotados de la máxima inmovilidad. Por eso dice el Apóstol en Rm 8,38-39: “Estoy persuadido
de que ni la muerte ni la vida nos separarán del amor de Dios”.

Así, pues, se llama santidad a la aplicación que el hombre hace de su mente y de sus actos a Dios.
No difiere, por tanto, de la religión en lo esencial sino tan solo con distinción de razón. Se le da, en
efecto, el nombre de religión por servir a Dios como debe en lo que se refiere especialmente al culto
divino, como en los sacrificios, oblaciones o cosas similares; y el de santidad, porque el hombre
refiere a Dios, además de eso, las obras de las demás virtudes, o en cuanto que, mediante obras
buenas, se dispone para el culto divino. (III, 81,8).

Hay dos tipos de santificación:

a) De toda la naturaleza humana, que por la santidad queda libre de toda corrupción de culpa
y pena.
b) De cada persona. Esta no pasa al hijo engendrado según la carne, porque tal santificación
no afecta al cuerpo, sino al alma. (III, 2,2 ad 4).

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UNIDAD 2: LA IDEA DE SANTIDAD EN LAS ESCRITURAS HEBREAS Y CRISTIANAS

2.1 “Sacro” y “santo”

En español y en las demás lenguas neolatinas “sacro” y “santo”, con todas aquellas demás palabras
que derivan de estas dos (sagrado, sacrosanto, sacristía, sacral, etc.) nos remiten a la esfera del
mundo religioso – algunas veces con una superposición de significados –, especialmente en el uso
adjetivado de los dos términos, que no es siempre fácil de distinguir si no es por una convención
debida a su utilización en contextos diversos: lo que es definido “sacro” se caracteriza sobre todo
como aquello que está dotado de caracteres propios que lo hacen diverso de cuanto no es tal, es
decir, lo “profano”; mientras que en el uso de “santo” aparece acentuado el respeto y la veneración
que suscita quien o lo que se califica como tal, en un sentido decididamente más positivo que el de
“sacro” que, como se entiende, por ejemplo, en lengua francesa: “sacré”, conserva una acepción
cargada de valor tanto positivo como negativo. Esta ambivalencia se puede explicar con la
concepción de “sacro” entendido como “completamente diverso” a la condición creatural del
hombre, y capaz entonces de ser al mismo tiempo fascinante y tremendo.

“Sacro” y “santo” se refieren, respectivamente, a “sacer” y “sanctus”: la presencia en latín de dos


términos es parte del fenómeno que se encuentra en otros idiomas indo-europeos también, por lo
cual, se tiende a expresar el concepto de sacro con una doble designación. Los dos términos derivan
de una misma raíz indo-europea: *sac-, en el origen de “sacer”, como de “sanctus”, a través del verbo
“sancio” (“sancionar”), del cual es forma adjetival pasiva. “Sacer” es aquello que no es profano, y
como adjetivo se aplica a aquello que es propio de los dioses: augusto, digno de veneración, pero
también, en virtud de la ambivalencia del concepto, como ya se dijo, se refiere a aquello que está
cargado de una culpa imperdonable, maldito, o que suscita horror. “Sancionar”, del cual viene
“sanctus”, significa “confirmar mediante una sanción”. En definitiva, “sacer” indica un estado
natural, lo sagrado que está implícito, mientras “sanctus” es el resultado de una operación, es decir,
lo sagrado explicitado, por lo cual, por ejemplo, se dice: via sacra, mons sacer, dies sacra; y, por otra
parte: lex sancta, murus sanctus, donde es santo el muro que circunscribe un territorio sacro.

Progresivamente, el valor original de lo sagrado se transfiere a la sanción: no es más considerado


“sanctus” solo el muro que rodea un territorio sagrado, sino el territorio en su conjunto, y así todo
aquello que entra en contacto con el mundo de lo divino. Santos son los dioses, los oráculos, los
héroes, los poetas, los sacerdotes y los lugares que ellos habitan. Y santo es aquel que es objeto del
favor divino, y por tanto posee una cualidad que lo eleva por encima de los hombres y está puesto
como intermediario entre los hombres y la divinidad. “Sanctus” se convierte en el equivalente de
“venerandus” y llega a indicar una virtud sobrehumana.

En latín clásico sanctus es el título de las personas que tienen el privilegio de la inviolabilidad:
nuncios y embajadores, tribunos, censores, los antiguos reyes, el Senado en su conjunto y en sus
singulares representantes, los emperadores, para los cuales el “sanctus” se convierte en
“sanctissimus”. Más a menudo, sin embargo, este título se aplica a personas de costumbres
irreprensibles e íntegras, tanto en la vida pública como privada, particularmente en lo que se

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refiere a la pureza de costumbres. Por este mismo motivo el término sirve para celebrar la
inocencia y la virginidad, tanto de las vestales 1, como de las esposas castas.

Al interior de la familia, el título indica la fidelidad a los deberes familiares, pero generalmente la
perfección moral. Cuando el título se usa para los sacerdotes, es un indicador de las cualidades
morales del sujeto, más que el carácter religioso de la función por él ejercitada. Otras veces, sin
embargo, “sanctus” se usaba en la esfera religiosa, como cuando servía para calificar personas que
se distinguen por su piedad. Es esta la acepción que los cristianos latinos tomarán para expresar
su idea de la sacralidad de Dios, en primer lugar, evitando el uso de “sacer”, para ellos demasiado
comprometido con la religiosidad pagana.

También el griego clásico dispone de un par de términos: “hierós” y “hágios”, análogos a “sacer-
sanctus”, en el cual, sin embargo, el primero no se califica, como “sacer”, en oposición a cuanto es
profano, ni por la capacidad de contaminar a quien entra en contacto con él, sino que indica una
propiedad, permanente o accidental, que resulta de una influencia o de una intervención divina.
“Hagios” como “sanctus”, indica la persona o el objeto cualificado como tal, y que está libre de toda
violación. En la traducción griega de la biblia hebrea, la traducción de los setenta, “hagios” es
utilizado muchísimo más que “hierós” – que era ligado al uso religioso pagano – para expresar el
correspondiente hebraico de “sacro” y “santo”, como sucederá después para “sanctus” en el latín
de los cristianos.

2.2 La biblia hebrea

En hebreo la terminología que expresa la categoría de la sacralidad y de la santidad se reconduce


esencialmente a la única raíz “qds”, a la base del sustantivo “qodes”, santidad, del adjetivo “qados”,
santo, y del verbo “qades”, que según la forma puede indicar la revelación de la santidad divina, la
acción de santificar al entero pueblo de Israel o algunos de sus miembros, el paso a la condición de
santidad, el consagrarse, es decir, hacer de una persona o un objeto propiedad exclusiva de Dios,
en cuanto que aquello que pertenece o se refiere a Dios no puede pertenecer o referirse a otros. Es
discutido el significado original de esta raíz, que tradicionalmente era entendida con referencia a
la idea de separación: no queda excluido todavía que tal acepción haya influenciado, tal vez solo
secundariamente, la caracterización de sacralidad/santidad expresada por esta terminología. La
santidad a la que esta se refiere es aquella relativa al culto, y tiene que ver con Dios, el hombre, los
objetos, los espacios y los tiempos. Tierra santa es aquella en la cual Dios se manifiesta a Moisés
como zarza ardiente (Ex 3,5); lugares santos son el sitio de las teofanías de las cuales es testigo
José, en Jericó (Jos 5,15); y después, de modo particular, la ciudad de Jerusalén y el Templo, en los
cuales se destacan el “lugar santo” o “santuario” (Lev 4,6) y el “santo de los santos” (Ex 26,34).

La santidad era concebida como una carga de potencia inherente a Dios, a las personas y a las cosas
divinas, virtualmente peligrosa y en grado de afectar a quien no fuese santo, independientemente
del estatus ético y de la culpa moral del sujeto. Prueba de ello no son tanto las desventuras sufridas
por los filisteos cuando se apoderaron del Arca (1S 5,6), sino sobre todo el episodio de Uza, que
detuvo el Arca con la mano cuando estaba por caer del carro, y por esta acción muere en el acto
(2S 6,1-8).

1En la antigua Roma, sacerdotisa adscrita al culto de Vesta, guardiana del fuego sagrado y vinculada al estado de
virginidad como estado sacro.
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El adjetivo qados tiene un sentido más personal, expresando la idea de pertenencia a Dios, y puede
referirse también al lugar del culto o al templo: santos son los días, el sábado, las ofrendas, los
diezmos, los servidores del culto, los ángeles (Job 5,1; 15,15). Pero santo por excelencia es Dios (Is
5,16; 6,3 – Os 11,9), y en este caso, con el traslado de la santidad del culto de Dios a su persona, el
elemento cultual tiende a desaparecer: “santo” es un atributo constante de Dios, como también de
su nombre (Lev 20,3; 22,2 – Ez 36,20-23) en un proceso de espiritualización del concepto de
santidad. La santidad de Dios viene a corresponder, entonces, a su esencia divina, y como tal se
contrapone a toda la realidad mundana.

Con la alianza del Sinaí todo el pueblo se une a Dios con un vínculo tan estrecho que invierte la
esfera de la santidad: Israel debe ser un pueblo santo (Dt 7,6 – Cf. Jr 2,3), porque la santidad de
Dios exige que el pueblo sea santo, según la expresión “santificaos, pues, y sed santos porque yo
soy santo” (Lev 11,44; cfr. ivi. 19,2ss). El proceso de espiritualización de la idea de santidad se
acentúa en la teología de los profetas. Isaías confirma la santidad de Dios en el canto de los
querubines que lo proclaman tres veces santo (Is 6,3): sin embargo, es propio del libro de Isaías la
recurrente definición de Dios como “el Santo de Israel”, que une el ser trascendente, distinto de
toda realidad creada, son su pueblo. Esto comporta la necesidad de que todo el pueblo sea santo,
aunque si de hecho este apelativo está reservado solo a un “resto”, una parte del pueblo (Is 4,3; cfr.
10,21).

Sucesivamente, en el judaísmo rabínico, el uso de qados se asimila al de las Escrituras, con nuevas
aplicaciones: al Espíritu de Dios y a las mismas Escrituras en cuanto Palabra de Dios. También
algunos hombres son definidos tales por su observancia de los mandamientos o por la tarea de
“estar separados” de los paganos y de su culto o particularmente de la lujuria.

2.3 El Nuevo Testamento

Los escritos del Nuevo Testamento no se alejan demasiado de la tradición de la biblia hebrea – que
para los cristianos constituye el Antiguo Testamento –; cuando se refieren al adjetivo “hágios”
dirigido a la persona de Dios. Jesús proclama la santidad del Padre llamándolo “Padre Santo” (Jn
17,11), y en el Padre nuestro pide que el nombre del Padre sea santificado (Mt 6,5; Lc 11,2). Pero
en el N.T. la santidad de Dios se completa con la de Jesucristo y con la del Espíritu Santo. Jesús es
llamado santo desde el anuncio de su nacimiento a María por a su origen sobrenatural por la gracia
del Espíritu Santo (Lc 1,35). El espíritu impuro que posee un endemoniado proclama a Jesús como
“el Santo de Dios” en la sinagoga de Cafarnaúm (Lc 4,34; Mc 1,24), y también Pedro (Jn 6,69) da un
título que no se refiere tanto a Jesús como figura mesiánica, cuanto a su naturaleza espiritual, como
portador del Espíritu Santo.

El Espíritu Santo (tomando una expresión de Isaías 63,10; salmo 51,13), otra cosa no es que aquel
que es llamado en el A.T. el Espíritu de Dios, o simplemente, el Espíritu, manifestación de la
potencia de Dios, es decir, su modo directo de operar sobre las cosas y sobre los hombres (Is 42,5;
Jr 41,38; Jc 3,10) cuya efusión sobre todo el pueblo es anunciada para un tiempo futuro (Is 32, 15;
44,3; Ez 39,29; Jl 2,28ss). Jesús recibe el Espíritu Santo en el bautismo (Mt 3,14; Mc 1,10; Lc 3,22).
El Espíritu Santo lo guía e ilumina (Mt 4,1; Mc 1,12; Lc 4,1.18; 10,21) y le ha dado poderes sobre
los demonios (Hch 10,38; Mt 12,28).

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La acción de Jesús mediante el Espíritu Santo es una acción que santifica los creyentes. Los
cristianos participan de la vida de Jesucristo resucitado mediante la fe y el bautismo, que es un
bautismo en el Espíritu Santo: ellos fueron “santificados en Cristo Jesús, llamados a ser santos”
(1Co 1,2; Cfr. Fil 1,1).

Por tanto, según la tradición de las Escrituras hebreas que llega al Nuevo Testamento, la santidad
es principalmente un atributo de Dios, cuando no, su esencia misma, que se extiende
progresivamente al pueblo de Dios: Israel en el Antiguo Testamento, la Iglesia en el Nuevo.

Los presupuestos teológicos del patrimonio vétero y neo-testamentario, estarán presentes durante
de los siglos sucesivos en la reflexión sobre la santidad cristiana en relación a aquellos personajes
que, por la excepcionalidad de su vida o de su muerte han realizado más sensiblemente el proceso
de participación de la santidad de Dios.

2.4 Patografía de un santo del Nuevo Testamento

2.4.1 El aguijón de la carne de san Pablo

¿El dato que nos proporciona la Sagrada Escritura afirma que Pablo experimentó una enfermedad
de una cierta gravedad? Este interrogante, que ha interpelado muchos exégetas del pasado, mucho
más de lo que interpela a los exégetas de hoy, se basa sobre diversas fuentes biográficas, que se
encuentran en el epistolario paulino y en el libro de los Hechos de los Apóstoles.

El primero y más recordado es la referencia al “aguijón” de la carne, del cual se habla en la segunda
carta a los corintios (12,6-9). El texto describe también una experiencia mística vivida por el
apóstol que, sorprendentemente, pero no motivadamente, relata en tercera persona: “Sé de un
hombre… hace 14 años… que fue arrebatado hasta el tercer cielo” (2Co 12,2). Esto no es para Pablo
motivo de orgullo. En efecto, Dios le manda algo que le hace poner los pies en la tierra y que le
recuerda constantemente su debilidad, su dimensión humana y creatural: “el aguijón de la carne”.
El texto original griego dice: skólops tê sarkí, es decir, literalmente: “un punzón en la carne”. El
sustantivo indica, en efecto, una vara puntiaguda, un bastón puntudo, mientras el uso del dativo,
antes que el complemento de estado expresado con en, indicaría casi el gesto de punzar, del
fastidiar, más que una condición permanente (la versión latina lo traduce como stimulus).

2.4.2 Posibles interpretaciones

Digamos que las interpretaciones se han orientado en una triple dirección:

a) Enfermedad física: es la interpretación más común en el pasado. ¿Tal vez la epilepsia? Los
textos hacen referencia a una “caída a tierra” (Hch 9,4). O pudo ser tal vez originada
después de su lapidación (2Co 11,25). ¿Enfermedad ocular? (Hch 9,8-12. 17-18; Gal 4,13-
15; 6,11). ¿Trastorno de lenguaje? (2Co 10,9-11; 11,6). ¿Otras enfermedades causadas por
las experiencias vividas? (2Co 11,24-25).
b) Enfermedad psíquica: el apóstol habla de su “locura” (2Co 11,16; 12,11), pero el contexto
lleva a interpretar estos textos más en sentido metafórico que real.
c) Otras enfermedades: ¿Conflictos personales? ¿tentación sexual? ¿fragilidad existencial?
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UNIDAD 3: LA SANTIDAD DE LOS PRIMEROS CRISTIANOS I

3.1 El testimonio de los mártires

Desde sus primeros años de vida, la comunidad cristiana suscitó la hostilidad del ambiente
circundante. En Jerusalén, los apóstoles, y particularmente Pedro, fueron muchas veces llevados a
prisión. Esteban fue lapidado (Hch 7, 54-60), y después de su muerte se desencadenó una
persecución en la que los fieles, excepto los apóstoles, abandonaron Jerusalén y se fueron a las
regiones vecinas (Hch 8,1). En una sucesiva persecución querida por Herodes Agripa, fue
asesinado por la espada el apóstol Santiago (Hch 12,2).

En la concepción de la primera generación cristiana las persecuciones, antes que ser una derrota,
son consideradas una participación en la muerte de Jesús (2Co 6,4-10; Col 1,24; 2Tm 3,11-13), un
motivo de gloria, un signo del justo juicio de Dios, por el cuál serán considerados dignos de su reino
(2Tes 1,4-5; cfr. 1Pe 4,12-17). Son los mismos términos en los que se expresa Jesús cuando,
comparando las persecuciones de sus seguidores con las de los profetas, afirma las
bienaventuranzas de cuantos son insultados y perseguidos por su causa, porque grande será su
recompensa en el cielo (Mt 5,11-12; Lc 6,22-23).

En este contexto la figura de Esteban, la primera víctima de la persecución en Jerusalén, es


presentado con algunos rasgos que recuerdan actitudes y dichos de Jesús durante su pasión:
Esteban ve al Hijo del Hombre de pie a la diestra de Dios (Hch 7,56; cfr. Mt 26,64; Mc 14,62; Lc
22,69), encomienda su espíritu al Señor (Hch 7,59; cfr. Lc 23,46) y pide que sus asesinos sean
perdonados (Hch 7,60; cfr. Lc 26,34).

Se comienza de este modo a delinear una espiritualidad del martirio – veremos más adelante la
evolución y el sentido de esta terminología – expresada con acento místico en el epistolario de
Ignacio de Antioquía, condenado a ser devorado por las fieras en el anfiteatro romano, en una fecha
que se sitúa verosímilmente entre el 110 y el 118. En su carta a los romanos, Ignacio ruega a los
cristianos de Roma que no le impidan imitar la pasión de su Dios (6,3), convertirse discípulo de
Jesucristo, dejándose devorar por las fieras, triturar por sus dientes, para transformarse en pan
puro de Cristo
(4,1-2).

Desde la segunda mitad del s. II, con una terminología que no está presente en Ignacio de Antioquía,
el sacrificio de la vida para dar testimonio de la fe se llama “martirio” (del griego martýrion,
martyría), “mártir” (mártys sing. – pl. mártyres) aquel que tiene el privilegio y la gracia de
afrontarlo, mientras el verbo martyreîn llega a indicar la realización de esta condición. Esta
terminología era, en su origen, propia del testimonio de los hechos, en el sentido respectivo de
“testimonio”, “testigo”, “testimoniar”, también en relación con los trámites judiciales. En el lenguaje
cristiano más antiguo se entendía como el testimonio que en la actividad misionera se daba a la
predicación y a la historia de Jesús, de modo particular a la pasión y a la resurrección: la
comprobación de que se creía en ellas, haciéndose sus apóstoles.

El momento de cambio semántico de “testigo” a “mártir” se da cuando esta acepción de testimonio


se aplica a aquella que se realiza solo ocasionalmente al afrontar el peligro de la muerte, que da
sentido pleno y valor al testimonio mismo.
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3.2 Antes y después de Constantino

La aversión suscitada por los primeros cristianos en Palestina continuó cuando crecieron de
número y se difundieron en el resto del Imperio: esto determinó una serie de acciones violentas,
algunas veces sistemáticas, en su contra. Sin embargo, contra la tradición de la historiografía
cristiana antigua, que atribuyó la iniciativa de las persecuciones a una precisa voluntad de los
emperadores, se debe observar que las persecuciones por edicto no fueron anteriores al s. III. Bajo
este aspecto son particularmente iluminadoras las disposiciones impartidas por Trajano (98-117)
a Plinio el Joven, que en torno al 112, como procónsul en Bitinia, se había dirigido a él para
preguntar cómo se debía legislar en caso de denuncias contra los cristianos (Plinio, Epístolas, X,
96). El emperador disponía que la condena podía ser impuesta a aquellos que, denunciados, se
profesaban cristianos, dejando libres en cambio aquellos que estaban dispuestos a renegar de la
propia fe: y precisaba que no se debía tener en cuenta las denuncias anónimas (Plinio, Epístolas,
X,97).

Estos criterios, confirmados por los inmediatos sucesores de Trajano, no impidieron que los
cristianos fuesen condenados a muerte por aquellos que Plinio llamaba “delitos conexos con su
mismo nombre” (Epístolas, X, 96,2) – y que se concretizaban con acusaciones de incesto,
canibalismo, magia – creyendo a denuncias sublevaciones locales por parte de grupos hostiles:
ellos llegaron a compartir con los hebreos, de los cuales no se distinguían primero, la aversión y el
resentimiento debidos al hecho de constituir un grupo separado del resto de la sociedad.

Las principales fuentes de la historia de las persecuciones son la Historia eclesiástica y Los mártires
de Palestina, ambas de Eusebio de Cesarea (circa 339-340).

Bajo Nerón (54-68) en Roma, según lo reportado por Tácito (Anales, 15, 44), los cristianos locales
eran condenados a muerte por su odio hacia el género humano, con la acusación de ser los
responsables del incendio de la ciudad en el 64: para Suetonio (Nerón, 12) la acusación sería
aquella de las prácticas mágicas y la de haber introducido una religión nueva y peligrosa. En el
mismo período murieron en Roma los apóstoles Pedro y Pablo (Eusebio, Historia eclesiástica, II,
25,5-8), tal vez independientemente de las circunstancias del año 64.

Las persecuciones continuaron bajo Adriano (117-138), Antonio Pío (138-161), Marco Aurelio
(161-180), Cómodo (180-193), Septimio Severo (193-211), Decio (249-251), Valeriano (253-259),
Diocleciano (284-305). La gran persecución fue aquella promulgada por los cuatro edictos de
Diocleciano y Maximiano entre el 303 y 304, a través de los cuales se imponía progresivamente la
destrucción de las Iglesias, la confiscación de libros sagrados para destruirlos, la pérdida de los
derechos de libertad, y la pena capital para quien refutase tales disposiciones.

Con a la definitiva ascensión de Constantino, las persecuciones en el Imperio llegaron a su fin.

3.3 La dignidad del mártir

Según Tertuliano (220) “La sangre de los mártires es semilla” (Apologético, 50,13), es decir,
conquistaba para su causa a los paganos. Tal vez la observación de Tertuliano toma una reacción
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psicológica y emotiva que debemos tener en cuenta para valorar el impacto del cristianismo en el
mundo que lo circunda, y que encuentra reflejo en algunos estudios recientes sobre los mártires y
el martirio. Por otra parte, si nos dirigimos al mundo intelectual pagano, vemos cómo la actitud
respecto a los cristianos que aceptaban gustosos el martirio se consideraba como locura (Epicteto
en Arriano, Diatribas, I, 7,6: cfr. Luciano de Samosata, Peregrino, 13).

Pero en la espiritualidad de la Iglesia antigua, el ideal del martirio constituyó un punto de


referencia, como lo será en los siglos posteriores. El martirio fue considerado como una especie de
bautismo capaz de borrar los pecados, o para quien no había recibido aun el bautismo con agua,
un verdadero “bautismo de sangre”. Esto explica la aceptación del martirio, en ocasiones, a través
de una fórmula litúrgica, como los mártires de Scillium, que al escuchar la sentencia de su murte
respondieron: Deo gratias (Passio, 15).

En la opinión de la Iglesia antigua los mártires tenían el privilegio de no tener que esperar la
resurrección final, sino que podían alcanzar inmediatamente la presencia de Dios. La certeza de
este privilegio se traduce en la imagen de un premio. En este sentido, se puede afirmar que el mártir
constituye para la Iglesia antigua un héroe que merece ser recordado en el aniversario de su
muerte.

El lugar en el cual se depositan las reliquias de los mártires se convierten en centros de culto a su
persona, donde se reunirán en el aniversario de su muerte para recordarlo y seguir su ejemplo
(Pasión de Policarpo, 18,3), y pronto se registra la tendencia, para quien es posible, de hacerse
sepultar cerca a la tumba de un mártir, como hará la matrona Pompeiana que logra obtener por
parte de un magistrado el cuerpo del mártir Maximiliano de Theveste, lo lleva a Cartago y lo depone
junto a Cipriano, junto a los cuales será sepultada también ella pocos días después (Pasión de
Maximiliano, 3,4).

3.4 Debate: “Erotismo de la muerte inminente” (ver lectura para el debate # 3)

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UNIDAD 4: LA SANTIDAD DE LOS PRIMEROS CRISTIANOS II

4.1 Los santos confesores

La consideración de la cual gozaban los cristianos encarcelados en la perspectiva del martirio que
les esperaba se extendió también a los “confesores”, aquellos que, durante la persecución, habían
confesado la fe, sufriendo como consecuencia el arresto, la tortura, la condena a trabajos forzados
en las minas, sin llegar, sin embargo, al testimonio del sacrificio de la vida, y que constituían una
categoría privilegiada entre los fieles.

Estos representaban una suerte de jerarquía carismática: según la antigua colección canónica de
la Traditio apostolica (9), el confesor no tiene necesidad de la imposición de las manos para el
diaconado o el presbiterado, porque posee el honor del orden a causa de su confesión. En Cartago,
después de la persecución de Decio, los cristianos que habían cedido a las prescripciones del edicto
imperial, y considerados apóstatas, se dirigían a los confesores para ser reconciliados con la Iglesia,
pasando por alto las prerrogativas del obispo en materia de penitencia y readmisión a la comunión
eclesial. Cipriano, a pesar de reconocer a los confesores el derecho de reconciliar los lapsos
(caídos), es decir, los apóstatas de la Iglesia (Cartas, 30, 4; Los apóstatas, 6), afirmó decididamente
sus prerrogativas, pero en casos singulares reguló la posición de los confesores, integrándolos al
clero (Cartas 38; 39; 40).

Poco después del fin de las persecuciones, una epidemia sumergió en la turbación algunos
cristianos que, delante del panorama de la enfermedad, lamentaron el verse privados de la
posibilidad de afrontar el martirio, para el que se sentían prontos. Cipriano, en su tratado Sobre la
epidemia (17) los consoló, argumentando que el martirio no depende de la voluntad del hombre,
sino de la gracia de Dios, el cual sabe recompensar también la sola disposición al martirio. La
misma idea torna en su Exhortación al martirio: “Dios, que es juez, paga su recompensa
independientemente del momento: en la persecución, corona el valor militar; en tiempo de paz, la
consciencia” (13). Pero la recompensa no tiene solo que ver solo con la disposición para sufrir el
martirio. En el tratado Sobre las obras y las limosnas, Cipriano afirma que las limosnas y las obras
de justicia obtienen, como un segundo bautismo, la remisión de los pecados: todos están llamados,
en medio de la carrera, hacia la justicia bajo los ojos de Dios y de Cristo, y el Señor dará, a cuanto
se han empeñado en realizar estas obras, el premio a sus méritos. En tiempo de paz, una corona
cándida por las obras. En tiempo de persecución, redoblará el premio con una corona purpúrea
por el martirio (2,26).

Entonces, con la mención del segundo bautismo, y en el plano simbólico, a la imagen de la corona,
se le aplica una forma de perfección, podríamos decir, de santidad, si bien el concepto no es todavía
expresado en este sentido, como en el caso del martirio.

4.2 Hacia una santidad no martirial

La idea ya había sido expresada por Clemente Alejandrino (después del 202) de forma teórica: el
martirio (martýrion) se llama perfección (gr. teléiosis) no porque el hombre consiga el fin (télos)
de la vida, sino porque demuestra la obra perfecta (téleion érgon) del amor (Strómati IV, 4, 14,3).

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Pero existe un martirio espiritual, que consiste en una vida pura, dedicada a Dios y a la observancia
de sus mandamientos. Y si la confesión (homología) de Dios es un testimonio (martyría), el alma
que vivió pura en el conocimiento de Dios, que obedeció a sus mandamientos, es mártir con la vida
y la palabra, prescindiendo del modo por el cual se haya separado del cuerpo, en cuanto que ha
derramado como si fuese sangre la fe durante toda su vida, hasta la muerte (ivi, IV, 4, 15,3).

Con el fin de las persecuciones y la progresiva cristianización, el culto de los mártires tuvo un
impulso sensible: pero si el mártir es aquel que ha dado el mayor testimonio de la fe y del amor, su
ejemplo no era, por norma, aquel que el fiel común pudiese imitar una vez reducidas las ocasiones
en las cuales derramar la propia sangre. No gratuitamente en la predicación sobre los mártires,
que se desarrolla con ocasión de sus aniversarios (memoria de su martirio), de los cuales tenemos
noticia a partir del s. IV, el ejemplo del mártir que se propone a los fieles no es tanto aquel del
momento extremo de su martirio, sino sobre todo aquel de sus virtudes de fondo: la devoción a
Dios, hasta el desprecio de los valore mundanos; la constancia en la fe, la resistencia. Agustín, en
un sermón sobre san Lorenzo, observa que la imitación de Cristo realizada por este mártir con su
muerte puede ser lograda por parte de los fieles según sus condiciones de vida: “El jardín del Señor
no tiene solamente las rosas de los mártires, sino también los lirios de las vírgenes, las hiedras de
los casados, las violetas de las viudas” (Sermones, 304, 1-2).

En efecto, se desarrolla lentamente, a partir del s. IV, el culto a figuras distintas de mártires, pero
cuyos méritos se asimilan a ellos bajo varios aspectos: los ascetas, los monjes y obispos. Junto con
los mártires, ellos constituyen en el cristianismo tardo-antiguo el principal modelo de vida
cristiana, si el presupuesto es que esta se realice plenamente en la santificación personal.

4.2.1 Ascetas y monjes

Herederos de una tradición registrada ya en el s. II en varias comunidades cristianas por la


presencia de hombres y mujeres dedicados a una vida ascética (del gr. áskesis, “ejercicio”,
“adiestramiento”), es decir, una vida religiosa intensa, caracterizada por la oración, la continencia
sexual, ayunos y restricciones alimenticias, el monacato es un fenómeno que conocemos a partir
de la segunda mitad del s. III, destinado a difundirse ampliamente a través de los siglos sucesivos.

Monje (del gr. monachós, “solitario”) o anacoreta (del gr. anachoretés, “aquel que se retira”), o
eremita (del gr. éremos, “desierto” en consideración del lugar en que originariamente fue buscado
el aislamiento). Es aquel que se aleja del consorcio civil, y en las formas más radicales, también de
los hermanos que comparten su experiencia, para entrar en una vida de total aislamiento, con el
fin de dedicarse completamente a Dios en la búsqueda de un nuevo tipo de perfección espiritual
en la cual es determinante la mortificación del cuerpo – castidad, ayunos, vigilias, exposición a la
intemperie, uso de instrumentos penitenciales como cadenas o la áspera vestidura de piel de cabra
o de camello, también llamada “cilicio” – para obtener el dominio de las pasiones, consideradas
tentaciones diabólicas que buscan desviarlo del objetivo que se prefijó.

Dicha elección respondía a la exigencia de encontrar en el aislamiento y en una vida reducida a lo


esencial, las condiciones para un empeño espiritual más intenso de aquel que se podía conseguir
dentro de la sociedad y en la vida familiar.

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Patria original del monacato fue Egipto, y es considerado tradicionalmente como fundador,
Antonio Abad (circa 251-356), que más o menos a la edad de 20 años abandonó sus bienes y el
pueblo natal para adentrarse progresivamente en el desierto, donde enseguida se le unieron
algunos secuaces con los cuales mantuvo una relación comunitaria alternante con periodos de
aislamiento total: su Vida, escrita por Atanasio, obispo de Alejandría (+373), nos dice que Antonio,
al inicio, se unió a un asceta anciano. Esto confirma que su elección no fue un hecho nuevo y aislado.
Otros exponentes del monacato egipcio fueron Pablo de Tebas (341: según Jerónimo, sería el
iniciador de esta experiencia de vida), Macario (+390), Pacomio (+347), iniciador del monacato
cenobítico (del gr. koinós bíos, “vida común”), que buscaba organizar la experiencia monástica de
un grupo siempre creciente de secuaces.

La experiencia ascética y monástica dio espacio también a las mujeres, constituyendo también para
ellas una vía a la santidad después del fin de las persecuciones, durante las cuales fueron señaladas
ilustres figuras de mujeres mártires, debido a que no estaba previsto para ellas el acceso al
sacerdocio, otro estado que, especialmente en Occidente, constituyó el punto de partida para un
camino de santificación.

En occidente, el monacato fue dado a conocer por Atanasio de Alejandría, por el contacto que tuvo
durante sus exilios a Tréveris y a Roma, y sobre todo por la amplia difusión que tuvo su Vida de
Antonio, rápidamente traducida al latín. En el 353 en Roma, se consagra al Señor, con algunas
compañeras, Marcelina, hermana de Ambrosio, futuro obispo de Milán.

A las figuras femeninas que ya hemos recordado, podemos añadir la hermana de Antonio Abad,
que fue confiada a un grupo de vírgenes por parte de su hermano para que fuese educada según su
estilo de vida, y para ser, a su vez, maestra de vírgenes. María, hermana de Pacomio, a la cabeza de
un monasterio femenino que observaba la regla de su hermano. Terasia, mujer de Paulino de Nola,
que compartió con él la elección de la vida ascética. La noble romana Demetríade (+460 circa), que
recibió el velo de la consagración virginal en Cartago hacia el 413. La hermana de Agustín de
Hipona, que en aquella misma ciudad estuvo encargada de una comunidad femenina. Genoveva de
París (+500 circa), que se distinguió por sostenido sus ciudadanos durante el asedio por parte de
los Hunos en el 451.

Monasterios femeninos y singulares figuras son recordados en la copiosa literatura monástica en


lengua griega, mientras la primera regla monástica femenina en Occidente fue aquella misma de
Cesareo de Arlés para el monasterio por él fundado en el 512 en su sede episcopal, y al cual fue
encargada la hermana Cesaria.

Muchos son los componentes de la vida ascética: la respuesta a la invitación de Jesús a seguirlo,
renunciando a sí mismos y tomando la cruz (Mt 16,24-26; 19,21; Mc 8,34; Lc 9,23-27; 14,26), con
el consiguiente rechazo del mundo, de los bienes, de los afectos y de las cosas sensibles, tanto más
sentido en una sociedad en vía de cristianización, a precio de muchos compromisos respecto a los
ideales de los primeros tiempos. El empeño en el combate espiritual, delineado por Pablo para
obtener la corona incorruptible (1Co 9,24-27) por parte de quien se revistió de las armaduras de
la virtud (Ef 6,10-18), la lucha contra las pasiones y los demonios que buscan obstaculizar este
camino.

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El asceta y el monje representan, respecto al mártir, un tipo de santidad viviente: en efecto, estando
vivos, con las renuncias que se impusieron, resaltan un estado al margen de lo humano, más
cercano al plano sobrenatural. Por esta razón se les reconocen poderes extraordinarios, ya sea en
lo que respecta al dominio de la naturaleza, sea escapando de sus condicionamientos, sea por la
capacidad de operar milagros, poniéndose al servicio de los hombres que a ellos se dirigen. No
gratuitamente el elemento prodigioso y milagroso, tema marginal en la más antigua literatura
sobre los mártires – donde se limita al don de las visiones, premoniciones del martirio,
insensibilidad en los sufrimientos – sea, en cambio, muy presente en las biografías monásticas para
pasar después a las Pasiones, más tardías, y a las Vidas de santos.

4.2.2 Obispos

Ya en la época de las persecuciones se había señalado una serie de ilustres obispos mártires, desde
Ignacio de Antioquía a Policarpo de Esmirna. De Sixto II de Roma, Cipriano de Cartago, Fructuoso
de Tarragona, a Filea de Thmuis, en Egipto: era fatal que las persecuciones golpearan los líderes de
la comunidad, que, en efecto, estuvieron bajo la mira, junto con sacerdotes y diáconos en las
persecuciones de Valeriano y de Diocleciano. Con el fin de las persecuciones las Iglesias asumieron
más una estructura y un perfil visible, gracias al cual el cristianismo se expandió y se radicó en la
sociedad.

Los obispos no solo guían las comunidades a ellos confiadas, sino que intervienen con la
predicación, los escritos, el contacto con otros colegas en concilios regionales y generales en las
cuestiones disciplinares y teológicas.

Las funciones pastorales del obispo tenían que ver con la organización del culto, por ejemplo, en lo
relativo al culto de los mártires, y rápidamente, primero en Oriente y después en Occidente, los
obispos se interesaron en la difusión del monacato, promoviéndolo y algunas veces adhiriendo
ellos mismos a la propuesta ascética que este presentaba.

Entre otras cosas ya la legislación constantiniana había concedido a los obispos un ámbito jurídico
en el cual ejercitar la propia autoridad que, progresivamente, sobre todo en Occidente, se cargó de
funciones políticas y administrativas: no es gratuito que la centralidad de los santos obispos en la
vida, y después en el culto de la Iglesia será después un fenómeno prevalente en la cristiandad
occidental, mientras en Oriente, donde el clero secular sufre la preponderancia de las estructuras
políticas, la santidad será sobre todo un prerrogativa de los monjes y de los eremitas.

Loa primeros obispos no mártires que recibieron culto, atestiguado en panegíricos o sermones en
su honor, fueron aquellos que podían entrar en la categoría de los “confesores” por haber sufrido
maltratos en la última persecución, como probablemente Filogonio de Antioquía (+323-324),
celebrado por Juan Crisóstomo, o aquellos que en la controversia arriana fueron mandados al
exilio: Paulino de Tréveris (+350), Dionisio de Milán (+391), Eusebio de Vercelli (+370), Atanasio
de Alejandría.

4.3 Debate: “El despertar de la fe con la edad” (ver lectura para el debate #4)

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UNIDAD 5: LA SANTIDAD DE LOS PRIMEROS CRISTIANOS III

5.1 Del culto de los difuntos al culto de los santos

En la Pasión de Policarpo (18,2-3) se registra el propósito de establecer un día preciso que


corresponde al de la muerte del mártir – “el natalicio de su martirio” –, para una forma de honra
de su memoria “con exultación y gozo”, en el lugar en cual fueron recogidos sus huesos “más
preciosos que las piedras preciosas y más puros que el oro”. El lugar en el cual se prevé realizar las
honras y el día de su recuerdo, el aniversario de su muerte, nos remiten a los usos funerarios del
mundo antiguo. La expresión “natalicio” viene del gr. heméra genéthlios, “día natalicio”, que como
en el latín “dies natalis o natale”, podía designar un simple aniversario: en efecto, en las regiones
orientales del Imperio se había difundido el uso de celebrar los difuntos sobre todo en el
aniversario de su muerte, además que en el aniversario de su nacimiento, como sucedía
prevalentemente en Occidente. Otro término con el cual se indica el día de la muerte es, el latín
“depositio” (“deposición”, es decir, “sepultura”), circunstancia que daba poco después de la muerte.
Desde los primeros testimonios de tumbas cristianas, desde finales del s. II, la forma de sepultura
universalmente reconocida por los seguidores de la nueva religión es la de la velación, que desde
aquella época comenzó a imponerse sobre la cremación.

El aniversario de la muerte era el día más importante en que se conmemoraban los difuntos: la
referencia al nacimiento que viene de las expresiones griega y latina será explicada con la idea,
entre otras cosas nota al mundo pagano (Séneca, Epístolas, 102,26), que la muerte representa, de
hecho, el nacimiento a la vida verdadera. Como los paganos, los cristianos celebraban otras
conmemoraciones por los difuntos, el tercero, el noveno y el trigésimo día, o también el séptimo y
el cuadragésimo.

El culto de los mártires se diferencia del de los simples difuntos por el hecho de que son celebrados
por toda la comunidad y no solo por sus familiares y amigos. En este sentido, el culto de los santos
converge con el de los héroes del mundo antiguo, practicado por grupos sociales o familias que los
consideraban sus antepasados. Esta es una de las “estructuras de acogida” del mundo antiguo que
determina las formas en las cuales se articula el culto de los mártires y, después, el de los no-
mártires. San Agustín insistirá sobre el carácter propio de la conmemoración de los mártires: no
se los conmemora rogando por ellos, sino con el fin de que ellos rueguen por nosotros, para que
podamos seguir sus pasos (Sermones sobre el Evangelio de san Juan, 84,1).

Con el incremento del culto de los mártires después del fin de las persecuciones, se edifican
entorno a sus tumbas, oratorios de pequeñas dimensiones que con el pasar del tiempo son
ampliados, hasta que no se construye allí el monumento primitivo, y a su lado una basílica, sin tocar
dicho monumento, aunque modificando la disposición del terreno en el cual se construía la basílica
o sacrificando la regularidad (la simetría o armonía del edificio). Un edificio de este tipo toma el
nombre griego de “martýrion” (en lat. “martyrium”). El latín dispone de otro término: “memoria”,
con el cual podía designarse tanto la tumba del mártir, como sus reliquias de contacto, o por
extensión, cualquier tipo de monumento fúnebre.

La celebración eucarística en el aniversario de los mártires, precedida de una vigilia nocturna,


exigía que su nombre fuese recordado en la liturgia (Cirilo de Jerusalén, Catequesis mistagógicas,
5,4; Juan Crisóstomo, Homilías sobre los Hechos de los Apóstoles, 21,4), y, por otra parte, la
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celebración litúrgica también exigía una forma de predicación, sermón (u homilía), o en ámbito
griego, un solemne panegírico.

Otra forma de culto, también esta tomada de las tradiciones paganas, era la comida fúnebre o
“refrigerium”, que consistía en la ingestión de una comida o de una copa de vino en honor de los
difuntos.

5.2 La intercesión y el patrocinio

Como se dijo anteriormente, para san Agustín, los mártires no se conmemoran rogando por ellos,
sino para que ellos rueguen por los fieles. Ciertamente, también para la función de intercesores,
reconocida a los mártires a partir del s. III, se puede encontrar un remoto origen en la práctica de
dirigir súplicas y oraciones a los difuntos, sobre todo en el mundo clásico pre-cristiano: las almas
de los difuntos hacían parte de aquel mundo invisible de seres espirituales intermediarios entre el
hombre y lo divino. La invocación a los simples difuntos se lee en inscripciones catacumbales que
representan la continuidad con las prácticas en uso de los paganos, pero progresivamente, si bien
no fácilmente datables, las peticiones de protección se dirigen a los mártires que están allí
sepultados: la intercesión de los mártires, premisa de aquella de los santos no mártires, constituye
algo cualitativamente diverso de aquella petición a los difuntos simplemente, gracias a la dignidad
que se les reconocía a los mártires.

En efecto, al martirio se le reconoce un valor sacrificial, presente ya en el Apocalipsis (6,9), cuando


Juan ve en el cielo, debajo del altar, las almas de aquellos que habían sido inmolados a causa de la
palabra de Dios y del testimonio que habían dado de ella: su sacrificio, es decir, el martirio, es en
definitiva un holocausto ofrecido a Dios.

La doctrina de la intercesión de los mártires encuentra fundamento teológico en Orígenes: los


mártires realizan una función diaconal en la presencia de Dios, es decir, un servicio permanente en
favor de la Iglesia, que se explica en la remisión de los pecados, en la concesión de bienes
espirituales, pero también en una dimensión más general. La mención de la intercesión de los
mártires es frecuente en muchos autores del s. IV, gracias al testimonio de una idea heredada por
la vida y la doctrina de la Iglesia. Los santos, mártires, ascetas, monjes y obispos en el periodo que
hemos expuesto brevemente, constituyen un modelo de santidad para sus fieles, que se inspiran
en su ejemplo para la realización del ideal de la vida cristiana.

Podríamos considerar que el patrocinio es una prolongación de la función de intercesión, por la


cual algunos santos se convierten en protectores de una iglesia o comunidad. Esta idea se remite a
la concepción latina del patrocinio, que establecía una relación entre un “patronus” y un “cliens”,
este último inferior por rango, mientras el patrono desarrolla con relación a él la función de
protector, abogado, defensor. En las últimas décadas del s. IV la terminología del patrocinio
comienza a describir las relaciones entre los miembros de la ciudad celestial, en donde los mártires
ejercitan con sus hermanos más débiles, que se relacionan con estos como si fuesen clientes, una
relación de patrocinio vivificado por el principio cristiano de la caridad.

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5.3 Las reliquias y los milagros

Los huesos de Policarpo eran considerados preciosos, y los cristianos de Esmirna habían querido
recogerlos “para entrar en comunión con su santa carne” (Pasión de Policarpo, 17,1). La centralidad
que asume la veneración de los despojos de los mártires, tocados y besados como objetos sagrados
cuando era posible, produjo pronto la exhumación, el traslado hacia otros lugares, la fragmentación
de los cuerpos, creando una fractura en la mentalidad común, que distinguía el mundo de los vivos
y de los muertos. El cuerpo tiene su razón de ser en una religión que profesa su fe en la
resurrección, y los cuerpos de los santos, aquellos cuyas almas viven en la presencia de Dios, son
un signo tangible y operante de la transición entre lo terrenal y lo espiritual.

5.4 El control eclesiástico

En los primeros siglos el culto de los mártires iniciaba, con la fijación del aniversario reservado a
la conmemoración anual, a veces también con el registro escrito y en modo específico de sus
últimas palabras y gestos.

Eusebio de Cesarea (Historia eclesiástica, V, 16,21-22) nos refiere la noticia de cómo algunos
mártires de Eumenia, en Asia Menor, en el s. II, quisieron morir separados de los montanistas para
demostrar la no aprobación de la herejía. La doctrina eclesiástica era particularmente clara sobre
este punto: quien está separado de la unidad de la caridad de la Iglesia no puede ser considerado
mártir (Cipriano, La unidad de la Iglesia Católica, 14). San Agustín sostiene que, aunque si se fuese
quemado vivo por el nombre de Cristo, si se está fuera de la Iglesia, el castigo será el eterno suplicio
(Cartas 126,3), y especialmente en contra de los donatistas, que se enorgullecían de sus mártires,
afirma repetidamente que el martirio no depende del modo, sino del motivo por el cual se muere.

Son atestiguadas diferentes formas del control del culto. Según el relato de Optato de Milevi
(Contra los donatistas, I,26), en los primeros años del s. IV, en Cartago, la matrona Lucila fue
criticada por el archidiácono Ceciliano porque antes de recibir la eucaristía solía besar “el hueso
de no sé cuál mártir, y si de un mártir, no reconocido (necdum vindicati)”. De todos modos, en
África, se tomaron medidas debido a los abusos en el culto.

En definitiva, son los obispos los que intervinieron para promover u obstaculizar nuevos cultos, y
no solo en Occidente. En la segunda mita del s. III, Gregorio Taumaturgo habría introducido en
Nueva Cesaréa los festejos de algunos mártires (Gregorio de Nisa, Vida de Gregorio, 13).

5.5 Debate: “La necesidad de Dios y la pérdida” (ver lectura para el debate #5)

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