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EL HOMBRE Y LOS DIOSES

Mario Vegetti

EN

EL HOMBRE GRIEGO,
JEAN-PIERRE VERNANT, ED.,
MADRID, 1.993,
ALIANZA EDITORIAL.
1.- Introducción
Cuenta Aristóteles que el viejo sabio Heráclito hacía pasar a sus
huéspedes hasta la cocina diciéndoles “También aquí hay dioses” (De partibus
animalium, 1, 5). Esta anécdota será muy útil para comprender la actitud
religiosa del hombre griego. Veamos.
Entre los griegos la experiencia de lo sagrado es cercana, próxima a los
lugares y momentos de la vida cotidiana. Por ejemplo, el hogar doméstico, en
torno al cual la familia se reúne para cocinar y consumir los alimentos, está
consagrado a una divinidad, Hestia, que protege la prosperidad y la
continuidad de la vida familiar. Cada recién nacido es llevado ante el hogar
para sancionar, también religiosamente, su incorporación en el espacio
doméstico.
Esta familiaridad con los dioses caracteriza la experiencia religiosa griega
en todos sus ámbitos. La divinidad no es inaccesible ni distante; está presente
en cada momento relevante de la vida privada y social. La encontramos
permanentemente, tanto en las imágenes de los dioses y en las prácticas
cultuales que se le dedican, como en las narraciones familiares y públicas.
Estas historias dibujan las complejas tramas de una simbolización que
expresa, de manera particular, el sentido mismo de la existencia.
En virtud de todo ello la pregunta sobre por qué los griegos creían en sus
dioses parece mal hecha. Pensamos, más bien ¿cómo habría sido posible que
no creyeran en ellos?, pues tal cosa supondría la negación de una parte
fundamental de la experiencia vital cotidiana.
La mirada de los filósofos hacia la religión es teórica, pero nos sirve aquí,
momentáneamente, como contraste. Y es que Aristóteles cita a Heráclito para
justificar el estudio científico de la vida silvestre. Entre los pensadores «lo
divino» se relaciona con el orden cósmico y natural. El estudio del mundo
celeste y de los astros ocupará un lugar más importante que el del entorno
inmediato, pero éste, como naturaleza viva, al igual que el cosmos, estará
siempre regido por leyes de orden y valor, y por tanto, también, «lleno de
dioses». La actitud intelectual coincide con la experiencia religiosa común,
pero ve en estos rasgos de proximidad y familiaridad con lo divino un aspecto
«inmanente» al orden del mundo, es decir, un aspecto inherente a su propia
naturaleza.
Más adelante comentaremos todos estos puntos. Por el momento
detengámonos en uno de ellos, aparentemente contradictorio. Para los griegos
lo sagrado se presenta de manera difusa y omnipresente, pero al mismo
tiempo de manera «ligera», por decirlo así. Es decir, no resulta opresiva, ni
psicológica ni socialmente. Para comprender este punto veamos primero lo
que la religión griega no fue.
2.- Una religión sin dogmas y sin iglesia
A diferencia de lo que ocurre con las grandes religiones monoteístas del
Mediterráneo, la religión griega no se basa en una revelación «positiva», con-
cedida directamente por la divinidad a los hombres ni tiene la figura de un
profeta fundador. Los griegos no tenían escrituras sagradas que enunciaran
las verdades reveladas y los principios de un sistema teológico. La ausencia de
un libro sagrado comporta también la de un grupo de intérpretes
especializados: no hubo nunca en Grecia una casta sacerdotal permanente y
profesional, pues el acceso a las funciones sagradas estaba, en principio,
abierto a cualquier ciudadano, y por lo general era transitorio.
No había tampoco una iglesia unificada, entendida como aparato
jerárquico y «autónomo», legitimado para interpretar las verdades religiosas
y administrar las prácticas del culto. No existían, además, en absoluto, dogmas
de fe, cuya observancia fuera impuesta y vigilada, y cuya trasgresión diera
lugar a las figuras de la herejía y la impiedad. Se trata de un sistema de au-
sencias que se mantiene a lo largo de la cultura griega.
En efecto, los relatos griegos sobre la creación del mundo y de los
hombres no tienen un papel central en el contexto de las narraciones sobre los
dioses, ni en el de las creencias, e incluso, podría decirse que no existen, salvo,
como veremos, en corrientes religiosas marginales y sectarias. En la
experiencia común, por tanto, siempre hubo una convivencia entre la estirpe
de los dioses y la de los hombres.
No existe, además, nada similar a la idea de un «pecado original» ni la
noción correlativa de salvación o purificación del género humano. En efecto,
salvo que se incurra en una «mancha» consecuencia de una culpa o una
contaminación específicas, el hombre griego es, en principio, «puro», y como
tal, puede acceder libre-mente, a las funciones sacerdotales.
Habrá que hacer, sin embargo, en este sentido, una salvedad: a pesar de
que la cuestión de la supervivencia del alma y de su salvación ultraterrena
resulta en general irrelevante, sobre todo, en lo que se refiere a la religión
pública, en el ámbito de los cultos mistéricos e iniciáticos, eventualmente,
aparece.
En virtud de todo lo anterior, no es posible hablar de «religión», en el
caso de los griegos, al menos en el sentido en que esta palabra es usada en las
tradiciones monoteístas. En efecto, no hay en griego una palabra cuyo sentido
equivalga, de manera exacta, a nuestro término «religión». La que más se
aproxima, eusébeia, debe entenderse, como señala el sacerdote Eutifrón en el
diálogo homónimo de Platón, como «el cuidado» (therápeia) que los hombres
tienen para con los dioses» (Platón, Eutifrón, 12e).
Es decir, se trata de una religiosidad que consiste, básicamente, en la
observancia puntual de los ritos y el culto con los que se expresa el respecto
por la divinidad, a través, por ejemplo, de los gestos de obsequio y deferencia,
como las ofrendas sacrificiales y votivas.
Algo parecido a lo dicho arriba sobre la palabra «religión» podría
decirse sobre el término «fe». En la lengua común, la expresión «creer en los
dioses» (nomízein toùs theoús) no tiene el sentido de una convicción racional
sobre la existencia de éstos, como ocurrirá más tarde en un lenguaje filosófico
ya maduro, sino más bien, el de «respetar, venerar, u honrarlos» en las
prácticas cultuales: nomízein (creer) equivaldrá en definitiva a therapeúein
(cuidar), es decir, dedicar a la divinidad los oportunos cuidados rituales.
El núcleo de la relación entre hombres y divinidad, de la «religión» y de
la «fe» de los griegos parece consistir en la observancia de los cultos y de los
ritos prescritos por la tradición. Sin embargo, esto no debe hacernos pensar
en una ritualización obsesiva que invada la existencia.
El retrato sarcástico que hace el filósofo Teofrasto en sus Caracteres (16)
a fines del siglo IV a.C., de la superstición (disidaimonía) probablemente está
basado en una actitud, hasta cierto punto, común: el supersticioso es aquel
que vive afligido por un perpetuo temor al poder de los dioses, y dedica, de
forma ridícula, gran parte de su existencia al esfuerzo de hacérsela grata a
través de los ritos, del intento maniático de evitar la impiedad y de purificarse
de cualquier culpa posible.
Pero se trata, precisamente, de un «carácter» de comedia: la misma
sátira teofrastea confirma que la obsesión por la ritualidad no fue algo
extendido ni relevante en la cultura griega. Esto no significa, naturalmente,
que no existiese un temor profundo y radical a la divinidad y a su capacidad
de castigar las culpas de los hombres, golpeándoles a lo largo de su existencia
e incluso de su descendencia. Este temor está bien atestiguado en toda la
experiencia cultural griega del siglo V, y, todavía en el siguiente.
Epicuro, un filósofo casi contemporáneo de Teofrasto, pensaba que uno
de los deberes fundamentales de la filosofía, si con ella se quería restituir la
serenidad a la vida de los hombres, era precisamente liberarle de este miedo
al castigo divino.
El historiador griego Heródoto (siglo V) ilustra este conjunto de actitudes
en su complejidad mediante una anécdota curiosa. Con la idea de recuperar el
poder en Atenas, el tirano Pisístrato (siglo VI) hizo representar una procesión
encabezada por la diosa Atenea a través de la ciudad y hasta la Acrópolis (una
muchacha en un carro llevaba el atuendo, armadura, etc.). La precedía un
cortejo de heraldos que instaban a la gente a acoger de nuevo al tirano, como
si fuera auspiciado por la propia diosa protectora de la polis.
Heródoto se sorprendía de que la jugada hubiera tenido éxito y de la
ingenuidad de los atenienses a los que se consideraba –tanto o más que a otros
griegos– «astutos y exentos de la candidez de los bárbaros», es decir, de los
«extranjeros» (1, 60).
La anécdota puede ser leída en dos sentidos. Por un lado, la familiaridad
de los griegos con sus dioses y con sus imágenes permite entender que, en
principio, no hubieran tenido duda alguna sobre la presencia de la diosa
representada por la comparsa. O incluso que a algunas personas les pareciera
normal que otras hubieran aceptado la situación. Pero desde otra perspectiva
la anécdota destaca el carácter «ligero» de esta religiosidad, y confirma la
incredulidad que Heródoto a- tribuye a los griegos: la misma familiaridad que
in-duce a «creer» permite también a Pisístrato y a los suyos urdir el embrollo,
reproduciendo la semblanza de la diosa sin demasiado temor a cometer un
sacrilegio o a exponerse a la «ira divina».
La divinidad es tan cercana a los hombres, está tan expuesta a la relación
con ellos, que puede, eventualmente, convertirse en objeto de juego, de
engaño, de tramas astutas. Credulidad e incredulidad, temor a lo divino y
desenvoltura respecto a ello quedan, por tanto, estrechamente entrelazados
en la actitud religiosa de los griegos; el énfasis excesivo en uno u otro aspecto
conduciría radicalmente a una mala interpretación.
Esta peculiaridad sólo puede ser explicada remontándonos al origen y a
la articulación de las figuras de lo sagrado y de lo divino en la tradición cultural
griega, que en ciertos aspectos no tiene paralelos en otros universos religiosos.
3.- Lo sagrado
La voz griega hierós, «sagrado», significa, originalmente «fuerte». La
experiencia griega de lo sagrado, desde el punto de vista general (similar en
este sentido a la de otras culturas), probablemente nació con la percepción de
potencias sobrenaturales, sobre todo en lugares arcanos como bosques,
fuentes, grutas o montañas, en fenómenos naturales misteriosos y temibles
como el rayo y la tormenta, o en momentos cruciales de la existencia como el
nacimiento y la muerte.
Esta experiencia primitiva se va articulando después en dos sentidos
divergentes, aunque no o- puestos. Por un lado, lo «sagrado» se territorializa,
se vincula de manera más estrecha al lugar donde lo sobrenatural se ha
manifestado. Este lugar se distingue del entorno inmediato, y es, por ello,
marcado, de- limitado. De ahí en adelante estos espacios son de- dicados al
culto de las potencias que residen en ellos, y se transforman, progresivamente,
en santuarios, temenoi (de témenos, «terreno delimitado»).
Un determinado espacio natural puede convertirse en santuario y en él
pueden erigirse templos o monumentos. Estos espacios serán dedicados tanto
al culto de las divinidades propiamente dichas, como de otras figuras objeto
de devoción. Tal es el caso de las ninfas, que habitaban las fuentes, o de
algunos héroes, cuyas tumbas eran lugares de culto. Estas sepulturas de origen
micénico se habían convertido en talismanes que protegían la prosperidad de
las familias y de las comunidades. Una de ellas es la legendaria «tumba de
Edipo» en el suburbio ateniense de Colono.
La delimitación del espacio sagrado comporta las prohibiciones y
restricciones necesarias para evitar el abuso y la profanación, sobre todo, del
receptáculo de la imagen divina y de las ofrendas. Más tarde la sacralidad y su
protección se extienden, también, a todo aquello que está dedicado al culto,
dentro o fuera del recinto, como las víctimas sacrificiales, las formas
tradicionales del rito, o bien, los oficiantes y ministros que participan en el
mismo.
Esta territorialización de lo sagrado, sin embargo, no asume nunca en
Grecia la forma, conocida en otros lugares, del tabú: las prohibiciones no
excluyen nunca la relación con el ser humano ni la visita, aunque esté
regulada. Por el contrario, las personas están siempre en contacto con el
espacio sagrado, puesto que no hay sacralidad sin culto colectivo. La
solemnidad y respeto que envuelven lo sagrado no se transforma nunca en esa
experiencia de terror y nulidad que le acompaña en otras culturas.
Por otro lado, «sagrado» –ahora en sentido amplio, no intensivo sino
extensivo– es para los griegos todo aquello que surge de las potencias
sobrenaturales, y en modo específico de las voluntades divinas. Sacro es
también, por tanto, el orden cósmico y los ciclos naturales que determinan la
sucesión de las estaciones, de las cosechas, y del día y la noche, por ejemplo.
Lo mismo ocurre con el orden inmutable de la vida social, la sucesión
regular de las generaciones garantizada por los matrimonios, la de los
nacimientos, así como la de los ritos de sepultura y los de veneración de los
difuntos, la permanencia de las comunidades políticas y la del sistema de
poderes.
En ambas acepciones, la experiencia de lo sagrado queda determinada
por el hecho fundamental de que la intervención de las potencias divinas en la
vida social y en la vida natural, puede ser, inexcrutablemente, tanto benévola,
es decir, en forma de orden y de armonía, como perturbadora, o violenta y
destructiva, expresada como desastres naturales, enfermedad o muerte. Pues
en la lengua griega se seguirá llamando «sagrada», incluso, a la más
incomprensible y perturbadora de todas las enfermedades: la epilepsia.
De acuerdo a lo anterior la actitud hacia los dioses está orientada siempre
a propiciar su carácter benévolo o a conjurar sus fuerzas negativas. Se trata,
como señala el sacerdote Eutifrón, de un cuidado similar al «de los siervos
para con los señores» (Eutifrón, 13d).

4.- El sacrificio
Tal actitud se expresa, por ejemplo, a través del rito propiciatorio, un acto
individual o colectivo que puede y debe, ser eficaz si se hace correctamente, es
decir, según el procedimiento establecido por la tradición, y que se supone que
es grato a la voluntad a la que se dirige. Para los griegos este rito consiste,
sobre todo, en la ofrenda votiva, una promesa a cambio de un favor pedido a
los dioses, acompañada por la invocación y la oración. Generalmente supone
la donación de riquezas, de libaciones, de prestigiosos edificios de culto, pero
en su forma más primitiva, es siempre una ofrenda alimentaria, un sacrificio
animal.
El sacrificio, como veremos, puede asumir di- versas formas que varían
de acuerdo a las divinidades a las que se dirige y a los momentos y situaciones
sociales en que han de celebrarse. Pero expresa siempre la renuncia del grupo
humano, a una parte funda- mental de sus recursos alimentarios más
preciosos, que por ello, son concedidos a las potencias divinas, gracias a cuyo
«cuidado» deben resultar aplacadas y dispuestas benévolamente hacia los
hombres.
Para la eficacia del rito tiene importancia decisiva, hay que repetirlo, que
se desarrolle en la forma y en los momentos sancionados por el uso
tradicional: por consiguiente, el calendario griego es uno de los aspectos
determinantes del conjunto de las reglas rituales. Vemos así, por ejemplo, que
los nombres de los meses en los que se celebran ciertas ceremonias, se asocian
e identifican con éstas.
El rito es el acontecimiento social que auspicia la buena relación entre
dioses y seres humanos, y por ello, el momento más importante de la
convivencia, el momento de la autocelebración de la comunidad, al que
acompañan, irremisiblemente, los eventos más significativos de la civilización
griega: desde el banquete colectivo y los juegos deportivos, hasta las danzas,
las procesiones y las representaciones teatrales.
5.- Míasma, kátharsis, phármakon
A pesar de la función propiciatoria del rito, la buena relación con los
dioses puede verse perturbada en determinadas circunstancias. Por ejemplo,
si se in-vade el espacio sagrado o se desconocen sus privilegios, si se infringen
las normas que de acuerdo a la tradición regulan el orden social.
Esto es lo que sucede, por ejemplo, en la Ilíada cuando los griegos
someten a esclavitud a Criseida, la hija de un sacerdote de Apolo que está
consagrada por nacimiento al dios y «pertenece» por ello al culto; es lo que
sucede también cuando Edipo incurre en el acto parricida que mancha sus
manos de sangre, y cuando, en tiempos históricos, la familia de los
Alcmeónidas mata a Cilón y a sus secuaces que se habían refugiado en el
templo de Atenea (Heródoto, 5, 71).
Además de los casos señalados, también se genera «contaminación»
(míasma) cuando se infringen los juramentos hechos en nombre de los dioses,
se derrama sangre humana, o se irrespetan las reglas del rito. La míasma es
una culpa o contaminación que va más allá del orden jurídico y moral: reclama
la venganza divina sobre el culpable y se difunde en el espacio y en el grupo
humano, involucrando a la comunidad que lo acoge. Es lo que ocurre, por
ejemplo, con la peste enviada por los dioses al ejército griego (Ilíada) y a la
ciudad de Tebas (Edipo Rey) que son quienes pagan las culpas de Agamenón
y de Edipo, respectivamente. La contaminación se transmite también en el
tiempo, a través de las generaciones, como ocurre con las familias trágicas de
los Atridas y de los Labdácidas.
Su origen material es más evidente y crudo, por ejemplo, en la imagen
del homicida cuyas manos se manchan de sangre, denotando suciedad y
enfanga-miento, así como en el aspecto del enfermo que se ha cubierto de
llagas y de sangre. En ambos casos, la contaminación supone, desde el punto
de vista religioso, un castigo divino. La suciedad material originaria tiende a
moralizarse pasando a ser una metáfora de la «culpa» y de la «maldición
divina». El afectado no puede acercarse al espacio y objetos sagrados en las
prácticas rituales, y debe ser expulsado de su comunidad, que en caso
contrario se arriesga al contagio.
En todos los casos de contaminación es necesaria una purificación, una
kátharsis («limpieza») que, al igual que la míasma, es material en su forma
ritual, pues consiste en un lavado con agua o ablución, y menos
frecuentemente en una «fumigación», con la que se pretende «limpiar» y
devolver a la persona contaminada a su pureza original.
La kátharsis es necesaria también, incluso sin culpa, en determinadas
circunstancias; por ejemplo, antes de disponerse a realizar actos de culto, o
ante fenómenos potencialmente contaminantes, como el nacimiento, la
muerte, el sexo, o la enfermedad. Platón prescribe este ritual incluso cuando
se trata de homicidio involuntario o legítimo (Leyes, IX). En los casos más
graves de míasma el rito se realizará según los preceptos de un dictamen
solicitado a los sacerdotes de Apolo, el dios purificador (kathartés) por
excelencia.
Una modalidad del procedimiento purificatorio lo constituye el
phármakon («medicamento»), un antiquísimo ritual que tiene indudables
derivaciones orientales, mediante el cual, cada año, la comunidad elige a uno
de sus miembros, eventualmente marginado, afligido, por ejemplo, por
deformaciones físicas o psi- quicas, y lo expulsa, acompañándolo en procesión
hasta las puertas de la ciudad (umbral del espacio sagrado que ésta
representa) para que sea echado junto a las contaminaciones que pueden estar
presentes en el grupo social, tal como sucede con la expulsión de Edipo, rey
parricida e incestuoso, de la ciudad de Tebas con que se concluye el Edipo rey
sofocleo.
Existían además las sectas, otros grupos a los cuales era propia una forma
particular de conciencia religiosa y moral que más tarde se extendió al
pensamiento filosófico, del que hablaremos más abajo. En esta forma de
experiencia y pensamiento religioso, las nociones de culpa contaminante y
purificación se asocian, progresivamente, a la propia condición humana como
algo inherente a ésta: la vida misma del ser humano será entendida como un
ejercicio o un proceso de purificación de los elementos corpóreos de la persona
y de los vicios ligados a éstos. Esta purificación conduce a la salvación o
liberación definitivas del elemento más espiritual de la persona, el alma,
mediante la disolución de sus lazos terrenales. Este desarrollo ex- tremo de la
concepción del míasma y de la kátharsis es propio de minorías religiosas
e intelectuales, marginales, aunque influyentes, respecto a la vida religiosa de
la sociedad griega.

6.- La épica y la configuración de un universo religioso unitario


Los elementos trazados hasta aquí, presentes también en otras culturas,
no bastan para darle a la religión griega el perfil y la unidad de un auténtico
universo religioso, tal como se nos presenta a partir de un momento
determinado. Esto, más bien, será producto de dos factores culturales
peculiarmente griegos: la literatura, (sobre todo la Ilíada de Homero y la
Teogonía de Hesíodo), y la iconografía, es decir, las imágenes de los dioses tal
como son representadas en la artesanía, los monumentos y la arquitectura.
La épica nace del fondo de relatos míticos tradicionales sobre las
divinidades y las potencias sobre- naturales que habitan el mundo y lo
dominan. Anónimos, difundidos, repetidos y aprendidos de gene- ración en
generación, estos relatos –una especie de amplio catálogo del imaginario
religioso– forman el conjunto del saber social sobre los dioses. Por tratarse
de un acervo anónimo, difundido en el tiempo y en el espacio, y perteneciente
a la antigüedad inmemorial de los orígenes, resulta persuasivo, no
cuestionable, creíble de manera inmediata.
Pero por estas mismas características, el conjunto de las divinidades, es
decir, el politeísmo que emerge de la masa enredada de los relatos míticos,
empieza a resultar caótico, confuso, inasible e incomprensible. En este estado
de cosas aparece la poesía épica, la Ilíada en primer lugar, aunque no faltarán
posiblemente precedentes micénicos. Ésta se nutre del reservorio mítico, pero
lo hace mediante un proceso de selección y ordenación que da forma orgánica
y definitiva, al ámbito de lo divino. Así, el acervo religioso, queda, desde este
momento, «impreso», de forma indeleble, en la cultura griega.
Emerge así un politeísmo antropomórfico, un mundo de dioses que
adopta forma humana, en la medida en que aparece ordenado y jerarquizado
de a- cuerdo a las estrictas relaciones sociales, funcionales y de poder de la
cultura aristocrática tal como se nos presenta en la Ilíada. Esta obra es por
ello el signo de una extraordinaria revolución intelectual que forja, de esta
manera, la religión griega, dándole la que acabaría por ser su forma histórica.
La épica, sin embargo, mantiene y refuerza, con la eficacia de la gran
literatura, el carácter fundamental de los relatos míticos.
A lo anterior se agrega otro aspecto. La epopeya narra los hechos y las
gestas de los dioses nombrando los lugares en los que suceden, mostrando a
sus protagonistas como «personas» con nombre, personalidad y carácter
específico: los dioses son personajes narrativos y no abstracciones
conceptuales o metafísicas, ni figuras totémicas. De esta forma emerge una
religiosidad viva y actuante, encarnada en la realidad concreta.

7.- Una teogonía aristocrática


En efecto, cuando Hesíodo intente, posterior- mente, poner orden en el
universo religioso homérico, componiendo con la Teogonía lo que es el
primer, y en el fondo, el único «manual» religioso griego, no podrá hacer otra
cosa que partir de esta experiencia de base: las relaciones entre los dioses-
personajes no estarán ordenadas según la trama y los conceptos de las
construcciones teológicas, sino según el orden genealógico de las generaciones
y de las reciprocidades del poder, que es propio de nexos entre
individualidades singulares, vivas y activas.
La épica se da, entonces, como un gesto, una mi- rada que configura un
universo divino en forma de relato humano, un universo antropomórfico. Para
en- tender este proceso hay que verlo en su estrecha conexión con la cultura
de la aristocracia y con la empresa de la colonización de Asia Menor llevada a
cabo por los griegos mediante sucesivas incursiones a lo largo de un período
considerable de tiempo.
Esta aristocracia se celebra a sí misma en la épica, cantando sus orígenes
y sus héroes y en la medida en que hace esto elabora el conjunto de las
imágenes que conforman el universo divino. Los dioses aparecen en un mismo
contexto junto con los héroes aristocráticos. Por ello, en la medida en que se
definen los caracteres de los personajes se definen los rasgos simbólicos de
las divinidades. La creación misma del imaginario religioso surge entonces a
partir del canto, y no, como es- cribe Snell, del culto o de la enseñanza de los
sacerdotes.

8.- Areté y gloria: el héroe o una inmortalidad en el recuerdo


En efecto, la imagen de las divinidades homéricas es elaborada a partir
de la figura del héroe, un ser humano caracterizado por su excelencia (areté),
es decir, por su belleza, por su inteligencia, por su fuerza, y por la perpetua
flor de esas dotes: la inmortalidad.
Toda inmortalidad supone, como es natural, la trascendencia de la
condición humana. Pero en la épica griega nos encontramos con dos formas
de inmortalidad: la de los dioses y la de los héroes. Ésta última viene
determinada por la excelencia, por la areté del héroe, y equivale a la «gloria»,
a todo aquello que es digno de ser «mencionado», «recordado», y por ello,
«cantado». La gloria es, entonces, una forma de vida en el recuerdo, que las
generaciones venideras conservan del héroe, y que representa, en cierta
forma, su identidad.

9.- Un universo divino estetizante


Pero dado que este proceso de configuración del universo divino a partir
del material mítico permanece «artístico», y por consiguiente, en alguna
medida «artificial», debido a su origen estetizante y tranquilizador, la
inmortalidad, como umbral que separa a hombres y dioses, tiende,
paradójicamente, a ser franqueado, traspasado continuamente, por el mismo
gesto intelectual que lo ha determinado.
En efecto, los dioses están emparentados con los hombres a merced de
las uniones que se dan permanentemente entre ellos, las cuales aseguran la
ascendencia divina de los héroes y su parentesco con los dioses. Son estas
uniones las que en definitiva dan origen a las familias de la aristocracia griega.
En fin, entre dioses y hombres se dan vínculos constantes de parentesco,
afecto o aversión, así como un contacto a través del rito, en la medida en que
los dioses exigen, continuamente, los honores que se les son debidos, por su
condición de señores del poder supremo.

9.- Mirada irónica y sarcástica hacia los dioses


Este entrelazamiento e imbricación continuos entre el mundo de los
hombres y el de los dioses, que es un rasgo característico, tanto de la Ilíada,
como del mundo imaginario religioso de los griegos, da pie a una suerte de
«comercio» con los dioses, una familiaridad con su presencia que permite
atribuirles rasgos peculiarmente humanos: los dioses pueden herir a los
hombres y ser golpeados en el campo de batalla, conocen el amor, los celos, la
envidia y cualquier otra pasión propia de los seres humanos.
Todo esto hace que los dioses, aunque sean temidos por su enorme poder,
puedan ser vistos con ironía y con sarcasmo, como a los seres humanos y a sus
debilidades. Así pues, nos encontramos con que la Ilíada, que es el poema
fundador de un universo religioso, ha sido definido también,
paradójicamente, pero no sin motivo, como «el más antirreligioso de todos los
poemas» (P. Mazon).
Esta es la idea que expresa el Platón educador cuando cuestiona la
imagen de los dioses homéricos atrapados por la risa, el llanto o el deseo
erótico, y aspira erradicar de la nueva pólis al poeta y a sus secuaces, con todos
sus peligrosos poemas: “… no sea que engendren en los jóvenes una gran
facilidad para el mal” (República, III, 391e, ss.). Sin embrago, el programa de
Platón no habría tenido éxito y la experiencia religiosa de los griegos habría
seguido siendo moldeada por los textos de la poesía épica que inauguran su
cultura.
Esta particular elaboración de un mundo religioso con forma humana,
donde se ve a la divinidad, primero como el personaje concreto de un relato, y
después, se le hace visible en las imágenes artísticas, en la iconografía,
comporta una serie de consecuencias importantes.
Por una parte, los dioses carecen del atributo de la omnipotencia, y en
cierto sentido, también, de la omnisciencia. Y es que la omnipotencia excluiría,
claro está, la configuración de un relato, ya que éste exige una pluralidad de
sujetos agentes, cuya fuerza y cuyas intenciones se limiten y se condicionen
recíproca- mente, produciendo la trama narrativa: Zeus no puede decidir, él
sólo, o cuando él quiera, el resultado de la guerra de Troya. Para ello debe
superar enfrentamientos, recurrir a compromisos, urdir planes complejos, por
mucho que sea el más fuerte de los dioses.
Por otra parte, lo que separa a los dioses de los seres humanos, es, sobre
todo, su fuerza: aquéllos son, con mucho, «los más fuertes». Esto resulta
evidente en virtud de dos cosas: por un lado, en la experiencia religiosa
primitiva, las divinidades son percibidas como potencias superiores (que
conceden o destruyen la vida); en segundo lugar, los dioses en la poesía son
representados a partir de la imagen del héroe y de sus cualidades, un ser
humano en su máxima expresión.
10.- El epíteto, ámbito de los dioses
Cada divinidad ejerce su poder en un sector determinado del mundo
natural o social. Pero estos do- minios suelen extenderse a otros sectores, de
forma que los dioses se entrelazan y superponen entre ellos. Cuando se invoca
una divinidad en relación con un ámbito determinado, éste viene indicado por
un epíteto que se agrega a su nombre.
Por ejemplo, hay un Zeus de los juramentos (Zéus Hórkios), un Zeus
Catatónico («de los confines o subterráneo»), un Zeus protector de los
suplicantes y de los huéspedes (Zeus Hikétes «suplicante»), un Zeus de la
lluvia y del rayo, un Zeus Agetor («el guía»). Pero tras esta pluralidad de
funciones la figura del dios mantiene su unidad focal, su individualidad, que
no deriva de su colocación en un sistema teológico (no es una abstracción o un
concepto), sino de la trama narrativa dentro de la cual adquiere la dimensión
de un personaje.
En este sentido, encontramos, sin embargo, excepciones. Algunas
divinidades primitivas y su culto ofrecen resistencia al nuevo nombre e
identidad con el que aparecen en la configuración olímpica. Tal es el caso de
Ártemis que en el universo poético aparece como virgen y cazadora pero que
está ligada, en el culto, a la diosa madre de origen oriental, tal como lo
podemos encontrar, por ejemplo, en Éfeso.
Pues se trata de un mundo religioso, como ha escrito Dumézil, en el que
«conceptos, imágenes y acciones se articulan y forman una red en la que, todo
ámbito, todo aspecto de la experiencia humana, está debidamente asignado y
distribuido».

11.- Los dioses olímpicos


El conjunto de los dioses y sus funciones va configurando una cierta
unidad que desemboca en un panteón, doce dioses fundamentales que cubren,
hasta cierto punto, todos los ámbitos del mundo natural y social. Veamos,
brevemente la identidad de las doce grandes divinidades del Olimpo.
Zeus representa el principio de la soberanía legal. Envestido de un poder
supremo, él mismo es la fuerza y la justicia, y actúa como garante del orden
universal y social. Su poder no es innato, sino que tuvo que ser conquistado
mediante una serie de gestas heroicas.
Hesíodo (siglos VIII-VII a.C.) en su obra Teogonía («El origen de los
dioses») describe el orden en que se suceden las generaciones de los dioses.
De acuerdo a esta genealogía, Zeus es el sucesor de una dinastía de divinidades
nocturnas y caóticas, cuyo rey era Crono, que acostumbraba devorar a sus
hijos. Salvado de la furia paterna gracias a la astucia de su madre Rea, Zeus
sustituyó en el poder a Crono, convirtiéndose en el rey de los dioses.
La nueva dinastía celeste y olímpica se afirma en el poder, de manera
definitiva, en virtud de la victoria lograda en una guerra que Zeus libra contra
las divinidades ctónicas («subterráneas») y primitivas, como los titanes,
vinculados al mundo caótico de Crono. La llegada de Zeus a la realeza permite,
finalmente, la separación entre el cielo y la tierra, entre la luz y las tinieblas.
Un «Caos», un vacío, ha dado paso a un kósmos, un mundo total y organizado,
en el que está garantizada «la vida», representada por la sucesión armoniosa
de las generaciones, consumándose así la Cosmogonía, la Creación.
Hera, la esposa de Zeus, es garante de la unión matrimonial estable y
capaz de generar una descendencia legítima en el ámbito de la familia. Está
ligada por ello a la vida civilizada, racional, sometida a un orden y leyes, y a la
sociedad misma como forma de organización, impidiendo que caiga de nuevo
en la barbarie, en el estado natural carente de reglas.
El hermano de Zeus, Posidón, es una divinidad arcaica y potente de claro
origen micénico. En el mundo homérico está, en cierto sentido, marginado: si
a Zeus le corresponde el señorío sobre el cielo y la tierra, a Posidón le queda el
poder sobre los abismos marinos y el subsuelo, lo cual le hace el señor de la
tempestad y del terremoto. Divinidad temible, Posidón, como protector de los
marinos, siempre estará muy cerca de esta dimensión fundamental, primitiva,
del mundo espiritual griego.
Entre los tipos de Zeus, la predilecta es Atenea, la muchacha que él ha
generado directamente sin intervención femenina y que representa, por eso
mismo, en el ámbito de su sexo, el principio patriarcal, el valor masculino, en
la medida en que puede ser compartido con la mujer. En este sentido, Atenea
es depositaria de la inteligencia práctica que preside tanto el trabajo de los
artesanos como el típicamente femenino del tejido.
Representada por lo general con armadura hoplítica, Atenea además
tiene el carácter de prómakhos («soldado que combate en las primeras filas»),
es decir, es una guía y protectora armada de su comunidad. En virtud de esta
doble atribución, Atenea es la divinidad políade por excelencia, es decir, la
diosa de la pólis, de la ciudad de Atenas, vinculada de manera muy especial a
su destino, lo cual explica la ferviente veneración que le profesa el ciudadano.
Las divinidades políades «femeninas» son, además de protectoras
armadas, nodrizas de sus ciudades, es decir, les corresponde garantizar la
fecundidad y la prosperidad de la población, como ocurre, también, por
ejemplo, con Hera en Samos y Ártemis en Éfeso.
Apolo, otro de los hijos de Zeus, desempeña un papel extraordinario.
Gran divinidad solar, también de origen guerrero, Apolo asumió siempre,
sobre todo, el carácter de dios de la luz, de dios purificador y sanador. Dotado
principalmente del don de la sabiduría, conoce el futuro y por tanto preside
los grandes santuarios oraculares, como el de Delfos.
Ligado a la música y a la poesía, y por tanto a la dimensión cultural
fundamental de la civilización griega, es garante de la armonía, de la belleza y
del orden del mundo definido estéticamente. Apolo permaneció como la
divinidad «filosófica» por excelencia. Por todas estas razones en época
histórica su prestigio oscureció, eventualmente, al de Zeus.
Con Apolo forma pareja, en el polo opuesto, otra gran divinidad griega
arcaica (pero a la que los griegos atribuían origen oriental), Dioniso. Dios del
vino, está ligado a la experiencia de la embriaguez, del delirio, de la locura.
Domina la zona oscura que precede al orden de la existencia civilizada, donde
se establecen vínculos muy próximos entre seres humanos, animales y
naturaleza. Su culto, que prefiere la montaña y el bosque y atrae hacia él a
mujeres y bárbaros, es con frecuencia apreciado como subversor del orden
constituido por la pólis.
Dioniso está marginado en la poesía épica donde prevalece la imagen
heroica de la divinidad, pero se convierte en la divinidad protectora de la
poesía trágica. Con frecuencia se le ve opuesto a la armonía y al orden propios
a Apolo, con la figura del Otro –el otro aspecto de lo sagrado, no estable y
regular sino sorprendente e inasible–. Sin embargo, en la religiosidad griega,
los aspectos que cada uno de estos dioses re- presenta logran finalmente
integrarse de manera armoniosa.
En efecto, en el santuario de Delfos Dionisio fi- gura como hermano de
Apolo, donde ambos eran objeto de culto, mientras que, en la religión de la
ciudad, se tendía a confinar a Dioniso a su lugar y su papel específicos en la
festividad religiosa, a momentos carnavalescos en los que predomina el vino,
y sobre todo, a los festivales teatrales, llamados a hacer comprensible y
aceptable, en el orden social, la alteridad dionisíaca y las dimensiones de la
existencia que su culto representa.
Tres divinidades femeninas y tres masculinas completan el panteón
griego. Artemis, hermana gemela de Apolo, es una virgen-doncella, ligada a
los espacios externos de la ciudad como el bosque, en el que le gusta cazar con
arco y flecha: lo contrario de Atenea, que se instala en el centro de la ciudad
con su armadura hoplítica.
Artemis está ligada al culto femenino, por lo cual preside los ritos de las
jóvenes en el paso de su condición de vírgenes a la de mujeres casadas,
protegiendo además los partos y los nacimientos. En el universo poético es
virgen y cazadora, pero en determinadas localidades como Éfeso (Asia
menor), permanece ligada al culto de la diosa madre de origen oriental.
Muy distinta es la naturaleza de Afrodita, diosa del sexo y de la
procreación, probablemente emparentada con las grandes diosas orientales
de la fecundidad. En conexión con la experiencia del deseo erótico (de hecho,
es madre de Eros), Afrodita es ajena a la esfera familiar y conyugal: ligada a
las dimensiones incontrolable y primordial de la sensualidad, está definida en
ciertos aspectos por oposición a la reproducción matrimonial regular que
Hera (y Artemis) representan.
Deméter a su vez está vinculada a los ciclos naturales de la vida y a la
fertilidad de la tierra. Su do- minio, cercano en cierto modo al de Dionisio,
tiene su origen en la cultura agrícola, y por ello se vincula al cultivo de la tierra,
especialmente de los cereales, pero no al del vino, sobre todo, en su forma más
silvestre, que es propio a Dionisio.
Deméter a su vez está vinculada a los ciclos naturales de la vida y a la
fertilidad de la tierra. Pero su dominio, aunque cercano en cierto modo al de
Dionisio, proviene de la cultura agrícola y del cultivo de los cereales, no se
asimila al desarrollo silvestre del vino, ámbito propio a aquel dios.
Su hija Perséfone, raptada por Hades y llevada al mundo subterráneo
sube al cielo con su madre cada primavera, cuando los cultivos renacen, y
luego, nuevamente, vuelve al reino de las sombras. Durante todo el tiempo
que permanece separada de Deméter, el suelo queda estéril. Es la estación
triste del invierno.
Con la historia de Perséfone se celebran los ciclos naturales, las
estaciones, los cultivos y sus labores, como la siembra y la recolección, y, en
fin, el sentido más profundo del nacimiento y de la muerte. Todos estos
aspectos hacen de madre e hija divinidades particularmente ligadas a los
cultos femeninos. Ambas tienen, como veremos, un papel central en los
misterios eleusinos.
La terna masculina cuenta con una divinidad de carácter muy particular,
como lo es Hermes, que personifica la figura del mensajero y del viajero.
Divinidad móvil, ligada a los caminos y a los espacios abiertos, Hermes es el
guía que conduce las almas en su tránsito entre el mundo de los vivos y el de
los muertos. Su capacidad para los cambios y los contactos, su movilidad de
viajero, hacen de él un dios fundador tanto de los comercios como de la cultura
entendida como arte de la comunicación y de la comprensión entre los seres
humanos.
En el polo opuesto está Hefesto, divinidad artesanal ligada a los
espacios cerrados del taller y de la fragua del herrero (aspecto social)
expresión de la potencia transformadora y creadora de la técnica (aspecto
espiritual y psicológico). En el culto que le rinden los artesanos Hefesto
aparece asociado, frecuente- mente, a Atenea. Sin embargo, su esposa es
Afrodita, una unión en la que se aproximan la procreación natural, ligada a la
experiencia sexual, y la productividad «articulada» y «cultural» de la técnica.
Afrodita, sin embargo, no hace caso de este vínculo matrimonial, y prefiere,
en lugar del laborioso Hefesto, la fuerza primordial y guerrera de Ares.
Dios de la guerra, temible divinidad de los campos de batalla, Ares está
ligado especialmente al valor heroico de los combatientes homéricos, en su
dimensión de furor y de impulso homicida incontrolado.
Además de los doce grandes dioses, el panteón griego naturalmente
cuenta con divinidades menores, algunas de las cuales son muy antiguas,
como el ya citado Hades, dios de los infiernos y de los muertos, y como Hestia,
Eros y Perséfone.

12.- Los dioses del Olimpo bajan a la ciudad.


Más tarde, en época clásica, el universo religioso original sufre un
proceso de conceptualización moralizante que tiene un trasfondo jurídico y
político. A medida que las divinidades, tal como aparecen en los relatos
míticos, en la épica y en la iconografía, empiezan a resultar insuficientes o
inadecuadas para ex- presar la creciente complejidad de la experiencia social,
aparecen figuras creadas directamente desde la abstracción, o desde la
sublimación de valores y problemas de la nueva realidad colectiva.
Así surgen divinidades como Díke, la Justicia, imaginada como hija de
Zeus para elevar a categoría divina los valores ético-políticos y su enorme
importancia en la convivencia social; o también Eirené, la Paz, una divinidad
que expresa la necesidad de armonía dentro y fuera de la pólis; o más tarde
Týkhe, la Fortuna, cuyo culto será muy importante en la época helenística
como respuesta a la difundida experiencia de la inseguridad personal y
colectiva.
También en época helenística, los contactos con culturas religiosas
distintas de la griega, en especial la egipcia, implicarán la incorporación de
divinidades extranjeras, asimiladas, sin embargo, por la vía del sincretismo, a
las tradicionalmente familiares: así Amón se unificará con Zeus y a veces será
venerado con los dos nombres, Isis se unirá a Deméter y Osiris a Dioniso.
Pero antes de todo esto, las viejas divinidades del Olimpo homérico
experimentaron otra transformación decisiva: al ser integradas en el mundo
de la pólis, se convierten, exclusivamente, en dioses de una religión cívica y
politizada.
La aparición, en el horizonte de la Grecia clásica, de un organismo social
y político que lo envuelve todo, que lo comprende todo, un organismo capaz
de restaurar la experiencia colectiva y las modalidades de vida pública y
privada, como fue la pólis, no podía dejar de afectar también a las formas de
relación entre hombres y dioses, y al papel de estos últimos respecto de la
existencia humana.
Las divinidades olímpicas serán incorporadas a los espacios sociales de
la vida pública y llamadas a prestar sus servicios a esa nueva forma de vida
humana que es la pólis, en la cual han de participar como un ciudadano más.
Este servicio –que será recompensado con prácticas cultuales, que a partir de
ahora estarán reguladas, legisladas y financiadas por la comunidad política–
consistirá sobre todo en asegurar la protección y la prosperidad de la ciudad,
(tarea asignada en primer lugar a las divinidades políades) y además en
orientar, asistir y garantizar todas las actividades sociales.
No hay guerra o fundación de colonias, promulgación de leyes o tratados,
estipulación de matrimonios o contratos, que no venga sometida a la
protección de una divinidad, cuya atención es reclamada con los oportunos
gestos de culto y las necesarias prácticas sacrificiales. Más aún, no hay acto de
convivencia alguno entre ciudadanos, trátese de festividades, asambleas
populares, u otros, que no esté consagrado a alguna divinidad de la que se
espera gracia y benevolencia.
Asimismo, la convivencia entre dioses y hombres tiene un lugar especial
en el templo, residencia que la ciudad ha asignado a sus divinidades y que
éstas ocupan mediante su representación estatuaria. Colocado en el centro de
la pólis, en el corazón de su espacio público y bien visible desde cualquier lugar
de la ciudad, el templo está abierto al público y es propiedad de la ciudadanía.
El grupo de creyentes que acude al tempo y a las prácticas rituales que
allí se desarrollan no es otro que el de los ciudadanos mismos. En el templo se
da el contacto con los dioses, momento culminante de la relación con ellos. La
coherencia del grupo está basada y garantizada por la relación que comparte
con la divinidad. Así, Hestia, la divinidad que preside el «hogar de la
comunidad» que es la pólis, puede ser identificada con la «legalidad misma»
de la ciudad (Jenofonte, Helénicas, 2, 3, 52).
Por ello, la dirección y la administración de los templos y de las prácticas
del culto, que corresponden a los sacerdotes (hieréis), no pueden considerarse
funciones profesionales y permanentes, y los colegios sacerdotales no
representan estructuras separadas del cuerpo cívico.
Las funciones sagradas corresponden a los propios magistrados, que, al
igual que los arcontes atenienses o los éforos espartanos, generalmente son
nombrados por elección o por sorteo. Pues incluso, cuando se trata de
sacerdotes hereditarios como los que pertenecen a las familias atenienses de
los Buzigi y los Praxiárgidas, están sometidos al control público de la pólis.
Ello se debe a que son tesoreros del culto y de la propiedad divina, (que por
ello es colectiva), y como tales tienen que rendir cuenta a la ciudad de su
conducta, al final de su mandato, que, en todo caso, es temporal y revocable.
Y es que al sacerdote ni siquiera se le exige, –dado el carácter de la
religión griega– cualificación especial alguna de tipo teológico, salvo el
conocimiento del patrimonio mítico-ritual que tiene cualquier ciudadano.
Desde el punto de vista moral será suficiente que esté exento de
contaminación y que cumpla las prácticas de purificación requeridas para
realizar los ritos y los sacrificios.

13.- Prometeo o «el sacrificio original»


El sacrificio representa el momento más importante en la relación entre
la divinidad y el ser humano, el punto álgido en esa «amistad entre dioses y
hombres», como la llama Platón (Simposio, 188c). Esta «amistad» está
llamada también a proteger y garantizar esa otra relación fundamental que es
la convivencia política entre los seres humanos.
Detrás de la práctica sacrificial, está, como vimos, la ofrenda votiva a las
potencias divinas. Pero entre los griegos existe un relato mítico que describe
el sacrificio original, y que lo instituye, lo funda: se trata de aquel sacrificio
que realizó in illo tempore («al comienzo de los tiempos») Prometeo («el
astuto»), la figura de un hombre primordial, tal como nos lo cuenta Hesíodo
en su Teogonía («Los linajes de los dioses»).
Según el mito, en el origen del sacrificio lo que hay es un engaño urdido
por Prometeo, quien, al hacer el reparto de las partes del animal sacrificado
(un toro), había asignado a los hombres la carne comestible, dejando a los
dioses sólo partes no comestibles, destinadas a ser quemadas y transformadas
en humo. Este engaño puso fin a aquel tiempo original en que dioses y
hombres compartían la mesa (un mismo mundo) y asignó a los dos grupos un
régimen alimentario distinto: humo y aromas (que se elevan hacia el cielo)
para los dioses inmortales, y para los hombres alimentación cárnica, ligada a
la mortalidad.
La distribución de los alimentos, tal como la hace Prometeo en el relato,
debe mantenerse en la práctica sacrificial, pues ya no se puede volver a
compartir la mesa con los dioses. Esta distribución, sin embargo, al momento
del ritual, se recompone armoniosamente.
En efecto los dioses presencian el sacrificio y se complacen en él, y, por
su parte, los hombres están autorizados a la alimentación cárnica, porque ésta
pro- viene de animales cuya muerte se legitima en virtud de la consagración al
culto divino. Por ello la muerte del animal sacrificado no genera
«contaminación» como suele ocurrir en otros casos.
Por eso al rito sacrificial le sucede el banquete, una comida en la que
participa todo el grupo, y en la que el reparto de la carne sanciona y legitima
las jerarquías sociales, de manera que, a los magistrados, a los sacerdotes y a
los ciudadanos más eminentes les tocan las mejores partes, como puede verse,
con mucha frecuencia, en la poesía homérica.
El rito sacrificial y el banquete que le sigue tienen lugar en un marco
festivo: las Panateneas atenienses, que están representadas en los frisos del
Partenón, son una de las manifestaciones culturales en las que mejor se
muestra la conmemoración que el grupo hace de sí mismo, y la manera en que
hace patente, visible, dándole carácter «espectacular», la concordia y la
armonía que reinan tanto entre sus miembros como entre ellos y sus dioses.
«Los dioses –escribe Platón– que se compadecen del género humano, tan
atado a la miseria, le conceden, para mitigar sus penas, los tiempos festivos,
en los que serán acompañados por las Musas, por Apolo Musagueta («director
de las Musas») y por Dioniso» (Leyes 2, 653d). Este descanso, ciertamente,
no resulta pequeño si se piensa que en la Atenas del siglo V se dedicaban a las
diversas fiestas que acompañaban a los ritos sacrificiales casi cien días al año.

14.- Una dimensión sombría de la experiencia


religiosa griega
Como vemos, en el caso de los dioses olímpicos destaca el carácter
público, festivo y solar del sacrificio. Pero un tono muy distinto, y opuesto, si
se quiere, tienen aquellos ritos sacrificiales dedicados a las potencias
inferiores, ctónicas («subterráneas»), relacionadas con el mundo de los
muertos, que se practican, todavía en la pólis clásica, aunque sea en un ámbito
marginal.
Por lo general tienen lugar en la oscuridad nocturna, y no se rinden en
un altar elevado, totalmente visible por todos, sino directamente sobre la
tierra desnuda. Normalmente se practica el holocausto, es decir, la
combustión de todo el cuerpo de la víctima sacrificial de modo que no quedan
partes disponibles para el banquete colectivo.
El espíritu de este ritual es apotropaico («destinado a alejar las
desgracias»), de conjuro y de protección, y no, como cuando se dirige a los
dioses olímpicos, de encuentro y auspicio de la paz y la armonía entre el grupo
humano y las divinidades que lo protegen.
Esta dimensión sombría de la experiencia religiosa griega, se vincula con
problemas existenciales como el miedo a la muerte, el temor que suscitan lo
incógnito y lo invisible frente a lo cual la religión olímpica –tanto en su
primitivo lado «heroico» como en su posterior metamorfosis política– no
puede ofrecer tranquilidad ni dar una respuesta que permita comprender o
manejar ese aspecto misterioso de la realidad.
En este terreno –el difícil terreno del destino individual y de la angustia
asociada a su precariedad– se encuentran los límites de la religiosidad pública,
social y cívica de la pólis. En definitiva, la religiosidad griega comprende,
también, como una de las formas de relación con lo sagrado, un aspecto
subterráneo, pero, por muchos motivos, no menos importante.
15.- Los cultos mistéricos y las sectas
Para los griegos, Hades, el dios de los infiernos y de los muertos, es una
divinidad sin templo y sin culto. Se trata de una religiosidad que, al margen
de la olímpica, ligada al mundo de lo visible, se da en un ámbito alejado de los
espacios y de los modos de culto público y diurno, pues emerge en virtud del
terror que suscita el mundo de lo invisible, de lo inefable, de lo que contamina.
A partir de esta exigencia nace la forma de religiosidad mistérica. El
término mystéria deriva de mýstes, «iniciado», y expresa el secreto que rodea
a estos cultos, así como la obligación que se impone a sus participantes, los
iniciados, de reservarse lo que se hace y se ve en ellos.
Por otra parte, a pesar de su carácter iniciático y secreto los cultos
mistéricos no están reservados a una minoría exclusiva y sectaria; todo
ciudadano puede ser iniciado, y por lo general, lo es; incluso son admitidas
personas que frecuentemente están excluidos de los cultos olímpicos de la
pólis, como los extranjeros, los esclavos y las mujeres.
Los cultos mistéricos no son más reducidos que los cívicos, sino en
principio, y de hecho, más amplios que éstos, ya que la esfera de personas a
quienes está permitida la participación en ellos, y el número concreto de
iniciados, es socialmente más amplio que en los cultos de la pólis.
Esto refleja que se dirigen al ser humano en cuanto tal, más que al polítes
(«ciudadano»), y que como tales, inciden en una esfera de experiencias más
profundas, más arraigadas, más amplias que aquéllas que conciernen sólo al
«ciudadano» y a las formas de vida basadas en la identidad y la seguridad del
cuerpo cívico de la pólis.
A pesar de la complejidad del procedimiento de iniciación, éste no
supone discriminación alguna con respecto a los posibles participantes, ni con
respecto al acceso al secreto que rodea los cultos mistéricos, pues lo que los
caracteriza es más bien que están dirigidos a ese ámbito más profundo, no
expresable y terrorífico, de la experiencia religiosa.
El origen más remoto de la religiosidad mistérica, se halla, posiblemente,
en los festivales prehistóricos en los que se practicaba el conjuro o exorcismo
de aquello que representaba la muerte. En estos rituales el ser humano
experimentaba una suerte de separación de su corporeidad, incluso, la
inmortalidad misma, que quizá se verificaban en ellos en virtud del uso de
drogas alucinógenas.
Por lo que respecta a los griegos, tenemos muy pocas noticias sobre los
misterios de Eleusis, celebrados en el ámbito de la pólis ateniense, (aunque
existían otros cultos mistéricos importantes, como los de Samotracia), porque
el secreto iniciático ha sido, por lo general, mantenido rigurosamente.
La historia de Deméter y Perséfone, elemento central de las ceremonias
eleusinas, alude a los ciclos naturales de la vida, representados por la muerte
y el renacimiento del mundo vegetal y por la procreación sexual, y por ello,
alude, en definitiva, a la esperanza en la salvación y en un regreso del «más
allá», de la muerte, que está en los límites de toda experiencia individual.
«Lo visto, dicho y hecho» en los misterios –según la expresión canónica
que define el ritual– culminará con una visión o una serie de visiones que tiene
el iniciado, capaces de evocar literal o simbólicamente la experiencia erótica y
el ciclo muerte-renacimiento. El núcleo del ritual tiene lugar de noche en un
refugio cavernoso iluminado por el fuego de las antorchas, e induce una
experiencia de terror primordial en los participantes, de la cual son
«rescatados» en virtud de la epifanía tranquilizadora de la salvación y de un
nuevo nacimiento, capaz de «purificar» a los espectadores actores.
Dado que la experiencia religiosa del culto mistérico se dirige al ser
humano, en cuanto tal, y es por ello más profunda y radical, no niega ni
excluye a la religión olímpica, que se identifica, en principio sólo con el
ciudadano, y, por el contrario, la abarca, la comprende.
La pólis ateniense tutela, protege y administra los misterios eleusinos,
pues su culto no comprende un tipo de persona ni una forma de vida extraños
a los de la comunidad política, ya que la iniciación no exige ni conduce a una
existencia distinta a la de sus conciudadanos, también iniciados, por lo
general.
Los misterios inciden de este modo en un ámbito de experiencias y de
problemas psicológicos y religiosos a los que los cultos públicos de la pólis no
proporcionan voz ni respuestas. Precisamente por ello, re- presentan un
complemento necesario al mundo espiritual del ciudadano, al que se integran
de manera armónica, sin generar conflicto alguno, público o privado, entre el
ciudadano y el iniciado.

16.- Las sectas sapienciales religiosas


Distinto es el caso de las sectas sapienciales religiosas, en las que se
expresa el aspecto místico o, mejor llamado «puritano», es decir, estricto,
rígido y austero, de la religiosidad griega. El movimiento órfico debe su
nombre al legendario cantor, poeta y teólogo Orfeo, del que se decía, había
descendido a los infiernos. El orfismo nace en la Grecia del siglo VI a.C. en los
mismos ambientes culturales y sociales en los que se habían desarrollado los
cultos dionisíacos.
Probablemente el orfismo se vio influenciado por la tradición chamánica
proveniente del mundo escita, (pueblo radicado al norte del Mar Negro) como
las creencias indoiranias sobre la inmortalidad. Estos movimientos religiosos
de protesta reúnen a personas pertenecientes a sectores socialmente excluidos
en el mundo politizado de las ciudades: mujeres, extranjeros, comunidades
periféricas, figuras de intelectuales marginados.
Desde el punto de vista psicológico y espiritual, en las sectas están
presentes las mismas inquietudes, necesidades y problemas que subyacen en
los cultos mistéricos, es decir, aquellos más profundos y radicales propios del
ser humano, y no sólo del ciudadano. Sin embargo, las sectas suponen una
alternativa más definitiva frente a la forma de religiosidad olímpica y
ciudadana, pues ofrecen respuestas más explícitas, más articuladas, tanto en
el plano religioso como en el intelectual, y aspiran en el fondo a una
integración espiritual del conglomerado social.
Consiste, básicamente, en un modo de vida diferente al del ciudadano,
caracterizado por un conjunto de obligaciones y restricciones, la primera de
las cuales es la de no comer carne, cuyo sentido religioso veremos más
adelante. Pero más importante aún que estas obligaciones y restricciones
resulta su propósito de establecer reglas minuciosas y de crear en los iniciados
un celo por la observancia y la disciplina.

17.- Las sectas versus la pólis


Las reglas y la disciplina en sí mismas garantizan la pureza de los
miembros de la secta, confirman su diferencia con los demás, es decir, con los
profanos y con su mundo impuro y contaminado. En las sectas se sigue un
modo de vida elaborado y respetado escrupulosamente que es el elemento que
mantiene a este pequeño grupo de personas que ha emprendido la vía de la
purificación, separado de la gran multitud de los impíos, es decir, del mundo
de la ciudad triunfante que cree ser capaz de segregar a los débiles y a los
marginados y que en cambio es rechazado y excluido, en virtud de la elección
del grupo sectario. Pero ¿en qué se basa el rechazo de estas minorías sectarias,
que representan experiencias culturales extrañas a la pólis, a la religión
olímpica?.
En primer lugar, se desdeña el aspecto violento, cruento y homicida que
en la vida y la cultura de la pólis representa un elemento central. Y es que la
ciudad, por su propia estructura y naturaleza, supone la exclusión y la
opresión de determinados sectores de la comunidad, lo cual por sí solo,
acarrea, inevitablemente, determinados fenómenos: el enfrenta- miento entre
grupos sociales, la stásis («revuelta»), el pólemos («enemigo»), el homicidio
(phónos).
En una palabra, la ciudad está indisolublemente ligada a la memoria de
la violencia heroica de la Ilíada, patente, incluso, en su práctica religiosa. El
elemento que muestra de manera más evidente esta violencia es,
precisamente, el aspecto central de la religión, el sacrificio, que supone la
muerte cruenta del animal, y el derramamiento de sangre.
La religión de origen guerrero y sus prácticas sacrificiales, ampliamente
conocidas en el mundo griego, son rechazados por las sectas, destinadas a
asumir también la reflexión teórica en torno a estos problemas, y que postulan
que en el espíritu mismo del sacrificio está ya, latente, el elemento de la
muerte, y que la violencia, implícita en el simbolismo sacrificial, una vez
desatada, no puede ser contenida. La sociedad misma, desde su origen, está
contaminada por una culpa de sangre, que genera otra doble culpa, más
antigua, que marca, tanto la propia existencia de la humanidad, por una parte,
como la de cada ser humano, individual- mente, por otra.
Y es que, en estas corrientes de pensamiento religioso, el sacrificio
supone una muerte, un homicidio originario: según el mito órfico, los titanes
habían atraído a Dionisio, el dios muchacho, por medio de una trampa para
asesinarlo, cocinarlo, y comérselo. Por esta teofagia primigenia Zeus castigará
a los titanes, abatiéndolos con el rayo, y de las cenizas de éstos nacerán los
primeros hombres, manchados desde el comienzo por esta contaminación
atroz.
Esta «culpa original», además, se reproduce en cada existencia
individual: según Empédocles, un sabio de comienzos del siglo V, vinculado
tanto a la religiosidad órfica como a la filosofía pitagórica, la vida de cada ser
humano supone un cuerpo mortal dentro del cual existe un alma inmortal,
dáimon, que tiene origen divino pero que fue expulsada de su morada celeste
a causa de una falta grave, un homicidio o un perjurio (B-115 Diels-Kranz), y
por ello, está obligada, irremisiblemente, a pagar su culpa a través de una
existencia inferior, la terrena.
La vida de los hombres está atrapada y oprimida por el peso de esta triple
culpa que marca la existencia misma de la humanidad, la de la sociedad
política y la de cada individuo. El castigo por esta culpa consiste en la violencia
que contamina cada acción de la vida, así como en el dolor, en la opresión y en
la angustia que la acompañan a lo largo de la funesta espera de la muerte.
Pero se postula también, que existe un camino de salvación, un camino
hacia la felicidad y la inmortalidad, que permite franquear los límites mismos
de la condición humana. Comprende dos aspectos. En primer lugar, es
necesario separar la corporeidad contaminada y mortal del elemento divino e
inmortal que hay en nosotros, el alma. Es decir, hay que liberar el alma,
romper las cadenas que la atan a la corporeidad. En la historia de la filosofía
y de la teología, la reflexión en torno a este aspecto, que desemboca en la
doctrina sobre el alma, tiene su origen, precisamente, en este contexto
religioso y sapiencial.
En segundo lugar, hay que purificar el alma de la culpa que ha
determinado su «caída», su descenso desde su condición de démon divino,
hasta su unión a un cuerpo; la atadura a la corporeidad es el instrumento
necesario para pagar la culpa, respecto a la cual representa el castigo.
Para lograr ambas cosas, –purificación de la corporeidad y purificación
del alma– la vida debe ser en- tendida como un camino de sacrificio, renuncia
y ascetismo. A esto están dirigidas todas las reglas que definen el modo de vida
de las sectas. La primera y más importante de estas reglas, desde el punto de
vista simbólico, es la renuncia al consumo de carne, y al sacrificio, ligados
entre sí indisolublemente en la religión de la ciudad.
Esta doble renuncia representa un rechazo profundo a las nociones de
violencia, muerte, homicidio, y derramamiento de sangre que contaminan la
existencia humana. Se impone entonces todo un régimen de abstinencias que
comienza con la concupiscencia y cuyo sentido último es el rechazo a la idea
de la unión del alma al elemento corporal.
En el Fedón, el diálogo platónico que más re- presenta la tradición órfica
y pitagórica, la vida queda caracterizada, claramente, como un ejercicio de
prepa- ración para la muerte:
«La purificación (kátharsis) ¿no es, acaso, lo que en la tradición se viene
diciendo desde antiguo, es decir, la separación del alma lo más posible
del cuerpo y el acostumbrarla a concentrarse y a recogerse en sí misma,
retirándose de todas las partes del cuerpo, y viviendo en lo posible tanto
ahora como después sola en sí misma, desligada del cuerpo como de una
atadura? […] ¿Y no se da el nombre de muerte a eso precisamente, al
desligamiento y separación del alma del cuerpo?» (67 c-d).
Para el orfismo la salvación individual es, esencialmente, la salvación del
alma, que sólo puede ser merecida en virtud de la práctica de una purificación
que no se agota en un gesto ritual, sino que define la existencia misma: el dios
del orfismo es, en primer lugar, Apolo kathartés, el «purificador».
Liberada del cuerpo, el alma purificada puede regresar a la beatitud de
su condición divina original: los adeptos de la secta solían llevarse a la tumba
tablillas hechas de oro o de cuerno (como las encontradas en Locris, en Magna
Grecia y en Olbia, en las costas del mar Negro), que atestiguan la purificación
que ostentaba el difunto, y que auspiciaban el recibimiento por parte de los
dioses de ultratumba del alma del difunto para que fuera acogida junto a ellos.
Así como la concepción órfica del alma y de su salvación suponen una
teogonía contraria a la de Hesíodo (de origen mítico), el rechazo órfico al
sacrificio y a su violencia es contrario a las prácticas religiosas de la pólis.
Como veíamos, Hesíodo describe las generaciones de los dioses y la
creación del mundo como el paso de un Caos originario a un orden, un
Cosmos, que se consuma con el reinado de Zeus, con el que se identifica
primero la sociedad del mundo heroico y más tarde la sociedad de la pólis.
Por su parte, los órficos, cuya teogonía conocemos sólo
fragmentariamente, (entre otras cosas gracias a un papiro encontrado
recientemente en Derveni, cerca de Salónica, Macedonia), entienden que en
el comienzo de las cosas hubo una oscuridad primordial, una antigua Noche
que en forma de pájaro de alas negras concibió del Viento un Huevo plateado
(como la luna), en el regazo gigantesco de Oscuridad. Del Huevo brotó el hijo
del impetuoso Viento, un dios de alas doradas, Eros, otros de cuyos nombres,
Fanes («el que se hace visible») explica con exactitud lo que hizo cuando salió
del cascarón: reveló y trajo a la luz todo lo que hasta entonces había
permanecido oculto en el Huevo de plata; en otras palabras, el mundo entero.1
Entre los sabios esta «cosmogonía» supone la idea de una unidad
primordial inmutable que eventual- mente degenera dando paso al cambio, al
devenir, a la pluralidad, a la multiplicidad y la diferenciación que caracterizan
la realidad tal como se muestra ante nuestros sentidos, así como a la violencia
y al conflicto que le son concomitantes.

18.- Orfismo y culto dionisíaco


Pero hay otro aspecto del orfismo que también es de origen mítico y
ritual. Los seguidores de Orfeo creen que después del estado de cosas que
representan el cambio, la multiplicidad y el conflicto, se ha producido el
advenimiento de un nuevo orden representado por la figura de Dionisio, por
su «pasión» y eventual renacimiento, cualquiera que fuera la forma en que
éstos se hayan producido. Recordemos que Dionisos fue víctima de una
teofagia originaria por parte de los Titanes que lo despedazaron y se comieron
su cuerpo. El orfismo ve entonces un paralelo entre la naturaleza del ser
humano y la figura de Dionisio, expresado en el proceso que representan la
«contaminación originaria, la purificación y la salvación del alma».
En el horizonte religioso del orfismo Dioniso juega un papel tan
importante como el de Apolo, si no mayor. La relación que existe entre el
puritanismo ascético y vegetariano del orfismo y el desenfreno que se produce
en los ritos báquicos del dionisismo constituye un problema de interpretación
serio.
Sin duda, tienen en común varios aspectos. En ambos participan estratos
sociales marginales y en ambos se expresan formas de cultura y religiosidad
de protesta, que son alternativas frente a las «oficiales», las de la sociedad de
la pólis.
Pero además de esto, el orfismo ha visto en Dioniso al dios de la inocencia
perdida, de la paz original entre los hombres y entre éstos y el mundo natural
que las sociedades violentas de origen guerrero, tanto la heroica, como la de
la ciudad, habían puesto en crisis.

1 KERÉNYI, Karl, Los dioses de los griegos, Caracas, 1997, Monteávila Editores, pag. 25.
Ciertamente, el dionisismo aspira rescatar la pureza que el ser humano
ha perdido desde su creación, a lo largo de su vida «histórica», pero este
proceso sería descendente, «hacia abajo», mediante una regresión hacia la
animalidad y hacia la inocencia natural que le es propia. Por su parte, la
purificación del orfismo está dirigida más bien hacia lo alto, hacia la
recuperación por parte del alma de una condición divina. Ambas
concepciones, sin embrago, representan expresiones de un rechazo común, de
una común aspiración a un orden y una paz que la religión de la pólis no podía
garantizar.

19.- Los pitagóricos y el orfismo


Por otra parte, es la figura de Apolo, –dios de la sabiduría además de dios
de la pureza– la que predomina en la tradición filosófica que desde los
pitagóricos hasta Platón, retoma y elabora teórica- mente el mensaje religioso
del orfismo.
Entre los siglos IV y V los pitagóricos retoman y reelaboran la concepción
órfica de la salvación que desemboca en una compleja doctrina sobre el ciclo
de las reencarnaciones del alma. Ésta, como démon inmortal, pasa por
diversos cuerpos mortales, y recupera una condición superior o inferior según
el nivel de purificación alcanzado en la vida anterior.
Al final de este proceso, el alma, superando definitivamente los ciclos de
renacimientos, podrá regresar a la naturaleza divina original de donde
procede, (según una versión de la doctrina), o bien, podrá reencarnar en
formas de vida más altas concedidas al ser humano, como la del rey justo, o,
la del sabio, representada, sobre todo –como ocurre definitivamente en la
reelaboración platónica de esta tradición– por la imagen del filósofo.
Por otra parte, entre los pitagóricos, la purificación ascética exigida por
la forma de vida del orfismo empieza a configurarse de una manera distinta:
a las abstinencias y a las renuncias rituales se suma la forma más alta de la
purificación «apolínea», la que comporta la dedicación exclusiva a la sabiduría
teórica, al estudio de los temas más puros del conocimiento.
Esta postura que induce el estudio de la matemática, la geometría, la
armonía, la astronomía, la cosmología y la filosofía –el campo de la teoría
pura–, da cabida, sólo en parte, a los aspectos exclusivamente rituales y
religiosos de las prácticas de purificación del alma, y, en cierto sentido, los
relegan a un segundo plano. Paralelamente, el estudio de estas formas de
teoría pura adquiere en sí mismo, un valor religioso, y adquiere el cariz de una
consagración apolínea, que verá, en la imagen del sabio y del teórico, la más
alta y más grata a los dioses.
Esta tradición envolverá eventualmente en su seno, incluso, a un
pensador «laico» como Aristóteles, quien en las últimas páginas de su Ética a
Nicómaco (10, 7-9) despliega un verdadero himno a la perfección, a la
beatitud, a la proximidad a lo divino que corresponden a la forma de vida
filosófica.
La relación entre esta concepción religiosa de los sabios, filósofos e
intelectuales y la de aquellos que se mantienen en un plano más ritual, no será
siempre de integración y evolución uniformes, como sí sucede con las
corrientes de pensamiento minoritario y sectario, que desde el orfismo, pasan
por el pitagorismo y llegan hasta Platón. Por el contrario, esta relación estaba
destinada a conocer, frecuentemente, momentos de crisis y conflicto.

20.- El mundo racional desplaza al mundo mítico


Para los griegos, la experiencia religiosa siempre se movió entre dos
planos distintos pero estrechamente conectados: el del rito, con sus prácticas
y manifestaciones cotidianas, y el de los relatos míticos, que en cierta forma
ofrecían respuestas a las necesidades y exigencias profundas de garantía del
orden del mundo, confiriendo valor y sentido a la experiencia social e
individual.
En un panorama intelectual cada vez más complejo, más rico en
problemas, en instrumentos y en retos, la observancia del rito se hace
progresivamente menos factible, pues supone, en alguna medida, la creencia
en el universo del mito, ligada a una sensibilidad y una espiritualidad distintas
respecto a la histórica y social. El mito postula una verdad fundacional sobre
el origen del mundo, pero se trata de una verdad diferente a la histórica, la
cual viene dictada por la necesidad de la comprobación y la objetividad, y de
la dimensión política e intelectualmente gobernable de la vida.
Para Aristóteles los hechos narrados en el mito son acontecimientos
(genómena) realmente ocurridos (Poética, 1451b pp. 15ss.), pero
pertenecientes a una mentalidad y una temporalidad cíclicas, distintas a la
histórica, que se desenvuelve de manera lineal, y supone una concepción del
mundo y de la vida racionales, de la que provienen las perspectivas y
herramientas de que se valían los filósofos.
La crisis de las antiguas creencias míticas y su tensión con el mundo
racional de los filósofos y de la ciudad que se hace cada vez más patente,
comienza cuando este último tiende a invadir el espacio de las primeras, o
bien, cuando se pretende ver la religiosidad mítica desde la racionalidad del
mundo filosófico.
El primer choque se da cuando el pensamiento filosófico forzado por su
creciente capacidad de abstracción, invade el espacio del mito, que ahora
supone una «otredad», es decir un mundo que no coincide con la cotidianidad
de la vida social, otredad de la cual, en principio no se tiene conciencia.
En este enfrentamiento desigual, la imagen antropológica de los dioses
resulta inadecuada intelectualmente, ingenua y poética. Esto puede verse, por
ejemplo, ya en el siglo VI, en un autor como Jenófanes, que señala, contra la
religiosidad del mito lo siguiente:
«Los mortales creen en dioses que han sido creados y que tienen un
determinado aspecto, un modo de vestir y de hablar (B 14-Diels-Kranz).
[…] si los bueyes, los caballos o los leones tuvieran manos o pudieran
pintar o hacer obras de arte como los seres humanos, representarían
imágenes de dioses y plasmarían estatuas similares a caballos, bueyes …»
(B 15 Diels-Kranz).
Esta crítica devastadora al antropomorfismo del mito deja el espacio libre
y disponible para el avance de la abstracción filosófica. Es ahí, precisamente,
donde Parménides, justo después de Jenófanes, instalará su concepción del
ser unitario, inmóvil, necesario, es decir, la antípoda de la capacidad narrativa
variopinta propia del mundo mítico.
Después de él, se accederá a un nivel superior, «otro» nivel del mundo
mediante otras configuraciones teóricas, hasta la aparición de la teología
cosmológica de Aristóteles, que aceptará, en la Metafísica, echar un vistazo
retrospectivo sobre sus precursores.
«Los primeros hombres, los más antiguos, han comprendido estas cosas
desde la perspectiva del mito, y así las han transmitido a la posteridad,
diciendo que esos cuerpos celestes son divinidades y que la divinidad
circunda toda la naturaleza.»
Hasta aquí Aristóteles es comprensivo e indulgente. Pero
inmediatamente después agrega:
«Lo demás [los hombres y los relatos de los dioses] se incluyó después,
también de forma mítica, para persuadir a la mayoría, imponer obe-
diencia a la ley y por motivos de utilidad. De hecho, dicen que los seres
divinos son parecidos a los hombres o a otros animales, y añaden otras
cosas, que derivan de aquéllas y son muy similares a éstas» (12, 8).
Aristóteles rescata por tanto, de la sabiduría arcaica, sólo una parte, la
que considera «verdadera» o incuestionable y filosóficamente legítima, y que
comprende, básicamente, la fe en la divinidad de los astros, pero deja de lado
todo aquello que representa la configuración mítico poética del
antropomorfismo narrativo en torno al cual se había articulado la religión de
los griegos.
Una vez que la cultura y el pensamiento han sido invadidos por la
mentalidad racional y filosófica, ésta sólo puede entender y justificar la
existencia de todo este bagaje mítico tradicional, en base a razones
circunstanciales.
La primera es de tipo político: los dioses de la creencia común han sido
inventados –en su versión moralizante de garantes de la justicia– para
inculcar en las mentes ingenuas el respeto a la ley y a los valores sociales, ya
que, de no ser así, si alguien los hubiera transgredido los demás no hubieran
sentido el temor al castigo divino.
Esta idea aparece incluso antes de Aristóteles, hacia finales del siglo V,
cuando Critias, el sofista del partido oligárquico escribía:
«Creo que debe haber sido una persona astuta y sabia quien, pensando
en los hombres, inventó el terror a los dioses, para que también los
malvados sintieran temor por aquello que hacían, decían o pensaban de
modo oculto […] Creo pues, que alguien persuadió en un comienzo a los
seres humanos de que los dioses existen» (B 25 Diels Kranz).
Después de Critias y Aristóteles, una larga tradición filosófica, desde
Epicuro hasta Lucrecio, se es- forzó en convencer a la gente de que temer al
castigo de los dioses era un absurdo. La segunda justificación de tipo formal,
circunstancial, que se da al mito tiene que ver con su interpretación alegórica,
que también goza de una amplia tradición, pues va desde los sabios pre-
socráticos hasta los filósofos estoicos y neoplatónicos.
Según esta tradición, el mito, destinado a las mentes elementales,
expresaría «entre adornos» y de forma poética, un núcleo de verdades
filosóficas que se pueden leer detrás de él: así el carro de Apolo representaría
el movimiento del Sol, la justicia de Zeus la existencia de razón providencial
que constituye la legalidad de la naturaleza, las generaciones de los dioses, el
orden de la constitución del cosmos, etc.
Si el primer choque entre las creencias míticas y el mundo racional se
produce cuando éste invade aquél, el segundo ocurre en cambio, cuando son
las creencias, con su capacidad de condicionar la vida histórica de los hombres
a través de la educación, las que violan las fronteras del espacio ético-político.
Como hemos visto, Platón temía los efectos moralmente perjudiciales de
la poesía «teológica» de Ho- mero y de sus seguidores, y proponía al legislador
de la nueva ciudad enmendar los viejos textos y darles un carácter edificante,
y expulsar después, de la pólis, a los poetas para siempre.
Mientras se piense –dice Platón– que «Homero ha sido el educador de
Grecia, que debe ser estudiado como referencia de la conducta y la cultura
humanas, e incluso, que debemos ordenar toda la existencia de acuerdo con la
norma de vida que encontramos en él», no serán posibles, ni una forma de
vida buena ni una ciudad justa, ya que, añade, «si das cab¡da a la musa
voluptuosa de la lírica o la épica, reinarán en tu ciudad el placer y el dolor en
lugar de la ley y de la norma que la comunidad reconozca en cada caso como
la mejor» (República, 605d ss).
La nueva concepción de la ciudad debe dejar de lado la religión mítica de
los poetas, negativa por sus efectos perversos sobre la educación de los
ciudadanos, y basar sus nuevas instituciones y educación en una nueva
teología que responda a los dictados de la razón filosófica. Se tratará, tal como
lo expresa Platón en sus Leyes, de una teología fundada en la creencia en la
divinidad de los astros, y en la existencia de una providencia divina que
garantice el orden del cosmos y, por lo tanto, que comprenda normas que
regulen la existencia humana.
Esta nueva teología filosófica, bastante más pobre en contenidos
narrativos e imaginarios, pero mucho más exigente en términos de normas
sociales y educativas y mucho más rica en temas dogmáticos, sentirá la
tentación recurrente de dotarse de un aparato de control y de constricción, a
medio camino entre el Estado y la Iglesia, que pueda imponer sus
concepciones doctrinarias y castigar la transgresión.
Así, Platón considera que la teología debe estar dotada de un órgano de
control, el Consejo nocturno, que esté en condiciones de castigar con la muerte
al culpable de impiedad (Leyes 10, 12). Como parte de este influjo de
pensamiento, el historiador Cleantes, en el siglo III a.C., propondrá procesar
por impiedad ante un tribunal panhelénico al astrónomo Aristarco, que había
puesto en duda la posición central de la tierra (y con ella la de los hombres y
sus dioses) en el sistema de los astros y de los planetas.
Frente a estos impulsos «disgregantes» la pólis reacciona de diversas
maneras en defensa de la religión y del Panteón que la instituye y la funda. Se
adoptan, como se ha visto, formas flexibles que permiten la integración de los
cultos dionisíacos en el ámbito de la religión cívica, que suponen al mismo
tiempo, cierta moderación de sus prácticas salvajes, y una relación amplia con
esa «otra» dimensión de lo sagrado representada por el culto a Dioniso.
Al contrario de lo ocurrido en Roma, la pólis griega no se lanzará nunca
a la prohibición de los ritos báquicos, a pesar de que un episodio semejante se
muestra en Las Bacantes de Eurípides, en el que el rey Penteo es castigado
atrozmente por el dios, a causa de su impiedad.
Por su parte, los órficos fueron relegados a una condición marginal, sin
clase social, y eran vistos como magos purificadores, místicos que huelen a
charlatanería, que van de ciudad en ciudad, de casa en casa proponiendo sus
ritos extraños y sus escritos, y como mucho, se les permitía instalarse en
comunidades extremadamente periféricas respecto al universo de las grandes
póleis.
El caso de los pitagóricos es distinto: en la medida en que intentaron
transformar en la Magna Grecia aquella anomalía religiosa en un régimen
político orientado hacia el puritanismo de la secta, fueron expulsados –como
ocurrió en Crotona quizá hacia mediados del siglo V a.C.– en un pogrom
sangriento («un linchamiento multitudinario»). Acto seguido, la diáspora
pitagórica en Grecia decae hasta un nivel no distinto a aquel al que ella misma
había relegado al orfismo, aunque intelectualmente fuera mucho más
influyente que éste.
La actitud de la pólis y de su religión respecto a estos retos culturales y
filosóficos presenta caracteres complejos y de no fácil interpretación. Sus
dirigentes y su colectividad no estaban preparados para entender ese mundo
doctrinario y filosófico cuya interpretación era compleja. En tal virtud, la
pólis, por lo general, no ve o no le da importancia a las provocaciones y
transgresiones de estos grupos y corrientes de pensadores, que por lo demás,
estaban restringidos a una exigua minoría de intelectuales que no tenían sin
incidencia política efectiva.
Sin embargo, en la época clásica se presentan eventuales excepciones con
respecto a esta actitud. Dos de las más llamativas son los procesos por
«impiedad» («desconocimiento de la religión oficial») en Atenas contra
Anaxágoras (cosmólogo y naturalista griego, 500-428 a.C.), hacia 400 a.C., y
contra Sócrates, en 399 a.C.
El primero fue acusado de haber negado la divinidad de los astros y en
particular del Sol, figura apolínea por excelencia, al haber postulado que eran
agregados de materia incandescente, y fue castigado con el exilio. Sócrates,
como es sabido, fue inculpado de pervertir a la juventud ateniense, y de negar
además las divinidades de la pólis y de importar dioses nuevos, de naturaleza
quizá órfica (el «démon») o cosmológica (las «nubes» de las que hablaba
Aristófanes en su sátira). Por estas acusaciones, Sócrates fue condenado a la
pena de muerte, que él no quiso sustituir por el exilio como hubiera podido
hacer de acuerdo a su derecho.
Pero contra lo que cabría pensar, a pesar de que estos incidentes
introdujeron entre los filósofos una cierta actitud de prudencia respecto a la
pólis, al punto que Platón como discípulo de Sócrates prefirió un exilio
temporal y Aristóteles pudo haber recibido la misma condena que Sócrates, la
situación no implicaba una intolerancia religiosa por parte del régimen y la
cultura de la ciudad que llegara a los extremos de la persecución, desatada
mucho más tarde en la historia europea contra las herejías.
Los procesos contra Anaxágoras y Sócrates son más bien episodios de la
lucha política que se daba en el ámbito de la ciudad: Anaxágoras quería
cuestionar el ambiente político-intelectual cercano a Pericles, y Sócrates era
miembro eminente de ese grupo oligárquico que tenía a Critias a su cabeza,
que había puesto en peligro la democracia ateniense con el golpe de estado del
404 a.C.
Esto significa, básicamente, que la observancia de la religión olímpica y
de su ritual eran tenidos como parte del celo y solidaridad debidos a la forma
de vida de la pólis y a su orden político: «creer en los dioses» significaba, en
primer lugar, no tanto un acto espiritual de fe o un obsequio teológico, sino un
sentimiento in- mediato de pertenencia a la comunidad cultural y po- lítica, lo
cual equivalía en definitiva a ser un buen ciudadano ateniense, o espartano o
de otros lugares.
Precisamente por esto la pólis se reservó siempre el derecho de legislar
sobre el culto de los dioses y sobre la composición del panteón: la admisión de
nuevos dioses, como ocurrió con Asclepio en Atenas en 420 a.C., y
masivamente en época helenística con el reconocimiento de divinidades de
origen oriental o divinidades vinculadas al culto de los nuevos monarcas, no
violaba el orden y la estabilidad de la ciudad si se sancionaba comunitaria y
públicamente.
También quedaban bajo el resguardo de la pólis los momentos de
integración religiosa interciudadana y panhelénica, como las ligas religiosas
(anfictionías), los juegos olímpicos, la elección de la autoridad del sacerdocio
délfico así como toda una serie de acontecimientos públicos.
Estos momentos de religiosidad panhelénica, aunque estuvieran siempre
regulados por la pólis, hacían que la aceptación de la religión olímpica, de su
panteón y de sus ritos, significase, además de que uno era ciudadano de su
pólis, que uno era griego; es decir, significaba en el fondo, que se era un ser
humano, en sentido total.
Se entiende entonces que cualquier postura contraria a la religiosidad de
la ciudad (sobre todo si provenía del mundo intelectual), colocaba al disidente
frente a la comunidad, en la posición de un extraño, alguien que desconocía o
se sentía ajeno al mundo cultural con que se identificaba la comunidad,
aunque no se tratara de un extranjero.
La aceptación de la religiosidad publica, por otra parte, comenzaba y
terminaba en la esfera pública, es decir, no coincidía, en el ámbito de la
conciencia, con una «fe», ni en el del pensamiento con una doctrina teológica.
Por ello era posible una división de la religión o de las creencias en diversos
niveles, que de hecho se produjo progresivamente.
«Creer» en la religión olímpica continuó significando para todos aquella
observancia de los ritos comunes y aquella participación en el saber narrativo
de los mitos, que eran, junto con el uso de la lengua griega, del conocimiento
de Homero y de los usos que constituían la vida social, la marca de pertenencia
a una comunidad, a una cultura, a una civilización.
En efecto, la religiosidad pública oficial, así en-tendida, pudo coexistir
perfectamente, como ocurrió cada vez más ampliamente a partir, al menos,
del siglo IV a.C., con otras corrientes espirituales y religiosas, como el
monoteísmo y el inmanentismo propios de la teología filosófica que poco a
poco penetró en los es- tratos cultos de la sociedad, tendiendo a identificar
cada vez más a la pluralidad de los dioses con la idea de un dios único y
«primero», fundamental, y a éste, como ocurre con los estoicos, con el
principio racional de orden y sentido inmanente a la naturaleza del mundo.
Pero también con otras corrientes, que arraigaron, por ejemplo, con el
escepticismo religioso, muy presente entre los intelectuales.
Este politeísmo tolerante de los mitos y los ritos, salvo por lo que respecta
a las exigencias políticas y sociales a las que estaba indisolublemente ligado,
convivió mucho tiempo, en la conciencia de los griegos, con las más intrépidas
experiencias intelectuales en el campo teológico, ético y científico.
Esto fue así al menos hasta que aparecieron nuevas formas religiosas,
dotadas de una fuerte carga doctrinal junto a una institución eclesiástica con
poderes coercitivos, que atacó directamente tanto al primero como a las
segundas. Pero todo esto nos lleva ya fuera de la experiencia religiosa de los
griegos, aunque los nuevos monoteísmos, desde el judeocristiano hasta el
islámico, acudieran en distinta medida a sus elaboraciones teológicas y a su
pensamiento salvífico del alma.

***

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