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Mario Vegetti
EN
EL HOMBRE GRIEGO,
JEAN-PIERRE VERNANT, ED.,
MADRID, 1.993,
ALIANZA EDITORIAL.
1.- Introducción
Cuenta Aristóteles que el viejo sabio Heráclito hacía pasar a sus
huéspedes hasta la cocina diciéndoles “También aquí hay dioses” (De partibus
animalium, 1, 5). Esta anécdota será muy útil para comprender la actitud
religiosa del hombre griego. Veamos.
Entre los griegos la experiencia de lo sagrado es cercana, próxima a los
lugares y momentos de la vida cotidiana. Por ejemplo, el hogar doméstico, en
torno al cual la familia se reúne para cocinar y consumir los alimentos, está
consagrado a una divinidad, Hestia, que protege la prosperidad y la
continuidad de la vida familiar. Cada recién nacido es llevado ante el hogar
para sancionar, también religiosamente, su incorporación en el espacio
doméstico.
Esta familiaridad con los dioses caracteriza la experiencia religiosa griega
en todos sus ámbitos. La divinidad no es inaccesible ni distante; está presente
en cada momento relevante de la vida privada y social. La encontramos
permanentemente, tanto en las imágenes de los dioses y en las prácticas
cultuales que se le dedican, como en las narraciones familiares y públicas.
Estas historias dibujan las complejas tramas de una simbolización que
expresa, de manera particular, el sentido mismo de la existencia.
En virtud de todo ello la pregunta sobre por qué los griegos creían en sus
dioses parece mal hecha. Pensamos, más bien ¿cómo habría sido posible que
no creyeran en ellos?, pues tal cosa supondría la negación de una parte
fundamental de la experiencia vital cotidiana.
La mirada de los filósofos hacia la religión es teórica, pero nos sirve aquí,
momentáneamente, como contraste. Y es que Aristóteles cita a Heráclito para
justificar el estudio científico de la vida silvestre. Entre los pensadores «lo
divino» se relaciona con el orden cósmico y natural. El estudio del mundo
celeste y de los astros ocupará un lugar más importante que el del entorno
inmediato, pero éste, como naturaleza viva, al igual que el cosmos, estará
siempre regido por leyes de orden y valor, y por tanto, también, «lleno de
dioses». La actitud intelectual coincide con la experiencia religiosa común,
pero ve en estos rasgos de proximidad y familiaridad con lo divino un aspecto
«inmanente» al orden del mundo, es decir, un aspecto inherente a su propia
naturaleza.
Más adelante comentaremos todos estos puntos. Por el momento
detengámonos en uno de ellos, aparentemente contradictorio. Para los griegos
lo sagrado se presenta de manera difusa y omnipresente, pero al mismo
tiempo de manera «ligera», por decirlo así. Es decir, no resulta opresiva, ni
psicológica ni socialmente. Para comprender este punto veamos primero lo
que la religión griega no fue.
2.- Una religión sin dogmas y sin iglesia
A diferencia de lo que ocurre con las grandes religiones monoteístas del
Mediterráneo, la religión griega no se basa en una revelación «positiva», con-
cedida directamente por la divinidad a los hombres ni tiene la figura de un
profeta fundador. Los griegos no tenían escrituras sagradas que enunciaran
las verdades reveladas y los principios de un sistema teológico. La ausencia de
un libro sagrado comporta también la de un grupo de intérpretes
especializados: no hubo nunca en Grecia una casta sacerdotal permanente y
profesional, pues el acceso a las funciones sagradas estaba, en principio,
abierto a cualquier ciudadano, y por lo general era transitorio.
No había tampoco una iglesia unificada, entendida como aparato
jerárquico y «autónomo», legitimado para interpretar las verdades religiosas
y administrar las prácticas del culto. No existían, además, en absoluto, dogmas
de fe, cuya observancia fuera impuesta y vigilada, y cuya trasgresión diera
lugar a las figuras de la herejía y la impiedad. Se trata de un sistema de au-
sencias que se mantiene a lo largo de la cultura griega.
En efecto, los relatos griegos sobre la creación del mundo y de los
hombres no tienen un papel central en el contexto de las narraciones sobre los
dioses, ni en el de las creencias, e incluso, podría decirse que no existen, salvo,
como veremos, en corrientes religiosas marginales y sectarias. En la
experiencia común, por tanto, siempre hubo una convivencia entre la estirpe
de los dioses y la de los hombres.
No existe, además, nada similar a la idea de un «pecado original» ni la
noción correlativa de salvación o purificación del género humano. En efecto,
salvo que se incurra en una «mancha» consecuencia de una culpa o una
contaminación específicas, el hombre griego es, en principio, «puro», y como
tal, puede acceder libre-mente, a las funciones sacerdotales.
Habrá que hacer, sin embargo, en este sentido, una salvedad: a pesar de
que la cuestión de la supervivencia del alma y de su salvación ultraterrena
resulta en general irrelevante, sobre todo, en lo que se refiere a la religión
pública, en el ámbito de los cultos mistéricos e iniciáticos, eventualmente,
aparece.
En virtud de todo lo anterior, no es posible hablar de «religión», en el
caso de los griegos, al menos en el sentido en que esta palabra es usada en las
tradiciones monoteístas. En efecto, no hay en griego una palabra cuyo sentido
equivalga, de manera exacta, a nuestro término «religión». La que más se
aproxima, eusébeia, debe entenderse, como señala el sacerdote Eutifrón en el
diálogo homónimo de Platón, como «el cuidado» (therápeia) que los hombres
tienen para con los dioses» (Platón, Eutifrón, 12e).
Es decir, se trata de una religiosidad que consiste, básicamente, en la
observancia puntual de los ritos y el culto con los que se expresa el respecto
por la divinidad, a través, por ejemplo, de los gestos de obsequio y deferencia,
como las ofrendas sacrificiales y votivas.
Algo parecido a lo dicho arriba sobre la palabra «religión» podría
decirse sobre el término «fe». En la lengua común, la expresión «creer en los
dioses» (nomízein toùs theoús) no tiene el sentido de una convicción racional
sobre la existencia de éstos, como ocurrirá más tarde en un lenguaje filosófico
ya maduro, sino más bien, el de «respetar, venerar, u honrarlos» en las
prácticas cultuales: nomízein (creer) equivaldrá en definitiva a therapeúein
(cuidar), es decir, dedicar a la divinidad los oportunos cuidados rituales.
El núcleo de la relación entre hombres y divinidad, de la «religión» y de
la «fe» de los griegos parece consistir en la observancia de los cultos y de los
ritos prescritos por la tradición. Sin embargo, esto no debe hacernos pensar
en una ritualización obsesiva que invada la existencia.
El retrato sarcástico que hace el filósofo Teofrasto en sus Caracteres (16)
a fines del siglo IV a.C., de la superstición (disidaimonía) probablemente está
basado en una actitud, hasta cierto punto, común: el supersticioso es aquel
que vive afligido por un perpetuo temor al poder de los dioses, y dedica, de
forma ridícula, gran parte de su existencia al esfuerzo de hacérsela grata a
través de los ritos, del intento maniático de evitar la impiedad y de purificarse
de cualquier culpa posible.
Pero se trata, precisamente, de un «carácter» de comedia: la misma
sátira teofrastea confirma que la obsesión por la ritualidad no fue algo
extendido ni relevante en la cultura griega. Esto no significa, naturalmente,
que no existiese un temor profundo y radical a la divinidad y a su capacidad
de castigar las culpas de los hombres, golpeándoles a lo largo de su existencia
e incluso de su descendencia. Este temor está bien atestiguado en toda la
experiencia cultural griega del siglo V, y, todavía en el siguiente.
Epicuro, un filósofo casi contemporáneo de Teofrasto, pensaba que uno
de los deberes fundamentales de la filosofía, si con ella se quería restituir la
serenidad a la vida de los hombres, era precisamente liberarle de este miedo
al castigo divino.
El historiador griego Heródoto (siglo V) ilustra este conjunto de actitudes
en su complejidad mediante una anécdota curiosa. Con la idea de recuperar el
poder en Atenas, el tirano Pisístrato (siglo VI) hizo representar una procesión
encabezada por la diosa Atenea a través de la ciudad y hasta la Acrópolis (una
muchacha en un carro llevaba el atuendo, armadura, etc.). La precedía un
cortejo de heraldos que instaban a la gente a acoger de nuevo al tirano, como
si fuera auspiciado por la propia diosa protectora de la polis.
Heródoto se sorprendía de que la jugada hubiera tenido éxito y de la
ingenuidad de los atenienses a los que se consideraba –tanto o más que a otros
griegos– «astutos y exentos de la candidez de los bárbaros», es decir, de los
«extranjeros» (1, 60).
La anécdota puede ser leída en dos sentidos. Por un lado, la familiaridad
de los griegos con sus dioses y con sus imágenes permite entender que, en
principio, no hubieran tenido duda alguna sobre la presencia de la diosa
representada por la comparsa. O incluso que a algunas personas les pareciera
normal que otras hubieran aceptado la situación. Pero desde otra perspectiva
la anécdota destaca el carácter «ligero» de esta religiosidad, y confirma la
incredulidad que Heródoto a- tribuye a los griegos: la misma familiaridad que
in-duce a «creer» permite también a Pisístrato y a los suyos urdir el embrollo,
reproduciendo la semblanza de la diosa sin demasiado temor a cometer un
sacrilegio o a exponerse a la «ira divina».
La divinidad es tan cercana a los hombres, está tan expuesta a la relación
con ellos, que puede, eventualmente, convertirse en objeto de juego, de
engaño, de tramas astutas. Credulidad e incredulidad, temor a lo divino y
desenvoltura respecto a ello quedan, por tanto, estrechamente entrelazados
en la actitud religiosa de los griegos; el énfasis excesivo en uno u otro aspecto
conduciría radicalmente a una mala interpretación.
Esta peculiaridad sólo puede ser explicada remontándonos al origen y a
la articulación de las figuras de lo sagrado y de lo divino en la tradición cultural
griega, que en ciertos aspectos no tiene paralelos en otros universos religiosos.
3.- Lo sagrado
La voz griega hierós, «sagrado», significa, originalmente «fuerte». La
experiencia griega de lo sagrado, desde el punto de vista general (similar en
este sentido a la de otras culturas), probablemente nació con la percepción de
potencias sobrenaturales, sobre todo en lugares arcanos como bosques,
fuentes, grutas o montañas, en fenómenos naturales misteriosos y temibles
como el rayo y la tormenta, o en momentos cruciales de la existencia como el
nacimiento y la muerte.
Esta experiencia primitiva se va articulando después en dos sentidos
divergentes, aunque no o- puestos. Por un lado, lo «sagrado» se territorializa,
se vincula de manera más estrecha al lugar donde lo sobrenatural se ha
manifestado. Este lugar se distingue del entorno inmediato, y es, por ello,
marcado, de- limitado. De ahí en adelante estos espacios son de- dicados al
culto de las potencias que residen en ellos, y se transforman, progresivamente,
en santuarios, temenoi (de témenos, «terreno delimitado»).
Un determinado espacio natural puede convertirse en santuario y en él
pueden erigirse templos o monumentos. Estos espacios serán dedicados tanto
al culto de las divinidades propiamente dichas, como de otras figuras objeto
de devoción. Tal es el caso de las ninfas, que habitaban las fuentes, o de
algunos héroes, cuyas tumbas eran lugares de culto. Estas sepulturas de origen
micénico se habían convertido en talismanes que protegían la prosperidad de
las familias y de las comunidades. Una de ellas es la legendaria «tumba de
Edipo» en el suburbio ateniense de Colono.
La delimitación del espacio sagrado comporta las prohibiciones y
restricciones necesarias para evitar el abuso y la profanación, sobre todo, del
receptáculo de la imagen divina y de las ofrendas. Más tarde la sacralidad y su
protección se extienden, también, a todo aquello que está dedicado al culto,
dentro o fuera del recinto, como las víctimas sacrificiales, las formas
tradicionales del rito, o bien, los oficiantes y ministros que participan en el
mismo.
Esta territorialización de lo sagrado, sin embargo, no asume nunca en
Grecia la forma, conocida en otros lugares, del tabú: las prohibiciones no
excluyen nunca la relación con el ser humano ni la visita, aunque esté
regulada. Por el contrario, las personas están siempre en contacto con el
espacio sagrado, puesto que no hay sacralidad sin culto colectivo. La
solemnidad y respeto que envuelven lo sagrado no se transforma nunca en esa
experiencia de terror y nulidad que le acompaña en otras culturas.
Por otro lado, «sagrado» –ahora en sentido amplio, no intensivo sino
extensivo– es para los griegos todo aquello que surge de las potencias
sobrenaturales, y en modo específico de las voluntades divinas. Sacro es
también, por tanto, el orden cósmico y los ciclos naturales que determinan la
sucesión de las estaciones, de las cosechas, y del día y la noche, por ejemplo.
Lo mismo ocurre con el orden inmutable de la vida social, la sucesión
regular de las generaciones garantizada por los matrimonios, la de los
nacimientos, así como la de los ritos de sepultura y los de veneración de los
difuntos, la permanencia de las comunidades políticas y la del sistema de
poderes.
En ambas acepciones, la experiencia de lo sagrado queda determinada
por el hecho fundamental de que la intervención de las potencias divinas en la
vida social y en la vida natural, puede ser, inexcrutablemente, tanto benévola,
es decir, en forma de orden y de armonía, como perturbadora, o violenta y
destructiva, expresada como desastres naturales, enfermedad o muerte. Pues
en la lengua griega se seguirá llamando «sagrada», incluso, a la más
incomprensible y perturbadora de todas las enfermedades: la epilepsia.
De acuerdo a lo anterior la actitud hacia los dioses está orientada siempre
a propiciar su carácter benévolo o a conjurar sus fuerzas negativas. Se trata,
como señala el sacerdote Eutifrón, de un cuidado similar al «de los siervos
para con los señores» (Eutifrón, 13d).
4.- El sacrificio
Tal actitud se expresa, por ejemplo, a través del rito propiciatorio, un acto
individual o colectivo que puede y debe, ser eficaz si se hace correctamente, es
decir, según el procedimiento establecido por la tradición, y que se supone que
es grato a la voluntad a la que se dirige. Para los griegos este rito consiste,
sobre todo, en la ofrenda votiva, una promesa a cambio de un favor pedido a
los dioses, acompañada por la invocación y la oración. Generalmente supone
la donación de riquezas, de libaciones, de prestigiosos edificios de culto, pero
en su forma más primitiva, es siempre una ofrenda alimentaria, un sacrificio
animal.
El sacrificio, como veremos, puede asumir di- versas formas que varían
de acuerdo a las divinidades a las que se dirige y a los momentos y situaciones
sociales en que han de celebrarse. Pero expresa siempre la renuncia del grupo
humano, a una parte funda- mental de sus recursos alimentarios más
preciosos, que por ello, son concedidos a las potencias divinas, gracias a cuyo
«cuidado» deben resultar aplacadas y dispuestas benévolamente hacia los
hombres.
Para la eficacia del rito tiene importancia decisiva, hay que repetirlo, que
se desarrolle en la forma y en los momentos sancionados por el uso
tradicional: por consiguiente, el calendario griego es uno de los aspectos
determinantes del conjunto de las reglas rituales. Vemos así, por ejemplo, que
los nombres de los meses en los que se celebran ciertas ceremonias, se asocian
e identifican con éstas.
El rito es el acontecimiento social que auspicia la buena relación entre
dioses y seres humanos, y por ello, el momento más importante de la
convivencia, el momento de la autocelebración de la comunidad, al que
acompañan, irremisiblemente, los eventos más significativos de la civilización
griega: desde el banquete colectivo y los juegos deportivos, hasta las danzas,
las procesiones y las representaciones teatrales.
5.- Míasma, kátharsis, phármakon
A pesar de la función propiciatoria del rito, la buena relación con los
dioses puede verse perturbada en determinadas circunstancias. Por ejemplo,
si se in-vade el espacio sagrado o se desconocen sus privilegios, si se infringen
las normas que de acuerdo a la tradición regulan el orden social.
Esto es lo que sucede, por ejemplo, en la Ilíada cuando los griegos
someten a esclavitud a Criseida, la hija de un sacerdote de Apolo que está
consagrada por nacimiento al dios y «pertenece» por ello al culto; es lo que
sucede también cuando Edipo incurre en el acto parricida que mancha sus
manos de sangre, y cuando, en tiempos históricos, la familia de los
Alcmeónidas mata a Cilón y a sus secuaces que se habían refugiado en el
templo de Atenea (Heródoto, 5, 71).
Además de los casos señalados, también se genera «contaminación»
(míasma) cuando se infringen los juramentos hechos en nombre de los dioses,
se derrama sangre humana, o se irrespetan las reglas del rito. La míasma es
una culpa o contaminación que va más allá del orden jurídico y moral: reclama
la venganza divina sobre el culpable y se difunde en el espacio y en el grupo
humano, involucrando a la comunidad que lo acoge. Es lo que ocurre, por
ejemplo, con la peste enviada por los dioses al ejército griego (Ilíada) y a la
ciudad de Tebas (Edipo Rey) que son quienes pagan las culpas de Agamenón
y de Edipo, respectivamente. La contaminación se transmite también en el
tiempo, a través de las generaciones, como ocurre con las familias trágicas de
los Atridas y de los Labdácidas.
Su origen material es más evidente y crudo, por ejemplo, en la imagen
del homicida cuyas manos se manchan de sangre, denotando suciedad y
enfanga-miento, así como en el aspecto del enfermo que se ha cubierto de
llagas y de sangre. En ambos casos, la contaminación supone, desde el punto
de vista religioso, un castigo divino. La suciedad material originaria tiende a
moralizarse pasando a ser una metáfora de la «culpa» y de la «maldición
divina». El afectado no puede acercarse al espacio y objetos sagrados en las
prácticas rituales, y debe ser expulsado de su comunidad, que en caso
contrario se arriesga al contagio.
En todos los casos de contaminación es necesaria una purificación, una
kátharsis («limpieza») que, al igual que la míasma, es material en su forma
ritual, pues consiste en un lavado con agua o ablución, y menos
frecuentemente en una «fumigación», con la que se pretende «limpiar» y
devolver a la persona contaminada a su pureza original.
La kátharsis es necesaria también, incluso sin culpa, en determinadas
circunstancias; por ejemplo, antes de disponerse a realizar actos de culto, o
ante fenómenos potencialmente contaminantes, como el nacimiento, la
muerte, el sexo, o la enfermedad. Platón prescribe este ritual incluso cuando
se trata de homicidio involuntario o legítimo (Leyes, IX). En los casos más
graves de míasma el rito se realizará según los preceptos de un dictamen
solicitado a los sacerdotes de Apolo, el dios purificador (kathartés) por
excelencia.
Una modalidad del procedimiento purificatorio lo constituye el
phármakon («medicamento»), un antiquísimo ritual que tiene indudables
derivaciones orientales, mediante el cual, cada año, la comunidad elige a uno
de sus miembros, eventualmente marginado, afligido, por ejemplo, por
deformaciones físicas o psi- quicas, y lo expulsa, acompañándolo en procesión
hasta las puertas de la ciudad (umbral del espacio sagrado que ésta
representa) para que sea echado junto a las contaminaciones que pueden estar
presentes en el grupo social, tal como sucede con la expulsión de Edipo, rey
parricida e incestuoso, de la ciudad de Tebas con que se concluye el Edipo rey
sofocleo.
Existían además las sectas, otros grupos a los cuales era propia una forma
particular de conciencia religiosa y moral que más tarde se extendió al
pensamiento filosófico, del que hablaremos más abajo. En esta forma de
experiencia y pensamiento religioso, las nociones de culpa contaminante y
purificación se asocian, progresivamente, a la propia condición humana como
algo inherente a ésta: la vida misma del ser humano será entendida como un
ejercicio o un proceso de purificación de los elementos corpóreos de la persona
y de los vicios ligados a éstos. Esta purificación conduce a la salvación o
liberación definitivas del elemento más espiritual de la persona, el alma,
mediante la disolución de sus lazos terrenales. Este desarrollo ex- tremo de la
concepción del míasma y de la kátharsis es propio de minorías religiosas
e intelectuales, marginales, aunque influyentes, respecto a la vida religiosa de
la sociedad griega.
1 KERÉNYI, Karl, Los dioses de los griegos, Caracas, 1997, Monteávila Editores, pag. 25.
Ciertamente, el dionisismo aspira rescatar la pureza que el ser humano
ha perdido desde su creación, a lo largo de su vida «histórica», pero este
proceso sería descendente, «hacia abajo», mediante una regresión hacia la
animalidad y hacia la inocencia natural que le es propia. Por su parte, la
purificación del orfismo está dirigida más bien hacia lo alto, hacia la
recuperación por parte del alma de una condición divina. Ambas
concepciones, sin embrago, representan expresiones de un rechazo común, de
una común aspiración a un orden y una paz que la religión de la pólis no podía
garantizar.
***
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