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Padre, creo estar perdiendo por completo la fe; después de tratar de vivir entregada a las cosas de
Dios y de la Iglesia, he empezado a tener terribles tentaciones contra la castidad, y a veces incluso
contra la fe. Las he tratado de combatir con razonamientos y con oraciones; es algo que me
molesta y me quita la alegría. A veces creo que ya terminó, pero al poco tiempo la tentación
vuelve a presentarse. No entiendo por qué, si yo quiero dedicarme a Dios, tengo que sufrir este
castigo. Si me puede dar algún consejo mejor.
Respuesta:
Estimada:
Muchas almas sufren y se quejan interiormente porque son tentadas. Esto sucede porque no
conocen plenamente el sentido y la finalidad de las tentaciones en los designios de Dios. Tal vez
olvidan –o nunca han leído– lo que dice el Eclesiástico: Hijo mío, si te das al servicio de Dios,
prepara tu alma a la tentación (Eclo 2,1). La tentación es, ciertamente, una instigación al pecado;
proviene del enemigo de nuestra naturaleza –el diablo– para destruir la obra de Dios. Pero tiene
una importantísima misión en los planes de Dios, quien siempre da vuelta los planes del diablo,
usando sus insidias para nuestro bien.
La tentación, como todas las demás cosas, es una “creatura”, en el sentido que le da San Ignacio. Y
por eso vale también para ella, aquello del principio y fundamento: “Y todas las cosas sobre la haz
de la tierra son criadas para el hombre y para que le ayuden a conseguir el fin para el que es
criado”. Por eso es que Dios las permite para que alcancemos nuestro fin que es Dios mismo. De
ahí que la Escritura llame bienaventurados a los que son tentados: Tened, hermanos míos, por
sumo gozo veros rodeados por diversas tentaciones (St 1,2); y también: Bienaventurado el varón
que soporta la tentación (St 1,12).
Los santos, iluminados con el don de sabiduría, ven cuán preciosa es la tentación, porque al
asaltarnos ésta, Dios está junto a nosotros con sus gracias especiales, ya que durante las
tentaciones Dios cuida de nosotros con especial amor y solicitud. Por eso los santos miran las
tentaciones como especiales signos de la predilección divina.
La segunda verdad es que Dios está en las tentaciones más cerca de nosotros de cuanto lo está en
los momentos de consuelo. Siempre junto a la tentación está la gracia. Como dice San Pablo: Fiel
es Dios que no permite que seáis tentados por encima de vuestras fuerzas (1Co 10,13). El
demonio, dice Santo Tomás, tienta en la medida que Dios le permite. Dios conoce las tentaciones y
nuestras fuerzas. Por eso regula su violencia, calcula sus efectos y las permite en proporción de
nuestras fuerzas. Cuanto más fuerte es la tentación mayor es el auxilio de Dios. Y no es infrecuente
que un período de tentaciones extraordinarias lo sea también de gracias especiales.
El provecho de la tentación
De aquí que las tentaciones bien llevadas nos reporten muchos bienes. Es más, podemos decir que
con mucha frecuencia las tentaciones son uno de los caminos de perfección por donde Dios lleva a
sus elegidos. ¿Qué bienes se sacan de ellas?
(1) Ante todo, nos prueban, por tanto, nos ayudan a conocernos. San Doroteo de Gaza citaba a un
padre del desierto que decía: “el verdadero monje se da a conocer en las tentaciones”. Nos hacen
conocernos porque nos hacen pulsar nuestra propia debilidad y miseria; nos hacen tomar el pulso
a nuestros límites; y también nos hacen tantear la gracia divina. En las tentaciones, especialmente
las muy fuertes, somos conscientes de que Dios actúa, porque de lo contrario ¿cómo seríamos
capaces de vencer tales obstáculos?
(3) Nos ayudan a expiar nuestras culpas, pues son indudablemente un sufrimiento y todo
sufrimiento nos viene bien para purgar los pecados cometidos en nuestra vida.
(4) Además, acrecientan nuestros méritos, por lo que pueden ser consideradas, sin temor a
equivocarnos, como la materia prima de la que se fabricará nuestra gloria futura en el cielo.
(5) Nos enseñan a ser humildes (así como los consuelos, mal llevados, pueden llevarnos a
engreírnos).
(6) Arraigan más hondamente las virtudes que tenemos, porque en medio de las tentaciones los
actos de las virtudes que nos vemos obligados a repetir una y otra vez se enraízan en el alma e
incluso toman un tinte heroico.
(7) Nos hacen ser más vigilantes porque la tentación no siempre avisa cuando va a venir, ni la
fuerza que tendrá cuando arrecie.
(8) Nos ayudan a ser compasivos con los tentados. Dice San Juan de Ávila: “el que no es tentado no
se puede doler ni compadecer del tentado… De aquí viene que, cuando alguno tentado va a ti, te
espantas y le riñes y te muestras áspero, porque no sabes qué cosa es ser tentado, y el que lo es
consuela y anima y esfuerza al que va a él, porque se duele y conoce la necesidad que de su
consuelo tiene”[1].
Los que nadan en el mar y conocen el arte de la natación, se sumergen cuando les llega la ola, y la
pasan por debajo, hasta que se aleja. Después siguen nadando sin dificultad. Si quisieran enfrentar
la ola, los chocaría y los llevaría a buena distancia. Al volver a nadar les viene otra ola y si se
resisten nuevamente, otra vez serán llevados lejos y sólo lograrán fatigarse sin avanzar. En cambio
si se sumergen bajo la ola, si se agachan por debajo de ella, la ola pasar sin arrastrarlos; podrán
seguir nadando cuanto quieran y lograr la meta que quieren alcanzar. Lo mismo sucede con las
tentaciones. Soportadas con humildad y paciencia, pasan sin hacer daño. Pero si insistimos en
afligirnos, en alterarnos, en acusar a todo el mundo, sufrimos nosotros mismos, la tentación se
transforma en insoportable, y finalmente no sólo no nos resulta de provecho, sino que nos hace
daño.
Las tentaciones son muy provechosas para quien las soporta sin atormentarse. Incluso si es una
pasión la que nos aflige, no debemos perturbarnos por ello. Si nos perturbamos se debe a nuestra
ignorancia y a nuestro orgullo, lo cual es debido al desconocimiento del estado de nuestra alma, y
al querer huir del sufrimiento”[2].
San Juan de Ávila escribía a una monja estas admirables palabras: “¿Has visto a los alfareros
encender algún horno? ¿Has visto aquel humo tan áspero y tan negro, aquel ardor de fuego y
aquella semejanza de infierno que allí pasa? ¿Quién creyera que los vasos que allí dentro están no
habían de salir hechos ceniza del fuego o, a lo menos, negros como noche del humo? Y pasada
aquella furia, apagado el fuego, al tiempo que deshornan, verás sacar los vasos blancos de barro
duros como piedra; y los que primero estaban negros, salen más blancos que la nieve y tan
hermosos que se pueden poner en la mesa del rey. Vasos de barro nos llama San Pablo…
Cocinarnos quiere, hermana; tenga paciencia; metida está en el horno de la tribulación… Procure
no salir quebrada… Solamente se quiebran los que en el horno de la tribulación pierden la
paciencia. No desmaye, por más que atice el demonio; confíe en Dios”[3].
P Miguel A Fuentes, IVE