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TENTACIÓN Y LIBERACIÓN

MATEO 6:13. OK, LA PIEDAD

Y no nos metas en tentación, mas líbranos del mal. Porque tuyo es el reino y el
poder y la gloria para siempre jamás. Amén.

PROTECCIÓN EN LOS PELIGROS MORALES (v. 13a)


El perdón de Dios no resuelve la totalidad de nuestro problema moral. Por eso,
Además de necesitar que Dios nos perdone los pecados ya cometidos, debemos solicitar la
protección de Dios de cara a los posibles motivos de pecado a los que estamos expuestos
en el presente y en el futuro.
De ahí que Cristo proceda de la quinta petición a la sexta. Como ya hemos dicho, ésta
tiene dos partes: no nos metas en tentación; y líbranos del mal. Sin embargo,
probablemente debamos traducir esa última frase: líbranos del maligno.
No permitas que sucumbamos a las tentaciones del maligno, sino, al contrario, rescátanos
de su poder.
El texto griego admite ambas lecturas, pero hablar de tentación casi invita a considerar al
tentador, y hablar de nuestra liberación invita a contemplar a aquel que nos tiene
esclavizados.
La Biblia no concibe el mal como un principio abstracto o como una fuerza inmaterial, sino
como un poder activo y personal que se opone a Dios
Fue el diablo quien tentó a Jesús, el que solicitó poder para zarandear a los apóstoles
como trigo (Lucas 22:31),
el que incitó a Judas a la traición (Lucas 22:3) e indujo a Ananías y Safira a mentir (Hechos
5:3),
el que intenta seducir al creyente para extraviarlo (2 Corintios 11:3), el que, «como león
rugiente, anda alrededor buscando a quién devorar» (1 Pedro 5:8).
Él es el gran adversario, causante de incontables tentaciones.
Entonces en todo caso, el «mal» en la vida del creyente procede, en última instancia, del
maligno,

La primera parte de la petición es causa de perplejidad para muchas personas. Si el


tentador es el diablo, ¿por qué nos enseña Cristo a dirigirnos al Padre como si éste, y no el
diablo, fuera el responsable de dirigir nuestros pasos hacia la tentación? ¿Acaso nos tienta
Dios? Ésta es una cuestión compleja que necesitamos considerar con serenidad.
De inmediato, recordemos las palabras contundentes de Santiago 1:13: Que nadie diga
cuando es tentado: Soy tentado por Dios; porque Dios no puede ser tentado por el mal y él
mismo no tienta a nadie. Santiago les habla a aquellos que desean justificar sus caídas
morales atribuyéndolas a la acción soberana de Dios.

Todos compartimos la tendencia de Adán, de buscar algún chivo expiatorio para nuestros
propios errores: La mujer que tú me diste por compañera me dio del árbol… No —dice
Santiago—, que nunca debemos atribuirle a Dios la culpa de nuestros desaciertos —ni
siquiera podemos justificarnos ante Dios acusando al tentador—, sino que tenemos que
afrontar aquello que hay en nosotros que se deja seducir por las tentaciones y reconocer
nuestra propia culpa: Cada uno es tentado cuando es llevado y seducido por su propia
pasión (Santiago 1:14).

Por tanto, no debemos confundir las cosas (v. 16). Existe un Dios soberano que ejerce su
voluntad (v. 18) y existe también un tentador; pero la culpa de nuestras caídas debemos
buscarla en nosotros mismos (vs. 14–15). Sólo podemos hacer de Dios el autor de las
dádivas buenas y perfectas (v. 17), sobre todo la de la nueva vida en Cristo (v. 18)

Así las cosas, ¿cómo es que Jesús, en el Padrenuestro, de alguna manera habla como si
Dios fuera el responsable de nuestras tentaciones?

Por un lado, la palabra tentación, la cual hoy en día conlleva matices siniestros de
seducción e impulso hacia el pecado, también puede ser traducida como prueba, palabra
que indica igualmente una situación desagradable y difícil, pero que carece de esas
connotaciones siniestras. Y, a todas luces, queda claro que las pruebas forman una parte
esencial del programa de Dios para el creyente.

Es necesario que nuestra profesión de fe sea puesta a prueba para ver si es fe


verdadera o una mera emoción pasajera o decisión temporal (ver, por ejemplo, 1 Pedro
1:6–7).

Parece ser que esto es lo que Jesús tenía en mente cuando afirmó: Es inevitable que
vengan piedras de tropiezo (Mateo 18:7); y la Biblia está llena de afirmaciones parecidas.

En el Antiguo Testamento, Dios es percibido como aquel que conduce a su pueblo


introduciéndolo muchas veces en lugares de prueba.

Así, Dios probó a Abraham (Génesis 22:1) al pedirle que sacrificara a su hijo Isaac.
Así también, Moisés explicó a Israel que Dios lo había conducido al desierto para
humillarte, probándote, a fín de saber lo que había en tu corazón (Deuteronomio 8:2).

Sin embargo, si Dios es quien ha determinado que es necesario que seamos sometidos
a pruebas, ¿cómo atrevernos a pedirle una exención: ¿No nos metas en prueba?
Seguramente, si éste es el matiz correcto del versículo, tendríamos que suponer que Jesús
está diciendo que oremos más o menos de la siguiente manera:

Señor, sé que es necesario que en esta vida yo tenga que afrontar diversas pruebas,
pero soy débil y temo caer, por lo cual te pido que no me metas en situaciones que no sea
capaz de resistir ni en ninguna prueba que no sirva para el fin positivo de fomentar mi
santificación.

En segundo lugar, en las Escrituras Dios suele asumir la responsabilidad —pero no la


culpa— de lo que hace el diablo.

Es así porque el maligno no puede actuar en contra nuestra a no ser que Dios se lo
permita Job 1:9–12; Respondiendo Satanás a Jehová, dijo: ¿Acaso teme Job a
Dios de balde?
10 ¿No le has cercado alrededor a él y a su casa y a todo lo que tiene? Al trabajo de
sus manos has dado bendición; por tanto, sus bienes han aumentado sobre la
tierra.
11 Pero extiende ahora tu mano y toca todo lo que tiene, y verás si no blasfema
contra ti en tu misma presencia.
12 Dijo Jehová a Satanás: He aquí, todo lo que tiene está en tu mano; solamente no
pongas tu mano sobre él. Y salió Satanás de delante de Jehová.

Lucas 22:31-32. Dijo también el Señor: Simón, Simón, he aquí Satanás os ha pedido para
zarandearos como a trigo;
32 pero yo he rogado por ti, que tu fe no falte; y tú, una vez vuelto, confirma a tus
hermanos.

Por lo tanto, hacemos bien en ver, más allá de la mano de Satanás, la voluntad permisiva
de Dios.

Dios no tienta a nadie, pero concede permiso al diablo para que éste lo haga. Por eso,
aunque Satanás fue el instrumento inmediato de los padecimientos de Job, él mismo
describe sus iniciativas en términos de una acción directa de Dios: Extiende ahora tu mano
y toca todo lo que tiene (1:11).

Más aún, cuando Satanás se presenta por segunda vez en la corte celestial, Dios
mismo asume la responsabilidad de las aflicciones de Job: Tú me incitaste contra él para
que lo arruinara sin causa (Job 2:3). En este sentido, Dios es el responsable de nuestras
pruebas y tentaciones, por lo cual hacemos bien en dirigirle a él nuestra petición de ser
eximidos de ellas.

En tercer lugar, parece ser que el verbo traducido como meternos, aunque sugiere en
sí una acción directa de Dios, en aquel entonces podía indicar también una acción
permitida por él, en cuyo caso tendría que traducirse como permitir que nos encontremos.
En realidad, esta lectura es muy parecida a la anterior. Allí veíamos que Dios permite
que estemos sujetos a las acciones del tentador; ahora vemos que permite que
afrontemos situaciones de tentación.

En ambos casos, la petición solicita que Dios reduzca al mínimo el permiso que
concede: Si es tu voluntad, no permitas que entremos, débiles como somos por naturaleza
e inclinados al pecado, en situaciones que en el curso natural de los acontecimientos nos
expongan a tentación y caída.

No pediremos ser librados de la experiencia –inevitable– de la tentación, pero sí de


sucumbir bajo su poder.

Así le expresamos implícitamente a Dios dos cosas. Por un lado, reconocemos ante él
nuestra debilidad. Es decir, en la medida en que no acostumbramos a utilizar esta
petición, en esa misma medida demostramos nuestra insensibilidad ante los peligros que
nos rodean y ante nuestra propia propensión a caer.

Por otro lado, reconocemos nuestra dependencia de Dios, no sólo para nuestro
sustento físico (v. 11), sino también para nuestra protección moral. Sólo él sabe el grado
de tentación que somos capaces de resistir (1 Corintios 10:13); sólo él sabe qué pruebas
servirán para nuestro fortalecimiento en la fe y qué pruebas nos hundirían;

sólo él puede fortalecernos para que alcancemos triunfos morales y victorias


espirituales. Que sea él, pues, quien decida nuestras circunstancias y las dirija para
nuestra santificación.

Y, en todo caso, ya sea que tengamos que afrontar la prueba, ya sea que ésta sea
quitada de en medio, le pedimos a Dios que nos libre del maligno.

Para quien tenga ojos para ver o para quien haya tenido que afrontar la horrorosa
oscuridad de la lucha directa con las huestes del mal, no hay nada en este mundo que le
infunda más terror, pánico y espanto que la sola idea de caer en las garras de Satanás.

Si rezamos esta petición de una manera fría y mecánica, damos evidencia de no saber
de qué va el asunto. Sabemos que somos de Dios pero Todo el mundo yace bajo el poder
del maligno (1 Juan 5:19); los «hijos de desobediencia» andan según la corriente de este
siglo, conforme al príncipe de la potestad del aire (Efesios 2:2); y, en consecuencia, van de
cabeza al fuego eterno, donde compartirán la terrible suerte preparada para el diablo y
sus ángeles (Mateo 25:41).

Al ver lo que está en juego, al comprender que, por la fe en Cristo, Dios nos libró del
dominio de las tinieblas y nos trasladó al reino de su Hijo amado (Colosenses 1:13), pero
viendo también su propia flaqueza y propensión a caer y comprendiendo que su
adversario, el diablo, anda al acecho como león rugiente, buscando a quien devorar (1
Pedro 5:8), el discípulo anhela desesperadamente ser libre de toda clase de atadura,
asechanza o trampa diabólica.

Es consolador pensar que el mismo apóstol que nos advierte acerca del acecho del
diablo, sucumbió en algún momento, cayó bajo las tentaciones del maligno y, en el patio
de la casa de Caifás, negó tres veces a su Señor (26:69–75).

Pero, aun así, Dios le libró finalmente del maligno: su fe no le faltó y pudo ser
restaurado, gracias a la fiel intercesión de Cristo (Lucas 22:32).

¡Ser librados del maligno! El quebrantamiento de todas las cadenas con las cuales
Satanás nos ha tenido atados (Lucas 13:16) es un largo proceso en el cual, sin duda,
tendremos que llorar amargamente muchas veces, como Pedro. Por eso mismo, aun
habiendo sido trasladados al reino de Cristo y no perteneciendo más al dominio satánico,
seguimos necesitando orar con frecuencia esta petición del Padrenuestro.

Mientras estemos en este mundo, seguiremos necesitando la obra libertadora de Dios;


pero, además, la propia oración en este sentido es uno de los medios del cual Dios se sirve
para librarnos. Por eso, Cristo no sólo nos enseñó a pedir la protección divina de cara a la
tentación, sino también a velar y orar para que no entremos en tentación (26:41).

Todo esto enlaza con otro matiz señalado por diferentes comentaristas: el de que —
según el testimonio de las Escrituras— los «últimos tiempos» se caracterizarán por la
fuerte tentación del pueblo de Dios por parte del diablo. Así, Pablo advierte a Timoteo de
que en los últimos días vendrán tiempos difíciles en los que los creyentes serán
zarandeados y perseguidos por las actividades de falsos maestros (2 Timoteo 3:1–13; cf. 1
Juan 2:18),

mientras el Espíritu de Dios promete a los fieles de Filadelfia: Te guardaré de la hora


de la prueba [o tentación], esa hora que está por venir sobre todo el mundo para probar a
los que habitan sobre la tierra (Apocalipsis 3:10).

Por eso mismo, Cristo hablará más adelante acerca de la tribulación venidera de su
pueblo empleando el símil de los dolores de parto:
Todo esto es sólo el comienzo de dolores. Entonces os entregarán a tribulación,
y os matarán, y seréis odiados de todas las naciones por causa de mi nombre.
Muchos tropezarán entonces y caerán … Y se levantarán muchos profetas falsos, y
a muchos engañarán. Y debido al aumento de la iniquidad, el amor de muchos se
enfriará (24:8–12).
Es posible, pues, que el Padrenuestro también contemple la «tentación» en términos
escatológicos. En ese caso, los discípulos deben pedir que, si es posible, Dios no les haga
beber de la copa de la persecución y de la apostasía que se avecina, sino que los guarde
de los malos tratos y de la violencia física del poder secular, así como de la división y
confusión causada en el seno de las iglesias por las falsas enseñanzas de los apóstatas. En
la oposición que la iglesia sufrirá se ve la mano del maligno buscando eliminar el
testimonio del pueblo de Dios.
Que Dios mismo nos libere de sus crueles artimañas.

Desde esta perspectiva, aunque conscientes de nuestra debilidad y de los poderosos


recursos del enemigo, es con confianza como hacemos nuestras las palabras de esta
oración. Nos espera un largo caminar por el desierto de esta vida, un lugar peligroso
sembrado de tentaciones morales, violencia política, oposición social y confusión
doctrinal; pero nos encomendamos a Dios y a su poder liberador, confiados en que él es
poderoso para llevarnos consigo hasta el fin y traernos victoriosos a su reino eterno.

En esto compartimos la misma esperanza del apóstol Pablo: El Señor me librará de


toda obra mala y me traerá a salvo a su reino celestial (2 Timoteo 4:18). El diablo es más
fuerte que nosotros, ¿quién lo duda? Pero más poderoso que él es aquel que socorre a los
que son tentados (Hebreos 2:18):
Dios puede hacer que toda gracia abunde para vosotros, a fín de que teniendo
siempre todo lo suficiente en todas las cosas, abundéis para toda buena obra (2
Corintios 9:8).
A aquel que es poderoso para guardaros sin caída y para presentaros sin
mancha en presencia de su gloria con gran alegría, al único Dios nuestro Salvador,
por medio de Jesucristo nuestro Señor, sea gloria, majestad, dominio y autoridad
(Judas 24–25).
No os ha sobrevenido ninguna tentación que no sea común a los hombres; y fiel
es Dios, que no permitirá que vosotros seáis tentados más allá de lo que podéis
soportar, sino que con la tentación proveerá también la vía de escape, a fin de que
podáis resistir (1 Corintios 10:13).

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