Está en la página 1de 30

[Ma, John, “Fighting Poleis of the Hellenistic World” (pp.

337-376), en Hans van Wees


(ed.), War and Violence in Ancient Greece, Duckworth, Londres, 2000].

13
Fighting Poleis of the Hellenistic World
John Ma

I. Introducción: Gran guerra, pequeña guerra

Cuando abordan la guerra en el periodo helenístico, la mayoría de los estudiosos se


concentran en las súper potencias. Estos ejércitos de gran tamaño y complejidad alineados en
el campo, con falanges macedónicas, caballería de diferentes tipos, tropas ligeras de
hostigamiento, elefantes de guerra. Tales ejércitos reales eran complementados con flotas
compuestas por barcos muy grandes y por un costoso bagaje de armas de sitio concebido y
mantenido por expertos. La historia militar de la época helenística se vuelve la historia del
elefante, la gran guerra de los reyes combatida a lo largo del Mediterráneo oriental. Esta
historia se halla frecuentemente en las obras que tienen que ver tanto con la época helenística
como con la guerra griega. El tratamiento más iluminador fue el ofrecido al respecto por
Austin (1986): la guerra de los reyes era un aspecto altamente visible, e importante, del
mundo helenístico: subyacía a la ideología de la realeza, al establecer la legitimidad y la
proeza del rey. También fue uno de los principales factores en la ‘economía real’ del
apoderamiento, la extracción y la redistribución. Por esta razón, la guerra era parte de las
funciones del rey, y el mundo de la alta política nunca realmente se estabilizó en algo como
un ‘balance de poder’.
Frecuentemente, el carácter impresionante de las guerras de los reyes ha conducido a la
creencia de que las ciudades eran impotentes y pasivas militarmente, lo que formaba parte de
una decadencia más general. Tales posturas se han replanteado recientemente. Runciman
(1990, 353) en un ensayo sobre la pólis como ‘callejón sin salida’, escribe que las ciudades,
debido a las crisis estructurales del siglo IV, reemplazaron sus ejércitos ciudadanos por
mercenarios, de modo que se volvieron ‘menos capaces de defenderse contra un invasor de un
tipo más formidable’. Esta visión ha sido vigorosamente promovida por Hanson, quien ofrece
una visión terrible de una Gran Guerra desencadenada y de comunidades locales impotentes
frente a ella.

1
El problema (aparte de la falta de familiaridad con la abundante, pero dispersa
evidencia) es de perspectiva y también de escala: imperio y ‘Gran Guerra’ no constituyen toda
la historia. Vidal-Naquet, en su clásico artículo sobre la práctica e ideología de la guerra
hoplítica en Atenas, apuntó a que el vínculo estrecho entre la polis y su ejército continuó
durante el periodo helenístico, ‘non seulement à Rhodes, mais dans maintes et maintes petites
bourgades dont les inscriptions nous révèlent du IIIe au Ier siècle avant J.-C. la fierté avec
laquelle ils entretiennent leurs milices civiques’ (‘no solamente en Rodas, sino también en
muchos y muchos poblados sobre los que las inscripciones nos revelan del siglo III al I a.C. la
fiereza con la cual entrenaron a sus milicias cívicas’). Parte de su evidencia es registrada por
Launey (1950/1987). Aunque su obra está explícitamente dedicada a los ejércitos de los reyes,
es consciente (689) que lo cívico, lo político y lo militar estaban todavía íntimamente
vinculados a las ciudades. Más explícitamente, en su reseña de la colección de Maier sobre las
inscripciones helenísticas sobre las fortificaciones (Mauerbauinschriften), Robert (1970)
apuntó a cómo esta evidencia ilustraba los esfuerzos militares de las ciudades, especialmente
para proteger y estructurar su territorio por medio de fuertes. El tratamiento más sugerente es
el de Will (1975), que reseña el libro de Garlan sobre la poliorcética griega: para corregir las
visiones concluyentes de Garlan sobre el declive del espíritu cívico y la actividad militar en la
ciudad helenística, Will ilustraba las continuidades, por ejemplo, en la preocupación de la
polis helenística con defender su territorio y dañar el territorio de sus enemigos. Incluso
después de los desarrollos en la guerra de fines del siglo V y IV, en un mundo dominado por
las súper potencias, ‘il subsiste dans les interstices et sur les marges des grands États
territoriaux tout un monde politique qui n’aspire qu’à continuer á vivre selon les normes
anciennes, et y réussit d’ailleurs dans une large mesure’ (‘subsiste allí en los intersticios y en
los márgenes de los grandes estados territoriales un mundo político cuya única aspiración es
vivir de acuerdo con las normas antiguas, y que se las arregla para hacerlo con bastante éxito’,
Will, 1975, 316; también Gauthier 1987-9).
El material primario para este ‘mundo político’ es numeroso –suficiente para un libro,
o para varios libros. También es frecuentemente ignorado. Mi propósito en este artículo es
delinear el lugar del conflicto local en el mundo helenístico. En respuesta a las visiones
apresuradas sobre la falta de actividad militar en la polis helenística, es necesario no solo
apuntar a la presencia de la guerra local o de los hoplitas, sino también hallar quiénes eran
estos hoplitas, y sobre qué eran sus guerras. Al mismo tiempo, espero relacionar los términos
de mi análisis con las cuestiones de la guerra clásica: su conexión con la ciudad, el territorio,

2
la comunidad y la ideología. Por otro lado, debido a que el tópico tiene que ver con la guerra
local, que los historiadores ven como normal en los periodos arcaico y clásico, lo que se halle
con este artículo podría contribuir a refinar el modelo tradicional de la guerra griega.
Un punto entrada para el mundo de la polis combatiente en la época helenística puede
hallarse en la expedición de Cn. Manlio Vulso, el cónsul del 189, contra los gálatas.
Emprendida entre la derrota de Antíoco III en Magnesia y la conclusión de la paz de Apamea
en el 188, que estableció los asuntos en Asia Menor. Se puede advertir como un acto de Gran
Guerra: conducida por la alta política (represalias contra los aliados gálatas de Antioco III), e
imperialismo adquisitivo romano (más que territorial). La campaña implicó grandes ejércitos,
vastos movimientos estratégicos y espectaculares y decisivas batallas. Pero antes de alcanzar a
los gálatas en la Anatolia central, Manlio atravesó un inquieto paisaje post-seléucida, que ni
se preocupó en ordenar. En muchos casos, se inmiscuyó, saqueando comunidades locales o
exigiéndoles un rescate. En otras, intervino en el conflicto local. Restableció a los de
Alabanda un ‘fuerte’, que se había separado de ellos: podía esto ser el resultado de un
comandante de guarnición con impulsos tiránicos, o de una comunidad lejana que había
declarado su independencia. En el trecho meridional de su marcha, fue alcanzado por la gente
de Isinda: Los termesios habían saqueado su territorio, capturado el poblado y estaban
sitiando a los isindios en su acrópolis. Manlio levantó debidamente el sitio, poniendo una
multa a los termesios de cincuenta talentos a cambio de la paz. Trató del mismo modo con
Aspendos, y también con otras ciudades panfilias, lo que implica que la guerra termesia
contra Isinda involucraba a toda la región. Lo más sorprendente quizá, es que no mucho
después de que Manlio partiera, mientras estaba cruzando la planicie de Tabas (una de las
rutas posibles desde el valle del Meandro a la Anatolia oriental), su columna fue atacada por
jinetes de Tabas: ‘integris viribus regionis eius feroces ad bellandum habebat viros’ (‘las
fuerzas del área que estaban intactas, tenía una población de hombres que eran feroces en la
guerra’, Livio 38.13.11-13). Después de la sorpresa de su carga inicial, los jinetes tabenios
fueron rechazados, y el cónsul exigió veinticinco talentos y diez mil medimnoi de grano.
La marcha de Manlio Vulso ilustra vívidamente la sugerencia de Will sobre la vida
política existente en los intersticios de la alta historia événementiel. Las fuentes proporcionan
solo un atisbo de esta actividad, mencionada literalmente como historia marginal durante la
marcha de los romanos, pero no puede haber duda de que escenas similares de guerra local
entre las ciudades estaban teniendo lugar a todo lo largo de Asia Menor en aquella primavera
de 189. Haríamos bien en recordar el gusto de la caballería tabenia, cuando cargaban contra

3
las legiones romanas y las tropas atálidas, vencedoras sobre Antíoco III en Magnesia.
Podríamos también preguntarnos qué pensaban exactamente que estaban haciendo.

II. Muros, fuertes, hombres que luchan

(a) Fortificaciones y fuertes

El aspecto inmediatamente visible que cualquier ciudad helenística presentaba al mundo era
militar: los principales asentamiento urbanos estaban fortificados. La evidencia arqueológica
ha sido estudiada, desde el punto de vista de la técnica antigua de fortificación y desde la
poliorcética. Incluso en la actualidad, los restos notables (por ejemplo, en Priene, donde el
visitante entra al sitio a través de las antiguas puertas de la ciudad), su ubicuidad y carácter
impresionante reflejan el paisaje helenístico y sus patrones de asentamiento helenísticos.
Algunos de estos muros eran la obra de dinastas y reyes helenísticos, y reflejan la
sofisticación técnica, la ambición, y las ideologías de las formaciones imperiales estatales: por
ejemplo, en Heraclea del Latmos o en Éfeso (McNicoll 1997, ch. 4). Sin embargo, en muchos
otros casos, las fortificaciones, como objetos físicos, encarnan la integridad de la ciudad. El
circuito en Priene abraza el asentamiento, que progresa hacia la colina de la acrópolis, donde
los muros frenan en la roca escarpada; 200 metros más altos, los muros continúan, en el
mismo buen estilo de albañilería, alineados sobre la misma traza como en la parte más baja.
El plano hace clara la solidaridad entre el poblado y su acrópolis, su último refugio,
guarnecido con vigías ciudadanos (abajo). En contraste, en Iasos, un muro enorme,
crudamente construido y tácticamente sofisticado rodeaba una colina opuesta a la ciudad: un
fuerte con guarnición de uno de los imperios helenísticos, que protegía el puerto como punto
estratégico, pero no a la comunidad: la acrópolis es como un parásito. En Eritras, los muros
presentaban bandas de traquita roja en la tarea, un posible juego de palabras con respecto al
nombre de la ciudad (derivado del adjetivo ἐρυθρός, rojo); muros protegidos, pero que
también sibolizaban la integridad de la ciudad y el deseo de φυλακή, de seguridad.
La evidencia epigráfica describe los vínculos entre la polis, sus muros, y su función
militar. El poblado podía estar dividido en distritos (ἄμφοδα), cada uno asignado a un trecho
del muro para su defensa: el sistema está atestiguado en Esmirna y en Estratonicea en Caria
(¿siglos III y II?), y probablemente existiera en otros lugares (es descripto por Filón de
Bizancio en su tratado sobre la defensa de una ciudad). Los muros de la ciudad estaban

4
defendidos por los habitantes que ellos protegían y ayudaban a definir; la residencia de un
poblador implicaba ser miembro de una unidad militarizada, asignada a una sección particular
del muro de la ciudad, con su propia seña de reconocimiento (ἐπίσημον).
Más importante, lo material revela la naturaleza esencialmente cívica de la mayoría de
las fortificaciones urbanas en el periodo helenístico. Los muros se construían con
financiamiento cívico, a partir de fondos especiales, impuestos cívicos, o contribuciones
voluntarias de los ciudadanos. Los muros mismos siguen funcionando con el sistema de la
contabilidad cívica, los honores, los fondos cívicos manejados y contabilizados para ello
(Mauerbauinschriften). En Teos, una serie de inscripciones notaban a los comisionados, la
cantidad y la naturaleza de la obra, la cantidad gastada; en un caso, parece, los comisionados
registraban tanto la estimación original como el gasto real, hasta el medio óbolo (III o II
siglo):
‘Ateneo, hijo de Demetrio, Metrodoro, hijo de Posidipo, siendo comisionados para la
construcción del muro de piedra, sobre los cuarenta codos de longitud, y la erección del arco,
el gasto fue, en los escritos (γραμμάτων μέν) 740 dracmas 2 óbolos, la cifra real (ἀριθμοῦ, ‘de
la cifra’) 790 dracmas, 3 óbolos;... 45 dracmas, 1 óbolo y medio; ... [para] la obra adicional
(por ejemplo, ¿agregar altura al muro existente?), en los escritos... 3 óbolos, cifra real de 40
dracmas’
Algunos documentos epigráficos comentan sobre la importancia de los muros para la
ciudad y su existencia como una polis. Un decreto de Colofón vincula la fortificación con la
identidad local: ‘con buena fortuna y por la seguridad de todo el pueblo de los colofonios,
deja resuelto por el pueblo, construir un muro para unir la ciudad presente con la antigua
ciudad, que, luego de que los dioses la dieran a nuestros ancestros, estos fundaron,
construyendo templos y altares a la vez, con el resultado de que se volvieron famosos entre
todos los griegos’. Los colofonios, al reclamar el sitio de la arcaica y gloriosa Colofón,
estaban también recuperando su pasado y dando forma concreta a sus memorias: una
dimensión ideológica que habría sido difícil vislumbrar a partir solamente de los restos
arqueológicos (catalogados por McNicoll 1997 como típicos de la Geländemauer del siglo
IV). Con mayor simpleza, los quiotas, probablemente alrededor del 201, encabezaron una lista
de suscripción con las siguientes palabras: ‘Estos, deseando que su patris se mantenga libre y
autónoma siempre, prometieron, de acuerdo con su propia elección, dar dinero, y lo dieron
para la fortificación de los muros...’

5
Sumado al sitio urbano, el territorio se militarizó a través de un sistema de fuertes. El
territorio de la Esmirna helenística estaba rodeado por fuertes (χώρια), ubicados cerca de las
rutas estratégicas, notablemente en Belkhave, sobre el paso que conducía a Sardes, y en Nif y
Akkaya, sobre la garganta del Karabel a través de la cual pasaba la principal ruta de la Jonia
meridional hacia la Eólide. El fenómeno está ampliamente atestiguado en Asia Menor. Mileto
organizó su territorio por medio de fuertes, aunque estos están atestiguados epigráficamente, y
de forma genérica, más que haber sido localizados arqueológicamente. Cuando Mileto tomó
el control sobre su vecina Pedasa, envió un comandante para la guarnición y una guarnición, y
además vinculó a Pedasa a uno de sus puertos, a través de una carretera especialmente
construida. Las instituciones militares, tales como los fuertes, las guarniciones y las carreteras
vinculaban el extenso y complejo territorio milesio con la zona central de la polis (la
península entre Mileto y Dídima); el sistema de fuertes ayudaba a crear, así como también a
proteger, el territorio, al imponer unidad y jerarquía, especialmente inmediatamente tras la
anexión o en áreas disputadas. El mismo tipo de análisis podría ofrecerse para otras poleis,
con variaciones para adaptarse a las condiciones locales. Teos se apoderó de dos pequeñas
ciudades vecinas, convirtiendo el núcleo urbano en un fuerte de Teos, como un corolario de la
anexión. Milasa mantuvo fuertes en las rutas cercanas a importantes santuarios (Labraunda,
Sinuri), que habían mostrado tendencias hacia la independencia y que, por lo tanto, la pólis
deseaba controlar e integrar. Los prienses tuvieron cuidado en colocar guarniciones en al
menos dos fuertes en el lado norte del monte Micala, un área disputada con Samos: los fuertes
mantuvieron en forma material el reclamo de los prienses sobre el área (Samos reclamaba uno
de los fuertes, el Carion).
La importancia de estos fuertes es clara a partir de la forma en la que las ciudades se
refieren a ellos. Polis, territorio y fuertes se mencionan a menudo de forma conjunta como
una descripción de la comunidad en los documentos oficiales. Ese es el caso en Asia Menor
(por ejemplo, en Mileto, cuyos ciudadanos en un tratado con Heraclea pidieron asistencia ‘si
alguien marchaba como un enemigo contra la ciudad, el territorio de los fuertes de los
milesios, o trataba de impedir sus fuentes de ingreso’); las mismas expresiones oficiales sobre
la solidaridad entre la ciudad y la fortificación rural se encuentran en Cos, Creta, y en el
Quersoneso, en Crimea.
La función concreta de los fuertes era proteger el territorio, al ofrecer una base para la
acción militar para proteger la agricultura en partes específicas del territorio (Robert 1970,
599 = OMS 6, 649). Las χώρια alrededor de Esmirna, aparte de ocupar rutas importantes, se

6
pueden entender mejor como demos fortificados. Los restos de Belkahve son tan amplios que
Ramsay (1880) pensaba que pertenecían a una colonia de Esmirna, si no el sitio arcaico de la
propia Esmirna; la exploración de Bean (1955) claramente mostraba que el fuerte era un
asentamiento amurallado (para hombres de un demos), provisto de un refugio central (para la
guarnición). El fuerte de Akkaya estaba situado sobre una roca, pero vinculado también a un
hábitat rural por una escalinata tallada sobre el risco. Sugerentemente, en uno de los sitios
esmirneos (Adatepe), Bean halló pesas de telar, quizá implicando asentamientos en toda regla
(¿más que esposas o madres de los comandantes de guarnición?). Las inscripciones establecen
esta relación de forma explícita: los fuertes defendían la agricultura. El caso mejor conocido
es el del demos fortificado de Ramnus, en Atenas, documentado a través de los restos
arqueológicos, y por un abundante, incluso creciente, archivo epigráfico. Las inscripciones
esclarecen que se esperaba que las fuerzas militares en Ramnus defendieran el territorio, el
grano y a los granjeros en el área: entre los servicios llevados a cabo por los generales, un
elemento prominente era el cuidado de ‘la defensa del territorio, a fin de que aquellos que
estaban practicando la agricultura (οἱ γεωργοῦντες) pudieran tener seguridad’. Del mismo
modo, un fuerte en la Perea samotracia se construyó para proteger a los futuros clerucos y
granjeros (Syll. 502; Gauthier 1979).
A estas fortificaciones, urbanas y rurales, ¿quién las ocupaba? En algunos casos, la
polis recurría a mercenarios: el fuerte en la Perea samotracia, mencionado arriba, era
protegido por una fuerza de bárbaros, los traleos (los samotracios piden asistencia financiera
de los cercanos gobernadores ptolemaicos para pagarles). Pero muchos documentos muestran
que las fortificaciones cívicas eran ocupadas por fuerzas ciudadanas. La acrópolis de Priene
era comandada y ocupada por ciudadanos (Insch. Priene 4, 19, también 21-23). Cuando los
teios se apoderaron de Cirbiso, una de las regulaciones detalladas que establecieron fue
colocar guarniciones con una fuerza de guardias ciudadanos, con un frurarca ciudadano (su
término de servicio cuidadosamente limitado). Aquí, de nuevo, la evidencia podría
multiplicarse. Un documento recientemente publicado de Colofón menciona los fuertes en el
territorio, y los ciudadanos colofonios que temporalmente residían en él. Estos hombres con
mucha probabilidad podrían ser soldados ciudadanos, que servían en los asentamientos rurales
fortificados (Etienne y Migeotte 1998: siglo III). Las fuerzas ciudadanas proporcionaban los
hombres para las fortificaciones en varias ciudades de la Tesalia helenística, desde el siglo III
hasta el I a.C. (y quizá más tarde): unas pocas de sus dedicatorias después del servicio
sobreviven (la forma es comparable a las de las dedicatorias de salida de los magistrados). En

7
Mileto, los ciudadanos servían para la φυλακή, tanto para los muros de la ciudad como para la
φυλακή φρουρική, en los fuertes rurales; el servicio se reservaba para ciudadanos antiguos, y
los ciudadanos naturalizados tenían que esperar diez años antes de que se les permitiera servir
en o comandar un fuerte. Un esmirneo se había hecho incluso enterrar cerca (o en) la torre en
la que había servido: ‘Yo que protegí la torre en las guerras, viajero, la protegeré como puedo
ahora, aunque soy un cadáver’ (¿siglo II?).
Finalmente, el servicio en los muros de la ciudad o en el fuerte rural no era el único
modo en que la polis se militarizaba. El territorio era la escena de patrullaje para las fuerzas
móviles, los peripoloi. en Asia Menor, la práctica continuó hasta el periodo imperial romano.
Una placa de bronce registra la dedicatoria de las facilidades religiosas por parte de un grupo
de peripoloi y su oficial, en el Epiro helenístico (Robert 1955, ch. 10). Los patrulleros son
todos ciudadanos, y su organización es fuertemente cívica, completada con un secretario para
mantener los registros: este cuerpo de hombres armados enviados por la polis está en sí
organizado como un cuerpo político.

(b) Soldados ciudadanos:

Los ciudadanos que montaban guardia en los fuertes rurales eran parte de unas instituciones
militares más amplias, que comenzaban con los magistrados de la ciudad. Algunos oficiales
tenían deberes militares como parte de sus funciones: los kósmoi de Euromo eran definidos
así en una ley constitucional datada en c. 196 (SEG 43.707, líneas 3-8). En Mileto, los
oficiales militares especiales, los ᾑρημένοι ἐπὶ τὴν φυλακήν, están atestiguados desde la
década del 230 hasta c. 140. Cuando era necesario, una ciudad podía reclutar y enviar
ejércitos ciudadanos al exterior: Afrodisias envió un contingente para ayudar al pretor Oppio
en la Primera Guerra Mitridática (Reynolds 1982, nos. 2-3, con Gauthier, BE 97, 458). ¿Pero
quiénes eran estos ciudadanos? ¿Cómo estaban organizados en sus ciudades? ¿Podemos
refinar nuestra percepción de estos ejércitos, aparte de hablar de su existencia, o advertir la
presencia de jóvenes guerreros (neoi, neôtatoi) en las ciudades?
Cuando los gálatas atacaron Priene (en los 270’, después de su invasión de Asia
Menor), capturando hombres, saqueando la tierra y las granjas e incendiando los santuarios,
los prienses resistieron, ‘luchando para repeler a aquellos que estaban [tratando impíamente]
lo divino y [llenando de ira] a los griegos, enviando tropas ciudadanas pagas, infantería y
[caba]llería ([ἱππο]τρόφους), y [marchando fuera con toda la] fuerza...’ Esta fuerza era

8
presumiblemente un pequeño ejército de campo, que servía a tiempo completo a costa de la
ciudad. El mismo tipo de fuerzas que los epiléktoi de fines del siglo V y IV, ‘tropas de elite’
cívicas, mantenidas de forma casi permanente. El término aparece aún en época helenística:
Atenas tenía epiléktoi, así como también la Liga Beocia y la Liga Aquea – tropas jóvenes de
élite. Los guardias de Teos enviados a Ciribiso eran tropas a tiempo completo, que
proporcionaban sus propias armas, pero eran pagadas por la ciudad (una dracma al día, con
cuatro veces más de salario para el frurarca, quien, sin embargo, tenía que proporcionar y
alimentar a cuatro perros de vigilancia). En Tomos, en el siglo I, la ciudad respondió a una
emergencia levantando una brigada a tiempo completo de guardias: ‘que fuera resuelto por el
consejo y por el pueblo: escoger dos oficiales entre todo el pueblo, que escogerán a cuarenta
hombres selectos (ἄνδρας ἐπιλέκτους), que mantendrán la vigilancia en las puertas durante el
día y dormirán allí durante la noche y montarán patrullas en la ciudad’ (Syll. 731, líneas 11-
16). Los cuarenta hombres fueron debidamente honrados con un decreto cuando la crisis pasó,
pero probablemente recibieron paga, así como también el bien de cambio simbólico de los
honores. La ciudad proporcionaba dinero para los oficiales para sacrificar y también le
entregaba el ingreso de los impuestos de las ventas en el ágora, presumiblemente, para pagar a
los hombres.
Los jinetes ciudadanos a sueldo de Priene se denominan ‘criadores de caballos’, un
término que solo aparece en Colofón; allí, la ciudad usaba el ingreso de los impuestos no solo
para las obras de la fortificación, sino también para la paga que debía a los ‘criadores de
caballos’ (Mauerbauinschriften no. 70, líneas 32, 83). La expresión implica que los jinetes
criaban a sus propios caballos, pero que recibían paga, sin duda, como compensación por las
monturas y el forraje. Si esto es correcto, los jinetes de estas ciudades helenísticas no era
simplemente jóvenes ricos con lanzas, capas y caballos. Estaban implicados en un nexo de
instituciones cívicas, como para afirmar aspiraciones a una paga. Tales instituciones alrededor
de la provisión de la paga para criar caballería se pueden imaginar a partir del ejemplo de
Atenas, donde la dokimasía de monturas para caballería es bien conocida en el periodo
clásico, pero también continuó en el periodo helenístico. El intercambio de misthós por
servicio establecía el control cívico sobre los jinetes. En Gordos en Lidia (¿siglo I a.C.?), un
cuerpo de caballeros, probablemente ciudadanos, aparece junto con otras corporaciones
cívicas (la boulé, los jóvenes hombres) en honrar a un notable con coronas (TAM 5.700). El
dinero público era una parte esencial del proceso: los argivos solicitaron un préstamo de los
rodios, sus ‘parientes’, a comienzos del siglo IV, ‘cien talentos, libre de interés, para reparar

9
los muros y la caballería, a fin de que esto se completara’ (Mauerbauinschriften, no. 33;
también Curty 1995, no. 4). Un decreto de Tabas (c. 43 a.C.), honra a un ciudadano por
‘volverse hiparco y erigir (?) el cuerpo de caballería (ἱππικὸν σύστεμα) en las circunstancias
más difíciles’ (Robert y Robert 1954, no. 6). La expresión parece indicar que la cría de un
escuadrón de caballería era un proceso especial, que quizá involucraba dinero público e
instituciones cívicas tales como los impuestos o las liturgias. De todas formas, el documento
muestra que los jinetes de Tabas no eran combatientes listos para el combate todo el tiempo.
Junto con Syll. 731, el ejemplo de Tabas sugiere que un cuerpo soldados ciudadanos
permanente, pagos, podía ser un asunto irregular, reclutado en situaciones de emergencias y
que se le permitía seguir existiendo en tiempos de paz.
La ciudades también movilizaban de varias formas a sus cuerpos ciudadanos. El
documento de Priene de la década del 270, citado arriba, honra a un tal Sotas por montar su
propio esfuerzo junto con los soldados ciudadanos pagados por la ciudad: ‘reclutó
[¿voluntarios?] entre los ciudadanos y aquellos del territorio [que estaban dispuestos a unirse
en la lucha] contra los bárbaros, y escogió [salvar a los ciudadanos] en el territorio y a sus
hijos y esposas’ (Inschr. Priene 17, líneas 19-23). Sotas, con una fuerza voluntaria de
ciudadanos y, probablemente, siervos y trabajadores rurales, condujo las operaciones
auxiliares, en paralelo a la propia campaña militar de la ciudad. El comportamiento de los
patarios en 190 es muy similar: enfrentados con un desembarco conjunto romano-rodio,
simplemente salieron en masa, volviendo el combate de escaramuzas un enfrentamiento
mayor, que los romanos ganaron con cierta dificultad (Liv. 37.16.10). Otras manifestaciones
militares estuvieron más organizadas. Aspendos o Alejandría de Tróade enviaron fuera cuatro
mil hombres (Pol. 5.73.3; 5.111.4): aunque estas eran grandes ciudades, es improbable que
mantuvieran tales tropas de forma permanente, y estas fuerzas deben haber sido ciudadanos
enrolados. En alguna fecha, los soldados de Selge, después de mantener un paso contra las
tropas del dinasta Aqueo, se retiraron, ‘algunos al campo, algunos a la ciudad, porque la
cosecha del grano era inminente’ (Pol. 5.72.6): el primer grupo debían haber sido los
guerreros a tiempo completo, el segundo grupo, ciertamente, estaba compuesto de milicianos
campesinos que retornaban a sus campos, después de proteger el territorio.
Finalmente, las ciudades también equipaban sus flotas, con tripulaciones y marinos.
Algunos barcos eran botes costeros; otras eran ‘naves largas’, grandes barcos de línea
(trirremes, pentêreis), atestiguados en varios lugares del siglo IV al I. La flota mejor conocida
es aquella de Rodas, con sus barcos comandados por oficiales ciudadanos y que conducían

10
marinos ciudadanos. Otros ejemplos son las flotas de Cízico, Quíos, Halicarnaso, Cos, la Liga
Licia, la isla de Astipalea, o Calatis en el Mar Negro. Apolonia Póntica fue rescatada por una
flota de naves largas de Istros, que transportaba tropas (c. 200 a.C.); el comandante istrio fue
honrado por los apoloniatas, que erigieron su estatua, completamente armado, de pie en la
proa de un barco. Una ocasión similar –el despacho de una expedición marítima para rescatar
a un aliado– está probablemente documentada en una inscripción tardía del siglo II, erigida
por marines samios de un barco catafracto para honrar a su oficial. El barco fue
probablemente parte de una flota enviada por los samios a los iasios, para cumplir con las
obligaciones de una alianza (ἐπὶ συμμαχίαν). Es improbable que la totalidad de los remeros,
así como de todos los hombres de combate, fueran ciudadanos: los arqueros y los honderos,
así como también la tripulación pueden haber sido mercenarios. Pero la presencia de barcos
de guerra y de su complemento de marinos, o soldados utilizados en expediciones
ultramarinas, añadía a las necesidades militares de las póleis helenísticas impuestas sobre sus
miembros.
Existieron por necesidad instituciones para reclutar y conscribir a los ciudadanos. En
Rodas, la existencia de una conscripción está confirmada por la recurrencia, entre los
στρατευόμενοι, de las mismas asociaciones de culto que existían en Rodas y que
caracterizaban a su sociedad civil: los miembros de las asociaciones individuales eran
reclutados en número suficiente para ellas a fin de recrear ‘capítulos’ de estos cuerpos,
mientras se encontraban en deberes activos. Las modalidades exactas de movilización todavía
permanecen oscuras. En Cos, existía un registro central, alfabético (κατὰ γράμμα), para
propósitos militares (Syll. 569, línea 21). La existencia de tal registro, quizá organizado por
subdivisiones cívicas y clases etarias (comparable al lexiarchikon grammateion ateniense)
sería esencial para los sistemas de movilización militar, tales como aquel operado por Mileto.
Las fortificaciones milesias, tanto urbanas como rurales, eran manejadas por ciudadanos
(arriba): los φρουροί y los comandantes de guarnición eran escogidos por sorteo entre los
ciudadanos de larga data (¿entre voluntarios, o de acuerdo con criterios geográficos, de
propiedad, o de edad?). Los milesios decidieron ‘enviar a los milesios a Pedasa, aquellos de
los ciudadanos que habían sido escogidos por sorteo como frurarca y como guardias, tantos
como fueran considerados suficientes’. Luego de que el número fuera determinado por los
oficiales militares, la conscripción por sorteo tenía lugar entre los ciudadanos. La edad podría
haber sido el principal criterio para la movilización, como lo fue en la Atenas del siglo IV. En
287, Atenas convocó a sus ciudadanos por clases etarias, llevando los hombres de combate al

11
campo y dejando a los más jóvenes y a los más viejos en la ciudad. Asumo que los soldados
ciudadanos que servían en los fuertes áticos en el periodo helenístico (notablemente en
Rhamnous y en Afidna) eran convocados por clases etarias. La ciudades de la Liga Beocia
registraron en piedra (desde el siglo IV hasta la disolución de la Liga en el 167) la
conscripción en el ejército federal de grandes cohortes de jóvenes, luego de su graduación de
la efebía. Servían por un desconocido, pero ciertamente limitado, lapso de tiempo, junto con
la élite que servía durante largo tiempo de los epiléktoi. Los beocios eran atípicos, debido a su
estructura federal y a su adopción de las tácticas y equipamiento macedónicos; el principio de
la conscripción por clases etarias podría ser igual al de las otras, pero menos militarizadas,
ciudades.
Un factor que permitió la existencia de soldados ciudadanos fue la proporción de
entrenamiento militar para los jóvenes de la ciudad en el gimnasio. Además de ser un
establecimiento atlético, festivo y cultural, el gimnasio era paramilitar: maestros reclutados
por las ciudades, y competencias organizadas en lanzamiento de jabalina, arquería, disparo de
catapultas; los jóvenes eran entrenados en combate mano a mano, tanto con la tradicional
panoplia hoplítica (hoplomachía) como con el escudo oblongo celta y la espada de corte
(thureomachía); se organizaban desfiles armados (exoplasiai), durante los que los generales
se aseguraban de que las armas y la armadura entregadas como premios no fueran vendidas
por sus receptores. Las ciudades beocias, debido a su ‘reforma macedónica’, reclutaron
maestros repetitivos especiales para enseñar a sus jóvenes cómo ‘mantener el orden militar’
(τάδδεσθη συντάξιν τὰς περὶ πόλεμον, Roesch 1982, ch. 3). Es meramente una versión
especializada del entrenamiento paramilitar extendido en los gimnasios de la ciudad. Se
asume usualmente que el gimnasio y la efebía eran etapas esenciales para todos los jóvenes
para llegar a ser ciudadanos, pero me pregunto cuántos jóvenes entre los pobres, urbanos o
rurales tenían tiempo para participar en el gimnasio y aprender cómo descargar una catapulta.
Lo que es claro es la práctica extendida de entrenar al menos a algunos jóvenes en habilidades
militares. Estas eran prácticas, como está ilustrado por la introducción de la thureomachía,
para reflejar los desarrollos en el equipamiento y en la táctica, o lo mismo en el caso de la
práctica de la catapulta. En Coresos, la catapulta utilizada en el gimnasio era la
responsabilidad de los probouloi: se aseguraban de que fuera equipada con trescientas cargas
(cada año cuando se acababa la magistratura y transmitían la máquina a sus sucesores; Syll.
958, líneas 36-38, temprano siglo III). La cifra sugiere la seriedad del entrenamiento (debido

12
al gasto en munición para ‘fuego vivo’) y la disponibilidad de equipo militar en una ciudad
helenística.
Se podía ver las instituciones militares a la obra en Cos, en los últimos años del siglo
III, cuando la ciudad enfrentó un ataque por parte de los cretenses (la ‘Primera Guerra
Cretense’) en 204, luego, una invasión por Filipo V en el 201. Las inscripciones producidas
por comunidades externas del estado de Cos (la isla de Calimna, el demos rural de Halasarna)
documentan la densa interacción entre la polis y el demos, el dinero público y los recursos
humanos locales; las exigencias centrales versus las necesidades locales. Cuando la guerra
estalló (‘injustamente’) entre Cos y Hierapitna, una ciudad cretense, los ciudadanos de Cos
equiparon una flota de naves largas y botes pequeños. Los oficiales fueron ‘elegidos’ (quizás
por sus demos locales, ¿para completar las exigencias de la conscripción?), como sabemos a
partir de un decreto calimnio que honra a Lisandro hijo de Fénix, escogido como capitán de
un bote (ὐπηρετικόν). El demos de Halasarna, en el sur de la costa de Cos, estaba expuesto:
un halasarnita, Teucles, hijo de Agleo obtuvo fondos de la ciudad para reparar el fuerte
(peripolion) en el demos. Una guarnición ocupaba el fuerte, y los hombres del demos,
conducidos por Diocles, hijo de Leodamas, fueron como voluntarios para vigilar y montar
patrullas. Una flota cretense fue derrotada por los de Cos en el Cabo Laketer (el capitán
calimnio se distinguió en la batalla).
Unos pocos años más tarde, los mismos procesos pudieron observarse, con algún
detalle, cuando Cos respondió al ataque de Filipo V. La ciudad organizó una suscripción para
recaudar fondos para su defensa (Migeotte 1992, no. 50). Quien propuso el decreto fue
Diocles de Halasarna, el defensor de su demos en 204. Una vez más, Teucles obtuvo dinero
público para el fuerte en Halasarna; tuvo además que defender los fondos apartados para ‘la
peripolia’, los fuertes rurales a lo largo de la isla, de ‘aquellos que querían desobedecer los
decretos de la asamblea’ (Syll. 569, lineas 12-18). La frase alusiva podría significar que la
ciudad, en una serie de decretos, estableció una ordenanza reservando fondos para los demos
rurales. Algunos ciudadanos trataron de desviar este dinero, quizá para la fortificación de la
ciudad misma. Filipo V comenzó por montar ataques rápidos en pequeños barcos, del tipo de
los piratas (lemboi), contra el territorio. Teucles, activo en la asamblea, propuso varios
decretos con respecto a los asuntos de defensa central, y especialmente obtuvo la exención
para los hombres de su demos de la conscripción (por registros alfabéticos) para servir en la
defensa de la ciudad. Argumentó exitosamente que a los hombres del demos rural se les debía
permitir defender los fuertes μένοντας ἐπί τῶν ἰδίων τόπων ‘quedándose en sus propias áreas’

13
(Syll. 569, líneas 18-23) –una inversión de la política de Pericles en la Guerra Arquidámica,
cuando los demos rurales fueron evacuados para refugiarse en la ciudad y en el Pireo. El
proceso de ‘devolución’ era aún controlado por el estado central. Aparte de enviar una
guarnición al peripolion, se decretaba que los hombres del demos debían organizar patrullas
bajo ‘toparcas’, oficiales militares con autoridad local: el proceso fue implementado por el
propio Diocles que había dirigido a los voluntarios durante la amenaza cretense. Mientras la
armada de Filipo se reunía en Astipalea, Diocles consiguió (presumiblemente desde la ciudad)
catapultas y municiones (Hallof, Hallof y Habicht 1998, 116-21, no. 12, lineas 14-19). Como
los ataques continuaron, Teucles intervino, al nivel de la ciudad, para organizar ‘una defensa
avanzada’ (προφυλακά) con infantería y caballería (¿una ‘brigada voladora’ para
intervenciones rápidas que amanezaran a los saqueadores enemigos?); para su demos,
Halasarna, obtuvo más hombres y más recursos para su paga. Algunos de estos hombres
aparecieron sin armas, y tuvieron que ser equipados por la ciudad. Los fondos necesarios
fueron obtenidos, de forma no sorprendente, por el propio Teucles. Este incidente puede
indicar la conscripción de emergencia de hombres de las clases más pobres. Teucles también
prestó dinero a la ciudad, para cubrir el gasto de construcción de un pórtico, quizá para
proteger a los soldados: la ciudad simplemente ayudó con la madera, e improvisó para hallar
dinero luego.
Después que el ataque sobre Halassarna hubiera sido rechazado, Diocles convenció al
oficial ciudadano enviado por la ciudad, Nicóstrato, de tomar a los más ágiles de los hombres
del demos (τὸς ἐλαφρωτάτος ἐν τοῖς ὅπλοις), y ‘mezclarlos’ con su propia fuerza – ¿quizá
para servir como hacedores de escaramuzas ligeros en combinación con tropas ciudadanas?
De todos modos, la tropa nueva, consolidada, defendió exitosamente el demos y su territorio.
Después de la guerra con Filipo V, los halasarnitas honraron a Diocles y a Teucles con largos
decretos que documentan sus comportamientos.
Los eventos son dignos de ser sintetizados en profundidad, y no solo porque pueden
haber sido típicos. Los decretos muestran las instituciones que exploré arriba –fortificación
urbana y rural, finanzas, control central, conscripción– como parte de una dinámica política y
social, moldeada por la toma de decisión en la asamblea (Teucles es un político de la ciudad
así como también un hombre del demos), y por elecciones estratégicas (cómo defender Cos,
como un complejo organismo: ciudad, aldeas, territorio). Las instituciones militares fueron
una función de la vida de la pólis, que tuvo que mediar entre grupos, individuos, lugares, para
crear la comunidad y el propósito común. En Cos, en los últimos años del siglo III, las guerras

14
de la ciudad como ‘evento políada total’ fueron recompensadas con el éxito, tanto en el
acontecimiento externo (rechazar a los invasores) como en el proceso interno (balancear los
intereses y tensiones dentro de la comunidad de los ciudadanos). Este éxito doble fue digno de
celebración, como los ciudadanos de Cos hicieron durante sus rituales cívicos de honores y
escritura pública.

III. La polis en guerra.

(a) Defensa y disputas

Los documentos de Cos ejemplifican un aspecto importante de la guerra para las ciudades: la
defensa contra los bandidos, piratas, incursiones bárbaras, imperios, y otras ciudades. Más a
menudo, los esfuerzos se desplegaban para asegurar el territorio agrícola, vital para la ciudad,
que se describía conjuntamente con esta, como el objeto de la ansiedad y de las oraciones
públicas en Magnesia del Meandro, donde los sacerdotes, magistrados y coristas oraban ‘por
la seguridad de la ciudad, del territorio, los ciudadanos, sus esposas, sus hijos, y otros que
viven en la ciudad y el territorio, y por la paz, la riqueza y el grano de cereal y los demás
granos y el ganado’ (Syll. 589, líneas 21-31). La fecha fue c. 185, justo después de una guerra
contra Mileto (Syll. 588). Como se ha apuntado arriba, la fortificación rural desempeñaba un
rol importante en la protección del territorio, y específicamente del grano (ya sea que
estuviera madurando o siendo cosechado) y los granjeros, por ejemplo, alrededor de
Ramnous. Los fuertes se utilizaban como bases para un tipo especial de guerra, que
involucraba a la caballería y a las tropas ligeras, arqueros en el Mar Negro, y las fuerzas
llamadas krúptoi en Atenas, utilizadas para la exploración y el reconocimiento.
Sin embargo, las ciudades combatieron por más que por la defensa: la guerra también
era causada por las disputas (διάφορα). Las injusticias privadas, por ejemplo, con respecto a
deudas entre ciudadanos de diferentes ciudades, condujo a una compensación forzosa, súlon
(la toma de los bienes móviles y el ganado), como un modo de transferir de vuelta la deuda a
cualquier miembro de la ciudad del deudor. La violencia podía escalar a un conflicto en toda
regla. La deuda pública podía, del mismo modo, ser recuperada por la fuerza. Una vez que las
hostilidades habían estallado, el daño al territorio y a la propiedad podía generar injusticias
adicionales. Los recursos económicos podían ser disputarse: canteras, madera, minas de sal,
establecimientos de pesca de atún. Las disputas y las ofensas podían acumularse. En Creta, en

15
el tardío siglo II, Olous y Lato hallaron una amplia razón para ir a la guerra: peleaban en las
fronteras, en el santuario de Dera y su temenê, por una lote de tierra (la Kresa), la isla Pirra y
un arrecife cercano, y una ganancia inesperada: una tetrêrês, con equipamiento, ornamentos
de plata, un cofre de tesoro, obras de bronce y finalmente dos hombres libres junto con un
esclavo (los tres vendidos; Ager 1996, no. 164). Este ítem es probablemente un buque de
guerra ptolemaico naufragado en la costa este cretense con unos pocos supervivientes. Esto
ofrece una sorprendente metáfora de la coexistencia de la Gran Guerra y del conflicto local:
un barco grande, lujosamente equipado por un reino helenístico, casi desguasado y reducido a
un premio por dos ciudades encerradas en una disputa.
Las disputas territoriales son las más comunes, sobre la tierra fronteriza, sagrada o
profana. Forman la mayor parte de los casos registrados en la colección de S. Ager de los
arbitrajes interestatales (1996). Puede suponerse que tales disputas han ocasionado guerras
locales escasamente documentadas, tales como aquella entre Parion y Lámpsaco (I.
Lampsakos T 105). Mileto y Heraclea del Latmos sostuvieron una guerra, luego, recurrieron a
un arbitraje, sobre dos piezas de tierra:
‘Con respecto a la tierra en la colina bajo disputa que los milesios declaran que pertenece a la
Miesia, consagrada a Apolo Terbinteo, y que ellos dicen que pertenece a una mujer de Teos
[?] y la propiedad que tienen en Kiselis, pero que los heracleotas dicen que pertence a la
Kisaris y al área cercana al Ciclopeo y a su tierra pública y sagrada; y del mismo modo con
respecto al lugar donde los talleres de ladrillos se ubican, y el lugar junto a este, que los
milesios declaran que pertenece a la Ionopolitis, los heracleotas dicen que pertenece a su
propio territorio– permitid a los milesios y heracleotas escoger una ciudad libre y
democrática, dentro de la cual ellos escogerán jueces, tantos como parezca bueno a ambos,
que visitarán los lugares y tomarán una decisión con respecto a las áreas disputadas...’ (Syll.
633, líneas 77-86, c. 186 a.C.)
La disputa tenía un aspecto económico: tenía que ver con tierra agrícola y con un
establecimiento económico, los talleres de ladrillos. Pero principalmente tenía que ver con la
articulación del espacio alrededor de estas ciudades, y la definición de sus paisajes. Los
territorios de la ciudad no eran una extensión unificada, sino que tenían un aspecto de parche
de retazos con propiedades, altares, viejos topónimos como Miesia (la tierra de una antigua
ciudad jónica, absorbida por Mileto en el siglo III). La disputa era sobre la historia y forma de
estos lieux-dits: implicaba memorias cívicas sobre los paisajes compartidos, y, por lo tanto, la
definición del territorio y de la ciudad misma.

16
La situación con respecto a Miesia era complicada, además, debido a su historia
reciente: Filipo V había separado el área de Mileto en el 201, y se la había dado a Magnesia.
Por lo tanto, se había fundado un reclamo rival, que condujo a la guerra entre las dos ciudades
en c. 185 (Syll. 588). Estas cuestiones de vecindad causaron profunda ansiedad territorial. Los
clazomenios tenían tierra junto al golfo de Esmirna, junto al territorio de Temnos; la (errada)
acusación de que algunos vecinos clazomenios estaban cambiando de las piedras en la
frontera del precinto sagrado temnio se convirtió en una de las razones (o pretextos) para la
guerra entre Temnos y Clazómenes. El arbitraje post-guerra no especifica quién hizo la
acusación; posiblemente, incluso otra ciudad en el área, Focea, Cime o Heraclea del Sípilo,
que estaban de igual modo preocupadas por la peraia clazomenia. El río Hermos, por aluvión
o erosión, puede haber exacerbado las tensiones al hacer que las fronteras se volvieran
problemáticas o poco claras (en efecto, el río mismo, más que los clazomenios, podría haber
sido el verdadero culpable). La visión desde el sitio de Temnos quizás actuó como un
recordatorio constante de la problemática situación territorial: rodeados por montañas por tres
lados, los temnios podían cuidar solo por su propio territorio en el valle del Hermos, pegado,
más hacia el oeste, a las propiedades clazomenias. Los árbitros cnidios se focalizaron
especialmente en la ansiedad de los temnios sobre el precinto y las tumbas sagradas –
monumentos que incrustaban la historia de la ciudad en su tierra, y, por lo tanto, ilustran
cómo la guerra territorial era sobre memoria e identidad, tanto como sobre recursos.
Las disputas podían conducir a un resentimiento duradero o a un odio violento, ἐχθρά,
entre ciudades vecinas, un estado que la diplomacia trataba de prevenir o aliviar, y, por lo
tanto, reconocía como una realidad. Los arbitrajes cnidios entre Temnos y Clazómene
declararon una amnistía sobre las injusticias entre las ciudades: no eran conducentes a la paz,
sino más bien a ‘los mayores odios’. Importa menos buscar los motivos, que considerar la
violencia como un proceso, estrechamente vinculado a la naturaleza de la pólis. Los
ciudadanos de muchas poleis helenísticas, por ejemplo, los jóvenes de Dreros, que juraban
una enemistad eterna contra Lito (Syll. 527) tras alcanzar la adultez, habrían fallado en ver
algo más que humor en el intercambio imaginado por Anatole France: ‘Pourquoi vous battez-
vous si souvent contre vos voisins?’ – ‘Avec qui voudriez-vous que nous nous battions?’
(‘¿Por qué peléais tan a menudo con vuestros vecinos? ‘¿Con quien más querrías que nos
peléaramos?’).

17
(b) La política extranjera de las ciudades

La guerra local, incluso cuando era ocasionada por la competencia por un territorio o por los
recursos, era un proceso político, con sus propias instituciones y dinámica. Las ciudades
podían combatir por otros motivos, incluso, por unos más autónomamente políticos: Por
ejemplo, la intervención en los asuntos internos de una ciudad vecina para remover a un
tirano. Los ejércitos de la Liga Licia expulsaron a los tiranos de Xantos y de Tlos en c. 150.
De forma más sorprendente, la pequeña comunidad de montaña de Amizón envió un ejército
para liberar a Heraclea de un tirano quizás en c. 210.
Luego de las disputas por el territorio, la forma más común de política exterior para las
ciudades era la expansión. Los habitantes de Calimna, cuando se reintegraron en Cos después
de un periodo independiente, pronunciaron un juramento con respecto a sus deberes como
ciudadanos: estos incluían no permitir que el territorio de los de Cos se empequeñeciera, sino
siempre luchar para incrementarlo (Tit. Cal., Testimonia, no. Xii, líneas 26-7): la expansión
así como también la defensa del territorio (como en las disputas fronterizas investigadas
arriba) se promueve abiertamente como un objetivo deseable para la ciudad, sin mucha
preocupación por la tensión entre los dos objetivos (¿Qué territorio proporcionará el espacio
para la expansión de los de Cos?). Este ‘micro-imperialismo toma la forma de la anexión o
subordinación de los vecinos más pequeños. La historia de Creta está caracterizada por el
violento y endémico micro-imperialismo (Chaniotis 1996). Cuando el epitafio de un hombre
cretense mencionaba que había salvado a su patria, la pequeña Anópolis, de ser esclavizada
por las lanzas de sus vecinos, el logro era muy real (SEG 8.269). Muchas inscripciones
documentan las condiciones de subordinación de las pequeñas ciudades reducidas por las
grandes (e.g. Syll. 524). Más brutalmente, las ciudades cretenses anexaron a otras: Matalon
fue anexada por Festo, que fue a su vez devorada por Gortina. La evidencia a veces es
terrorífica: después de que Gortina y Cnosos conquistaran juntas a Rauco, dividieron la pólis
por la mitad con una línea que pasaba por el medio del poblado mismo (‘hacia el ágora, con el
prytaneion sobre la izquierda’), y dividieron el territorio de acuerdo con esto (Chaniotis 1996,
no. 44). En otros lugares en el mundo helenístico, las grandes ciudades anexaban a las más
pequeñas, a menudo les colocaban guarniciones y las transformaban en fuertes rurales: Cízico
(‘la tentacular Cízico’, como Robert escribió), Mileto, Milasa, Rodas. De forma más
sorprendente, exactamente el mismo fenómeno ocurrió en un nivel más bajo: pequeñas
ciudades se apoderaron incluso de comunidades más pequeñas. Teos se apoderó de y colocó

18
una guarnición en Cirbiso (ubicación desconocida); a Ilión se le proporcionó un número de
pequeñas comunidades más pequeñas por los romanos en 188, y arrasaron Sigeo por
desobediencia (exactamente el destino que los cirbisios temían cuando pedían a los de Teos
garantías).
En muchos casos, el proceso real es desconocido: guerra, presión económica,
¿iniciativa desde abajo? Los ejemplos cretenses al menos ilustran la existencia de una
conquista violenta, y, por lo tanto, su posibilidad en las transacciones entre una ciudad grande
y una pequeña. Las expresiones ‘sinecismo’, ‘sympoliteía’ no deberían oscurecer la violencia
del proceso. Cuando las comunidades absorbidas o subordinadas trataban de separarse, la
violencia era utilizada para reafirmar el control – por ejemplo, en 189 por parte de los de
Alabanda contra un ‘fuerte’ local, con ayuda de Manlio Vulso (arriba, Introducción). En todos
estos casos, buscar recuperar las causas del micro-imperialismo podría no tener caso. ¿Por qué
los festios conquistaron Matalón, o por qué los de Teos se apoderaron de Cirbisos, o por qué
los caunios combatieron para retener Calinda? Sin duda, pueden hallarse razones económicas
que determinaron el comportamiento de las ciudades: Festo quizá ‘codiciaba’ el puerto de
Matalón (¿mejor, más protegido, que el puerto en Commos?; los de Teos quizás eran
conscientes de la dependencia económica de los de Cirbisos de ellos, y decidieron convertir
esta dependencia económica en política. Pero las razones económicas no pueden explicar la
forma política precisa adoptada: violencia, abierta o latente, y anexión. Podría ser más
fructífero cuando miramos al micro-imperialismo en el mundo helenístico, considerar el poder
y la dominación como uno de los frutos de la polis.

(c) Los últimos hoplitas, el ‘largo siglo IV’ y la época clásica

Aunque la evidencia es incompleta (la pérdida de la mayor parte de Polibio nos priva de una
narrativa detallada como la de Tucídides o Jenofonte), es claro que las formas reales de
conflicto fueron variadas, puesto que se correspondían con los diferentes objetivos de la
guerra. Las disputas conducían a razzias o a saqueos: captura de ganado y bienes móviles,
incendio de granjas, secuestro de personas (granjeros, mujeres, esclavos agrícolas). La ciudad
bajo ataque reaccionaba tratando de rechazar a los excursionistas, principalmente con
caballería, y presumiblemente se preparaban represalias (aunque nuestras fuentes más bien
hablan de relaciones diplomáticas). Si era más serio, una ciudad podía invadir el territorio de
otra, y saquear sus granos; podía incluso tomar un fuerte en la tierra enemiga, e infligir graves

19
daños económicos. La ciudad invadida podía esperar que la invasión frenara, o podía
reaccionar con fuerza: enfrentar a los invasores en escaramuzas o en batallas campales
(aunque tenemos poca idea de cómo pudo haber sido una batalla entre, digamos, Mileto y
Priene, en lo que tiene que ver con la experiencia de combate keeganesca). Finalmente, las
ciudades podían ser sitiadas, no solo por los grandes imperios helenísticos, sino también por
sus rivales locales (Polib. 5.72.1; 31.5.1-5). Las ciudades no podían desplegar los vastos
bagajes de sitio de los reyes: las operaciones de sitio local deben haber incluido un bloqueo,
intercambio de misiles, obras simples como rampas, arietes, minas, tropas de asalto con
escaleras, y contactos con facciones dentro de la ciudad. En otras palabras, la guerra de sitio
local debió haberse visto como en los días de Eneas Táctico, o el Monumento Nereida –
excepto que los desarrollos de la tecnología de artillería y las fortificaciones habrían
favorecido a los defensores, un efecto trickle-down paradójico de la carrera de las armas
conducida al nivel de la Gran Guerra. Localmente, no había tal cosa como un muro obsoleto o
una catapulta pequeña.
Las guerras de la polis tenían todo un espectro de posibilidades: defensa contra los
bárbaros o contra reyes, y los modos diferentes de la guerra local. Incluso en el nivel local, la
guerra podía adoptar la forma no placentera de los conflictos en Creta en los que dos ciudades
podían repartirse injustamente a una tercera, o de la más bien contenida guerra entre Magnesia
y Mileto, que después de la batalla arreglaron sus diferencias a través del arbitraje e
intercambio de prisioneros de guerra. La transacción entre dos ciudades vecinas, y
estrechamente emparentadas, recuerda el modelo de la guerra limitada, ritualizada, que los
estudiosos reconstruyen para la Grecia arcaica y clásica. En este mundo, una ciudad y sus
ciudadanos necesitaban versatilidad en sus capacidades militares: la ciudad licia del norte
Araxa honró a Ortágoras por su involucramiento en la escalada de una petite guerre con sus
vecinos de Cibira, las expediciones de tropas selectas para restablecer el orden en Xantos, y
las expediciones mayores de la Liga Licia contra Termeso, llevada a cabo con caballería, todo
dentro de un relativamente corto lapso de tiempo.
La diversidad de la guerra helenística para las ciudades puede explicar algunas de sus
instituciones militares. El entrenamiento en el gimnasio preparaba a los jóvenes ciudadanos
para una variedad de roles: combate pesado para una batalla campal, pero también la guerra
con misiles, para la defensa de los muros de la ciudad y los fuertes rurales, para las
operaciones de protección de puntos estratégicos (pasos, terreno alto), y para las escaramuzas
contra scouts o saqueadores. Las ciudades helenísticas parecen haber dispensado al

20
mercenario peltasta de la tardía época clásica, el especialista mortal en la guerra de infantería
ligera; la ciudadanía entrenada podía desempeñar ese rol sin ninguno de los problemas
políticos y sociales que el uso de los peltastas planteaba. La misma conclusión es apoyada por
la evolución del equipamiento. Algunos de los ciudadanos soldados fueron verdaderamente
‘los últimos hoplitas’, armados con el pesado áspis característico del infante pesado clásico.
Los guardias ciudadanos enviados por los de Teos a Cirbiso (mediados o fines del siglo III)
llevaron su propia lanza, casco y áspis (sin armadura para el cuerpo, quizá se veían como
hoplitas ligeros de fines del siglo V). Sin embargo, el thureós celta (oblongo, con una sola
agarradera en el medio, protegido por una protuberancia con forma de grano de cebada)
también aparece en la evidencia, epigráfica (thureomachía en el gimnasio: ver arriba), y
especialmente visual: por ejemplo, una estela de Asia Menor representa a un hombre armado
con áspis en duelo con un oponente que porta el thureós. La adopción del thureós no puede
explicarse meramente por el contacto con los gálatas desde el 281 en adelante: debe haber
sido apropiada al contexto griego, y fue utilizado por los aqueos, que no tuvieron que
combatir con los guerreros celtas entre 279 y 192 (ISE 60). Su popularidad podría deberse a
su carácter apropiado tanto para las escaramuzas como para el combate en masa, reflejando
los deberes diversos de los soldados helenísticos ciudadanos.
El thureophóros helenístico no se ve como el hoplita clásico, y sería fácil focalizar en
los contrastes entre la guerra de las poleis combatientes y el modelo clásico, hoplita. Algunas
diferencias son obvias: la presencia de reyes, cuyo poder militar era inconmesurablemente
mayor que el de una ciudad; el contacto con amenazadores no-griegos; el ascenso de la
hegemonía romana; el creciente rol de las élites, tanto en la guerra como en otras áreas de la
vida social y política de las ciudades. Además, la guerra diversa de las ciudades helenísticas
como ha sido construida por los estudiosos modernos: el choque exclusivo, ritualizado,
‘agonístico’ entre hoplitas, siguiendo un protocolo establecido –invasión y saqueo de la tierra
agrícola; la salida de los milicianos granjeros; el encuentro de las falanges en una planicie; el
reclamo de los muertos por los derrotados, y la erección de un tropáion por los vencedores.
Sin embargo, las continuidades entre la guerra de las ciudades en el periodo clásico y
en el helenístico son simplemente sorprendentes. El territorio agrícola era todavía el foco de
las preocupaciones militares de la ciudad, tanto porque proporcionaba comida como porque se
percibía como una parte vital de la pólis. Los ciudadanos estaban todavía profundamente
involucrados en la defensa de su comunidad: bien combatían como soldados-campesinos
(como los de Selge que se retiraron para la cosecha después de controlar al ejército de Aqueo,

21
o los colonos militares pisidios en Balboura), o para defender trabajadores en en los campos.
Los patrones de enemistad local y disputas no eran nada nuevo: ya caracterizaban al periodo
clásico (Hornblower 1983, ch. 2). Las guerras fronterizas entre ciudades helenísticas podría
describirse en las mismas palabras que Pericles utiliza para definir el fenómeno y sus actores
(1.141.3; también Pagondas, 4.9.23-4). La Gran Guerra nunca constitía toda la historia, ni
siquiera en el conflicto mundial entre el imperio ateniense y la Liga del Peloponeso. Tucídides
puede ser leído como la historia del conflicto y la tensión local, que moldeó tanto como fue
moldeada, por la principal guerra de finales del siglo V. Se debe al prevalecimiento del
conflicto local que la Guerra Peloponesia no fuera combatida por dos ‘bloques’ (aparte del
Peloponeso mismo y del dominio ateniense): la hostilidad entre las ciudades vecinas
determinaba la adhesión a Esparta o Atenas, en un patrón tipo colcha.
Las instituciones militares (arriba, sección II) y las tácticas de las poleis que combatían
en la época helenística puede no parecerse a la batalla agonística de los hoplitas, pero
muestran fuerte continuidad con el siglo IV. El apoyo en las fortificaciones urbanas (que,
como señalé arriba, planteaba serios obstáculos a los sitiadores en el periodo helenístico, al
menos al nivel local, como en la época clásica), la fortificación rural, el uso de la caballería:
todo esto puede ser puesto en paralelo con el siglo IV, especialmente en el caso de Atenas.
Del mismo modo, existe una clara continuidad con el tardío siglo V y IV en la cominación
helenística de brigadas ‘de élite’ a tiempo completo reclutadas entre la ciudadanía, las clases
etarias (como los efebos) en guarnición y deberes de patrullaje, ciudadanos conscriptos en
números variables, y mercenarios adicionales. Este tipo de ejército era con el cual Fliunte
había combatido a sus vecinos con gran estilo (Xen., Hell. 7.6); la experiencia de la Araxa del
siglo II puede no haber sido muy distinta de la de Fliunte. Las soluciones desarrolladas en el
siglo IV en el terreno militar (así como también en otros) eran de relevancia continua para las
póleis hasta el siglo II y el I a.C.
Por el contrario, varios rasgos prominentes en el periodo helenístico estaban también
presentes en la época clásica: el modelo ‘agonístico’ de la guerra es demasiado simple, si se
supone que es exclusivo. En primer lugar, la práctica de las excursiones (y no solo la
devastación agrícola como un desafío preliminar a la batalla campal; Osborne 1986, ch. 7)
existía en los periodos arcaico y clásico. La batalla hoplítica era solo parte del repertorio de la
violencia intra-comunal: excursiones por botín y la petite guerre eran frecuentes. En el perido
clásico, así como también en el helenístico, los exploradores beocios en época de hostilidades
cruzaban hacia el Ática; en los Acarnienses de Aristófanes, Lámaco dirige una reacción

22
militar a tal raid contra el demos de Filé (1023-1141). Un hombre, una vaca, una persecusión
armada en campos nevados y a lo largo de acequias: encuentro difícil creer que esta escena
refleje de algún modo la revolución en la guerra griega a fines del siglo V, más bien refleja
una vieja práctica de cuatrerismo ganadero. De todos modos, las razzias entre póleis se
pueden hallar en el periodo arcaico. Las ciudades jonias, incluso bajo el imperio persa, se
hacían excursiones unas a otras, antes de que Artafernes impusiera reglas de arbitraje (de
acuerdo con Heródoto 6.42.1): comunidades organizadas, aunque viviendo en un imperio de
dominación, no renunciaban a proseguir sus disputas a través de la violencia endémica y el
pillaje. En consecuencia, incluso para las ciudades hoplíticas, la guerra puede haber tenido un
sentido de mayor diversidad que las luchas ‘agonales’ entre milicianos granjeros pesados; una
diversidad muy similar a aquella de las guerras de las póleis helenísticas. El segundo rasgo de
continuidad entre lo clásico y helenístico es el imperialismo local. La idea de que la guerra
hoplita estaba necesariamente limitada en sus objetivos y sus efectos debe ser calificada. Una
dedicatoria arcaica de los de Clítor en Olimpia se jacta de la violencia que infligieron a
muchas ciudades (Paus. 5.23.7): la guerra local podía ser implacable en espíritu. Una forma
extrema de violencia ejercida por una ciudad a otra es la anexión: los eleos trataron de
absorber a Lepreón (que prefería la autonomía como una comunidad arcadia; Thuc. 5.31), y
los mantineos se apoderaron de comunidades más pequeñas a fines de los 420 (Thuc. 5.29.1).
Alguno de los motivos expansionistas tan frecuentes en el periodo helenístico comenzó antes:
Lito se expandió ya en el siglo V, y Mileto se apoderó de la cercana comunidad de
Teiquiousa, enviando un gobernador allí, en el siglo VI.
Vistas localmente, las póleis combatientes helenísticas muestran continuidades
estructurales con el mundo de la guerra clásica. Los motivos y objetivos inmediatos del
conflicto local eran los mismos (disputas fronterizas, la protección o daño del territorio
agrícola de la ciudad). Del mismo modo, el conflicto local moldeó la interacción entre las
ciudades en formas idénticas tanto durante el periodo clásico como en el helenístico –
enemistad local duradera (que podía ser revivida por un conflicto con una superpotencia, pero
también influirlo en el terreno), tendencias micro-imperialistas. ¿Longue durée? Al menos,
estas continuidades reflejan las continuidades más amplias entre la pólis helenística y la
ciudad-estado clásica de los siglos V y IV. Incluso, el ambiente inmediato del ciudadano-
soldado helenístico, tan lejos como puede reconstruirse, evoluciona de las guerras de las
ciudades en el siglo IV. La fortificación urbana y rural, las patrullas de caballería para
proteger la tierra: son descendientes directos de la práctica del siglo IV. El thureóphoros,

23
combatiendo al lado de los ‘últimos de los hoplitas’ o por su cuenta, pueden verse como la
respuesta de las ciudades helenísticas a las cuestiones tácticas del siglo IV (la diversidad y
fluidez de la batalla) junto con las líneas políticamente constreñidas (el uso continuo de
milicias ciudadanas). Más importante aún, las continuidades estructurales acompañan a las
continuidades ideológicas: la importancia continua de la guerra para la identidad comunal.
Para las ciudades helenísticas, y para las poleis del siglo IV, lo mismo que para el caso de las
ciudades-estado italianas de la Edad Media y el temprano Renacimiento: el cambio en el
reclutamiento y la táctica nunca fue ‘demasiado lejos como para resultar en el total desarmado
o ‘desmilitarización’ de la sociedad civil, mucho menos del sentimiento cívico” (Jones 1997,
330).

IV. Conclusión: guerra e identidad local en la época helenística

La polis era un organismo militar: la capacidad para la auto-defensa, la interacción violenta


con las comunidades vecinas en torno a las disputas, y la agresión son funciones importantes
de su naturaleza como cuerpos autárquicos y autogobernados (Millar 1993). También
corresponden a las realidades y necesidades en el mundo helenístico, que se caracterizaba por
el desorden y la violencia al nivel de la alta política, por la rivalidad y por los contactos
estrechos al nivel de las comunidades locales; la combinación de los dos favorecía la
persistencia de los medios militares locales. La guerra puede verse, en muchos lugares y en
muchas épocas, que ha sido estructuralmente tan importante para las comunidades locales
como para los grandes imperios (Austin 1986).
Vale la pena enfatizar que Rodas no era la única (como a menudo se ha afirmado). Un
número de ciudades tuvo una historia política y militar, especialmente en el área póntica de
Anatolia, donde la posición de los imperios helenísticos era débil – por ejemplo Cízico o
Heraclea Póntica. Masalia fue un jugador independiente poderoso, en Galia meridional, pero
también en la escena mediterránea, hasta el sitio de César en el 49 a.C. Creta vivió una
historia política violenta hasta de forma muy tardía en el siglo II a.C.; en Grecia continental,
las Ligas regionales (etolia, aquea, beocia) fueron jugadores políticos mayores. La
inestabilidad de la alta política significaba que el control imperial sobre las comunidades
locales podía flaquear. Específicamente, los alrededor de ciento veinte años entre el 240 a.C.
(cuando una guerra mayor y confusa entre los reinos estalló) y el 120 a.C. vieron el
debilitamiento de los grandes poderes y, por lo tanto, la independencia local y la actividad

24
política (notablemente en la Anatolia meridional, donde la historia llega hasta el temprano
periodo augusteo). Muchos restos son desconocidos: ¿la pequeña polis de Cirbiso tuvo
hoplitas y jinetes, antes de que fuera absorbida por los de Teos? ¿Estaban los ciudadanos de
Pedasa organizados en secciones y clases etarias en la época de su captura por Mileto? ¿Las
fundaciones reales como Antioquía en Persia tenían muros, fuertes rurales, catapultas,
entrenadores en combate cuerpo a cuerpo en el gimnasio? Por el momento, estas preguntas no
pueden responderse (aunque me gustaría tender hacia a una respuesta positiva); lo que
importa es la frecuencia, a lo largo del mundo helenístico, de actividades militares locales. La
existencia de poleis combatientes influyó la textura del mundo helenístico. La actividad
militar local coexistió con la Gran Guerra. El cretense que se enorgullecía de haber salvado a
su patria Anópolis (mencionado arriba; SEG 8.269) también sirvió a los ptolomeos, que lo
recompensaron con ‘regalos de oro por charis’: el epitafio registra el servicio de un hombre
en dos mundos profundamente diferentes en escala pero igualmente importantes a sus propios
ojos. Las instituciones militares locales bajo control imperial persistieron. Los atenienses
siguieron colocando una guarnición en sus fuertes rurales con ciudadanos soldados y
mercenarios, durante el largo tiempo del control macedónico – aunque no de forma fácil y
bajo diversas formas de constricción. El poblado de Estratonicea se dividió en districtos
militares, el poblado de Trales consiguó comisionados para la erección de sus muros; ambas
instituciones existían cuando las ciudades estaban sujetas a poderes supralocales (los
seléucidas o los rodios en el primer caso, los Atálidas en el segundo). Los imperios toleraban
las fuerzas de defensa locales, presumiblemente porque podían participar en la defensa de las
ciudades contra una invasión de poderes rivales, y, por lo tanto, asistir a los propósitos
estratégicos del imperio. La defensa local también era necesaria, debido a que los imperios no
podían siempre defender a las comunidades locales contra las incursiones: se dejó a las
ciudades en buena medida valerse por sí mismas durante la invasión gálata, mientras el
ejército seléucida estaba involucrado en operaciones con sus propios prpósitos estratégicos.
Del mismo modo, la ciudad póntica de Istros, a pesar del estatus subordinado (pagaba tributo
al rey Remaxos), todavía tuvo que combatir las razzias tracias por sí misma, antes de recibir
refuerzos reales. Además, los imperios helenísticos periódicamente descansaban en las
fuerzas locales para sus propios propósitos. El imperio seléucida, en el siglo II, derivaba algo
de sus recursos humanos militares de las ciudades del norte de Siria y de Celesiria. La
república romana continuó esta práctica: frecuentemente convocó a las comunidades aliadas o
súbditas para la participación militar en las expediciones romanas.

25
La tolerancia de medios militares por los imperios podía tener efectos indeseados,
puesto que daba a las ciudades los medios para la resistencia y la revuelta. Más importante,
los medios militares podían utilizarse en momentos en los que el control imperial se
tambaleaba, para perseguir objetivos locales. Las ciudades del norte de Siria, militarizadas
bajo los seléucidas, utilizaron sus milicias para ir a la guerra unas contra las otras cuando el
imperio seléucida se volvió más débil, en el siglo II. Posidonio proporciona una descripción
de los milicianos alineados para la batalla de dos ciudades opuestas, mimados y no
preparados, un retrato que deriva su toque sarcástico de la seriedad con la cual las ciudades se
tomaban a sí mismas y a sus ejérictos. Para un ejemplo de esta seriedad, podemos retornar a
Polibio. El historiador de la conquista y hegemonía romanas se tomó el trabajo de registrar
que los de Selge, que por poco escaparon a ser sometidos por Aqueo en el 218, siempre eran
atrevidos en la guerra, y que en aquella ocasión en particular se mostraron dignos de su
ascendencia de Esparta. La relación de parentesco es una invención típicamente helenística; lo
que importa es que ayudaba a constituir la identidad de los de Selge como una comunidad
guerrera, y el hecho de que un estadista e historiador ‘pragmático’ helenístico notara esta
identidad con aprobación (como de hecho hizo a propósito de la bravura militar de los de
Tabas; Pol. 5.76.11; Liv. 38.13.11-13).
Las razones de esta seriedad han sido exploradas a lo largo de este artículo: la
importancia práctica de los medios militares, pero también su vínculo estrecho con la
identidad y el orgullo cívicos. Incluso si los ejércitos de las ciudades helenísticas eran una
mezcla de hombres dedicados a tiempo completo y de conscriptos temporales, la membresía y
las obligaciones de combate estaban estrechamente vinculadas; como un corolario, los
mercenarios que combatían por una ciudad podían esperar otorgamientos de ciudadanía.
Imágenes militares aparecen en estelas funerarias: hombres armados listos para combatir; un
altar funerario que muestra las armas vacías de un hombre caído por su patria en una batalla
campal (PM 2225); un jinete que pelea entre la infantería. La última imagen proviene de una
estela de uno en Mokazis (Btinia, siglo II: SEG 44.1010): un epigrama conmemora la proeza
de este notable en la caza y en el combate por su ciudad, y lo imagina después de su muerte
(por enfermedad) como un daimón que protege su patria, la polis de Tarseya. Muchos otros
epigramas podrían citarse, para mostrar cómo el servicio militar por individuos y la muerte en
batalla eran valorados en las ciudades helenísticas. Las ciudades también proporcionaron el
reconocimiento colectivo por tal comportamiento. Un decreto de comienzos del siglo III de
Priene recompensa a un ciudadano, Menares hijo de Gelón, que ‘probó ser un hombre

26
excelente en nuestra guerra contra Mileto’ (Insch. Priene 26): la expresión utilizada es καλὸς
κἁγαθός, la excelencia moral que es juzgada por la comunidad a la luz del servicio en la
guerra. Los mismos conceptos aparecen en el tardío siglo II, cuando los oficiales de Alabanda
caídos en batalla recibieron entierros públicos (Syll. 1226). Los de Albanda registraron en
inscripciones públicas que estos oficiales habían probado ser ‘hombres buenos’, ἄνδρα
γενόμενον ἀγαθόν – la vieja frase para la muerte en la guerra combatiendo por la comunidad.
Entre el consejo práctico para resistir o conducir un sitio, Filón de Bizancio recomienda que
las tumbas de hombres bravos y tumbas colectivas de los muertos en la guerra se construyeran
de forma que parezcan torres, ‘por la seguridad de la ciudad’ – siendo su forma un
recordatorio para los ciudadanos del rol protecto desempeñado por estos hombres, y
urgiéndolos a su vez a a adoptar este mismo rol.
La guerra daba a las ciudades iniciativa y agencia en su propia historia; los
monumentos celebraban este aspecto. En aquellos términos, la resistencia al poder militar de
un imperio helenístico podía ser digna de esto, incluso, si el intento era en última instancia
fallido. Los Roberts han escrito conmovedoras páginas sobre la lucha de los colofonios contra
Lisímaco, cuando él decidió vaciar Colofón para proporcionar población para su nueva
fundación, Arsínoe (Éfeso) en c. 294. Los colofonios habían recién completado un programa
de fortificación y urbanización, explícitamente predicado sobre la autonomía de la ciudad y el
deseo de recuperar su pasado (arriba): era mejor emprender una batalla sin esperanza contra
un rey helenístico. Los colofonios fueron debidamente derrotados e incorporados en la
fundación de Lisímaco, pero no antes de enterrar a sus caídos en la guerra en un polyandrion,
una tumba colectiva, quizá altaneramente rematada con algún monumento apropiado con un
epitafio para los hombres y la ciudad. Más tarde, recuperaron su existencia como polis: la
mamoria de su batalla contra Lisímaco había ayudado quizá a los ex-ciudadanos individuales
de Colofón a recordar su identidad, incluso cuando la polis se había extinguido. En el otro
extremo de la época helenística, la Guerra Aquea del 146 presenció un involucramiento
popular masivo en el esfuerzo de guerra contra los romanos, y, después de la derrota, apareció
el orgullo local: una lista epidauria de las bajas monumentaliza los nombres de los 156
muertos. No toda resistencia fue oscurecida: los muros ubícuos, construidos en el siglo IV,
dieron a las ciudades al menos alguna chance al negociar con un rey. Tenían la elección de
someterse, o de combatir: un sitio, incluso por parte de un rey helenístico, era caro y de
resultado azaroso. Como resultado, la interacción entre rey y ciudad fluyó a través de canales
diplomáticos de la cortesía cautelosa, y en las constantes negociaciones, basadas en la

27
reciprocidad y el intercambio de honores por beneficios, las ciudades podían a menudo
obtener lo que querían y establecer alguna forma de paridad para preservar el orgullo cívico.
De todas formas, mirar a la historia local simplemente en términos de interacción entre
ciudades e imperios es perder precisamente su propósito: establecer agencia en un espacio
local. Es cierto que la resistencia a una superpotencia era altamente riesgosa para una ciudad;
la participación en la alta política superpoderosa estaba reservada para unas pocas ciudades
grandes, o para los estados federales como las Ligas beocia o la aquea. La ‘reforma
macedónica’ que estos dos estados emprendieron (arriba) es un claro signo de su deseo
excepcional de adquirir medios como aquellos de los reinos helenísticos. Ninguna ciudad
podía o soportaría este esfuerzo. Sin embargo, las actividades de las poleis combatientes,
como ha sido detallado arriba, adquirieron su sentido en una escala diferente: aquella de una
compleja vida política local.
Sería equivocado concluir que las ciudades fueron completamente pasivas al examinar
los eventos catastróficos, tales como la invasión gálata o los ataques de los bárbaros en las
ciudades pónticas. Por ejemplo, Teos aparece de dos modos dintintos en nuestros
documentos. Fue atacada por piratas, que ocuparon uno de los puertos de la ciudad para pedir
rescate (SEG 44.949: tardío siglo III). Entre el 246 y el 190, Teos experimentó la dominación
alternativa de los seléucidas, ptolomenos, y atálidas, a veces en una sucesión alarmantemente
rápida, y sin levantar ninguna resitencia por lo que podemos interpretar. Cuando un ejército
romano pilló el territorio de la ciudad durante la guerra romano-seléucida (190 a.C.), los de
Teos despacharon enviados con ramos de suplicantes y rindieron la ciudad (Liv. 37.27.1-3).
Pero la misma ciudad de Teos se apoderó de las poleis vecinas, enviando allí guarniciones de
soldados ciudadanos; la mitología de Teos empequeñecía una de estas plazas, Airas
(denominada por una pequeña muchacha que supuestamente había erigido una casa de juguete
en la época (τέως) que su padre Atamas fue para fundar Teos, Τέως; el mito expresa la
inferioridad y dependencia de Airas). La doble existencia de Teos, como pequeña ciudad en el
mundo internacional y como gran jugador en su escena local, es típico de un mundo
helenístico multipolar, multidimensional. Desde el punto de vista de la alta política, Samos es
una base estragética y, por lo tanto, un premio en la Gran Guerra. Después de la desaparición
de los seléucidas, los ptolomeos y los antigónidas del Egeo oriental, Samos aparece como una
potencia en sus propios términos, protegiendo el Hereo con sus propias tropas, enviando una
flota para ayudar a Iasos y expandiéndose para apoderarse de la isla de Ícaro; este desarrollo
puede tener su origen ya en el periodo de la dominación ptolemaica, cuando los samios

28
enviaron colonos a varias islas egeas. Un último ejemplo es el del comportamiento de Tarsos
en el oscuro año 43, cuando Bruto y Casio usaron Asia Menor como su base, y las
comunidades locales sufrieron terriblemente. Los tarsios tuvieron que combatir a Tilio
Cimber, asesino de César y lugarteniente de Casio, tratando de bloquearlo en los pasos del
Tauro, y más tarde expulsar a una guarnición que él había dejado para saquear su territorio.
De todas formas, encontraron tiempo para invadir el territorio de Adana, su vecina: esta
ciudad se había convenientemente puesto del lado de Bruto y Casio, pero también tenía una
larga disputa de tipo familiar con los tarsios. El senado romano elogió a los tarsios por su
posición, pero su comportamiento debería observarse desde el punto de vista local. En
respuesta a una gran crisis en la alta política, los tarsios trataron de defender su territorio,
luego, automáticamente, se volcaron a su capacidad para la violencia estatal contra su vecino
y, por mucho tiempo, enemigo.
Una de las consecuencias de examinar la guerra local ha sido recolectar los fragmentos
de la historia local que las ciudades escribieron a través de sus guerras. Cuando se leen estos
fragmentos, es digno recordar la queja de Plutarco (Mor. 805ª) que bajo el imperio romano, es
imposible para las élites cívicas liderar a su ciudad en la guerra, destruir una tiranía, concluir
una alianza. En el periodo helenístico, las tres actividades eran posibles para los políticos de
las ciudades estado, para los ciudadanos de Rodas, Mileto, Milasa, por ejemplo, y de Priene,
Amizón o Araxa.
Es tiempo de volver a los jinetes de Tabas, cuya carga abrió este artículo. ¿Cómo tuvo
Tabas estas fuerzas militares en 189, cuando había sido una comunidad seléucida sometida
desde el 281? El imperio seléucida puede haber tolerado una milicia local, incluso en una ruta
tan importante como la llanura de Tabas: sus patrullas y actividades habrían dado a la ciudad
un sentido de su propia potencial existencia como una ciudad completamente independiente.
O quizás, una vez que los seléucidas se retiraron a comienzos del 189, la fuerza de caballería
fue formada casi de la noche a la mañana (¿para utilizarse en una disputa con una ciudad
vecina, o para imponer la autoridad sobre las aldeas carias?). Los jinetes de Tabas pueden
haber sido una institución tradicional, que nunca había muerto en la memoria tabenia; o
quizás eran una improvisación, que imitaba el destacamento de caballería seléucida
estacionado en la cercana Apolonia en Salbake. Cualquiera sea su origen, cuando bajaron a
toda prisa desde el fuerte en la colina para atacar a la columna romana, los jinetes de Tabas no
podían predecir el futuro de su ciudad, como una ciudad libre después de 167, que resistió a
Mitrídates VI en el 88 (un siglo después del paso de Manlio Vulso) y que fue recompensada

29
por ello por el senado romano, notablemente con el derecho a fortificar un sitio rural en su
territorio (RDGE 17); una ciudad que en el 43 movilizaría su caballería de nuevo. Pero los
tabenios eran probablemente concientes de lo que estaban haciendo: afirmando su derecho a
su propio territorio, en un paisaje hasta hacía poco controlado por los seléucidas, militar y
administrativamente. El esfuerzo militar tabenio no estuvo dirigido a la inmediata victoria
militar sobre el gran ejército de Manlio Vulso: los tabenios estaban usando la violencia para
escribir su historia y la lógica de sus acciones en el paisaje alrededor de su ciudad. Eso
también fue una batalla digna de ser entablada.

30

También podría gustarte