Está en la página 1de 8

De cierto modo, si uno mira los cambios de poder y nuevos liderazgos, el final de esta

década de 2010 se parece a los años 1930. Jair Bolsonaro en Brasil, Recep Erdoğan en
Turquía, Viktor Orbán en Hungría, Donald Trump en los EE.UU., Narendra Modi en India, el
partido Svoboda en Ucrania –la lista puede seguir– son todos antiizquierdistas autoritarios,
xenófobos y racistas, altamente personalistas con discurso nacionalista o seudonacionalista,
que movilizan más los odios y miedos que argumentos racionales. Por supuesto se trata de
un fenómeno mundial que no puede ser ignorado o tratado como un simple detalle
coyuntural.

Sin embargo, los medios y mismo los analistas están llamando esta amenaza a la democracia
‘populismo de derecha’. Paralelamente, vistos como negativos o positivos, aparecen nuevas
organizaciones y movimientos que son llamados ‘populistas de izquierda’. ¿Realmente tiene
sentido observar como similares, pero con señales ideológicas opuestas, a fuerzas políticas
tan distintas? Agrego una pregunta más: ¿A quién interesa que lo hagamos? En este texto
voy a responder en detalle las dos preguntas, cuyas respuestas son ‘NO’ y ‘el mercado’.

Por supuesto el término ‘populismo’ tuvo muchos significados. Aquí no quiero discutir
conceptos relacionados a ciertos contextos históricos específicos, como el llamado
populismo latinoamericano de la primera mitad del siglo XX, de rasgo nacional-popular, con
el peronismo en Argentina, el varguismo en Brasil y el cardenismo en México como sus
exponentes; o como el populismo ruso o narodnismo, con su idea socialista y anticapitalista
de retorno a sus tradiciones campesinas. Ninguna de estas definiciones es lo que tratan la
prensa, los politólogos y sociólogos cuando hablan de la política de hoy en día; estos dos
‘populismos’ históricos no se refieren, por tanto, al problema que traigo en este ensayo.

El ‘populismo’ como problema, como disfunción política, reaparece en diferentes


conceptualizaciones. El estadounidense William H. Riker1, de la escuela de Rochester, uno
de los pioneros en aplicar teorías económicas neoclásicas a la ciencia política, es un ejemplo
paradigmático de lo que le sucedería. Este influyente politólogo definió como populismo lo
que sería la idea ‘rousseauniana’ de ver la democracia, que esperaría que el gobierno y las
políticas públicas correspondieran a lo que quieren los electores, lo que Riker consideraba
que no sería factible. Asimismo, defendía que se adoptara lo que sería la forma
‘madisoniana’ de ver la democracia, lo que llamó idiosincráticamente de ‘liberalismo’: si
hubiera la posibilidad (aunque no cumplida) de que un mal político fuera rechazado, sería
condición suficiente para que el sistema fuera considerado democrático.

Queda obvio que su preocupación no era muy democrática; el propio James Madison
sostenía que el gobierno representativo necesitaba filtros para que la estupidez de la gente
no pusiera imbéciles e incapaces en el poder. El diagnóstico de Gerry Mackie2 podría
aplicarse a muchos autores que defendieron la existencia de una forma populista de hacer
política, como espero demostrar a continuación: “Lo que el resto del mundo llama
democracia, Riker llama populismo [una denominación cuya connotación varía de débil a
fuertemente peyorativa]; de este modo, él sigue como un demócrata mismo rechazando la
idea de que un gobierno debería corresponder a lo que los ciudadanos juzgan ser lo mejor”.

Después de la era neoliberal de la década de 1990, Sudamérica vio gobiernos de izquierda


electos en casi todos los países, lo que se denominó ‘marea rosa’. Muchas de las
interpretaciones de lo que pasaba en el subcontinente dividieron los casos en dos tipos, lo
que llamé ‘tesis de las dos izquierdas’: uno de ellos sería la izquierda correcta the right left,
muchas veces llamada ‘socialdemócrata’, mientras la otra, la de Hugo Chávez, Evo Morales
y otros, sería ‘populista’ 3 . Entre los rasgos identificados por aquellos autores en el
‘populismo’ sudamericano del comienzo del siglo XXI estaban el liderazgo de políticos
outsiders personalistas y carismáticos, desvinculación a partidos institucionalizados,
desprecio por las leyes vigentes, discurso polarizado e irresponsabilidad en la gestión
económica. Además de muchas veces injusto con los casos reales, este diagnóstico, en
contraste con la idea de que la buena izquierda debe aceptar la economía de mercado, ser
moderada, no cambiar las leyes, etc., apunta a una preocupación ajena a la democracia.

Uno de los más destacados autores de ‘las dos izquierdas’, Francisco Panizza, dice que “(…)
el populismo es un modo de identificación política disponible a todo actor político que opera
en una formación discursiva en la cual la noción de la soberanía popular y su corolario
inevitable, el conflicto entre los poderosos y los excluidos, son elementos centrales de su
imaginario político (…)” y que ” (…) la construcción discursiva del pueblo excluido
reclamando el ejercicio de la soberanía en una relación de antagonismo con el statu quo
(entendido tanto como las ideas y valores dominantes como el sistema político) es pues de la
esencia del populismo”.

Como he ironizado en otro texto4, en esta definición se podrían incluir casos tan dispares
como los partidos de masa marxistas del fin del siglo XIX o los movimientos fascistas y nazi
europeos de los años 1930 y 40. Sin embargo, los ejemplos del propio autor tal vez sean aún
más significativos para demostrar como es flojo el ‘populismo’ como concepto: “(…) la
identificación populista puede ser usada por grupos de extrema derecha europea para
trazar la frontera antagónica entre el pueblo blanco que se ve excluido del mercado de
trabajo y privado de su identidad cultural y la oleada de inmigrantes que amenaza su lugar
en la sociedad, por Osama Bin Laden para llamar a los pueblos árabes a luchar por su
soberanía contra las potencias occidentales que ocupan sus territorios y buscan destruir su
fe o por Evo Morales para reivindicar la soberanía de base étnico-popular del pueblo
boliviano oprimido por 500 años de conquista.”

De hecho, Ernesto Laclau, aunque con intención muy distinta y reivindicado por
investigadores que ven como positiva la emergencia de esta nueva izquierda, tiene una
concepción muy semejante del populismo: como modo de construir lo político, siendo un
significante vacío que puede ser utilizado por grupos muy diferentes, reaccionarios o
progresistas, para construir una hegemonía de carácter popular. Como observó Fabricio
Pereira da Silva5, la definición de ‘populismo’ de Laclau se asemeja a la de Panizza, para
quien ‘la identificación populista tiene un contenido relacional y no sustantivo en cuanto
puede ser articulado a elementos ideológicos muy diferentes’. La intención de Laclau no es
la misma de Panizza y otros, pero ¿por qué intentar salvar a un término peyorativo que se
aplica a casi todos?

Uno de los más destacables autores del debate europeo sobre populismo, Cas Mudde dice
que se trata de una ideología distinta, pero superficial, con estrecho rango de conceptos,
moralista y no programática, sin la consistencia de ideologías como el liberalismo y el
socialismo. Sin embargo, dice también, de modo semejante a lo que dijo Panizza, que se
puede combinar a varias otras ideologías, como comunismo, ecologismo, nacionalismo o
liberalismo. Lo que sería esencial al populismo sería la distinción normativa entre ‘élite’ y
‘pueblo’, de modo maniqueísta, donde todos son amigos o enemigos, no siendo posible hacer
acuerdos porque esto ‘corrompería’ la pureza: “Los opositores no son solamente personas
con distintas prioridades y valores, ¡ellos son malos!”6 La ironía de Mudde no disfraza la
cuestión no contestada por él: ¿Qué ideología es esta que puede ser cualquier ideología,
siempre que superficial y polarizada? El propio concepto de Mudde, igualmente próximo al
de Panizza, parece contradictorio e inconsistente: es una ideología específica pero no tiene
contenido propio y se mezcla a cualquier ideología.

Básicamente, se puede ver que a menudo cualquier polarización política que desafíe el statu
quo, mismo que democrática, es considerada peyorativamente como populista y como un
problema para la propia democracia. Los casos liberales presentados como populistas en
general son claramente autoritarios o, casi siempre, poco estables para los negocios. La
acusación de populista, por tanto, puede tener menos relación con lo que se defiende y más
en cuanto se opone al capitalismo o no presenta estabilidad para el libre mercado. Esto hace
posible que neofascismo, fundamentalismo religioso, demagogia de políticos conservadores
personalistas o la izquierda radical aparezcan en el mismo tipo: uno donde están
clasificados los irresponsables, que no respetan a las instituciones, que son un peligro para
la democracia. Al mismo tiempo, regímenes estables para el libre mercado, mismo que con
rasgos autoritarios, no son presentados como malos para la democracia.

La confusión que esta idea débil de populismo impone a la democracia es significativa. ¿Qué
ejemplo de caso llamado ‘populista’ no podría tener el término sustituido por ‘demagogo’ o
por ‘popular’? ¿La política popular es siempre demagógica? Esto parece ser lo que piensan
autores del populismo desde Riker, y es una idea heredera del pensamiento liberal más
demofóbico desde Benjamin Constant, Tocqueville, Madison, etc. Mientras la extrema
derecha crece en distintas partes del mundo, basándose en prejuicios, falta de solidaridad,
ataque a los derechos, odio y miedo, son acusados de ser semejantes a este neofascismo
todos los proyectos radicales que piensen seriamente en alternativas al capitalismo y en
cómo mantener los derechos y buscar la igualdad. Asimismo, todos serían populistas, salvo
los que defienden el ‘responsable’ mantenimiento del statu quo, con la máxima libertad para
los inversores, al mismo tiempo que el bienestar cae y que los derechos disminuyen.

El libro de moda, Cómo mueren las democracias, de Levitsky y Ziblatt7, es buen ejemplo del
problema que subrayo en este ensayo. ¿Están realmente apuntando a la muerte de las
democracias? ¿O denuncian los regímenes peligrosos para el capitalismo? Para dichos
autores, son populistas casos tan dispares como el fujimorismo (¡que cerró el Congreso!), el
nazismo y el fascismo italiano, Erdoğan, el chavismo y el ecuatoriano Rafael Correa. Los
insiders aparecen en el libro como baluartes de la democracia mientras los outsiders son
presentados como un riesgo para que ella sobreviva. Levitsky y Ziblatt descuidan que el
propio establishment puede querer la ruptura democrática, lo que es esencial para que se
puedan comprender muchos de los nuevos retrocesos democráticos, como golpes de Estado
a través de la acción de los parlamentos y de las cortes.

De manera muy semejante a Hamilton, los autores que decían estar preocupados con la
muerte de las democracias se muestran más elitistas que democráticos: “Dicha visión está
equivocada. Ella espera demasiado de la democracia –que ‘el pueblo’ pueda dar forma,
como quiera, al tipo de gobierno que tiene… Sin embargo, en algunas democracias, líderes
políticos están atentos a las señales y tomam medidas para garantizar que los autoritarios
se queden al margen, lejos de los centros de poder. Aunque las respuestas populares a los
llamamientos extremistas sean importantes, todavía más importante es saber si las élites
políticas, y sobre todo los partidos, sirven como filtros.”8

La analogía a Hamilton no es accidental, como queda claro cuando ellos dicen que sus
‘fundadores estaban profundamente preocupados por la salvaguardia de la democracia’, y
por eso querían que se eligiera un presidente, pero ‘no confiaban plenamente en la
capacidad del pueblo de evaluar la aptitud de los candidatos al cargo’. ¿Qué democracia
estaban salvaguardando? ¿Era realmente la democracia? ¿Qué es un filtro democrático? ¿Es
democracia un régimen donde no es el pueblo quien elige? ¿Con la muerte de quién se
preocupan estos autores que ven algo sin forma llamado ‘populismo’ como amenaza?

De hecho, los autores parecen más preocupados por la supuesta ‘moderación’ ideológica
que por la democracia. Por esto, no les parece inaceptable que la oposición concluya, ‘por el
bien’ del país, que el gobierno deba hacer retroceder a través del impeachment o golpe.
Igualmente, Salvador Allende, que quería imponer legalmente con mayoría parlamentaria su
programa socialista en Chile, ahí es presentado como el otro lado del extremismo, no
cualitativamente diferente de la oposición de derecha que le quería derribar.

Levitsky y Ziblatt consideran que ningún demogogo extremista fue presidente de los EE.UU.
antes del 2016 (antes de Trump), mismo discutiendo, en otra parte del libro, que la Ley
Patriótica de 2001, que redujo las libertades civiles, trajo medidas autoritarias sólo
aceptadas porque existían crisis de seguridad tras el 11 de septiembre. Este diagnóstico,
por tanto, fue insuficiente para que Bush no fuera clasificado por ellos como uno de los
presidentes ‘moderados’ estadounidenses, del mismo modo que todos los demás presidentes
que entraron en guerras o apoyaron golpes de Estado en otros países en el contexto de la
guerra fría o de la geopolítica del petróleo. En cambio, Levitsky y Ziblatt consideran que los
‘populistas’ Evo Morales y Rafael Correa actuaron en contra de las instituciones
democráticas en Bolivia y en Ecuador.

Los cuatro indicadores de comportamiento autoritario que Levitsky y Ziblatt apuntan están
correctos (aunque los autores no se preocupen con otros elementos antidemocráticos y que
descuiden muchos casos reales que están enmarcados en los indicadores, pero les agradan
ideológicamente): 1) rechazo a las reglas democráticas de juego, 2) negación de la
legitimidad de los oponentes políticos, 3) apoyo a la violencia y 4) restricción de las
libertades civiles de los opositores y de los medios.

Es interesante que la argumentación de los teóricos que defienden el ‘populismo’ como


categoría de análisis frecuentemente ve como un problema la polarización, y trata la
negación de la legitimidad de los opositores y la restricción a sus libertades como sus
consecuencias naturales. Defienden lo que llaman ‘moderación’, en la que las diferencias
ideológicas entre los contendientes deben ser mínimas. Todos deberían estar de acuerdo
con la economía de mercado, con el libre comercio, con un mundo donde algunos países
tienen más poder que los demás. Cualquier idea diferente es extremista. Cualquier medida
antidemocrática no ‘demasiado’ violenta en favor del libre mercado es normalmente
democrática y legal, o al menos no suficientemente dura para que la llamemos autoritaria.

La polarización es normal en un régimen democrático. Si la democracia necesita que las


diferentes ideas aparezcan y disputen los corazones y las mentes, no las debemos callar,
sino garantizar que sean defendidas. La supuesta ‘moderación’, que de hecho es la defensa
radical del statu quo capitalista, no es lo que necesita la democracia. Lo necesario es que la
polarización y la disputa de ideas ocurran, en los términos de la politóloga belga Chantal
Mouffe9, de modo ‘agónico’ y no ‘antagónico’: “(…) el propósito de la política democrática es
construir el ‘ellos’ de modo de que no sean percibidos como enemigos a ser destruidos, sino
como adversarios, es decir, personas cuyas ideas son combatidas, pero cuyo derecho de
defenderlas no es cuestionado”. La polarización agonística no es una amenaza a la
democracia, sino una necesidad para su existencia, rechazándose que el conflicto sea
suprimido por un orden autoritario.

Para Ralph Miliband10, ‘democracia capitalista’ es una contradicción de términos, porque


engloba dos sistemas opuestos: “(…) mientras el capitalismo es un sistema de organización
económica que demanda la existencia de una clase relativamente pequeña de personas que
posee y controla los principales medios de la actividad industrial, comercial y financiera,
bien como la mayor parte de los medios de comunicación (…)”, ejerciendo ” (…) un grado de
influencia totalmente desproporcional en la política y en la sociedad (…)”, la democracia se
basa en la negación de esta preponderancia y requiere una profunda igualdad de
condiciones. Aunque uno no quiera ir tan lejos como Miliband, no se puede negar que la
democracia necesita que se limite el impacto del poder económico sobre las disputas
políticas.

Este ensayo denuncia que los autores del ‘populismo’ no sólo no lo quieren limitar sino que
defienden la destrucción de la polarización entre los que intentan frenar la influencia del
poder económico y los que sostienen el statu quo. Si queremos defender la democracia,
debemos parar de defender las condiciones ideales para el lucro capitalista como requisito
democrático y empezar a condenar lo que efectivamente amenaza a la democracia, al
debate, a las disputas limpias y pacíficas y a la voluntad del pueblo. Ver neofascismo y
fundamentalismo religioso como equivalentes a quienes denuncian el imperialismo y la
explotación capitalista significa no defender verdaderamente la democracia. Echemos el
‘populismo’ a la basura, porque no nos sirve. Política popular y demagogia sólo son lo mismo
para los defensores del statu quo basado en exclusión.

Guilherme Simões Reis es politólogo, reside en Rio de Janeiro.

Doctor en Ciencia Política y Profesor de la Escuela de Ciencia Política de UNIRIO.

Notas bibliográficas

1
RIKER, William H., Liberalism against populism: A confrontation between the theory of
democracy and theory of social choice, W. H. Freeman, San Francisco, 1982
2
MACKIE, Gerry Democracy defended, Cambridge University Press, Cambridge, 2003, p.
418

3
Son ejemplos de la tesis de las dos izquierdas: CASTAÑEDA, J. G. Latin America’s Left
Turn Foreign Affairs, v. 85, nº 3, 2006, LANZARO, J. Gobiernos de izquierda en América
Latina: entre el populismo y la social democracia Una tipología para avanzar en el análisis
comparado, 2007. Análise de Conjuntura OPSA, nº 12. LUNA, J. P. The Rise of the Left and
Latin American Party Systems. 2007 PANIZZA, F. La marea rosa. Análise de Conjuntura
OPSA, nº 8, 2006 SELIGSON, M. A. The Rise of Populism and the Left in Latin America.
Journal of Democracy, v. 18, nº 3, 2007. WEYLAND, K. The Rise of Latin America’s Two
Lefts: Insights from Rentier State Theory. Comparative Politics, v. 41, nº 2, 2009

4
REIS, Guilherme Simões Um século de política europeia (contado como se fosse na
América do Sul). Insight Inteligência, v. 64, 2014, p. 90-98

5
PEREIRA DA SILVA, F., Vitórias na crise: Trajetórias das esquerdas latino-americanas
contemporâneas, Río de Janeiro, Ponteio, 2011.

6
MUDDE, Cas, The Populist Zeitgeist, Government and Opposition, v. 39, nº 4, p. 544, 2004.

7
LEVITSKY, S., ZIBLATT, D., Como as democracias morrem. Río de Janeiro: Zahar, 2019

8
Levitsky y Ziblatt, 2019, p. 27-28.

9
MOUFFE, Ch., Por un Modelo Agonístico de Democracia. Rev. Sociol. Polít., nº 25, 2005.
Hay que subrayar que el hecho de que Mouffe reivindica el conflicto agonístico no impide
que también utilice el término ‘populista’ que aquí se critica. De modo semejante a Laclau,
que fue su cónyuge y colaborador intelectual, Mouffe defiende un ‘populismo de izquierda’.

10
MILIBAND, Ralph Socialismo para una época de escépticos, Siglo Veintiuno Editores,
Ciudad de México, 1997

También podría gustarte