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Parcial N°1 – parte I

Literatura Española

Lorena Mira
DNI: 51.701.703

1.A) Sintetizar las diversas posiciones críticas estudiadas en torno a la cuestión de la autoría del
Poema de Mío Cid.

Se pueden reconocer dentro de la producción crítica en torno al Poema de Mio Cid dos tendencias
dominantes según Funes, en su introducción a este cantar de gesta de la épica castellana (2007),
conservado en el códice de Vivar por Per Abbat en 1207. La primera tendencia refiere a la perpetua,
si se quiere, contienda entre neo-tradicionalistas y neo-individualistas, mientras que la segunda
tendencia es aquella que busca superar la vieja discusión entre ambas tradiciones para enfocar el
estudio desde nuevas perspectivas. Es por esto que resulta pertinente comenzar describiendo por las
tradiciones que componen la antigua polémica instalada en el siglo XX en torno a este poema
medieval —buscando siempre fijar la atención a la cuestión de autoría—, en un intento por hilar
una especie de recorrido histórico de la crítica cidiana, hasta llegar a las más cercanas a nuestro
tiempo.

En 1908, Ramón Menéndez Pidal publica su editio maior en la que desarrolla todas aquellas
categorías que conformarán la “lectura canónica” del poema hasta los años 70, enmarcadas en la
interpretación histórica, literaria y cultural del neo-tradicionalismo, de la cual él es fundador. La
visión pidalina sostiene que la autoría del cantar es anónima y popular, compuesto por algún juglar
—no culto— de Medinaceli de forma oral, y con un fuerte carácter colectivo; en el sentido de las
diversas refundiciones (intervenciones) orales que puede producir la circulación del poema de juglar
en juglar. Para esto último Pidal acuña el concepto de “autor-legión”, en tanto comprendía que
existía una tradición oral que buscaba constantemente conservar y recrear relatos épicos —de aquí
que el relato heroico pasase de juglar en juglar—, en los que la variación que cada juglar producía
conformaba los diversos “estadios” que el poema podía alcanzar, todos estos bajo el anonimato; es
decir, quien recitaba el poema y lo intervenía de alguna u otra forma, no considera a la obra como
suya, en cambio, consideraba que era parte de una tradición. Sin embargo, en la primera revisión
que realiza Menéndez Pidal (1940-1943) a sus ideas, llega a la conclusión de que existió una doble
autoría en tanto un primer juglar “primitivo” que recurre a la improvisación, y un segundo juglar
“refundidor” influido por los mecanismos de memoria e innovación, ambos procedimientos
enmarcados en la oralidad.
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Por otra parte, y en contraposición al tradicionalismo pidalino, el neo-individualismo va a
definir que la autoría del cantar es culta e individual, es decir, no fueron juglares anónimos
componiendo con esta idea de “comunitario” que elabora Pidal, sino que se trataba de un único
individuo, un clérigo letrado, quien creaba el cantar. Debía ser alguien que supiese escribir, puesto
que les resultaba inconcebible a los individualistas que un iletrado, aquellos juglares que postula
Menéndez Pidal, pudiesen producir una obra como el Poema de Mio Cid, más aun en el contexto de
una exclusiva producción verbal. Es Joseph Bédier, un erudito francés, quien brinda esta marco
interpretativo opuesto al neo-tradicionalismo, que si bien parte del positivismo como Menéndez
Pidal, se trata de uno más radicalizado, con una pérdida de la perspectiva romanticista que aún
mantenía la visión pidalina y que permitía hablar de tradiciones épicas castellanas, por lo que los
postulados de Bédier pasan a basarse firmemente en las evidencias documentales. Estas evidencias
situaban el origen de la épica románica en la épica francesa, por lo que apuntaban a que el poema
había sido obra de un poeta individual culto, compuesto con finalidades propagandísticas clericales
mediante el texto poético (Funes, IXXXIII).

Se podría decir que la diferencia elemental entre ambas posturas —como indica Funes en su
introducción— se encuentra en donde ubica cada una la naturaleza de la épica castellana. Mientras
que Bédier ubica el origen en la épica francesa, que le permite pensar una autoría culta escrita
individual, clerical y propagandística, Menéndez Pidal ubica el origen en la épica germánica, la cual
se precede por su tradición oral juglaresca y noticiosa, historicista en gran medida, haciéndose
lógico para el tradicionalismo entonces que la épica castellana haya heredado estos aspectos, y le
designe en consecuencia la autoría del cantar a juglares iletrados.

Ahora bien, la segunda tendencia que se identifica alrededor de los estudios críticos cidianos
se podría situar —el surgimiento o momento en el que comienza a tener importancia— junto con el
“movimiento revisionista” del hispanismo inglés, del cual Funes detecta un claro antecedente en
William Entwistle, y un padre fundador en Peter Russel. Resumidamente, Entwistle (1933) plantea
que el cantar es la labor de un poeta individual hecho en un momento y lugar determinado por
escrito, aunque toma distancia de Bédier sobre que se tratase de propaganda clerical. Russel (1952-
1958), por otra parte, postula una autoría culta, pero no considera que sea correcto separar
tajantemente juglares de clérigos, ya que es esperable que ese autor culto utilice recursos
juglarescos. Ambos, Entwislte y Russel, procuraron nunca entrar en conflicto con la antigua
polémica entre tradicionalistas e individualistas. A partir de aquí surgieron estudios de personas
como Colin Smith, quien postuló que se le podía adjudicar la autoría a Per Abbat (1984), es decir,
que no fue un simple copista; aun así, esta idea fue muy rechazada.

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Luego, aparecieron posturas que resultaron más conciliatorias entre el neo-tradicionalismo y
el neo-individualismo. Germán Orduna (1985) propone dos etapas de producción, una primera que
es oral y una segunda que es escrita; existen testimonios que datan al Poema de Mio Cid
perteneciente a un largo proceso de tradición oral, con una posterior “puesta por escrito” de un
estadio alcanzado por esa oralidad de la épica castellana, pasando a su vez por una “tradición
escrita” hasta llegar a lo que se conoce hoy en el códice de Vivar. Denomina la etapa oral como
etapa aédica —a la cual entiende anónima—, e indica que la etapa escrita sólo puede suceder en
cuanto los materiales de manuscritura comiencen a ser más accesibles, suceso que ubica a fines del
siglo XII, además considera una convivencia entre juglares y clérigos, puesto que era un momento
que necesitaba de la influencia de ambas prácticas convergiendo. Para continuar con la ideas de este
autor, con el comienzo de la etapa escrita, la oralidad comienza perder hegemonía y se instaura la
escritura en su lugar, inaugurándose la tradición escrita en donde la transmisión del poema sería
escrita (la copia), en la que podía suceder dos cosas: que el copista no tuviera iniciativa ante la obra
y se limitase sólo a copiarla tal cual, siendo fiel a la copia precedente, o que el copista tuviera
iniciativa y decidiera intervenir la obra. Leonardo Funes, a diferencia de Orduna, no concibe la
existencia de dos etapas, sino que aquella obra nacida en la oralidad en algún momento fue puesta
por escrito por dos autores en conjunto —un juglar analfabeto y un clérigo letrado—, o por alguien
que cumpliera con ambos roles: juglar letrado o clérigo ajuglarado.

Bibliografía

Funes, L. (2007) “Introducción” a Funes, L. (ed.) Poema de Mio Cid, Buenos Aires, Colihue, pp.
VII-CXXVII.

Orduna, G. (1985) “El texto del Poema de Mio Cid ante el proceso de la tradicionalidad oral y
escrita”, Letras (UCA) XIV, pp. 57-66.

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