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Miércoles, 22 de abril de 2015

Dar el ejemplo
En esta “sociedad del espectáculo”, en la que se vulgariza todo tipo de conducta,
quienes poseen el poder han caído en habituales actitudes de chabacanería en el
deseo de parecer más modernos y desinhibidos, más desprejuiciados y jóvenes,
sin tener en cuenta la influencia que tienen en la conformación del “ser social” y el
deber de asumir su rol formativo.

Por Guillermo Jaim Etcheverry - Médico y educador - Especial para Los Andes

Durante siglos las clases dirigentes asumieron la responsabilidad de mantener las pautas de
conducta social que hacen posible la civilización. Casi siempre vivieron al servicio de valores e
ideales exigentes. No descuidaron sus obligaciones mientras ejercían sus derechos.
Entendieron la nobleza como sinónimo de vida esforzada: de allí proviene la expresión
“nobleza obliga”.

Un rasgo distintivo de la sociedad actual es la falta de percepción por parte de sus dirigentes
de una de sus mayores responsabilidades: la de asumirse como ejemplo. Hoy vemos que, en
lugar de conducirse como cabe esperar en quienes desempeñan posiciones sociales
destacadas, esos dirigentes buscan imitar el comportamiento de los sectores menos
educados, en un intento de “popularizarse”.

Lo hacen olvidando que, además de sus misiones específicas, tienen la no menos importante
de constituir ejemplos sociales destinados a promover el mejoramiento de las conductas y de
las relaciones entre las personas.

Para ilustrar esta idea recurrí no hace mucho a un episodio que se recordó al cumplirse tres
décadas del regreso de la Argentina a la vida democrática. En un artículo periodístico escrito
por Dani Yako, se reproducía el diálogo que Raúl Alfonsín mantuvo con su mujer al
confirmarse el triunfo electoral en la noche del 30 de octubre de 1983.

“Lorenza, prepará el traje que nos vamos”, le reclamó. Ella sugirió: “Así, en camisa estás
bien...”, a lo que Alfonsín respondió: “No señor. Soy presidente electo y voy a ir de traje.”
Se trata de un gesto menor pero que pone de manifiesto la conciencia que el presidente tenía
del significado que para los ciudadanos había adquirido su persona a partir de ese momento.
Ya era algo más que él mismo, representaba a una institución, y eso condicionaba su
conducta. Le creaba nuevas obligaciones.

Esa percepción es la que se ha perdido, no sólo entre los políticos sino en el conjunto de la
clase dirigente. Un hecho que también puede parecer menor pero que resulta muy
trascendente es la muy extendida costumbre de muchos personajes públicos a utilizar un
lenguaje grosero y vulgar para expresarse, así como a descalificar con insultos al ocasional
adversario.

De esta manera, los dirigentes sancionan un modo de hablar y de actuar muy distante del
apropiado para la armónica convivencia social. Esto se debe sin duda al borramiento de los
límites que separan la vida privada de las personas de su vida pública que caracteriza a
nuestra época. Hoy la esfera privada se ventila abiertamente en la arena pública.

La banalización de su dirigencia deja a la sociedad desprovista de ejemplos que le ayuden a


afirmarse cuando intenta superar las crisis que cada tanto la afectan. Más aún, esos modelos
de superficialidad personal agravan tales crisis porque debilitan aún más las instituciones que
circunstancialmente representan.

Como por definición estas instituciones son formales, resulta paradójico que quienes asumen
su representación se desesperen por ser vistos como informales.

No advierten que al asumir la representación de instituciones sociales, adquieren el


compromiso tácito de respetar su simbolismo y reflejar el prestigio que a ellas acompaña.
Cuando esto no se cumple las instituciones que encarnan pierden la trascendencia que las
hacen respetables y respetadas.

Lo que sucede es que en la “sociedad del espectáculo” en la que vivimos, caracterizada por la
vulgarización de las conductas, no importan tanto la reflexión y el juicio fundado sino la
presencia permanente en la atención pública exhibiendo rasgos que, según se piensa,
aproximan a la realidad cotidiana de las personas.

Porque esta conducta parte, además, del supuesto que en la intimidad de todos los hogares
reinan la vulgaridad y la grosería. Cuando la dirigencia se muestra bajo ese aspecto está
sosteniendo que si ese no es el caso, debería serlo.
Esa es la función de ejemplo negativo que se cumple cuando no se toma conciencia del rol
social que se desempeña, lo que se comprueba con frecuencia, por ejemplo, al escuchar
expresarse a integrantes de los poderes del Estado.

Lo más grave es que se extiende la indiferencia social ante esta generalización de lo grosero y
chabacano, indiferencia que en realidad esconde el deseo de parecer más modernos, más
desinhibidos, más desprejuiciados, más jóvenes.

Sin embargo, es a éstos, a los jóvenes, a quienes les mostramos con nuestra conducta la que
ellos deberían seguir porque la dirigencia ha tenido y continúa teniendo una profunda
influencia en la conformación del “ser social”.

Se ha repetido hasta el hartazgo que el ejemplo enseña mucho más que las palabras, pero en
los hechos concretos esta convicción no se pone de manifiesto. Inútil será la prédica de
padres y maestros si los dirigentes exponen conductas totalmente opuestas a los valores que
se dice sostener.

Es evidente que el ejemplo al que he recurrido, el del uso de la lengua, es casi insignificante
ante inconductas y ejemplos de corrupción mucho más graves que se podrían citar para
mostrar la evidente pérdida de la conciencia de rol que caracteriza a las dirigencias actuales,
que parecen no llegar a comprender que su función circunstancial exige respetar lo que
representan.

Suelo recordar, a propósito de esta cuestión, un relato de la antigua Roma que escuché al
profesor René Balestra. Contemplando a los soldados que lo aclamaban, Pompeyo -que
vestía toga púrpura denotando su poder y autoridad como general y tribuno- pensó que
aquella gente seguramente antes había saludado con igual respeto a todo el que hubiera
exhibido esos mismos atributos.

Dirigiéndose a su amigo y ayudante Licinio, le dijo con la mirada fija en la tropa: “Sabes
Licinio, sólo la autoridad de ser dignos nos pertenece para siempre. El poder y la púrpura son
prestados. Le pertenecen a Roma”.

Es preciso advertir con humildad que son las sociedades las que “prestan” el poder y la
púrpura, las que hacen que quienes representan sus instituciones, y sólo durante un tiempo,
trasciendan a sus personas privadas.

Por eso es importante que quienes asumen esa representación tengan clara percepción de su
rol formativo, que adviertan que se instalan como modelos por el solo hecho de cumplir una
función social relevante.
Deberíamos dar el ejemplo de una conducta que responda a preocupaciones y actitudes más
elevadas que las que hoy nos complacemos en mostrar, asumiendo un mayor compromiso
con el rol social que, muy circunstancialmente, nos ha sido concedido en préstamo.

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