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Un líder humilde nos recuerda a un cuadrado redondo. Nos hemos dedicado durante los
últimos años al análisis filosófico de las cualidades humanas que se relacionan con la
dirección de las organizaciones...
No obstante, la contradicción al parecer implícita entre esos dos conceptos (dirigir una
organización y ser humilde) nos retraía de abordar con descaro este tema,
arrinconándolo en el subconsciente, de donde reaparecía ante cada nuevo asunto o
nueva obra destinada a la antropología de la dirección.
Aristóteles, por su parte, se encuentra influido por los fines primitivos del honor en la
antigua cultura griega. No teniendo aún el griego homérico una medida de su propia
dignidad personal, calibraba esta dignidad con la opinión que los demás tuvieran de él.
Y careciendo de una clara idea de la inmortalidad personal, como sí se tiene en las
tradiciones judeo-cristianas, el hombre tendía a inmortalizarse cultural o históricamente
por medio de la fama y el honor ante los demás. Pensamos que Aristóteles evolucionó
de alguna manera este concepto de dignidad avalado por la fama, entendiendo la fama
más en el sentido de tener buena fama que en el de ser famoso.
Sin embargo, como hemos dicho, en el IPADE nos hicimos la pregunta: ¿necesita el
empresario ser humilde? La hicimos sabiendo ya que se nos daría una respuesta
negativa. Estamos sorprendidos de que la humildad se encuentre tan devaluada entre
los que cargan sobre sí las instituciones de mayor rango en la sociedad contemporánea.
Sin embargo, nuestra tesis es que el liderazgo se asienta con firmeza en la humildad, la
participación, el desarrollo de las personas y la confianza. Nos referiremos ahora sólo a
la humildad y a la confianza.
Podría por ello pensarse que nuestro filósofo catalán quiere referirse aquí a otro tipo de
negocios distintos de aquellos con los que tenemos que habérnoslas nosotros. Pero no
es así: adelantándose a nuestras conjeturas, Balmes titula su capítulo de una manera
casi paradójica: la humildad en relación con los negocios mundanos, lo cual tampoco
nos extraña en el momento presente de las empresas, que tanta importancia le dan, con
razón, a sus aspectos culturales (y las virtudes son el factor más importante de toda
cultura). Son muchos los benéficos frutos que recibe el hombre humilde en la dinámica
de su acción práctica, y Jaime Balmes es exhaustivo, aunque conciso, profundo y
ameno en su descripción.
b) Otra de las cualidades que brotan en nosotros cuando adoptamos una actitud
humilde en nuestras acciones prácticas es la disposición permanente de pedir consejo.
Esto no ya porque tengamos en poco nuestra inteligencia, acerca de la cual poseemos
muchas experimentales pruebas de sus frecuentes y —a veces inconfesadas—
equivocaciones, sino porque tenemos en mucho la de los demás, «aún de los
inferiores», nos dice el filósofo español.
c) Escogemos aún otro fruto inapreciable de la humildad, de entre los muchos que
nuestro filósofo nos proporciona, y esta vez nos complace citarlo literalmente: «la
humildad... es la verdad, pero aplicada al conocimiento de lo que somos (...) no nos
deja creer jamás que hemos llegado a la cumbre en ningún sentido, ni cegarnos hasta el
punto de no ver lo mucho que nos queda por adelantar y la ventaja que otros nos
llevan».
La humildad no es apocamiento, añadimos nosotros, sino estímulo y acicate de
superación. Sólo si nos sabemos menos, pretenderemos ser más. Que la humildad sea
la verdad obliga a una conducta que a muchos les parece impropia: saber rectificar, y
rectificar sobre todo si la equivocación versa sobre sí mismo.
Pues bien: cualquier persona que ocupe un puesto en los cuadros directivos de la
empresa asume, por ese solo hecho, la responsabilidad de aceptar y conseguir estas
cuatro finalidades institucionales, además de las que cada empresa en específico haya
determinado para concretarlas.
El cumplimiento, al menos, de estos cuatro objetivos institucionales es, por otro lado,
la principal responsabilidad social de la empresa. No puede ser íntegro quien es
socialmente irresponsable. Para alcanzar estas metas o finalidades, resulta patente que
el director ha de olvidarse de sí mismo, lo cual es una nota fundamental de la
humildad.
Acontece también con la última de las finalidades que hemos señalado: preocupación
por el futuro de la empresa. El hombre que no se busca a sí mismo, que conserva de
modo permanente una perspectiva de humildad, se preocupa no ya de lo que es ahora la
empresa con él, sino de lo que será de ella sin él. Poner los medios para que la
organización siga adelante, en su carrera, es el grado máximo de la propia humildad:
ser consciente de que sus aportaciones son positivas, pero no indispensables.
Tal vez podría pensarse que la creación de riqueza o valor agregado, primera de las
finalidades enumeradas, que coloquialmente se llama ganar dinero, conlleva una
muestra de egoísmo, incompatible con la empresa y el espíritu de servicio propio del
ser humano con humildad. Pero la creación de riqueza no se hace sólo con vistas al
dueño, jefe o directivo, sino que se destina tanto al que dirige la organización como a la
comunidad a la que sirve, a los que trabajan con él y a las generaciones futuras.
La dirección, vista desde la mayoría de sus diversas ópticas posibles, incluye al menos
tres funciones, que corresponden a los tres objetos hacia los que polarmente se orienta:
la situación, la meta y los hombres para alcanzarla, objetos a los que se orientan sus
acciones esenciales: el diagnóstico, la decisión y el mando.
En tercer lugar, debe llevar a cabo el mando de los hombres para que se ejecute lo que
debe hacerse (sea por mí mismo o mediante los demás), a fin de lograr lo que hemos
decidido conseguir.
Diagnóstico, decisión y mando son las tres funciones insustituibles que corresponden a
toda acción directiva para que pueda recibir este nombre: determinar en dónde
estamos, definir los objetivos, y mandar a los hombres —y a mí mismo— para
lograrlos.
Hemos de tener en cuenta que la función directiva no queda monopolizada en o por las
personas de los directores, sino que todo trabajo, incluso el más operativo (aquél cuyas
reglas están integralmente fijadas y sus resultados son científicamente predecibles),
incorpora dentro de sí la dimensión directora de su trabajo.
Pero esto no impide que siempre, en cada trabajo individual, la persona deba
diagnosticar la situación en que se encuentra, definir los objetivos y metas del mismo
—sea concretando, sea superando, sea rebajando las metas señaladas por los
directivos—, y mandar la ejecución correspondiente —sea a sus subordinados, si los
tiene, sea a su propia persona, si carece de subordinados o necesita operar junto con
ellos.
Llegamos así por otro camino a la misma conclusión de las humanidades clásicas, en el
sentido de que, faltando la actitud humilde, falta la condición de posibilidad para toda
virtud, pues se encuentra en la base de cada una de ellas.
Sin embargo, quienes hemos experimentado, aun en grado mínimo, las actividades del
comercio, sabemos que sin la confianza este es imposible, por muchos abogados que
intervengan (casi podríamos decir que a pesar de su intervención). Tomás de Aquino
dejó dicho que sin confianza toda sociedad se hace inviable. Nos aventuramos a
afirmar que esto tiene valor emblemático en esa sociedad constituida por el mundo
mercantil. A un comerciante que no guarda su palabra se le tiene desconfianza, no ya
en su oficio, sino en su persona; nadie puede hacer negocios cuando la persona misma
no es de fiar.
Son muchos, dice, los aspectos que afectan el comportamiento de las personas, pero «la
gran mayoría de los estudios sobre este tema llegan a un mismo principio: la raíz y
esencia de la dimensión de las personas son la confianza mutua y el compromiso de
ellas con la empresa». Estos dos elementos se refuerzan mutuamente y no pueden darse
el uno sin el otro, pues, en el fondo, son dos caras de una misma moneda que llamamos
lealtad.
Ghoshal y Bartlett han enfocado estas relaciones personales contrastándolas con las de
aquellas empresas que consideran a sus componentes internos como trabajando dentro
de un mercado, en el que cada uno debe hacerse su propio nicho, cuidándose de no ser
desplazado por los demás: «...cada uno opera solo, como agente independiente, movido
por la preocupación aislacionista de satisfacer sus intereses personales».
Tales son, para nuestros autores, la ABB (poner el crecimiento económico y los
mejores estándares de vida al alcance de todas las naciones); la Kao Corporation
(«primero que nada, nosotros somos una institución educativa») y 3M («los productos
pertenecen a las divisiones, pero la tecnología es propiedad de toda la organización»).
Esto sólo se logra «si el personal está convencido de que el beneficio de la corporación
redundará en el suyo propio».
El hacer empresa requiere confianza. Sin confianza no se sabrá hacer «empresa», sino
sólo negocios. La confianza entraña la actitud de que nadie quiere ser más que otros.
Sólo es confiable, verdaderamente confiable, el hombre humilde.
En lo que a nosotros respecta, la experiencia nos muestra los pivotes centrales en que
debe asentarse la confianza, los cuales no hacen más que subrayar sucintamente ideas
que se han reiterado en cuanto configuradoras de la persona humilde como tal:
sinceridad, espíritu de servicio y rectitud de intención. Sin estas características del
director o líder y de los miembros del equipo respecto del director y respecto de sus
demás colegas, la vida de la empresa sería compleja en exceso.