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LA HORA DE LA ETICA EMPRESRIAL.

JOSE M. ORTIZ IBARZ

I.-¿SUPONE LA ETICA UN LIMITE A LAS OPORTUNIDADES DE NEGOCIO?


Es probable que de la respuesta que se le dé a esta cuestión dependa la posibilidad de seguir
escribiendo algo. Porque mentir sería poco ético. Y admitir que la ética limita las posibilidades de hacer
negocios puede conllevar una desventaja más que considerable para quien escribe estas páginas.
Hay que poner las cosas en su sitio. Las oportunidades de negocio tienen muchos límites que, día a
día, aceptamos pacíficamente: las leyes civiles y mercantiles; la propia salud y resistencia, física y psíquica;
hasta la hora a la que uno tiene que estar en su casa si no quiere ser reprendido por su familia. Todo eso, y
muchas más cosas, en su momento pueden impedirnos hacer negocios.
La ética también, claro. Pero lo más característico de los principios morales no consiste en constituir
una barrera para los negocios: más que a evitar algunos males se orientan a conseguir las mejores actuaciones
posibles'. La laboriosidad, el orden, la confianza, la disciplina, la sintonía para trabajar en equipo, son valores
que no representan sino ventajas competitivas.
Por otra parte, no pocos comportamientos de importantes consecuencias económicas se encuentran
condicionados por juicios de valor de alcance moral. Pensemos, por ejemplo, en los sistemas de adquisición y
distribución de sangre para transfusiones. Las donaciones voluntarias suponen un sistema mucho más
eficiente que los métodos estrictamente comerciales. Y, evidentemente, el motivo por el que alguien se hace
donante de sangre es altruista.
Son cada vez mayores los puntos de contacto entre los razonamientos económicos, políticos y éticos.
Y no podía ser de otro modo, puesto que en definitiva el sujeto que decide en sociedad -el ser humano racional-
es el mismo. La ética, en su proyección más amplia, «se desgranará en disciplinas políticas que tendrán un
sentido doméstico, legislativo, estratégico, judicial, retórico»3. La racionalidad de esas disciplinas está
condenada a integrarse.
Es decir, que lo esencial de la rentabilidad no consiste en oponerse a la ética. Porque hay cualidades
gracias a las cuales se trabaja más y mejor, y porque hay muchas otras dimensiones de la vida que suponen
unos límites a la rentabilidad y no por eso son calificadas como algo deplorable: que las leyes regulen las
importaciones y exportaciones es algo bueno para el bien común aunque en una determinada circunstancia a
mí pueda resultarme menos beneficioso; de igual manera, la necesidad de descansar unas horas al día no
persigue esencialmente ser un límite a las posibilidades de enriquecimiento, aunque supone una indudable
restricción a las horas de la jornada de trabajo.
Por tanto, la respuesta a nuestra pregunta inicial bien podría ser la siguiente: «ni solo, ni siempre».
Las consideraciones éticas suponen un factor, un elemento más, en el análisis de las decisiones empresariales.
Que sea un factor más o menos de moda es irrelevante porque las modas son pasajeras, pero la racionalidad
no se pasa.
En ese sentido en el que la racionalidad no se pasa de moda, no puede ser traspasada, la ética
resulta ser una dimensión inevitable de todas las actividades humanas. También de las actividades
empresariales.
1. ANALIZAR Y EJECUTAR. DEMOSTRAR Y CONVENCER
En todos los ámbitos del saber humano nos encontramos con terminologías propias que no siempre
coinciden con los usos vulgares; en no pocas ocasiones la primera aproximación a un área de conocimientos
consiste en una especie de traducción a los términos a los que uno está habituado. Por eso no es de extrañar
que en el discurso ético sea también preciso tener una cierta precaución.
Las descripciones y explicaciones de los comportamientos humanos no siempre son sencillas; mejor
dicho: casi nunca son tan simples como para que se las pueda etiquetar de una forma rápida e inequívoca. Eso
se traduce en una serie de matizaciones del lenguaje moral que en primera instancia podrían ser denunciadas
como ambigüedades. También es verdad, por el contrario, que en no pocas ocasiones la oscuridad e
indefinición de un discurso moral puede esconder el desconocimiento o la inseguridad de quien achaca a las
cosas una falta de claridad que sólo se da en su pensamiento.
En el discurso ético aplicado a las actividades económicas, como en cualquier discurso, es deseable
hacer compatibles la claridad y el rigor. Tan falso es que las realidades profundas sólo se pueden expresar de
modos oscuros como que las explicaciones sencillas sean necesariamente triviales. Los lagos suizos tienen
fama de dejar ver perfectamente su fondo a pesar de ser muy profundos; y ese es el ideal.
La sencillez de la ética aplicada al mundo de los negocios le vendrá de su conexión con la experiencia
moral ordinaria, de su continuidad con la universal capacidad de todos los hombres para percibir la correcta
conveniencia de algo o su repulsa; el lenguaje corriente a veces llama sentido común a esa capacidad. Todos
poseemos un instinto básico que nos dice cuándo algo nos conviene o nos perjudica, y todos poseemos
también la capacidad de ver más allá -de ver el fondo- que se esconde tras las manifestaciones superficiales.

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Ese sentido común tiene algo de inexplicable, un no sé qué que nos hace pensar que la primera
intuición es la que vale. Quizás no sepamos explicar el porqué, como tampoco sabemos explicar por qué nos
gusta más un cuadro que otro o por qué elegimos ese determinado tono de ropa, pero el hecho de que no
sepamos dar el porqué no nos quita la certeza de que una intuición ha sido correcta.
Junto a ese instinto, y al sentido común, la experiencia va dando también un saber; un saber estar, un
saber hacer, unas formas de actuar que con el tiempo se han demostrado exitosas y que repetimos de modo
casi inconsciente. Ese saber adquirido que facilita el obrar solemos denominarlo prudencia, pero en seguida
notamos que no es un saber del mismo tipo que otros conocimientos que poseemos a los que solemos
denominar científicos.
Para realizar un análisis de la situación de un determinado negocio puede bastar, en principio,
someterlo a un conjunto de parámetros cuantificables. Una auditoría eficiente nos ofrecerá sin duda una
panorámica completa de los estados contables. Pero ese análisis, ¿resulta suficiente para saber qué debemos
hacer? Evidentemente, no. Nadie podrá sustituirnos a la hora de reflexionar sobre los números, a la hora de
decidir a qué variables damos más importancia.
Esta consideración está modificando las exigencias que la sociedad demanda a los profesionales de
la auditoría. Tanto, que hemos comenzado a exigirles más responsabilidades. Un informe contable tiene
efectos no sólo para la propia compañía. Afecta también a terceros: la Administración, los mercados de
inversores, etc. Y al auditor cada vez se le pide más que ofrezca un consejo orientado hacia las políticas a
seguir.
Nuestras Escuelas de Negocios también lo saben. Son conscientes de que junto a las técnicas de
análisis deben preparar a los futuros directivos para que en el futuro estén capacitados para tomar decisiones
correctas. Correctas en todos los sentidos. Se nos ofrecen dos caminos: Chicago versus Cambridge.
Casi siempre que se utiliza la palabra «versus» para unir dos cualidades, o dos culturas, o dos
personas, o dos ciudades, más que reflejar una total oposición se pretende llamar la atención sobre un énfasis.
«Versus», «contra», resulta demasiado contundente. Y más que una confrontación lo que busca es poner un
acento. Me parece que es así como debe enfocarse una cuestión que se refiere a la formación que debe
impartiese.
Kellogg, Chicago, Harvard, Warthon. A juzgar por el ranking de los últimos años, a los de Illinois les
está viniendo bien vivir una hora después de los de Nueva Inglaterra. La competencia entre Escuelas se
traslada también a las Consultorías. Y desde luego que una de las más caracterizadas por el genuino sabor del
Medio Oeste es Andersen Consulting.
Los «Andersenitas» dicen que su metodología de aprendizaje es incluso preferible a los MBA.
Representan la cultura de la ejecución frente a la del análisis. Trabajar todo el día. Trabajar toda la noche. «El
segundo lenguaje de esta firma es el inglés. El primero es la «metodología». ¿Chicago contra Cambridge?
Es una cuestión de acento. A nadie se le escapa que el entorno universitario de Cambridge puede
propiciar más el clima de análisis y reflexión. Pero es evidente que el análisis es previo a la ejecución. ¿Se
puede estar en Chicago sin haber pasado antes por Cambridge? Ya he dicho que incluso el Sol, que lleva
muchos años paseándose por esta tierra, antes de llegar a Chicago ha estado en Cambridge.
Por suerte, eso no se le ha escapado al Director de Estudios de la Escuela que Andersen Consulting
tiene en St Charles, Illinois. «El peligro es que la gente aprenda demasiado de metodología, y demasiado poco
a juzgar cuándo debe usarla y cuándo no» . Exacto. Ese es el peligro: poseer un potencial deslumbrante, y no
saber dónde o cuándo debe ser aplicado.
¿Qué quiere entonces decir Chicago versus Cambridge? Que hay que intentar la síntesis. Las
Escuelas de Negocios, o de Formación de Directivos, se situarán en otro nivel de diferenciación si
verdaderamente consiguen enseñar cómo deben ser aplicados los conocimientos que imparten. Pero a nadie
se le escapa que eso es lo más difícil porque el juicio que versa sobre el sentido de una técnica, ése no es un
juicio técnico.
De todas formas no tiene por qué ser algo complicado puesto que en definitiva tanto los análisis como
las ejecuciones son elementos integrados en todas las decisiones humanas. Un análisis de las decisiones
completo se orienta a la ejecución, y a la vez contempla sus repercusiones cara a futuras decisiones. ¿Será
posible introducir Cambridge en el corazón de Chicago? Hay que intentarlo. A lo mejor lo único que hay que
hacer es intentarlo. Quien lo intente será distinto. Estará a otro nivel.
Ya decía que la profesión de auditor ha ido evolucionando. Las empresas no se conforman con que
simplemente les elaboren sus estados financieros. Piden, cada vez más, consejos estratégicos para su gestión.
Es razonable: si alguien puede cumplir por el mismo precio la función de auditor y consultor...
¿Qué beneficio inmediato reporta una buena auditoría? Internamente, es imprescindible conocer la
situación real de la empresa antes de decidir sobre qué puntos conviene incidir. Cara al exterior, ofrece una
credibilidad ante la Administración, los accionistas y los inversores: ante la sociedad, en definitiva.

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¿Qué responsabilidad tiene el auditor en su trabajo? Parece evidente: hacerlo bien, profesionalmente,
guardando la confidencialidad, evitando aprovecharse ilícitamente de esa información. Pues bien, parece que
las Administraciones de todo el mundo quieren añadir a todo eso una responsabilidad más: la de informar
cuando las entidades auditadas incurran en una serie de situaciones particularmente problemáticas.
Hay que preguntarse si los auditores deben informar de aquellas operaciones que las aseguradoras
realicen con accionistas que controlan una parte importante del capital, de la morosidad generada por cobros
pendientes; si deben tener al corriente a los Bancos Centrales sobre operaciones realizadas por los bancos con
accionistas significativos y altos cargos, y de aquellos riesgos que consideren dudosos. Es decir, que poco a
poco estamos obligando a las empresas de auditoría a que realicen una función de denuncia ante situaciones
que puedan ser fuente de corrupción o que puedan poner en peligro la vida de empresas cuyo descalabro sería
seriamente peligroso.
Este tipo de indicaciones, en todos los países, van en serio. Y si no que se lo pregunten a las firmas
de auditoría que ya han sido amonestadas o puestas en entredicho. Si a eso unimos la moda que se está
iniciando de que los nuevos patrones emprendan procedimientos judiciales contra los que auditaron en el
pasado, o las millonarias multas made in USA por irregularidades, es como para pararse a pensar en el futuro
de esta profesión.
Una posible solución para limitar los riesgos de connivencia entre las empresas y sus auditores sería,
de entrada, limitar el número de años en que una firma de auditoría puede trabajar para una empresa; es decir,
obligar a la rotación. Cuando esto se invoca, se suele aludir a que se trata de medidas exigidas por «el superior
interés público». Parece claro que sobre lo que hay que reflexionar es sobre eso: sobre si el interés público
exige tanto.
Cuando una empresa paga un informe de auditoría, con el citado informe puede hacer muchas cosas,
que para eso lo paga ella, y nadie se lo hace gratis. Puede difundirlo entre sus accionistas, puede enviarlo en
forma de folleto a una Comisión supervisora del mercado de valores, puede archivarlo, o puede abanicarse con
él. Si luego resulta que engaña a la Administración, ésta tiene sus inspectores para descubrirlo. Y si engaña a
los accionistas o a los inversores, aparte de que el mercado le pasará factura más pronto o más tarde, bastaría
con el control anterior para verificar si lo presentado en junta de accionistas o ante la Comisión supervisora es
coincidente con los balances presentados ante la Administración. Eso ya es velar por el bien común.
Pero cuando la Administración quiere aprovecharse además de los informes de los auditores, me
parece que está pidiendo demasiado para lo que ofrece a cambio. Eso podría exigirlo si ella pagara las minutas
de las auditorías. Además, está dejando en mal lugar a sus propios inspectores fiscales.
La otra medida, la de la rotación, todavía es más problemática. Porque parte de un principio contrario
a la presunción de la inocencia. Y porque la solución que ofrece es claramente contraria a la libre competencia.
De hecho, quien mejor está haciendo ahora las auditorías se verá obligado a regalar el mercado a sus
competidores en un determinado plazo de tiempo.
Es decir, que si se juzga que «el superior interés público» exige unos medios tan drásticos, si se
quiere ser consecuente hasta el final, no quedaría más remedio que aceptar que el mercado libre es altamente
peligroso; y que en justicia se tiene que ir convirtiendo a los auditores en funcionarios públicos. Esto es lo que
siempre se ha llamado «deducción por reducción al absurdo».
Pero, sin llegar a ese tipo de exageraciones, la demanda de nuevas responsabilidades a los auditores
significa que son muchas las consecuencias que se siguen del trabajo de quienes se dedican a levantar acta de
los estados contables de las empresas. Porque de esos estados se siguen necesariamente estrategias. O, lo
que es lo mismo, el ser de una organización condiciona su futuro -lo que puede llegar a ser.
Al auditor se le pide, cada vez más, que actúe como consultor, porque el ser es inseparable del deber
ser. Ahora bien: la metodología que preside los juicios sobre el ser de una empresa es muy distinta de la que
rige los consejos sobre lo que debe hacerse.
Imaginemos que para tomar una decisión acerca del despido de un trabajador solicitamos un dictamen
sobre el coste de la operación. Una vez recibidos los datos acerca de la indemnización y la posible sustitución
por otras personas, nos planteamos algunas consecuencias que esa acción puede tener: la desmoralización de
sus compañeros, o su carácter ejemplar; las posibilidades que esa persona tiene de organizar en nuestra contra
una campaña de opinión pública... En esta situación pedimos consejo a alguien a quien consideramos prudente
e imparcial, y a la vista de todo tomamos una decisión.
Es muy importante notar que la información que hemos recibido de nuestro consejero tiene un
carácter muy distinto a la que nos ofreció el informe numérico que versaba sobre el coste económico inmediato
de la operación. De este último no aceptaríamos vaguedades del estilo: «mire usted, tengo la ligera impresión
de que la operación no le va a resultar barata», y sin embargo sí aceptamos recibir un consejo como «mira, no
te compensa; conociendo las circunstancias que rodean el caso, el riesgo es grande».
Hay ámbitos de saber humano a los que pedimos demostraciones; y otros a los que pedimos
persuasiones. Y las decisiones éticas pertenecen a este segundo ámbito de conocimiento. El discurso moral

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en el área de los negocios tiene unas peculiaridades a las que hay que ir haciéndose, evitando juzgar
determinadas situaciones con una metodología incorrecta.
Una cuestión tan sencilla como saber si algo es un buen negocio puede recibir respuestas a muy
distintos niveles. De una empresa ya establecida puede saberse si marcha mejor o peor en función de
parámetros cuantificables. Pero este criterio no sirve si lo que buscamos es emprender nuevas vías de
desarrollo, o si deseamos introducirnos por primera vez en un sector.
Los datos empíricos son siempre necesarios, pero no son el único factor determinante a la hora de
decidir. Hay un sexto sentido, una especie de olfato, que nos insinúa si se trata o no de un buen negocio, o si
nosotros servimos para esa actividad. Este tipo de decisiones, constantemente presentes en la vida de
cualquier organización, implican un riesgo. Siempre. Pero eso es lo que las hace atractivas.
Las comprobaciones de resultados irán acompañando y corrigiendo a las decisiones que
emprendemos. Por tanto, las decisiones que los seres racionales tomamos en el mundo empresarial exigen
contar con la capacidad de aprender a que convivan los análisis y las ejecuciones, las demostraciones y las
persuasiones.
En resumen...
Al aproximar el lenguaje ético al mundo empresarial conviene tener en cuenta que nos estamos
abriendo a unos criterios de racionalidad diferentes. Unos criterios de claridad y rigor que no son, ni mucho
menos, ajenos o externos a la realidad de los negocios. La dificultad para saber cuándo una acción humana es
buena o mala es similar a la que nos aparece cuando queremos saber si un negocio nos va a salir bien o mal:
carecemos de seguridad, pero tenemos indicios suficientes para saber si una decisión es razonable. Además,
la experiencia irá aquilatando las intuiciones iniciales. El problema estriba en que de la situación presente
pueden seguirse muchas vías de actuación, y nadie puede estar completamente seguro de acertar hasta que se
pone a hacer lo que decide. Ese riesgo está presente en toda decisión. Por este motivo, algunas actividades
tan importantes como la formación de directivos o el ejercicio de la auditoría y consultoría, están ampliando sus
horizontes. No basta con poseer las mejores herramientas o metodologías: lo difícil es saber cuándo deben ser
aplicadas. No basta con levantar acta de los estados contables: deseamos saber si esa posición es arriesgada,
qué responsabilidades se derivan, y qué podemos emprender a partir de ahí. Para pasar del análisis a la
ejecución hay que estar convencido. Y eso sólo se demuestra haciéndolo, intentándolo. El paso del ser al
deber ser entraña riesgos. Eso es lo que, básicamente, tienen en común la ética y los negocios.
2. EL ESFUERZO Y EL EXITO
En los aspectos ético-políticos del mundo de la economía rigen unos criterios de verdad distintos al
método matemático y al de las ciencias experimentales. Ya hemos dicho algo acerca de la distinta forma de
presentarse que tienen un problema numérico y otro prudencial. Veamos ahora qué ocurre con la aplicación al
mundo empresarial de los criterios reinantes en las ciencias naturales.
El criterio según el cual sólo es verdadero lo que se ve y se toca está ya bastante trasnochado. Por
una parte es un criterio que no se resiste a sí mismo -la frase «sólo es verdadero lo que se ve y se toca» es un
juicio que ni se ve ni se toca, de donde habría que concluir su falsedad-; pero además resulta que en las
relaciones laborales existen factores no cuantificables -más difíciles de evaluar- que resultan ser
tremendamente determinantes -baste pensar, por ejemplo, en el afán de superación, el espíritu de equipo, la
identificación con una cultura propia, etc.
Examinemos ahora al análisis de otra exigencia metodológica que algunos han ido imponiendo a las
ciencias naturales: el criterio que suele denominarse «de emergencia» según el cual sólo sobreviven los
organismos mejor dotados.
Ya se ve que la palabra «emergencia» no significa en este contexto «Urgencia» o algo por el estilo.
Igual que «inmediato» no siempre significa «rápido» -en la serie de medios y fines «inmediato» y «mediato»
tienen un significado muy preciso-; o «naturaleza», que no tiene por qué referirse siempre al entorno inanimado
circundante -su significado ético más preciso apunta al principio productor de acciones-. «Emergencia», en un
contexto darwinista significa algo así como supervivencia, pero con el añadido de que ello implica una
valoración: es el resultado de ser el mejor.
Resulta corriente encontrarse con personas que piensan que triunfar, tener éxito, significa conseguir
que otros no lleguen a las cotas que ellos han alcanzado. Y quienes así entienden el éxito resultan
particularmente molestos. Se convierten en seres insaciables, precisamente por haber hecho del éxito un valor
no compartible.
La amabilidad es una de las condiciones imprescindibles para no hacer odioso el poder, y también
para no hacerse molesto ante quien lo ostenta. En cuántas ocasiones resulta mucho más eficaz manifestar
algo como sugerencia o como recordatorio que como abrupta rectificación.
Pero algunos suelen acreditar la curiosa capacidad de decir siempre las cosas del modo más molesto
posible. Cuando lo prudente es saber negar poco a poco, hacer que las decepciones se tomen a sorbos. Al

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directivo se le exige que juzgue con prontitud, pero no que irrumpa con violencia. El trato indelicado y las
desatenciones tienen manifestaciones muy universales: impuntualidad, cambios en las citas, improvisación e
interrupciones en las reuniones, etc. Son manifestaciones de haber malinterpretado lo que significa tener
poder.
La gran ventaja del que manda estriba en que puede hacer más bien que los demás. Así hay que
verlo. Y aparentarlo. Lo bueno es que el cargo tenga necesidad de uno -llegar a ser deseado-, y no al revés.
Pero hacer el bien supone un indudable esfuerzo. El que manda debe preferir el esfuerzo al éxito. Se trata de
dos sensaciones distintas.
El éxito es algo escondido, sobre todo cuando se torna envidioso. Pretender renovarlo cada día no
dista mucho de un tipo de neurosis obsesiva propia de quienes tienen la sangre un poco aguada. Buscar el
éxito a toda costa es un modo de renunciar a la verdad. Es efímero. Leve. No tiene historia ni respeta el
pasado.
En cierto modo, el éxito es un intangible. Ni siquiera se trata de un concepto que todos manejemos
por igual. Algunos lo identificarán con la cuota de mercado. Otros, con la rentabilidad. O con la capacidad de
innovar. O con el prestigio.
Sin embargo, donde los sentimientos cobran su autenticidad es en la distancia, en su referencia al
pasado. Ahí se aquilatan. Esto, desde luego, tampoco conviene exagerarlo, porque uno de los martirios más
sutiles es intentar que el tiempo vuelva atrás para remediar lo que uno no hizo o no dijo. El esfuerzo sí que se
puede tocar. Por el contrario, casi todos los éxitos se acaban demostrando prematuros.
Si aplicamos el «principio de emergencia» a la vida empresarial obtenemos la consecuencia de que
las empresas que sobreviven son las mejores, que sólo triunfan los mejores, que el que se impone es el mejor,
o que el mejor es el que obtiene el éxito.
La verdad es que es ésta una cuestión central al tratar de la ética en la actividad económica y
empresarial. En definitiva, se trata de saber si la frase «el que se impone es el que se impone» es equivalente
a «el que se impone es el mejor». Imponerse refleja un hecho, un resultado: la eficacia completa, el éxito
exclusivo que otros no pueden compartir. Pero tiene una consecuencia dudosamente deseable: a la larga, ese
criterio arruina la libertad del mercado porque apunta hacia el monopolio.
La palabra «emergencia» tiene otro significado cuando se habla de «valores emergentes», de valores
en alza en una sociedad que se está configurando alrededor de bienes que sí pueden ser compartidos.
Evidentemente, no se trata de criterios excluyentes porque eficacia y excelencia no sólo no se excluyen sino
que se implican.
Ser el mejor en una determinada actividad en cierto sentido es equivalente a tener éxito, a ser eficaz;
pero no en el sentido de que ello implique necesariamente la aniquilación de todo posible competidor, o de las
personalidades que nos rodean. Y es que la excesiva agresividad acaba con la vida de cualquier líder.
A finales de diciembre de 1992 la firma Sumbean-Oster recompensaba a su presidente ejecutivo con
una importante prima por los resultados financieros conseguidos. Quince días después, Paul B. Kazarian
estaba despedido. Nadie se lo explicaba. Nadie, excepto sus propios empleados.
Kazarian era un experto en insultar y humillar a proveedores, adversarios y empleados. Tanto, que la
firma había contratado los servicios de una consultora para verificar las quejas vertidas contra su presidente.
Nadie ponía en duda su inteligencia o su motivación. Pero era tan hábil con los números como torpe con las
personas.
No paraba de desautorizar las iniciativas de los demás. Se metía en todo. Y aun estando de acuerdo
en que no es posible sanear una empresa sin molestar a alguien, había conseguido que su entorno perdiera la
confianza en él.
A veces se dice que la vida en una compañía es como una gran cacería, que la ley de la selva no se
diferencia tanto de la ley de contratos que rige la vida empresarial. Incluso han aparecido estudios sobre la
conducta de los chimpancés de indudable aplicación al mundo de las organizaciones. Pero una de las cosas
que enseñan esos mismos estudios es que resulta imposible mantenerse en el poder en solitario.
En los momentos de crisis, todos necesitamos estar respaldados. Incluso las reuniones son un buen
momento para descubrir quién mantiene sus influencias intactas: cuáles son los chistes más reídos, de quién
procedían las ideas más ignoradas. En el fondo, todo ser humano necesita sentir que en su entorno laboral se
le trata como persona.
Hacer el mono en la oficina puede resultar interesante. Pero nunca en exceso.
En resumen...
El mundo empresarial está lleno de intangibles. Por tanto, las cosas no pueden juzgarse como
verdaderas o convenientes solamente en función de que se las pueda cuantificar. El éxito, en cierto modo,
también es un intangible. Y para alcanzarlo no hace falta proponerse que otros no lo alcancen.
3. TRABAJO Y EMPLEO NO SON LO MISMO

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Cuando el éxito es entendido en toda su dimensión humana no convierte en insociable a quien lo
busca, porque esa realidad adquiere un carácter compartible en el mismo momento en que admite el alto
contenido ético que encierra. Otro escenario de la vida económica donde también puede observarse esto
mismo es la relación entre trabajo y empleo. En la medida en que contemplemos la realidad laboral desde la
perspectiva de las necesidades naturales de cualquier persona obtendremos una idea del trabajo impregnada
del sentido más profundo de la solidaridad.
El problema del empleo es engañoso. Porque el mal no está ahí. A una persona que tiene 40 grados
de fiebre se le puede decir que su temperatura va a bajar rodeándole de unas bolsas de hielo. A lo mejor con
ese sistema se consigue que el termómetro marque otra vez los tranquilizantes 36 grados. Pero la enfermedad
no ha sido abordada. Sin cohesión social no es posible la cohesión económica y, por tanto, las medidas que
deben adaptarse para crear puestos de trabajo tienen que dirigirse previamente hacia los cambios sociales y
culturales.
Los documentos más recientes de la Comisión Europea a este respecto -el Libro Blanco del Empleo y
el Libro Verde sobre la Política Social Europea- podrían resumiese diciendo que es equivocado hacer girar la
actividad económica en torno a las cifras de empleo: la economía se centra ante todo y primordialmente en el
trabajo.
Trabajo y empleo no son lo mismo. Porque buscar empleo no es un empleo, pero sí es un trabajo.
Porque hay trabajos, como el de ama de casa, que no son un empleo. Por tanto, no es lo mismo tomar como
punto de referencia el empleo -que es un bien escaso- que el trabajo -que es una necesidad natural-. El
trabajo, junto con el hecho de ser la forma habitual de obtener los recursos económicos necesarios para
subsistir, es la principal fuente de relaciones sociales y de realización personal. Por eso resulta necesario.
La economía, y la política que la regula, debe considerar ante todo que los trabajadores desean que
se reconozcan todas sus capacidades personales. El cambio que se exige es cultural. La solidaridad es un
concepto que sólo funciona cuando se refiere al trabajo. Porque si se aplica al empleo -compartir jornadas
laborales, etc.-, no crea nuevos empleos. La solidaridad precisa un cambio cultural previo: descubrir el
potencial creativo de cualquier persona.
Es cierto que se han conseguido logros significativos en la cultura del trabajo, como por ejemplo el
carácter indispensable del diálogo social. Sin embargo, todavía quedan importantes retos en orden a la
cohesión social. Nos enfrentamos con permanentes discriminaciones. Nos resistimos a ofrecer una igualdad
de oportunidades a los inmigrantes. Dificultamos el primer empleo de los jóvenes. Pasamos por alto las
innegables posibilidades de las personas de edad avanzada -los seniors-. Impedimos la equiparación de
salarios de las mujeres. Pues bien, mientras consideramos como un lastre a las clases pasivas, mientras los
primeros contratos de los jóvenes resulten abusivos, mientras haya alguien que piense que una mujer no tiene
los mismos derechos que un hombre de ver incrementado su sueldo, mientras no sepamos ver la importancia y
repercusión de compatibilizar el trabajo y la vida familiar, estaremos impidiendo la futura cohesión económica
que tanto anhelamos.
Al afrontar esos retos, contamos con un sentimiento de la riqueza histórica y pertenencia común
extraordinarios, con una diversidad cultural que es fuente de creatividad. No se pueden fomentar las
tendencias disgregadoras, porque el mundo que nos espera es el de las personas. Porque sólo así pueden
arraigar las soluciones que exige el desarrollo económico: la necesidad de educación, la flexibilidad, la
formación permanente, la exigencia de que cada persona sea tenida como el principal recurso.
Los retos representan ante todo oportunidades. Eso es lo bueno de las crisis. Dentro de una
economía que se nos ha globalizado, que se ha hecho internacional, con una velocidad de transacciones y un
manejo de información insospechados hace bien pocos años, las soluciones -nuevas profesiones, desarrollo de
la flexibilidad laboral, etc.- podrán surgir sólo si previamente modificamos adecuadamente nuestro humus
cultural. Lo cual es mucho más complejo, a la vez que imprescindible. Refiriéndose a la Comisión Europea,
Jacques Delors afirmaba ser consciente de la dificultad de la tarea. Si existieran soluciones, nuestros países
las habrían aplicado. Si existiera una cura milagrosa, ya se sabría. Nos encontramos ante una encrucijada, y
del rumbo que tomemos pueden depender las decisiones de muchos años.
En definitiva, se trata de decidir si queremos vivir para trabajar, o si trabajamos para vivir. Vivimos
para trabajar en la medida en que el trabajo constituye una necesidad radical y social; pero eso no puede
significar que toda realización personal se agote en el entorno laboral.
De forma similar, la respuesta a la pregunta acerca de si trabajamos para vivir puede ser distinta
según interpretemos el trabajo como un puro mecanismo que nos proporciona unos beneficios económicos, o
como una realidad esencialmente humana. Y no es verdad que trabajemos exclusivamente para vivir, porque
trabajar ya es una forma de vida, de actividad racional.
En resumen...
Antes de tomar medidas es imprescindible saber de qué se está hablando. Y cuando nos
enfrentamos a problemas tan acuciantes como el del desempleo, dejar a un lado su dimensión más radical

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equivale a condenarse a que los logros sean únicamente parciales. Tras el fenómeno del empleo se esconde
una necesidad radical de todo ser humano: trabajar. Una necesidad individual y colectiva. Una necesidad
natural, porque es en el trabajo donde, además de obtener nuestras fuentes de subsistencia, los demás nos
reconocen. Sólo bajo esta perspectiva de la dignidad de toda persona que necesita trabajar se puede enfocar
la promoción universal de la solidaridad. Porque la cohesión económica necesita, ante todo y previamente,
cohesión social.
4. LA ETICA EMPRESARIAL NO ES UN VALOR AÑADIDO
El interés por la ética empresarial ha crecido paralelamente con la proliferación de códigos de
comportamiento y comités éticos en las grandes empresas del mundo anglosajón. Hay asuntos en los que una
decisión se ve condicionada principalmente por los criterios éticos, y ello ha ido impulsando las investigaciones
y análisis acerca de si es posible formular normas universales de conducta que nos permitan saber cuándo una
decisión es mejor o peor que otras posibles soluciones.
Ocurre que la mayoría de los problemas en los que predominan aspectos éticos poseen una gama de
matices que dificulta grandemente su regulación. Acerca de los regalos que se admiten en las corporaciones,
los pagos no tipificados, las repercusiones medioambientales, el acoso sexual, la limpieza de instalaciones, la
posibilidad de denunciar a la propia empresa cuando en conciencia se considere que debe hacerse, o el peso
que en la contratación debe tener el deseo de compensar a las minorías marginadas, acerca de todos estos
temas la mayoría de los empresarios están convencidos de que la decisión -en último término- debe ser
prudencial; es decir, que sí pueden darse unas normas mínimas que sirvan de marco a las decisiones, pero que
en último término la aplicación concreta no puede ser reglamentada por completo, y la responsabilidad recae
sobre el núcleo de toma de decisión.
Pensemos por ejemplo en los salarios de los empleados; si se trata de personal ejecutivo los criterios
económicos de oferta y demanda tienen un peso mayor que si se trata de los empleados de niveles inferiores.
Para estos últimos es lógico que tenga un peso distinto el deseo de no transgredir un límite mínimo que puede
considerarse lo justo. Pero en cualquier caso los criterios -éticos, económicos- siempre se entrecruzarán, y la
oportunidad o conveniencia de una decisión acabará ajustándose con criterios prudenciales, criterios que tienen
en cuenta tanto el marco general universalmente aceptado como las circunstancias peculiares de cada caso.
En no pocas ocasiones los manuales al uso en ética empresarial ofrecen una disyuntiva
irreconciliable: o se actúa de acuerdo con las propias convicciones sin mirar a las circunstancias transitorias, o
sólo se tiene en cuenta el cálculo de las consecuencias que van a generarse olvidándose de los valores que
privadamente puedan profesarse. Esta disyuntiva tiene desde luego una larga historia, y aflora con frecuencia
en los momentos críticos en los que hay que dar una respuesta.
Algunos pensarán que es un problema únicamente planteado en los manuales, pero no es así: entre
los motivos que en los últimos lustros más han animado a los estudiosos y a los empresarios a delimitar pautas
de conducta éticamente seguras se encuentran algunos escándalos empresariales y financieros que reflejan la
universal repulsa ante determinados planteamientos.
Algo nos dice a todos los seres humanos que si una factoría detecta una deficiencia grave en un
modelo de vehículo, y calcula cuánto le costará subsanar ese fallo junto con el coste de las posibles demandas
que puedan presentar los familiares de conductores fallecidos, algo nos dice que ese planteamiento resulta
aberrante porque si bien puede tasarse judicialmente una compensación económica por la responsabilidad en
una muerte, ninguna cantidad de dinero puede llegar a sustituir al familiar fallecido.
Con todo, hay actividades empresariales a las que resulta relevante realizar determinados cálculos
económicos alrededor del valor de una vida humana, como es el caso de las compañías aseguradoras o de
quienes calculan el coste por proceso en la gestión de hospitales. Pero si preguntamos cuánto vale en
definitiva una vida no podemos obtener respuesta.
En primer lugar, cabría pensar que una vida vale la diferencia entre lo que un ser humano llega a
ganar a lo largo de su existencia, menos lo que gasta. La situación es tremendamente complicada, no sólo por
la dificultad que entraña ese cálculo. Además, es que resulta imposible hacerse cargo de la riqueza generada
por cualquiera a través de sus descendientes.
Salvar la vida de un enfermo cardíaco tiene un coste anual de ciclosporina. Mantener los cuidados
requeridos por el SIDA, también. Son costes distintos, pero no por eso decimos que una vida valga menos que
la otra7. En 1969, las medidas adoptadas por el Gobierno británico en orden a la seguridad de las cabinas de
tractores costaron unos cuatro millones de libras y salvaron unas cuarenta vidas: ¿significa eso que cada una
de ellas vale cien mil libras?. Una campaña publicitaria valorada en mil millones de pesetas puede conseguir
que las víctimas mortales en accidentes de tráfico desciendan durante un verano en casi quinientas: ¿diremos
entonces que la vida de un agricultor británico es diez veces mayor que la de un conductor de automóviles
español?
Mucho más relativa resulta todavía la percepción individual de lo que vale la propia vida. Está claro
que todos aceptamos que moriremos alguno de los años que tenemos por delante. Es decir: admitimos una

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cierta probabilidad de morirnos en cada uno de los años que comienzan. También en el año concreto en que
nos hallamos. Si fuera posible reducir esa probabilidad en un uno por mil, ¿estaríamos dispuestos a pagar
alguna cantidad de dinero? Y si se nos asegurara una reducción de un uno por cien mil en la probabilidad de
morirnos este año, ¿pagaríamos mucho menos? Una encuesta publicada en el Wall Street Journal en 1988
llegaba a la conclusión de que, en función de esos datos, las vidas humanas son valoradas dentro de una franja
que va desde los 66.000 dólares hasta los 11,8 millones. Lógicamente, todos pensamos que la nuestra es una
de las vidas más valiosas que existen. Pero, ¿admitiríamos 11,8 millones de dólares a cambio de perderla?
Lógicamente, no.
Un ser humano es insustituible por una cantidad de dinero; incluso podría decirse que es insustituible
de forma absoluta porque ni siquiera otro ser humano puede reemplazarlo. Cada uno ciframos nuestra propia
dignidad en gran medida en la convicción de que lo que somos y hacemos no resulta reemplazable sin más
poniendo a otra persona en nuestro lugar. De aquí concluimos que la dignidad personal es un valor que debe
presidir las decisiones de cualquier organización, que existen convicciones universales; y, sin embargo, su
aplicación no es unívoca, puede estar subordinada a otros valores que en una determinada circunstancia se
impongan. Ciertamente, hay situaciones en las que la vida humana se pone en peligro, o se llega a eliminar,
para salvaguardar el bien común. Ahora bien, eso no significa que la vida humana pierda en esas
circunstancias su valor.
Algo similar ocurre con la convicción de que la armonía social exige la práctica habitual de conductas
verdaderas; la mentira es disgregadora. Sin embargo, hay circunstancias en las que la verdad debe ser
ocultada si quien la pretende va a realizar un mal uso de ella. Para evitar una conducta injusta, la verdad debe
ser protegida de la curiosidad de quien no tiene derecho a ella. El hecho de que alguien proteja una
información confidencial de los deseos de saber de quien no tiene derecho a ella no implica la negación del
principio de que la verdad debe ser proclamada.
Las convicciones deben ser aplicadas responsablemente, en la medida en que es posible calcular el
alcance de tal aplicación, puesto que a los seres humanos nos resulta imposible calcularlo todo. En definitiva,
la convivencia de los propios principios con la previsión de las consecuencias presumibles es una cuestión
prudencial. Y la separación de esos ámbitos lleva a exageradas deformaciones: por una parte, quienes
propugnan dejar de lado los propios principios acaban cifrando el peso de las decisiones en un cálculo técnico
de consecuencias que corresponde a los expertos ser realizado; de este modo el sujeto que debiera ser
responsable de su decisión se convierte en un anónimo ejecutor de lo que otros deciden, y nunca podrá estar
seguro de calcularlo todo. Por otra parte, la exageración de que todo depende de la rectitud privada de quien
decide ha llevado a algunos a cifrar la validez ética de una organización en la moralidad de sus directivos.
Es posible que si un directivo maltrata habitualmente a sus hijos, los trabajadores a sus órdenes no
correrán una suerte mucho mejor; pero su contrario no funciona: un excelente padre de familia puede ser un
nefasto gestor de recursos.
La oposición entre las nociones de «convicción» y «responsabilidad» en la irreconciliable disyuntiva
entre actuar según los propios principios o actuar según las responsabilidades calculables, es una dicotomía
basada en un uso muy pobre tanto de la noción de «principios» como de la de «responsabilidades». Ni los
principios son sólo un reducto subjetivo de opiniones ni cabe limitar las responsabilidades al ámbito de lo
legalmente exigible de modo inmediato.
Es cierto que cuando adquirió pujanza a comienzos de los años ochenta, la enseñanza de la ética
empresarial se basaba ante todo en la tensión entre los modelos mencionados; pero ya se sabe que todos los
comienzos tienen algo de imperfecto.
De todas formas, los primeros programas que desarrollaron en sus cursos Dill, Donaldson, De
George, Goodpaster, May o Williams incluyeron planteamientos muy interesantes: la responsabilidad
corporativa y la responsabilidad social; los valores personales y la vida empresarial; la participación y la
autoridad; la efectividad y la eficiencia; la utilidad y el utilitarismo; la libertad individual y la justicia social;
legalidad y moralidad; etc. Los estudiantes de Notre Dame, Loyola, North Carolina, Southern California, Kansas
y Yale fueron pioneros en una disciplina que comenzaba a ponerse de moda.
También creyeron muchos que la moda ética no era más que el último mito comercial americano.
Quienes todavía piensan que la ética no pasa de ser un valor añadido comercialmente rentable, una etiqueta a
llevar bien visible en la manga, se han quedado en la prehistoria de la cuestión.
La ética no es un valor añadido; es un valor intrínseco de toda actividad económica y empresarial
porque cualquier actividad empresarial atrae hacia sí un cúmulo de factores humanos, y los seres humanos
damos a todo nuestro obrar una dimensión inevitablemente ética. Más que una moda, la ética es -en la
actividad empresarial, para cualquier organización- una necesidad, una exigencia que se hace más apremiante
conforme crece la complejidad de nuestro tejido social.
En resumen...

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Lo de menos es que la ética pueda estar de moda en un determinado momento. Es, ante todo, una
necesidad. Más apremiante, desde luego, en la medida en que las consecuencias de las actuaciones resultan
más imprevisibles. Pero la ética tampoco se limita a la previsión de un complejo cúmulo de consecuencias. No
se reduce a una operación de cálculo, porque hay cosas que no se pueden calcular -como el valor económico
de una vida- y porque hay principios que no se pueden negar, como por ejemplo el que la mentira es
socialmente disgregadora. El intento de asumir en las propias decisiones tanto los principios éticos como las
consecuencias razonablemente previsibles de los actos, evita a la vez el abandono de las propias
responsabilidades y algunas confusiones entre las manifestaciones privadas y públicas de la ética.

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